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Obra que persevera en la memoria de aquellos que conocieron y trabajaron con Rogelio París y lo acompañaron en su labor profesional. Se trata de una compilación de datos, ideas, noticias, reseñas, artículos, entrevistas, filmografía, notas y anexos con documentos históricos. Un libro que es a la vez una monografía y una enciclopedia, y, más que una remembranza, resulta una obra para el estudio, a través de la figura de Rogelio París, del hacer del cine cubano.
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Seitenzahl: 603
Veröffentlichungsjahr: 2024
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Edición: Maricel Bauzá Sánchez
Diseño de cubierta: Maykel Martínez Pupo
Fotografías: Archivo Xenia Fernández / Cinemateca de Cuba
Conversión a ebook: Alejandro Villar
© Luciano Castillo, 2018
Sobre la presente edición:
© Ediciones ICAIC, 2024
ISBN 9789593044073
Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos
Ediciones ICAIC
Calle 23 no. 1155, entre 10 y 12, El Vedado, La Habana, Cuba.
Correo electrónico: [email protected]
Teléfono: (537) 838 2865
Resulta sabido que un crítico de cine es un crítico de arte con especialidad propia. No hay que «saber» solo de cinematografía (datos, filmografía) para poder penetrar en el corazón de una película, el conocimiento (cultura afín) debe ser acompañado de la sensibilidad y el talento imprescindibles. El filme se abre a la proyección de la imagen atrapada que, enviada por la luz sobre una pantalla, resulta obra de belleza o no, como todo arte. Siempre me ha inquietado la temporalidad que «vive» atrapada en una cinta, como dentro de un libro: ¿qué tiempo es ese?, ¿el de la filmación o escritura, o tan solo aquel que se abre a los ojos del espectador o lector? Libro y filme son hermanos: ofrecen lecturas del mundo, del «ayer» filmado y de su envión hacia otra temporalidad, de modo que ambos nos hablan del pasado y de nuestro hoy. Un crítico de cine sabe de esto, y mucho más.
Las temporalidades son juegos o secuencias de un filme casi infinito llamado Vida. La vida proyectada en el cosmos, desarrolla su propio y laberíntico rollo, del que nosotros somos partes de una película planetaria vital llamémosle «eterna». Las secuencias del tiempo son como mágicos retos para críticos y artistas: el cine germinó en el siglo xix, bajo la mirada de gentes nacidas en ese lapso, pero devendrá «arte del siglo xx», hallará esplendor durante esa otra-secularidad. Luciano Castillo (Camagüey, 1955) trabaja su historia, entrevista a personalidades nacidas en el pasado siglo de lujo del séptimo arte, y ofrece una nueva mirada acerca del cine sobre su nuevo tiempo de desarrollo.
Esa «magia» natural de la fluidez del tiempo, forma parte del arte cinematográfico. Tal arte asistió a una de las revoluciones de soportes expresivos más amplia de la historia de la humanidad, desde el cuerpo humano a las pantallas, tan diversas ya. Habría que hacer párrafo de relación numérica sobre las existencias de soportes variadísimos. El cine pudiera avanzar más hacia las técnicas holográficas y alcanzar la soñada tridimensionalidad, visible sin gafas especiales, en la que todas las artes, como quisieron los griegos de la antigüedad, se den cita en un solo «texto» para goce humano.
El crítico de cine es hombre o mujer atentos a las evoluciones, pero el cine ya tiene historia definida, y un crítico puede tornarse historiador. Uno de los méritos radicales de la personalidad de nuestro crítico Luciano Castillo, es haber desarrollado una labor impar desde la crítica y divulgación cinematográficas desde que comenzó a publicar en el periódico camagüeyano Adelante allá por 1978 hacia la investigación y la historización. La memoria fluye en sus libros, que son muchos, sólidos, sabios, de los cuales solo signifiquemos los siguientes: La verdad veinticuatro veces x segundo (1993); Concierto en imágenes (1994); Con la locura de los sentidos (1994); Ramón Peón: el hombre de los glóbulos negros (1998 y 2003), escrito junto a Arturo Agramonte, historiador del cine cubano, con quien colaboró, además, en el Diccionario de realizadores del cine latinoamericano (1997) y en los libros Entre el vivir y el soñar: pioneros del cine cubano (2008) y los cuatro tomos de Cronología del cine cubano (2011-2015); Carpentier en el reino de la imagen (2006), El cine cubano a contraluz (2007), El cine es cortar (2010), junto al célebre editor Nelson Rodríguez, Trenes en la noche (2012), Retrato de grupo sin cámara (2015) y La biblia del cinéfilo (2015).
Como estudioso de la obra de Luis Buñuel fue coautor de Conversaciones con Jean-Claude Carrière (2004) y culminó en fecha reciente El indiscreto encanto de Buñuel y El misterio Buñuel. El cine cubano le estará, y ya le está, en larguísima deuda de gratitud, aunque tal bibliografía muestra que su labor va más allá de las fronteras nacionales, sin contar el número crecido de artículos, conferencias, y faenas múltiples como jurado en reputados festivales de cine de América y Europa.
El infatigable Luciano se adentra ahora en Rogelio París, nosotros, el cine; densa, útil, vibrante monografía sobre este notorio director cinematográfico cubano, organizada ella de manera inteligente y pensando en su provecho para disímiles lectores, críticos e investigadores, para lo cual abre con una introducción suya, en la que se ofrecen las coordenadas tanto del estudio que brinda el volumen, como justificaciones de presencias de los numerosos textos seleccionados. El conjunto palpita para la mejor comprensión del cineasta de referencia, caracterizado así: «Todos recuerdan con afecto a este hombre de tenacidad capricorniana, que no ocultaba su orgullo al vestir el uniforme militar muchas veces…», y que fue «fervoroso martiano», capaz de organizar a su equipo creativo como un verdadero ejército, para llamarse a sí mismo «Comandante Rogelio París», casi metaforizando el oficio de director cinematográfico con el de un jefe de cuerpo militar.
De inmediato, el autor cede la palabra a los «testimoniantes», aquellos que conocieron y trabajaron con París y lo acompañaron desde la labor profesional hasta su raíz humana de creador. Ellos desnudan al «director», que es a la vez artista. Son colegas suyos y algunos subordinados en la labor del cine en distintas etapas de su trayectoria, quienes ofrecen puntos de vista diversos. Entre los casi sesenta que rememoran sus experiencias se hallan: Eduardo Manet, Miguel Mendoza, Humberto Hernández, Carlos Pérez Peña, Nelson Rodríguez, Raúl Rodríguez, Miriam Talavera, Antonio Pérez González (Ñiko), Gladys Cambre, José Manuel Riera, Julio Simoneau, José Borrás, Rolando Díaz, Guillermo Torres, Luis Lacosta, Yolanda Benet, Eduardo Arrocha, Fernando Pérez… La lista de personalidades sobresalientes de la cinematografía cubana se completa con algunas figuras «externas», pero que tuvieron relación con ella y con el director homenajeado, como el mexicano Alfonso Arau. Toda esta sección es testimonial, vivaz imagen de cómo vieron al hombre y a su obra otros mucho compañeros de ruta. Con ello, Luciano Castillo logró armar una larga y eficaz caracterización colectiva del artista.
La sección «Tiene la palabra el camarada Rogelio», agrupa quince entrevistas y meditaciones. Ahora se nos presenta a un hombre que ha reflexionado sobre el cine, que posee idea clara de su oficio, y que es capaz de enhebrar teorizaciones que sirvan al diálogo y a la polémica, llenos ambos de la pasión de un «capricorniano» (como el mismo Luciano) que se sabe artista y que, sin poseer la razón absoluta, expresa sus razones con libertad y fervor. Algunos textos son autorreflexiones de Rogelio París, como por ejemplo, el último: «Confesiones». Del diálogo con los entrevistadores al monólogo de pensamiento, el conjunto revela al creador a la vez como un hombre de ideas.
En «Apostillas a una filmografía» el investigador realiza una compilación detallada de las obras de Rogelio París, tanto como asistente de dirección del francés Armand Gatti en El otro Cristóbal (1963), como ya directamente en la labor de realizador, que se inicia con un filme clásico del cine cubano: Nosotros, la música (1964). Escuchamos (leímos) opiniones del propio realizador sobre sus obras, a las que se añaden reseñas, artículos y hasta ensayos aparecidos en los medios de prensa, escritos por diversos analistas de las obras. La gran labor como documentalista queda fijada aquí de una manera clara, sin sobreponerla a obras de más largo aliento creativo, en su segura calidad expresiva. Junto a la objetividad de los datos, el compilador los dirige de forma tal que no resulta una fría secuencia de fichas o mero tejido referencial. Como en una enciclopedia, el lector no tendrá que leer, si lo desea, toda la sucesión de textos, sino buscar los datos que le sean precisos o de interés, pero si se aventura a la lectura total, no lo hará con tedio, porque el material expuesto está organizado para lograr eficacia comunicativa.
No puede parecernos un simple repertorio, porque Luciano Castillo dispone cada material compilado en franca organización como ladrillo de una edificación total: el libro mismo, realidad per se donde se encierra una de las mejores reseñas de vida y obra de un cineasta de Cuba. Uno de los méritos de Rogelio París, nosotros, el cine resulta esa ordenación no abrumadora de datos, ideas, noticias, reseñas, artículos, ensayos, entrevistas, sinopsis, aparato crítico, notas, anexos con documentos históricos y otros no prescindibles en el conjunto. Una labor así, requiere sabiduría. No es labor de improvisación ni de corta y pega. El cine (y el libro) es cortar, pero con inteligencia, creatividad y sentido de lo que se hace, de lo que se entrega.
Los anexos incluyen una notable organización de la «biofilmografía» del artista estudiado, la cual por sí sola ya es un repertorio esencial para conocerlo en los detalles de su profesión. Añade otros documentos de sumo interés, como las «Reflexiones del compañero Fidel: Kangamba», donde el jefe de la Revolución comienza diciendo que «es de los filmes más serios y dramáticos que vi nunca».
Como en toda monografía que se respete, incluye una «Bibliografía consultada», útil a todo investigador de tales materias, y que certifica la calidad con que Luciano Castillo conformó este libro apasionado, apasionante, veraz y modélico.
El cine vive también fuera del celuloide, más allá de la revolución de sus soportes, mediante la labor de los críticos, de los que piensan sobre tal tarea artística. El cine vive en los hombres que lo forjan. Cuando estos han muerto, el cine revive al ser proyectado y los hace renacer, permanecer, rara aspiración de la especie humana: combatir al olvido. La memoria es esencial a nuestra manera de concebir la existencia, el ayer filmado es el hoy del espectador, y vale que no solo apreciemos el arte en su visión gozosa, sino saber sobre él, y sobre su autor, lo suficiente como para que ese goce sea más profundo y eficaz.
Estas dos palabras caracterizan también a Luciano Castillo, quien regala en Rogelio París, nosotros, el cine, obra de la mejor memoria. Más que una remembranza, resulta un legítimo libro de estudio incluso erudito, a tenor de la secuencia de datos que ofrece y la mirada sobre un autor cinematográfico (director sobre todo), que puede repercutir en la que hagamos sobre otra figura objeto de análisis, sea cineasta o no. Rogelio París, nosotros, el cine, es un libro eficaz y ejemplar, con la visión doble de la monografía y de la enciclopedia. No ha de pasar inadvertido.
Virgilio López Lemus
La Habana, julio de 2017
Desde siempre, cuando imagino a Rogelio París (1936-2016) en medio de un rodaje, evoco enseguida una famosa fotografía del cineasta soviético Serguéi Bondarchuk mientras se apresta a filmar una secuencia de Waterloo (1970). El célebre productor italiano Dino de Laurentiis vio en él la capacidad de asumir una obra de tan desmesuradas proporciones como La guerra y la paz (1966-1967), fidelísima a la novela de León Tolstoi, como el único realizador dotado por su destreza en los movimientos de masas para asumir una superproducción de la envergadura de Waterloo. Solo podía confiar en Bondarchuk y puso a su disposición cuantiosos medios para recrear la batalla que condujo a Napoleón al descalabro. A poca distancia de numerosos extras vestidos de soldados del ejército imperial, prestos a moverse a la orden de ¡Acción!, aparece Bondarchuk, con sombrero y gafas de sol, en una foto sentado junto a un tambor. Sobre el cuero están desplegadas reproducciones de los planos en los que el megalómano corso trazó los despliegues de las tropas que, supuestamente, le llevarían a una nueva victoria.
Aquellos que trabajaron al lado de Rogelio París coinciden en rememorar también que era un estratega al reunir a sus nutridos equipos de realización y mostrarles detallados planos con gráficos acerca de las complejas acciones que debía acometer cada uno de sus integrantes. Podían ser registradas en celuloide las construcciones de un extremo a otro de la isla en No tenemos derecho a esperar (1972); la contienda bélica en las montañas de la Sierra Maestra en La batalla del Jigüe (1976); los más insospechados aspectos de un certamen deportivo en Algo más que una medalla (1982); la epopeya de la salud pública en Cuba en Canto a la vida (1983); la dimensión adquirida por la cultura nacional en La huella del hombre (1985); o las planicies de Angola tan reales en Caravana (1990) o reconstruidas en el Paso de Lesca en Camagüey para Kangamba (2008); o un programa de televisión, un espectáculo musical o la velada conmemorativa de una fecha histórica.
Casi todos recuerdan con afecto a este hombre de tenacidad capricorniana, que no ocultaba su orgullo al vestir muchas veces el uniforme militar, sentado detrás de un buró o de una mesa de trabajo sobre la cual subía los pies con desenfado. Acostumbraban a llamarlo el Dire por su innata capacidad para comandar no solo un ejército de camarógrafos, sonidistas y asistentes, sino de soldados convertidos en extras de sus producciones fílmicas.
Rogelio París, poseedor de una formación como publicista, al irrumpir en la televisión con poco más de 20 años, dejó una imperecedera huella. Evidenció su eficacia como director técnico en las transmisiones de importantes obras de la dramaturgia mundial en el espacio Escenario 4 del Canal 4, que disponía de una sola cámara con la cual captaba en un solo plano secuencia las puestas en escena en vivo. Rogelio admitió que su participación en ese reto semanal fue uno de los dos acontecimientos que registraron un cambio en su vida; el otro era el triunfo de la Revolución que fomentó enseguida la industria cinematográfica antes inexistente, no obstante los esfuerzos de innumerables soñadores con un cine nacional. El surgimiento del Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC) incentivó su vocación e impidió que se viera forzado a seguir a la emigración como muchas personas de su procedencia social. Un ejercicio que luego le proporcionó gran satisfacción fueron las funciones de asistente —cada vez más imprescindible de su director-estrella, el mexicano Alfonso Arau—, en el popularísimo programa El Show de Arau.
No tardó una fortuita invitación del cineasta francés Armand Gatti para desempeñarse como uno de sus tres asistentes en el rodaje de El otro Cristóbal (1963), todo un bautismo de fuego para los participantes, entre estos Rogelio, en su primera incursión en el organismo promotor del nuevo cine cubano que, a escasos cuatro años de fundado, comenzaba ya a conocerse como el ICAIC. Fue uno de sus fundadores, Julio García Espinosa, obsesionado desde siempre por la música, quien propició su debut como realizador en Nosotros, la música (1964). En su estreno ningún crítico criollo ni extranjero se percató de la trascendencia de este documental —de «largo y aburrido» lo calificó el mexicano Tomás Pérez Turrent—;1 felizmente, la Cinemateca de Cuba lo redescubrió casi cuatro décadas más tarde.
Cómo Rogelio París pudo seleccionar, con tanta precisión del riquísimo catálogo de la música cubana, aquellos exponentes más representativos que aún vivían y actuaban, constituye un enigma que nunca reveló. Seguramente García Espinosa sugirió el nombre de alguna figura o agrupación. Al ritmo y estilo irrepetibles de Bola de Nieve para el que ni Carpentier pudo hallar un adjetivo justo, o esa Celeste Mendoza, como una reina con su guaguancó en un solar habanero. Rogelio París inició una filmografía conformada por más de una veintena de documentales de diferentes temas, entre estos: cinco largometrajes y cuatro filmes de ficción.
A propósito de Los hombres de Renté, El Segundo Turiguanó, Tiempo de hombres… un periodista le preguntó en una ocasión si el tercer gran tema de su obra —amén del bélico y de la música— era el esfuerzo de los cubanos como constructores de una nueva sociedad y le respondió que por supuesto, que la construcción de una futura nueva sociedad y un nuevo hombre en el socialismo —quizás coprotagonizado por los nietos de nuestros nietos— era y es tema y asunto permanente en la agenda de los creadores. A su juicio, la cuestión radicaba en cómo asumirla-traducirla en proyectos artísticos de alta calidad dramática y estética que trascendieran socialmente. Relacionado con esto señala que no por gusto, Schiller y Beethoven protagonizan la «coda» de Los hombres de Renté, y Silvio, Pablo, Eduardo Ramos y el Grupo de Experimentación Sonora del ICAIC recorren y dominan la banda de sonido de No tenemos derecho a esperar.
Rogelio París defendió siempre su convicción de que toda obra de arte cinematográfica tiene por muy profundo, por muy intelectual que sea, que entretener. Creyente ferviente del cine como espectáculo citó como ejemplo de esto dentro del cine cubano el documentalVaqueros del Cauto (1965),de Oscar Valdés, a quien consideraba entre sus maestros junto a sus coterráneos José Massip, Santiago Álvarez, Tomás Gutiérrez Alea, Julio García Espinosa, Humberto Solás y Fernando Pérez. En el contexto del cine internacional reconoció como sus influencias directas las películas de Akira Kurosawa y de Francesco Rosi, si bien alguna vez admitió en sus primeros documentales cierta influencia del neorrealismo italiano: «Admiro muchísimo ese cine extraordinario realizado con pocos recursos, pero con mucho talento y pasión»,2 declaró en una ocasión.
Entre sus paradigmas cinematográficos situó como uno de sus mayores referentes al cine ruso silente, en especial la obra de Serguéi Eisenstein, que conoció cuando matriculó el curso de verano El cine: arte e industria de nuestro tiempo, impartido por el crítico y profesor José Manuel Valdés-Rodríguez. Su pasión por el cine lo animó a asistir con frecuencia a las funciones de los cineclubes.
El excelente largometraje documental Lejos de Vietnam (Loin du Viêt-nam, 1967), ejerció un fuerte impacto sobre Rogelio París. En él un grupo de cineastas europeos y norteamericanos denunciaron la barbarie estadounidense en ese país asiático, sin perder nunca el punto de vista de que a pesar de ser una película militante y comprometida pudiera ser apreciada por espectadores de todo tipo precisamente por la concepción de espectáculo.
De las nuevas generaciones de cineastas cubanos —con cuyas obras acostumbraba a estar en contacto— apreció, entre otros, los cortometrajes de ficción de Arturo Infante y la tríada de Tres veces dos: Pavel Giroud, Lester Hamlet y Esteban Insausti.
Fervoroso martiano, Rogelio París —que se autocalificaba repetidamente como «aprendiz de poeta audiovisual»—, antepuso siempre el ser humano como eje central de sus discursos fílmicos. «Me ha dado la inspiración total, el centro de mi vida es intentar comprender, cambiar, ayudar al ser humano. El ser humano contradictorio, equívoco, errado. Yo no soy más que un aprendiz, pero no existe ningún filme mío que no tenga que ver con el ser humano»3 —insistió—, aunque hizo hincapié en que el abordaje de sus contradicciones era el mayor y perenne interés. Podía ser el músico que decidió encuadrar por primera vez con su cámara, un soldador en Renté, cualquier piloto de los aviones Migs, un guardafronteras, un constructor que arriesga su vida en una elevada estructura, un deportista que pierde una competencia, una anciana convertida en promotora cultural de su comunidad para mantenerse activa, cualquier soldado en medio de una maniobra militar o en la reconstrucción de un hecho histórico, etcétera.
Entre los numerosos proyectos inconclusos de Rogelio figura uno en el que invirtió una considerable cantidad de tiempo: El manuscrito de los Esterlines, título original del guion escrito por él junto al narrador Antonio Benítez Rojo, que según consta en una copia mecanografiada, concluyeron el 20 de noviembre de 1978, dos años después de haber rodado el complejo largometraje documental La batalla del Jigüe. El punto de partida fue Victoria sobre los Esterlines, una novela de aventuras para jóvenes que Benítez Rojo publicara más tarde como El enigma de los esterlines (1980). El argumento se desarrolla en dos tiempos diferentes: uno en pleno siglo xvii con el hallazgo de un viejo manuscrito revelador de la existencia de un tesoro escondido. Sus descubridores son Silvestre de Balboa y Salvador Golomón, autor y personaje, respectivamente, de Espejo de paciencia, la primera obra escrita de la literatura cubana. El otro ámbito temporal de la amena e imaginativa trama se sitúa en el siglo xx en momentos en que varias personas buscan el paradero de la fortuna, fruto de las actividades de los Esterlines, una animosa pandilla de piratas, mercaderes y esclavistas. Hacia el final, en la cueva a donde van a parar en sus andanzas, se oculta una banda de contrarrevolucionarios que intenta obstaculizar sus pesquisas.
Desde la escritura del guion, con el fin de sortear las dificultades de producción que implicaba una historia ubicada en dos épocas distintas y con tantos personajes, amén de necesitar locaciones en La Habana y Santiago de Cuba, sus autores sugirieron algunas posibles soluciones para abaratar el presupuesto. Una de estas fue que el bergantín San Francesco, que desempeñaba una función sobresaliente en la urdimbre dramática, sería visto casi siempre en plano general para «maquillar» o enmascarar una goleta disponible para el rodaje, mucho más moderna, por supuesto. «Las demás filmaciones serían dentro del bergantín, o con grandes planos generales que no permitan que se detalle —explican—. En fin, buscando descomponerlo por secciones, como si fuera un rompecabezas, a fin de que esto no se convierta, a su vez, en un verdadero rompecabezas para la producción».4
Los guionistas precisaron en su descripción de una secuencia en La Habana del siglo xvii, que los fondos se mostrarían de forma más o menos difusa para evitar problemas con las construcciones. El manuscrito de los Esterlines nunca fue filmado según Rogelio París debido a la decisión de Benítez Rojo de residir en el extranjero. «El guion recién nacido, feneció», confesó el cineasta con pesar al cabo de los años.5 No obstante, resulta una delicia la lectura del final del guion cuando un viejo personaje expresa en el momento actual, mientras gesticula con entusiasmo:
¡Imagínense, arrobas, quintales, toneladas de inapreciables riquezas culturales! Cuando la Revolución devuelva esos tesoros a sus países de origen, los museos, las galerías, florecerán con las nuevas muestras del arte aborigen… El hombre de Nuestra América se enorgullecerá más que nunca de sus raíces y sonreirá a sus antepasados.
(En ese momento aparece Silvestre caminando en la misma dirección y ante la cámara con actitud optimista y esperanzadora, recita una décima cuyo tema central sea: su experiencia personal lo lleva a la conclusión de que el tesoro, en esa época, solo ha de ser un medio para explotar a los que nada tienen, quien quiera que lo posea. Tal vez llegarán otros tiempos en que el oro sirve para lograr la felicidad colectiva. Su expresión transmite el contenido de los versos. Al final sugiere una sonrisa.)6
«Intranquilizar, choquear, motivar, golpear al espectador para que reflexione sobre los diferentes aspectos del ser humano»,7 fue la respuesta a un periodista venezolano al interrogarlo sobre hacia dónde apuntaban los objetivos de su trabajo. «Creo en la épica, mi cine tiende a ella. Creo que la historia latinoamericana está llena de epopeyas. La historia cotidiana está llena de epopeyas», expresó al mismo reportero al tiempo que refutaba que lo comparara con una especie de Stanley Kubrick o Ford Coppola latinoamericano. Revisar la filmografía de Rogelio París es corroborar su tentativa de «comprender, cambiar, ayudar al ser humano». En medio del aliento épico de muchos de sus documentales y el díptico Caravana-Kangamba, siempre se advierte la pretensión de que el hombre esté en primer plano con sus gestos y expresiones o de viva voz en las entrevistas. A su juicio, Kangamba significó el hallazgo, al cabo de catorce años de búsqueda, de «una estética particular que respondiera a la idea de describir cómo el hombre reacciona en situaciones límites y, por ende, cómo reacciona el hombre en guerra».8
A un cineasta se le puede conocer por su obra, pero también por la impronta de quienes contribuyeron a hacerla posible. Al fraterno vínculo establecido con un verdadero ejército de colaboradores en trabajos no exentos de contradicciones, sobrevino la admiración: «Es un excelente realizador con una imaginación insuperable y a veces inalcanzable» (Julio Simoneau); «El estilo de trabajo de este director siempre ha sido hacer un buen casting de sus colaboradores y luego darles confianza en el desarrollo de sus actividades» (José M. Riera); «Es uno de los directores del ICAIC más completos, genuinamente artista y documentalista destacadísimo» (Raúl Rodríguez); «Rogelio París en este tipo de trabajo de gran magnitud y de determinado tiempo de realización es donde sobresale más su papel creador» (Roberto Viña); «Quiero destacar el amor de Rogelio por su profesión, su pasión por el cine. Le interesaba revelar en sus películas los valores, la belleza, la realidad, la cultura y la historia de nuestro país» (Natacha Tolón); «Un ser tan emocional como él tiene que ser amigo de su team» (Edesio Alejandro); «Era un director que confiaba ciegamente en sus colaboradores. Se ganaba fácilmente el cariño de todos los que trabajábamos con él. Creo que era uno de los pocos directores del ICAIC capaz de asumir con éxito una tarea tan compleja y abarcadora como era organizar el trabajo de varios equipos filmando a la vez, y después armar con coherencia ese rompecabezas de imágenes» (Gerardo Chijona).
Y justamente fue la posibilidad de estructurar un libro sobre un cineasta cubano a partir de los testimonios de quienes trabajaron en sus equipos el principal incentivo al aceptar la propuesta de Pablo Pacheco —a quien por su bibliofilia debemos la revitalización de Ediciones ICAIC y que la revista Cine Cubano estabilizara su periodicidad durante varios años, por apenas citar una parte de su legado—, para que asumiera este acercamiento a Rogelio París. Capricorniano como él, este encargo se convirtió en una obsesión que tuve que relegar e interrumpir una y otra vez, tanto por trabajo, como por esperar los textos en que los convocados narraban sus experiencias con el realizador.
Reitero una vez más que la entrevista es mi género periodístico preferido y, en especial, esas que desnudan a los cineastas mucho más que un voluminoso ensayo. Con el fin de obtener los testimonios que demandaba, opté para este libro que los propios colaboradores escribieran los textos con total libertad. Había conformado un listado exhaustivo de todos aquellos que intervinieron en sus filmes y podían transmitir sus vivencias y me di a la tarea de localizarlos —con las coordenadas establecidas por las inapreciables Hilda Roo y Elena Rosales—, unos en Cuba y otros en Estados Unidos. Este proceso tardó mucho más de lo que esperaba, estimo que unos cinco años. Confieso que valió la pena esperar por la riqueza de lo aportado, como en los casos de Gloria Rolando y Natacha Tolón, asistentes de dirección de Rogelio en varios documentales. Otras, me vi forzado a desistir en mi tenaz insistencia por todas las vías posibles frente a las evasivas y dilaciones, sin que faltaran respuestas negativas a mi solicitud.
Pero Rogelio París «no tenía derecho a esperar» y por medio de correos electrónicos me escribió sus impresiones acerca de sus obras, etapa que culminó poco antes de su enfermedad y su desaparición física. Tres grandes bloques estructuraron finalmente este libro devenido retrato poliédrico del creador: «El Dire visto por sus colaboradores» en el que ellos evocan momentos clave en la convergencia de sus itinerarios; «Tiene la palabra el camarada Rogelio», que reúne una selección de entrevistas y textos del propio director, algunos inéditos y «Apostillas para una filmografía», acercamiento a cada título más allá de la ficha técnica y la sinopsis, con las opiniones del propio realizador, críticas, reseñas y notas. El corpus de los Anexos aúna, entre otros de carácter informativo, el único artículo escrito por el Comandante en Jefe Fidel Castro a propósito de una película (Kangamba) y una original entrevista de Rogelio nada menos que a Jean-Luc Godard.
Durante el primer lustro del siglo xxi Rogelio París sostuvo una amplia correspondencia electrónica con el investigador italiano Manuel Vulcano, quien le consagró su tesis de grado en la Universidad de Turín a este director de cine, con la aspiración de captar la expresividad, el arte y la estética de Rogelio París y su estrecha relación con el contexto histórico y social cubanos. En una entrevista le confesó: «He tenido el privilegio de que desde pequeño no quería ser bombero, policía o doctor, desde pequeño decidí que llegaría a ser cineasta, que sería director de cine y que haría muchas cosas». Estas páginas son tanto para los privilegiados que lo conocieron y trabajaron con él, como para todos aquellos que se propongan una aproximación a su obra desde los más disímiles puntos de vista.
Luciano Castillo
1 Tomás Pérez Turrent: «Cuba y los otros», Positif, no. 70, junio de 1965, p. 37. (Todas las notas son de Luciano Castillo y están numeradas según las partes del libro).
2 Cecilia Crespo: «Rogelio, aprendiz…», Cine Cubano no. 177-178, julio-diciembre, 2010, p. 158.
3 Entrevista inédita con Manuel Vulcano.
4 Antonio Benítez Rojo y Rogelio París: Guion original de El manuscrito de los Esterlines, inédito, Archivo de la Cinemateca de Cuba.
5 Testimonio de Rogelio París (febrero de 2012).
6 Antonio Benítez Rojo y Rogelio París: Guion original de El manuscrito de los Esterlines, inédito, Archivo de la Cinemateca de Cuba.
7Félix Gutiérrez: «La epopeya no solo está compuesta por acontecimientos grandilocuentes», El vigilante, Mérida, 23 de agosto de 1994, p. 9.
8 Entrevista inédita con Manuel Vulcano.
Enrique Pineda Barnet: Recuerdo cómo conocí a Rogelio París, por el año 1954. Yo trabajaba para Guastella-McCann-Erickson, especialmente con mi eterno Ernesto Casas Rodríguez, jefe del Departamento de Cine, Radio y Televisión de la agencia, y su vicepresidente. Ernesto era un prestigioso director y productor de televisión, fundador de la radio y la televisión, hijo del gran maestro y músico Luis Casas Romero. Ernesto me presentó al recién llegado Rogelio París, unos años más joven que yo. Bien educado, bien peinado, todavía vestía el uniforme escolar de una prestigiosa escuela de curas —posiblemente Belén o La Salle—. Ernesto me solicitaba apoyo en la iniciación profesional del muchacho recomendado por su padre, el señor París, funcionario de la Compañía Cubana de Electricidad, cliente de Guastella.
Rogelio tenía muy buena preparación y soñaba con trabajar para la televisión. La encomienda de Ernesto me fue fácil y placentera. Con mucha pimienta, agilidad e imaginación, Rogelio pronto se hizo productor de programas deportivos y musicales, junto a Julio Simoneau, Alfonso Beltrán y Chavelo Neyra, al abrigo y bajo la dirección de Ernesto Casas.
Julio Simoneau: A Rogelio París lo conocí en el final de los años cincuenta en el Departamento de Radio y Televisión de Publicidad Guastella, una de las más importantes agencias existentes de Cuba, con firmas tan importantes como ESSO, Coca Cola, Café Pilón, Compañía Cubana de Electricidad, etc., etc. Rogelio es hijo de Rogelio París y de Pilar Ramírez, de la pequeña burguesía habanera. Ambos fueron dos excelentes jugadores de tennis, calificados entre los mejores de esa época. Rogelio (padre) era el jefe de publicidad de la Compañía Cubana de Electricidad, eso le permitió a Rogelio (hijo) entrar a trabajar en el Departamento de Radio y Televisión donde yo era uno de los técnicos.
Nunca se me olvidará el primer día de su entrada en el departamento. Era un personaje llamativo. Llegó de cuello y corbata. Como corbata llevaba un lacito muy de moda en esos tiempos. Rogelio se ganó la simpatía de todos enseguida. Era un parlante total, hablaba de cualquier tema. Nos enteramos que era abogado, pero le interesaba la farándula. Recuerdo que le enseñé a manejar una cámara de cine de 16 mm marca Bolex. Lo aprendió tan bien que filmó la inauguración del hotel Habana Hilton. Por cierto, me quitó la posibilidad de ganarme un dinero extra que yo recibía por esas filmaciones; o sea, salí perdiendo y él salió ganando, algo que no le hacía falta porque era «hijo de papá» y tenía un carro VW.
Enrique Pineda Barnet: Rogelio culminó sus estudios nada menos que en la agrupación Teatro Estudio en 1959, donde Julio García Espinosa, uno de los integrantes de su núcleo fundador, lo capta para el ICAIC recién constituido. Pronto se destacó con programas musicales y comedias con los comediantes argentinos Dick y Biondi y el programa El Show de Arau.
Humberto Hernández: Conocí a Rogelio París como productor de programas de televisión para la Agencia Guastella-McCann-Erickson. En el mismo edificio yo laboraba en el Departamento Creativo de otra agencia de publicidad y nuestros trabajos nos hicieron coincidir en el programa El Show de Arau, que Rogelio dirigió con acierto y búsqueda incesante, convirtiéndolo en un verdadero ejemplo de imaginación creativa.
Alfonso Arau: Empecé ese viernes de la primera semana de enero de 1959 mi programa El Show de Arau, en cmbf, y todo fue bien. Yo estaba muy feliz, tenía un gran apoyo. Era un programa de variedades. Presentaba cantantes, músicos, bailarines, hacía entrevistas, comentaba noticias, era un programa muy variado y muy divertido en el que tuve como director técnico a un joven muy capaz y con soluciones muy imaginativas y prácticas para todas las locuras que se me ocurrían: Rogelio París. Hacía mis números de comedia y el tema musical era una canción estadounidense muy popular traducida al español: El Show se acaba: «El Show se acaba, / y mi actuación terminó, / yo no sé cuándo o con quién, / pero los veré otra vez. / Son muy gentiles, / fue un gran placer, / y su paciencia les quiero agradecer, / el Show se acaba…» Y entonces empezaban a sonar los violines de la melodía, que es muy romántica, mientras me iba despidiendo y saliendo por el estudio y la cámara me iba siguiendo. Así terminaba «El Show…» todas las semanas. Hasta la fecha hay cubanos que me encuentro y me lo recuerdan y esa canción la canto y nos dan ganas de llorar…
Yolanda Zamora: Trabajé en la televisión desde los catorce años, y a los dieciséis formaba parte del elenco, como actriz y conductora, junto a ese gran comediante mexicano que es Alfonso Arau, director artístico de un proyecto de espectáculo muy variado: El Show de Arau. Tuvo la claridad y suerte de tener a Rogelio París como director técnico y productor, integrando un binomio bien creativo y talentoso. A pesar de su juventud, Rogelio era una persona que se destacaba por su madurez, profesionalismo y creatividad, llegando a ser este programa el que mayor rating alcanzara en la televisión cubana en su tiempo. Ya desde ese momento se podía augurar un excelente futuro para él por todo el talento que tenía, como para llegar al cine y lograr todo lo que pudo.
Alfonso Arau: Llegó un momento en que el programa, que era semanal, todos los viernes a las ocho de la noche, un horario estelar, tenía un rating enorme y a esa hora todo el país lo veía. Me volví muy famoso en Cuba y, además, era un mexicano que estaba ahí voluntariamente, que no se fue asustado por la Revolución, que estaba solidariamente con ellos y sembré un cariño muy grande, que todavía sienten por mí y que yo siento por los cubanos hasta la fecha. El Show de Arau era un programa de variedades, número tras número, un cantante, una bailarina, una orquesta, unos cómicos… Yo era el conductor y además inventábamos y hacíamos un montón de cosas. Fue una etapa muy creativa, creamos todo un estilo y el programa era realmente extraordinario. Ensayábamos toda la semana diez horas diarias y tenía también invitados famosos. Uno de los invitados recurrentes era Benny Moré.
Julio Cid: Para quienes no conozcan la vida de este señor que, día a día, en short y sandalias andaba por los vericuetos de esta ciudad, dispuesto a hacer cualquier cosa, menos dañar a los demás, podré decirles que fue asistente principal del hoy famoso director de cine Alfonso Arau, cuando el mexicano vivía en Cuba y tenía entre nosotros el mejor espectáculo televisivo que haya pasado por nuestra pequeña pantalla desde los años sesenta hasta nuestros días. El Show de Arau era un encuentro semanal con la búsqueda, la ruptura inteligente, el «no show». Y allí estaba Rogelio, la mirada atenta, la sensibilidad aguzada, soñando, tal vez ya, que en poco tiempo sería el realizador del primer documental cubano que rompió los esquemas comerciales para entregarnos un mosaico del pentagrama musical nacional con Nosotros, la música, una verdadera joya, no solo porque recogió lo más genuino del quehacer musical popular, sino porque lo hizo desde una óptica acabada, abordando el fenómeno desde su espectro cultural.
Eduardo Manet: La filmación de El otro Cristóbal fue una gran aventura artística y una pesadilla personal. Armand Gatti, a quien conocía desde París, perdió de cierta manera el sentido de las realidades. Durante la filmación, Cuba, el ICAIC, el Ejército Rebelde… fueron más que generosos con el director francés y pusieron todo a disposición del artista problema: cuando los artistas pierden el control de sí mismos, todo lo mejor y lo peor es posible.
Lo fabulosamente agradable de la aventura fueron los técnicos franceses y los cubanos, todo el equipo del ICAIC, los soldados del Ejército Rebelde que sirvieron de extras, los numerosísimos figurantes de ese filme que, a mi modo de ver, fue Raté o desperdiciado por el ego de Gatti. Pero, desde los electricistas que ponían las luces, el jefe de fotografía, Henri Alekan —gran personaje—, los actores, los maquinistas y, por supuesto, la música de ese compositor ejemplar que fuera Gilberto Valdés, todos contribuyeron, y de todo corazón, a que esa película fuese… algo muy particular. Y en medio de aquella vorágine se movía diligente el muy joven Rogelio París. Mi homenaje a Rogelio.
Miguel Mendoza: El otro Cristóbal es la primera coproducción realizada por el ICAIC con Francia. Rogelio París comenzó a trabajar como tercer asistente de dirección junto con Jean Michaud e Idelfonso Ramos. Las principales locaciones estaban ubicadas en los Estudios de Cubanacán (en un 60%), San Nicolás de Bari y Playa Caimito. Rogelio era un trabajador incansable, extremadamente organizado y de gran sensibilidad artística, transitó hasta convertirse en el primer Asistente de Dirección, muy valorado por Gatti en medio de aquel rodaje que también fue el primero para mí como productor. Cuando la película se estrenó en el Festival de Cannes, una de las críticas que nos llegó la calificaba de «delirante», pero este adjetivo se quedaba corto.
Humberto Hernández: El desarrollo de la Revolución nos llevó por distintos caminos, hasta que Rogelio y yo coincidimos en el ICAIC a principios de los años sesenta. No puedo, al pasar del tiempo, definir si fue Rogelio quien me pidió trabajar con él en Nosotros, la música o si fue el Departamento de Programación quien me asignó con la anuencia de Rogelio, que ya me conocía. Ese documental, de hecho también fue mi primera película como productor. Con las sugerencias de Julio García Espinosa, impulsor de este proyecto, y la valiosa asesoría del musicólogo y maestro Odilio Urfé, Rogelio incluyó una serie de manifestaciones que fueron un atinado compendio de nuestra música. Realizó un recorrido por las principales expresiones artísticas que teníamos en ese momento, que por suerte eran muchas: Bola de Nieve, Ignacio Piñeiro, Frank Emilio, Celeste Mendoza, Carlos Embale, Chapottín, Miguelito Cuní y otros.
El tratamiento de estas figuras fue muy fresco, así como lo fue la fotografía de Tucho Rodríguez, que aún mantiene esa impronta que le ha impedido envejecer. Varias cuestiones se me quedaron grabadas de la labor emprendida por Rogelio: el cuidado y la profundidad con que enfocó el trabajo con cada uno de los representantes de esas manifestaciones artísticas que filmamos, el planeamiento de cada rodaje, que alcanzó su mayor expresión en la filmación con Bola de Nieve. Como impresiones imborrables de esta película nunca olvidaré el extraordinario ingenio de Bola y su altísima profesionalidad, viéndolo ensayar con regularidad piezas como El manisero y Mamá Inés, que ya eran clásicas en su repertorio. Otros aspectos que recuerdo son la frescura con que Rogelio asumió cada filmación, lo que a pesar de los años, se aprecia en el material terminado y el extraordinario concepto de la organización que tenía y que nunca perdió. Asimismo me marcó la fuerza casi telúrica de la comparsa del Cocuyé, a la que sacamos a la calle en el barrio de los Hoyos, fuera de carnaval, y fue capaz de mover hasta las piedras.
El trabajo de producción en su conjunto fue muy coherente y la forma organizada y ágil en que dirigió Rogelio, ayudó a que todo marchara felizmente. A más de medio siglo de realizado este documental, la historia lo ha reivindicado y es hoy obligado material de estudio en su categoría.
Carlos Pérez Peña: En los primeros sesenta del siglo xx, yo trabajaba en el Guiñol Nacional de Cuba con los hermanos Camejo y con frecuencia éramos solicitados por Rogelio París, director de El Show de Arau, para alguna participación en el programa. Hoy Alfonso Arau es un reconocido director de cine; entonces era un comediante que había llegado a Cuba como integrante del dueto Corona y Arau; eran excelentes y muy pronto se hicieron populares. La pareja se disolvió y Arau permaneció en Cuba unos años más. El creó —¿o para él se creó?— el Teatro Musical de La Habana, con sede en el rescatado edificio del cine Alkázar en Consulado y Virtudes donde décadas atrás el célebre teatro Alhambra había sido consumido por las llamas.
No recuerdo si Rogelio dirigió Nueve nuevos juglares, el espectáculo que abrió el teatro; en Cuba son sobrevivientes Bobby Carcasés y la bella y olvidada Ingrid González; Leo Brouwer creó la música. Para el show de televisión, el estudio de Mazón y San Miguel se convertía en un rectángulo con los diferentes sets adosados a las paredes. Una cámara se movía frenética en el espacio vacío del centro. Algo similar ocurría en Escenario 4, programa dedicado al teatro, dirigido por Rogelio con la frecuente colaboración de Humberto Arenal en las adaptaciones de las obras y donde alguna vez fui el hijo muerto de la Madre Carrar (Miriam Acevedo).
Buscaban un asistente para la filmación de Nosotros, la música y fui escogido gracias a la recomendación de Mario Rodríguez Alemán, mi profesor de la Academia de Arte Dramático y dirigente del ICAIC. Para un tímido aspirante a actor fue difícil el acople con una personalidad avasalladora como la de Rogelio, pero allí estaban Humberto Hernández, el director de fotografía Tucho Rodríguez y la anotadora María Ramírez para lograr el balance. Yo era un apasionado espectador de cine; miembro de todos los cineclubes posibles, fui compañero de estudios de Faustino (Fausto) Canel y Fernando Villaverde. Éramos fanáticos de la Nueva Ola y soñaba con llegar a ser un posible James Dean a la cubana, pero ni el cine cubano ni yo fuimos por ese camino.
Lo primero en que participé —ya el guion estaba elaborado— fue en la búsqueda y selección de locaciones. Viramos La Habana al revés; desde un patético cabaret al aire libre donde hoy está Coppelia hasta tugurios insospechados en la periferia; en uno de estos cantaba (castigada) la gran Ela O’Farril. Vimos también espacios sofisticados: el Copa Room del hotel Riviera, el teatro Auditorium, la iglesia de Paula, el círculo social obrero Patricio Lumumba, que fuera el Miramar Yacht Club, y muchos otros lugares. Junto a Rogelio —nunca demasiado cerca— pude ver la dirección de cine en acción; con Nelson Rodríguez algo de edición y montaje cuando Rogelio se fue al Olympia de París al frente del Music Hall de Cuba. Con Ricardo Istueta canté hasta el cansancio toda la banda sonora; Tucho Rodríguez buscaba obsesionado la luna misteriosa que necesitaba para la Giselle de Enrique Pineda… y Rogelio creó un equipo.
El proceso me ayudó a comprender que el cine no era lo mío y a la vez hizo posible el privilegio de disfrutar la magnitud de aquellos artistas: Bola grabando diez veces (para mí todas igualmente buenas) el No puedo ser feliz hasta quedar satisfecho; Elena Burke negada a doblar Canta lo sentimental, porque aquel concierto se filmaba en vivo; Celeste Mendoza aclamada por los inquilinos del enorme solar que ya no existe. Todos y cada uno evangelios vivos, desde Odilio Urfé, Chapottín, Miguelito Cuní hasta Ana Gloria Varona, musa de Tropicana. Gracias a Rogelio los conocí a todos y a muchos más y tuvo la sabiduría de hacerlo con los que tenían que estar y de ubicarlos en los espacios exactos. Me pregunto cuánto le puede deber la secuencia de los viejos de Buenavista Social Club en la playa La Concha en el alucinante espacio desierto, la música del septeto de Ignacio Piñeiro y el baile de Silvio y Ada en Nosotros, la música.
Nelson Rodríguez: Uno de los mejores recuerdos que tengo de la época en que comenzaba mi carrera de editor cinematográfico es el montaje de Nosotros, la música del querido amigo Rogelio París. Me había destacado editando sobre todo documentales cortos, pero enfrentarme a este proyecto de Rogelio fue realmente algo muy especial, si bien tenía intuitivamente una idea del ritmo del montaje, en este proyecto aprendí mucho pues era fundamentalmente un documental con números musicales y me atrevería a decir que en algunos números fue un precursor de los llamados video clips contemporáneos y estamos hablando de inicios de la década de los 60.
También fue notable la selección que realizó de los artistas que colaboraron en el filme, figuras clásicas de la música cubana del momento. Con Rogelio aprendí mucho, sobre todo de ese género musical, porque tenía una experiencia en diseñar puestas en escena de los números musicales muy específicas y novedosas para mí y se desenvolvía con tremenda eficacia. Creo sinceramente que realizó una labor directoral de gran nivel, no en balde Nosotros, la música con sus más de cincuenta años de realizado, es hoy día un clásico en su género, uno de los mejores documentales de nuestra historia en el ICAIC, aunque en el momento de su estreno no recibió la acogida que ameritaba.
Raúl Rodríguez: Me gustó mucho el documental Posición Uno sobre los Migs y los pilotos cubanos. El trabajo del fotógrafo Mario García Joya fue excelente y compartió la cabina de los UTI 15 con los pilotos en el aire. En el largometraje No tenemos derecho a esperar formé parte del grupo de camarógrafos que se movió por todo el país filmando las construcciones de la época. También Rogelio asumía la difícil organización de este proyecto sumamente complejo y se reunía con los camarógrafos con quienes le tocaba trabajar para orientarlos en la estética fotográfica a seguir. Este documental de largometraje hubiera sido imposible de realizar por otro director de aquella época. El estilo, la organización y el entusiasmo de París era contagioso, y culminó en un documental que a pesar de su temática y de su duración, el público lo recibió con interés y con asombro porque nadie imaginaba en aquellos momentos todo lo que se estaba haciendo en beneficio de los cubanos por la Revolución.
Roberto Bravo: Conocí a Rogelio en los años 60 cuando comenzábamos en el ICAIC. Mi primer trabajo con él fue un documental largo que se llamó Tiempo de hombres. Su temática fue la lucha en el Escambray contra los bandidos que se alzaron en esas montañas, y también, paralelamente, cómo se comenzaba a desarrollar la industria agropecuaria en esa región del centro de la isla. Fue una experiencia muy interesante y el trabajo con Rogelio me ayudó mucho en mi función como editor, porque él es una persona con gran sentido de la organización y con un carácter muy afable, algo que es muy importante cuando se está trabajando en un filme.
Miriam Talavera: Recuerdo a Rogelio París como un director muy seguro de lo que quería contar, una persona muy amable y respetuosa. Vimos los rushes juntos del documental Del Escambray, el campesino, que incluía el trabajo del grupo Teatro Escambray y su incidencia en el campesinado de la zona. Me transmitió toda la información que pudo sobre el tema, y me dejó trabajar sola. Venía a visitarme, miraba lo que ya había montado, con gran delicadeza me hacía saber con lo que estaba o no de acuerdo y se iba. Para mí fue una experiencia sorprendente. Yo venía de la televisión y hacía muy poco tiempo que trabajaba en el ICAIC. No estaba para nada acostumbrada, por mi juventud, a que depositaran en mí tanta responsabilidad y confianza.
Nunca he trabajado con un director tan respetuoso del trabajo del editor y tan seguro de lo que quería contar. Rogelio tenía un sistema de trabajo que consistía en dibujar en un gráfico coloreado la estructura dramática del proyecto, con sus puntos de giro muy bien marcados. Poner esa estructura en un lugar destacado de la sala de edición era primordial. Ese sistema de trabajo, nos hacía reír mucho a los editores, ya sabes que no hay nada más osado e irreverente que la juventud y la ignorancia. Años más tarde volví a tropezar con el mismo sistema en la película Hasta cierto punto de Titón, pero ya para entonces había descubierto su importancia. Recuerdo a Rogelio con admiración, respeto y mucho cariño.
Carlos Pérez Peña: Años después de ser asistente de dirección de Rogelio en Nosotros, la música, realizó otro excelente y no tan reconocido documental en el que participé de otra manera: Del Escambray, el campesino, con el grupo Teatro Escambray como pretexto para mostrar y reflexionar sobre una realidad convulsa. Ya en esa época, los años 70, yo era actor del grupo, aparezco en algún momento del material y silbé el tema compuesto por Pedro Rentería. Se preparaba Patty-Candela en la que estábamos contemplados como actores, pero no pudo ser. Fue entonces que Rogelio París y yo nos hicimos amigos.
Antonio Pérez González (Ñiko): En su deseo de manifestarse halló temas que se volvieron parte del hacer cinematográfico cubano (ahora lo llamo Rogelio). Me buscó para que le diseñara el cartel para Del Escambray, el campesino. Me explicó moviendo sus brazos, su interés por lo que debía verse en el cartel. Era tanta su imaginación que el formato de este medio de comunicación gráfica se le hizo mínimo. Solo le dije: «Déjame hacer y confía en lo que puedo mostrarte para tu obra». Con respeto, sus manos y brazos se disculparon y le propuse el cartel que hoy es también parte de su obra.
Así, en el cartel de No tenemos derecho a esperar, habló y su voz se adornó de sonidos que enseñaban lo que, en su cerebro creativo, iba apareciendo como cinta cinematográfica. Concluir visualmente, en un paisaje de estructuras que evocaban la construcción de un futuro nacional seguro. Pienso que se logró formalmente. Él quedó complacido con esa secuencia de líneas estructurales que mostraron el contenido de lo que se proponía el documental.
Trabajar con París era todo un reto. Su mirada buscaba lo más profundo del contenido y ante todo acercarse a lo que necesitaba se dijera. Así pasó con Algo más que una medalla en el que la figura de un atleta se reproducía varias veces para dar lo multidisciplinario del deporte. Él se adelantó a su contenido.
José Manuel Riera: Cuando Rogelio París me invitó a colaborar con él en ¿Por qué la Defensa Civil?, me sentí muy entusiasmado, ya que era un director que tenía en su haber trabajos tan atractivos como Los hombres de Renté, El segundoTuriguanó o el clásico del cine documental cubano Nosotros, la música. El proyecto que ahora se proponía era uno de esos documentales que solíamos realizar sobre cómo debía comportarse la población ante la contingencia de un ataque aéreo y terrestre por fuerzas extranjeras. Rogelio, junto al director de fotografía Julio Simoneau, integraban la unidad principal de nuestro team. El fotógrafo Raúl Rodríguez y yo componíamos otras unidades independientes.
Algo parecido fue la Operación Osito, en este caso, concentrado en una fábrica de compotas. La filmación fue realizada con varias cámaras. La puesta era una simulación de bombardeos o ataques de morteros. Los camarógrafos nos esforzábamos por recoger los detalles más importantes en medio de una espantosa humareda y el ir y venir de soldados, milicianos y población civil.
Julio Simoneau: Al triunfo de la Revolución, para sorpresa mía, Rogelio decidió quedarse en Cuba. Yo creía que se iría rápido. No sé si sus padres se fueron, pero él se quedó. Se hizo miliciano, a veces compartimos en algún evento o desfile. En su desarrollo artístico se destacó en la televisión, donde llegó a dirigir El Show de Arau, uno de los programas más seguidos por el público.
En el ICAIC realicé algunos trabajos de documentales con él. Algo más que una medalla fue uno de ellos, pero el más importante en el que trabajé fue ¿Por qué la Defensa Civil?,1 rodado en Santiago de Cuba, con la ayuda del fotógrafo Raúl Rodríguez. Era un documental complicado en el que utilizamos un avión AN-2 para tomar algunos planos de la bahía de Santiago envuelta en llamas.
Ricardo Ávila: En su momento fuimos llamados por la dirección de producción del ICAIC para hacernos cargo de la producción de un proyecto muy importante y de contenido confidencial para el cual debería conformar un equipo de confianza ya que en el mismo participarían altas figuras del gobierno, del consejo de ministros, y altos oficiales del MININT y el MINFAR. Me entregaron un sobre sellado y lacrado con un cuño de estrictamente confidencial el cual debía abrirse al llegar a Santiago de Cuba donde se realizaría el ejercicio.
Pero antes debíamos pasar por el municipio de Remedios y realizar unos encargos importantes en la fábrica de productos pirotécnicos que allí se producían, desgraciadamente, el día que partíamos hacia estos lugares, Rafael Rey (pirotécnico), Julio Marrero (chofer), un familiar del director de producción que debíamos dejar en Palma Soriano y yo como productor, al salir a la altura de Alamar por la Vía Monumental tuvimos un tremendo accidente pues el jeep en que viajábamos se volcó y dimos varias vueltas y el vehículo quedó totalmente destrozado. Salvamos la vida milagrosamente, la mía en específico en dos ocasiones, pues fui el que peor salí del accidente y, más tarde, en medio del rodaje por otro incidente con una bomba de humo por poco me asfixio y me caigo por unas escaleras de la refinería. A pesar de lo trágico del accidente también ocurrieron cosas muy simpáticas de las que nos reíamos al recordar después que nos recuperamos y sobre las cuales no hago comentarios para no herir susceptibilidades.
José Borrás: Rogelio fue un infatigable, diligente y laborioso creador. Siempre fue muy respetuoso y afable con sus colaboradores, permitiéndonos todo el espacio necesario tanto para la creación como para la experimentación. En este sentido recuerdo un caso así en el documental ¿Por qué la Defensa Civil?, donde se me ocurrió una reconstrucción sonora para realzar y vivificar una de las secuencias más notorias, que mostraba el entrenamiento de las fuerzas médicas dentro de un refugio en caso de cataclismos o de agresión desde el exterior; él no solo me apoyó en la idea, sino que se convirtió en una especie de «director de orquesta» manejando a los extras en la dirección y contenido que yo le había propuesto.
Ricardo Ávila: El ejercicio en cuestión que debíamos filmar era un supuesto bombardeo a la refinería de Santiago de Cuba. Como anécdota graciosa recuerdo que el día antes del ejercicio nos dieron ropa de miliciano a todos para participar en la maniobra. Estábamos hospedados en el hotel El Rancho y a la hora de la comida con el comedor lleno por todas las autoridades que participarían, bajó Rogelio vestido de miliciano con unas sandalias y sin medias lo cual fue motivo de múltiples comentarios. El comandante Pedro Alte, jefe de la Defensa Civil y del ejercicio, me llamó y me pidió que le dijera al «Dire» que, por favor, con uniforme no se pusiera sandalias y, sobre todo, que tuviera en cuenta, además, que estábamos en Santiago, «tierra caliente donde se toma pólvora con aguardiente».
José Borrás: Rogelio fue siempre solidario con el staff en todos los momentos, incluso durante sus forzosas ausencias físicas, y uno de esos ejemplos sucedió durante los rodajes del documental Nuestra fuerza es el pueblo, si de título no me equivoco. Ocurrió que filmando unas maniobras militares en Paso de Lesca, Camagüey, los camarógrafos Raúl Rodríguez (del ICAIC) y René David (de la Fílmica del MINFAR), así como yo de sonidista, nos vimos en una situación harto peligrosa cuando por error nos situamos en el mismísimo blanco para el tiro de los aviones de combate, y las sucesivas andanadas de sus cohetes no llegaron a impactarnos por puro azar y porque los rockets eran de profundidad y no de superficie.
Cuando en la noche de ese día le comentamos lo acontecido, él de manera muy auténtica y durante el resto del rodaje y de los tiempos no dejaba de manifestarnos, de forma sincera y sentida, cuánto lamentaba no haber podido estar junto a nosotros en aquel peligrosísimo momento.
Durante las filmaciones del documental de paracaidismo deportivo OOO, voló en casi todas las oportunidades de lanzamientos y se quejaba de no haber podido ser camarógrafo o paracaidista para poder realizar él mismo las tomas de imágenes en caída libre con la cámara adosada al casco de seguridad de los atletas. En la postfilmación de este título se presentó en el Estudio de Sonido para supervisar y dar el visto bueno personalmente a la grabación del sonido en off que él imaginaba que representaría la apertura del paracaídas en el aire. Ese propósito se logró en esa sesión de trabajo gracias, entre otros, al genio y colaboración del efectista Tony González.
Ricardo Ávila: Después de varias reuniones en el MININT nos dieron la autorización para rodar el grueso del documental en Punta Hicacos y sus cayos adyacentes en Varadero, donde éramos testigos de cosas que no entendíamos, como por ejemplo el ir y venir de lanchas rápidas, y algunos yates con banderas norteamericanas y tripulaciones de cubanos supuestamente de Miami por su aspecto forma de vestir y de hablar, cadenas de oro, etc. etc. Pero de eso, ni comentario.
Nuestro documental era acerca del trabajo, entrenamiento, sacrificio y abnegación de los miembros de Tropas Guardafronteras y los medios que disponían para llevar a cabo su misión incluyendo, por supuesto, la técnica canina, para lo que se contaba con un número considerable de perros pastores traídos de la URSS y Alemania. A propósito, en el equipo había un chofer llamado Reinaldo Hernández que le tenía terror a los perros y cuando íbamos a las perreras no se bajaba del carro.
En esos días acababan de llegar a Hicacos tres lanchas guardacostas soviéticas de alta velocidad y muchísimas prestaciones: las Griffin, con las que realizaríamos un simulacro de detección y persecución de una cigarreta con cuatro motores fuera de borda procedente de Estados Unidos para demostrar su eficacia y operatividad. En resumen, hubo que simular la escena de la persecución porque jamás las Griffin alcanzaban a la cigarreta. También pasaban muchas cosas que corroboraban lo que se pretendía mostrar: las condiciones en que tenían que realizar su labor las tropas en faros y cayos cercanos a todo lo largo de la costa durante días y noches, por no hablar de mosquitos y jejenes; por cierto, recuerdo la cantidad de perros pastores que morían porque al picarlos los mosquitos introducían un parásito.
Gladys Cambre: Rogelio París tuvo la experiencia de muchos eventos culturales de los que fue su director artístico. En el documental Nosotros, la música