Sarrasine - Honorato de Balzac - E-Book

Sarrasine E-Book

Honorato de Balzac

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Beschreibung

Se trata de la trágica historia de amor vivida por el escultor Sarrasine, quien, en 1758 cuando tenía veintidós años, se trasladó a vivir a Roma, donde conoció a Zambinella, una cantante de ópera de la que se enamoró y cuya figura reprodujo en una estatua de barro. Sarrasine intentó conquistar a la joven, pero Zambinella resistió a sus constantes acosos. Finalmente, el cardenal Cicognara, protector y mecenas de la cantante, desveló al escultor que ésta no era una mujer, sino un castrado, que representaba papeles femeninos, ya que las mujeres tenían prohibido por el papa cantar en los teatros de Roma.

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Seitenzahl: 65

Veröffentlichungsjahr: 2017

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Título original:Sarrasine

Edición:Jorge Á. Pérez Sanchez

Diseño y composición:Lisvette Monnar

Todos los derechos reservados

©sobre la presente edición:

Editorial Arte y Literatura, 2016

isbn978-959-03-0519-1

Editorial arte y literatura

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CP 10 100, La Habana, Cuba

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A don Charles de Bernard du Grail

Estaba yo sumido en una de esas profundas ensoñaciones que se apoderan de todo el mundo, hasta de un hombre frívolo, en medio de las fiestas más tumultuosas. Acababan de dar las doce en el reloj delÉlysée-Bourbon.Sentado en el alféizar de una ventana y oculto tras los ondulados pliegues de una cortina de moaré, podía contemplar a mi gusto el jardín del palacio en el que pasaba la velada. Los árboles, cubiertos parcialmente de nieve, se destacaban débilmente del fondo grisáceo que formaba un cielo nebuloso, iluminado apenas por la luna. Visto en medio de aquella atmósfera fantástica, se parecían vagamente a espectros mal envueltos en sudarios, como una imagen gigantesca de la célebreDanza de los muertos.Después, volviéndome hacia el otro lado, podía admirar la danza de los vivos: un salón espléndido, con paredes cubiertas de oro y de plata y deslumbrantes arañas llenas de bujías. Allí, hormigueaban, se agitaban y mariposeaban las mujeres más bonitas de París, las más ricas, las de mayores títulos, resplandecientes, pomposas, deslumbrantes de pedrería, con flores en la cabeza, en el pecho, en los cabellos, repartidas por los trajes o como guirnaldas en los pies. Había allí ligeros estremecimientos, pasos voluptuosos que ponían en movimiento los encajes, la blonda, la gasa y la seda, en torno a sus figuras delicadas. Algunas relucientes miradas despuntaban aquí y allá, eclipsando las luces y el brillo de los diamantes y animando todavía más los corazones ya demasiado encendidos. Se percibían también movimientos de cabeza muy significativos para los amantes y actitudes negativas para con los maridos. Los gritos de los jugadores a cada jugada imprevista y el tintinear del oro se mezclaban con la música y con el murmullo de las conversaciones; para acabar de aturdir a aquella multitud embriagada con todas las seducciones que el mundo puede ofrecer, un vapor de perfume y la embriaguez general influían sobre las excitadas imaginaciones. De este modo, a mi derecha la sombría y silenciosa imagen de la muerte; a mi izquierda las decentes bacanales de la vida; allá, la naturaleza, fría, triste, de luto; aquí, los hombres entregados al goce. Colocado yo en la frontera de estos dos cuadros tan disparatados que, repetidos mil veces de mil maneras diversas, convierten a París en la ciudad más divertida y más filosófica del mundo, hacía una mezcolanza de moral medio jocosa y medio fúnebre. Con el pie izquierdo marcaba el compás y creía tener el otro ya en la tumba. En efecto, mi pierna estaba helada por uno de esos vientos colados que le hielan a uno la mitad del cuerpo, mientras que la otra parte siente el calor suave de los salones; accidente este que suele ser bastante frecuente en un baile.

—¿Hace mucho tiempo que el señor de Lanty posee este palacio?

—Sí, pronto va a hacer diez años que se lo vendió el mariscal de Carigliano.

—¡Ah!

—¿Pero estas gentes deben tener una fortuna inmensa?

—Por fuerza.

—¡Qué fiesta! Es de un lujo verdaderamente insolente.

—¿Les cree usted tan ricos como el señor de Nucingen o el señor de Gondreville?

—Pero ¿no sabe usted?...

Adelanté la cabeza y reconocí a los dos interlocutores por pertenecer a esa clase de gente curiosa que se ocupa exclusivamente, en París, de los ¿Por qué? de los ¿Cómo? ¿De dónde vienen? ¿Quiénes son? ¿Qué hay? ¿Qué ha hecho ella? Ambos se pusieron a hablar en voz baja y se alejaron para ir a charlar más a gusto sentados en algún solitario canapé. Jamás asunto más fecundo se había presentado para excitar la curiosidad de los buscadores de misterios. Nadie sabía de qué país venía la familia Lanty, ni de qué comercio, de qué expoliación, de qué piratería o de qué herencia provenía una fortuna estimada en varios millones. Todos los miembros de aquella familia hablaban el italiano, el francés, el español, el inglés y el alemán, con suficiente perfección como para hacer suponer que habían permanecido mucho tiempo en esos países. ¿Eran gitanos? ¿eran filibusteros ?

—¡Aunque sean el diablo! lo cierto es que reciben a las mil maravillas —decían unos jóvenes políticos.

—¡Aunque el conde de Lanty haya desvalijado alguna Casbah, lo cierto es que yo me casaría con su hija! —exclamaba un filósofo.

¿Quién no se hubiera casado con Marianina, joven de dieciséis años, cuya belleza realizaba las fabulosas concepciones de los poetas orientales? Como la hija del sultán en el cuento de La lámpara maravillosa, hubiera debido permanecer siempre velada. Su canto eclipsaba los incompletos talentos de las Malibran, de las Sontag, de las Fodor, en las que una cualidad dominante excluía siempre la perfección del conjunto; mientras que Marianina sabía unir a una gran pureza de sonidos la sensibilidad, la precisión de los movimientos y de las entonaciones, el alma y la ciencia, la corrección y el sentimiento. Aquella muchacha era el tipo de esa poesía secreta, lazo común de todas las artes, que huye siempre de los que la buscan. Cariñosa y modesta, instruida y espiritual nadie podía eclipsar a Marianina, a no ser su madre.

¿Habéis encontrado nunca alguna de esas mujeres cuya esplendorosa belleza burla los ataques del tiempo y que parecen más deseables a los treinta y seis años que cuando debían tener quince? Su cara denota un alma apasionada, que deslumbra; cada rasgo está iluminado por la inteligencia y cada poro posee un brillo particular, sobre todo al resplandor de las luces. Sus ojos seductores atraen, rechazan, hablan o enmudecen; su modo de andar posee una inocente sabiduría, y su voz despliega las melodiosas riquezas de los tonos más suaves y tiernos. Fundados en comparaciones, sus elogios acarician el amor propio más susceptible. Un movimiento de cejas, el menor destello de sus ojos, sus labios que se fruncen, imprimen una especie de terror a los que hacen depender de ellas su vida y su dicha. Inexperta en el amor y dócil a las palabras, una joven puede dejarse seducir; pero para esa clase de mujeres, un hombre debe saber callar como el señor de Jaucourt,1 cuando al esconderse en el fondo del gabinete de su amada, la camarera le aplasta los dedos en la juntura de la puerta. Amar a estas poderosas sirenas ¿no es jugarse la vida? He aquí por qué las amamos apasionadamente. Así era la condesa de Lanty.

Filipo, hermano de Marianina, poseía, al igual que su hermana, la belleza maravillosa de la condesa. Para decirlo todo en una palabra, aquel joven era una imagen viviente del Antinoo, aunque de formas más delicadas. Pero ¡cuán bien armonizaban esas débiles y delicadas proporciones cuando una tez aceitunada, unas cejas pobladas y el fuego de una mirada de terciopelo prometen para el futuro pasiones viriles y generosas ideas! Si Filipo quedaba en todos los corazones de las jóvenes como un tipo ideal, permanecía también en el recuerdo de todas las madres como el mejor partido de Francia.