SAVINA
Amar hasta enloquecer
Título original: Savina
Primera edición en Editorial Kohelet: septiembre de 2024
Primera edición en francés en 1957
Copyright ©Matéo Maximoff
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Copyright de la traducción © Elizabeth Giuffré
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Copyright del prólogo ©François Mingot
Copyright de la imagen de la cubierta © Samira Allahverdiyeva
Copyright de la biografía ©Nouka Maximoff
Derechos reservados para todas las ediciones:
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C/Circunvalación Encina 23, 7 C
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ISBN: 978-84-129258-0-7
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MatéoMaximoff
SAVINA
Amar hasta enloquecer
Editorial
Colección Matéo Maximoff
El primer libro que Matéo Maximoff vio publicado fue Los Ursitory escrito en 1938. Fue seguido por otras dos novelas: El precio de la libertad y Savina, cuya primera edición francesa apareció en 1957. Maximoff formaba parte del pueblo gitano, en una época donde muy pocos sabían leer y escribir. Y él lo sabía. Como narrador tenía gran talento y se atrevió a poner por escrito la cultura, mitos y costumbres de su pueblo, a través de los roms, gitanos de Europa del Este y de los Balcanes.
En 1961 Matéo tuvo una experiencia espiritual que cambió su vida. Esto se descubre en sus obras posteriores. Matéo recorrió treinta y tres países dando testimonio de su encuentro con Dios a los roms y sus familias desde Francia hasta la India.
Las obras que ya están traducidas son:
Los Ursitory, los ángeles del destino (1938)
El precio de la libertad (1955)
Otras obras que serán traducidas y publicadas próximamente:
La septième fille (1958)
Condamné à survivre (1984)
La poupée de mameliga (1986)
Vinguerka (1987)
Dites-les avec des pleurs (1990)
Ce monde qui n’est pas le mien (1992)
Routes sans roulottes (1993)
«Ordeno a la locura,
desde este instante mismo,
que eternamente sea
de Amor el lazarillo.»
Félix María Samaniego
(1745-1801)
Prólogo
Matéo Maximoff fue conocido y traducido como novelista en media Europa. Trató diversas temáticas y cada obra se convirtió en un clásico imprescindible para quienes quieran conocer al pueblo gitano, sus costumbres, creencias y tradiciones. Cuando se publicó Savina en francés en 1957, fue aclamada unánimemente por la prensa como una obra maestra de la literatura gitana. Desde su primera publicación, esta novela sigue siendo sorprendentemente relevante por su actualidad.
Es un hecho conocido que el pueblo gitano siempre se ha esforzado, tanto en Francia como en otros lugares, por preservar su identidad y aún mantiene su cohesión, como lo demuestran las asambleas de justicia (kris), las fiestas(patshív) y las bodas. En este sentido, Matéo Maximoff levanta una punta del velo que cubre el llamado «misterio gitano», sobre el que nuestro imaginario no ha terminado de soñar. Cada detalle o palabra es justa para quien ha frecuentado más la realidad que el mito. Historia, descripciones y diálogos se alternan con una verdad asombrosa, magistralmente tejida en una ficción impresionante, incluyendo las sorpresas de las últimas líneas.
La historia se inicia alrededor del año 1900, en un campamento de invierno en las afueras de Moscú. Pero la tragedia amorosa que se desarrolla ante nuestros ojos podría tener lugar hoy, en algún suburbio de París. Tanto es así que se ha vuelto atemporal, real, gana en fuerza y trascendencia.
Por eso me gustó este libro, y darlo a conocer ayuda al proceso de aceptar las diferencias. En un momento en que nuestra sociedad atraviesa procesos de descomposición, es de respeto mostrar los valores importantes y ejemplares que persisten en el pueblo gitano.
Todos nos preguntamos sobre la relación entre la felicidad individual y las exigencias colectivas, el amor y la libertad. Así cómo sobre el papel del destino en las acciones humanas. Es auténtica la mirada adoptada sobre los personajes, sus pasiones: el descenso a los infiernos, entre la fantasía y la locura, de la novia despechada; la fuerza de la palabra dada que no se puede negar. La asombrosa sabiduría de la kris, la asamblea que imparte justicia, que se suma a tantos temas para reflexionar sobre nuestro comportamiento. Sumados a un extraordinario sentido de observación y una aguda psicología de los personajes.
Tres relatos de mujeres dominan la historia con sus contrastes: Kali, Sshero y Savina. El autor, que trabajó en el cine, demuestra una vez más su talento como director. Lo espectacular se combina con una profunda interioridad que juega con la vida y la muerte.
Françoise Mingot
15 de noviembre de 1986
Segunda edición francesa de Savina, editorial Wallada
Primeraparte
Capítulo 1
La naturaleza ha dotado a los animales de ciertos instintos que los hombres no poseen, el de las migraciones, por ejemplo, y ningún ser humano experimenta amor filial o amor maternal con tanta fuerza como los animales. El pájaro es el más libre entre ellos y el gitano es el ser más libre entre los hombres.
Estos nómadas universales recorren los caminos del mundo durante los meses de verano. En cuanto se acerca el invierno, regresan a sus nidos, es decir, a ciertos pueblos importantes donde permanecen hasta la primavera.
Antes de 1900, la mayoría de los gitanos de Rusia, tenían la costumbre de establecerse en barrios marginales, miserables, en las afueras de Moscú. En estos barracones de madera crearon así una especie de colonias, con tiendas de campaña remendadas y carromatos (vurdonas ) a veces desprovistos de ruedas. Así vivían en un mundo bullicioso, durante seis meses del año en los lugares más deshonrosos, escondidos como osos en la nieve. ¡Parecía una moderna «Cour des Miracles][1]» a principio del siglo XX!
Sin embargo, no era raro encontrar riquezas e incluso fortunas asombrosas en ese nuevo tipo de guetos. Pero la mayor parte de los miserables que vivían en esos refugios precarios eran extremadamente pobres. Reinaba gran solidaridad entre ellos y no había nadie con miedo a morir de hambre.
Ese año, decenas de caravanas seguían hasta llegar a un pueblo donde descansar al caer la noche. Era la penúltima etapa. Al día siguiente, la caravana que venía de lejos debía llegar a los suburbios de Moscú.
Podemos decir que así había terminado el largo viaje, por eso la tarde siguiente los roms se reunían en la única posada del pueblo. Festejaban el fin de una buena temporada y el compromiso de dos jóvenes.
El corpulento posadero se frotó las manos, contento. Los roms a veces eran un poco ruidosos, pero no tenía mejores clientes. El vino fluiría a raudales hasta la mañana. Ayudado por su mujer y dos criados, el buen hombre no dejó los vasos vacíos.
Dos o tres clientes que estaban allí antes de la llegada de los roms se escabulleron discretamente.
Los lugareños que no conocían las costumbres nómadas se detenían delante de la posada y por la ventana, echaban un vistazo a lo que sucedía en el interior. Las voces eran ruidosas, tumultuosas. Unos hombres danzaban, otros cantaban; algunos discutían violentamente; algunas veces un canto dominaba el alboroto. Dos ancianas del lugar, de estatura pequeña, atraídas por la curiosidad, regresaron a su casa santiguándose y prediciendo que todo eso terminaría en un ajuste de cuentas general.
En consecuencia, dando ejemplo a muchos otros habitantes de la comunidad, ellas se encerraron en su casa hasta la mañana.
Pero, al contrario de lo que podía creer la gente que no los conocía, los roms no tenían ninguna intención belicosa. Solos o por grupos, los roms venían de lejos. Se habían encontrado en el camino de regreso, y habían decidido llegar juntos a la capital. Ningún carromato o tséra (tienda) era lo suficientemente grande como para contenerlos a todos. Por eso habían elegido esa posada que les convenía y cuyo dueño era un viejo conocido. De ser necesario, él les fiaría.
La noche sería alegre. La campana del viejo reloj había marcado medianoche. Las voces de quienes cantaban hacían vibrar los cristales, las maderas temblaban bajo los pasos de quienes danzaban. Todos estaban contentos, y especialmente el posadero. Su bodega se vaciaba, pero su caja se estaba llenando.
Los roms, habituados a ver todo tipo de paisajes, ciudades, y monumentos, no dieron ni una mirada a los muebles rústicos de la sala ni a los objetos de cobre bien limpios que brillaban colgados del techo.
En la gran chimenea, una de las criadas hace un cochinillo al asador. Un joven gitano la ayuda, y de vez en cuando, le roba un beso.
Allí se encuentran los hombres de cuatro tribus, aliadas desde hace muchas generaciones. Alrededor de cincuenta hombres, mujeres y niños, beben y comen hasta saciarse. Las botellas y los vasos circulan por todas partes, acompañados de la risa ruidosa del posadero que sabe que los gastos serán pagados, ¡y a un buen precio!
La mayoría de los hombres se emborracharon rápidamente. Los que no toleraban la bebida se inclinaron sobre la mesa y se durmieron con la cabeza apoyada sobre los brazos; otros se dejaban arrastrar afuera por las muchachas jóvenes, y ahí, a pesar del frío, les echaban agua sobre la cabeza para quitarles la borrachera.
Entretanto, dos hombres que habían tomado vino con moderación, —lo que no les impedía ser parte de la alegría general—, de vez en cuando se miraban y se hacían señales. Detrás de ellos estaban sus respectivas romné (mujeres). Ellas no danzaban, su avanzado embarazo se lo impedía. ¿Qué hacían ellas ahí? ¿Su lugar no era la cama caliente en el interior de sus carromatos o tiendas? Sus roms no están borrachos, no necesitan ayuda. Simplemente, las pobres mujeres temían las peleas que se daban con frecuencia cuando se reencontraban muchos grupos nómadas. Pero ese evento no se temía este día.
De los dos roms, Klebari parecía ser el más grande. Tenía veintiún años, y se había casado dos años antes con una de las más bellas muchachas de una tribu amiga. Klebari era nervioso y de carácter agresivo. Su mujer lo sabía. Al inicio de la estación, en desacuerdo con su padre, que era el jefe de la tribu, los había dejado y viajaban solos. Hacía más de seis meses que padre e hijo no se veían. Tampoco se escribían, en esa época pocos roms sabían leer y escribir. Además, la incertidumbre de sus vidas nómadas no les permitía dar una dirección fija.
El joven esposo quería vivir independiente y no recibir órdenes de nadie. Aspiraba a mandar, pero su padre no se lo permitía. No obstante, Klebari, al que tenían por alocado, llegó orgulloso a Moscú. La temporada había sido buena para él y llevaba una pequeña fortuna. Al partir no poseía más que un pobre carro ruidoso; ahora tenía un carromato completamente nuevo y dos caballos fuertes; un collar de oro formado por veinte monedas de cuatro ducados adornaba el cuello de su mujer. Y sin duda, ahí no se acababa toda su riqueza.
Era agresivo, pero tenía cualidades valiosas: no era avaro, ayudaba voluntariamente a pobres y desgraciados. A pesar de sus muchos defectos, los roms lo necesitaban, no solo porque era generoso, sino también para pedirle protección y consejo. Klebari no dudaba en luchar en lugar de un rom, un hombre, débil sin que este se lo pidiera. Él luchaba por la razón o al menos por lo que creía que era justo. La naturaleza lo había dotado de una fuerza excepcional, que ponía al servicio de los oprimidos de su vitsa, su pueblo.
Lo llamaban «Klebari el violento», porque durante la semana, cuando no encontraba con quien luchar, estaba de mal humor, le faltaba algo, y se quejaba a sus amigos:
—Estoy impaciente, necesito luchar.
Klebari decía la verdad. Habituado a dar y recibir golpes, necesitaba ese ejercicio violento. A menudo atacaba al primer ruso que encontraba y para ponerse en forma, al principio dejaba que su adversario lo golpeara, después, cuando ya se sentía en plena forma, de un solo golpe noqueaba al desgraciado. Entonces se sentía satisfecho de sí mismo.
Sin embargo, no dejaba una mala impresión en el vencido. Una vez calmado, reanimaba al extraño, lo llevaba hasta la posada más cercana para darle de comer y de beber, e incluso le dejaba dinero como indemnización.
Avlunia, su Romni, su mujer, era la menor de trece hermanos. Para tenerla en matrimonio, el padre de Klebari había usado todo tipo de diplomacia, yendo de la adulación hasta las amenazas. Los padres de la muchacha no querían separarse de ella, la negociación duró varios meses. Diez veces lo intentó el padre de Klebari. Finalmente, Avlunia fue concedida con tristeza. Contrariamente a lo que uno creería, el padre de Avlunia la cedió por una suma mínima. Ella tenía entonces diecisiete años.
Desde el primer día, Klebari fue casi odiado por su mujer. Celoso, él le reprochaba su liviandad, su despreocupación, la acusaba de tener amantes. Aunque ella era la más fiel de las mujeres, temblaba sin parar cuando escuchaba las acusaciones imaginarias y aunque, a pesar de sus fuertes gritos su esposo nunca la golpeaba, ella lo temía más que al diablo. Una sola mirada de él la hacía llorar.
La situación de Vasilia y Ordanka era completamente distinta.
Vasilia tenía un año menos que Klebari. Era el menor de muchos hermanos y, a pesar de su corta edad se había convertido en el jefe de su tribu, después de la muerte de su padre, hacía ya cuatro años, cuando él cumplió los dieciséis.
No llevaba solo esa carga, debía defender a su clan en el consejo de ancianos, y también debía ocuparse de sus hermanos y hermanas más jóvenes. En el momento en que comienza esta historia, Vasilia ya era un rom. Tres hermanos y cuatro hermanas, todos solteros, trabajaban para él.
Su familia solo quería seguirlo. Desde que había sido designado como jefe de su tribu, Vasilia no había fallado ni una vez a su deber con quien fuera. Sus hermanos decían de él: «Es mejor que uno de nosotros sea rico, antes que todos seamos pobres». Y tenían razón.
Honrado y envidiado, sabio e inteligente, los roms habían elegido muchas veces a Vasilia como krisinitory, jefe del consejo que hace justicia. No se le conocía ninguna aventura, ni siquiera amorosa. Huía de las peleas y despreciaba la brutalidad. Respondiendo a su amigo Klebari, que le reprochaba su blandura, dijo:
—Mejor una buena palabra que un buen puñetazo.
Ordanka era la hija menor de un rom famoso. Fue concedida a Vasilia a la primera petición, no fue vendida, sino entregada. Con una sola condición: su padre exigía tres días de fiestas por el matrimonio. Cuando Ordanka faltaba a alguno de sus deberes, y esto pasaba a menudo, Vasilia no la golpeaba. Ni le dirigía ningún reproche; el joven rom iba a buscar a su suegro y le decía:
—Ordanka hoy ha hecho esto mal. ¿Debo golpearla o merece otro castigo?
—Tú eres su rom, la ley te permite golpearla, hazlo si así lo quieres.
Al regresar a su casa, Vasilia decía a su mujer:
—Tu padre me ha permitido golpearte, considera como si ya lo hubiera hecho.
Por eso él nunca golpeaba a su mujer. Feliz de salirse con la suya, Ordanka, poco a poco, tomaba ventaja sobre su rom. Ella alardeaba, aún delante de otras Romnia, de que su marido nunca la había golpeado.
Klebari y Vasilia siempre habían vivido en armonía. Ningún malentendido los había separado a pesar de su gran diferencia de carácter y opiniones. Ellos discutían siempre. Nunca estaban de acuerdo y cada uno se mantenía en su posición, pero seguían siendo los mejores amigos del mundo.
La sala de la posada quedó casi vacía. Alrededor de la mesa, Klebari y Vasilia estaban solos, con sus esposas que habían terminado por sentarse cerca de ellos. Por una vez, los dos amigos estaban de acuerdo, pero no era por uno de los temas de sus discusiones de costumbre. Era por un viejo romance gitano que tatareaban juntos, una de esas canciones de las que nadie conocía al autor de la melodía y donde las palabras cambiaban siempre. Quienes la cantaban podían decir todo lo que les pasaba por la cabeza.
Ese canto nostálgico no tenía un ritmo preciso, ningún compás. ¿Era una verdadera canción o un monólogo cantado? Cada uno a su turno, Klebari y Vasilia, contaban sus miserias, sus deberes, sus bondades o sus esperanzas. A veces mezclaban insultos y palabras obscenas. Las dos mujeres jóvenes volvían la cabeza haciendo como que no escuchaban; los cantos no iban dirigidos a ellas.
Los roms que no habían llegado hasta sus carromatos o tiendas, dormían por todos lados, aún sobre las piedras heladas de la posada. Sus mujeres o sus hijas no eran lo suficientemente fuertes como para llevarlos, y ellas también habían bebido un poco.
Ordanka, mujer autoritaria, se permitió interrumpir el diálogo musical, algo que Avlunia nunca se habría atrevido a hacer, y dijo:
—Vasilia, es hora de regresar.
Su esposo la miró con aire salvaje, porque era más audaz bajo la influencia de la bebida. Pero sonriendo nuevamente, miró a su amigo y se dirigió a Ordanka:
—Primero terminamos esta última botella. Espero que Klebari opine igual. Sería faltar a nuestra dignidad regresar más sobrios que los demás.
—Cuando hayamos terminado esta botella, pagaré otra —respondió Klebari.
—Si quieres, amigo, y más si ese es tu deseo. Pero la beberemos en nuestro hogar. Amanecerá pronto, la posada va a cerrar y echarán a toda esta gente. Vámonos antes que suceda. ¡Salvemos el honor!
—¡Que los demás se vayan al diablo —gritó Klebari— y el posadero con ellos! Si no está contento, destruiré todo. ¿Es nuestro problema si los otros roms no saben soportar el vino?
Vasilia trata de calmarlo. Sabe que Klebari puede ejecutar su plan. Este se levanta, pone la mano sobre la espalda de Vasilia y lo mira de frente.
—Si tuviera un hijo, lo libraría de beber con ellos.
Era el deseo de un hombre borracho. Vasilia, según su costumbre, sonrió y respondió amablemente:
—Hasta que eso pase tienes tiempo para cambiar de opinión. Y más divertido sería que tu mujer tuviera una niña.
—¿Una niña? ¿yo? —dice sobresaltado Klebari—. ¡Jamás en la vida! Es necesario que sea un niño. Lo veo, tendrás una niña, eso es lo que te dará tu mujer. Entonces, está decidido. Tendré un hijo y tú una hija. Y más tarde, digamos dentro de diecisiete años, los casaremos.
—Eres estúpido, Klebari —dijo Vasilia—. Estás borracho como los otros. ¿Cómo puedes hablar así, sin reflexionar? Espera primero el nacimiento de tu bebé antes de hacer proyectos para él.
Klebari tiene perfecta conciencia de lo que dice y sabe que Vasilia no está tan borracho. Klebari no habla sin haber reflexionado antes. Ese plan, estaba en su cabeza desde hacía mucho tiempo, y ahora se presentó la ocasión de contarlo a su amigo.
—No tengo paciencia como para esperar. Mira, ¿has dicho que podría tener una niña? Admito esa posibilidad, aunque sea inconcebible. Entonces si tienes un niño, bien, ¡te concedo mi hija desde ahora! ¿Estás contento?
Vasilia percibe que Klebari habla en serio. Eso lo divierte y le causa temor a la vez. Prometer a dos pequeños seres que aún no han nacido, es una locura.
—Sí, Klebari eres tonto o estás completamente loco. Te tenía por un hombre inteligente; me decepcionas. ¡Hablar de matrimonio antes del nacimiento de nuestros hijos! ¡Nunca vi eso en mi vida!
—Posiblemente no seamos como los otros roms.
—En efecto, creo que no somos como los otros. Estamos más locos que ellos —respondió Vasilia.
—¡No! —gritó Klebari indignado—. ¡Querrás decir más inteligentes! Eso es lo que somos. Piensa un poco en mi hijo… o en el tuyo, no importa. Habrá que correr a buscarle mujer. Recuerda las dificultades que tuve para casarme con Avlunia. Por todas partes hay muchachas guapas, pero si ellas pertenecen a las tribus enemigas, será imposible conseguirlas. Tú y yo jamás seremos enemigos, no es lo mismo. No tendremos necesidad de ir lejos a buscar la felicidad de nuestros hijos, porque estaremos siempre juntos. Esa es mi propuesta… ¿No es razonable? Está bien pensado, confío en tu palabra como puedes confiar en la mía. Hagamos el juramento sin demorar más, de casar a nuestros hijos cuando sean jóvenes.
Vasilia asiente con la cabeza. Está avergonzado. Otra vez responde:
—Estás loco, Klebari. Imagina que nuestras mujeres traen al mundo dos niños… o dos niñas. Puede suceder, ¿lo sabes? ¿Y si tu mujer o la mía nos dan dos mellizos? ¿Ves la estupidez de tu sugerencia?
—Es posible —dijo Klebari—. En ese caso, pospondremos nuestro juramento para los niños que nazcan después. Hoy hagámoslo por los que nacerán pronto.
—Es insensato —respondió Vasilia—. No obstante, tu idea es original y me gusta. Haré el juramento.
Capítulo 2
Los cataclismos, las guerras, las revoluciones, nada podía detener la marcha hacia adelante de los gitanos. Las inundaciones, los terremotos o las agitaciones políticas no tenían ninguna importancia para quienes debían arreglar sus asuntos personales.
Hacía tres años que Europa estaba en guerra, la revolución rujía en Rusia y los roms continuaban viajando, viajarían hasta el infinito, hacia nuevos horizontes. Se dirigieron hacia Siberia y probablemente llegasen a China o a la India. En este largo recorrido, ellos evitaron sobre todo las ciudades.
Habían pasado diecisiete años desde que Klebari y Vasilia hicieron su juramento, olvidado por la mayoría de los que se habían enterado, pero no por los dos interesados.
Ika, el hijo de Klebari, nació poco tiempo después del juramento paternal y se había convertido en un robusto muchacho. Era alto, un poco delgado para su altura, sus cabellos eran rubios, su tez bronceada, sus ojos profundamente azules, y un bigote incipiente adornaba su labio superior. Tenía rasgos típicos. Indudablemente, era un apuesto Ternear, un joven soltero.
A pesar de su juventud, Ika era considerado un seductor entre las tribus de los roms. Se jactaba de gustar a todas las muchachas. Cada una o dos semanas su nombre es pronunciado en un consejo de justicia: la kris. Los padres se lamentaban de la mala conducta del hijo de Klebari. ¡Vaya! Ninguno podía condenarle a unasanción. Ika y su padre son muy pobres, no podían pagar. Así que los roms habían tomado la costumbre de decir suspirando: «Otra vez Ika, el hijo del borracho.»
Klebari, antes orgulloso de su fuerza, no era más que la sombra de sí mismo. Cada vez que le reprochaban la conducta deshonesta de su hijo, alzaba los hombros, pero jamás le decía nada. En realidad, el joven rom no lo hubiera tenido en cuenta. Una sola cosa era indudable: Klebari no lo animaba a seguir ese camino equivocado.
El enorme Klebari se ocupaba únicamente de sí mismo, sus hijos no le importaban nada. Desde la muerte de su mujer Avlunia, que sucedió después del parto de su hija Kali, Klebari que ya bebía, se dio por completo a la bebida. De mes en mes, de día en día, se iba muriendo. Su espalda se arqueaba, sus manos temblaban, su rostro se arrugaba; el alcohol se había convertido en su única razón de vivir.
Las muchachas respetaban las costumbres y leyes ancestrales, sabiendo bien que, si las eludían, serían severamente castigadas. Y ninguna se jactaba de haber sido la amante del guapo y tenebroso Ika. Pero un proverbio gitano decía: «No se encierra un gato en un saco», y no faltaban miradas atentas que han visto a Ika con una o con otra. Aunque el joven ya había sido juzgado delante de una kris, continuaba sus intrigas amorosas. No le faltaba valor, respondiendo con valentía cuando quisieron presentarlo ante el consejo de ancianos:
—Haced la kris sin mí. Mi presencia no es indispensable, me declaro culpable.
Usando su pobreza como un arma, decía a los roms que le amenazaban:
—Prohibid a vuestras hijas que me miren.
Eso es lo que hicieron, pero sus hijas no obedecieron. Continuaron sus actividades amorosas, y ellos tuvieron que reconocer que el apuesto joven no era el único responsable. Juzgar a Ika, era juzgar a sus hijas, entonces su valor quedaría reducido notablemente. Un día, alguien le dijo:
—Ika, ¿cuándo hablarás en serio?
A lo que respondió:
— Cuando tus hijas me dejen en paz.
Otro, metiéndose en la conversación, agregó:
—Cásate, Ika. Aunque me da lástima la mujer con la que te casarás.
—Quedaos todos tranquilos —replicó él—. Cuando esté casado, no desearé a ninguna otra mujer que no sea la mía. Pero mientras, dejad que me divierta.
¿Quién podía tomar en serio a Ika? No era razonable. Desde los trece años, no había parado de amar y ser amado. ¿Cuántos jóvenes corazones habían sufrido por su culpa? ¿Cuántas lágrimas se derramaron en secreto? ¿Ika no era consciente del sufrimiento de las muchachas que había seducido?
Nadie podía hacerle frente. Sin embargo, a pesar del miedo que causaba su fuerza, uno de sus compañeros se atrevió a decirle:
—Te prohíbo cortejar a mi hermana Sshero.
Cualquier otra persona se habría enojado y esperaban que Ika también lo estuviera. Ika había heredado de su padre la ira y los nervios, pero sabía dominarlos cuando quería. Así que simplemente respondió:
—En lugar de eso prohíbe a Sshero venir a escuchar mi guitarra.
Aunque Ika era pobre, tenía una vieja guitarra desde hace mucho tiempo. Todos los gitanos eran músicos, cantantes o bailarines. Era uno de sus principales recursos antes de la guerra de 1914. En Rusia ningún cabaré era digno de ese nombre si no contaba con un grupo de artistas gitanos. A los cuatro años, Ika ya sabía hacer vibrar las seis cuerdas de acero. Más tarde, con su bella voz, se acompañó a sí mismo, y los corazones femeninos no pudieron resistir tal encanto.
Sshero no se cansaba de escucharlo. Excelente bailarina, ella cedía inmediatamente al llamado musical. Sin que se lo pidieran, todas las noches ella danzaba al son de la guitarra. Cada día su padre o su hermano la golpeaba, pero Sshero no podía dejar de danzar ni de recibir los golpes. Era más fuerte que ella.
Evidentemente, el amor y la música no podían enriquecer a un rom. Había que trabajar. Desde la guerra, los gitanos que ya no podían actuar en los cabarés y se vieron obligados a regresar a sus antiguos oficios: caldereros, hojalateros, soldadores, tratantes de caballos, etc. Ika no quería hacer ninguna de esas tareas. Estaba contento de vivir día a día. Todavía iba a tocar de vez en cuando a una posada para ganar el dinero necesario para su higiene, porque un joven rom que persigue muchachas debe ser elegante.
Kali, la hermana de Ika, era dos años menor que él. Tenía una belleza extraña y fascinante. Abandonada a su suerte desde los cinco años, andaba descalza, sucia, a penas vestida, con la cara negra porque su piel estaba bronceada y la muchacha se lava lo menos posible. Ella también baila en las posadas y en las plazas los días de mercado. Pero a diferencia de los demás niños, no lo hacía por placer. Para ella era una necesidad ineludible; debía llevar dinero al carromato sin importar el medio para obtenerlo. Su padre, quien había esperado ser un día «el gran Klebari», no era más que «Klebari el borracho». Cuando la pequeña regresaba con las manos vacías, recibía una decena de latigazos que marcaban su piel suave y frágil. Su padre exigía un mínimo de dos botellas de vino por día, y ella tenía la tarea de conseguirlas. Una vez borracho, Klebari olvidaba a sus hijos y al resto del mundo.
La mayor parte del tiempo, los dos niños iban a comer a la casa de sus parientes o amigos. Kali, a pesar de todo, se convirtió en una muchacha inteligente. Aprendió a ahorrar, por su bien, por el de su padre y por su hermano. Cuando en un día malo no conseguía nada, ella igual tenía con qué comprar las dos botellas. Prefería ver a su padre ebrio todos los días, antes que recibir los azotes de la correa.
Kali no buscaba piedad de nadie. El destino la había marcado y ella lo sabía. ¿Quién habría podido salvarla? ¿Podía convertirse en otra cosa que una kurva? (muchacha de mala conducta).
A los doce años, ya era adolescente, e irradiaba belleza. No era una niña, ni tampoco una mujer, y se dejó llevar por el primero que vino, que no era gitano. Nadie sabía lo que había pasado. Quince días después, ella regresó al carromato. ¿El gadchó (payo) había sido más malvado que Klebari? ¿O Kali solo había sido un amor pasajero? Ella, que por naturaleza hablaba poco, no dijo nada.
No fue recibida como el hijo pródigo. Klebari le dio latigazos hasta hacerla sangrar. Ningún rom intervino e Ika aún era muy joven. Las leyes habían sido transgredidas por la jovencita, pero la ley era la ley y el castigo infligido pareció justo a los ojos de todos. La pobre muchacha debió permanecer en cama durante tres semanas.
Una vez restablecida, ella retomó sus costumbres, con la única diferencia que desde ahora llevaba un diklóo (pañuelo) sobre la cabeza. Esa costumbre tan antigua como el pueblo gitano, no debía ser violada bajo ningún concepto.
Unos meses después nació un bebé: un hijo de sangre impura. No podía estar con la tribu. Bajo amenaza, Kali lo llevó al bosque y nunca dio explicación sobre lo que hizo con su hijo. Las Romnia susurraban que Kali lo había dado a unos campesinos pobres y que, de vez en cuando, iba a verlo. En realidad, era un misterio para todos, salvo para la joven mujer.
Ika y Kali vivían en la misma tienda como dos extraños. Ella cocinaba para él y para Klebari. Hacía su cama, lavaba su ropa. Si a Ika le gustaban todas las muchachas, odiaba a su hermana. Si él era dulce y amable con las otras, se mostraba duro y severo con ella. Kali le temía más que a su padre, sobre todo después de la aventura que le había costado su honor.
Después de tres años, no había nada que reprochar. Los roms habían fingido ignorar su error de la adolescencia. ¿No recaía toda la responsabilidad en Klebari e Ika? Así, fue absuelta por todos, incluidos su padre y su hermano.
Capítulo 3
Ese día, varias tribus se detuvieron en medio de un bosque, cerca de una aldea. La mayoría de las mujeres habían ido a comprar comida y tratar de ganar algo de dinero.