Siendo Mujer - Adriana Grande - E-Book

Siendo Mujer E-Book

Adriana Grande

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Beschreibung

La obra busca ser un acompañamiento testimonial, terapéutico y vital para las dos grandes etapas de la vida de la mujer ("Edades de Eva"): la de la "Plenitud", y la del "Cruce del río"; la de la juventud y conformación de una familia y luego la posterior y natural, marcada por el paso de los años, que es el retiro a una labor de guía "detrás de bambalinas", de cuidado, y orientación, de la cual la autora y el libro mismo podrían ser un ejemplo. Con una vasta labor como médica, psicoterapeuta, coordinadora de grupos de madres y exitosa difusora mediática (ver seguidores en redes sociales en CV adjunto) de temas relacionados con la maternidad, las relaciones humanas y la sexualidad femenina, la autora va tomando cada uno de los hitos que marcan la vida de una mujer, los despoja de prejuicios y falsos roles, y a la luz de su propia experiencia (personal y profesional), va volcando pensamientos, iluminando materias de reflexión, sugiriendo (nunca polemizando ni erigiéndose en absoluto modelo) los caminos que le resultaron a ella exitosos o satisfactorios. Ninguno de los temas que afecta a una mujer desde su adolescencia a la madurez queda sin tocar. La enumeración de su índice tentativo podrá dar una idea de su abarcador contenido.

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Seitenzahl: 389

Veröffentlichungsjahr: 2024

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Adriana Grande

Siendo Mujer

Entre plenitudes y despedidas

Grande, Adriana Siendo mujer : entre plenitudes y despedidas / Adriana Grande. - 1a ed - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2024.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-5108-5

1. Narrativa. I. Título. CDD A863

EDITORIAL AUTORES DE [email protected]

Índice

El porqué de estas páginas

Introducción

ESTE ES UN LIBRO ESPERANZADOR

Primera Parte

Capítulo 1 La plenitud

Capítulo 2 ¿De dónde sacar las fuerzas?

Capítulo 3 La pareja en la Edad de la Plenitud

Capítulo 4 Los Hijos

Capítulo 5 La profesión, el trabajo

Capítulo 6 Las raíces. Padres y Abuelos

Segunda Parte

Capítulo 7 La despedida

Capítulo 8 El Cruce del Río

Capítulo 9 La otra orilla

Capítulo 10 La Pareja/Crisis de Etapa

Capítulo 11 Nuestros padres. Conciencia de Finitud

EPÍLOGO

A quienes huyen espantados del desamor.

A quienes se acercan anhelantes de amor.

El porqué de estas páginas

¿Qué fuerza hace que me siente hoy a escribir?

Es una necesidad imperiosa de prestar testimonio. ¿Testimonio de una hazaña, de una proeza? ¿De alguna aventura heroica o de excentricidades llamativas? Nada de eso. Solo de la aventura de vivir; de la hazaña de intentar honrar la vida y de la proeza de no morir en el intento.

Desde la cima de mis sesenta años, veo que cada uno de nosotros ha escalado su propio Aconcagua... cada uno sabe qué tormentas y qué días soleados templaron su trepada. Formar una familia ha significado mi propio Aconcagua: el desafío constante de amar, de mirar con lupa de gran aumento mi forma de amar.

Un hombre y tres hijos fueron materia prima de primera; me han hecho sentir que tenía una gran tarea entre manos, la preciosa oportunidad de amasar y dar forma al amor, añadiendo o quitando valor cada día. Una misión, mi misión.

¿Y dónde se jugaba semejante partido? en cada vínculo afectivo, esa pequeña–gran joya a ser descubierta... de eso se trataba, de invertir en cada vínculo con todo mi ser. Nunca jamás escatimar, nunca jamás avaricia de vínculo.

Porque cuando invertimos en él, celebramos lo Humano.

La familia es una pista de entrenamiento, un laboratorio de ensayo y error que me convirtió en alumna perpetua, buceadora incesante de los vericuetos del alma, intentando ser una Eva que coloca nombre y razón a cada instante vivido. Por eso cada capítulo de este libro consta de dos partes: la anécdota propia del día a día, nuestro pan con manteca cotidiano, que clama por ser pensado, comprendido, elaborado. Y así surge en simultáneo la necesidad de definir el concepto que respalda cada vivencia, otorgando densidad, espesura, transformándose en herramientas sólidas, en respaldo teórico que da sentido y sustento a la nueva anécdota del próximo día.

La anécdota desnuda se convertiría en una sucesión hueca de hechos sin posibilidad de aprendizaje. Y los conceptos teóricos sin arraigo en la vivencia, serian volutas de humo que no hallan realidad donde encarnarse.

Anécdota y concepto, son vasos comunicantes que se enriquecen mutuamente y los dos pilares fundamentales de mi trayecto femenino–familiar–profesional.

Por historia personal y por el trabajo ininterrumpido con madres durante casi cuatro décadas, tengo a mi alcance cientos de anécdotas que han obrado como estímulo constante de nuevos conceptos.

En mis años de rebeldía adolescente pensé muchas veces que la familia tipo y su derrotero previsible eran una forma de monotonía, un molde al cual había que resignarse mansamente. Muchos años después cada familia me parece sostenida por héroes y heroínas anónimos.

Siento que estas páginas son para todos nosotros, héroes y heroínas anónimas, que creemos que “se arma familia con lo que hay”, porque más allá de las diferencias, estoy segura que hay un algo más fuerte que nos une, que burla las distancias y borra las formas.

Nos une lo esencial, esa fuerza desconocida que nace cuando miramos por primera vez a nuestro bebé; esa fuerza perenne, porque no caduca; ancestral porque es motor de la Humanidad; bella, porque da sin pedir; salvaje, porque no conoce barreras.

Escribo para todos nosotros que llevamos adelante vidas y sueños, que apartamos mezquindades y que hemos aprendido que en cada bifurcación que la vida nos presentó, podíamos y debíamos elegir entre destruir o construir. Para nosotros, que dedicamos años, empeño y mucha convicción en esculpir el amor con forma propia, limando puntas, haciéndonos romas, mullidas, tiernas. Madurando desde el verdor a la dulzura, buscando nuestro propio punto de cocción.

Escribo porque está claro que cuando armamos familia tomamos la firme decisión de no vivir solos. Fundamos vínculos que nos ocuparán por siempre, que serán, indefectiblemente, dadores de paz, de vivificante inquietud o de tensión tóxica.

Estas páginas caminan al ritmo de estos vínculos y de sus entrañables e infinitas vicisitudes.

Escribo por la necesidad de recordar para que no se pierda... para dejar constancia de nuestra plenitud ¡nuestra máxima fuerza al servicio del máximo amor! Para que recordemos siempre la tensión muscular de la juventud, la sed sexual o la resistencia incondicional.

Escribo para rendirnos homenaje a nosotros, que caminamos detrás de la buena estrella; para nosotros, los del amor a cuestas; los soldados, que obedecemos sus reglas; los obreros, que soldamos sus partes; los artesanos, que zurcimos sus agujeros; los hechiceros expertos en pases de magia; las palancas que alivianan la carga pesada...

Para que cada uno de nosotros, que defendimos cada instante con cuerpo, mente y alma ¡celebremos todo lo hecho!

Introducción

¡Es muy sorprendente la visión que vamos teniendo de la vida cuando pasamos los 60 años! A mí, se me ha presentado una mañana con total claridad y desparpajo, y con tono un poco impaciente me ha dicho: “¡Cómo!, ¿no te has dado cuenta aún?”. Y me reveló que estoy dividida en tres partes de 30 años cada una; tres partes bien distintas y con una función que les es específica. “Los primeros 30 años son de formación; de input. Estás entre bambalinas, detrás de escena, aprendiéndolo todo sobre ese mundo en el cual ingresarás, afilando tu instrumento, puliéndolo para la etapa que viene.

Todos tus sentidos se hallan captando cada estímulo, que guardado en tu interior te conferirá luego tu esencia. Es allí donde siempre se regresa en busca de fuerzas y cobijo. Esa es tu infancia, tu juventud”.

Y continuó:

“Luego en la segunda parte, de los 30 a los 60 años se abre la compuerta, se sube el telón y ¡zas!, salís al mundo, ocupas el escenario de lleno, eres director, guionista y actor de tu propia obra; eres el protagonista, escribís la letra de tu vida con tu propia tinta. Y será una tinta indeleble, no se borra, perdura por siempre.

Esa es tu adultez”.

Y la vida dijo al fin:

“Por último, vas a ir bajando lentamente del escenario, encaminándote nuevamente a detrás de bambalinas, con la sensación de estar recorriendo un camino de retirada; para, con más paz que anhelo, ir ensayando un balance entre silencio y palabra, entre acción y reposo... Serás una persona mayor que deja el escenario a sus hijos, a sus discípulos, a sus alumnos o partidarios... Esa es tu madurez”.

Y vi que todo ello era cierto. Que los primeros 30 años nos llenamos de mundo; los siguientes 30 actuamos en el mundo; para en los últimos 30 emprender un camino de serena retirada. Claramente, tengo necesidad de contar la historia donde adquirimos papel protagónico y pleno dominio de escenario, para luego en la segunda parte del libro mirar desde algún atalaya el camino recorrido.

Porque si bien en la primera etapa es natural y necesario un cierto narcisismo, para captar aquello del afuera que nos interesa y meterlo dentro, comer, incorporar; en la segunda etapa será natural y necesario el movimiento contrario: que el adentro salga hacia el afuera, ofrecernos hacia el otro. Y allí es donde generalmente se buscan los hijos; donde todo aquello que nos alimentó se derrama ahora sobre otros, para que recomience el ciclo sinfín...

ESTE ES UN LIBRO ESPERANZADOR

Les cuento todo lo que sentí, pensé, hice y viví al formar una familia.

Hoy al escribir estoy situada en el futuro de estas vivencias o, dicho al revés, al escribir hago presente el pasado.

¿Y qué es lo esperanzador? Muy simple, es que reelijo mi camino, mi intención obcecada por el amor en todas sus formas, es en lo que creo, es en lo único que creo.

Amar como un verbo artesanal, una pieza de arte que me fue entregada, única, preciosa, una oportunidad amorfa que con cada acto y gesto va dibujando una forma, va esculpiendo una niña, una mujer de la cual me siento responsable.

Un sello contundente que anhelo entregar a todo aquel que se cruce en mi camino.

Amar mejor cada vez, con la perseverancia de quien afina constantemente su instrumento para que suene más claro, más delicado, más bello. Es una misión siempre inacabada porque dura la vida misma, toda, entera.

Re–elijo limar mis puntas, mis ángulos agudos, hirientes hasta hacerlos romos, dulces.

Re–elijo guardar mi reacción impulsiva una y otra vez para no parecerme a mi agresor.

Re–elijo estar cerca de los que amo cuidando cada uno de sus altibajos, sus dones, sus tropiezos, caminando firme al compás de sus pasos para abrazarlos profundamente siempre.

Re–elijo no sentir ninguna distancia con el otro porque el otro es mi semejante (es mucho más lo que nos asemeja que lo que nos diferencia y me hace bien entregarme naturalmente a su encuentro).

Me gusta que la vida me haya invitado a comprender sus ritmos y sus leyes.

Re–elijo dejarme sorprender por los brillos y destellos de la naturaleza, por sus adornos y sus ritmos, por recordarme en cada una de sus expresiones que ella es mi origen, mi fuente insaciable.

Re–elijo leer todo lo que este a mi alcance, apelar casi con voracidad a los grandes como fuente de inspiración irremplazable, intentando seguir a todos ellos que nos dejaron una huella para no deambular tan solos.

Re–elijo escribir todo lo que siento al ritmo de mi alma y mi mente.

Y finalmente, re–elijo editar y publicar porque necesito compartir vida con cada una/o de ustedes.

Primera Parte

Capítulo 1

La plenitud

¨Un enorme cansancio invade todo su ser.

Pero no quiere que la niña se dé cuenta.

Tiene que ser fuerte por ella. Ella lo necesita.

Es tan pequeña y tan frágil todavía...

Él no tiene derecho a ser débil ni a quejarse de su mala suerte...”.

La nieta del señor Linh, Philippe Claudel.

Con la plenitud a flor de piel/El tiempo joven. Cuando la vida nos convoca con todo su vigor, tocando la puerta de nuestras fibras, nosotras respondemos a su llamado, con paso seguro y pecho henchido, arremetiendo contra todo obstáculo que se nos presente. Es la maternidad que nos afirma en terreno nuevo y nos conduce hacia un faro de cincuenta centímetros de largo y tres kilos que “nos significa” como nada antes. “Soy tu hijo/a, soy tu madre”, nos decimos mirándonos fijo para conocernos mejor.

Nuestro cuerpo fecundo nos ha hecho madres, formamos familia y nos aferramos a nuestro tramo de vida joven con las fuerzas intactas, las hormonas despiertas, el cuerpo exultante, húmedo, secretante, desplegando sensualidad. Derroche de juventud, dueñas de la máxima potencia, sentimos que podemos con todo; cada noche las propias fuerzas parecen renovarse, reciclarse.

Somos mujeres en el despliegue de nuestra máxima potencia. Es el tiempo de la plenitud física, con fuerzas inagotables para enfrentar los desafíos que se nos pongan delante.

No dormís bien, pero igual trabajas, crías hijos, azuzas la pareja con pases mágicos, convocas familia, armas vacaciones, cultivas amigos, celebras aniversarios, estudias, preparas clases, buscas y llevas chicos, firmas cuadernos y boletines, asistís a los actos escolares y las reuniones de padres, preparas disfraces de granaderos, de paisana o de bailarín de tango, alistas uniformes, ropa de gimnasia y viandas, completas cada ítem de la lista para los campamentos... etc., etc.

Días militantes, sin dudas, sin grietas, sin sosiego.

La agenda casi no tiene espacios vacíos. ¡Es la vida con certezas!

Simplemente, un día convoca al siguiente y nadie se pregunta por el sentido de la vida porque queda implícito en la rueda de los días, inscripto en cada acción. Y luego... cuando muchos años después nos miramos en ese reflejo de vida, nos sentimos sumamente conmovidas porque “era la plenitud y no nos habíamos dado cuenta...”.

El Oriente y la brújula. Cuando la vida nos pone un hijo en el pecho también nos hace entrega de un Sol, un punto cardinal y una función.

Giramos eclipsadas alrededor de “Su Majestad, el bebé” (como S. Freud lo nombra), que se instala como nuestro indiscutido nuevo Sol.

La brújula indica contundente un nuevo Norte, nos señala rumbo hacia la vida recién inaugurada que pía fuerte como un pichón hambriento. El bebé nos interpela desde su enorme desvalimiento, nos posiciona en un lugar activo, de movimiento constante, porque cada una de sus necesidades se satisface en una acción nuestra. El infante desvalido nos obliga a la certeza de acción. Es tan fuerte su presencia y tan absoluta su dependencia, que ese recién nacido de tan solo cincuenta centímetros nos otorga nuestra máxima función: darle vida para siempre.

El girar alrededor de un sol, el saber cuál es nuestro norte diario y el conocer nuestra función nos hace sentir orientadas, que etimológicamente significa: “saber dónde está el oriente (el este), conocer por dónde sale el sol”. Y durante veinte años las mujeres–madres nos sentiremos orientadas porque allí donde está el hijo es por donde sale el sol, ese es y será nuestro oriente. Los hijos al regalarnos orientación y función nos regalan sentido, un sentido contundente y luminoso. “Sos los que te necesitan”, reza una frase muy elocuente. Somos en la medida que nos necesitan. Y el hijo, que es toda necesidad, será quien nos otorga ese “SER” con mayúsculas.

Significadas y significantes/Dueñas de toda la potencia. Mis recuerdos se amalgaman a los de otras mujeres y forman un coro de voces femeninas fuerte y contundente.

“Cuando bajaba las escaleras de la facultad, después de haber dado clases, me tenía que contener para no bajar saltando de alegría. ¡Había recuperado mis clases, mis alumnos, mi capacidad intelectual, mi identidad profesional y ahora volvía a casa donde esas patitas gordas de bebé me estaban esperando!”.

“Cuando recorría la media cuadra que separaba el consultorio de mi casa, sentía una dicha embriagadora, una completitud interna. Podía ser madre, esposa y profesional. El caos inicial se había acomodado en el andar... y tímidamente me preguntaba si ¿esto sería la plenitud? Sencillamente, porque me sentía como un pavo real con la cola desplegada, ¡con mi máxima potencia en acción!”.

“Ahora miro hacia esos tiempos y me respondo que, con todos sus vaivenes e inconvenientes, esa, sin embargo, sin duda, era la plenitud”.

“Yo trabajaba en un estudio jurídico en un horario extenso, cuando llegaba a casa estaban mi hija, la gata y una empleada. Ella preparaba la cena mientras yo hablaba con mi hija y hacíamos juntas los deberes. Ese recuerdo me parece perfecto, maravilloso”. Tal el relato de una mamá divorciada, que era sostén de hogar.

Recuerdo a una madre que había caído en un estado depresivo. Era alcohólica y en su presente vacío y oscuro, vislumbró un horizonte de claridad. Adoptó un bebé que nadie quería porque estaba enfermo, pesaba tres kilos, se alimentaba con delicadas sondas y debía observar un plan de medicación de alta complejidad. Ella lo cuidó como se cuida al más desvalido, intensa e incansablemente. El bebé creció fortalecido y la madre abandonó el alcohol. Los dos se salvaron mutuamente.

Este ejemplo extremo nos muestra cómo el otro nos otorga función. “El otro te significa”, decía Lacan. Es decir: te regala significado. El bebé desvalido crea un otro (una madre en este caso) que, forzosamente, se ubicará en el lugar de la fuerza, la potencia, la acción y la guía.

“Todos los caminos conducen a Roma”, cada una transitando su originalidad, con su marca distintiva en el orillo, siente que esa etapa de lucha y ¡construcción es o fue la plenitud!

¡La máxima fuerza al servicio del máximo amor!

La cohesión en una guerra de puré. En una típica cena familiar, tres hermanos juegan haciendo guerra de puré. Se pelean, ríen, discuten, se divierten, todo condensado en los treinta minutos que dura el encuentro. Mientras tanto, la madre mira al padre y con un gesto mezcla de resignación e ironía le dice:

“Tenemos que estar felices y disfrutar de esta escena, porque según dicen las chicas, ¡esta es la plenitud! Dicen también que te das cuenta después cuando ya pasó y que se extraña mucho, un montón”.

Ella es joven y repite confiada, sin entender demasiado, los relatos de madres ya maduras que, en otra etapa de la vida penan por la ida de sus hijos a estudiar afuera, por no ser necesitadas como antes; en definitiva, por haber perdido la escena de la mesa familiar... con la guerra de puré incluida.

En efecto, alguien le ha dicho: “Mira bien y disfruta cada momento porque es la plenitud y cuando la transitas, simplemente no te das cuenta”.

Recuerdo cuando mi hija mayor se fue a estudiar a Buenos Aires y la familia comenzó el lento pero decidido camino hacia la dispersión de sus cinco miembros. Allí me percaté de que se me escurría de las manos el tiempo de plenitud. Porque plenitud es también cohesión (lo contrario de dispersión), como en nuestra aludida cena de puré, donde nos falta decir algo que parece obvio: estaban todos alrededor de la mesa, no faltaba nadie...

Del mismo modo, nada comparable a la sensación de cerrar la puerta del auto y arrancar con todos juntos adentro. Eso también es cohesión, y lo es en su más clara expresión. Parece que con ese gesto decimos al mundo: “Acá estamos y no necesitamos de más nada”. Nosotros padres, conducimos destinos; ellos, hijos, se suman seguros y felices a la próxima aventura, porque los niños convierten una ida a la librería a comprar un cuaderno en una hazaña de superhéroes, y un auto vibrando sobre cuatro ruedas en una cápsula espacial. Ellos se suben a nuestra propuesta y nosotros viajamos de la mano de su inagotable imaginación. Representamos una felicidad rodante que nos hace sentir necesarios y suficientes. La cohesión es eso; esa percepción de que “estamos todos, completos, no falta nadie”, y es una de las llaves que abren la puerta de la plenitud. Somos necesarios y suficientes, hechizo que dura solo un tiempo... ¡A disfrutarlo porque tiene fecha de vencimiento!

El oficio de esparcir luz. Es tanta la energía que la crianza demanda que nosotras mismas nos sentimos un sol, alumbrando la vida de los otros, haciéndola posible. Y sabemos que el Sol no se pregunta si saldrá mañana: sale e invariablemente derrama su luz. Las mujeres–madres esparcimos vida sobre nuestro planeta, sin permitirnos ausencias. ¡Sabemos que el sol, límpido o entre nubes, siempre está!

El día traza su órbita y nos vuelve a encontrar despiertas.

¿Qué nos guía con tal precisión y regularidad, con tal convicción y fuerza?

La necesidad del otro. Y ese otro, es el hijo.

“Después de criar dos hijas y conservar un trabajo, me di cuenta de que hacía veinte años que estaba agotada”, decía una madre.

Y es así. Durante esos veinte años y cada día de su vida, la mujer “orientada” sabe para qué, por qué y para quién se levanta. El despertador suena y la militancia materna despierta. Actúa sin descanso y cae desmoronada por las noches, buscando una pausa reparadora, una tregua que aquiete el bullicio y le asegure recuperar fuerzas para la próxima jornada.

La vida en esta etapa es un día a día militante, sin dudas, sin grietas, sin sosiego. Porque cada día la leche debe estar preparada, la ropa limpia, la mochila armada, la heladera llena, la casa ordenada, etc., etc., etc.

Nunca más oportuna la frase bíblica: “A cada día su afán”.

La incondicionalidad materna. “Una madre no se enferma nunca, porque no puede enfermarse”. “Desde que soy mamá no me engripo más”. “Siempre pensé que las madres no comían, porque siempre vi a mi mamá sirviendo la comida a mis seis hermanos y a mí” (recuerdo de un inmigrante ruso). “No llevaba llaves porque sabía que mamá siempre estaba en casa, esperándome”. “No importaba dónde estuviese, en qué país me despertara. Yo tenía la seguridad de que, al levantarme, pisaría siempre una alfombra roja y mullida” (así recordaba una hija a su mamá, en su periplo de exilio por distintas latitudes).

Las frases pueden repetirse hasta el infinito. La incondicionalidad materna, una y otra vez, recorre todos los tiempos.

Me sigue emocionando cada mañana ver madres llegar al colegio, con un hijo de cada mano, con su guardapolvo blanco, su peinado prolijo, con moños, vinchas o trenzas, las mochilas al hombro y en su interior mapas, papel glasé, fibras de colores o cuadernos forrados, todo lo que la maestra pidió y no puede faltar...

Miro a una joven madre y sé que cada mañana, durante años, ella estará allí, con sus hijos, erguida en la puerta cuando la campana suene.

Hay mucho detrás de esa imagen. Hay militancia a tiempo completo (y no en vano, “militancia” viene de miles, de “soldado”), una empatía total con la necesidad del otro. Hay un entrenamiento que comienza en el embarazo y la lactancia y se extiende por años para lograr “que el otro sea”, que nuestra adorada cría “salga adelante”.

Incondicionalidad. Empatía. Entrenamiento de nuestra capacidad amorosa. Se llama AMOR, así con mayúsculas.

Prohibido morirse. Vuelvo la vista sobre mis propios pasos y me veo. Cada noche ponía tres mochilas en la puerta. Y luego, según los días, el palo de jockey, la pelota de futbol, la ropa para natación, los cuadernos de comunicaciones firmados, la carpeta de dibujo... Y si era invierno, las camperas, los cuellos, los guantes...

Al terminar, ya tarde, a veces me asaltaba un pensamiento en bruto: “Dios mío –y miraba hacia arriba–, ¡no me puedo morir!”.

Entonces rogaba por seguir estando, porque me parecía que nadie podría hacer lo que yo hacía con semejante dedicación y entrega. “No me puedo morir”.

Y ese “no me puedo” era a la vez la imperiosa necesidad de seguir viviendo y ejerciendo la función otorgada por el hijo, como una curiosa sensación de invulnerabilidad.

“Mamá –me contaba una vez mi hija–: en la clase de natación soy la más joven y el profesor me alienta a competir y ganarles a las otras cuatro mujeres. 'Vos podes, vamos, ¡gánales!’, me dice. Pero yo siento que ellas tienen una fuerza distinta, pueden más... A mí me parece que es porque son madres...”.

Es cierto, el ser madres nos hace más fuertes, más resistentes, sentimos que podemos con todo y además nos está prohibido morir.

La gran conductora. En cuanto a mí, no tardé en darme cuenta que, en un momento determinado, me había convertido en una militante de la familia. Por eso, muchas veces, mientras manejaba con el auto lleno de chicos sentía que era la “jefa de un movimiento”, la líder de mi movimiento familiar. Sin grietas, sin dudas, esa jefa conducía abordo hijos, amiguitos de hijos, sobrinos, niños que se subían confiada y alegremente a la propuesta vital.

Colegio, natación, preparar valijas porque hacemos una escapada el finde largo; “invitá una amiga, así estás acompañada”; “necesitás levantar nota, mejor llamamos a una profesora particular”; “andá tranquilo que yo te llevo y papá te busca”... Así, interminablemente los días se sucedían, la inversión cotidiana continuaba sin tregua.

Yo me sentía grande y plena, conduciendo niños por la vida. La familia convocaba mi fuerza cotidiana, indeclinable. Era la conductora y mi rol diario no admitía renuncias, flaquezas ni debilidades.

Por la vida y con paraguas

—La bebé tiene cuatro abuelos y cuatro bisabuelos –Me contaba una madre orgullosa de su linaje– ¡todos vivitos y coleando!

—Qué afortunada es, tiene triple paraguas –contesté de inmediato. Y al rato me estaba preguntando qué había querido decir.

Cuando una mujer tiene su primer hijo, ella se hace madre y su madre se hace abuela. Y serán dos generaciones por encima del recién nacido que se desvelan por su cuidado. Ese bebé tiene dos paraguas generacionales que lo cubren de las inclemencias, ese bebé tiene por arriba doble garantía de protección.

Pasado, presente y futuro se pasean orondos sin saber que están desplegando su “plenitud generacional”. Cuando conviven con suerte tres generaciones, nos sentimos plenas sin saber bien por qué. Es que sentirnos guarecidas, protegidas, es habitar el paraíso... tengo esta foto dentro mío: yo dando de mamar a Micaela, mi primera hija y mi mamá dándome una cucharada de yogur en la boca.

Andamos plenas y no lo sabemos del todo; nos guarece un paraguas y no somos del todo conscientes de él. Habitamos el paraíso y lo ignoramos. Al menos, mientras transitamos por él. Por eso también escribo, para que esa luminosidad velada se perciba en toda su magnitud, en su debido momento. Es la plenitud generacional. De la cual somos plenamente conscientes recién cuando la perdemos, entonces, solo cuando la vida nos obliga a dar vuelta la hoja, miramos hacia atrás y vemos lo que pasó, todo lo que ya pasó. Y solas en la penumbra de un domingo que necesitamos transitar en camisón y pantuflas, el azar de nuestros pasos nos conduce hacia esos estantes donde se apilan los recuerdos. Son imágenes de cumpleaños, ¡todos tan jóvenes, con la alegría impresa en la cara, aplaudiendo la vida! Son recuerdos de vacaciones, de aquella en la que el más chiquito aprendió a caminar, cuando las más grandes disfrutaban ya con confianza de los baños de mar con olas... Son las fotos con mi mamá y mi papá, los abuelos, donde todos estábamos presentes, vivos, juntos, saboreando esa pincelada de vida. Entonces, en medio del silencio, las lágrimas corren sin que uno se lo proponga, simplemente caen al compás del tiempo que, como un marcapasos infalible, nos dicta su ritmo. Y es allí, vestidas de entrecasa, en un desván, rodeada de álbumes y fotos desparramadas por el piso, allí, recién allí, hechas una con la vida, cuando entendemos su verdadero sentido.

Anduvimos plenas, con paraguas. Y no lo supimos.

Tomando distancia para ver mejor. Los miércoles es nuestro día de reunión y la Villa Victoria Ocampo de Mar del Plata, nuestro lugar. Las madres decimos presente y el grupo de mujeres hermanadas por la maternidad se acomoda en círculo fraterno para compartir intensamente este paréntesis semanal. (Este tema se trata en detalle en el capítulo 5).

Desde allí espiamos nuestro frenético quehacer diario, tomamos distancia, nos despegamos de la inmediatez del día a día para ganar distancia y ver mejor. Abandonamos la visión microscópica y con telescopio en mano tomamos conciencia del trayecto de vida que estamos transitando.

Una y otra vez nos decimos: “Estamos construyendo infancia”. Esto que hacemos cada día es crear, tramo a tramo, la infancia de nuestros hijos. Aquello que podía parecer intrascendente, cambiar pañales o levantar juguetes del piso, cobra entonces otra dimensión. La leche caliente de cada mañana, el camino recorrido al colegio, el olor a sopa, la torta recién salida del horno, los sonidos amorosos o agresivos, el aire que se respira tenso o distendido, todo queda archivado, cada gesto y cada palabra decantan en historia de vida, en infancia.

El mero hecho terrenal cobra alas y se eleva porque comprendemos que esas acciones simples y cotidianas van constituyendo mundos internos, recuerdos, identidades, vínculos humanos, las madres vamos urdiendo un ADN emocional dentro de cada hijo, un gen que actúa fuera de la célula, pero tan determinante para su futuro como la doble hélice que nos guía desde dentro.

Hacer y ser historia para nuestros hijos nos devuelve una dimensión trascendente que nos regala plenitud, porque sabemos que la adultez es, en gran medida, un eco de la infancia.

Entonces me pregunté qué era la plenitud. Ese estado que, sin saber bien por qué, no lo reconocemos mientras lo vivimos. ¿Será porque se viste de exigencia cotidiana o tal vez simplemente porque se nos hace difícil tomar conciencia del presente…? Ahora sé que la plenitud era contar con las máximas fuerzas al servicio del máximo amor, todo en su decibel más alto.

Es la fuerza de la juventud, el clímax de la energía al servicio del proyecto vital, al servicio de los hijos. Es disponer de todas las fuerzas para amarlos, sostenerlos y verlos crecer.

La guardo dentro mío como la etapa del derroche vital, una superabundancia emocional, existencial. Bendito sea cuando contamos con las fuerzas para convocar a todos, ¡familia, amigos, colegas! Fuerza para trabajar y producir, fuerza suficiente para derramarse en otros, para abarcar cada vez más, queriendo casi con desesperación que nadie quede afuera, que el círculo del amor tenga un diámetro elástico y dúctil, que se expanda como las mesas redondas donde siempre cabe uno más. Esa era la plenitud.

¡Cuán necesario detenernos para poder reconocerla y disfrutarla mientras la estamos viviendo!

Conceptos

¿Qué conceptos respaldan la sensación de plenitud?

1– Sentirte fuerte

Sin duda durante nuestra juventud una “fuerza biológica” enorme nos hace entrega de toda la energía necesaria para la formación de la familia y la crianza de los hijos. Agradecemos la salud y la vitalidad de esos días porque fueron la savia necesaria para llevar a cabo nuestro “árbol de la vida” (función materna y paterna). Sencillamente hemos contado con las fuerzas necesarias para encarar una agenda completa: hijos, familia, trabajo, amigos, colegas, etc. Rescato un párrafo extraído de Etimología. Origen de la Palabra.

“Durante la infancia y juventud el ser humano atraviesa un período de aprendizaje y socialización. En la etapa final el individuo experimenta un cierto declive físico e intelectual.

Entre una y otra etapa se encuentra el periodo de madurez. Es en este período vital cuando se logra la plenitud, ya que se han superado las limitaciones propias de la niñez y todavía no han aparecido las limitaciones de la ancianidad”.

2–Sentirte íntegra

Somos una suma de facetas que conforman una identidad. Cada faceta se satisface en un vínculo o ámbito distinto. Ser madre se colma con hijos, ser mujer sexuada se colma con una pareja, ser trabajadora se colma en un producto o servicio volcado a la sociedad con la retribución correspondiente, etc. Ninguna faceta se superpone porque cada una es responsable de una sensación de dicha y goce distinto. Cuando podemos ejercerlas nos sentimos “íntegras”, plenas y felices(lleva implícito el desafío de poder vivir la maternidad como una suma de capacidades y no como una resta).

3 – Sentir “cohesión familiar”

Disfrutar la familia extendida es sinónimo de plenitud. ¡Qué falta nos hace sentirnos respaldados por una trama que vamos tejiendo entre todos en cada encuentro familiar! (la famosa “fideada” de los domingos). Cualquier forma que tome el encuentro será siempre alimento necesario para sentirnos unidos y acompañados.

Cito un ejemplo marplatense: la familia nos había visitado en Mar del Plata durante un fin de semana largo. Cuando llegaba el atardecer del domingo la familia diseñaba su regreso a Buenos Aires y comenzaban los movimientos de bolsos y valijas. Entonces Guni, nuestro hijo menor, tomaba posición en la puerta como un vigía en estado de alerta haciendo la misma pregunta a cada uno que atravesaba el umbral: “¿vos también te vas?”, con un tono entre triste y angustiado que lograba conmovernos a todos. La cohesión familiar de ese fin de semana largo nos otorgaba felicidad y la dispersión de la despedida señalaba el final, causándonos tristeza. Guni hablaba por todos. La cohesión familiar nos otorga plenitud y el movimiento contrario, la dispersión, hiere nuestra plenitud. Los niños son sumamente sensibles a estos estados emocionales y sienten que cuando se produce la dispersión familiar hay una plenitud que queda herida.

4– Sentir “trascendencia”

Los hijos sintetizan simultáneamente inmediatez terrenal y proyección trascendente. Porque dado su desvalimiento, centramos en ellos nuestros máximos esfuerzos, sosteniendo cada paso evolutivo. Por lo tanto, son dadores naturales de sentido de vida en la más concreta cotidianeidad. Pero a la vez sabemos que serán habitantes de un futuro que ya no habitaremos, otorgándonos una proyección existencial más allá de nuestra muerte. Como decía el poeta: “nos permiten espiar la eternidad”. Esta combinación de tarea terrenal y simultáneamente proyección futura nos regala Trascendencia.

5– Sentir “completitud generacional”

Es cuando andamos por la vida con paraguas. Tenemos otra generación por arriba de nuestras cabezas que como una jupa (*) protectora nos cubre de las inclemencias. Si hay abuelos, conviven tres generaciones y se saborea esta completitud generacional.Si además hay bisabuelos será una bendición ¡porque convivirán cuatro generaciones! Esa familia cuenta con un derroche de paraguas que hijos, nietos y bisnietos agradecerán inmensamente. Y así se enhebra pasado, presente y futuro o “conciencia del paso del tiempo”, concepto vital para ser disfrutado en su momento y no recién tomar concienciacuando perdemos el paraguas... y quedamos a la intemperie, inundados de nostalgia.

(*) Jupa o palio nupcial es una tela sostenida sobre cuatro pilares que cubre a la pareja durante la celebración de una boda judía. Es símbolo de protección.

6–Poder recurrir a “la visión telescópica de la familia”

Sin duda el día a día de una familia es un caldo de cultivo perfecto para andar aferrados al microscopio, es la versión inmediata, esa mirada corta que choca con la pared de enfrente, rebota e insiste: “ya te manchaste con salsa la remera recién lavada, dejaste la gaseosa abierta y sabes que así pierde el gas, limpias la cocina, pero la mesada quedó sucia, si dejas las zapatillas tiradas yo las tengo que levantar, hay que firmar el cuaderno de comunicaciones, hay que comprar algo para el picnic de la primavera”, etc. etc. ¡y la lista puede continuar hasta el infinito! Es la visión microscópica de la familia, sin dudas necesaria, pero si es la única mirada nos asegura un camino directo a las llamas del infierno. En algún momento urge abandonar el microscopio y subirnos a un dron que nos regale una visión de nuestro cotidiano a gran aumento. Y entonces nos descubriremos como adultos sanos y laboriosos cuidando de pequeñas vidas que crecen protegidas gracias a nuestro indeclinable empeño, nos descubriremos como “constructores de infancia y adolescencia”, ese lugar donde siempre volverán nuestros hijos en busca de fuerzas y consuelo. ¡Y nosotros queremos representar ese lugar! Estaremos así abrazando la versión telescópica de la familia y sentiremos nuevamente una serena plenitud por comprender que nuestra barca navega hacia buen puerto. Porque la versión telescópica de la familia es otorgadora de plenitud(ver en capítulo 3 los conceptos de “orden superior “y “ojo observador”).

7– Sentir armonía

Comenzar a formar una familia es como armar un rompecabezas desconocido, no sabemos cómo encajar cada nueva pieza. ¡Y son tantas! El tiempo compartido con los hijos, en pareja, en familia, con amigos, el trabajo, los proyectos personales, los espacios propios, horarios, colegios, fines de semana, vacaciones, cada pieza necesita ser pensada para que encaje en su lugar. La clave para tanta novedad será el equilibrio entre todos los factores que conviven en una familia, la dosis adecuada de cada uno. Cuando, por el contrario, tenemos sobredosis de algún elemento, el desequilibrio y la desarmonía dirán presentes y nos impondrán climas de tensión y estrés. Creo que, en la actualidad, en nuestra cultura, cada uno debe desafiar al factor tiempo porque es rector; ¡nunca sobra y siempre falta! Nos tironea exigiéndonos hacer cada vez más en menos, nos priva de contemplar y disfrutar cada momento y encuentro.

Cuando logramos dosificar y equilibrar cada elemento, nuestra casa se viste de armonía, se respira un aire fresco y sentimos que “tocamos el cielo con las manos”. Porque la sensación de armonía es otorgadora de plenitud.

A esta altura puedo asegurar que el sentimiento de plenitud (del latín plenus, que significa completo) existe sin ingenuidad, sino respaldado y sustentado por estos conceptos. Tenerlos presentes en mi vida ha sido y es condición necesaria para sentirme plena.

Fortaleza / Integridad / Cohesión Familiar / Trascendencia / Completitud Generacional / Visión telescópica de la familia / Armonía.

Confío plenamente en que ustedes podrán sumar más conceptos enriquecedores al sentimiento de plenitud.

Capítulo 2

¿De dónde sacar las fuerzas?

“Amarás a tu prójimo como a ti mismo”

Mateo 22:39

La más afable melodía. Una mañana, la Madre Teresa ve salir a una hermana de su congregación para realizar sus tareas de servicio. Y como la nota con expresión amargada y gesto serio, se acerca a ella y le dice:

—Hermana, primero recupere la alegría y recién luego vaya a hacer su tarea.

Cito esta anécdota porque me resulta más que clara para lo que deseo transmitir:

No podemos dar nada bueno si no estamos bien nosotras.

“Amarás a tu prójimo como a ti mismo”.

Hay una reciprocidad dialéctica en el gran mandamiento; no puedo amar al otro si no me amo, y no me amo a mí mismo si no puedo amar al prójimo.

Siempre sentí que era como un instrumento que debía mantenerme bien afinado, porque cuando “sonaba” mal solo aportaba acordes disonantes y alterados, nada bueno para los míos.

La afinación es sensible, precisa y sutil, se pierde de un momento a otro. El músico lo sabe y por ello se sienta sereno y ajusta su instrumento hasta recuperar el sonido perfecto.

Me gusta andar por la vida “afinada” y aguzar mi sensibilidad para descubrir cuándo mis cuerdas dejan de componer una melodía armónica. Me gusta poder ser mi propio músico, tocar las cuerdas hasta que el sonido recupere su más afable melodía.

“Entonces, ¿qué me desafina?”. Tal fue la pregunta que me surgió de inmediato, siguiendo con la metáfora de la música. Y así fui comprobando que el cansancio hace estragos en mí y provoca mis peores rendimientos. Y me di cuenta que a todas nos pasaba lo mismo, que al ser madres vivimos cansadas; es más, descubrimos una nueva forma de cansancio, que nace de variables bastante sorpresivas y desconcertantes.

Sin duda, la falta de tiempo es una. Parece que, de pronto, el tiempo propio desaparece. Incluso nos preguntamos sorprendidas: “¿Qué hacía yo antes, cuando el tiempo me sobraba?”. Ahora, en cambio, nos escuchamos decir casi a diario: “¡No puedo siquiera ir al baño tranquila!”. Esta frase solo es pasible de ser comprendida por otra madre, pues lo que parece ser una exageración es literalmente cierto.

Una vez le expliqué a un marido y padre porqué su mujer estaba tan cansada. Él me había manifestado que sus dos hijos estaban espléndidos, siempre muy felices y tranquilos, pero su mujer estaba demasiado cansada. El matrimonio ya tenía dos hijos y ella estaba embarazada de un tercero.

Le hablé a ese padre de la función cóncava, es decir, de la capacidad de una mamá para recibir las cacas malolientes de su bebé y devolver colas limpias y perfumadas. Le expliqué también cómo esa misma mamá recibe “cacas emocionales” (rabietas, berrinches o múltiples ansiedades) y lejos de responder “con la misma moneda”, las transforma en calma, paz y buen humor.

Y cuando esto sucede, el hijo va absorbiendo un sistema que lo contiene, entiende que nada de lo que le pasa es grave, sino que, por el contrario, todo tiene arreglo, solución, brazos que lo sostienen incondicionalmente. Percibe que alguien, del otro lado de su mundo, que se desliza hacia el caos, puede recibir sus lágrimas, penas, dolores y hasta agresiones. “Este sistema cóncavo se va metiendo dentro de la cabeza de tus hijos –puntualicé–. Va forjando nada menos que su salud mental. Este intercambio, esta interacción, ocurre incontables veces por día: porque el bebé se enojó y ahora, en vez de chupar la teta, mira a su mamá y llora; porque al más grande se le cayó el helado y se manchó su pintorcito; o salió triste del jardín porque su amigo no jugó con él; o se puso celoso porque una señora ponderó más al bebé que a él; etc., etc., etc. ¿Y sabes una cosa? Tu mujer responde a todas y cada una de las infinitas vicisitudes diarias, porque las madres somos como un sistema depurador de impurezas. Por eso tus hijos están felices y tranquilos. Y por eso ella está muy cansada”.

El grito seco y alterado. Aquel señor quedó muy sorprendido, y yo me quedé pensando una vez más que la función cóncava constante... ¡agota! A algún lado van a parar las cacas físicas y psíquicas de nuestros queridos hijos, van a un sistema materno que los recibe y los transforma de elementos desechables a ternuras tibias, puras como nuestra leche. Este es un trabajo enorme que nos sale naturalmente, porque está inscripto en nuestra columna vertebral, sellado en cada célula. Porque, sencillamente, ha forjado a la Humanidad.

Con hijos pequeños nuestra “función cóncava” esta exigida al 100 %, debemos saberlo. En esos años de constantes requerimientos, yo sentía que todo el tiempo daba, sin pausa. Satisfacía las necesidades de los otros; resolvía infinitos temas, desde la cortina que se quedó trabada hasta el pago del colegio, pasando por la compra del nuevo libro de inglés o el arreglo del motor del lavarropas... Y entonces me dije: “soy un surtidor, soy una madre–surtidor y esta es una etapa–surtidor”. Y de inmediato advertí estar corriendo un gravísimo peligro: el de vaciarme, secarme, diluirme en el acto de dar, sencillamente porque el destino de todo surtidor es vaciarse...

Nos “desafinamos”, nos vaciamos y nos convertimos en grito seco y alterado. El fuego sagrado abandona el hogar, lo transforma en materia seca, en una casa de cuatro paredes y un techo, incapaces de dar amor. Esta situación desgraciada no podía ser “lo habitual”.

¿Cuál es el desafío? Si el cansancio, la falta de tiempo, la exigencia cóncava y los ciento y un frentes que la vida hogareña nos presenta componen un cotidiano súper demandante, el desafío será mantener un equilibrio entre “lo que doy” y “lo que me doy”, entre el tiempo hacia los otros y el tiempo hacia mí. El desafío es el equilibrio, la proporción justa entre dos variables, esa ecuanimidad, ese balance que los humanos perseguimos con devoción para que el instrumento no desafine, el surtidor no se vacíe, la amargura y el mal humor no destiñan nuestra tarea. Sabemos que cuando lo perdemos caemos en el remolino de la desmesura y la inquietud.

El arte del equilibrio. Hace un tiempo vi cómo una artista armaba una estructura de ramas, sosteniéndola solamente a través de su extraordinario equilibrio. La estructura crecía y ella, con una delicadeza extrema, colocaba cada vez una rama más. El armazón ya cobraba movimiento, se complejizaba y finalmente, para nuestro asombro, culminaba con una última rama, un eje vertical sobre el cual ondeaba toda su obra.

Totalmente eclipsados, los asistentes contuvimos la respiración; no hubo un movimiento, una voz que pudiera perturbar su arte. Éramos su silencio acompañante.

Por fin, por obra de un único movimiento brusco, la estructura cayó, y un montón de ramas sueltas quedaron dispersas en el suelo.

Terminado el hechizo, nosotros, meros espectadores, recuperamos el aliento.

Recuerdo que me inspiró mucho verla: ¡tantas cosas me contó su mundo en equilibrio!

La estructura de ramas devino, para mí, en familia. Una vez más tomé conciencia de cuánta delicadeza se necesitaba para colocar cada “rama” en su lugar; cuánta mesura de movimiento, cuánta sutileza requería cada instante del armado. Y yo fui el nido. La rama vertical que sustentaba la estructura devino en hombre, en tronco de árbol, en pilar que orgulloso mostraba su firmeza para dar sostén. Los dos se complementaban: tronco y nido para cincelar la vida.

También vi cómo un solo gesto de brusquedad y torpeza bastaban para provocar el derrumbe inmediato.

Como la estructura de ramas, la familia es de una belleza tal que no tolera lo brusco, lo torpe, lo intempestivo.

Entre lágrimas vi, tan claramente, una vez más, que la familia convocaba mis más sutiles y delicados gestos, para devenir en belleza.

¿Cómo llenamos el surtidor vaciado? Si sabemos chequear y estar en contacto con nuestros estados anímicos, detectarlos, veremos cómo varían a lo largo del día. Incluso será genial poder adelantarnos, saber cuándo ya nuestro equilibrio se va a ir perdiendo si no “me doy a mí misma” una pausa reparadora.

A veces era simplemente detenerme cinco minutos en la terraza del piso doce, que separaba el consultorio de casa, con la mirada perdida en el horizonte de mar y cielo (en Mar del Plata, donde vivimos 18 años). Cinco minutos bastaban para pasar de un ámbito a otro, de la exigencia profesional a la exigencia familiar, de la atención plena a los pacientes a la atención plena a la casa y los hijos, que, recién llegados del colegio, me requerían una vez más, cóncava, mullida, y ¡en un cien por ciento disponible para los tres!

A veces, yo decidía que era mejor parar diez minutos en un café antes de llegar a casa, tomarme una lágrima caliente y espumosa, lo que incluía tres cosas muy importantes: estar sentada, ser atendida por un mozo atento que me servía de muy buen modo, hojear una revista cualquiera, esas que te transportan en modo directo y sin escalas a un mundo de fantasía que es de lo más indicado para ese momento de hiperrealismo.

O varias veces al día, optaba por “hacer mi service”, como ya todos saben que lo llamo. Voy al baño, me lavo cara y dientes, me recojo el pelo con un broche, me paso un cepillito mojado por las cejas. Luego, un lápiz negro por el borde de los ojos y un brillito en los labios. Es increíble el efecto reconfortante que tiene eso para mí. Siento que ya estoy lista para la próxima, demandante, escena que la vida me presente.

Diseñar nuestro propio equilibrio. Recuerdo el relato de una cajera de supermercado que me contaba lo siguiente: “Para mí, los jueves a la tarde son sagrados, porque voy a clase de danza árabe. Ese es mi espacio. ¡Lo espero toda la semana! Y si llego a faltar, se me desequilibra todo”.

Esta madre de dos hijos, esposa y empleada, que diseñó su espacio propio, lo defendía a capa y espada, porque sabía que él era la fuente de donde bebía su equilibrio. Y de eso se trata.

¡Pausas reparadoras, paréntesis oxigenantes, pequeños rituales que alimentan el surtidor, que afinan las cuerdas y nos devuelven nuestra inigualable capacidad cóncava!

Cada una de nosotras es responsable del diseño de su equilibrio, de crear su pausa; es responsable de la forma que cobre su “espacio propio”. Y cuando logramos definirlo nos sentimos imbatibles, porque conocemos nuestra interioridad, sabemos cuándo nos vamos deslizando de nuestra oferta cóncava hacia un muro de cemento convexo. Entones reaccionamos, nos detenemos, “nos miramos” un rato, el suficiente para volver al ruedo con las energías renovadas.