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Susan Andersen

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Beschreibung

El agente Jason de Sanges, un hombre alto y moreno, despertaba todo tipo de fantasías en Poppy Calloway. Sin embargo, todas sus fantasías se fueron al traste cuando ella sugirió que los tres adolescentes grafiteros a los que habían atrapado manchando las paredes de un barrio de Seattle prestaran un servicio a la comunidad. El agente se negó diciendo que lo único que él quería era verlos pagar por lo que habían hecho. Debido a que los hombres de su familia habían estado entrando y saliendo continuamente de prisión, Jason había crecido en hogares de acogida. Sabía lo que le pasaba a uno cuando cruzaba la frontera de la ley. Y también podía imaginar lo que le ocurriría si no era capaz de controlar su deseo por la sexy e irresistible Poppy, una mujer que le desafiaba en todos los sentidos...

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A. Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid

© 2009 Susan Andersen. Todos los derechos reservados. SIN NORMAS, Nº 269 - marzo 2011 Título original: Bending the Rules Publicada originalmente por HQN™ Books

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV. Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia. ® Harlequin, logotipo Harlequin y Mira son marcas registradas por Harlequin Books S.A. ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-671-9838-6 Editor responsable: Luis Pugni

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Prólogo

Querido diario:

Jamás entenderé por qué la gente pinta las paredes de sus casas de blanco. Si por mí fuera, colorearía el mundo entero.

13 de junio de 1992

—¿Pero en qué demonios estás pensando?

Aferrándose a la escalera desde la que estaba pintando, Poppy Calloway, una adolescente de trece años, se volvió hacia la amiga que acababa de hacerle esa pregunta. Apenas se la veía, enfundada en una bata de pintor. Del pasador con el que pretendía apartar el pelo de su rostro, escapaban algunos mechones de su melena lisa y castaña. Jane miraba a Poppy desde la pared oeste, donde ella había estado pintando laboriosamente los parteluces de las ventanas. A través de los cristales se veía que la bahía estaba cubierta de nubes de lluvia. Sin embargo, un cielo azul celeste enmarcaba la Space Needle, la famosa torre de Seattle.

—Está perfecto, Jane —la alabó Poppy, admirando el contraste del color crema de la madera con el verde de las paredes—. Pintar los marcos es lo más difícil —resopló para apartar un rizo de sus ojos y le brindó a su amiga una sonrisa radiante—. Por eso te dejo a ti ese trabajo.

Al serio rostro de Jane asomó una sonrisa irónica.

—¿Así que yo soy la tonta de la Hermandad?

—Qué va. Pero sabía que tú harías bien este trabajo —se volvió hacia su otra amiga, Ava. La adolescente pelirroja estaba comiendo una barrita de chocolate al tiempo que bailaba al ritmo del Smells Like Tenn Spirit de Nirvana, que sonaba en el radiocasete que se habían llevado a la mansión de la señorita Agnes—. ¿Piensas echarnos una mano en algún momento? —la urgió Poppy.

Ava miró a Poppy desde el otro extremo de la habitación sin dejar de mover en ningún momento sus generosas caderas y los brazos.

—Un momento. Ahora mismo estoy en comunión con Kurt Cobain.

—Has estado comunicándote con él desde que te compraste la cinta de Nevermind ¿hace cuánto? ¿Seis meses? Puedes continuar estando en comunión con un rodillo en la mano.

—Lo siento, Poppy, ya sabes que no se me dan bien los trabajos físicos.

—¡Vaya! —observó los fluidos movimientos de Ava—. ¿Y no eras tú la única que bailaba lo suficientemente bien como para aparecer en un vídeo de la MTV?

Ava sonrió encantada, haciendo aparecer dos hoyuelos en sus mejillas. Pero casi inmediatamente hizo un sonido burlón.

—Sí, claro. Como si alguna vez fueran a sacar un trasero como el mío en uno de esos vídeos. Esos vídeos son para chicas escuálidas, como Jane y como tú.

—Bueno, si dejaras esa barra de chocolate y agarraras una brocha, a lo mejor gastabas unas cuantas calorías.

—Poppy... —la amonestó Jane.

Poppy se limitó a encogerse de hombros y se concentró de nuevo en su trabajo, sintiéndose culpable e impaciente al mismo tiempo. Sabía lo que era importante, pero a veces no le resultaba fácil mostrar la compasión que debía. Para Ava, su peso era una constante fuente de infelicidad, pero jamás hacía nada para remediarlo.

Aun así, se sentía mal después de aquella contestación. Por el rabillo del ojo, advirtió que Ava se acercaba de mala gana hacia una de las bandejas y se agachaba para llenarla de pintura.

—Pintar sirve para quemar calorías —musitó mientras comenzaba a pasar el rodillo por la parte más baja de la pared, allí donde Poppy no llegaba.

—Eso es cierto. No sólo sirve para pintar paredes —aun así, apreciaba la actitud de Ava y decidió tenderle la primera rama de olivo que se le ocurrió—. Esa Courtney Love no es la mujer adecuada para Cobain.

—Lo sé.

Ava se frotó la mejilla en el hombro, intentando apartar el mechón de pelo que se había pegado contra la comisura de sus labios. Los hoyuelos volvieron a aparecer en sus redondas mejillas cuando alzó la mirada hacia Poppy.

—Creo que está intentando matar el tiempo con ella hasta que yo sea lo suficientemente adulta como para casarme con él —sacudió la cabeza—. Los hombres necesitan sexo, ¿sabes?

—Sí, estoy segura de que ésa es la única razón por la que está con ella.

—Sin lugar a dudas —se mostró de acuerdo Jane.

—Pero también estoy segura de que puedes tener a Cobain cuando quieras —añadió Poppy—. Yo, mientras tanto, continuaré esperando a mi jeque.

Ava y Jane aullaron divertidas; aquél era el hombre de ensueño que habían inventado el verano anterior, durante una acampada en el jardín. Pero Poppy tuvo que disimular un escalofrío. Porque aquel hombre moreno, alto y de dedos delgados que habían sido capaces de recrear con la imaginación, continuaba siendo para ella un sueño que guardaba en secreto. Los chicos normales que se encontraba en la vida real le resultaban demasiado aburridos.

—Eh, chicas, ¿no queréis tomaros un descanso?

Al oír la voz inconfundible de Agnes Bell Wolcott, las tres se volvieron hacia la puerta. Allí estaba ella, perfectamente arreglada, desde el pelo, blanco como la nieve y exquisitamente peinado, hasta los pies, calzados con los zapatos más caros del mercado. Habían conocido a la señorita Wolcott en un evento celebrado en casa de Ava dos años atrás. Poco después, la dama les había invitado a tomar el té en la tristemente famosa mansión Wolcott para agradecerles el que hubieran dedicado su tiempo a una anciana excéntrica, conocida en ciertos círculos sociales por sus viajes, su precioso guardarropa y sus exquisitas colecciones. Durante aquel primer encuentro, Agnes les había regalado un diario a cada una. Había sido entonces cuando las tres amigas habían empezado a referirse a sí mismas como la Hermandad, después de que la señorita Wolcott comentara que la relación que tenían entre ellas le recordaba a ese tipo de asociaciones. Desde entonces iban a tomar el té a la mansión una vez al mes y a menudo se dejaban caer por allí, ya fuera a solas o en grupo, para hablar con ella.

Cuando Poppy tenía a la señorita Wolcott para ella sola, la conversación solía girar alrededor de temas filantrópicos. El entusiasmo de aquella dama por «devolver lo recibido», había dejado una gran huella en Poppy. Aquella mujer tenía algo que le hacía detenerse a considerar cuestiones en las que jamás había pensado y a Poppy no le sorprendería estar sonriendo en aquel momento con el mismo gesto embobado que veía en los rostros de sus amigas. Intentando arreglarlo, consciente como era de su propia dignidad, dijo con firmeza:

—Si quiere entrar, tendrá que ponerse una bata —señaló hacia las batas que su padre les había proporcionado—. Si se mancha ese traje, no quiero ser yo la responsable.

—Y yo no quiero destrozar las hermosas líneas de mi Chanel con una bata de laboratorio salpicada de pintura —respondió la señorita Wolcott.

Retrocedió un paso, manteniéndose a salvo de la pintura, pero sin desaparecer de su línea de visión.

Poppy sonrió de oreja a oreja ante el tono severo de la anciana. Una de las cosas que más le gustaban de la señorita Wolcott era que nunca insultaba a su inteligencia conteniendo su capacidad de respuesta.

—Hay una fuente de galletas de avena con chocolate y pasas en el aparador del cuarto de estar — anunció—. Mi madre me dijo que como sin duda alguna había estado presionando hasta el hartazgo para conseguir que nos dejara pintar esta habitación, lo menos que podía hacer era ofrecer un poco de azúcar para endulzar el trato.

—Qué amable por su parte. Es evidente que te conoce bien —el último comentario fue dicho con firmeza, pero, al mismo tiempo, con una cariñosa sonrisa—. Le diré a Evelyn que las sirva. Y hablando de galletas, ¿queréis hacer un descanso o preferís terminar antes la pared?

Estudió la pared ya terminada, pintada de un color verde claro, y asintió con gesto de aprobación.

—Un color divino, por cierto. Con las cortinas quedará fabuloso. Tienes un ojo estupendo para ese tipo de cosas, ¿no es cierto?

—Es la mejor —se mostró de acuerdo Ava—. Y si no le importa, señorita Wolcott, creo que terminaremos antes la pared.

Poppy, que estaba ya bajando de la escalera, alargó el pie para darle una patada cariñosa a su amiga. Sabía lo mucho que le gustaban a Ava los almuerzos de la señorita Wolcott, y también que estaba sacrificando la inmediata satisfacción de sentarse a disfrutar de uno de ellos. Miró hacia la anciana.

—Si no le parece mal, no tardaremos más de diez o quince minutos.

—Cariño, me estáis dejando unas paredes preciosas a cambio de nada. Tomaos todo el tiempo que necesitéis. Iré a decírselo a Evelyn.

Desapareció entonces por el pasillo y Poppy retomó su trabajo con renovada energía. Sabía que la anciana le estaba haciendo un gran favor al permitirle pintar aquella habitación, cuando podría permitirse el lujo de hacérsela pintar una vez al mes por profesionales si quisiera. Pero ésa era precisamente la cuestión. Agnes no quería tomarse tantas molestias: a ella le importaba la belleza de sus colecciones, no la de las habitaciones en las que se encontraban.

Aun así, Poppy no pudo reprimir la sonrisa de satisfacción que asomó a sus labios.

—Voy a convencerla de que después me deje pintar la sala de al lado.

—Pues te deseo suerte —replicó Jane, que estaba en aquel momento agachada, pintando el rodapié. Se levantó y estiró la espalda—. Allí es donde guarda la señorita Wolcott la mayor parte de sus colecciones. Sólo sacarlas ya va a ser una tarea agotadora.

—Aun así, pienso hacerlo. La convenceré, espera y verás. Tardaré dos días en conseguirlo como mucho. Y cuando lo haga —sonrió con aire soñador—, la pintaremos de un precioso amarillo cremoso.

Jane y Ava intercambiaron una mirada.

—«La pintaremos» —repitió Jane—. Menuda suerte.

—Sí —se sumó Ava—, esto de la Hermandad también tiene su lado malo.

Pero las dos amigas volvieron a agarrar brocha y rodillo y continuaron trabajando.

1

De todos los lugares que podía haber en Seattle, ¿cómo era posible que hubiera tenido que coincidir con aquel hombre precisamente allí?

¿Qué demonios estaba haciendo allí aquel policía?

Poppy se esforzaba en continuar la conversación con el encargado de una ferretería, pero el buen hombre le estaba dando vueltas y más vueltas a lo mismo y tras ver llegar al policía que se abría paso entre aquel grupo de comerciantes como si fuera el propietario del negocio, le resultaba difícil prestarle atención. Su mirada se empeñaba en seguir al recién llegado. Aquél era De Sanges, ¿no?

Reprimió el sonido burlón que pretendía salir de su garganta. Por favor, se dijo a sí misma, sí, aquél era el último lugar en el que esperaba encontrárselo, pero no podía ser otro.

Y teniendo en cuenta cómo había sido su último y único encuentro, no tenía por qué avergonzarse de no querer admitirlo.

Pero la verdad era que le había bastado con verle para reconocer aquel cuerpo alto y musculoso al que sólo había visto en otra ocasión. También había tomado buena cuenta de su prominente nariz, los pómulos marcados y el pelo negro y brillante como el azabache. Y le resultaban completamente familiares aquellos dedos largos y la piel aceitunada, que, estaba segura, se debía más a motivos genéticos que a una continuada exposición al sol.

Y... Dios Santo.

También recordaba aquellos ojos negros y fríos como el hielo. Unos ojos que había visto convertirse en fuego durante unos instantes de locura en el salón de la señorita Wolcott, mientras permanecían frente a frente durante el otoño anterior.

Puso freno inmediatamente a aquellos pensamientos. «Ni se te ocurra seguir por ahí», se regañó. Muy bien, así que aquél era el agente Jeque, como Jane insistía en llamarle. No era para tanto. Pero la verdad era que sentía el rostro encendido y la boca seca, y tuvo que hacer un enorme esfuerzo para no recordar a Ava diciendo que, por un momento, había pensado que Poppy y De Sanges, un hombre al que ninguna de ellas conocía hasta entonces, iban a iniciar un tórrido y apasionado encuentro en medio del salón.

Pero su amiga tenía razón. Poppy jamás había experimentado nada tan visceral como lo que había sentido meses atrás con aquel policía mal encarado.

—Parece que ya está aquí todo el mundo —dijo el presidente de la Asociación de Comerciantes, Garret Jonson, por encima del murmullo de las conversaciones que flotaban en la sala de reuniones—. Tomemos asiento y comencemos la reunión.

Exhalando un suspiro de alivio por la interrupción de aquel recuerdo en particular, Poppy observó a De Sanges por el rabillo del ojo y le vio ocupar una de las sillas que había alrededor de aquella mesa rectangular. Ella se dirigió hacia el otro extremo. Le habría gustado sentarse en el mismo lado de la mesa, para no tener que verle durante toda la reunión. Pero Penny, propietaria de una pastelería, ocupó la última silla que quedaba en el lado del policía. Poppy se sentó enfrente de ella e intercambiaron algunas palabras hasta que el presidente tocó con los nudillos en la mesa para iniciar la reunión.

—Muy bien, como todo el mundo sabe —dijo Garret en el instante en el que cesaron las conversaciones—, estamos aquí para decidir qué vamos a hacer con los tres chicos a los que descubrimos pintando. Pero antes me gustaría presentarles al agente Jason De Sanges, del Departamento de Policía de Seattle. Forma parte de las fuerzas dedicadas a la reducción de robos en nuestro municipio y ha tenido la amabilidad de reunirse con nosotros. Agente —se volvió hacia el policía y Poppy—. Permítame presentarle a nuestro equipo, bastante variopinto por cierto.

Fue haciendo las presentaciones de las personas que se hallaban sentadas alrededor de la mesa y cuando llegó a Poppy, aclaró:

—Ésta es Poppy Calloway, en realidad no es comerciante, pero está presente en tantas de nuestras juntas y comidas, que la consideramos un miembro de honor de la asociación.

Era una broma habitual en la asociación, puesto que era Poppy la que diseñaba las cartas y los letreros para anunciar los platos del día para algunos de los restauradores que estaban allí reunidos.

De Sanges asintió y la miró durante un largo segundo con aquellos ojos oscuros e inflexibles.

—La señorita Calloway y yo ya nos conocemos.

Todo el mundo se volvió entonces hacia ella. Poppy casi podía palpar la curiosidad y las especulaciones que aquel comentario despertó.

—No me miréis como si fuera la sospechosa de alguno de sus casos —replicó secamente—. Todo el mundo está enterado del robo que se produjo en la mansión Wolcott hace varios meses. El agente De Sanges fue a hacer el informe correspondiente cuando mostramos nuestro descontento con la labor realizada por el primer policía que nos atendió.

De Sanges también había demostrado su insatisfacción por el hecho de que Ava hubiera utilizado uno de sus muchos contactos para obligarle a intervenir en el caso. Era obvio que no lo había atendido por voluntad propia y Poppy había terminado de meter la pata al reprocharle lo que ella había percibido como una falta de preocupación por el robo que Ava, Jane y ella habían sufrido en la mansión que habían heredado de la señorita Wolcott. ¿Pero qué culpa tenía ella? Al fin y al cabo, había sido De Sanges el que había afirmado que le habían apartado de un caso verdaderamente importante para que intentara localizar sus cucharillas de plata.

Lo cual no era sino una desagradable ironía si se tenía en cuenta que Ava era la única de las tres que pertenecía a una familia adinerada. Tanto Jane como ella habían crecido en barrios obreros. Habían conocido a Ava estando en el cuarto curso del Country Day School. Jane asistía allí gracias a una beca y la matrícula de Poppy la pagaba su abuela, que había sido alumna de aquel colegio. Ya de adultas, a pesar de haber recibido una herencia que les había dejado unas colecciones de un valor incalculable y una mansión, Ava era la única que disponía de altos ingresos. Jane todavía estaba haciendo un inventario de las colecciones y tendrían que invertir mucho tiempo y una pequeña fortuna para poder vender la mansión, que era precisamente su objetivo a medio plazo.

Aun así, el tiempo les había demostrado que De Sanges no había descuidado su caso. Todo lo contrario; tras el desafortunado encuentro de Jane con el ladrón, el agente había entrevistado a varios compañeros de trabajo de ésta en el Metropolitan Museum. Y con especial dedicación a Gordon Ives. Como habían terminado descubriendo que era precisamente Gordon el autor del robo, Poppy pensaba que debería ser menos dura con un agente que, al fin y al cabo, había cumplido con su trabajo.

—Me gustaría abrir la reunión a la discusión —dijo Garret—. Sé que a todo el mundo le inquieta la juventud de nuestros artistas y que, sin lugar a dudas, muchos quieren saber si presentaremos o no cargos contra ellos. Por supuesto, cualquiera al que le hayan pintado su negocio es libre de poner la denuncia si lo considera oportuno. En casos como éste, no tenemos por qué atenernos a la decisión de la mayoría. Pero estamos aquí para intentar encontrar la solución más razonable, para analizar los pros y los contras de esa decisión. Así que es hora de que hablemos.

Durante un largo minuto, nadie dijo nada, pero al final, Jerry Harvey, propietario de una tienda de marcos y decoración, tomó la palabra:

—Me gustaría saber quién va a pagar la limpieza de la tienda.

Había sido él el primero en descubrir a uno de esos chicos haciendo un grafiti en la cafetería que había enfrente de su establecimiento cuando por la noche había ido a cerrar la puerta principal.

Algunos de los comerciantes musitaron su acuerdo con aquella afirmación. El propietario de la ferretería era partidario de poner la denuncia.

Poppy tomó aire y lo soltó lentamente.

—Tengo una propuesta —anunció—. Sé que no tengo el mismo interés que los demás en el resultado de la reunión de hoy. Pero yo estaba en la ferretería cuando Jerry atrapó a esos chicos y, sinceramente, me inquietó ver lo jóvenes que eran. El policía que llegó a ocuparse de ellos nos informó de que aquélla era la primera vez que les descubrían pintando. En vez de arrojarlos a los brazos de la justicia, yo preferiría ofrecerles una alternativa que, además, responde directamente a tu pregunta.

Todos los comerciantes que habían sufrido las pintadas se volvieron hacia ella con renovada atención. De Sanges la miró con los ojos entrecerrados.

—Creo que sería beneficioso para todos ofrecerles a esos chicos algo con lo que mantenerse ocupados —explicó—. Ofrecerles una salida artística que, estoy convencida, nos gustará mucho más que esos grafitis que no termino de comprender. Y, al mismo tiempo, les enseñaríamos a ser responsables de sus actos.

—¿Cómo? —quiso saber Garret.

—En primer lugar, obligándoles a cubrir los grafitis con una capa de pintura que, o bien tendrán que comprar ellos mismos o que pagarán trabajando gratuitamente para aquellos negocios que han dañado.

—Hasta ahora, estoy de acuerdo en todo —dijo Penny con aire pensativo—. Pero la fachada de Marlene es de ladrillo, así que no sé cómo podría beneficiarse ella de esta solución.

—Hay geles y otro tipo de productos para disolver la pintura del ladrillo y, en ese caso, podría aplicarse la misma norma: serán ellos los que tendrán que pagar el material que se necesite.

Casi todo el mundo asintió, Jerry incluido, aunque la miró con recelo.

—¿Y qué tiene que ver la «salida artística» con todo esto?

Poppy sabía que era allí donde las cosas podían ponerse difíciles. Pero, gracias a Dios, había crecido en una familia cuyos padres apoyaban todo tipo de causas, por perdidas que éstas parecieran. Por no mencionar que aquella idea estaba vinculada a su propia pasión: llevar el arte a menores en situación de riesgo. De modo que tomó aire, le ofreció a Jerry la mejor de sus sonrisas y le aclaró:

—Propongo que les mantengamos fuera de las calles permitiéndoles pintar un mural en la zona sur de tu edificio.

Oh, por el amor de Dios. Jase se reclinó en la silla y examinó a la mujer a la que en secreto había decidido etiquetar como la Rubia. Lo cual, por supuesto, no le resultó en absoluto desagradable, puesto que el paquete entero: aquel cuerpo ágil, los ojos castaños y la nube de rizos de un rubio casi nórdico, era muy digno de admiración.

Sin embargo, sabía por experiencia propia que aquella mujer podía llegar a ser particularmente pesada. Y, por si fuera poco, era progresista hasta la médula.

Cuando minutos antes había entrado en aquella sala y la había visto hablando con uno de los tipos de aquella asociación de pequeños empresarios, había estado a punto de caerse de espaldas. No entendía qué estaba haciendo allí, puesto que la Rubia no era comerciante. De hecho, por lo que él sabía no hacía nada útil en su vida. Por supuesto, como había tenido que resistir las ganas de investigarla justo después de su último y único encuentro, podía estar equivocado.

En cualquier caso, el presidente de la Asociación de Comerciantes había explicado los motivos de su presencia al presentarla como miembro de honor de la junta.

Por supuesto, no podía ser otra cosa. Y debería haberlo deducido por sí mismo después de haber conocido a Poppy y a sus dos amigas, que no habían dudado en utilizar sus contactos con el alcalde para hacerle abandonar la investigación del atraco de una pobre anciana que había terminado hospitalizada para ir a buscar las servilletas del té.

Bueno, reconocía que había sido algo más que unas servilletas: mucho más, de hecho. Pero a pesar de que la Rubia le hubiera acusado de no estar tomándose en serio su trabajo, él se había ceñido estrictamente a la ley al decir que en realidad no había mucho que hacer. Aun así, justo cuando estaba investigando el pasado de Gordon Ives, había recibido una llamada de un coche patrulla diciéndole que acababan de arrestar al susodicho tras haber vuelto a entrar en la mansión Wolcott. Y en esa segunda ocasión, el ladrón había llegado a poner en riesgo la vida de Jane Kaplinski.

Nada de lo cual, por supuesto, tenía que ver con la reunión de aquel día. Escuchó en silencio mientras Calloway terminaba de explicar su absurdo plan. Esperaba que alguien lo echara por tierra, pero cuando vio que algunos de los comerciantes asentían mostrando su acuerdo, ya no fue capaz de aguantar ni un segundo más.

—Están de broma, ¿verdad?

Poppy volvió la cabeza lentamente hacia él.

—¿Perdón?

—Supongo que esto tiene que ser una broma, porque esos chicos han violado la ley. ¿De verdad quiere ofrecerles una recompensa?

Los ojos de Poppy relampaguearon, ofreciéndole un repentino déjà vu. Porque aquel fenómeno no le era ajeno: aquellos ojos habían hecho algo idéntico el día que Calloway se había inclinado sobre él, que permanecía sentado en una silla tomando notas para su informe. La química que había explotado entre ellos era innegable, pero no estaba dispuesto a convertirse de nuevo en su víctima.

Probablemente, Calloway estaba pensando lo mismo, porque no se inclinó sobre la mesa para acercar su rostro al suyo, como había hecho la última vez, sino que se limitó a contestar con frialdad:

—No, agente, no estoy bromeando. De hecho, estoy hablando completamente en serio. No estamos hablando de delincuentes peligrosos, estamos hablando de niños. El mayor apenas tiene diecisiete años.

—Sí, últimamente empiezan muy pronto —reconoció él.

—No han cometido ningún crimen. No han atracado a una anciana, ni tampoco han intentado robar a nadie a punta de pistola —le miró con los ojos entrecerrados—. De hecho, ni siquiera han robado a nadie —añadió con intencionada lentitud.

Jase casi podía oler los circuitos de su cerebro quemándose mientras su interlocutora llevaba su razonamiento a su última conclusión.

—No, no han cometido ninguna clase de robo —repitió, y miró a su alrededor antes de volverse de nuevo hacia él—, de modo que, ¿qué está haciendo aquí?

Excelente pregunta. Cuando Greer le había ofrecido inscribirlo en aquel cuerpo, Jase le había contestado con un inmediato y firme «gracias, pero no». Después, como el estúpido que era, había dejado que Murphy, el viejo policía que tantos años atrás le había tendido una mano antes de que los genes de los De Sanges acabaran de destrozarle por completo, le hiciera cambiar de opinión. Murphy había insistido en que si quería lucir las estrellas de teniente algún día, algo que Jase pretendía, tendría que empezar a darse a conocer. Y una buena forma de hacerlo era formar parte de esos cuerpos especiales, incluso en aquel caso en particular, en el que su trabajo tenía más que ver con el de un relaciones públicas que con la lucha contra el crimen.

De modo que allí estaba, demostrando una vez más que no había una buena acción que terminara sin castigo.

Sin mostrar en absoluto lo que pensaba, se obligó a mirarla a los ojos con fría firmeza, intentando evitar que se notaran sus pocas ganas de formar parte de aquel circo.

—Porque así es como comienzan muchas carreras delictivas. Un día es un grafiti, otro le roban el dinero del almuerzo a uno de sus compañeros de clase, en el caso, por supuesto, de que se dignen a aparecer por el instituto.

—Así que ésa podría ser una condición para que pudieran beneficiarse de mi propuesta: si no van a clase, no podrán participar en el proyecto.

Muy ingenioso, pensó Jase con reticente admiración, pero añadió, como si Poppy no hubiera dicho nada:

—Y mañana terminan atracando a una pobre anciana en un aparcamiento de Northgate —desvió la mirada de la Rubia para incluir en ella a los comerciantes—. O aquí mismo, en su propio barrio.

Muy bien, quizá estuviera exagerando, añadiendo unas pinceladas de drama para que le dieran la razón. Pero estaba cansado de ver a jóvenes saltándose las normas que, lejos de ser castigados por sus esfuerzos, recibían un tratamiento especial sin que al final se consiguiera ningún cambio por su parte. Era algo que sucedía demasiado a menudo.

Aun así, le sorprendió el impacto que tuvieron sus palabras. Comenzaron a elevarse los murmullos alrededor de la mesa mientras los comerciantes discutían las posibles repercusiones de permitir la presencia de delincuentes peligrosos en aquel barrio.

Un momento. Jase frunció el ceño. ¿Había dado él aquella impresión? ¿Había dicho que aquellos chicos eran delincuentes peligrosos? Dios Santo, se regañó, por lo menos en eso la Rubia tenía razón: apenas eran unos niños que acababan de cometer su primera falta.

Como si le hubiera leído el pensamiento, Poppy repitió:

—Son unos niños. Apenas acaban de llegar a la adolescencia y todavía no han cometido ningún delito. Por favor, no lo olvidéis.

—Lo que no pienso olvidar es lo que el agente De Sanges acaba de decir. Así es como empiezan —replicó el hombre que había sido presentado como el propietario de la ferretería.

—Yo no he dicho que todos acaben así —le corrigió Jase—. Pero he visto a suficientes delincuentes juveniles como para ser consciente de que es algo que debemos considerar.

—Seguramente —insistió Poppy—, la mayor parte de los que ve están involucrados en robos o atracos.

—Es cierto, pero no todos.

—¿Alguien más quiere intervenir a favor o en contra de esa medida? —preguntó Garret.

—A mí me gustaría reiterar que, en este caso, ninguno de estos chicos ha tenido ningún problema con la ley —repitió Poppy con voz queda—. No estoy diciendo que no deban cumplir con sus obligaciones. Lo único que pido es que no seamos nosotros los responsables de que tengan antecedentes penales.

—¿Alguien más quiere decir algo? —insistió Garret. Al no obtener respuesta, preguntó—: ¿Hay alguien que pretenda poner una denuncia?

Como tampoco entonces contestó nadie, dijo:

—En ese caso, interpretaré ese silencio como un no —se volvió hacia Poppy—. ¿Puedes hacer la propuesta de manera oficial?

Poppy irguió los hombros y se echó el pelo hacia atrás, haciendo vibrar todos sus rizos.

—Propongo que les enseñemos a esos tres chicos que han hecho las pintadas a valorar el daño económico que han cometido haciéndoles pintar o eliminar con disolventes que ellos mismos se costeen las paredes que han utilizado. Además, propongo...

—Votemos cada propuesta a un tiempo —la interrumpió Garret. Miró alrededor de la mesa—. ¿Alguien secunda la propuesta?

—No puedes limitarte a entregarles a esos chicos unos cubos y unos botes de pintura y esperar que hagan algo bueno —le advirtió Jerry a Poppy—. ¿Estarías dispuesta a supervisar ese proyecto?

Jase se imaginó que allí era donde el idealismo de Calloway tendría que encontrarse con la realidad: se vería obligada a renunciar a sus visitas a la peluquería, o a sus reuniones, o a cualquiera de las actividades a las que dedicaba sus días para hacerse cargo de tres muchachos que jamás le agradecerían su esfuerzo.

Se reclinó en la silla, esperando el momento en el que la propia Rubia intentara zafarse de su plan.

Pero ésta se limitó a inclinar la cabeza y a contestar con un sereno:

—Sí.

—En ese caso, secundo la propuesta.

Garret miró a Jase.

—Puesto que le hemos invitado a esta reunión y tiene su propia opinión sobre el planteamiento de Poppy, estamos de acuerdo en concederle el derecho a voto.

Jase estaba demasiado asombrado por la forma en la que Calloway había tirado por tierra sus expectativas como para responder.

Garret se volvió de nuevo hacia el resto del grupo.

—¿Todo el mundo a favor?

Poppy y siete de los once comerciantes alzaron la mano.

—¿Votos en contra?

Los cuatro comerciantes que quedaban votaron. Jase se abstuvo.

—En ese caso, se acepta la propuesta.

Garret se volvió hacia Poppy, que sonreía con una sonrisa tan luminosa que hasta el policía estuvo a punto de cambiar su expresión adusta por una benévola sonrisa.

—¿Tienes algo más que decir?

—Sí, propongo que aprovechemos esta oportunidad para enseñar a esos chicos una manera más constructiva de decorar los edificios de sus barrios. De esa forma, al final, toda la comunidad se podría beneficiar del proyecto. Es posible que eso sirva para aumentar su autoestima y reorientar sus necesidades creativas en otra dirección.

—En ese caso, tengo que volver a hacerte una pregunta, ¿estarías dispuesta a supervisar también ese trabajo?

—Sí.

—Apoyo la moción —dijo Penny.

—¿Votos a favor?

Poppy y cinco comerciantes, uno de ellos Jerry, el propietario del edificio que ella había propuesto pintar, alzaron la mano.

Garret miró a los demás.

—¿Votos en contra?

Los seis comerciantes que quedaban alzaron la mano. Todo el mundo se volvió entonces hacia Jase, que debía romper el empate.

Jase sabía que debería abstenerse y dejar que resolvieran aquel asunto entre ellos. ¿Qué demonios le importaba a él lo que pudieran hacer con esos chicos?

Pero...

Sabía por propia experiencia el caos en el que podía convertirse una vida por haberse violado la ley. Él había tenido que luchar contra esa tentación casi cada día y no veía motivo alguno para trasladar esa tentación a otra generación. Enseñarlos desde jóvenes a mantenerse en el camino correcto, ése era su lema.

Alzó la mano y se unió al grupo que votó en contra.

2

Lástima, acababa de hacerse añicos una fantasía perfecta.

—¡No me puedo creer que me haya sentido atraída por un tipo tan estirado ni un solo minuto!

Poppy dejó caer su enorme bolso en el suelo del Brouwer's Café, un pub especializado en cervezas internacionales. Apartó una silla de la mesa que Ava había conseguido al lado de la barra y se sentó.

—¿Qué tipo? —preguntó Ava, alzando la voz por encima de las voces que las rodeaban.

—¡Poppy! —Jane, que llegó justo detrás de ella, la miró con incredulidad—. Me has adelantado, ¿cómo es posible? Pero si tú nunca llegas puntual.

—Está enfadada con un tipo estirado. Supongo que eso debe de haberla motivado.

—Sí, cuando me has llamado, he imaginado que era algo así —Jane colgó el bolso en el respaldo de la silla, se sentó y miró preocupada a su amiga—. Parece que estás enfadada de verdad, ¿qué ha pasado?

Al pensar en el responsable de su mal humor, se le aceleró el corazón y cerró los puños con fuerza.

—¿A que no os imagináis quién ha aparecido hoy en la reunión del comité?

Ava se inclinó sobre la mesa.

—¿Qué comité?

—El que se ha formado para analizar qué hacer con esos chicos a los que pillaron haciendo un grafiti —le recordó Jane.

—Oh, lo siento. Últimamente tengo tantos asuntos entre manos que por un momento lo había olvidado. ¿Cómo te ha ido? Supongo que no muy bien.

—No, no muy bien —Poppy se rió con amargura—. Dios mío, te puedo asegurar que ha sido bastante peor que «no muy bien». Ha sido el peor de los desastres, una auténtica m...

La camarera, tras abrirse paso entre la numerosa clientela, llegó justo en el momento en el que Poppy estaba a punto de desahogar su rabia.

—Yo tomaré una Blind Pig Dunkel no sé qué —dijo Ava.

—Weizen —respondió la camarera—. Dunkelweizen.

—Sí, gracias. Una de ésas.

—Y yo una Fuller.

Poppy tomó aire y lo exhaló lentamente, pero continuaba tan airada que apenas apartaba la mirada de las manos que apoyaba con fuerza sobre la mesa; con tanta fuerza, de hecho, que tenía los nudillos blancos del esfuerzo que estaba haciendo para no cerrar los puños.

—Y también una fuente de patatas con alioli.

—¿También vamos a comer? —Ava se rió encantada.

—Yo tomaré un refresco de cola light con lima, por favor —pidió Jane.

Ava giró bruscamente la cabeza y se quedó mirando a su amiga de hito en hito.

—¿Y eso? —le preguntó, después de que la camarera se alejara hacia otra mesa—. Por favor, dime que tu escuálido trasero no está a dieta.

—Mi escuálido trasero no está a dieta —repitió Jane obediente. Después sonrió con la ilusión de una recién casada—. De hecho, el problema es que esta noche vamos a cenar salchichas con patatas en casa de los padres de Dav y mi suegra se enfada cuando no como lo suficiente como para estallar. Sólo estoy intentando reservar un hueco en el estómago.

Aquel comentario sacó a Poppy de su ensimismamiento; ella misma esbozó una mueca al ser consciente de lo poco comunicativa que estaba.

—¿Vas a cenar con tus suegros y has venido a verme?

—Claro que sí. Somos una Hermandad, ¿no es cierto? —Jane se colocó un mechón de pelo detrás de la oreja y se echó a reír—. Además, tampoco creas que es por puro altruismo. Los Kavanagh no suelen cenar antes de las siete y Devlin había quedado con su hermano.

—¿Con cuál? ¿Con Bren? ¿Qué tal está?

El marido de Jane, Dev, había vuelto de Europa el año anterior para reforzar el negocio de la familia, Kavanagh Construction, cuando su hermano mayor había tenido que someterse a un tratamiento de quimioterapia para curar un cáncer. Jane y él se habían conocido cuando Dev estaba dirigiendo el proyecto de remodelación de la mansión Wolcott, un proyecto de tales dimensiones que continuaba meses después de su boda. Su relación había tenido unos comienzos difíciles y a Poppy le encantaba verla tan contenta.

—No, ha quedado con Finn. Pero Bren está bastante bien. Ha terminado el tratamiento y el oncólogo cree que han conseguido acabar con el cáncer. Y ya está empezando a crecerle el pelo.

—Ésa sí que es una buena noticia.

Ava sonrió radiante.

—Le vi el otro día y tenía la cabeza cubierta de pelusilla. Si no fuera un hombre tan grande, parecería un recién nacido —se levantó—. Tengo que ir al cuarto de baño —miró a Poppy con firmeza—. Pero tú no te atrevas a contar ni un solo detalle jugoso antes de que vuelva.

—No hay ningún detalle jugoso que contar —musitó Poppy antes de que se fuera su amiga.

Sin embargo, sus pensamientos volaron al instante hacia los acontecimientos del día y ni siquiera fue consciente de que tenía la mirada fija en su amiga mientras ésta cruzaba la habitación. Seguía como un autómata los progresos de las caderas de su amiga y los movimientos de las cabezas masculinas que se volvían a su paso.

—Jamás me cansaré de verlo —comentó Jane.

—¿El qué? —preguntó Poppy. Al darse cuenta de dónde había fijado la mirada, asintió—. Ah, te refieres a eso. Sí, lo sé.

Se sonrieron la una a la otra. Aguijoneada por el sufrimiento y el deseo de venganza después de que su trasero hubiera sido objeto de una humillante apuesta cuando tenía dieciocho años, Ava había cambiado toda una vida de malos hábitos. Se había negado a llamar «dieta» a aquel cambio y no había cometido el error de tantas mujeres que pretendían reducir tallas hasta terminar convertidas en un palillo, algo absurdo teniendo en cuenta su constitución. Había dejado de perder peso de forma activa cuanto había llegado a la talla cuarenta.

Pero la cuestión no era la talla. Ava era una mujer con curvas y no le importaba acentuarlas, y los hombres babeaban cuando la tenían delante.

Por lo visto, Ava no perdía el tiempo cuando había posibles cotilleos en perspectiva. Regresó en menos de cinco minutos y en cuanto estuvo sentada, exigió:

—Vamos, cuéntanoslo todo. ¿Quién es el estirado? ¿Y qué demonios ha hecho para que estés tan enfadada? Esto no es propio de ti.

—La culpa de mi humor la tiene Jason de Sanges —explicó Poppy entre dientes—. Esa rata bastarda que...

—¿El Jeque? —preguntó Jane—. ¿Va a formar parte de ese comité?

—Oh, no, claro que no —Poppy entrecerró los ojos—. Gracias a él, ya no hace falta ningún comité. Ese hombre ha torpedeado mi maravilloso plan.

Les explicó cómo había sesgado Jase la información para hacer parecer ante el comité a esos adolescentes como tres delincuentes peligrosos.

La camarera les llevó las bebidas. Después de dar varios sorbos a su cerveza, Poppy sintió que comenzaba a ceder la tensión acumulada en los músculos del cuello. Tenía que darles las gracias a Ava y a Jane, porque al permitirle que se desahogara, la habían ayudado a deshacerse de gran parte del estrés acumulado durante todo el día.

—Supongo que no debería enfadarme tanto —admitió—. La verdad es que tampoco dispongo de tanto tiempo. Entre el trabajo con los adolescentes, los carteles de anuncios y adivinar qué demonios quiero hacer con las habitaciones que los Kavanagh ya han terminado, habría tenido que hacer malabares para poder llevar a cabo el proyecto. Es sólo que...

—Era un buen plan —terminó Ava por ella.

—¡Sí! No era perfecto, lo sé, pero era mucho mejor que lanzar a esos pobres chicos a los tribunales. Podría haber cambiado sus vidas —se encogió de hombros—. O quizá no, pero me habría gustado tener la oportunidad de averiguarlo. Ahora nunca lo sabré.

—Tendrás oportunidad de intentar hacer algo con ellos durante el proyecto de limpieza, ¿no crees?

—Sí, pero todos sabemos que lo de limpiar no les va a hacer mucha ilusión. Era la oportunidad de hacer un trabajo artístico que fuera valorado por la comunidad, lo que podría haber abierto una grieta en su armadura.

Ava enarcó las cejas.

—¿Sabes una cosa? Es posible que el otoño pasado el agente Jeque hiciera mucho más de lo que en un principio esperábamos, pero creo que sigue siendo un cerdo.

—Sí —se mostró de acuerdo Jane—. Y a partir de ahora le llamaremos solamente agente De Sanges. No se merece que le llamemos el Jeque.

—Desde luego.

Poppy bebió un sorbo de cerveza y apartó su pinta para dejar espacio a las patatas que acababa de llevarles la camarera. Tomó una patata con alioli y se la metió en la boca.

—¿Cómo es posible que alguien que me excitaba tanto con sólo mirarle haya resultado ser un tipo tan odioso?

Del paquete que Jase sostenía en la mano mientras llamaba con los nudillos al apartamento que estaba justo al lado del suyo emanaba un intenso olor a pescado frito.

—¡Murphy! ¿Estás ahí? Eh, te traigo la cena. Abre antes de que este maldito pescado termine en la alfombra.

—Tranquilo, muchacho —gruñó una voz en el interior del apartamento.

La voz sonaba más alta a medida que el que había sido años atrás su mentor y con el tiempo se había convertido en su amigo, se acercaba al otro lado de la puerta.

—Ya no soy tan joven como antes, ¿sabes?

—¿Lo dices en serio? —musitó Jase mientras oía girar el cerrojo—. La verdad es que ni siquiera creo recordarte joven.

—Muy gracioso —respondió Murphy.

Abrió la puerta y alargó la mano para liberarle del paquete de cervezas que llevaba bajo el brazo.

—No estaba intentando ser gracioso —respondió Jase con sinceridad—. La verdad es que no me acuerdo. ¿Cuántos años tenía yo cuando nos conocimos? ¿Catorce? Entonces me parecía que tú tenías cerca de cien.

—¡Tenía cincuenta y cuatro años!

—Que, para un adolescente de catorce años, vienen a ser unos cien.

Murphy soltó una carcajada.

—Supongo que tienes razón.

Mientras conducía a Jase hacia la diminuta mesa que estaba junto a su igualmente diminuta cocina, miró por encima del hombro el paquete azul y blanco que contenía su cena.

—Patatas y pescado —dijo mientras dejaba un par de cervezas en la mesa—. ¿Qué celebramos?

—Que ese ridículo comité al que me has invitado a unirme ya no existe —se negaba a sentirse culpable de la desilusión que había visto en los enormes ojos castaños de la Rubia al ver que el resultado de la votación no le era favorable—. Supongo que es algo digno de celebrarse.

Murphy, que estaba guardando el resto de las cervezas en el frigorífico, se enderezó. Volvió la cabeza y clavó sus apagados, pero todavía afilados ojos azules en Jase.

—Ya sabía que no te hacía ninguna ilusión participar en ese comité, ¿pero cómo lo has conseguido?

—Inyectando un poco de realidad en un proyecto ridículo —señaló con la cabeza el paquete de pescado—. Te lo contaré todo, pero ahora siéntate antes de que esto se enfríe.

Tomaron cada uno de ellos un puñado de servilletas y comenzaron a comer el pescado con los dedos. Hundieron el pescado en los recipientes de plástico que contenían la salsa tártara, saborearon la sopa de almejas, servida en sendas tazas de cartón, con cucharillas de plástico y cubrieron de ketchup las patatas fritas, al tiempo que bañaban todas aquellas delicias en cerveza.

Al final, no quedó nada, excepto un par de manchas de grasa y algún ajo flotando en los restos de sopa. Murphy apiló los recipientes, los guardó en el contenedor de plástico y, tras arrugar la bolsa de papel, la añadió a la pila. Echó la silla hacia atrás, se palmeó la tripa y miró a Jase a los ojos.

—Una cena sabrosa, gracias.

—De nada.

—Háblame ahora de ese plan absurdo.

—¿Te acuerdas de la Rubia?

—Claro que sí. Esa chica rica que te ponía a cien y que te fastidiaba tanto hace unos meses.

—No me ponía... —decidió no seguir con aquella mentira—. De acuerdo, es posible que sí lo hiciera. Pero eso ya es agua pasada.

—¿Entonces cuál es la nueva noticia?

—Ella también formaba parte del comité. Y ha estado a punto de convencer al resto de que premiaran a esos chicos por haber hecho los grafitis.

—¿Cómo es posible?

—Quería permitir que hicieran un mural en una de las paredes del edificio.

—No me lo puedo creer. ¿No pensaba hacerles limpiar lo que habían hecho? ¿Quería limitarse a ofrecerles una nueva diversión?

—Bueno, no. En realidad, pretendía hacerles limpiar los grafiti con productos pagados de su propio bolsillo.

Murphy asintió.

—Eso me parece mucho más razonable. ¿Y qué me dices de esos chicos? ¿Han tenido muchos problemas con la justicia?

—Eh, no exactamente.

Jase se removió incómodo en la silla. Tomó la cerveza y la acabó con un último trago. Como sabía que aquél era el punto débil de su argumento, dijo con voz no muy firme:

—De hecho, era la primera vez que tenían un problema con la policía.

Murphy dejó la cerveza en la mesa y se enderezó en su asiento.

—Déjame ver si lo entiendo. Esos chicos no habían tenido nunca problemas con la justicia. La Rubia iba a hacerles cubrir ese desastre con pintura comprada por ellos mismos. Pero quería dar un paso más y permitirles pintar un mural en el edificio. ¿Y después qué? ¿Se limitó a dejar la idea sobre la mesa esperando que fuera otro el que la llevara a cabo?

Mierda.

—No, se ofreció a supervisar el proceso personalmente. Pretendía que supusiera un cambio en sus vidas.

Murphy soltó un bufido burlón.

—Sí, claro, seguro que iba a conseguirlo —sentenció con cara de póquer—. Aun así, si estaba dispuesta a encargarse ella del trabajo, ¿por qué votó el comité en contra de la idea? Al fin y al cabo, para ellos no iba a suponer ninguna molestia.

Mierda otra vez.

—Es posible que se hayan dejado llevar por mi argumentación. Les he dicho que ése podría ser un primer paso hacia delitos mayores. Seguramente les he asustado.

—Por el amor de Dios, muchacho —Murphy se rascó su pelo canoso—, ¿por qué les has dicho eso?

Jase se enderezó en la silla y miró a Murphy a los ojos.

—Sabes perfectamente por qué. En cuanto uno empieza a burlar las normas, todo comienza a ir cuesta abajo. Un día les das un premio a unos chicos por haber destrozado el negocio que otro ha levantado con su esfuerzo y a los dos días estás cediendo a la tentación de acorralar a un atracador en una esquina y clavarle la pistola en la sien para arrancarle una confesión.

Se produjo un momento de silencio. Sus palabras quedaron flotando en el aire... Y Jase deseó dar marcha atrás en el tiempo y morderse la lengua.

Murphy rompió aquel silencio diciendo secamente:

—Tengo la sensación de que aquí no estamos hablando solamente de un puñado de comerciantes que han decidido votar en contra de la propuesta de tu amiga.

Jase hundió la cabeza en las manos y gimió.

Sintió la mano de Murphy en su cabeza.

—Uno de estos días —gruñó Murphy—, me gustaría ver cómo te das un descanso y eres capaz de comprender de una vez por todas que no eres ni como tu abuelo, ni como tu padre ni como Joe.

—Eso no va a suceder nunca, porque soy como ellos —posó las manos en la mesa y alzó la cabeza para mirar a su amigo—. Soy un maldito De Sanges, lo que viene a ser algo así como ser un alcohólico en rehabilitación. No puedo evitar ser como el resto de los hombres de mi familia.

—Eso es una tontería y a estas alturas deberías saberlo. Pero no, eres demasiado cabezota como para entender una cosa así. Tú nunca has robado en una tienda. Y jamás has destrozado la barra de un bar en una pelea de borrachos. Y aunque me imagino que probablemente éste no sea el mejor momento para decírtelo, pienso hacerlo de todas formas: hoy he recibido una llamada de tu hermano. Está buscándote.

Todo pareció paralizarse en el interior de Jase.

—¿Joe está en libertad condicional?

—Eso parece.

—Mierda —Jase soltó una risa carente por completo de humor, extendió los dedos sobre la falsa madera de la mesa y bajó la cabeza para golpear el tablero con ella—. En ese caso, será mejor que me ponga en contacto con él cuanto antes, porque estoy seguro de que no durará mucho tiempo fuera.

3

Eso de que hay que tener cuidado con lo que se desea no es ninguna broma. Justo cuando pensaba que las cosas estaban empezando a serenarse y por fin iba a poder quitarme a ese hombre de la cabeza, me encuentro con esto.

—Sharon, ¿quieres echarle un vistazo?

Poppy se volvió desde su asiento, casi en el último peldaño de la escalera de mano, para mirar a la propietaria de la cafetería.

Sharon asomó la cabeza por la puerta de la cocina, se sacudió la harina de las manos en el delantal blanco que llevaba atado a la cintura, entró en la zona de los clientes y examinó atentamente el menú actualizado que Poppy acababa de terminar. Entonces sonrió.

—Me gusta cómo ha quedado.

—Excelente.

Poppy guardó el estuche de tizas de colores y bajó de la escalera. Guardó el estuche en el bolso que había dejado al lado de la caja registradora, plegó la escalera y la fue inclinando con mucho cuidado sobre uno de sus laterales tras la estrecha zona que había tras el expositor de la pastelería hasta que quedó en paralelo al suelo y pudo controlarla con las dos manos. Miró hacia la puerta; el pálido resplandor del amanecer estaba comenzando a iluminar el cielo por el Oeste.

—Voy a dejar esto en el armario, después lo limpiaré todo y te dejaré en paz.

—Hace diez minutos he sacado un bizcocho de arándanos del horno —le dijo Sharon—. ¿Tienes tiempo de quedarte a probarlo con un café? Mis empleados comenzarán a entrar de un momento a otro, y no sé tú, pero yo ya tengo ganas de descansar un poco.

—Me encantaría —como si quisiera demostrarlo, le sonó el estómago. Poppy se lo palmeó y soltó una carcajada—. No se lo digas a mi madre, pero esta mañana me he saltado el desayuno.

Cruzó la cocina maniobrando con la escalera hasta llegar al armario que había junto a la puerta de atrás. La dejó allí. Después, se lavó las manos y se sentó con Sharon a la mesa, donde disfrutaron de sendas tazas de café y de un exquisito bizcocho, caliente todavía.

Poppy no se quedó mucho tiempo después del café. Tenía otros tres letreros de los que ocuparse aquella mañana y en lugares tan distantes como Madison Park, Phiney Ridge y Ballard, el barrio en el que había crecido, y tenía que terminarlos antes de que los negocios abrieran al público.

Cuando terminó su último encargo, en una tienda de delicatessen, miró el reloj. Tenía pensado dejarse caer por casa de sus padres, pero justo aquel día las escuelas estaban cerradas porque los profesores tenían un día de preparación profesional, y tenía una cita con algunos chicos en el Distrito Central, o CD, como le llamaban los nativos de Seattle, y antes le gustaría pasarse por la mansión. De modo que miró con nostalgia la calle que conducía hacia la casa de su infancia y condujo el coche hacia el puente Ballard.

Tuvo suerte de encontrar un lugar para aparcar justo al lado de la mansión. En cuanto salió del coche, se detuvo para admirar la casa.

La galería acristalada que habían añadido a la fachada del edificio estaba diseñada de acuerdo con el estilo y las dimensiones del resto de la casa y los Kavanagh habían reparado la fachada teniendo en cuenta el estilo original. El alma artística de Poppy sonrió, disfrutando de las elegantes líneas de aquella mansión de principios del siglo pasado. El sonido de los martillos, las groserías y las risas masculinas que salían de la cocina mientras se acercaba por la puerta de atrás le arrancaron otra sonrisa.

Entró en una habitación llena de obreros blandiendo sus herramientas. Bueno, en realidad, sólo uno de los cuatro que se hallaban en aquella cocina en obras estaba trabajando de verdad. Cuando se oyó el destornillador de Devlin Kavanagh gemir en el silencio y sus hermanos alzaron la mirada hacia ella, Poppy tomó aire y lo exhaló lentamente, con un dramático suspiro.

—Me encanta el olor a testosterona por las mañanas.

Dev arqueó las cejas y contestó, arrastrando las palabras:

—Por lo que dice Jane, pequeña, en realidad no sabrías qué hacer con tanta testosterona por las mañanas.

—Pero a ti te sobra, Kavanagh. Y estoy segura de que Jane jamás me delataría, ni siquiera ante ti. Y te aseguro que ver todas estas herramientas en funcionamiento pone a mi pobre corazón a cien. Es, sencillamente... tan —batió las pestañas, mirando a Dev y a sus hermanos— viril...

Los hermanos Kavanagh se echaron a reír y se pusieron de nuevo a trabajar. Poppy se dirigió entonces hacia el piso de arriba.

Una vez allí, se descubrió a sí misma recorriendo las habitaciones acabadas y pensando en la cinta de vídeo que la señorita Wolcott les había dejado para que la vieran durante la lectura del testamento. Desde entonces había pasado exactamente un año. En aquella cinta, la anciana les confesaba lo mucho que habían llegado a significar para ella. Y les decía con su potente voz que era consciente de que tendrían que vender la mansión, pero que quería que cada una de ellas llevara a cabo una labor para terminar de prepararla para la venta. Poppy deseó, no por primera vez, saber qué tenía realmente la señorita Wolcott en mente cuando había pedido que fuera Poppy la que estuviera a cargo de todo lo relativo a la decoración.

Aquella anciana había sido extraordinariamente amable con las tres, y sorprendentemente astuta para saber lo que cada una de ellas necesitaba y asegurarse de que lo consiguieran. Para Jane y para Ava, aquello había significado un moderado cuidado maternal para llenar el vacío dejado por los siempre ocupados padres de Jane y la indiferencia de los de Ava. En el caso de Poppy, la señorita Wolcott le había permitido dar rienda suelta a su pasión por el color. Había hecho lo que muy pocos adultos habrían sido capaces de hacer: ofrecerle una brocha y las pinturas que ella misma eligiera y confiar en que la mansión no terminara hecha un desastre. Hasta había dejado que Poppy cambiara las cortinas del comedor para permitir que entrara la luz que antes ocultaban unas gruesas cortinas de terciopelo. Pero decorar toda una mansión era algo completamente diferente.

—Oh, Dios mío —se detuvo en seco en el pasillo del piso de arriba—. Eso es.

Sacó el teléfono móvil del bolso y marcó un número mientras empezaba a bajar las escaleras a toda velocidad.

—¡Por fin lo he descubierto! —le gritó a Ava al tiempo que caminaba a grandes zancadas hacia el coche.

Sujetando el teléfono contra la oreja, se colocó el asa del bolso en el hombro y estuvo a punto de tropezar con una baldosa que las gruesas raíces de un abeto habían levantado.

—Me estaba tomando la petición de la señorita Wolcott de la manera más complicada. No paraba de pensar que había sobre estimado mi talento y que quería que me ocupara de la decoración de la casa.

—Y serías perfectamente capaz de hacerlo —le aseguró Ava.

Poppy se echó a reír.

—Me encanta que seas una amiga tan buena y leal, pero dibujar letreros con el plato del día y alguna que otra carta de vez en cuando...

—¡Una carta que fue elegida por una de las cadenas más importantes de Seattle!

Sí, aquél había sido un golpe de suerte que todavía estaba celebrando. Y gracias a él, no tenía problemas para pagar el alquiler a principios de cada mes.

—Pero enfrentémonos a ello. Lo que hago sobre todo es intentar buscarme la vida ofreciendo letreros baratos y buscar subvenciones para poder iniciar a adolescentes desfavorecidos en el mundo del arte. Te aseguro que nada de eso tiene que ver con diseñar.

Sonrió feliz.

—Pero lo que acabo de descubrir, es que, en realidad, la señorita Wolcott no pretendía que me convirtiera en una decoradora de interiores. Jane intentó convencerme de que lo hiciera este último otoño, pero en ese momento ni siquiera pensé en ello porque creía que Jane estaba a punto de echar por tierra el acuerdo al que había llegado con los Kavanagh. Pero creo que, en realidad, lo único que la señorita Wolcott me pedía era que hiciera lo que siempre le había suplicado que hiciera: quitar todas esas horribles cortinas que no dejan pasar la luz, pintar las habitaciones, arreglar las ventanas y, quizá, montar un mercadillo con algunos de los muebles.

—Sí, parece razonable. Pero aun así, no te minusvalores, porque en realidad, ya has hecho mucho más que todo eso. Fuiste tú la que localizaste a los hermanos Kavanagh y conseguiste que nos bajaran el precio a cambio de la publicidad que conseguirían haciéndose cargo de la remodelación. Además, te has ocupado del noventa por ciento de las cuentas, cuando lo único que en realidad querías era trabajar con tus adolescentes.

Aquello le hizo acordarse de los tres adolescentes con los que no tendría oportunidad de trabajar, y le hizo pensar también en De Sanges, algo que, sinceramente, había hecho con demasiada frecuencia durante los diez días que habían pasado desde que se había encontrado con él en aquella junta de la Asociación de Comerciantes.

Alzó la barbilla y se estiró en toda su altura. Muy bien, se dijo, pensaba dejar de pensar en él inmediatamente.

—Estás pensando en ellos, ¿verdad? —preguntó Ava.

Poppy estuvo a punto de tropezar.

—¿En quién?

—En esos chicos que De Sanges te ha quitado. Estabas pensando en ellos.

—Eh, sí —pero no tanto como en el agente, admitió sintiéndose culpable.

—El muy canalla.