Sin olvidar mis raíces - Romárico Vidal Sotomayor García - E-Book

Sin olvidar mis raíces E-Book

Romárico Vidal Sotomayor García

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Beschreibung

Para no olvidar la naturalidad del campesino cubano y de las serranías en particular, basta contactar con la palabra sencilla y sin oropeles del general de división y Héroe de la República de Cuba, Romárico Vidal Sotomayor García (1938). Llenan estas páginas, relatos de pasajes trascendentales de su vida: años de república neocolonial en Vegas de Jibacoa; meses de campaña guerrillera en la Sierra Maestra; días de trayecto por Cuba junto a Fidel en la caravana de la victoria y —años después en el viaje del Comandante hacia la eternidad—; etapas de preparación de compatriotas para la defensa de la libertad conquistada como miembro de las fuerzas armadas; momentos en que vestido de internacionalista participó en la guerra de Angola (1975-1976) y (1982-1984); años de experiencia escalonada, en escuelas militares y al mando de tropas desde una compañía hasta jefe de estado mayor de un ejército; y en el Minint, en disímiles eventos al frente de la Policía Nacional Revolucionaria y la Dirección Política. La obra constituye una invitación a andar por los caminos de la historia. Cuba le reconoce actitudes significativas en distintos momentos de su vida. Por eso ha sido merecedor de numerosos reconocimientos. Destacan, entre medallas y distinciones, las Órdenes Camilo Cienfuegos, Ernesto Che Guevara; y como un tesoro valioso: el respeto y cariño de su pueblo.

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Seitenzahl: 339

Veröffentlichungsjahr: 2024

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Página legal

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. Si precisa obtener licencia de reproducción para algún fragmento en formato digital diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) o entre la web www.conlicencia.com EDHASA C/ Diputació, 262, 2º 1ª, 08007 Barcelona. Tel. 93 494 97 20 España.

Edición:

Olivia Diago Izquierdo

Corrección:

Hildelisa Díaz Gil

Diseño y realización de cubierta e interior:

Francy Espinosa González

© Romárico Vidal Sotomayor García

© Sobre la presente edición:

Editorial Capitán San Luis, 2024

ISBN: 9789592116627

Editorial Capitán San Luis.

Calle 38 no. 4717 entre 40 y 47, Kohly,

Playa, La Habana, Cuba.

Email: [email protected]

www.capitansanluis.cu

www.facebook.com/editorialcapitansanluis

Sin la autorización previa de esta Editorial queda terminantemente prohibida lareproducción parcial o total de esta obra, incluido el diseño de cubierta, o transmitirlade cualquier forma o por cualquier medio.

Índice
Página legal
Prólogo
Capítulo I Orígenes
Capítulo II Disposición y preparación
Capítulo III Solidaridad
Capítulo IV Fortalecimiento
Epílogo. Homenaje
Testimoniantes
Testimonio gráfico
Durante sus años al frente de la Dirección General de la Policía Nacional Revolucionaria...
Con el general de ejército, Raúl Castro Ruz…

Al Comandante en Jefe Fidel Castro Ruz,

por su temprana convicción de cuán necesario era que Cuba

fuera de los cubanos; por enseñarnos la posibilidad real

de construir un país con equidad y paz;

por todo el magisterio legado a las generaciones

presentes y a las por venir.

Al general de ejército Raúl Castro Ruz,

por su perseverancia en la preparación y formación

de los integrantes del Ejército Rebelde

y las Fuerzas Armadas Revolucionarias, además de las Milicias,

las escuelas «Camilitos» y otros centros de enseñanza militar;

por cuanto nos nutrimos de valores suyos, como la sencillez,

humildad, honradez, responsabilidad y lealtad

al Comandante en Jefe, al Partido y al pueblo.

Al escribir mis memorias, sin idea en ningún momento de que ello sucedería, sentí la necesidad de acudir a muchos compañeros:

A quienes, desde su posición de jefes, subordinados, oficiales, clases y soldados a lo largo de mi trayectoria militar hicieron posible que hoy contara una historia de vida.

Al coronel Sergio Ortega Queralta y a Olivia, la editora, ambos me acompañaron siempre en este difícil oficio de escribir, sobre todo, cuando se trata de uno mismo.

A los compañeros, cuyos testimonios avivaron mis recuerdos, aunque no dejo de sonrojarme ante tantas alabanzas.

Al coronel Ofelio Alberto Pérez Acosta, segundo jefe de la Dirección Política. A la Editorial Capitán San Luis, en particular a sus directores coronel (r) Gustavo Milián Rivero y Julio A. Cubría Vichot, y a Marilyn Rodríguez Pérez, su jefa de redacción; al coronel Miguel Atala López, capitán Pavel Siso y demás compañeros de la Unidad Fílmica Ministerial, siempre prestos a facilitarme el camino en este empeño.

A mi familia, dispuesta no solo a contar, sino a estimularme de manera permanente durante el proceso de elaboración de estas páginas.

A todos, ¡muchas gracias!

«…nada hay más justo […] que dejar en punto de verdad las cosas de la historia».1

La Editorial Capitán San Luis, regocijada en el empeño de publicar historias de vida, luego de varios encuentros y fiel a los sentimientos del general de división y Héroe de la República de Cuba Romárico Vidal Sotomayor García, autor y protagonista de esta obra, entendió cuán difícil era que, al contar, él lastimara su modestia.

Entonces… durante el proceso de edición, conscientes de que su heroísmo callado no le permitiría al narrar, ir más allá, incluso a donde se extiende su mirada, se usó como estrategia enriquecer sus vivencias con testimonios de compañeros y familiares cercanos a su quehacer en etapas diferentes. Nada fue desechado. Por eso se encontrarán voces que testifican y relatos de estos que rellenan espacios no contados por el autor.

Lo cierto es que según el lector avance por las siguientes páginas se sentirá andar por los caminos de la historia acompañado de un hombre que no conoce el agotamiento; sí la fidelidad al legado de los líderes históricos de la Revolución.

Editorial Capitán San Luis

30 de septiembre de 2022

1 José Martí Pérez: Obras completas. , La Habana, t. 1, p. 137. Todos los pensamientos utilizados son de la misma obra y autor, por lo tanto, solo aparecerán como referencias el tomo y la página

Prólogo

Aunque reconozco que no he sido precisamente el mejor ejemplo a imitar, sí llevo años insistiendo con los muchos compañeros con quienes he tenido el privilegio de compartir durante estas siete décadas de constante batallar, para que no se pierda su valiosa e insustituible visión acerca de momentos trascendentes en el acontecer de nuestra nación, de los cuales fueron protagonistas, no como fruto de la casualidad, sino de una actitud consecuente y digna ante el deber patriótico y revolucionario.

Sé, por experiencia personal, cuán engorroso resulta escribir acerca del protagonismo en determinado hecho, algo con frecuencia más difícil que la propia participación en el mismo. Por tal razón considero atinada la idea de la editorial Capitán San Luis, de llenar con recuerdos de combatientes, familiares y subordinados los muchos vacíos que la modestia dejó en lo escrito por el autor, aún a riesgo de que algún malintencionado o simplemente poco informado, confunda con adulonería lo que sin dudas constituye un reconocimiento sincero, desinteresado y sobre todo justo, a alguien que lo ha sabido merecer en cada faceta de su existencia ya octogenaria.

Por mi parte, tengo la convicción de que tal idea ni siquiera asomará a la mente de quien conozca al general de división Sotomayor García o a cualquiera de los compañeros que aquí le expresan admiración y respeto, en su mayoría combatientes veteranos o jóvenes oficiales del Ministerio del Interior.

Con el lenguaje recto y sin exceso de adjetivos característico del militar, y también del campesino de nuestras serranías, se nos presenta esta crónica sobre numerosos momentos culminantes de la Revolución Cubana, de los que el autor fue importante protagonista en la mayoría de los casos. Sin embargo, estas páginas reflejan, más que la participación o el papel en ellos de un individuo, la epopeya de un pueblo que encabezado por su Comandante en Jefe, sin escatimar riesgos ni sacrificios ha marchado seguro y decidido —como lo sigue haciendo hoy— por los caminos de la victoria.

Apenas transcurridos unos días del desembarco de los expedicionarios del Granma y del rencuentro en Cinco Palmas, el apellido Sotomayor comenzó a escucharse en nuestra pequeña tropa guerrillera debido a la incorporación uno tras otro de descendientes de esa estirpe. En poco tiempo llegaron a sumar las tres decenas, sin contar a quienes aportaron como colaboradores, guías o mensajeros. Tanto fue así que como recuerda el autor, alguien llegó a proponer —no sé si en broma o en serio— formar un pelotón con todos ellos.

Lo anterior explica, en parte, un hecho inusual del que fui testigo en noviembre de 1957, en momentos en que el Ejército Rebelde afrontaba una situación nada fácil. En esa ocasión, contrario a lo habitual, su máximo jefe aceptó en la única columna de entonces, junto a otro Sotomayor con más aval revolucionario, a un campesino llamado Romárico Vidal de 19 años no cumplidos, delgaducho y para colmo desarmado, con las únicas referencias a su favor de haber nacido por aquellos lares, pertenecer a una familia de calidad probada, y el hecho de que bastara mirarle a los ojos para percibir su carácter recto y firme decisión de luchar por una causa justa.

Ya en las filas rebeldes, la disciplina y el rigor de la vida guerrillera, fuertes incluso para alguien nacido en aquellas montañas, junto al peligro inminente en el combate, acabaron de acerar a aquel joven hasta convertirlo en un combatiente en el sentido más amplio de esa palabra.

No fue camino fácil para él ni para ninguno de nosotros. La sinceridad con que ha actuado siempre se refleja cuando reconoce sin rodeos el miedo que lo embargó en el primer combate, que su trayectoria no es solo de éxitos sino también de reveses y desaciertos. Así trasmite una importante enseñanza: reconocer los errores y analizarlos con espíritu autocrítico resulta decisivo para no volver a cometerlos.

Pocos meses después de su incorporación a la guerrilla, yo marché a cumplir la misión de fundar el Segundo Frente en el norte de la entonces provincia de Oriente, mientras Sotomayor permaneció en el Primero. Allí participó en las muchas acciones combativas libradas en esa crucial etapa como parte, en distintos momentos, de la tropa de Crescencio Pérez, del Che y de otros destacados jefes, incluida la propia Comandancia Central del Ejército Rebelde.

Como nos relata en el capítulo inicial, su vida antes de sumarse a la lucha revolucionaria fue copia casi al calco de la de otros miles de humildes serranos y de gran parte de nuestros campesinos. Fue así desde que nació allá en Vegas de Jibacoa, un punto remoto en la premontaña de la Sierra Maestra, escenario de hechos trascendentes de nuestra Guerra de Liberación.

En ese pequeño poblado tuvo lugar la conocida reunión de Fidel con los campesinos cafetaleros, el 25 mayo de 1958, realizada bajo el bombardeo constante de la aviación enemiga que en cierta forma era preludio del inicio de la última ofensiva del ejército de la tiranía contra el Primer Frente del Ejército Rebelde. Una vez derrotada esta, definitivamente, fue también el lugar escogido por el Comandante en Jefe para hacer entrega a la Cruz Roja del gran número de militares hechos prisioneros en aquellos decisivos combates.

El triunfo del Primero de Enero sorprendió al ya teniente y jefe de escuadra Sotomayor en las cercanías de Las Tunas, formando parte de las fuerzas del IV Frente rebelde que sitiaban el cuartel de la ciudad en espera de la orden del Comandante en Jefe para atacarlo. Desde allí, el día 4, está entre los que reciben la misión de sumarse a la Caravana de la Libertad.

En el trayecto hasta La Habana, al igual que buena parte de aquella tropa integrada mayoritariamente por campesinos procedentes de las montañas, va de un asombro a otro ante un mundo nuevo para quien hasta muy poco antes solo había conocido los trillos de la Sierra y en sus escasos días en el llano los combates no le dieron mucha oportunidad de mirar hacia otros lados.

Como todos los combatientes rebeldes, el ya primer teniente Sotomayor apenas tuvo tiempo para celebrar la victoria. El enemigo pronto hizo evidentes sus propósitos y fue necesario iniciar de inmediato la titánica tarea de transformar nuestra pequeña y casi analfabeta tropa guerrillera, en un ejército regular moderno, al que se sumaron en plazo muy breve cientos de miles de cubanos. No exagera cuando afirma que para él, un joven que bajó de la Sierra con apenas sexto grado, fue más duro aprobar el Curso Académico Superior de Estado Mayor en la prestigiosa Academia Voroshilov, allá en Moscú, que soportar los rigores de la guerra en las montañas y en sus dos misiones internacionalistas.

Inmersos ambos en igual empeño, volví a coincidir en 1962 con el ya capitán Sotomayor, en la entonces Isla de Pinos. Agradezco que trajera a mi memoria el encuentro con numerosos jóvenes holguineros que sin vacilación aceptaron permanecer allí un año más después de haber cumplido su servicio militar, cuando ni siquiera pude mencionarles el peligro que avizorábamos y pocos meses después se materializó en la Crisis de Octubre.

No es posible en estas breves líneas siquiera mencionar las numerosas responsabilidades y complejas misiones cumplidas por el general Sotomayor en las últimas seis décadas. No son muchos los oficiales cubanos que han servido en tres ejércitos: el Oriental, el Central y el Occidental, en la Región Militar Isla de la Juventud y además en la Misión Militar de Cuba en Angola en dos ocasiones, en ambas con participación directa y destacada en acciones combativas decisivas para el desenlace victorioso de aquella histórica misión.

Alguien que, además, cuando las circunstancias exigieron convocarlo a un nuevo frente de combate, aceptó sin vacilar el reto de conducir la preservación del orden interior del país en circunstancias sumamente complejas. Así pasó a prestar servicio en el Ministerio del Interior y durante más de dos décadas integró sus filas, primero en tareas operativas de gran importancia y finalmente como jefe de la Dirección Política.

No hay misterios en cómo el general Sotomayor ha logrado cumplir con éxito tan disímiles y complejas misiones. En este libro encontrará el lector varios testimonios que lo explican, sobre todo de sus compañeros de armas: fidelidad incondicional a nuestro pueblo, a la Patria, a la Revolución, a su Comandante en Jefe y a quienes han actuado en su nombre; confianza en las decisiones de sus superiores y empeño absoluto en cumplirlas; pasión y entrega en cada tarea encomendada, sea grande o pequeña; apoyarse en los subordinados, enseñarlos y aprender de ellos, escucharlos, motivarlos, estar atento a sus problemas y a la vez exigirles con sistematicidad; organizar cada tarea con rigor y mantener una estricta disciplina, premisa del éxito que no depende de un hombre sino del colectivo.

Cada capítulo de esta obra refleja su admiración y respeto por el Comandante en Jefe: «…un hombre de mirada a larga distancia». Agradece que la vida lo haya situado siempre al lado de personas valientes y de mucha inteligencia. Insiste en el papel del Partido, por encima del cual no hay nada ni nadie.

Siempre trato de que el elogio corresponda exactamente con la actitud y resultados de aquel a quien va dirigido. Hace años, al concluir un control del Comité Central del Partido a la Dirección Política del Ministerio del Interior, de la cual ya era jefe el general Sotomayor, expresé, entre otros criterios favorables, que era un guajiro noble y humilde. Hoy lo ratifico y agrego que tiene bien ganado el Título Honorífico de Héroe de la República de Cuba.

Felicito, en nombre de sus compañeros, familiares y de todo nuestro pueblo, al general de división de la reserva Romárico Vidal Sotomayor García por decidirse a saldar con este libro una deuda con la historia, y sobre todo con las actuales y futuras generaciones de cubanos.

Raúl Castro

Capítulo I Orígenes

«Debemos buscar surcos en la frente de los hombres que aran la tierra para sembrar nuevas semillas».

[t. 15, p. 238]

I

La multitud seguía siendo sin fin; las emociones estallaban en los rostros, en las gargantas henchidas, en los brazos erguidos. Una y otra manifestaciones me resultaban conocidas, ya había andado carretera desde mi incorporación allá en Victoria de Las Tunas a la fila de vehículos que serpenteaba la Central. Según avanzaba, nuevas razones ampliaban mi capacidad de asombro, mis ojos se afanaban en salir de su espacio y el tac… tac… de mi pecho se aceleraba. Como joven campesino de la premontaña en la Sierra Maestra, desconocedor de la gran ciudad, no cesaba de hacerme preguntas ante los edificios, fábricas, avenidas, una virgen en el camino, fortalezas, murallas, elevados, un Cristo enorme, embarcaciones que me parecían gigantes y coloridos anuncios por todas partes, muchos al vaivén de la brisa de aquella tarde de enero.

Pero… ante lo atesorado en mis ojos, el mar acaparó la mayor atención. Acostumbrado a ver correr las aguas de los ríos Pino, Jibacoa y Arroyo del Negro, crecidas a veces, deprimidas casi siempre, y durante la guerrilla las de El Jigüe, La Plata, arroyos del Haitiano y del Infierno y otros afluentes, inquietas por su ruta entre montañas, me parecieron en absoluto reposo las del mar, esa primera vez que tuve su inmensidad al alcance de mi vista.

Tenía veinte años vividos donde apenas veía algo diferente y hermoso que no fuera el paisaje serrano, sobre todo, sus amaneceres y la hora del sol decir adiós.

Por calles y avenidas, había caminos intransitables en primavera o ante el desplome de las nubes. Se tornaban de difícil acceso para las personas, hasta para los mulos y caballos; los vehículos se salvaban de tal angustia, porque por allí no circulaban, ni sabíamos de su existencia. No exagero al contar que el día que entró el primer carro la gente lo tocaba para ver si el acontecimiento sucedía de verdad, si era un sueño o producto de la imaginación. Eso sucedió por los años cuarenta y pico, con la llegada de unos hombres de San Germán, un pueblo de Holguín, interesados en la madera, la cual aserraban con piedras de aire y sacaban tablas hasta de cuarenta y cincuenta pulgadas; entonces trajeron brigadas para mejorar un poco los accesos a la zona.

Durante el trayecto hacia la capital, atravesamos caseríos, pueblos, ciudades; pero los hogares ni semejarse a los bohíos de las montañas. Allá arriba, cuatro paredes de guano real o yaguas cerraban un espacio pequeño que nunca dejó de ser de tierra, y ahí vivía una familia grande, guarecida de la intemperie por un techo de guano preparado por los hombres de la familia y amigos. Alguien pudo sustituir el guano de las paredes por madera y tablas de palma. Ese, al menos por su vivienda, vencía a los ciclones; pero la mayoría continuó viviendo en las indefensas casuchas ante el azote del viento y la lluvia.

Los campos tampoco resistían el embate. Se perdían las siembras, el café y muchos árboles altos que le agasajaban al fruto su sombra y entre ramas y ramas le propiciaban la entrada de luz solar. Si los caminos estaban malos, se volvían infernales por las caprichosas zanjas que solo los campesinos podían deshacer haciendo usos del pico y la pala.

De nuevo a levantar…

Generalmente las casas tenían dos piezas: una salita y una habitación sin tener en cuenta cuántos la ocuparían en las noches. Detrás se levantaba otro bohío, algo así como un rancho donde se establecía la cocina con el fogón siempre de leña. No se hablaba de carbón ni de otro combustible porque no existía para estos hogares. Distante unos cuarenta metros estaba la letrina, el escusado como se le llamaba, otro diminuto espacio forrado con guano y un cajón de madera al centro para las necesidades fisiológicas.

A Vegas de Jibacoa arribaron mis padres y tíos de ambas partes, como muchas otras personas, buscando una forma de subsistir. El poblado data de los años 1917 a 1920; tomó su nombre porque los primeros pobladores realizaban siembras en las vegas que existían a la orilla del río Jibacoa. Mi familia, junto a las de Manuel Sánchez, Cecilio Fajardo, Maximiliano González, Fidel Mendoza, Ángel Vázquez, los García, los Aguilar y los Vega, cuentan entre los fundadores de dicha comunidad, dedicados en esencia al cultivo del café.

Mis abuelos maternos se mudaron de Purial de Jibacoa para Las Vegas en 1932. Tenían diez hijos: cuatro hembras y seis varones. Le compraron a Lencho Núñez la tierra e hicieron la finca de café, los secaderos y una casita modesta. Por ese tiempo pocos vecinos habitaban la zona.

Con escasos años, mamá sembró, desyerbó y mientras las plantaciones crecían se incorporaba a la cosecha de otros. Era la manera de ganar algo para comprar algo en la tienda móvil, que iba en tiempos de recogida. En el mes de enero ya no había café para echar en los sacos ni dinero ni bodega.

Pasados tres o cuatro años, con la intención de plantar cultivos varios: viandas, frijoles para la propia alimentación, vinieron los Sotomayor de Niquero. Allá vivían muy mal, porque apenas había trabajo. Despojado el pecho de ambición alguna, la familia estaba obligada a esperar la zafra azucarera. Según los cuentos de mi viejo, con un saco de yute a la espalda y una muda de ropa a modo de reserva, emigraban los hermanos varones con su padre hacia la zona de los centrales Estrada Palma y Francisco —llamados hoy Bartolomé Masó y Amancio Rodríguez—, para buscar empleo en el corte y alza de la caña. En el central pasaban el tiempo de la zafra. Casi nunca el pago era con dinero, sino con vales para gastar en la tienda del lugar, propiedad de los mismos dueños del central o de las tierras.

La explotación se duplicaba: irrisorios salarios por el sudor dejado en los campos y una mercancía que jamás alcanzaba el total de su peso. Esta situación no era exclusiva de aquel central. Era la práctica cotidiana en el territorio nacional. En Las Vegas, dormían en las mismas hamacas de saco pero, al menos, juntos.

Como con diez pesos se compraba un carós, así le llamaban antes a algo más de una hectárea de tierra, adquirieron tres o cuatro. Después empezaron a sembrar café las veintipico o treinta familias que se fueron acercando al lugar por su proximidad a los ríos. Allí convergían las aguas del río Pino que bajaban de la montaña por el oeste, a la derecha, y las del Jibacoa por el este, a la izquierda, aunque más adelante se unían con el nombre de Jibacoa. Esta corriente natural era de suma importancia, porque no había acueducto, tampoco alcantarillado.

De qué manera descubrieron este llano entre montañas no puedo ni imaginar. Para llegar se andaba por terraplenes y caminos una treintena de kilómetros desde el central Estrada Palma, de la municipalidad de Manzanillo, que está abajo, en el llano. Los carros solo subían hasta un lugar nombrado Las Mercedes, donde una bifurcación extiende dos caminos: uno hacia Minas de Frío y el de la izquierda que, tras andar alrededor de ocho kilómetros, arriba a Vegas de Jibacoa, por supuesto, hasta cualquiera de estos sitios el trayecto es entre montañas y premontañas.

Hacia mi poblado había que ascender La Güira, Los Isleños; bajar El Mango; cruzar el río Jibacoa, subir la loma de Nila y La Llorosa. En ese tramo una piedra enorme impedía el acceso a caballo, obligaba a bajarse del animal y pasarlo a pie. La última elevación se llama el Desayuno. A partir de ahí empezaban las casas. Los Sotomayor tuvieron que enfrentar la distancia y las nuevas realidades, pues en Niquero y Pilón donde vivían no era mejor. Necesitaban este pedacito de tierra para aliviar la respiración.

Se hacían tumbas, es decir, se echaba abajo un pedazo de monte, se quemaba —hoy está prohibido—; pero así se limpiaba el terreno para sembrar yuca, plátanos, malanga, maíz, frijoles para la alimentación y se obtenían subproductos para la cría de cerdos, gallinas... Pasados dos años y medio o tres empezaban las plantaciones de café a dar sus frutos, aunque no a plena capacidad.

El viejo mío —de nombre Antonio— se había unido a mi madre — María García Martínez—, sin necesidad de firmas; de manera general, en el campo no existía el casamiento legal. De esa unión siete hijos vimos la luz en Vegas de Jibacoa. Yo hablo de diez hermanos porque mi padre tuvo tres con otra mujer. De aquella unión, mayor que yo era Marcelino; el segundo, menor seis meses, se llama Pepe, y Liduvina, la tercera jugueteaba con la edad de los más chicos. Aunque vivían con su mamá éramos muy bien llevados, algo muy normal que ocurriera.

La casa nuestra, para siete hijos —cuatro varones: Francisco, Gustavo, Jorge y yo, el mayor, que había nacido el 4 de noviembre de 1938; tres hembras: Damaris, Clotilde y María Antonia— y mis padres, se levantó en una loma como a cien metros del río Pino. En el único cuarto, una única cama: la de mis padres. Los siete pequeños, en esa misma pieza, usábamos hamacas, sacos con yerbas u hojas de matas de plátano secas para semejar un colchón, y así pernoctábamos, como si fuéramos cerditos. No hubo mejoras hasta la segunda mitad de los cincuenta que la casa se pudo hacer de madera y techo de zinc, tras el paso de un ciclón que se fue con las yaguas de las paredes y el guano del techo.

Además de mi padre, estaban asentados cuatro hermanos suyos; radicados a la izquierda del río, se dedicaban como el resto de los moradores a la siembra del café sin saber qué era el dinero. Eufemio, el papá de Enrique Sotomayor Alvareda, un primo que fue miembro del Ejército Rebelde; Tomás, el papá de Tomás Sotomayor Leyva, este bajó de la Sierra siendo primer teniente y es coronel de las Fuerzas Armadas Revolucionarias; Olimpo dio un hijo guapísimo —Orlando Sotomayor González—, el más joven de nosotros en la guerra; era mayor de las FAR cuando partió a Angola en 1976. Allá murió; había estudiado Armamento en la Unión Soviética, pero le tocó morir en tierras africanas; y mi tío Salustiano que, sin poder precisar la fecha, se mudó e hizo finca en la premontaña, en Arroyón, tenía un hijo de igual nombre que también se alzó en la Sierra.

Tomás Sotomayor Leyva

¡Qué época! Nuestro abuelo les entregó una finquita, un pedacito de tierra a cada hijo, con el objetivo de ayudar al sustento de la familia y sobrevivir. Pero aquello no daba para cubrir las necesidades de una parte del año. Dos meses del otro periodo salían a los cortes de caña. Pocas veces veían el pago en efectivo, la retribución era en especie. Con eso terminábamos el año. Y nosotros éramos ocho hermanos por ese tiempo. El viejo, aparte de cortar caña y atender la finquita de café, pudo comprar un arrea de mulos que contrataba para ir al llano, a algunos almacenes o tiendas grandes donde los campesinos dueños de tiendas hacían sus compras.

No importaba cuánto se hiciera; nada era suficiente. Al final de año, cuando se analizaba cómo utilizar el dinero, sobre todo, calzado para los muchachos, papá nos mandaba para la sala con la vieja y empezaba a observar, si los zapatos de uno, podían pasar a otro. Así determinaba a quién comprarle el par nuevo.

Ni para fantasear la época ayudaba. Tantos primos juntos y demás vecinos del caserío inventábamos los entretenimientos. Nunca muchos. Sin corriente eléctrica —solo dos personas tenían una plantica—; tres o cuatro, poseían un radio; y uno solito, un televisor. Sin periódicos ni revistas, las vivencias eran escasas en todo el caserío. Preferíamos el juego de bolas en la tierra limpia; pero en cuanto espigábamos un poquito, nos veíamos obligados a cambiar el juego en la tierra, por el trabajo de la tierra: chapear cafetales, desyerbar las áreas de los sembrados, cuya cosecha iba a la mesa.

La faena para el sustento familiar se extendía de campana a campana. Marcelino, el hermano mayor de los diez, era el más trabajador. Pepe y yo… Yo hablo así de mis hermanos porque no había diferencia entre los de allá y los de acá.

Travieso no éramos, pero muchacho al fin… Recuerdo el día que el viejo me mandó por una cajetilla de cigarros y me entretuve jugando a las bolas sin percatarme de que el tiempo corría. Como a las cuatro o cinco horas se apareció ante mí. El responso fue tremendo, lo acompañó hasta con unos cintazos. El deseo de fumar y las horas de espera lo exaltaron, porque no era costumbre suya levantarnos la mano, le bastaba una mirada amenazante y si acaso una palabra. Mamá era más dócil, aunque los mangos tampoco se podían coger muy bajitos. En ese sentido la combinación de los dos era buena.

De noche nos visitábamos. Para ir hasta las casas vecinas —la de Flor Vega, Joaquín, Acacia Verdecia y Paco Milán—, atravesábamos los dos ríos a oscuras, sin linterna siquiera. Con la luz de la luna pasábamos por las piedras en medio del agua y ni las suelas de los zapatos mojábamos. Reunidos, surgían los cuentos de héroes y aparecidos. Las cuevas, los montes más tupidos y orillas de los ríos se convertían en escenarios dramáticos. La competencia consistía en ver quién provocaba la más trepidante risa o el mayor de los sustos.

Los encuentros con las muchachitas resultaban muy difíciles. Los padres eran celosos con sus hembras. Los días de alguna fiestecita, si las autorizaban a asistir era una tragedia bailar con ellas, y bailar dos piezas con la misma joven, ¡ni pensarlo! Si estabas interesado en alguna no había forma de socializar. Por eso Joaquín, Kin como le decíamos, decidió «llevarse o robarse» a Muni, así llamábamos a la muchacha. Eran novios, pero solo ellos lo sabían.

En su caballito salieron esa noche rumbo a Estrada Palma, donde vivía su familia. Por el camino mi papá, que venía del Caney de las Mercedes, los vio. Como eran amigos, hasta sostuvieron una breve conversación y pudo ver quién lo acompañaba. La modalidad de cubrir los rostros para no ser descubiertos en el trayecto ese día no se cumplió.

¡Se armó tremendo alboroto en Las Vegas! La gente buscaba a la chica. Cesó el movimiento en cuanto mi viejo llegó.

—No busquen más. Ella se fue con Kin —les dijo.

Ni sabiéndola con vida los ánimos se calmaron.

Para las mujeres, los entretenimientos eran menos, muy pocas con posibilidades de radio de baterías oían novelas, y no se perdían La Hora de Clavelito, un programa cuyo locutor entraba en horas de la mañana a la mayoría de los hogares cubanos, sobre todo a los del campo. Con sus versos introductorios, que aún recuerdo: Pon tu pensamiento en mí/ y harás que en este momento/ mi fuerza de pensamiento/ ejerza el bien sobre ti, los llenaba de esperanza. ¡Cuántas manos y vasos de agua sobre aquellos aparatos…!

Los hombres y los muchachos nos acercábamos a las casas de esos pocos con radio para oír la pelota. Recuerdo al narrador decir: «fout a las mallas», y nosotros alborotarnos creídos de que la pelota debía caer entre las mallas. No teníamos idea siquiera de que el juego se desarrollaba en un terreno por donde se corrían tres bases para llegar al punto de partida y anotar la carrera.

Muy temprano, a las cinco, seis de la tarde se efectuaba la comida. Pasadas dos o tres horas los mayores se iban a la cama. Eso explica la cantidad de niños en los hogares.

El de pie no pasaba de las cinco de la mañana. Es la hora del campesino empezar su faena, así cuando el sol se dispone a molestarlo, tiene una parte importante de sus labores adelantada.

Mamá siempre buscaba con qué alimentarnos al amanecer; calentaba comida del día anterior: arroz, potaje, garbanzos si esa había sido su única vez del año, yuca, lo que hubiera… y con un poco de agua con azúcar o café claro nos la servía a modo de desayuno antes de partir para La Escondida, la finquita nuestra que tan bien honraba su nombre. Casi en fila india salíamos los tres mayores: Marcelino, Pepe y yo.

Tomás Sotomayor Leyva

Mi primo Romárico y yo durante una etapa íbamos a buscar leche por las mañanas casi a un kilómetro arriba de Las Vegas… un litro de leche para alimentar a los más chicos, no era para tomar nosotros, no teníamos esa posibilidad. En casa se había comprado una chiva y su poquito de leche se unía al litro y más o menos alcanzaba para el desayuno de los pequeños. Recuerdo que siempre llegábamos tarde; nos entreteníamos por cualquier cosa, discutíamos hasta por gusto. Nos criamos juntos y éramos contemporáneos, él solo me llevaba unos meses.

Mis viejos enfrentaron una vida dura. Él entregado al sembradío y mamá encargada de los quehaceres de la casa y de los muchachos. Llegó a hacer comida para diez o quince trabajadores sin la ayuda de otra mujer, buscaba la leña para cocinar, escogía el arroz, pelaba y lavaba las viandas, no sabía matar el puerco, pero lo guindaba para ahorcarlo. Freía la carne, que guardaba en un tanque entre la manteca. Ahí no se echaba a perder. Con un puerco de cien o ciento y pico de libras y las gallinas criadas en el patio, se garantizaba una parte de la comida.

A los abuelos nuestros y a Olimpo, Tomás y Eufemio, mis tíos, les lavó sus ropas durante un tiempo y no les cobraba nada. Ella entendía que a la familia se le ayudaba. Ese día echaba la ropa en una batea y bajaba al río. Se sentaba en una piedra, en otra medio plana enjabonaba y con una paleta de madera le daba a las piezas para que el sudor y el sucio corriera por el agua que otros, más adelante, llevarían a sus hogares para consumir.

A la utilizada por nosotros le sucedía lo mismo. Esa corriente venía de donde otras mujeres lavaban y por ahí también corrían los líquidos de animales que morían en los cabezos. Eran aguas no aptas para el consumo humano, prácticamente contaminadas, pero para todos era normal, ¡la única! ¡Quién hacía tales razonamientos! Mi madre se pegaba una vara al hombro y con un cubo a cada lado la subía loma arriba.

Mamá hasta ordeñaba a Joverita. Nos contaba que la chiva era mansita; le sobaba las ubres primero para que el chivito mamara un poquito; después de bañarles las mamas y secarlas, se acomodaba en una banquetica y empezaba el ordeño.

Y como si fueran pocos sus trajines, por luz natural, porque era analfabeta, recibía a los niños de mujeres embarazadas. Ni pensar en médicos. Corrían a buscarla a cualquier hora del día o de la noche. Allá vivía una partera —Salvadora se llamaba—, pero si estaba enferma o sin tiempo para mandarla a buscar se valía sola. Ante la proximidad de un parto, mi madre estaba ahí para escuchar el llanto del crío y cortarle el ombligo. Si se percataba de un advenimiento complicado, muy rápido decía: «Ese parto no lo hago yo, ¡para Manzanillo, para el hospital…!»

Pero si la solución estaba en sus manos, resolvía el problema, incluso los suyos: cerraba la puerta, ponía una tabla, una colchoneta y una frazada; a un lado la palangana con jabón y agua, y ahí daba a luz sin partera, sin su mamá, sin nadie. ¡Sola! Perdió a los gemelos recién nacidos, porque el tétanos les cortó el camino de la vida.

Para visitar a Agustino, el médico más cercano, dos requisitos eran importantes: tener dinero y soportar la dolencia unos veinticinco o treinta kilómetros a caballo hasta El Zarzal. Si el paciente estaba muy mal, de acuerdo a su peso se formaba un pelotón de diez, quince, veinte campesinos. Si se trataba de un adolescente era más fácil, pero si era un guajiro bien fornido se acostaba en una hamaca que se ataba a dos palos, uno por cada lado, y cuatro personas se turnaban para soportar la carga. Esa era la única forma de transportarlo. ¡Qué decir si estaba crecido el río Yara, a veces hasta cinco días demoraba para volver a su cauce natural! No se pueden ni imaginar las personas que quedaban sepultadas en la orilla suroeste. Diecinueve cementerios se cuentan por ese borde costero.

Como no siempre se podía trasladar al enfermo ni el médico lo visitaba, uno de los hijos o algún vecino se montaba en el caballo o el mulo y andaba el trayecto hasta el encuentro con el galeno para explicar la dolencia: «el dolor es aquí…», «le duela acá» y señalaba el lugar; la exposición casi nunca era precisa, por lo tanto, la indicación corría el mismo riesgo. El médico, por lo que creía, expedía la receta y las personas compraban el medicamento que él mismo vendía.

Terrible fue el día que salieron conmigo para el hospital de Manzanillo. Yo tendría catorce o quince años, y era día de Nochebuena. Me habían mandado por leña para asar el puerco. Sí, porque allá no se acostumbraba a eso… de que el 24 se cocinaba guanajo o pavo. Subí loma arriba hasta una mata de guárano, con un palo a modo de guía empecé a darle hachazos; pero la madera era dura, de una pulgada de grueso. Para poder cortar me vi obligado a auxiliarme con el pie, que levanté mientras el árbol caía y ahí mismo, con la guía me partí el tabique. Ahí terminó la preparación de los festejos para mi familia. Me llevaron para Manzanillo. Había que operarme la nariz. De esa única visita a la ciudad solo recuerdo las vicisitudes.

Si no existía quien cuidara de la salud, menos quien enseñara a leer y a escribir. ¡No maestros! ¡No escuelas!, aunque nada de lo que cuento fue exclusividad de mi terruño granmense que, antes de 1976, era parte de la provincia de Oriente.

Por suerte, como a los diez años, mi primo Enrique empezó a darme clases. Él había vivido mucho tiempo en Manzanillo y terminado allá el segundo año del bachillerato. De regresó a Las Vegas, me enseñó el abc. En eso estuvo unos dos años o algo más. Luego otro vecino de nombre Bismarck Reina Galán, mi padrino, continuó dándonos clases a unos seis muchachos —entre ellos: un hermano mío, Manolo González, otro vecino de apellido Almenares, Manuel Mariño Vega—, sobre todo, español; historia; un poquito de anatomía, como se le llamaba al estudio del cuerpo humano; y matemática. Para esta materia usábamos el libro del profesor Aurelio Baldor de la Vega, tenía muchos ejercicios de aritmética y álgebra; yo pude hacer hasta el número 50. Aprendí un poquito de quebrados, regla de tres…

Bismarck enseñaba bien. Nos ofreció su ayuda con mucho esfuerzo de su parte: las clases eran por la noche, al terminar la faena de dependiente en una tiendecita. Entre mi primo Enrique y él, logré como un quinto o sexto grado.

También preparó a Tomás, otro primo hermano, para que se presentara a un examen de sexto. Como un tío suyo vivía en Santiago de Cuba, a tanta insistencia sus padres lo autorizaron. Hizo la nivelación de sexto grado, séptimo y octavo, y matriculó el primer año de bachillerato. Pagaba ocho pesos mensuales con el dinero que su papá podía mandarle. No le quedaba ni un peso extra para ir al cine. Con la comida no tenía problemas, esa responsabilidad era del tío que, por suerte, trabajaba en la planta eléctrica de la ciudad, donde el salario no era de los peores.

Aquel día que mi primo se iba para Santiago, se armó en la familia tremenda algarabía. Resulta que su papá había comprado una chiva, Merceditas le decíamos, y Tomás era el responsable de cuidarla; pero el animalito no aparecía por ningún lado. Su mamá, muy mortificada se mantenía detrás de él. Por fin la vieron, suelta a la orilla del río que pasaba por su casa. Tomás siempre que recuerda el incidente, dice que le parece sentir el abrazo y el beso de su madre, pero acto seguido comenta: «Aquella demostración de cariño no era porque me iba lejos, sino porque la chiva apareció».

Después matriculó en la Escuela Normal. Ya había sucedido el golpe de Estado del 10 de marzo de 1952 y el asalto al cuartel Moncada. Más tarde se fue relacionando con algunos que pertenecían al Movimiento 26 de Julio; conoció a Frank País y participó en actividades de acción y sabotaje. Hasta intentó incorporarse al Ejército Rebelde con un grupo de diecisiete hombres, posterior al primer refuerzo que Frank enviara a la Sierra. La idea era tomar un barco por la costa de Santiago de Cuba hasta el lugar que le dicen El Macho; pero producto de una delación no pudo concretarse. Apresaron a dos o tres compañeros y al capitán de la embarcación.

Por la zona hubo movimiento de soldados desde el conocimiento del posible arribo de hombres a la guerrilla e, incluso, estaba algo despoblada porque amenazaban con bombardear.

II

A inicios de la década del cincuenta, la compañía que, desde hacía un par de años, mostraba interés en la madera, seguía extrayéndola de la zona con pagos risibles a los dueños de las finquitas. Veíamos salir los cedros, caobas, robles sin idea de su destino, aunque generó alguna fuente de empleo, obligó a mejorar en alguna medida los caminos y empezaron a transitar yipis, camioneticas particulares para transportar pasaje de Las Vegas a Estrada Palma.

Allí vivía gente muy sana, tranquila, solidaria; pero según se fue introduciendo la mesa de billar, la venta de bolita, el juego de dados, nuevos rasgos de vida aparecían y no los mejores. El vicio llegaba a las montañas orientales y hubo hombres que empezaron a deformarse.

Uno de los más identificados con el juego era de apellido Milán. Su casa era un garito; tenía hasta un órgano, con la música atraía a la gente a probar su suerte y a la mesa de billar. Cobraba la partida a cinco centavos. También había una valla de gallos. Este señor poseía hasta una planta para generar electricidad. Por toda la zona solo dos contaban con esa posibilidad. El otro era Santiago Gómez, un hombre guapetón, dueño de una tienda, la más grande de ese lugar, con bastantes productos. En aquella época vendían víveres, ropa, calzado.

Los muchachos desde unas cuartas arriba del suelo, lo que veíamos era eso… Con catorce, quince años, me gustaba jugar billar, dados, lotería y la bolita. No era algo malo, malo era lo que arrastraba; y compraba y vendía el tiquecito de la lotería. Los vendedores decían «para el ganador es este caballo». Unos días antes de alzarme me saqué un caballo. Todavía me acuerdo con qué número: 459. Cuando me fui, ahí se quedó. Lo usó un tío mío. Pero ya el vicio hacía su estrago.

En la medida en que la década del cincuenta fue incorporando años, la vida de los moradores de Las Vegas fue cambiando. En 1952 asumió la presidencia del país, a través de un golpe de Estado, Fulgencio Batista Zaldívar. Para los muchachos eso no era noticia, catorce años en las Vegas de Jibacoa y sierra más adentro no eran suficientes para entender; pero los mayores empezaron a sentir sus efectos y algunos a razonar las causas.