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Nosotros, los artistas, somos la gente capaz de cambiar la estructura molecular del corazón y de la cabeza de quienes habitan este planeta. Más que unas memorias, un testimonio visceral. Sin protección es un libro honesto, divertido y desgarrador. Todo empieza en Pittsburgh, donde un joven Billy canta en el coro góspel de su iglesia y va a terapia desde los cinco años para «corregir» su afeminamiento. Acosado en la escuela y abusado por su padrastro, Porter se aferra a su talento excepcional y, con el apoyo de algunos «ángeles» que encuentra por el camino, logra convertirse en el artista galardonado de Broadway y Hollywood que se pasea por la alfombra roja, con sus looks espectaculares que rompen todos los moldes. Un relato poderoso que nos habla de raza, sexualidad, trauma y la capacidad el arte para sanar.
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Seitenzahl: 557
Veröffentlichungsjahr: 2025
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SIN PROTECCIÓN
Memorias
TÍTULO ORIGINAL
Unprotected. A memoir
© 2021, Billy Porter
en acuerdo con Abrams y con la Agencia Literaria Carmen Balcells
Publicado por
Plankton Press S. L.
c/ Hernán Cortés, 3
29679 Benahavís (Málaga)
www.plankton.press
Primera edición en Plankton Press: abril 2025
© de esta edición, 2025, Plankton Press S. L.
© de la traducción, 2025, Juan Naranjo
ISBN: 978-84-19362-26-1
ISBN: 978-84-19362-21-6
Depósito legal: MA 3037-2024
Fotografía de cubierta: Abrams 2021
Edición: Claudia Pérez Herrero
Diseño de cubierta: Ana Cordero Lanzac
Maquetación: Álvaro López
Impresión y encuadernación: Blanca impresores
Impreso en España - Printed in Spain
Tipografía: Sabon
Reservados todos los derechos. No está permitida la reproducción total ni parcial de esta obra ni su almacenamiento, tratamiento o transmisión de ninguna manera ni por ningún modo sin autorización previa por escrito del titular de los derechos, salvo para uso personal y no comercial.
BILLYPORTER
Memorias
Traducción de Juan Naranjo
Plankton Press
2025
No volveremos a morir en secreto nunca más. El mundo solo gira hacia adelante. Seremos ciudadanos. Ha llegado el momento. Así que adiós. Sois unas criaturas fabulosas, de la primera a la última. Y yo os bendigo: más vida. Comienza la gran obra…
Prior Walter, en Angels in America, Part two: Perestroika de Tony Kushner.
Prólogo
Capítulo uno
Capítulo dos
Capítulo tres
Capítulo cuatro
Capítulo cinco
Capítulo seis
Capítulo siete
Capítulo ocho
Capítulo nueve
Capítulo diez
Capítulo once
Capítulo doce
Capítulo trece
Capítulo catorce
Capítulo quince
Capítulo dieciséis
Capítulo diecisiete
Capítulo dieciocho
Capítulo diecinueve
30 de diciembre de 2016
5 de enero de 2017
10 de enero de 2017
11 de enero de 2017
15 de enero de 2017
20 de enero de 2017
Epilogo
Esta historia no va de salir del armario. Tampoco de quedarse dentro. Yo nunca podría haber pasado por heterosexual ni aunque hubiese querido, así que nunca he disfrutado del dudoso lujo de vivir una mentira.
Cuando tenía cinco años ya estaba muy claro que algo en mí fallaba. Todo el mundo lo sabía, y yo también. Por eso la gente adulta sacudía la cabeza y hablaba en voz baja cuando me tenía delante. Por eso yo tenía que hablar una vez a la semana con un «buen hombre blanco», en su despacho, en el edificio grande que había calle arriba. Ese hombre jugaba conmigo y me planteaba un montón de preguntas; a veces yo sabía la respuesta y otras me sentía confuso.
Eso sí, el motivo por el que iba allí no me resultaba nada confuso. El «buen hombre blanco» era médico y su trabajo consistía en ayudar a curarme. Yo desconocía el nombre de mi padecimiento misterioso, aunque sí sabía que se había manifestado de muchas formas inaceptables.
Por un lado, siempre me llamaban la atención pasatiempos nada apropiados para mí: la comba doble, la rayuela y las tabas eran cosas de niñas. No estaba bien querer una cocinita por Navidad, así que Santa Claus nunca me la traía. Lo que me llegaba en su lugar era una batería (aunque a la tía Dorothy le molestaba el ruido y raras veces me dejaban tocarla). Estaba mal visto no interesarse por jugar de quarterback o de centro, o evitar los deportes de contacto en general.
Por otra parte, siempre me pillaban con ropa muy inapropiada. Se me iluminaba la cara al ver colores que no debían interesarme, los tonos intensos como de joyas y los suaves colores pastel. También me encantaban tejidos que no debían gustarme: el tafetán y el encaje, el terciopelo y el lamé, telas que crujían, hacían frufrú y se arremolinaban a cada paso. No estaba bien adorar los espléndidos sombreros que llevaban las señoras en la iglesia, ¡ni los adornos de esos sombreros! Velos y plumas, flores y lentejuelas, cuentas y brillantes, cintas y lazos. El apóstol Pablo había decretado que las mujeres debían cubrirse la cabeza para la adoración y las señoras negras habían convertido ese dictado en una forma de arte.
Tampoco estaba bien embelesarse con la colección de zapatos de la tía Sharon, excitarse con esas filas de sandalias de pulsera y de tacones de aguja en colores plata, lila, violeta y malva; pasar la punta de los dedos por aquellos bordes de cuero, satén y piel de cocodrilo. Era especialmente inapropiado ponerme mi par favorito (los zapatos con el tacón más alto y rojos como una manzana de caramelo) y contonearme de acá para allá delante del espejo de cuerpo entero, abrumado por su esplendor en mis pies. Por eso me prohibieron entrar en su habitación.
Pese a que por aquel entonces yo no habría sabido expresarlo con palabras, ni siquiera para mí mismo, mi fijación por la moda iba más allá de la mera estética. Sentía que la ropa era un símbolo poderoso, que su relevancia no se limitaba al atractivo visual. Más adelante llegué a entender que vestirse con sus mejores galas era, para los fieles negros, una forma de resistencia. Muchos de ellos trabajaban entre semana como empleados del hogar, guardas de seguridad o vigilantes, y se les exigía llevar uniformes ideados para reforzar su estatus inferior. Por tanto, vestir de manera impecable y suntuosa el día del Señor equivalía a subrayar su dignidad y su valía en un mundo que pretendía despojarlos sistemáticamente de ambas cosas. Se trataba de una manera de afirmar que también ellos eran hijos de Dios y que, en Su casa, se adornarían de un modo acorde a la Gloria del Señor.
En aquella época yo no tenía palabras para nada de eso, solo la conciencia infantil de que la gente se comportaba de forma diferente dependiendo de la ropa que llevara, de que la moda podía ejercer una profunda transformación, por dentro y por fuera. El deslumbrante boato en la misa de los domingos me maravillaba y ansiaba formar parte de ello. Sin embargo, incluso en ese sentido mis deseos eran inapropiados, pues aunque me encantara lucir un traje de tres piezas para Pascua o Navidad, también me moría de ganas de vestirme como las señoras, desde el tacón de aguja hasta el tocado majestuoso.
Pero me estoy adelantando. Para retratar una infancia en la que se me incitaba de forma constante a buscar orientación en la Biblia, será mejor seguir el ejemplo de este libro sagrado y empezar «En el principio».
El alma luminosa que ocupa el centro de la narración de mi génesis es Cloerinda Jean Johnson Porter-Ford. Mi preciosa madre, que con su amor me dio la vida, se aferró a ese amor para superar todas las pruebas y adversidades de las siguientes décadas y recorrer así su convulso viaje junto al mío. En mi medio siglo de vida nunca me he cruzado con ninguna persona que tuviese ni una mínima parte de su fe, de su encanto, de su coraje o de su resistencia. Si, tal y como dice la tradición cristiana, el sufrimiento terrenal es una preparación para el paraíso, mi madre se ha ganado el rango de arcángel en el más allá. Y aun así, todas las mañanas se levanta para perseverar en este mundo con el corazón lleno de gratitud. Siempre ha sido mi modelo de fortaleza y de fe. A diario le doy gracias a Dios por concederme el regalo de ser su hijo.
Mi madre nació con una enfermedad neurológica degenerativa que, de momento, ningún médico ni especialista ha sido capaz de identificar. Hoy tacharíamos la causa de dicha enfermedad de mala praxis médica, pero en 1946 las demandas judiciales no eran más que un sueño todavía lejano para la población negra. Ni siquiera podíamos sentarnos a comer en la misma barra que la gente blanca, ¿cómo íbamos a demandar a una persona blanca por daños y perjuicios? En las dos décadas siguientes, el movimiento por los derechos civiles alimentaría nuestra esperanza, nos tentaría con la promesa de la igualdad, aunque también nos enseñaría la brutal y despiadada respuesta de la sociedad blanca a esas expectativas. Palizas con porras, perros rabiosos esperando para atacar, manguerazos que lanzaban a un marica calle arriba como a una muñeca de trapo y el encarcelamiento y asesinato sistémicos de nuestros líderes: estos ejemplos de brutalidad blanca impactarían al mundo entero, pero a nosotros no, porque nunca nos autoengañamos con cómo eran de verdad las cosas. Este país se levantó sobre los hombros de mis ancestros, los esclavos, recordad, así que nadie albergó ilusiones de que pudiera hacerse justicia en nombre de mi madre.
Cuando mi abuela Martha Johnson se puso de parto la llevaron rápidamente a un hospital en el que no había ningún médico de guardia para sacar a la criatura. En aquellos tiempos, en los partos prematuros, los profesionales de la medicina administraban un tratamiento tocolítico a las madres: una medicación que retrasaba el nacimiento hasta cuarenta y ocho horas y permitía administrar esteroides para acelerar el desarrollo de los pulmones del bebé. El personal a cargo del cuidado de mi abuela decidió seguir ese protocolo. Solo había un problema: la llegada de mi madre no era en absoluto prematura. Mi madre fue puntual, como ha seguido siéndolo toda su vida. Cortar las contracciones de mi abuela y volver a encerrar a la niña en el útero tenía el mismo sentido que volver a meter a una mariposa en su crisálida.
El médico llegó poco después de que el tratamiento hiciese el efecto deseado. Consultó las notas del historial de mi abuela con aires de irritación e impaciencia, regañó al personal por la innecesaria complicación y prolongación del parto y, después, con unos pocos movimientos bruscos y brutales, sacó a la niña a tirones del vientre constreñido de la madre. El daño fue profundo e irreparable.
Hay una amplia variedad de enfermedades asociadas a este tipo de trauma durante el parto. Setenta y seis años después, seguramente nunca lleguemos a saber cuál fue la respuesta concreta del cuerpo de mi madre al desastroso manejo de su tránsito a este mundo. Ahora mismo, el constante deterioro de su sistema nervioso le ha inmovilizado las extremidades. No puede bañarse, ni comer, ni aliviarse sin ayuda. Depende de la bondad del magnífico personal de la residencia de Actors Fund en Englewood, Nueva Jersey.
Pero no siempre ha sido así. Pese a que ya de niña mi madre era visiblemente distinta, con dificultades para andar y temblores en todo el cuerpo, en otro tiempo tuvo mucha más movilidad que ahora. Aprender a caminar le resultó más difícil que a otros niños, pero lo terminó consiguiendo. Por mucho que le costara sujetar el boli y que su caligrafía pareciera una sucesión de garabatos, la cabeza le funcionaba perfectamente. Por desgracia, en la década de 1940 la enseñanza no estaba tan preparada como ahora y solían tratar a todos los niños discapacitados de la misma manera, como marginados, monstruos relegados a aulas sin ventanas en el sótano de la escuela, fuera de la vista de la sociedad convencional. Mi madre no sería una excepción. Durante sus años de primaria, estuvo en el grupo de niños con graves desajustes cognitivos y creció avergonzada junto a ellos.
«No soy tonta, solo tengo una discapacidad»: esa era y continua siendo su quejosa cantinela.
Mi madre se crio en Lawrenceville, Pittsburgh, en una modesta casa de tres plantas (llamémosla la Casa Grande) bajo el mando correctivo de su tía Dorothy. Mi abuela delegó en su hermana las responsabilidades de la crianza por motivos que fueron un misterio para mí durante toda mi infancia. En cualquier caso, en la Casa Grande la palabra de la tía Dot era ley, y ella misma la imponía con una vara de nogal y una lengua mordaz.
A Dorothy parecía molestarle la mera presencia de mi madre. Era como si la hubiese perjudicado por el simple hecho de haber nacido, como si le debiese dinero o algo por el estilo. Las hermanas menores de mi madre, las gemelas Karen y Sharon, tenían permitido participar en actividades sociales (cumpleaños, fiestas de pijamas, tardes en el parque con amigas), mientras que a mi madre la trataban como a la Cenicienta Negra —o Negricienta, como dice ella— antes del baile: siempre la tenían trabajando y raras veces la dejaban salir de casa. «De todas maneras no puedes hacer nada, ni vas a poder nunca, así que para qué», era el mensaje que recibía mi madre de la tía Dot y, con mucha frecuencia, del resto de la gente. El mundo la había dado por perdida antes de concederle la oportunidad de empezar.
La salvación pareció materializarse en la forma de William Ellis Porter, un muchacho apuesto, del color del chocolate puro, con ojos almendrados y una personalidad brillante. Era un hombre de mente abierta y sociable, una persona extrovertida que iba a misa y tenía trabajo, por lo que cumplía todos los requisitos. Y lo más importante: cuando conoció a mi madre pareció ver más allá de su discapacidad. Fue el primer hombre que mostró interés romántico por ella y, al final, lo que cualquier persona quiere es que al menos alguien la vea. Mi madre cayó prendada y el resto es historia.
Más adelante se enteraría de que ese hombre se había casado con ella por una apuesta con su mejor amigo: debía seducir a la «tullida de la iglesia». Mi madre era presa fácil: una mujer solitaria, ingenua, reclusa en su propia casa, que habría hecho casi cualquier cosa por salir de allí. Los motivos de su prometido son un poco más difíciles de entender; quizá se viera seducido por la perspectiva de tener una mujer a la que pudiese controlar. No creo que esperase que el jueguecito llegase tan lejos como hasta el altar, pero por improbable que parezca, siguió adelante y se casó con mi madre.
—Me largué de esa casa y prometí no volver nunca —me contaría más adelante mi madre, incorporada en la cama de la residencia y riéndose al recordar.
—¿Por qué te ríes?
—Porque tuve que comerme mis palabras. Apenas duramos un año. Nos mudamos a East Hills, a uno de esos pisos de protección oficial que el gobierno estaba construyendo entonces. Me quedé embarazada de ti bastante rápido y durante esos nueve meses todo fue bien. Pero ¡nada más tenerte el tipo se convirtió en Jekyll y Hyde! Empezó a beber, a gritarme y a pegarme. Iba por ahí diciéndole a todo el barrio que yo era una bruja vudú y que por eso estaba coja. Todo el mundo lo creyó. Nadie me dirigía la palabra.
Empezó a apagarse. Apartó los ojos de los míos y se le vidrió la mirada.
—Y ese horror, ¿durante cuánto tiempo…?
—No mucho. Estabas a punto de celebrar tu primer cumpleaños cuando, una tarde, llegó a casa del trabajo borracho. Tú estabas en la cuna, llorando porque tenías fiebre. Fue y te agarró, te zarandeó de un brazo y luego te dio unos azotes y te meneó tan fuerte que pensé que se te iba a partir el cuello.
—¿Y qué hiciste? —le pregunté.
—¡Te saqué de allí, por Dios bendito! ¡Vamos que si te saqué! Apañé la bolsa con tus cosas y una maleta y llamé a la tía Dot para que viniese a por mí.
—Pero si la odiabas…
—No la odiaba. Pero… No tenía nada, no tenía a nadie más. Bill se había convertido en un peligro para mi bebé. Tenía que protegerte.
Los ojos se le llenaron de lágrimas al recordarlo.
—No llores, mamá. No pasa nada.
—Sí, sí que pasa. Porque juré que no iba a volver nunca y no pasó ni un año y ahí estaba la tía Dot mirándome con esa sonrisita de «te lo dije». Aunque tenía razón. Tuve que comerme mis palabras.
Pasaron cinco años enteros hasta que mi madre logró huir de nuevo de la Casa Grande. Así fue como viví aquellos años decisivos de crecimiento personal en una casa llena de mujeres: mi madre, mi abuela, la tía Dot, Karen y Sharon. Mi madre y yo compartíamos la buhardilla, que nos ofrecía un mínimo de privacidad y la oportunidad de estrechar lazos entre madre soltera e hijo, lejos de la religiosidad tóxica que permeaba el resto de aquel hogar y que condenaba todos nuestros impulsos y deseos humanos. Dicha religiosidad conformaría los cimientos de la vergüenza y del autodesprecio interiorizados que he pasado toda la vida intentando purgar. La mejor manera que tengo de sobrellevar esos sentimientos es centrarme en mi arte, trabajar en exceso, mantenerme ocupado todo el día todos los días, para evitar verme de pronto en ese abismo emocional que solo parece agrandarse conforme envejezco.
En cualquier caso, los cimientos son casi imposibles de desplazar y, si escarbas lo suficiente, te darás cuenta de que siempre están ahí, bajo cada paso que das.
En 1976 mi madre y yo nos mudamos a un apartamento de dos habitaciones en el Hill District de Pittsburgh, un barrio que lleva más de un siglo siendo el epicentro de la comunidad negra en esa ciudad de Pennsylvania. August Wilson, el dramaturgo ganador de un Pulitzer y natural de Pittsburgh, inmortalizó el lugar con su serie de obras Pittsburgh Cycle, todas ambientadas allí. Se rumorea que la serie de televisión Hill Street Blues también se inspiró en esa zona, dado que su creador, Steven Bochco, fue alumno de la afamada Escuela de teatro de la Universidad Carnegie Mellon, en la parte baja del barrio. En cualquier caso, nuestra mudanza supuso una independencia lograda con mucho esfuerzo y un nuevo comienzo para mi madre.
Y también para mí. A los pocos días empezaba el colegio en un centro desconocido. Pese a que gran parte de mi infancia se mantiene borrosa, recuerdo aquel primer día de colegio con una nitidez abrumadora.
Tenía miedo, aunque al mismo tiempo estaba emocionado. Me encantaban los conjuntos que mi madre me había comprado el día antes en los grandes almacenes Sears & Roebuck. La marca Garanimals tenía un sistema para combinar las prendas: solo tenía que buscar los animales que salían en la etiqueta y emparejarlos. Mi madre me compró cuatro juegos: el de la jirafa, el del oso, el del león y el del tigre. Yo quería también el del mono, pero mi madre se negó. Me dijo que no quería que me pusiera nada que tuviese que ver con monos.
Mi madre estaba triste. Siempre lo estaba. Yo solo quería protegerla de la gente mala que se reía de cómo caminaba. No podía evitar andar como lo hacía. No era su culpa, había nacido así. Y mi madre siempre decía que Dios no cometía errores, así que ella había nacido como se suponía que debía ser. ¿Por qué la otra gente no lo sabía? ¿Por qué no la dejaban en paz?
—Baja la cabeza, niño, que vamos a llegar tarde ¡y sabes que odio ser una tardona!
—¡Ya estoy! —dije. Le agarré la mano y agaché la cabeza.
—Padre, en nombre de Jesucristo te damos las gracias, Señor, por nuestra vida, por nuestra salud y por nuestra fuerza. Gracias por la ropa que llevamos, por el techo que nos cubre y por la comida que ponemos sobre la mesa. Gracias por bendecirnos con el despertar de un nuevo día. ¡Bendito seas, Señor!
A mi madre empezaron a temblarle las manos. A menudo le temblaba todo el cuerpo. No podía controlarlo, los temblores aparecían y punto. Cuando estaba triste, temblaba; cuando estaba feliz, temblaba; cuando estaba nerviosa por algo, temblaba mucho. Ese día se estremecía entera.
—Dios mío, te pido que bendigas a mi niño en su primer día de colegio. Dale la fuerza, la concentración y el valor necesarios. Ábrele la mente, Señor, y ayúdalo a aprender y a retener todas las lecciones, pues sabemos que la educación es la clave del éxito en esta vida. Y, por favor, mantenlo alejado de todo mal, daño y peligro. Te pedimos estas y todas las bendiciones en tu nombre y en tu gloria. Amén.
—Amén —repetí, y le di un último apretón.
Caminamos de la mano por la avenida Wylie hasta la escuela, que parecía un castillo en la cima de una colina. Aquel reino estaba rodeado por una valla de acero verde, del color de la espuma de mar, con pinchos arriba y abajo. En el filo inferior de la valla alguien había colgado un bebé muñeco que permanecía allí, solitario, con la cabeza empalada entre las varillas y el suelo.
Al ir hacia la entrada principal, donde había muchas madres merodeando con sus hijos, pude sentir la tensión de la mía. Cuando estaba rodeada de demasiada gente se ponía nerviosa y se le acentuaban los temblores. Le agarré la mano con más intensidad para calmarla y me devolvió el apretón con todas sus fuerzas. La gente nos miraba boquiabierta, niños y madres por igual, susurrando y señalándonos como si fuéramos un espectáculo de variedades.
—¡Esa mujer anda raro!
—Puaaaj… ¡Parece retrasada!
La multitud se abrió como el mar Rojo. Mi madre hizo caso omiso del alboroto; había llegado a dominar muy bien el arte de aislar el ruido. Cuando llegamos a la puerta de mi clase, se agachó para quitarme una pelusa imaginaria del hombro y me colocó el cuello de la camisa por última vez.
—Ven directo a casa después de clase, ¿vale?
—Sí, mamá.
—Es un camino recto, cuesta abajo, calle arriba.
—Ya lo sé.
—¿Te parece bien ir solo? Porque puedo volver y…
—Estaré bien solo —la interrumpí.
La gente nos miraba. La mano de mi madre se contrajo involuntariamente y me apretó el hombro.
—¿Tú vas a estar bien, mamá?
La miré a los ojos tristes y la abracé por la cintura.
—Mamá está bien. —Me acarició la coronilla—. No te preocupes por mí lo más mínimo, ¿vale? Mamá está bien.
Los primeros veinte minutos del día fueron prometedores. El aula era luminosa y estaba animada. La maestra era una señora agradable con un vestido estampado muy bonito. Me gustaban las imágenes y los gráficos de las paredes, con las letras del alfabeto, los días de la semana, las estaciones del año.
Sin embargo, al poco nos llevaron en rebaño por el pasillo hasta el gimnasio, donde un hombre con un silbato colgado al cuello nos puso en fila sobre un banco. Nos explicó la importancia de una buena condición física y anunció una evaluación inicial. Nos iría llamando por lista y haríamos una prueba individual de dominadas.
Primero llamó a las niñas. Una a una, fueron pasando y subiéndose a la caja de madera que había debajo de la barra de dominadas, a la que se agarraban con ambas manos para dar un salto y quedarse en el aire. Ninguna logró impulsarse hacia arriba. A continuación, los niños. El primero consiguió alzar la cabeza sobre la barra no una, sino cuatro veces. Después fueron saliendo los demás y todos tuvieron cierto éxito. Todos pudieron hacer al menos una dominada. El más alto, más fuerte y mayor de la clase (que había repetido curso ¡dos veces! y era de los que se habían burlado de mi madre esa mañana) hizo diez dominadas seguidas, con unos movimientos fluidos y preciosos. Aunque ardía con la furia que me generaba recordarlo señalar a mi madre y reírse, supe admirar la facilidad y la seguridad con la que se encaramaba por encima de la barra una y otra vez.
Me llamaron el último para hacer la prueba. Con valentía, eché mano de la barra como todos los demás y salté de la caja. Y ahí me quedé colgando, como el gatito de un cartel que había visto en el pasillo. Tiré con todas mis fuerzas y asesté patadas al aire en un esfuerzo por impulsarme, pero a los pocos segundos me di cuenta de la espantosa realidad: no era lo bastante fuerte para hacerlo.
El estómago se me llenó de un ácido que me recorrió los brazos. Aquella horrible desgracia no podía estar pasándome a mí, era imposible. ¡Seguro que conseguía hacer al menos una dominada, como los demás niños! Saqué toda la fuerza que tenía dentro, con la mirada desquiciada y la cara retorcida en una mueca, pero sin éxito. Los niños estallaron en una risa salvaje cuando caí a la colchoneta, derrotado.
—¡Ajajaja, nenaza marica! —se burló con desprecio el niño alto.
Marica. Nunca antes había escuchado esa palabra. Fue como si me chupasen todo el aire de los pulmones. El sudor me brotaba en la frente y bajo los brazos mientras intentaba no hiperventilar.
—Pero ¡si tiemblas igual que tu madre!
Era cierto. Me temblaba el cuerpo entero. Me encontraba mal y quería irme a casa.
La noticia de mi humillación con las dominadas se extendió por el colegio como una plaga. Conforme avanzó el día, fue evidente que nadie iba a dirigirme la palabra. En la cafetería coloqué mi almuerzo sobre una mesa vacía y comí allí solo. Había albergado la esperanza de que esa escuela fuese distinta a la Casa Grande, distinta a mi barrio, distinta al jardín de infancia, pero allí también era ya un marginado. Aguanté como pude el resto de la tarde, aferrándome a lo que me quedaba de dignidad, aliviado solo cuando oí el timbre que indicaba el final de la jornada escolar.
Pero el alivio duraría poco. Fuera del edificio se habían reunido muchos de los niños de la clase de gimnasia para bloquearme el paso. ¿Me estaban esperando a mí? ¿Para meterse conmigo? Le había dicho a mi madre que no me recogiera, así que tendría que dejarlos atrás yo solo.
Reuní todo el valor que tenía y me animé a avanzar en su dirección con la mirada fija en el suelo, y entonces, de repente y sin previo aviso, el niño alto me dio un empujón muy fuerte. Di contra el suelo y caí cuesta abajo. Traté de frenar, pero no pude: el mundo era un borrón de hierba, cielo y tierra, e incluso dentro de esa mezcla confusa de pánico y dolor fui consciente de las risas que flotaban a mi alrededor. Al parecer, todos los demás niños se estaban burlando de mí. Carcajadas, risotadas, risitas y… ¡BAM!
Di con el lado izquierdo de la cara contra la parte inferior de la verja y sus pinchos de acero. Pasados unos segundos de aturdimiento, intenté recomponerme y levantarme, pero no podía. Estaba encajado, empalado como un insecto en un alfiler, con uno de esos pinchos atravesándome la cabeza. El bebé muñeco y yo cruzamos miradas. Y entonces me envolvió la oscuridad.
Me desperté en la habitación de un hospital con mi madre al lado.
—¿Mamá? —susurré.
—Shhh, cariño. Ahora ya estás bien. Te caíste por la cuesta.
—No me caí.
—¿Qué pasó?
—Un niño grande me empujó muy fuerte.
El dolor esbozado en la cara de mi madre me afectó más que las palpitaciones de la cabeza. La voz se le quebró al preguntarme:
—¿Por qué, hijo?
Me encogí de hombros. Notaba el lado izquierdo de la cabeza tenso e irritado, como si alguien me lo hubiese llenado de grapas. Cuando traté de incorporarme, el dolor me cortó la respiración.
—Túmbate, cariño. Ya estás bien.
—Me duele la cabeza.
—Tienes puntos.
Alargué la mano para tocarme las suturas.
—¡No te los toques! El médico dice… que intentes no tocarlos.
Empecé a llorar.
—Perdón, mamá.
—No tienes que pedir perdón por nada, hijo.
Pero yo sabía que sí. Esa cosa que fallaba en mí iba a ser visible allá donde fuese, y ningún comienzo nuevo supondría diferencia alguna.
No quería volver a la escuela al día siguiente, pero mi madre no me lo permitió.
—Tienes que ir, cariño. Tienes que recibir educación. Es tu única salida.
—Pero es que no me gusta.
—Lo sé. Mamá también tiene miedo a veces.
—Allí no le caigo bien a nadie. Me llaman cosas. Quieren pegarme.
—¿Qué es lo que te llaman?
—Sarasa. Nenaza. Marica.
Mi madre apartó la mirada un momento. Se le arrugaron los labios y se concentró en su mundo interior. Me di cuenta de que estaba buscando las palabras adecuadas. Y entonces, de repente, parecieron venirle a la mente: los ojos se le iluminaron y me miró.
—A Cristo lo crucificaron, cariño. Tú vas a estar bien —me dijo.
Solo había un lugar en el mundo en el que la gente me viese con aprobación, admiración e incluso respeto. Ese lugar bendito era el coro de la iglesia baptista Friendship. Canté mi primer solo con cinco años, en la celebración anual del Domingo de Pascua, cuando interpreté His Eye Is on the Sparrow con mi voz clara de garganta abierta, mi voz soprano de niño de coro gospel. Ese día fue toda una revelación. De pie en aquel santuario, dejando que la canción fluyese a través de mí, me pareció ver una onda extenderse por toda la congregación, como una corriente eléctrica. Cuando me puse a cantar, el ambiente se cargó de energía y algo se alteró en los adultos que me rodeaban. El miedo y la vergüenza abandonaron sus ojos y todos alabaron lo que consideraban un don formidable que el Señor me había dado. Dios me había agraciado con el don del canto y eso me hacía especial.
Después de ese solo me apodaron Lil' Preacher Man, el Pequeño Predicador. La hermana Walker, la nueva directora musical, me invitó a unirme al coro de adultos. Y así, un año después, en mitad de mi desastroso primer curso escolar, el único punto de luz era la promesa del concierto anual del coro. Asistí con mi madre, durante meses, a todos los ensayos de sábado por la tarde. Me había aprendido mis partes con facilidad y cuando al fin llegó ese día tan esperado, estaba más que listo.
Temblando de emoción, me coloqué en la fila junto al resto del coro, en la escalera que daba al altar. La hermana Walker había decidido cambiar nuestras túnicas tradicionales por un conjunto sencillo en blanco y negro: los hombres llevaban trajes negros, camisas blancas y corbatas negras; las mujeres vestían faldas negras y blusas blancas. El órgano sonó y los integrantes del coro iniciamos nuestro desfile por el pasillo, balanceándonos de un lado a otro en el segundo y cuarto compás. La hermana Walker presidía desde el centro del altar, de cara a la congregación que nos recibía en pie con un fervor santo.
Yo avanzaba justo detrás de mi madre y delante de otra hermana. Lo iba dando todo mientras cantaba por el pasillo, con el corazón lleno de alegría y el pecho henchido de orgullo. «¿Veis? Tengo un don. Sé cantar. No me pasa nada malo». No alcanzaba a ver más allá de las cinturas del resto, así que iba mirando con alborozo el derroche de alta costura eclesiástica que me rodeaba: por el rabillo del ojo, a cada paso, captaba abrigos centelleantes y faldas de tubo, cinturillas altas y culos igual de altos, tocados elaborados y abanicos tipo paipái con la imagen de Martin Luther King con un halo en la cabeza o de un Jesucristo negro.
De forma tan repentina como el relámpago que cae sin aviso de tormenta, ¡ZAS!, me vi expulsado de aquella alegre procesión hacia uno de los bancos laterales. Ante mi grito de alarma, una mano me cubrió la boca con fuerza.
—¡Sal de entre los pies de los adultos, niño!
Aterrorizado, levanté los ojos y vi la mirada implacable de la hermana Freeman.
—Pero yo… yo soy el Pequeño Predicador… Se supone que tengo que cantar con…
—¡Calla ya, niño! ¡A los críos se los tiene que ver, pero no oírse!
La hermana Freeman me agarró con violencia por los brazos y me sentó con un golpe en el banco de madera.
Desesperado, intenté por todos los medios captar la atención de mi madre o de la hermana Walker, pero nadie se percató de mi ausencia, o quizá a nadie le importó. Solté un gemido. La hermana Freeman me dio un golpe seco en la boca, como a un preso que trabajara engrilletado entre muchos otros, y tampoco entonces nadie hizo nada; ni mi abuela, ni la tía Dorothy, ni siquiera mi madre, que seguía de pie en la primera fila de la sección de sopranos mientras me veía allí, preso de aquella extraña. El concierto continuó sin mí, atrapado en aquel banco junto a una mujer monstruosa a la que yo ni conocía, como si esa infracción no estuviese ocurriendo a la vista de toda mi familia, del coro, de la congregación y del propio Jesucristo.
Me pasé el concierto entero soltando lágrimas a borbotones. De todas las traiciones dolorosas que había sufrido en mi corta vida, ninguna me había hecho tanto daño como esa.
Y aun así, aquel horrible incidente me enseñó una lección básica y necesaria. Una verdad difícil de tragar se me clavó muy dentro ese día, tan permanente como aquel pincho de hierro de la valla del colegio: que un escenario me perteneciese por derecho no significaba que me fuesen a permitir ocuparlo. La hermana Freeman fue la primera persona en sacarme de un lugar prominente que me había ganado yo mismo, pero ni muchísimo menos sería la última. Ese día aprendí que si quería quedarme en un lugar así, tendría que luchar por ello, librar una batalla feroz e infatigable con todo mi corazón, mi alma y mis fuerzas.
En cualquier caso, en aquel momento me sentí vencido, ignorado y totalmente invisible. Nadie había dado un paso al frente para rescatarme y nadie iba a hacerlo. Mi madre me quería, pero carecía de poder en este mundo; tenía poco más que yo. Lloré en aquel banco hasta que tuve la sensación de que me habían escurrido el cuerpo entero como un trapo, entonces me di cuenta de que mi yo más sensible ya estaba bajo asedio: marcado y marginado, separado, silenciado y apartado.
Sin protección.
Dice que no me comunico. Dice que nuestra relación es tóxica. Y quizá lo sea. En realidad, sé que lo es. Ni siquiera podemos estar juntos en la misma habitación sin destrozarnos, en todos los sentidos. Cuanto más empuja él, más me retiro yo. Estoy al borde de la aniquilación personal permanente. Soy como una de esas casas viejas y desvencijadas que guardan secretos bajo las tablas del suelo. Secretos, mugre o caos. ¡Caos! ¡Caos! ¡Caos! Soy un puñetero caos y no tengo tiempo para ser caótico. La mierda se arremolina a mi alrededor demasiado rápido. Entrevistas, sesiones de fotos, galas benéficas,The Twilight Zone, trabajos como presentador, Hombre del Año de GQ en Alemania… ¡Ahora esta zorra es internacional! Premios Emmy y portadas de revistas… El año 2019 ha sido como salir disparado al espacio exterior en el Challenger de la NASA en 1984; sí, la nave esa que estalló y se hizo añicos ante los ojos del mundo entero. Eso es lo que siento por dentro. Como si algo no funcionase bien, como si me viese propulsado hacia el olvido y existiera la posibilidad de saltar por los aires en cualquier momento. A lo mejor eso es lo que quiero en realidad, ¡evaporarme en el puto aire! Como si nunca hubiese estado aquí.
Respira, cariño. Sigue respirando. ¡La vida es bella! Has conseguido llegar muy lejos, reina, ¿qué vas a hacer, rendirte ahora? No estás más loco que cualquier otra persona de este mundo. No eres nada nuevo. Supérate y asúmelo. Ponte de una vez los putos pantalones largos y compórtate como alguien de cincuenta años. No tiene sentido que Dios te haya traído tan lejos sin un plan… Ya estamos con el temita de Dios. Ni siquiera sé si creo en el cielo, en el infierno o en la eternidad. A ver, en serio, ¡una eternidad, para cualquier cosa, suena fatal! Mi abuela decía: «Tienes que creer en algo o te tragarás cualquier cosa». En eso creo yo. Creo en el amor. Creo en el encanto, en los sueños. Soy la prueba viviente de que todas esas cosas existen. Pero lo de Dios… Ese concepto hace que vuelva a sentirme abandonado. Siempre me he sentido así. Utilizado. Dios se usa como herramienta de control. No me gusta lo que han hecho los seres humanos con la idea de Dios. A lo mejor Dios no existe. A lo mejor los humanos solo estamos aquí abajo jodiéndolo todo y, cuando el universo se canse del experimento de la evolución, el mundo implosionará sin más.
¿Cómo lo dejo entrar? ¿Cómo voy a aprender de verdad a recibir amor? ¿Cómo puedo confiar en que sea algo incondicional? Y si no me siento seguro, ¿cómo voy a comunicar mis necesidades? No puedo seguir así. No puedo vivir llevando puesta la armadura del control. Equilibrando lo profesional y lo personal. He sido capaz de salir adelante, de compartimentar, de solucionar las cosas de forma individual… Más o menos. Pero aquí estoy, hecho un caos, ¡y a mí el caos no me gusta! ¡Yo arreglo cosas! Soluciono mierdas. Pero esto… esto no puedo arreglarlo. Ya llevo casi cuarenta años intentando arreglarlo. Lo peor es que sé que tiene razón. Él me conoce, me conoce de verdad, y para mi constante sorpresa (que oculto), incluso parece que me quiere. Entonces ¿por qué necesito mantenerlo a cierta distancia? ¿Por qué no puedo dejarlo entrar? Si soy sincero conmigo mismo, sé que algo en mí va mal, que soy incapaz de funcionar con eso llamado intimidad, que siempre me ha aterrorizado el amor de verdad, siempre he estado corriendo, enmascarado bajo una fachada, escondiéndome. Y sé por qué. Siguen quedando capas por retirar. Es algo que no desaparece nunca, y no hay un día en el que se haga más fácil de sobrellevar. No pasa ni un día. Ni. Un. Puto. Día. Mi sanación está cerca, mi siguiente capa de sanación, quizá. Dice que no me comunico. Y tiene razón… La siguiente fase llega aún más hondo… No puede ser de otra manera. El siguiente nivel de sanación ya está aquí. Ha llegado el momento.
Tras varios meses de cuidadosa supervisión, el «buen médico blanco» emitió un veredicto.
—Billy es buen niño —le explicó a mi madre—. Solo tiene usted que meter a un hombre en casa que le enseñe a ser más masculino.
Lo dijo como si un hombre fuera algo que mi madre pudiese adquirir a voluntad, como un artículo de catálogo, y no una posibilidad muy remota para una madre soltera y beata sin ingresos y con una enfermedad degenerativa.
Aun así, al año de recibir esta prescripción para el sano desarrollo de mi persona, mi madre estaba en el altar con el señor Bernie Ford, mientras yo avanzaba por el pasillo con dos alianzas de oro sobre un cojín de raso.
Bernie era un hombre amable y, durante los primeros meses, me emocionaba tanto tenerlo en casa que amanecía todas las mañanas como en Navidad. No guardaba ningún recuerdo de mi padre; William Porter no había vuelto a aparecer en mi vida desde que mi madre se marchó. De hecho, se había vuelto a casar y estaba criando a tres hijastros en la otra punta de la ciudad. Los demás niños del colegio y del barrio tenían padres, hombres que conducían el coche de la familia, que hacían reparaciones en casa, que sabían manejarse con una caja de herramientas, que se ocupaban de la barbacoa en verano. Yo sentía una punzada muy honda por dentro cada vez que veía a un padre con su hijo lanzándose un balón, organizando el garaje o marchándose juntos de la ciudad para ir a pescar.
Con la incorporación de Bernie a nuestra familia, nosotros también teníamos a un hombre en casa. Fue como hacerse rico, como recibir una fortuna repentina que me generaba una continua y agradable sensación de sorpresa. Por fin, después de todos aquellos años, aparecía alguien que facilitaba el camino de mi madre en la vida: cambiaba el aceite de la caldera, le llevaba el coche al taller y acercaba el cubo de basura al bordillo. Bernie era una persona sociable y agradable, y dedicaba tiempo a enseñarme cosas, cosas de hombre, como poner clavos, cortar el césped o cambiar una rueda.
Yo había crecido rodeado de efectos personales femeninos: vestidos, enaguas, rizadores de pelo, lociones, perfumes y pintalabios. Esos objetos me intrigaban y me tentaban, pero las cosas de Bernie me excitaban de una manera distinta. El mero hecho de tener cosas de hombre tiradas por casa me llenaba el pecho de felicidad. Los tirantes en el respaldo de una silla, la caja para la limpieza de los zapatos en el armario del pasillo, el uniforme de guarda de seguridad colgado en el perchero. Me encantaban los distintos aromas asociados a él: aceite de motor, hierba recién cortada, desodorante Old Spice. Me encantaban sus camisas de trabajo ligeramente gastadas y sus pantalones meticulosamente planchados. Me encantaba oírlo hablar sobre los partidos de los Pirates o de los Steelers con los vecinos de arriba: su hermano David, que vivía en el apartamento de la segunda planta, y el señor Ray, que ocupaba el apartamento de un dormitorio de la tercera planta. En retrospectiva, he de decir que Bernie era un adelantado a su tiempo en cuanto al aprovechamiento de su propia casa para espacios de alquiler. Que no se me malinterprete: en nuestra casa no había lujos ni nadie se dedicaba a especular, pero el alquiler que recibíamos de nuestros dos inquilinos suponía una gran ayuda económica.
Las mujeres de mi familia habían cortado por lo sano su relación con los hombres antes de la llegada de Bernie. Todas —mi madre, mi abuela y la tía Dot— habían estado casadas en algún momento, e incluso seguían conservando los apellidos de sus antiguos maridos, pero eso era lo único que quedaba de ellos. Nunca supe siquiera el nombre de mi abuelo; me lo dijeron una vez, pero se me olvidó. A los hombres no se les mencionaba ni se les prestaba atención ni se confiaba en ellos. Aunque de Bernie sí se fiaban.
Una vez más, un hombre fue el billete de salida de la Casa Grande. Bernie, mi madre y yo nos mudamos al barrio de East Liberty justo antes del comienzo de mi segundo curso escolar en la Lemington Elementary School. Nuestra calle era un espacio residencial agradable que lindaba con un parque urbano. En el interior de esa extensión amplia y salpicada de árboles había un campo de béisbol completo, zonas de juegos y, lo mejor de todo, una piscina comunitaria; la veía por la ventana de mi habitación, así que fingía que teníamos piscina en el patio trasero de la casa, como la gente blanca de la tele.
Mi entorno había mejorado, aunque mi estatus social no. El acoso en la escuela Lemington era igual de predominante e incesante. A esas alturas parecía que, nos mudásemos o cambiara de colegio, no habría ninguna diferencia; era como si estuviese marcado de un modo que yo no entendía, de un modo que invitaba al abuso.
—Pon la otra mejilla —me decía siempre mi madre como respuesta al acoso.
Empezaba a primera hora, todos los días. Un niño que se llamaba… Bueno, llamémoslo DaShawn. Ese niño me buscaba la mirada. Levantaba la mano cerrada en un puño e imitaba el acto de golpearse ambos ojos para enseñarme el trato que me tenía reservado. «Después de clase, después de clase…», gesticulaba con la boca. Yo ya sabía por experiencia que aquello no era una amenaza vacía. El miedo y el terror se me asentaban en el estómago, una quemazón ácida que me era muy familiar.
Un día en concreto, DaShawn me buscó fuera durante el recreo. Ahí estaba yo, haciendo mis cosas de negro sin meterme con nadie cuando de repente se me plantó delante, flanqueado por su hermana y otras dos niñas del barrio.
Las hermanas Jackson vivían en mi misma manzana. Fueron las primeras personas de mi edad que conocí cuando me mudé a East Liberty. Me recibieron en el barrio con amabilidad y lo que prometía ser una amistad verdadera. Nos estuvimos bañando en la piscina a diario, todo el verano.
—¡Has llamado zorra a mi madre! —me espetó DaShawn.
—¡¿Qué?! —respondí aturrullado y escandalizado—. Eso no es verdad. ¡Y yo nunca digo palabrotas! ¿Quién te ha contado eso?
La mayor de las Jackson se cruzó de brazos y me fulminó con la mirada.
—¡He sido yo, zorra!
—¡Te voy a reventar! —bufó DaShawn.
Me pilló de sorpresa que las hermanas Jackson hubiesen malmetido contra mí; estaba sorprendido y confuso, después de lo agradables que habían sido conmigo todo el verano.
—Voy a esperarte a la salida para machacarte, zorra —me advirtió DaShawn.
De nuevo en clase tras el recreo, la concentración se me vino abajo. Todo parecía estar desarrollándose a cámara lenta. El mero hecho de ir hasta el sacapuntas eléctrico que había al fondo del aula era como intentar abrirme paso entre arenas movedizas. No podía pensar en nada más que en planear una ruta alternativa para irme a casa y que así DaShawn y las hermanas Jackson no me viesen.
«¿Por qué esa niña ha dicho esa mentira sobre mí?», me preguntaba. Había sido muy bueno con ella todo el verano. Habíamos jugado juntos a las tabas. Ella me había enseñado a saltar a la comba doble. ¿Qué había cambiado? Yo no habría llamado zorra a la madre de nadie. Ni siquiera sabía lo que significaba esa palabra.
Empecé a sudar. El corazón me iba a mil. Las manos me temblaban tanto que no tuve pulso ni para el examen de caligrafía. Me encantaba escribir en cursiva; era un tipo de letra precioso y los profesores siempre elogiaban mi caligrafía. Pero ese día no lograba controlar el lápiz y me estaba saliendo irregular y horrible. Como la de mi madre.
Cuando sonó el timbre que indicaba el final de las clases, corrí disparado al baño de niños y me quedé encogido de miedo en uno de los cubículos, sentado sobre la tapa del inodoro, con las piernas arriba y la mochila apretada en el regazo para pasar inadvertido. Respiraba agitadamente. El ruido de los niños gritando, enloquecidos por salir de la escuela, retumbaba en todo el espacio. Oí los portazos de las taquillas y los pies que golpeaban los pasillos. Esperé al menos quince minutos, quizá veinte, hasta que aquella cacofonía se apagó. Cuando por fin reuní el coraje para salir, me escabullí hasta fuera y exploré con la mirada el césped que había a la puerta del colegio. Por suerte no vi a nadie. Y estaba lloviendo. ¿Quién iba a querer pegarme bajo la lluvia? «Pero no voy a arriesgarme», pensé, y puse rumbo al camino de atrás, que era el doble de largo. Pero pasé un detalle por alto: el otoño había desprovisto a los árboles de sus hojas, lo que dejaba mi ruta a la vista de los ojos vigilantes de mis depredadores.
—¡Te estoy viendo, zorra! —bramó DaShawn.
Me quedé helado. Miré hacia el parque de juegos que había más abajo y allí estaban, esperándome junto a las barras de colgarse.
Eché a correr a través de los matorrales, derrapando y patinando con las hojas húmedas del suelo. Los arbustos espinosos me clavaban sus púas en la ropa. Una rama desnuda me dio un latigazo en la cara y me hizo perder el equilibrio. Me resbalé con las hojas y golpeé el suelo con el coxis. Gimiendo de dolor, seguí resbalando hasta la mitad de la pendiente, empapado, embarrado, sudoroso, con el corazón fuera del pecho, pero sin tiempo que perder.
DaShawn y sus secuaces corrían hacia mi casa desde la otra dirección. Tenía que llegar antes que ellos. Me levanté apoyándome en el barro y continué, concentrado en alcanzar la puerta lateral de mi casa primero. Si lograba llegar, mi madre estaría allí. Ella me protegería.
Me arranqué del cuello la cadena con la llave de casa. Estaba ya en el último tramo. Prácticamente había llegado. Levanté los ojos y vi a DaShawn doblando la esquina, con las hermanas Jackson siguiéndolo de cerca.
Me quedé petrificado. Él también. Cruzamos miradas.
Y entonces, como si alguien hubiese dado el disparo de salida, echamos a correr hacia la puerta de mi casa. Con el viento a mi favor y espoleado por el terror, conseguí ventaja, pero justo cuando alcancé la puerta y encajé la llave en la cerradura, DaShawn me dio un fuerte empujón desde atrás. La puerta lateral se abrió y perdí el equilibrio, aterrizando con la cara en las escaleras de la entrada que había ante mí.
—¡Aaaaaauuu! —aullé.
Me llevé las manos a la cara.
—¡Billy! Dios mío, ¿qué ha…? —Oí decir a mi madre desde la otra habitación, en voz alta y asustada.
Me di la vuelta y ahí estaba DaShawn, de pie en el descansillo.
—¡Aaaaaauuu! —bramé.
Un bramido gutural, animal. DaShawn seguía allí con una sonrisa de satisfacción, ni alarmado ni inquieto. En su rostro desdeñoso solo había diversión y desprecio.
—¿Qué piensas hacer, MARICÓN?
Esa palabra otra vez. ¿Era esa palabra la que volvía a la gente contra mí? ¿La que enfurecía a todo el mundo como si fueran perros de presa? ¿Qué significaba? Me palpitaba la cabeza. Me tambaleé hacia la cocina justo cuando Bernie salía a zancadas de allí.
—¿Qué te ha pasado, hijo?
—¡Que quieren pegarme! ¿Por qué todo el mundo quiere pegarme? —dije, llorando.
Con la mirada encendida, Bernie se agachó hasta que sus ojos estuvieron a la altura de los míos.
—¡Pega tú también, Billy! ¡Sal ahí fuera y pégales!
Me quedé mirándolo, con los ojos abiertos de par en par, sorbiéndome la nariz.
—Pero mamá dice que ponga la otra mejilla.
—¡Me da igual lo que te haya dicho tu madre! —vociferó Bernie—. Sal ahí ahora mismo y dale en la boca. ¡Pégale tú también y te dejará en paz!
«¿Pegarle yo? ¿Con qué, con la comba doble? Nadie me ha enseñado a pelear ni a protegerme. ¡Nadie!».
Entonces apareció mi madre en la cocina. Reconocí el terror en su cara; terror y algo más, algo parecido a la resignación. Como si el auténtico problema estuviese en quién y qué era yo, y no en la violencia desatada sobre mí como respuesta a ello.
—¡Ay, Dios mío, estás sangrando! —gritó.
La voz le subió de tono y se le quebró de la impresión. Me miré las manos. Solo veía rojo.
Me quité la mochila de la espalda y la tiré al suelo. Luego volví sigiloso a la puerta lateral a buscar a DaShawn y… ¡Seguía allí! Con una mueca burlona, riéndose de mí. Y al ver su cara de engreído algo hizo clic en mi interior.
Me tiré sobre él como el cisne que había visto en el canal de naturaleza, un cisne macho que masacraba a un intruso. Salimos disparados del descansillo de cuatro escalones y caímos contra el camino de gravilla que daba a la casa. La fuerza de mi placaje pilló a DaShawn tan desprevenido que estuvimos rodando por el suelo hasta que el impulso acabó dejándolo a él bocarriba, con todo el peso de mis cuarenta kilos encima, a horcajadas.
¡Rojo! ¡Rojo! No veía nada nada más que rojo mientras la sangre me goteaba por la nariz y salpicaba la cara de DaShawn. No oía nada. No veía nada. No paraba de aporrear y de rezar… aporrear y rezar.
De repente, una voz penetró mi trance, un chillido de desesperación. Era la voz de mi madre, alta e histérica. «¡Billy, para! ¡Para, hijo, por favor, para! ¡Vas a matarlo!».
Me sacudí la nebulosa carmesí y descubrí a DaShawn clavado debajo de mí, con las hermanas Jackson mirando, paralizadas por el terror y la incredulidad. Mi madre se retorcía las manos, con angustia en la mirada.
Sin embargo, junto a ella estaba Bernie. Al principio, su expresión me resultó tan ajena que no supe cómo interpretarla. Hasta que me dedicó un mínimo asentimiento de cabeza y me di cuenta de que era aprobación.
El maricón había ganado.
«¿Señor Porter?».
Levanto la vista de las notas y el asistente de vuelo (un jovencito monísimo, negro y queer) se asoma tímido a mi asiento. Cuando une las manos en gesto de súplica, me percato de que está temblando. Eso me desarma.
«No pretendo interrumpirlo en un momento de privacidad ni robarle tiempo. Solo quería decirle que su presencia en este mundo es una bendición del cielo».
Más adelante, este muchacho publicará en sus redes sociales que fui de lo más encantador, como si hubiese tenido que recurrir a mis mejores modales y hubiese reaccionado de forma tolerante a otra interrupción más de mi soledad y mi trabajo. Lo que ese joven no puede saber de ningún modo es que cuando le dedico mi sonrisa más luminosa y le tiendo la mano, y le agradezco sus palabras y le digo que gente como él es la que me mantiene en pie, lo que me mueve es la verdad más sincera y sentida. Este tipo de encuentros me levantan el ánimo y me dan una fuerza enorme. No tengo palabras para agradecer tanta fe y tanto apoyo. Y agradezco también poder librarme, aunque sea por un momento, de los pensamientos lúgubres que me remiten a la época en la que mi propia naturaleza era mi lastre.
Mi exitosa trifulca con DaShawn cimentó mi confianza en Bernie. Como he mencionado, en mi familia ya lo trataban como a un héroe. Se había ganado a todas las mujeres. Primero había rescatado a mi madre de su papel de Negricienta en la Casa Grande y ahora parecía estar haciendo lo imposible: convertirme en un hombre.
Por mi parte, yo estaba ansioso por recibir esa instrucción, por demostrar ser un aprendiz modélico. Adoraba a Bernie y me esforzaba por ganarme sus elogios. Entendía que él estaba ahí para guiarme, para darme «lecciones de hombría», y yo me sometía voluntariamente a sus enseñanzas. Bernie se tomaba la molestia de instruirme en destrezas básicas. Me enseñó a rastrillar las hojas otoñales de colores intensos, a recortar los setos y a echar sal y limpiar la acera cubierta de hielo en pleno invierno, para evitar que quienes paseasen por el barrio se resbalasen, se cayesen y nos demandaran. Me enseñó a lavarme la ropa solo. Me enseñó a preparar la hamburguesa perfecta: cebolla y pimiento verde mezclados con la carne picada, aderezado todo con la sal condimentada Lawry's. Me ayudó a manejarme con la caja de herramientas, instruyendo a mi yo de siete años en la diferencia entre un destornillador de punta Phillips y uno normal. Y me ayudó cuando, con catorce años y a punto de entrar en secundaria, se me hacía demasiado raro compartir habitación con una hermana diez años menor. Mi hermana y yo siempre hemos estado unidos, pero cuando éramos tan pequeños, la diferencia de edad nos impedía ser amigos de verdad. Y aunque esperaba con impaciencia el día en que mi hermana cumpliese dieciséis años y pudiéramos salir por ahí juntos, Bernie y yo hicimos una habitación privada para mí en el sótano. Menuda imagen: yo, con la cinta métrica, las gafas de trabajo, la motosierra y el nivel, midiendo al milímetro los tablones de madera y montando el armazón para dos paredes nuevas que se apoyaban en los dos muros exteriores de carga. Insisto con la imagen: mi culito de marica, midiendo y serrando los paneles de contrachapado que se convertirían en las paredes de mi habitación.
Bernie me enseñó a manejarme en el transporte público para que supiera llegar en autobús a casa de mi abuela, en Lawrenceville, cuando me tocase ir a ayudarla con el césped y los setos. Me enseñó a ser autosuficiente, a depender solo de mí, para no tener que hacerlo de nadie más. Mis lecciones de hombría estaban en todo su apogeo y yo las aprobaba con honores. Bernie era amable conmigo. Bernie se preocupaba por mí. Así que cuando sustituyó a mi madre como principal fuente de consuelo, lo acepté sin rechistar.
Durante años sufrí pesadillas. Los abusones de la calle y del patio del colegio me acosaban incluso en sueños. Cuando me despertaba berreando, con las sábanas empapadas en sudor, mi madre aparecía en mi habitación y se tumbaba junto a mí, sin más. Nunca hablaba. No hacían falta palabras. Su mera presencia era el único consuelo que yo necesitaba.
Una noche, con siete años, me desperté lloriqueando y en vez de mi madre fue Bernie quien vino a mi habitación. Igual que ella, se tumbó junto a mí sin decir palabra. Al principio me quedé desconcertado, deseando que fuese mi madre y no él, pero al poco su presencia se convirtió en un tipo de bálsamo distinto. Si antes era el calor maternal lo que me acunaba, en ese entonces me sentí rodeado y protegido por la fuerza masculina.
Las primeras veces que vino, Bernie se limitó a tumbarse a mi lado, como mi madre. Sin hablar, sin tocar. Solo el consuelo de la presencia y de la cercanía. Luego, una noche, se colocó de lado y me acercó hacia él, de forma que mi espalda quedó apoyada en su pecho. Acunado cerca de su cuerpo, volví a caer dormido en cuestión de segundos, con la misma sensación de paz y de felicidad de siempre. Me encantaba que me cubriese con el brazo, que su corazón latiese contra mi espalda. Me encantaba el aroma de su camiseta blanca interior recién lavada. Ningún terror nocturno podía alcanzarme con Bernie a mi lado. Porque tenía la protección de un hombre.
Y entonces llegó la noche en la que Bernie me sacó del borde del sueño para entablar «la conversación».
—¿Sabes algo de la cigüeña, las abejas y otros animales, hijo?
Yo tenía siete años.
—Creo… creo que sí.
—¿Crees que sí?
—Bueno. A veces doy de comer a los pájaros en el parque al salir de la iglesia —le dije—. Y el verano pasado me picó una abeja.
—Ah, ¿sí?
—Sí. Me dolió un montón.
—Claro. Lo siento mucho.
Me encantó esa conversación. Antes de Bernie, ningún hombre adulto se había tomado el tiempo de hablar conmigo con ninguna seriedad. Bernie me hizo preguntas y escuchó las respuestas. Parecía interesado en mis opiniones. De todos modos, cuando pasó un rato, retomó el tema que lo ocupaba.
—Hijo, cuando antes te he preguntado por la cigüeña y las abejas, no me refería a los animales que te puedes encontrar en el parque. Era una forma de hablar. Me refiero a algunas cosas que hacen las personas adultas para sentirse bien. He traído unas fotos para enseñarte con qué disfrutan los hombres adultos.
Y sacó un número de la revista Hustler. Los ojos se me abrieron de par en par al ver a una señorita blanca casi desnuda en la portada. Llevaba unas bragas transparentes y unas medias que solo le llegaban a los muslos. Yo sabía que ese era el tipo de cosas que mi madre consideraba pecaminosas. Las mujeres debían vestir de manera decente y no enseñar demasiado, y mucho menos enseñar algo de sus partes pudendas.
—Esta es una revista «de hombres» —dijo Bernie, como si me estuviese leyendo la mente—. Es de esas cosas que guardamos en secreto, que las mujeres no tienen por qué saber. De hecho, es como un secreto especial entre nosotros, los hombres. ¿Tú sabes guardar secretos?
Le aseguré que sí.
Estuvimos mirando detenidamente las páginas de la revista y Bernie me preguntó qué fotografías me gustaban más.
—Me gustan en las que aparecen las niñas con los niños —le dije.
A decir verdad, los hombres sin camisa de pecho esculpido y ropa interior abultada me resultaban especialmente cautivadores, pero tenía la sensación de que era mejor guardarme esa información.
Bernie pasó a una página en la que salía un hombre desnudo reclinado en una cama, recibiendo asistencia variada por parte de dos mujeres con poca ropa.
—¿Te refieres a fotografías como esta?
—¿Por qué ese hombre tiene pelo ahí abajo? —quise saber.
—Todos los hombres tienen pelo ahí. Algún día tú también tendrás. Seguro que no has visto nunca el pene de un mayor, ¿verdad que no?
Negué con la cabeza.
—¿Quieres ver uno? Hasta te puedo dejar tocarlo y jugar con él si estás seguro de que puedes mantenerlo en secreto.
Hizo que su propuesta sonara a privilegio especial y tentador.
—Estoy seguro —respondí emocionado—. Lo juro por que me muera ahora mismo.
—Muy bien. ¿Te gustaría ver el mío?
Le dije que sí.
Cero pánico. Cero lágrimas. Ahora no. Vamos arriba, reina. En este avión no. Hoy no. No puedes venirte abajo en los aviones. Hay demasiada gente que te conoce y a la que representas, y ahora todo el mundo te está mirando. TMZ siempre merodea por aeropuertos y esas mierdas. ¿Qué vas a ponerte? ¿Qué vas a decir? Dicen que eres un ejemplo, te llaman innovador. Cuando se innova no se llora. ¡Ahora la zorra, la estrella, eres tú! Tu presencia es una bendición para la gente. Ese asistente de vuelo se ha acercado a tu asiento para decírtelo.
Tienes tus fallos y no pasa nada. Los fallos nos hacen humanos, nos dan encanto.
Tú respira. Respira. Inhala, exhala… Respiraciones hondas, purificantes…