Tiempo perdido - Rosario de Acuña - E-Book

Tiempo perdido E-Book

Rosario de Acuña

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Beschreibung

«Tiempo perdido» (1881) es una recopilación de textos de Rosario de Acuña. Reúne los cuentos «Melchor, Gaspar y Baltasar» y «El primer día de libertad», los apuntes «Algo sobre la mujer» y el ensayo breve titulado «Los intermediarios».-

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Rosario de Acuña

Tiempo perdido

MELCHOR, GASPAR Y BALTASAR. (Cuento.)

ALGO SOBRE LA MUJER. (Apuntes.)

EL PRIMER DIA DE LIBERTAD. (Memorias de un canario.)

LOS INTERMEDIARIOS. (Boceto.)

Saga

Tiempo perdido

 

Copyright © 1881, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726687040

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

AL PÚBLICO.

Mucho tiempo hace ya, público insigne, que no escuchas mi palabra, y como en ello creo que hay un perjuicio para mí, por más que para tí haya una ventura, cojo la pluma deseando que así como yo tengo interés en hablarte, lo experimentes al escucharme, habiendo de este modo suerte para los dos y honra para mí; no supongas, sin embargo, que de los rincones de mi cerebro han de salir cosas que te dejen asombrado ó caviloso; nada de eso: piensa solamente, al leer lo que yo escribiere, que mi intencion es hacerte pasar algunos ratos de tiempo perdido por medio de asuntos ligeros y de poca importancia, y ya con este pensamiento, ni tú verás en las páginas de este libro motivo para aburrirte, ni yo tendré el pesar de haberte aburrido.

Mira en lo que vas á leer tanta insignificancia como falta de pretension, y si al terminar las desaliñadas páginas has conseguido suprimir en el reló de la vida algunos minutos de fastidio, por cumplidos doy mis deseos de haberte hablado.

Rosario de acuña de laiglesia.

____________

MELCHOR, GASPAR Y BALTASAR.

CUENTO.

Érase una tarde del mes de Noviembre; recios copos de nieve caian en las extensas llanuras de la Mancha, vistiendo de blanco ropaje los humildes tejados de un pueblecito, cuyo nombre no hace al caso, y cuyos habitantes, que apenas pasaban de trescientos, tenian fama por aquella comarca de sencillos y bonachones.

—Apresuremos el paso, que el tiempo arrecia y áun falta una legua—decia un ginete caballero en un alto mulo á un labriego que le acompañaba sobre un pollino medio muerto de años; arreó el labriego su cabalgadura, y con un mohin de mal humor, sin duda porque la nieve le azotaba el rostro, se arrebujó en su burda manta, encasquetándose el sombrero hasta la cerviz, y diciendo de esta manera:

—Vaya, vaya con D. Gaspar, y qué rollizo y sano que se nos viene al pueblo; ya verá su merced qué contento se pone D. Melchor cuando le vea llegar tan de madrugada; segun nos dijo ayer, no se esperaba á su merced hasta esotro dia por la tarde: nada, lo que yo digo; esta Noche-buena estamos de parabien; todas las personas de viso se nos van á juntar en la misa del gallo? digo, si no me equivoco, porque parece que tambien el Sr. D. Baltasar está para llegar de un momento á otro...

—Es cierto, Martin,—le contestó el llamado D. Gaspar.

—Mi hermano Baltasar ya estará en camino para el pueblo, segun lo que me escribió á Santander... pero arrea, que tengo gana de abrazar á mi hermano Melchor, despues de diez y ocho años de ausencia.

El que así hablaba tendria unos treinta y cuatro años, y era un mozo gallardo, de buena cara y buena presencia, que se expresaba con soltura y facilidad, como todo aquel que vive en el bullicio de la sociedad, y ya que no otra cosa, recibe de ella cultura y gracia; su fisonomía correcta y expresiva pudiera ser simpática sin la viva luz de unos ojos negros y relucientes donde se adivinaba al hombre sensualista por excelencia, émulo de Lúculo en la intemperancia, y más amigo de una buena moza que de resolver un problema científico. ¡Cosa singular! al oirle nadie diria que D. Gaspar era dueño de su cara y de sus acciones; tal era la diferencia que existia entre los componentes de su entidad.

Dejémosle, en compañía del tio Martin, camino de su pueblo natal, y contemos la historia de estos tres hermanos, necesaria como antecedente á lo que más adelante verá el lector, si en ello se fijase.

Melchor, Gaspar y Baltasar (puestos por órden de edades), eran hijos de un rico labrador, el cual, escrupuloso católico con sus ribetes de teólogo, buen marido y cariñoso padre, les dejó á su muerte una haciendita muy saneada y cumplida, á más de un apellido honrado aunque oscuro, y un nombre de pila que correspondia al que llevaban cada uno de los Reyes Magos que, siguiendo el rabo de la estrella anunciadora, dieron de manos á boca en el consabido pesebre; el capricho de ponerles tales nombres, le tuvo el viejo para que en los únicos tres hijos que le dió el cielo, quedase representada la adoracion que el paganismo del Oriente rindió á las santas verdades de la fé.

Huérfanos los tres reyes, es decir, los tres hermanos, mozos todos y algo codiciosos de mundo, trataron de su porvenir ajustándose á lo que el mayor les propuso, como lo que mejor cumplia á sus deseos y aspiraciones: hicieron tres partes del caudal paterno, vendieron dos, repartiéndose entre los tres todo el producto; la tercera, afianzada y entregada la administracion á un honrado amigo de su difunto padre, quedó á modo de reserva para aquel de los tres que primero se cansare de correr tierras, siempre con la obligacion de guardar casa y mesa para los hermanos ausentes: hechos estos negocios, y cuando el mayor apenas contaria veinte años, despues de una despedida no muy tierna, pues, como mozos y llenos de ilusiones, no suponian los riesgos de la vida, lomaron cada uno su derrotero, diciendo al salir de su pueblo, si bien cambiando de tiempo y de lugar, lo que el famoso conquistador: llegaremos, veremos y venceremos.

Han pasado diez y ocho años de lo que queda dicho. D. Gaspar era esperado en la casa solariega, habitada por D. Melchor, el mayor de los tres hermanos y el que primero se recogió á los paternos lares: hé aquí de qué manera.

Apenas salido de su pueblo, fuese á Madrid, donde empezó el estudio del Derecho, que no continuó, porque haciéndose amigo de un sagaz jesuita, dió en la mania de darle oidos, reverenciando como verdad cuanto se le antojaba decir al astuto Padre, el cual influyó en la determinacion de D. Melchor haciendo que se volviese á su pueblo á disfrutar de la parte de hacienda que, como reserva, habian dejado los hermanos; y sin más pensarlo, á los cuatro años de salir de aquel rincon de la Mancha, volvióse D. Melchor á su casa, hecho un teólogo de primera fuerza, gracias á las aprovechadas lecciones del reverendo D. Agapito, para quien se pudo conseguir el curato de la aldea, pues sin duda el pastor no quiso abandonar á la recien conquistada oveja; mas no fué tan listo D. Agapito que no se descuidase un punto, y en éste, D. Melchor, que, como jóven, era dado á todos los placeres de la vida, hizo conocimiento con una moza, si no bella, por lo ménos graciosa; y tanto pudo en él la gracia de aquella Eva, que sin más ni más, urgiéndole regresar al pueblo, en cuya parroquia estaba instalado D. Agapito, se encaminó con ella á la casa de sus mayores, y sin duda por ahorrar gastos de boda, ó por parecerle mal casarse con quien traia cual manceba, lo cierto es que D. Melchor la presentó como su legítima mujer, aunque en realidad no lo era, y hasta el mismo D. Agapito tuvo que tragarse la píldora, so pena de perder el curato conseguido por la influencia de D. Melchor; y aquí comienza el cuento.

Apenas llegados los viajeros, y despues de los abrazos, apretones, golpes y demás contusiones que se reciben de los sencillos lugareños, y pasado el período de los besos del sobrino (D. Melchor tenia un hijo), y aquello de:—Tomarás algo.—Unas sopas de leche.—Ya verás cómo hemos puesto la huerta y qué fácilmente sacamos agua de la noria.—Si parece mentira que hace diez y ocho años eras un chico. . . ¡Y todo el acompañamiento de frases expresivas propias de una familia cariñosa y elocuente, instalóse D. Gaspar en el cuarto que de mozo tuvo, despojándose de mantas y capotes, para bajar al comedor, donde, segun suponia, le esperaba el suculento desayuno: chocóle al nuevo huésped de aquella casa el primoroso y acicalado altar con que estaba engalanado su cuarto, pero creyendo que seria alguna novena perentoria que celebraba su cuñada, y que por falta de habitaciones se habia instalado en su aposento, pasó por alto el suceso sin darle más importancia, y bajó al comedor, llevando en sus lábios una sonrisa irónica que brotó al contemplar los escarolados lazos y almidonadas velas de aquel altar, cuyo remate era una paloma de azúcar-cande que llevaba en el pico una estrella de hoja de lata con un sendo rabo de papel dorado. ¡No sabia D. Gaspar la tortura de imaginacion que le habia costado á D. Melchor aquel monumento simbólico de refinado misticismo!

Ya esperándole en la mesa, aunque no sentados, fué recibido D. Gaspar con un—Vamos, descúbrete,—y cuál no seria su asombro al encontrarse, más que en el comedor de su antigua casa, en un verdadero refectorio de monjas capuchinas: aunque limpios los manteles y limpia la vajilla, no se vislumbraba en la mesa más que el moreno pan y los trasparentes vasos, y á juzgar por el frente del comedor, ocupado por una tribuna y un San Lorenzo, el desayuno debia ser más para benedictinos que para un viajero hambriento y despreocupado.

Descubrióse D. Gaspar, echando mano á la prudencia, más por alarde de educacion que por movimiento de cariño, y empezó la bendicion del refrigerio, dada por el padre cura, hombre como de cuarenta años, gordo como bellota, pequeño en demasía para la circunferencia de su abdómen, y de tan rubicundo color, que á no demostrar su estado la negra hopalanda que vestia, hubiérasele tomado por un honrado expendedor de uvas machacadas.

Terminada que fué la ceremonia, y escuchada con humilde recogimiento, dió principio el almuerzo, mientras el hijo de D. Melchor se encaramaba en el púlpito, leyendo con destemplada voz, interrumpida por bostezos frecuentes, la vida del santo del dia y que, á decir verdad, parecia poco á propósito para excitar el apetito de los comensales. D. Gaspar apenas volvia del asombro que le causaban aquellos hechos: callóse como pudo lo que se le venia á la boca y rabiaba por decir, y empezó á mascullar un potaje de lentejas, si bien ricamente aderezado, falto de sustancia, y cuando se disponia á emprenderla con una fritada de abadejo, díjole don Melchor:

—No mezcles, Gaspar; no mezcles; como suponia que vendrias necesitado del viaje, mandé que para tí hiciesen hoy comida de carne, y ahora te traerán una perdiz y de postre un par de mantecadas, porque ya ves tú, el ser viajero te disculpa. ¿Verdad, padre?

—Es cierto, D. Melchor, su hermano puede comer hoy de carne, y esto le prueba á V., D. Gaspar, lo mucho que le quieren, cuando así se alteran las costumbres de esta santa casa.

Esto contestó el cura, á tiempo que D. Gaspar trinchaba una perdiz cocida con calabaza é ínterin el rapaz lector contaba de la manera con que el santo raia la podredumbre de sus úlceras con el casco de un melon que por acaso se encontraba á la puerta de su gruta: no sabemos si por la analogía que halló D. Gaspar entre el melon del santo y la calabaza de la perdiz, ó por el recuerdo de haber alterado las costumbres de aquella santa casa, lo cierto es que de las profundidades de su estómago subiéronle á la garganta ciertos nudos y congojas que le obligaron á retirarse bruscamente de la mesa, apartando de sí la desaliñada perdiz, diciendo con destemplado acento:

—¡Por Dios, hermano, que nunca creia yo encontrar en nuestra casa tan estrafalarias costumbres y tan ridículos recibimientos!

Como si una bomba hubiese reventado sobre la mesa, levantáronse todos bruscamente quedando cada uno en la más horripilante actitud.

—¿Cómo es eso, Gaspar, te repugnan los cristianísimos ejemplos de esta casa?—dijo D. Melchor, con la vibrante palabra de un hombre henchido de ira.

—Más prudente debias haberte mostrado, añadió la cuñada, y siquiera por educacion podias conformarte con nuestro modo de vivir.

—Señora, bastante educacion he mostrado tomándola como hermana, cuando...

—Vamos, vamos, D. Gaspar,—interrumpió el cura.

—Ménos palabras y más prudencia, no olvide V. que esta es la casa de su hermano...

—Y la mia, gritó D. Gaspar, perdiendo ya los estribos.

—La tuya seria, si no fueses un hereje, como lo demuestra tu desacato y descompostura. ¿Se te ha ofendido en algo para que demuestres tal desagrado?

—Pues bien; sí, y muy grande que le tengo: pase por el mamarracho que habeis puesto en mi cuarto; pase por las bendiciones y salmos del padre cura, y por lo de no mezclar carne y pescado, que al fin y al cabo el estómago lo gana de indigestiones; pero eso de estar recreándome el oido con cuentos de gusanos, salamandras y otras asquerosidades, mientras paladeo manjares y viandas, ni es lícito, ni decoroso, ni puedo pasarlo, ni...