Todo el dinero del mundo - John Pearson - E-Book

Todo el dinero del mundo E-Book

John Pearson

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Beschreibung

Inspirada en la fortuna e infortunios de la familia Getty, cuyo episodio más dramático y extraordinario, el secuestro y rescate del nieto Paul Getty, es ahora una película cinematógráfica dirigida por Ridley Scott a partir de un guion de David Scarpa y con Michelle Williams, Kevin Spacey y Mark Wahlberg de protagonistas. El secuestro de Paul Getty, de dieciséis años, fue una noticia mundial. Pero su abuelo, J. Paul Getty, el hombre vivo más rico de Estados Unidos, se negó a pagar el rescate, haciendo caso omiso de los sufrimientos de su nieto. Y a medida que se sucedían dolorosamente los días, era Gail, la afectada pero decidida madre de Paul, quien tenía que negociar con los captores. En esta biografía completa de la familia Getty, John Pearson narra la creación de su riqueza excepcional y los modos en los que ha rozado y contaminado las vidas de varias generaciones. Poblado de personajes interesantes, contiendas amargas y giros inesperados, este libro es una muestra fascinante de las vidas de los superricos.

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Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

Todo el dinero del mundo

Publicada originalmente con el título Painfully Rich

Título original: All the Money in the World

© 1995, 2017, John Pearson

© 2018, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.

Publicado originalmente por HarperCollins Publishers Limited, UK

Traductor: Ángeles Aragón

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers Limited, UK.

Diseño de cubierta: Motion Picture Artwork ©2017 Columbia Tristar Marketing Group, Inc. All Rights Reserved.

 

I.S.B.N.: 978-84-9139-236-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Dedicatoria

Cita

Agradecimientos

Árbol genealógico

Introducción

Primera parte

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Segunda parte

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Tercera parte

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Post Scriptum

Post Scriptum para la edición de 2017

 

 

 

 

 

 

Para mi esposa Linette, cuyo amor vale más que todo el dinero del mundo

 

 

 

 

 

 

El dinero es lo último que nunca será sometido. Mientras hay carne hay dinero o la falta de dinero, pero el dinero está siempre en el cerebro, siempre y cuando haya un cerebro en orden razonable.

Samuel Butler – Los cuadernos

Agradecimientos

 

 

 

 

 

Escribir un libro tan complejo como la historia de los Getty es incurrir en incontables deudas de gratitud con aquellos cuya generosidad con su tiempo y su dinero me han ayudado a hacerlo posible. Por ello, además de dar las gracias a Gordon Getty por otorgarme permiso para citar de su poema La casa de mi tío, en la página 286 y a E. L. Doctorow por su permiso para citar un pasaje de Ragtime en la página 106, quiero dar las gracias a las siguientes personas por hablar conmigo: Aaron Asher, Adam Álvarez, Brinsley Black, Michael Brown, lady Jean Campbell, Josephine Champsoeur, Craig Copetas, Penelope de Laszlo, Douglas y Martha Duncan, Harry Evans, Malcolm Forbes, Adam Franklan, lady Freyberg, Stephen Garrett, Gail Getty, Gordon Getty, Mark Getty, Ronald Getty, Christopher Gibbs, Judith Goodman, lord Gowrie, Dan Green, Priscilla Higham, James Halligan, doctor Timothy Leary, Robert Lenzner, Donna Long, Duff Hart Davis, John Mallen, Russell Miller, Jonathan Meades, David Mlinaric, juez William Newsom, Juliet Nicolson, Geraldine Norman, Edmund Purdom, John Richardson, John Semepolis, June Sherman, Mark Steinbrink, Claire Sterling, Alexis Teissier, lord Christopher Thynne, Briget O’Brien Twohig, Vivienne Ventura y Jacqueline Williams.

Paul Shrimpton, el más amable de los banqueros, gestionó mis números rojos con una rara humanidad; Julie Powell, mi genio informático, me salvó cuando me fallaba Word Perfect; Oscar Turnhill revisó mis datos y mi puntuación; y Edda Tasiemka, del milagroso Hans Tasiemka Archive, me encontró informaciones de prensa que nadie más sabía que existían. Ted Green, como de costumbre, estuvo siempre ahí cuando lo necesitaba, y Lynette, mi perfecta esposa, ha sido mi inspiración y mi consuelo y ha soportado muy bien ser dolorosamente pobre mientras yo escribía sobre los dolorosamente ricos.

J. P. 1995

 

Introducción

 

 

 

 

 

Jean Paul Getty tenía ochenta y tres años y se había hecho tres estiramientos faciales, el primero a los sesenta años, pero el último había fallado y lo había dejado con un aspecto desmesuradamente viejo. Era presuntamente el hombre vivo más rico de Norteamérica, pero últimamente solo quería que Penelope le leyera las aventuras de los chicos victorianos de G. A. Henty.

Penelope Kitson –él la llamaba Pen– era una mujer alta, atractiva, que había sido su mejor amiga y amante durante más de veinte años y leía bien, con la voz sin florituras de la mujer inglesa de clase alta que era. Tenía una amplia colección de obras de G. A. Henty. Es posible que a él le hicieran pensar en la infancia atrevida que no había tenido… Y en la vida de aventuras físicas que habría deseado llevar.

Getty creía en la reencarnación, pero tenía pavor a la muerte. Convencido de haber sido el emperador romano Adriano en una vida anterior, y después de haber sido tan afortunado en esta, su vida actual, temía que la tercera vez no tuviera tanta suerte.

¿Getty reencarnado en un culi, en el hijo de un suburbio de Calcuta? ¿Tendría Dios un sentido del humor tan retorcido? Era posible, y esa posibilidad lo atemorizaba.

Su hijo superviviente más joven había ido de California a Londres, acompañado de su esposa, y llevaba varios días con él, tratando de persuadirlo de que volviera a «su hogar» con ellos en un Boeing alquilado. El «hogar» de Getty era un rancho en Malibú con vistas al océano Pacífico, pero al anciano le aterrorizaba volar y hacía más de veinte años que no veía Malibú ni Estados Unidos. ¿Qué clase de hogar era ese?

—¿Sabes qué, Pen? Quieren llevarme a casa porque creen que me estoy muriendo.

Lo dijo con la voz plana del medio oeste que parecía contar el coste de cada sílaba y a continuación cerró el tema como un contable cierra una cuenta. J. Paul Getty, multimillonario, se quedaba donde estaba.

También se negaba a irse a la cama.

—La gente muere en la cama —decía, dejando claro que no tenía intención de hacer eso si podía evitarlo.

Últimamente había empezado a vivir en su sillón con un chal sobre los hombros.

La muerte es más difícil de afrontar para un rico que para mortales más humildes, pues los ricos tienen mucho más que perder y que dejar atrás. Aquella casa con corrientes de aire, por ejemplo. Construida entre 1521 y 1530 por sir Richard Weston, un cortesano de Enrique VIII, Sutton Place había sido una de las muchas gangas de Jean Paul Getty cuando se la había arrebatado en 1959 a un duque escocés (Sutherland) con problemas económicos. Era lo más próximo a una casa de verdad que había tenido nunca, y a pesar de todas sus incomodidades e inconvenientes, amaba sinceramente aquella casa Tudor de ladrillo rojo con sus veintisiete dormitorios, su vestíbulo de madera, que incluía una galería de trovador, su granja y su fantasma residente (de Ana Bolena, ¿quién si no?), todo ello situado en la hermosa campiña de Surrey, a treinta kilómetros en autopista de Londres.

Y estaba también Nero, el león de Getty, que gruñía en su jaula fuera de la casa. El anciano quería a Nero tanto como se permitía querer a alguien, y como le daba de comer personalmente, el animal lo echaría de menos.

Después de Nero estaban sus mujeres.

—Jean Paul Getty es fálico —advirtió una vez lord Beaverbrook a su nieta, lady Jean Campbell.

—¿Qué significa eso, abuelo? —le preguntó ella.

—Siempre dispuesto —repuso él.

Siempre había sido así. Desde su adolescencia en Los Ángeles, las mujeres habían sido el único lujo del que el viejo avaro no se había privado. ¡Cómo las había disfrutado en sus tiempos! Jóvenes y viejas, gordas y elegantemente delgadas, majorettes de tambor y duquesas, estrellas y mujeres de la alta sociedad. Hasta poco tiempo atrás había tomado grandes dosis de vitaminas, junto con la llamada droga sexual, H3, para mantener la potencia. Pero ahora todo eso había terminado y ya no era el sexo, sino el rumor de su inminente partida, lo que llevaba a sus amantes a Sutton Place.

No era dadivoso con ellas, como no lo era consigo mismo. Era cortés con las mujeres, pero raramente tenía sentimientos por ninguna durante mucho tiempo.

¿Todo su dinero le había proporcionado la felicidad? Hay un cierto consuelo en pensar que los muy ricos extraen poco placer de su riqueza, y gran parte de la indudable popularidad de Getty tenía su origen en aquel aspecto de aflicción crucificada con la que afrontaba el mundo.

Como decía Claus von Bülow, en otro tiempo alto ejecutivo de Getty, siempre parecía que estuviera asistiendo a su propio funeral. Pero el inteligente Claus se apresuraba a añadir que, tras aquel semblante afligido, su jefe disfrutaba de la vida en secreto y ese contraste formaba lo que él consideraba la comedia esencial de la existencia de Getty. Von Bülow quizá tuviera un sentido del humor un poco especial, pero, según él, Getty siempre veía el lado gracioso de las cosas.

Quizá era así, y nunca sabremos qué placeres risibles encontraba el viejo bromista nocturno con una hoja de balances en la quietud de la noche de Surrey.

Porque su fortuna había alcanzado proporciones surrealistas y, puesto que la mayor parte estaba bien invertida y dando todavía más dinero, ni siquiera Jean Paul Getty sabía con exactitud lo rico que era. Baste decir que su fortuna en aquel momento era casi tan grande como el presupuesto anual de Irlanda del Norte, de donde eran sus antepasados, más de lo que cualquier ser humano podría agotar en una vida entera de los caprichos más extravagantes. Podría dar un billete de diez dólares a todos los hombres, mujeres y niños de Estados Unidos y seguir siendo rico.

Por supuesto, pocas cosas habrían sido más improbables, pues, al contrario que John D. Rockefeller, que entregaba habitualmente una moneda de diez centavos de nuevo cuño a todos los niños que encontraba, Jean Paul era poco proclive a actos de generosidad aleatoria. Mejor dicho, no era proclive a la generosidad, punto. Pero su famosa tacañería no era exactamente lo que parecía.

—Por eso es rico —decía la gente.

Pero se equivocaba. La avaricia sola no podía explicar ni una fracción de una fortuna como la suya, y la tacañería de Getty no era tanto la causa de su exagerada riqueza como un síntoma de algo más fascinante.

Lo cierto es que Jean Paul Getty era un hombre apasionado, que había canalizado esa pasión en la creación de su inmensa fortuna, más o menos como un gran compositor vuelca su alma en una sinfonía. Su verdadero amor no eran las mujeres, que eran algo casual, sino el dinero, que no lo era, y había demostrado ser un compañero fiel y romántico durante su aventura de amor vitalicia con la riqueza, que había adquirido con celo y aumentado en cantidades ingentes a lo largo de un periodo de más de sesenta años.

Su avaricia era un aspecto fortuito de ese amor. ¿Cómo podría soportar alguien perder el objeto de su adoración? ¿Cómo iba a dilapidar esa delectable entidad que, con la proximidad de la muerte, le ofrecía su mayor esperanza de inmortalidad?

Esa gran riqueza rodeaba a Jean Paul Getty como un halo y dispensaba cualidades divinas que no se otorgaban a mortales más pobres. Con dinero podía crear movimiento continuo por todo el mundo, desde los guardas de seguridad que caminaban en la oscuridad próxima a la casa con sus fieros alsacianos, hasta sus refinerías de petróleo, que trabajaban las veinticuatro horas, sus petroleros que recorrían mares lejanos, sus pozos de petróleo que bombeaban riqueza desde las profundidades del mar y los confines más lejanos del desierto.

Pero hay límites a los poderes divinos que otorga la riqueza a los multimillonarios mortales, y nada podía librarlo del acto final que se le exigía. Siempre había sido un hombre tranquilo y solitario y murió, solo y sin hacer ruido, durante la noche del 6 de junio de 1976, sentado todavía en su sillón favorito.

 

 

La muerte es un gran reductor, y era extraño lo insignificante que parecía el hombre más rico de Norteamérica una vez muerto. En consonancia con sus deseos, su cuerpo fue expuesto en el gran vestíbulo de Sutton Place, como si de un noble tudor se tratase.

—Siempre le gustó considerarse el duque John de Sutton Place —comentó una de sus amantes.

Pero un ducado era una de las cosas que su enorme fortuna no podía comprar, y los únicos dolientes que vigilaban al lado del féretro eran guardias de seguridad para evitar que pudieran secuestrar el cuerpo.

Más tarde, y también en consonancia con sus deseos, tuvo lugar un funeral en la iglesia anglicana de St. Mark’s, en la calle North Audley, en Mayfair. Como evento, resultó bastante curioso. Otro duque (esta vez de Bedford) habló a una congregación elegante que no lloraba. Solo consiguió asistir uno de los hijos supervivientes de Getty, aunque padeciendo los efectos severos de la adicción a la heroína y el alcohol. Y el vicario no llegó a cobrar por sus servicios.

Aunque nadie podría culpar a Jean Paul por eso, pues para entonces había hecho ya el viaje que siempre había temido –en avión a California con su ataúd en la bodega de un Boeing– y residía en una sala funeraria del cementerio Forest Lawn de Hollywood, mientras la familia y las autoridades de Los Ángeles debatían dónde enterrarlo.

Pero quedaba todavía un área donde la fuerza vital de ese anciano inescrutable seguía muy viva en su testamento, que había sido debidamente publicado por sus abogados londinenses. Era un documento fascinante –tanto por lo que decía como por lo que dejaba fuera– y servía para enfatizar el misterio de la relación barroca entre el difunto, su enorme fortuna y los miembros de su muy dispersa familia.

Un testamento es una oportunidad de emitir un último juicio contra los seres queridos antes de partir para someterse al propio. Era una oportunidad que Jean Paul apreciaba, después de haber vivido a la sombra del testamento hecho por su padre medio siglo atrás. Y al igual que su progenitor, él también lo aprovechó al máximo.

En los últimos diez años, siempre que su abogado, el enérgico Lansing Hayes de pelo blanco, iba a verlo desde Los Ángeles, había algún cambio que Getty quería hacer en el temible documento, siempre había alguien que añadir –o a quien retirar con rabia– a la lista de beneficiarios. Getty era un hombre de precisión y su testamento se convirtió en una expresión bien afinada de sus deseos.

Nunca se había molestado mucho con la gente humilde, y la gente humilde de su vida recibió pocas migajas de la mesa del hombre más rico de Norteamérica. Léon Turrou, su fiel asesor de seguridad, y Tom Smith, el masajista mitad indio de Getty, en los que se apoyó para aliviar sus dolores en sus últimos años, dijeron que había prometido recordarlos y ambos se llevaron una sorpresa amarga al ver que habían sido olvidados. Los jardineros de Sutton Place recibieron tres meses de sueldo; el mayordomo, el severo Bullimore, seis; y hasta su fiel secretaria, Barbara Wallace, que había cuidado de él durante veinte años, tuvo suerte de recibir cinco mil dólares.

Al recordarlo, ella se muestra más generosa de lo que se mostró él con ella.

—Él era así —dice—. Yo lo quería y lo que contaba no era el dinero, sino el recuerdo de trabajar con el personaje más extraordinario que he conocido.

Otras fueron menos caritativas, pues él también utilizó su testamento para dejar claro lo que pensaba de las mujeres de su vida. Su asesora legal, la casta señorita Lund, recibió doscientos dólares al mes –posiblemente para dar testimonio de lo que pensaba él de la castidad–. Pero, por otra parte, la poco casta nicaragüense señora Rosabella Burch, salió poco mejor parada, así que quizá él tuviera otras razones.

La única amiga a la que le fue bien fue a la señora Kitson, que recibió acciones de Getty Oil. Cuando el valor de esas acciones se duplicó a principios de los años ochenta, pasaría a ser la única persona que se había hecho millonaria en dólares leyendo a G. A. Henty.

De nuevo la frugalidad de esos legados personales estaba en consonancia con su carácter y probablemente intentaba enfatizar la gran sorpresa contenida en aquel documento tan profundamente reflexionado. Porque, en un gran gesto totalmente atípico, Jean Paul Getty había decidido disponer del grueso de su fortuna personal en su totalidad, sin condiciones y sin ninguna reserva.

Siempre había sido un hombre de sorpresas taimadas y, aparte de Lansin Hays, no había dado a nadie ni la más leve pista de cómo abriría las compuertas de su inmensa cantidad de dinero para beneficiar a un heredero insospechado: el modesto museo J. Paul Getty de Malibú, que había ido creando sin mucho alboroto en su rancho, pero que nunca había osado visitar.

El legado de Getty era vasto en términos de museos. A su muerte, su fortuna personal estaba calculada en casi mil millones de dólares (unos dos mil millones de hoy en día por la subsiguiente inflación). Con ese dinero, el extraño museo que había creado meticulosamente con la forma de una villa romana antigua en las orillas del océano Pacífico se convirtió de la noche a la mañana en la institución de su clase con más fondos en la historia moderna.

Según Norris Bramlett, un ayudante del viejo: «Esa era su esperanza de inmortalidad. Quería que el apellido Getty fuera recordado mientras durara la civilización».

También era, como él bien sabía, un modo muy eficiente de cara a los impuestos disponer de una gran cantidad de capital. En California, el museo contaba como obra benéfica y, siempre que sus directores gastaran todos los años un cuatro por ciento del valor del capital en adquisiciones, Hacienda no pediría impuestos. Getty siempre había sido visceralmente contrario a pagar impuestos y, a diferencia de ciudadanos más sencillos que opinaban igual, casi nunca lo hacía.

Más allá de los hechos, el testamento no daba ninguna explicación de por qué había dejado así su dinero ni de por qué no se imponían condiciones sobre el modo en que debían gastarlo los administradores del museo. Cuando Armand Hammer, un empresario del petróleo rival de Getty, creó su propio museo, mucho más pequeño, en Los Ángeles, dejó atado hasta el detalle más mínimo. El barón del acero Henry Clay Frick había hecho que fuera casi legalmente imposible cambiar una hoja en el atrio de la Colección Frick en Nueva York, y mucho menos un cuadro. Pero si los administradores del museo J. Paul Getty decidían de pronto vender toda la colección para crear un museo de bicicletas, el museo J. Paul Getty se convertiría irrevocablemente en un museo de bicicletas.

Pero así como el testamento arrojaba poca luz sobre las razones del anciano para legarlo todo de ese modo, también dejaba a oscuras un misterio más fascinante: el destino económico de los miembros de su familia o, como a él le gustaba llamarlos, la «dinastía Getty» –los hijos y nietos de tres de sus cinco matrimonios fracasados–. Puesto que el testamento los mencionaba tan poco, ¿qué sería de su futuro? ¿Se había olvidado de ellos o los había desheredado colectivamente?

Cuando los arqueólogos desenterraron las tumbas de algunos de los faraones más ricos, a veces encontraron, escondida detrás de la cámara funeraria, otra cámara atiborrada de objetos espléndidos, donde residía el espíritu del muerto. Algo similar había ocurrido con el dinero dejado por Jean Paul Getty, pues era típico de la naturaleza encubierta del viejo que, detrás de su fortuna personal, la que había legado a su museo, había ido creando lentamente una segunda fortuna, aún mayor, que residía en un fondo fiduciario que no aparecía en su testamento.

Ese gigantesco fondo había sido separado completamente de la fortuna personal de Getty y había crecido con las ganancias de toda una vida proporcionadas por el juego secreto que llevaba cuarenta años jugando con el mundo. Ahí era donde almacenaba las grandes cantidades de dinero que, según las reglas complejas por las que se regía aquel juego, algunos de sus descendientes heredarían y otros, claramente, no.

Aunque ese fondo había cumplido los propósitos de Jean Paul Getty como una especie de caja del dinero monstruoso a prueba de impuestos, había sido creado en un principio como un supuesto «fondo de despilfarro» para aplacar a su formidable madre, Sarah, que lo conocía lo bastante bien para desconfiar de su buena fe. A instancias de ella, habían creado el fondo fiduciario a mediados de la década de los años treinta para proteger los intereses de sus nietos de lo que ella consideraba las tendencias «despilfarradoras» de Getty, y por eso el fondo llevaba su nombre: Fondo Sarah C. Getty.

Era extraño ver calificado públicamente de «despilfarrador» al avaro más rico del siglo. Y más extraño todavía era el modo en el que él parecía verse obsesivamente compelido a aumentar el fondo, creando ese prodigioso montón de capital libre de impuestos. Cuando se repartió por fin entre sus beneficiarios en 1986, el fondo tenía más de cuatro mil millones de dólares. Y desde entonces, el capital resultante se ha más que duplicado de nuevo.

Uno podría pensar, como probablemente pensó Sarah, que ese fondo del despilfarro garantizaría a sus descendientes todos los beneficios y placeres que puede proporcionar el dinero a aquellos que recorren el pedregoso camino de la vida: librarlos de ansiedades y cuidados, darles lo mejor de lo mejor, ayudarles a tener amigos fieles y –¿nos atrevemos a susurrarlo?– la felicidad.

Lector, no estés tan seguro.

 

 

El gran misterio no resuelto de la fortuna Getty es por qué ha devorado en apariencia a tantos de sus beneficiarios.

¿Por qué ese depósito inmenso de dinero ha demostrado ser, no solo la más grande, sino también probablemente la fortuna más destructiva de nuestro tiempo? ¿Y por qué, cuando mueren millones por falta de dinero, e incontables millones más trabajan como esclavos, conspiran, asesinan, sufren, se subyugan por cantidades patéticas, algo tan placentero como el dinero puede causar tanta desgracia y caos como ha causado a los herederos Getty?

Las ruinas humanas empezaron a amontonarse ya durante la vida del viejo. Uno de sus hijos se suicidó tres años antes de su muerte. Para entonces, otro parecía empeñado en hacer lo mismo mediante su adicción a la heroína y el alcohol. Un tercer hijo, desheredado en la infancia, sentía cada vez más amargura por el modo en el que lo había tratado su padre. Solo el cuarto hijo, el más joven, disfrutaba en ese momento de lo que se podía considerar una vida razonablemente plena, según el estándar habitual –pero al precio de haberse apartado completamente de todo lo relacionado con Getty Oil o los demás negocios de su padre–.

Cuando murió el viejo, la plaga empezaba a alcanzar también a la generación siguiente. El nieto mayor de Getty había sido secuestrado por la mafia italiana, perdido la oreja derecha en el proceso y se había embarcado después en una vida de drogadicción y alcohol que acabaría casi con su destrucción total. Más tarde su hermana desarrollaría sida.

En verdad, en los años siguientes a la muerte de Jean Paul Getty, hubo veces en las que la familia parecía empeñada en autodestruirse, mientras los hermanos luchaban en los tribunales por aquel enorme legado envenenado. Como dijo un periodista, en los años ochenta el apellido Getty se había vuelto «sinónimo de disfunción familiar».

Las grandes fortunas pueden, claramente, tener efectos desastrosos en sus herederos… Generalmente al inundarlos con demasiado dinero a una edad temprana. Pero en la familia Getty, el lucro excesivo nunca estuvo en la raíz de todas sus desgracias. Ninguno de los hijos de Jean Paul Getty se crio en el lujo ni con la expectativa de heredar una inmensa fortuna. Los nietos tampoco. Más bien al contrario.

Balzac, al que fascinaban las grandes fortunas y el caos que vio que causaban entre las familias nouveaux riches del Segundo Imperio Francés, creía, y así lo dejó escrito, que «detrás de cada gran fortuna yace un gran crimen».

Pero los Getty lo habrían confundido también en eso. Porque, aunque pudo haber un mínimo de juego sucio y perfidia en la creación de la fortuna Getty, no hubo ningún crimen real que señalar y, desde luego, ningún «gran» crimen.

Hubo, sin embargo, algo más fascinante, que habría encantado a Balzac: la personalidad infinitamente compleja del propio Getty. La historia de su fortuna es fundamentalmente la historia de su vida, y las contradicciones y obsesiones de este californiano de lo más excéntrico siempre jugaron un papel crucial en sus logros. Jugaron un papel aún mayor en la problemática herencia que dejó tras de sí, hasta tal punto que lo que les pasó a sus hijos y a los hijos de sus hijos forma parte también del legado de Jean Paul Getty. Ese legado destruyó a algunos. Otros, aunque con muchas cicatrices, han conseguido asumirlo. Y algunos de la generación más joven, muy conscientes de lo que ha ocurrido, intentan ahuyentar los peligros para el futuro.

Cómo ocurrió todo eso conforma una crónica extraordinaria del efecto de grandes cantidades de dinero sobre un grupo de seres humanos muy vulnerables. Para entenderlo, hay que empezar por la extraña creación de la fortuna y por la personalidad del puritano solitario, asustado y mujeriego que se hizo a sí mismo el ser humano más rico de Norteamérica.

 

PRIMERA PARTE

Capítulo 1

PADRE E HIJO

 

 

 

 

Jean Paul Getty no era ningún novicio en lo referente a la riqueza y los problemas que puede causar a los que la poseen. Era, de hecho, millonario de segunda generación. Su padre, George Franklin Getty, había iniciado la fortuna familiar con los beneficios del boom del petróleo de 1903 en Oklahoma. Pero igual que en un árbol grande es difícil imaginar el esqueje del que creció, la amplitud de la fortuna de Jean Paul Getty oscurece casi por completo la fortuna menor que la precedió. También oscurece el hecho de que, sin su padre y la fortuna de este, los miles de millones de Getty quizá no habrían existido.

Cuando Jean Paul pasaba ya de los sesenta años, rico como Creso e inmensamente orgulloso de acostarse con una duquesa, con la hermana de un duque y con una prima lejana del zar de Rusia, una de sus costumbres más raras era recitar parte del Discurso de Gettysburg de Lincoln, que se sabía de memoria, a las personas a las que quería impresionar. Al concluir, mencionaba como por casualidad que el nombre de Gettysburg procedía de un antepasado suyo, James Getty, que había comprado los terrenos de la histórica ciudad a William Penn en persona y les había puesto su nombre.

Podría resultar extraño que el hombre más rico de Norteamérica se sintiera obligado a mostrar esa clase de méritos. Y es todavía más raro porque la historia era completamente falsa. Gettysburg recibió su nombre de una familia apellidada Gettys y los antepasados de Jean Paul no tuvieron ninguna relación con ese lugar.

Más todavía, la historia de su padre, lejos de necesitar embellecerse con ese tipo de orígenes falsos en los que se enreda a veces la aristocracia inglesa, contenía muchos logros de los cuales cualquier hijo, particularmente uno estadounidense, podía sentirse extremadamente orgulloso. Pero, por otra parte, Jean Paul tenía razones para sentirse ambivalente hacia su padre y hacia la parte que la relación entre los dos había jugado en la estrambótica creación de su fortuna.

 

 

Jean Paul nació en Minneapolis en 1892. Su padre, George, un hombre fuerte y piadoso, tenía treinta y siete años. Su madre, Sarah, nacida Risher –ojos oscuros, pelo recogido en un moño severo y la boca despectiva, prueba de su carácter insatisfecho–, era tres años mayor, de lejana procedencia holandesa y escocesa.

Los Getty, a su vez, procedían de Irlanda del Norte y habían llegado a Norteamérica a finales del siglo xviii y pasado por el crisol de la experiencia del inmigrante estadounidense. Como resultado, George empezó su vida como hijo de una familia pobre de granjeros de Maryland. Su padre murió cuando él tenía seis años y el chico tuvo que trabajar los campos con su madre hasta que su tío, Joseph Getty, famoso como predicador local de la templanza del fuego del infierno, lo envió a la escuela a Ohio.

George era un chico fuerte y trabajador y la adversidad que había seguido a la muerte de su padre le había creado una determinación de acero de salir de la pobreza. Y de su tío Joe aprendió los rígidos preceptos de la cristiandad fundamentalista, junto con un odio vitalicio al demonio de la bebida y una fe firme en la gracia salvadora de Dios para sacar a la humanidad de la pobreza y el pecado.

Cuando estaba en la universidad de Ohio, estudiando para ser profesor, conoció a Sarah Risher. Ella no tenía intención de pasarse la vida casada con un maestro de escuela e hizo prometer a George que sería abogado, para lo cual ofreció el dinero de su dote para pagar las clases de la Facultad de Derecho.

Es apropiado que el nombre de Sarah Getty siga consagrado en el gigantesco fondo que llegó a dominar la fortuna de su familia, pues la avispada Sarah fue en todo momento la impulsora, empujando a su diligente y esforzado compañero, más joven que ella, a ganar dinero y a triunfar.

Menos de un año después de su matrimonio en 1879, George ya se había licenciado en Derecho en la Universidad de Michigan y Sarah lo empujó a mudarse a la floreciente Minneapolis, donde su esposo empleó su talento legal en el negocio de los seguros y empezó a prosperar.

Con treinta y pocos años, George y Sarah eran propietarios de una casa en la parte más de moda de Minneapolis, tenían un carruaje y dos caballos y eran personas acaudaladas y prometedoras de la floreciente capital de Minnesota, el estado de la Estrella del Norte.

 

 

Lejos de debilitar sus ideas puritanas, el éxito incrementó la fe religiosa del matrimonio. El puritano tío Joe había imbuido a George con un sentido calvinista del bien y del mal, y la riqueza mundana se consideraba una prueba del favor divino. Según esa creencia pragmática, Dios recompensaba a aquellos que escuchaban su palabra… Y sonreía a aquellos cuyo modo de vida renunciaba al diablo y sus obras.

Como metodistas fervientes, George y Sarah eran serios y abnegados. George, que había firmado ese juramento con poco más de veinte años, fue toda su vida un abstemio convencido. Y hasta los treinta y cinco años, su vida habría parecido un ejemplo del libro de relatos de los beneficios que fluyen de la conducta cristiana. Había respondido a la palabra de Dios y había trabajado en la viña. Ahora había llegado el momento de que él, como Job, afrontara su época de tribulaciones.

 

* * *

 

Cuando lo aclamaban como el ser humano más rico de su país, una de las pocas posesiones que Jean Paul Getty valoraba de verdad era una fotografía en sepia de una niña a la que nunca había visto. Tenía bucles, un lazo grande en el pelo y ojos enternecedores.

Era su hermana, Gertrude Lois Getty, que nació en 1880, poco después de la boda de George y Sarah, y murió en la epidemia de tifus que barrió Minnesota en el invierno de 1890. Sarah también contrajo la temible enfermedad y, aunque se recuperó, se quedó con una tendencia a la sordera que fue empeorando poco a poco y la dejó completamente sorda a los cincuenta años.

Para George y Sarah, la muerte de su única hija, «el rayo de sol de la familia», fue una pérdida que puso a prueba su fe como cristianos. De los dos, George parecía el más afectado, y durante un tiempo recurrió al espiritismo en un intento por encontrar a su hija, y pasó una crisis religiosa profunda.

Cuando por fin salió de ella, su fe era más fuerte que nunca e incluso abandonó el metodismo por el credo más estricto de la Ciencia Cristiana, a cuyos principios se adhirió firmemente hasta el final de su vida.

Como si Dios quisiera demostrar que aprobaba ese cambio de credo, poco después de eso Getty recibió una señal. Sarah, que solo había concebido una vez antes, descubrió a los cuarenta años que estaba embarazada. Y el 15 de diciembre de 1892, la llegada de un hijo fue como una especie de regalo de Navidad adelantando para reemplazar a su hija.

En su gratitud para con Dios, ¿cómo no iban los Getty a adorar a un niño así? Y George tenía aún más motivos para regocijarse con el recién nacido Jean Paul Getty. Por fin tenía un heredero que continuara su apellido y heredara lo que él acumulaba ininterrumpidamente con el lucrativo negocio de los seguros en las florecientes ciudades del Medio Oeste estadounidense.

 

 

Sarah le puso al niño el nombre de John, por un primo de su esposo, pero entraba en su carácter darle también al niño un toque de sofisticación europea poniéndole el nombre, pero no como «John» sino como «Jean». Con el tiempo, el nombre se comprimiría a la inicial «J.» en J. Paul Getty, y la familia se referiría normalmente a él como Paul. Pero había algo más profético de lo que Sarah podía entender cuando le dio a su hijo esa conexión personal con Europa. Y Europa y su cultura actuarían como imanes para su hijo y otros muchos miembros de su familia en los años siguientes.

 

 

A pesar de la prosperidad de clase media de Getty, la vida con padres estrictos y mayores, atormentados por una hija muerta, ofrecía poca alegría y pocas relaciones sociales, y Paul, aunque mimado y protegido, tuvo una infancia solitaria y sin amor. Su madre desalentaba activamente el contacto con otros niños por miedo a un contagio. Y aunque sobreprotegía a su hijo, se cuidaba de no mostrarle demasiado amor por si lo perdía como había perdido a su hermana.

Años después, Paul le dijo a su esposa que nunca lo habían abrazado de niño, ni nunca había tenido una fiesta de cumpleaños ni un árbol de Navidad. Su mayor interés era su colección de sellos postales, y su mejor amigo, un chucho llamado Jip.

Sin duda, esa infancia claustrofóbica le dejó marca, y siempre sería un solitario que recelaba de sus compañeros y se guardaba para sí lo que pensaba.

Desde hace mucho he podido ejercer un considerable grado de control sobre la demostración de mis sentimientos, escribió con orgullo cuando tenía más de ochenta años.

Pero en la infancia, el tedio de la vida en esa familia pequeña y severa lo afectó también de otros modos. En lugar de aceptar pasivamente el horizonte gris de la Norteamérica puritana del siglo xix, se rebeló en secreto y, durante toda su vida, una parte de él lucharía siempre por huir del aburrimiento y la restricción de la rutina doméstica. Nunca estaría totalmente a gusto dentro de una familia. En lugar de eso, siempre estaría en movimiento, y hasta la llegada de la vejez, nunca se asentaría mucho tiempo en ninguna parte. Si hubiera podido, Paul Getty habría sido un nómada.

 

 

Con su negocio floreciendo, Dios apaciguado y su hogar de Minneapolis en orden, George Franklin Getty tenía muchos motivos para ser feliz, en particular cuando de pronto recibió una muestra más de la aprobación celestial.

En 1903, cuando Paul tenía diez años, el Señor dirigió a George a Bartlesville, un pueblo de mala muerte en lo que era todavía legalmente territorio indio en Oklahoma, a resolver la reclamación de un seguro. En aquel momento no podía saber el estupendo resultado de aquel viaje poco emocionante. Bartlesville hervía con los inicios de la bonanza del petróleo en Oklahoma. Bajo aquel paisaje árido yacían algunas de las reservas de petróleo más grandes dentro de Estados Unidos. Y George había llegado justo a tiempo para beneficiarse de ellas.

Hay hombres, escribió su hijo, que parecen tener una afinidad sorprendente con el petróleo en su estado natural. Me inclino a pensar que mi padre tenía un toque de eso.

Quizá sí, pero, para empezar, fue solo especulación lo que llevó a George a invertir quinientos dólares en el «Lote 50», una concesión por los derechos petrolíferos de cuatrocientas cuarenta y cinco hectáreas de pradera virgen en las afueras de Bartlesville.

Pero el Señor había dirigido bien a George. Cuando en octubre de aquel año empezó la perforación en el Lote 50, casi enseguida encontraron petróleo, y un año después, George tenía seis pozos produciendo. El precio del crudo era en ese momento de cincuenta y dos céntimos el barril y el Lote 50 sacaba una media de cien mil barriles al mes.

Aparte de la guía celestial, hubo otros factores más prosaicos en la rápida creación de la fortuna de George. Había ahorrado ya reservas considerables de capital del negocio de los seguros, conocía la ley y llevaba sus asuntos de un modo honrado y abnegado.

En los tres años siguientes, George convirtió su empresa, a la que llamó Minnehoma Oil (un nombre confeccionado, no por una doncella romántica de piel roja, sino por la combinación pragmática de dos palabras, Minnesota y Oklahoma), en una empresa próspera. En 1906, George Getty era millonario.

Capítulo 2

UNA INFANCIA SOLITARIA

 

 

 

 

Paul tenía diez años cuando llegó a Bartlesville y vio por primera vez el famoso pozo de petróleo Lote 50. Fue una decepción tremenda. Sabía que Bartlesville estaba en territorio indio y había llegado allí esperando pieles rojas, squaws y tiendas indias. En su lugar vio un pueblo improvisado que apestaba a petróleo y habitado por hombres vestidos con monos sucios.

Pero para cualquier chico habría sido una experiencia educativa ver a su padre enriquecerse tan fácilmente, y fue algo que él nunca olvidaría. Después de aquella introducción íntima al negocio del petróleo, a él no le resultaría difícil hacer lo mismo, si lo necesitaba alguna vez. Y desde el comienzo de Minnehoma, George dio por sentado que su hijo entraría con él en la empresa y acabaría por sucederlo en la dirección. Incluso lo alentó a gastar su paga en comprar dos acciones de Minnehoma.

—Ahora tengo que trabajar para ti —le dijo cuando le tendió los certificados de las acciones.

George tenía la costumbre de administrar perlas de sabiduría casera. Una de ellas era: «Un hombre de negocios vale tanto como sus fuentes de información». Otra: «Deja que tus actos hablen más alto que tus palabras».

Pero durante su infancia y adolescencia, Paul se mantuvo obstinadamente impermeable a las palabras de su padre y al negocio del petróleo, pues tenía otros intereses en los que ocupar su tiempo.

Más tarde en la vida, hablaría siempre de George con gran piedad y reverencia.

—Era un gran hombre, un filósofo genuino —decía con solemnidad—. Me enseñó todo lo que sé.

De hecho, Paul aprendió solo todo lo que necesitaba, y padre e hijo chocaban mucho. Según su primo Hal Seymour:

—Paul y su padre siempre parecían molestarse mutuamente cuando estaban juntos en la casa.

Por carácter, Paul estaba más próximo a su madre que al sólido George. Había heredado la boca despreciativa de ella, su nerviosismo y su naturaleza introvertida. Luego, a medida que crecía, se fue haciendo evidente otra similitud entre ellos. La sordera de Sarah la volvió una persona aislada y Paul empezó a emular su soledad. Hasta su voz mostraba rastros de la estrecha relación entre ambos. La dicción pausada, que se convirtió en algo característico de Getty, la aprendió hablando con su madre, que era dura de oído. Y al igual que ella, empezó a pasar cada vez más tiempo solo. Su primo Hal lo recordaría como «excepcionalmente solitario hasta para un hijo único».

A diferencia de sus padres, encontraba poco placer en las alegrías del cristianismo. Su única pasión verdadera era la lectura. A los diez años había descubierto las obras de G. A. Henty que disfrutaría después a los ochenta.

Henty, escritor de aventuras para chicos, había inspirado a una generación de escolares victorianos, transportándolos desde el aburrimiento del aula polvorienta a los periodos más interesantes de la historia, poblados con los personajes más emocionantes. Bajo la bandera de Drake, En la India con Clive, En La Coruña con Moore. Hasta los títulos eran una invitación para que un hijo único solitario como él escapara de un hogar cerrado cristiano en Minnesota al mundo más rico y emocionante de fuera.

 

* * *

 

Ahora que George se hacía rico rápidamente y pasaba mucho tiempo en Oklahoma, Sarah decidió que había llegado el momento de mudarse de nuevo, desde las tierras planas de labor y los inviernos muy fríos de Minnesota a la soleada California. Sostenía que su salud era delicada y que necesitaba calor y un cambio de aires. Como siempre, Getty se mostró de acuerdo con ella.

Después de visitar San Diego, que les pareció provinciano, los Getty se decidieron por un terreno en la recién urbanizada South Kingsley Drive, en una esquina con un tramo todavía no nacido del Wilshire Boulevard, situado fuera de los límites de la ciudad de Los Ángeles. Allí se construyeron una casa.

Los Getty, como familia, no tenían muchos amigos íntimos y la mudanza los separó de los pocos que tenían. No bebían ni pecaban. Y la sordera creciente de Sarah incrementaba la sensación de aislamiento de la familia. En los días anteriores a los audífonos eficientes, era difícil que una familia con una madre que padeciera esa aflicción tan antisocial fuera abierta y se sintiera cómoda con los que los rodeaban. Los Getty estaban más aislados que nunca. Eran personas autosuficientes y recluidas. Paul aprendió pronto esos hábitos, los practicó toda su vida y los pasó a sus hijos.

George intentaba ser tan estricto con su hijo como era consigo mismo, pero cuanto más exigente se volvía él, más huraña era la reacción de su hijo. Era obstinado, como a menudo son los niños solitarios. Y George, como suelen hacer los padres, imaginaba que la disciplina lo curaría. Así que, poco después de trasladarse a Los Ángeles, Paul entró como alumno externo en la escuela militar de la zona, que odió inevitablemente. Los entrenamientos, las marchas, los uniformes y la disciplina no eran para él. Asistió durante casi cuatro años, hizo pocos amigos, mostró cero aptitudes para el ejército, y cuando por fin escapó, agradeció la paz e intimidad de su habitación en la casa de South Kingsley Drive.

 

 

Solía ser algo común en la teoría de la educación que los chicos adolescentes que leían mucho y pasaban mucho tiempo solos corrían más riesgo de tentaciones sexuales. Eso, desde luego, sí se podía aplicar a Paul y la disciplina de la escuela militar no había conseguido curarlo. Como lector empedernido que era –sus compañeros de clase lo llamaban Diccionario Getty–, se había mostrado estoicamente resistente a las actividades grupales sanas, como las marchas, las excursiones y los juegos de equipo de todo tipo. El resultado era predecible. A su amor por la lectura se unía una obsesión por el sexo opuesto que lo acompañaría de por vida. En el tema sexual había encontrado por fin algo que se le daba bien.

Tal vez fuera por sus modales, siempre corteses y encantadores con el otro sexo. (Como señaló alguien: «Paul nunca decía “no” a una mujer ni “sí” a un hombre»).

O posiblemente fuera porque sabía lo que quería, que es algo que suele dar resultado, tanto en asuntos sexuales como de negocios. Fuera como fuere, parece ser que Paul ya presumía de haber perdido su virginidad al cumplir los catorce años.

De ser cierto, era un logro más grande para un chico de una familia cristiana rica de California de aquel entonces de lo que sería hoy en día. Según los estándares de la familia, también era algo muy pecaminoso, que lo situaba en una ruta de choque con todas las creencias estrictas y puritanas que sostenían solemnemente George y Sarah.

 

 

Paul ponía cada vez más nervioso a su padre… Y viceversa. A un periodo en el que supuestamente estudiaba Económicas en la Universidad del Sur de California en Los Ángeles, le siguió otro en el que presuntamente estudiaba Derecho en Berkeley. Pero, al parecer, la universidad no era para él, y no tardó en regresar a South Kingsley Drive con diecisiete años y muy descontento.

Para entonces, era el precioso hijo único de su madre, el regalo de Dios y un consuelo para su sordera y su edad. Así que, para no perderlo del todo, se entrenó en pasar por alto sus defectos y solía apoyarlo en las peleas con su padre.

Como una especie de cebo –y un modo de mantenerlo en casa–, Sarah hizo que tuviera una entrada privada a su habitación, con su propia llave. Era típico de Sarah que, después de haber hecho eso, no tardara en empezar a protestar por los amigos que él llevaba a casa, pero había poco que pudiera hacer al respecto, tan poco como George y ella podían interferir en el creciente interés de su hijo por la vida nocturna de Los Ángeles.

Paul empezó a tomar prestado el automóvil de su padre sin decírselo, un impresionante Chadwick Tourer de cuatro puertas, que sacaba rodando en silencio del garaje cuando sus padres dormían y utilizaba para recorrer con sus amigos los lugares nocturnos en busca de chicas.

Una noche, después de visitar un motel de carretera con compañeros que Sarah no habría aprobado –y de conocer chicas que le habrían gustado todavía menos–, se produjo el desastre. Una de las chicas derramó vino tinto en el tapizado del coche y, aunque hicieron todo lo posible por limpiarlo, fue imposible eliminar las manchas.

Cuando George vio lo ocurrido, probablemente adivinó la verdad. Que Paul no solo tomaba prestado el automóvil familiar para buscar placeres nocturnos, sino que además se entregaba al demonio de la bebida, la bête noir particular de George. Pero la reacción de este estableció un precedente importante en las relaciones futuras de la familia Getty. Ningún grito de furia paterna alteró la paz en South Kingsley Drive. Como siempre que se trataba de Paul, seguramente Sarah lo contuvo y no se dijo ni una palabra sobre el incidente.

No obstante, George tenía modos de mostrar su desaprobación paterna. La siguiente vez que Paul intentó tomar prestado el coche cuando sus padres dormían, encontró la rueda de atrás unida con un candado a un aro pegado con cemento al suelo del garaje.

 

 

Cuando Sarah hizo migrar a la familia tres mil doscientos kilómetros al suroeste, desde la congelada Minneapolis hasta la radiante Los Ángeles, esa parte del sur de California no se había convertido todavía en el paraíso superpoblado al extremo del gran arco iris estadounidense que es hoy en día. Sus paisajes dorados no estaban mancillados, su mar estaba impoluta y su clima ideal de todo el año no se había visto afectado todavía por los productos de la industria del petróleo con los que hacía fortuna George.

Los Getty fueron émigrés tempranos desde el este en busca de la felicidad, pero la felicidad los esquivó incluso allí. Los placeres al aire libre del estado dorado no eran para George y Sarah. La vida de George, el hombre de petróleo trabajador, seguía volcada en los campos de petróleo de Oklahoma, a más de mil seiscientos kilómetros de ferrocarril al este. Y a Sarah le pareció que Los Ángeles carecía de cultura y distracciones. Así, no era de extrañar que la casa que construyó la pareja fuera más una reminiscencia de recuerdos del viejo mundo que una celebración del nuevo.

A los sesenta y tantos años, Paul sucumbiría por fin y se compraría una casa permanente, la mansión Tudor de Sutton Place. Y aquí, entre los naranjales del rural Wilshire Boulevard, seguramente estuvo su precursora, en la mansión de estilo Tudor con sus ventanas con parteluces, frontones decorativos y vigas isabelinas recién barnizadas. Como casa, presumiblemente pertenecía al lejano mundo de otro antepasado Getty imaginado. La nostalgia era su tónica, y unos años después, cuando George se sintió lo bastante rico para llevar a Paul y a Sarah en sus primeras vacaciones amplias, viajaron a Europa.

Era todavía la época en la que los héroes y heroínas de novelistas como Henry James y Edith Wharton daban por sentado que solo podían encontrar una existencia civilizada de verdad en Europa. El Viejo Continente, en aquellos días lejanos, era todavía la fuente de la historia, el arte y de una gran sofisticación para la élite norteamericana.

Pero esta obsesión con Europa era mucho más típica de millonarios de la costa este que de nuevos ricos californianos como George y Sarah. Y es interesante que, en el preciso momento en el que los cineastas expatriados de Nueva York empezaban en las colinas de Hollywood una contracultura que conquistaría Europa con una visión de Norteamérica creada allí, los Getty se aventuraran en ese viaje laborioso a Nueva York y después a Europa para una gira cuidadosamente planeada de tres meses por todas las capitales importantes. Desde ese momento fue el viejo mundo, más que el nuevo, el que capturó la imaginación de Paul Getty.

Como ocurría a menudo en la familia, el impulso de ese viaje partió de Sarah. Si hubiera dependido de él, George se habría contentado con cuidar de su negocio en Oklahoma. Pero Sarah insistió y partieron. Embarcando el famoso Chadwick Tourer con ellos, recogieron a un chófer en Liverpool cuyo acento apenas conseguían entender y viajaron luego rápidamente a Francia, decididos a vivir y ver lo más posible.

Los Getty eran viajeros más enérgicos que dados a los placeres, otra de las cosas que estableció un patrón que copiaría su hijo. En París disfrutaron de dos semanas en el hotel Continentale –lugar favorito de hombres de negocios burgueses y viajeros comerciales– en lugar del Ritz, que George podría haberse permitido fácilmente. Después recorrieron las carreteras polvorientas de Montecarlo, Roma, Ginebra y Ámsterdam antes de volver a cruzar el Canal de la Mancha, ver Londres y regresar en el transatlántico Aquitania a Nueva York.

Para el joven de pelo ondulado y ojos azules claros que se posaban en todas las chicas, aquel viaje movido fue una experiencia educativa. Le encantaba viajar y disfrutaba mucho de los hoteles, fascinado con la riqueza y las posibilidades de aventura en esas ciudades europeas. Pero seguramente se sentiría cohibido por la presencia de unos padres mayores, ella metodista estricta con problemas de oído y él moralista abstemio cristiano científico renacido. A sus dieciocho años, Paul Getty se moría de ganas de volver y disfrutar por su cuenta de todos aquellos lugares fascinantes.

 

 

Una vez de regreso en South Kingsley Drive, Sarah se alegró de que su inquieto hijo mostrara tanto interés por la cultura europea y, a pesar de su miedo a perderlo, parece ser que apoyó su ambición de regresar a Europa cuando él le dijo que quería estudiar en la Universidad de Oxford.

George se mostró menos entusiasta. Los chapiteles soñadores de Oxford no eran para él, pero Sarah lo convenció de que otorgara a Paul una paga adecuada –en forma de pagaré bancario por doscientos dólares al mes– y en agosto de 1912, después de un breve viaje a Japón, el hijo y heredero de veinte años cruzaba de nuevo el Atlántico, esa vez solo.

Viajó a todo tren, pues aquel era en gran medida el viaje del vástago mimado de un millonario estadounidense, con ecos, aunque débiles, de las grandes giras europeas a las que los aristócratas ingleses enviaban a sus hijos para que obtuvieran algo de cultura y conocimientos del mundo antes de regresar a casa y a su herencia. Ese viaje europeo tendría un efecto profundo en Paul, pero no exactamente en el sentido que esperaban sus padres.

Hacer ese viaje solo fue, desde el principio, una empresa considerable para un joven estadounidense solitario, más o menos inculto. Pero, al igual que le ocurría con las mujeres, Paul estaba bien informado y tenía mucha seguridad en sí mismo cuando se trataba de conseguir lo que quería. Ya había convencido a George de que le consiguiera una carta de presentación de uno de sus antiguos compañeros de leyes, el abogado William Howard Taft, que en aquel momento era el presidente republicano de los Estados Unidos. Y una vez en Europa, compró grandiosamente un Mercedes de segunda mano, encargó varios trajes en Savile Row y se dirigió al objetivo improbable de aquel viaje: la Universidad de Oxford. Llegó allí en noviembre, con el curso ya empezado.

Oxford, antes de la I Guerra Mundial, era una sociedad muy cerrada, y aquel joven estadounidense desconocido y sin conexiones, que no había conseguido terminar un curso universitario ni en Los Ángeles ni en Berkeley, tenía pocos conocimientos o educación formal a su favor.

Por suerte, eso apenas importaba, pues el nivel educativo de la mayoría de los alumnos de Oxford de la época era lamentablemente bajo, y Paul no había ido a Oxford a aprender. Al igual que Jay Gatsby, él quería algo diferente: el derecho a llamarse un hombre de Oxford, cosa que, con su obstinación habitual, más o menos logró.

La carta del presidente de los Estados Unidos le consiguió una presentación al presidente del elegante Magdalen College, el clasicista doctor Herbert Warren, que pasó algo de tiempo con este joven californiano seguro de sí mismo y acabó recomendando a alguien de su universidad que le enseñara economía. Paul también se convirtió en miembro no colegiado de la Sociedad de Santa Catalina, que no era todavía un college plenamente acreditado de Oxford, pero que le permitía asistir a conferencias si lo deseaba, algo que raramente hacían los estudiantes de la época. Y no tuvo dificultades para encontrar alojamiento en el centro de la ciudad.

Pero aunque después afirmaría que en Oxford había «vivido más o menos en el Magdalen», e insistiría en que «los hombres de Magdalen me aceptaron como a uno de ellos», él no fue miembro del Magdalen College ni de la Universidad de Oxford. Pero eso no le impidió nunca insinuar que lo había sido, y en años posteriores, siempre presumía de que el tiempo pasado en el Magdalen lo había introducido en el seno de la clase alta británica.

—El primer amigo íntimo que hice en Magdalen —solía decir— era el hermano del actual conde de Portarlington, George Dawson-Damer.

A George le seguía, en un dorado segundo puesto, «Su Alteza Real, el príncipe de Gales», que también estaba en Magdalen.

—Entre nosotros nos llamábamos «David» y «Paul» —decía Getty con aire casual— y forjamos una amistad íntima y acogedora que duraría casi medio siglo.

Nunca estuvo muy claro cuánto tiempo pasó Paul en realidad en Oxford ni si obtuvo el «diploma» que afirmaba tener, ni cómo de «íntima y acogedora» era en realidad aquella amistad vitalicia con el futuro rey de Inglaterra. Pero eso importaba poco. Lo importante fue que, en Oxford, Paul había visto al fin un mundo que admiraba plenamente y envidiaba. Algunos de sus amigos del Magdalen invitaron a ese californiano rico a su casa para disfrutar de la moderna institución de la época que era el fin de semana eduardiano. Y más tarde escribiría con nostalgia que las casas que había visitado eran «a menudo, mansiones de campo señoriales que, en la última fase de la era de Eduardo, estaban todavía en la cumbre de su esplendor».

Allí, en vívido contraste con la soleada California y los mugrientos pozos de petróleo de Oklahoma, había un mundo de aristócratas de título, mansiones señoriales, arte grandioso… y mujeres maravillosamente sofisticadas. Un mundo que lo obsesionaría el resto de su vida.

Hay principalmente dos tipos de esnobs. Los de dentro, que se esfuerzan por mantener a los vulgares fuera; y los fascinados de fuera, que intentan convencerse de que están «dentro». Paul entraba claramente en la segunda categoría y, a partir de entonces, una parte importante de su ambición consistiría en reclamar su puesto en esa zona ilusoria pero sagrada de títulos, deferencia, riqueza antigua y realeza europea que había entrevisto en el Magdalen durante aquel periodo dorado, antes de que se apagara la luz en toda Europa.

 

 

Después de Oxford, Paul no tuvo prisa por regresar a California. Se estaba convirtiendo en un viajero compulsivo, empeñado en huir, y antes que volver a sumergirse en el tedio de South Kingsley Drive, se puso al volante del Mercedes en route hacia lo que había decidido que iba a ser su ciudad favorita: París. Pasó el verano en Rusia, el otoño en Berlín y justo antes de Navidad estaba en Viena, planeando empezar 1914 viendo Egipto.

Pero el dinero se había vuelto un problema, cosa que, inevitablemente, lo llevó a entrar en conflicto con su padre. Doscientos dólares al mes implicaba viajes básicos, y las peticiones de aumento producían respuestas amargas por parte de George, cada vez más exasperado con aquel hijo errante y caprichoso.

Para entonces, Paul llevaba más de un año fuera y estaba a punto de cumplir veintiún años –fecha que pasó a bordo de un barco viejo camino de Alejandría– cuando sus peticiones de dinero explotaron por fin en un conflicto amargo con su padre.

George, muy molesto por lo que consideraba derroches y caprichos de su hijo, le informó de que iba a recuperar quince mil acciones que había puesto a nombre de Paul en Minnehoma Oil. Eso produjo una respuesta venenosa de Paul, en la que mostró parte de la rabia y el resentimiento que podía invocar contra su padre cuando este le llevaba la contraria.

Después de exigirle que le permitiera conservar las acciones, Paul lo atacó por su tacañería con su único hijo, recordándole que, cuando William Randolph Hearst había cumplido veintiún años, su padre le había regalado el San Francisco Examiner, junto con el edificio que albergaba el periódico y que valía al menos tres millones de dólares.

Continuó diciendo con amargura que no tenía intención de ser «privado de lo que le correspondía por derecho» y terminó añadiendo que la actitud de su padre no le dejaba otra alternativa que «lidiar con el asunto como haría con un contrincante».

Una vez más, parece ser que Sarah calmó las aguas. Poco después escribía cariñosamente a Paul y le decía cómo le gustaría poder «ir volando a verlo», y cuando empezó el verano, había persuadido a George de hacer otro cruce en transatlántico para poder encontrarse con su hijo errante en París, disfrutar del encuentro y volver juntos a casa.

En junio de 1914 los Getty se reconciliaron y se hospedaron una vez más en el hotel Continentale. Y fue allí donde Paul comunicó su ambición para el futuro. Puesto que tenía toda la intención de seguir viajando y disfrutar de una sociedad cosmopolita, se haría diplomático. Y, si no lo conseguía, escritor.

Sarah, al parecer, lo apoyó. George no dijo nada.

 

 

A pesar de sus limitaciones, George Getty no era estúpido y, en cierto sentido, comprendía a Paul mejor de lo que este se comprendía a sí mismo.

En lugar de despilfarrar tiempo y dinero de gira por Europa, Paul debería asentarse en el único lugar donde debía estar un hijo suyo. En el negocio familiar, aprendiendo el oficio, tomando decisiones y preparándose para ser su sucesor.

Los acontecimientos estaban de parte de George. Con Francia y Alemania al borde de la guerra, Paul no podía volver a Europa, como esperaba, en el otoño de 1914, para estudiar francés y alemán con miras a ser diplomático. Eso dio a George la posibilidad de ofrecerle un trato que sabía que Paul no rehusaría.

Fue una proposición de negocios directa, la cantidad de diez mil dólares para que Paul buscara fortuna en los campos de petróleo de Oklahoma como había hecho él once años atrás. George enfatizó que aquello no era un regalo, sino una inversión de Minnehoma Oil. Los beneficios revertirían a la empresa y Paul tendría derecho a un treinta por ciento de comisión. Paul aceptó.

Las condiciones eran más duras que cuando George llegó a Bartlesville y se topó con la bonanza del petróleo en Oklahoma. La competencia había aumentado. Llegaban grandes empresas como Standard Oil y era mucho más difícil que un buscador individual encontrara un terreno rico en petróleo, comprara los derechos de explotación minera e hiciera fortuna. Pero puesto que Oklahoma era una zona inmensa, que contenía uno de los campos de petróleo naturales más grandes de Estados Unidos, todavía había descubrimientos y fortunas que hacer por alguien lo bastante decidido. George estaba seguro de que, una vez que Paul probara el sabor del dinero y el éxito, quedaría enganchado.