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Este libro es un conjunto de narraciones que describen con vivacidad las tradiciones y las leyendas de la Costa Rica de antaño. En estas anécdotas cobran vida los acontecimientos y protagonistas que fueron clave en la conformación de la identidad nacional, por lo cual resulta un panorama de la Costa Rica decimonónica.
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Veröffentlichungsjahr: 2013
Sobre a nudez forte
da verdade, o manto
diaphano da phantasia.
Eça de Queiroz
El 2 de setiembre de 1838 se celebró en Cartago la boda de don Ventura Espinach y la niña Mercedes Bonilla. Boda sonadísima de la que se habló durante mucho tiempo, pues los novios pertenecían a la supercrema de la orgullosa ciudad, encareciendo la magnificencia de los dueños de la casa don Juan José Bonilla y su esposa doña Teodora Ulloa, la riqueza de los trajes, lo excelente de las músicas, el derroche de repostería, la abundancia de bebidas y la endiablada animación de los bailes.
Ese día, la rica casa del riquísimo don Juan José Bonilla, recién encalada, resplandecía de blancura sobre los rojos ladrillos de aposentos y corredores; profusión de flores, cohombros y piñuelas embalsamaban el aire; festones y guirnaldas de uruca y manitas de guarumo adornaban lindamente los marcos de puertas y ventanas.
Entre los concurrentes estaba nada menos que el austero Jefe Supremo del Estado, licenciado don Braulio Carrillo, que asistía por reiterada invitación y súplica de los señores de la casa, quienes tenían muchas razones para granjearse al temido y enérgico gobernante al que en el fondo de su corazón detestaban, con razones para ello, pues años antes, por el chisme de un comandante de Guanacaste, que por unas escopetas de cacería que tenía don Juan José en su inmensa hacienda de La Palma, denunció al Jefe Supremo un depósito de armas de guerra, y como don Juan José había tomado parte activa en la Guerra de la Liga contra Carrillo, este ordenó que saliera inmediatamente desterrado para Nicaragua, pena de la vida si osaba volver.
Emprendió el viaje en compañía de su esposa y de su única hija Merceditas, con quienes se encontraba en La Palma, con tan mala suerte que, a poco andar, por estar distraído dándole al eslabón para encender un cigarro, le golpeó en la frente una rama baja de árbol que lo derribó de la mula, fracturándose una cadera en la caída. Intentó quedarse en la casa de la hacienda, mas no se lo permitió el oficial enviado con la orden de destierro; por lo cual, con tan gravísima fractura, por malos caminos, sin médico ni más ayuda que la de dos acongojadas mujeres –su esposa y su hija– y unos mozos y peones fieles pero ignorantes, en una camilla, con mil penalidades continuó el viaje hasta Rivas, donde encontró cordial acogida, generoso asilo, y poco después, la disposición de don Braulio que le permitía regresar a Costa Rica al mismo tiempo que le daba amplias explicaciones y excusas, pues estaba ya bien enterado de la estúpida denuncia del militar que, ignaro o pícaro, quería congraciarse con su superior. Larga fue la curación de la fractura a consecuencia de la cual quedó don Juan José baldado de una pierna y cojo por el resto de su vida, lo que no fue obstáculo para que, ya de vuelta en Costa Rica hiciera las paces con don Braulio, el cual con motivo de la reiterada invitación, tenía su intención y definido propósito para asistir a tan sonada boda, pues Cartago era el foco de sus más encarnizados enemigos a quienes deseaba demostrar que no les tenía miedo, por un lado; y por el otro, con el secreto designio, si no de atraérselos, por lo menos de suavizar con su presencia el exacerbado encono de sus adversarios cartagineses, quienes no le perdonaban el haber favorecido el traslado de la capital a San José y haberlos vencido en la Guerra de la Liga, en las acciones de la casa de Millet, en San José, y en las de Curridabat y Ochomogo y, sobre todo, que sus tropas entraran victoriosas en Cartago a las 11 de la noche del 14 de octubre de 1835. Firme en el poder después del cuartelazo del 27 de mayo de 1838 que derrocó a don Manuel Aguilar Chacón, atento a mantener la paz que tanto deseaba para la ejecución de sus vastos planes de progreso, aceptó don Braulio la invitación que le hicieran y fue a Cartago, su ciudad natal, a la que no había visitado hacía ya algún tiempo.
La fiesta resultó animadísima y espléndida; se bailó alegremente interminables fandangos, sueltos y agarrados; los numerosos sirvientes ofrecían incansablemente a los convidados cuanto bueno atesoraba la deliciosa repostería de la época; en bateas adornadas pasaban constantemente la imprescindible y deliciosa torta de novios, rica de olores y achiote; hojaldres, melindres de yuca, alporas de arroz, embarrados de leche, yemitas, cocadas, rosquetes, enlustrados, corazones atravesados y flores de alfeñique de afiligranado primor; tazones de cabellos de ángel; bollos de leche, empanadas dulces y saladas, de carne, de queso, de chiverre, de mora; alfajores de piña con jengibre; jarros de china y primorosas jícaras con refrescos, tistes y pinoles, tibios y chocolates, rompopes cargados que excitaban la alegría, y mistelas deliciosamente socadoras; y muchas cosas más para regalo del paladar, gusto del cuerpo y contentamiento del alma, mientras afuera, en la calle llena de curiosos, de cuando en cuando estallaba alegremente una bombeta o ascendía en estampía de fuego un cohete bullidor, máxima demostración de regocijo.
Estaba el jolgorio en lo más encendido de un baile zapateado, cuando de pronto, como a las tres de la tarde, no supieron si en la calle o en los patios, estalló un tiroteo infernal que iba en crecendo a modo de asalto de trinchera entre gritos, juramentos, jesuses ¡más fuerte es mi Dios!, carreras, alarma, espanto y gritos de mujeres que caían desmadejadas en medio de la trifulca general. Don Braulio Carrillo, que no las tenía todas consigo, cambió de color, y demudado pero firme, salió al corredor en el momento en que don Juan José, con gran dificultad a causa de su cojera, muy alterado y temeroso, tomó del brazo a don Braulio y lo llevó a un cuarto inmediato donde se encerraron a tranca y cerrojo, para mayor seguridad, mientras se averiguaba qué pasaba. Carrillo se sintió cogido en artera trampa dispuesta por sus irreconciliables enemigos de Cartago; se llevó un susto fenomenal que tan solo duró unos momentos, pues enseguida se averiguó que las detonaciones provenían del depósito de bombas, triquitraques y cohetes que estaba hacinado en uno de los corredores interiores de la gran casona, que habían prendido fuego, no se supo si casual o intencionalmente.
Aclarado el origen del estruendo, salieron don Braulio y don Juan José de su escondite, del brazo, muy sonrientes y comentando el accidente asustador que dio motivo a un avivamiento de alegría en todos los presentes y fue causa de grandes risas y contento general. Y don Braulio, comentando el explosivo accidente que tanto lo alarmara, muy confidencialmente le dijo a doña Teodora Ulloa que lo que más lo había asustado fue sentirse asustado él mismo.
Cierto día del año 1807, de la casona del señor ex-Gobernador don Ramón Jiménez y de su esposa doña Joaquina Zamora salieron de estampía varias criadas en distintas direcciones de la ciudad de Cartago, que envuelta en suaves brumas, acentuaba su quietud y silencio. Iban las criadas a dar presuroso aviso a linajudas damas, amigas de doña Joaquina, que esta estaba en el trance penoso de dar a luz, por lo cual aquellas se apresuraron a asistir con oraciones, novenas, consejos, sobos y menjurjes a tan ilustre dama y amiga. Felizmente nació un niño, al que bautizaron en la Iglesia Parroquial con el nombre de Eustaquio. Y dicen que el cura, al imponerle el olio y crisma, vaticinó que el niño llegaría a gobernar con la misma devoción, celo y acierto, con que su padre había servido a su Majestad Católica el Rey de España, como Gobernador de la Provincia de Costa Rica. No fue precisamente don Eustaquio quien, de los hijos de don Ramón, llegó a gobernar, sino su hermano menor don Jesús Jiménez, padre del ilustre don Ricardo Jiménez, que fue tres veces electo Presidente de Costa Rica por voluntad del pueblo soberano.
Creció el niño Eustaquio sano y fuerte pero silencioso y taciturno, y tan alejado de juegos y entretenimientos infantiles como aficionado a místicos fervores, por lo que, andando los años, ingresó al sacerdocio, para lo cual solicitó órdenes en 1832. Grande fue su virtud y ejemplar su conducta, en una época en que el clero era disoluto y manga ancha especialmente en la transgresión del sexto mandamiento, a lo que seguía –¡naturalmente!– el aumento de hijos de padre no conocido, como dicen las partidas de bautismo en los libros parroquiales. El padre Eustaquio fue ejemplo de buenos sacerdotes y espejo de virtudes, al que nunca se le conoció barragana, ni enredo de faldas, y muchísimo menos hijo natural con india, chola o blanca. Talvez, y sin el talvez, casi seguramente, debido a los deseos reprimidos de que con tan amplia claridad nos hablan Freud y los psicoanalistas, al padre Eustaquio se le agrió el humor, dióse a la irascibilidad, y por temporadas, como los lunáticos, volvíase misántropo y misógino.
Solo sus deberes de sacerdote lo sacaban del ensimismamiento y voluntario retiro que a veces se imponía, para entonces alternar con los hombres; solo su fe robusta y su amor a Cristo Crucificado lo hacían dominar sus temores de misántropo para oficiar la misa, oír confesiones y administrar los demás sacramentos. Fue cura de Tres Ríos durante algún tiempo, y allí ocurrió que un domingo subió al púlpito durante la misa y advirtió a los fieles que, en el sermón de ese día, se ocuparía de las prácticas abominables de algunas mujeres que se cuidan, más que de sus obligaciones y deberes, de crepos, trapos y robacorazones; del colorete, del bien parecer y de provocar con malicias y contoneos a los hombres, a los que incitan al horrendo pecado, nefanda flaqueza de la carne. Dijo a los hombres que se colocaran detrás de las mujeres y a estas que se adelantaran hacia el púlpito, pues para ellas iba especialmente el sermón; mas como no le obedecieran y confundidos hombres y mujeres se acercaran al púlpito para mejor oír, se enfureció el padre Eustaquio y les gritó airadísimo: “¿No me oyeron? ¡Las naguas arriba y los calzones abajo!”.
Así comenzó un famoso sermón del padre Eustaquio contra la deshonesta liviandad de ciertas mujeres.
En diciembre de 1867 pidió dispensa de misiones para ir a Roma, lo que le fue concedido; de vuelta a la patria se dedicó especialmente a la agricultura en sus valiosos terrenos del Aguacate, tras los pintorescos cerros de La Carpintera, donde vivió largos años aislado y casi olvidado.
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Ya muy anciano –pues murió en 1889– vivía recluido en su casona de Cartago, negado al mucho trato con sus semejantes; por tiempos se exacerbaba su misantropía y entonces pasaba semanas enteras recluido en un aposento al que no permitía entrar a nadie, presa de un ansia desesperada de soledad y aislamiento, de silencio y de quietud. En esos días de negro humor que lindaba con la locura, la servidumbre andaba de puntillas por la casona, ya de suyo silenciosa; no se picaba leña ni se sacaba café en el panzudo pilón, ni nadie hablaba en voz alta; los alimentos se los dejaban en un torno que expresamente había hecho construir en un muro, para así no ver ni oír siquiera a quienes lo servían; eran el aislamiento y la soledad absolutos. Y si por caso afuera, en la calle, sonaba la melancólica campanilla del Viático que iba a dar la extremaunción a un moribundo o pasaba la procesión del Corpus Christi, solo entonces se veía al padre Eustaquio muy contrito, con un cirio en la mano, seguir a la Sagrada Forma a lo largo de las cien varas de su casona solariega, a la que volvía por el ancho portón de la calle, rezando, cabizbajo y sin alzar la vista del suelo.
Practicó siempre la caridad, pero antes de dar limosna o de socorrer una necesidad, para determinar la suma de plata o de oro que daría al necesitado, no preguntaba de qué se trataba, ni inquiría detalles, ni menos admitía que le fijaran suma; se limitaba sencillamente a observar y estudiar la mano de la persona que le pedía sin mirarla a la cara ni poner atención a palabras, gestos o lágrimas, después de una observación, puramente quiromántica, al mendigo, a la viuda, al huérfano, entregaba su óbolo, ya en plata, ya en oro, desde medio real hasta varias onzas. El día de dar limosnas, que era siempre martes, se sentaba junto a una ventana que abierta daba a la calle, oculto tras unas cortinas, a través de las cuales los necesitados, sin verlo ni ser vistos, extendían la mano implorante, sobre la cual el padre hacía su deducción quiromántica; guiado y persuadido por las líneas y los signos, depositaba en la mano desconocida y misteriosa la moneda de plata o de oro.
El padre Eustaquio revivió así el antiguo y sutil arte de la quiromancia; tuvo más fe y vio menos engaño en lo que revelan y dicen unas líneas de la mano, que en la impresión recibida de unos ojos dolientes, de un cuerpo agobiado, al parecer, por la enfermedad o agotado por la miseria. Lo que le decían las manos era mil veces más sincero y elocuente, en su sentir, que los ojos engañosos, las palabras falsas, las actitudes mentirosas y las lágrimas hipócritas con que se suele engañar a los sencillos y limpios de corazón. Desilusionado por la cara humana y su falsía, se volvió quiromántico para practicar la caridad.
En Heredia, cuando algunos aún la llamaban Villavieja, vivía un hacendado corpulento, recio, iracundo y violento, llamado Zamora. Su esposa, una mujercita mucho más joven que él, delicada, tímida, de salud frágil, murió al nacer Eulalia, hija única del matrimonio. La huerfanita, muy parecida a la madre, nerviosa y bella con belleza de flor enferma, se crió amamantada por una chola, sin recibir jamás una caricia de su padre, el cual solo se preocupaba del aumento de sus hatos y la venta de sus cosechas; negociaba en los mercados de Heredia, Alajuela y San José, entre violentas discusiones o socarronas zalamerías, cerdos, caballos, vacas y bueyes, fanegas de maíz, tercios de sal, pilones de azúcar y tamugas de dulce.
Mientras Zamora se enriquecía, la niña creció, endeble y pálida, como matita en la sombra. Desde muy pequeña mostró horror a la oscuridad, y las historias de aparecidos y fantasmas la hacían temblar acurrucada en el gran escaño de la cocina, mientras la servidumbre, a la luz del fogón y los candiles, después de oscurecer, se entregaba al goce de referir historias espeluznantes. Una de esas historias, contada por Micaela, la cocinera, la hizo concebir un miedo pavoroso a los zopilotes, miedo que al tiempo se convirtió en obsesión enfermiza. Los zopilotes, esos negros pajarracos, según contaba la india Micaela, habían comido la cabeza a un cura cuya sombra se aparecía y espantaba a los viandantes, de noche, en el callejón del Pirro, que entonces llamaban el “Callejón del Padre sin Cabeza”.
Al ver un zopilote de cerca o al oír su gangoso graznido, la pobre niña Eulalia corría a encerrarse en su cuarto, presa de invencible horror. Pasaba noches sin dormir, con alucinaciones y pavores cuyo motivo era siempre los negros zopilotes. Veía, alucinada, los ojillos voraces, los recios picos, las negras alas abiertas en ademán de lanzarse sobre ella y sacarle los ojos. Tenía entonces quince años y estaba en el esplendor de su lánguida belleza; sus ojos negros, de raros fulgores espantados y tristes, tenían una extraña expresión de infinito deseo y doloroso desencanto; ojos brujos de mujer ansiosa y de niña inocente, ojos de alma enferma y dolorida. La boca, sensual y pura a un tiempo, no sonreía jamás.
Fastidiado y enfurecido Zamora por lo que él llamaba monadas de la niña, consultó el caso con su compadre Lépiz y con el cura Paniagua. El resultado de la consulta fue que resolvió casar a Eulalia enseguida. Cavilaba Zamora buscando un marido para su hija y calculaba con el tiento y la prudencia que ponía en un trato de ganados o en la compra de una finca. Pero decidió que lo primero que debía hacer era curar radicalmente, de una vez y sin contemplaciones, el miedo de Eulalia a los zopilotes. Y como lo pensó lo hizo: era hombre de decisiones prontas que iba recto a su propósito: ¡Ya vería la niña melindrosa! ¡Ya se le quitarían los nervios y arrechuchos!
Tomó una cuerda, tendió un lazo y esperó con paciencia; un rato después cogió un zopilote que se debatió con violencia, lo asió fuertemente por las patas y el pico, le inmovilizó las alas bajo el robusto brazo y caminó, rápido, hacia el cuarto de Eulalia. Llegó a la puerta, sigilosamente, la abrió de pronto y lanzó dentro del cuarto el zopilote, que graznó furiosamente aleteando con fuerza, mientras Zamora cerraba la puerta. Agarrado fuertemente a la aldaba para impedir que Eulalia pudiera escapar, se disponía a gozar del éxito de su drástica medicina cuando oyó un grito muy largo, muy espantoso, un grito horrísono y desesperado; después el golpe de un cuerpo que cae pesadamente... unos aletazos... un graznido sordo y luego un silencio sepulcral.
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Zamora esperó aún unos instantes y luego abrió la puerta lentamente: Eulalia yacía en el suelo, de espaldas, revuelta la cabellera, crispadas las manos, los ojos abiertos, fijos, inmóviles, y en ellos, viva aún, la expresión de un espanto inenarrable. Sobre la cornisa del armario de cedro estaba el zopilote en atisbo, avizores y voraces los ojos inquietos, como en actitud de lanzarse sobre la presa.
Zamora, estupefacto, se acercó a la niña, la levantó como una pluma, la colocó sobre la cama, la llamó, la sacudió, la urgió brutalmente a despertar, a incorporarse; luego, con un presentimiento angustioso en que se confundían el asombro y el pavor, puso el oído sobre el pecho de Eulalia, cuyo corazón ya no latía... Entonces la llamó, enloquecido, con ternuras vagas; le prodigó esas palabras, mimos y caricias que resultan absurdos y torpes en los seres brutales a quienes, de pronto, un hondo dolor hiere en el corazón. Luego llamó a gritos, acudió la servidumbre aterrada, llegaron el cura y los vecinos y echaron fuera el zopilote que huyó lanzando graznidos siniestros... Todos se arrodillaron en torno de la cama, en tanto que el cura rezaba la plegaria de los agonizantes.
Zamora, sobre el cadáver ya frío de su hija, sollozaba por primera vez en su vida.
Y no se habló en Heredia, durante mucho tiempo, de otra cosa que de la muerte de Eulalia Zamora a consecuencia del susto que le dieron con un zopilote.
Después de la muerte de su hija, Zamora cambió completamente de carácter y de aspecto: en un mes envejeció años, padeció largos insomnios y terrores nocturnos; veía en la oscuridad un enorme zopilote, de ojos fosforescentes y verdosos que lo miraban fieramente como una acusación, posado sobre el cuerpo yacente de Eulalia, muerta, muy pálida, con las manos crispadas sobre el pecho y los ojos espantosamente abiertos.
Enflaqueció. Se le hundieron el pecho y las mejillas, blanquearon sus cabellos; caminaba con incierto paso, lentamente, con detenciones bruscas y nerviosas, para continuar luego muy despacio, la barba sobre el pecho y la mirada triste fija en el suelo. Sentía el peso insoportable de sus violencias, de su negro crimen: su hijita, su débil y delicada muchachita, había muerto de espanto bajo las negras alas de un horrendo zopilote...
¡Y él era el culpable!
Lo que al principio fue solo una mordida dolorosa en su conciencia, se volvió obsesión torturadora, lacerante. Perdió por completo el apetito, envejeció y enflaqueció más aún, y la luz de la razón tenía en sus ojos espantados fulgores de locura. Se volvió misántropo; no toleraba el trato con las gentes, quienes empezaron a notar que Zamora tenía “ojos de loco”.
Entonces abandonó por completo sus negocios, malbarató sus casas y haciendas y se trasladó a la capital, donde vivió solitario y triste, como una sombra de sí mismo, en una casa aislada, de aspecto misterioso y desolado, oculta entre la maleza de bledos, escobillas y mozotes que llegaban hasta los aleros, y cuyas puertas y ventanas tenía siempre cerradas.
En esa casa, que estaba más o menos esquina opuesta al actual Cuartel Buena Vista, en lo alto de Cuesta de Moras, descubrieron un día a su impenetrable huésped colgando de una solera, los ojos desorbitados, y la lengua, negra y retorcida, de fuera.
Nadie quiso después habitar en esa casa. Se decía que en ella asustaban; que dolientes sombras humanas ambulaban por los derruidos aposentos llenos de murciélagos; que ayes escalofriantes y apagados lamentos turbaban el silencio de la casa abandonada cuyas tejas rotas y corridas dejaban pasar la lluvia que podría lentamente maderas y cimientos.
Esa casa, solitaria y tenebrosa, que las gentes entonces miraban con recelo y supersticioso espanto, al fin desapareció destruida por la implacable acción del tiempo, hace muchos años. Todavía hay en San José algunos viejos que se acuerdan de la siniestra “Casa del Ahorcado”.
Año de 1828
En las casitas de la ciudad incipiente, desde el bajo de la Cuesta de los Moras hasta el Cuartel de Armas, casitas de adobes, bajitas, encaladas, con tejas rojas y ventanas de rejas de madera torneada, al oscurecer, los piadosos vecinos ponen en las ventanas velas de sebo o candiles de higuerilla cuya tenue luz brilla como cocuyos en la negrura de la noche, reflejándose en las aguas de consumo de las acequias que corren cantarinas entre guijas por calles y solares.
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En las casas del centro, donde viven los ricos y los poderosos, grandes casonas con amplios corredores empedrados que dan a la calle y en cuyos horcones dejó la soga sus huellas por el ordeño diario y mañanero, vense algunas linternas con vidrios de colores que pregonan a distancia la riqueza de la casa en un alarde luminoso de lujo.
Silenciosa, minúscula, con algunos ranchos pajizos y calles de tierra, sin alumbrado público, la ciudad parece dormida en tanto que los habitantes esperan, en las duras camas de pabellón –defensa contra los alacranes del techo y el sereno que se cuela por entre las tejas– o en las rígidas cujas de esterilla, la hora sagrada del Nacimiento, anunciado por las campanas de la iglesia, para rezar al Niño Dios una oración de amor y de esperanza y rendirse luego otra vez al sueño, que es tregua cicatera en la brega del trabajo obstinado contra la naturaleza, el aislamiento y la pobreza, que no permiten jolgorios ni despilfarros.
En la madrugada la mecha de los candiles se apaga, falta de aceite; se consumen las velas; las linternas de vidrios de colores ya no alumbran los corredores emboñigados de las casonas del centro.
Clarea al alba sobre la espesura del bosque en lo alto de la Cuesta de los Moras; cantan los gallos, mugen las vacas; una carreta traqueadora desgrana en el aire su música de esfuerzo y paciente lentitud...
Las campanas llaman a misa.
Ha pasado la Noche Buena.
Allá por el año de 1830 vivía en San José el maestro Juan Loaiza, hombre considerable por la bondad, rectitud de juicio, índole servicial y, sobre todo, porque era dueño de varias casas y predios y de la única sastrería que había entonces. El maestro Loaiza, al coser ropa y vender telas, se equiparaba a don Juan Mora Fernández que en su mocedad fue aprendiz de sastre, y a don Juanito Mora, que siendo Presidente de la República, vendía él mismo tras el mostrador en su tienda de San José.
En el taller del maestro Loaiza, que estaba en la casa de su propiedad situada frente a la Plaza Real, se juntaban a menudo en animada tertulia gentes de muy distinta clase social. Solían reunirse hacia las tres de la tarde, después de la comida, y al anochecer, cada mochuelo ganaba su olivo, deslizándose por las oscuras y desiertas calles en las cuales, como un fuego fatuo, ambulaba en la quietud de la noche la linterna del sereno cuyos caites resonaban en el silencio: “¡Ave María Purísima! ¡Las siete y sereno...!”. Y la voz se perdía en las sombras silenciosas.