Un anillo para una dama - Christine Merrill - E-Book

Un anillo para una dama E-Book

Christine Merrill

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Beschreibung

¿La convertiría en su esposa o en su amante? Margot De Bryun era independiente y no estaba dispuesta a que un hombre controlara su vida. Sin embargo, el atractivo libertino Stephen Standish, marqués de Fanworth, le picaba la curiosidad... ¿Un hombre podía tener... otras ventajas? A Stephen le parecía que Margot reunía todas las virtudes para casarse con ella; era inteligente, atractiva y tenía talento. Sin embargo, cuando unos rubíes que habían robado a la familia lo llevaron a la joyería de Margot, él, furioso, le exigió que fuese su amante… pero no era fácil doblegar a Margot.

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2015 Christine Merrill

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Un anillo para una dama, n.º 593 - marzo 2016

Título original: A Ring from a Marquess

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A. Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Internacional y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N: 978-84-687-7807-5

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

Portadilla

Créditos

Índice

Carta de los editores

Dedicatoria

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Siete

Ocho

Nueve

Diez

Once

Doce

Trece

Catorce

Quince

Dieciséis

Diecisiete

Dieciocho

Diecinueve

Veinte

Veintiuno

Veintidós

El amor es la joya más valiosa, como fue descubriendo poco a poco lord Fanworth mientras visitaba el establecimiento de la señorita De Bryun. Allí se gastaba toda una fortuna en exquisitas creaciones para sus supuestas amantes, solo para disfrutar de la delicada atención de la bellísima propietaria. Ya casi estaba decidido a declararse cuando descubrió un terrible embrollo que dejaba la honradez de la joven en muy mal lugar. Y entonces decidió que la convertiría en su amante...

Esta es solo una pequeña parte de la sensual y romántica novela que nos trae de su mano Christine Merrill y que nosotros tenemos el gusto de recomendar. Cuando comencéis seguro que desearéis descubrir más.

¡Feliz lectura!

Los editores

Uno

Margot De Bryun echó un vistazo al salón privado que había sido la trastienda de la joyería Montague y De Bryun y ahuecó los almohadones de la chaise longue. La tienda había sido un sitio bastante gris, pero en ese momento, cuando la llevaba ella y el nombre del difunto señor Montague se había borrado del escaparate, le parecía que la decoración nueva era elegante y alegre. Las paredes eran blancas y las columnas que había a ambos lados de la puerta eran de espejo. El oro y las joyas de la sala principal estaban sobre mares de terciopelo blanco y seda azul dentro de vitrinas del cristal más fino y tranparente.

Cuando se cercioró de que todas las piezas estaban en su sitio, comprobó que los uniformes de todos los dependientes estaban inmaculados. Las empleadas llevaban trajes azul claro y los empleados de un azul oscuro, pero no demasiado sombrío. Los revisaba todas las mañanas para que ninguna pajarita estuviese torcida, para que todos los botones estuviesen brillantes y para que los delantales estuviesen planchados. Exigía la perfección absoluta. También cuidaba mucho su propio aspecto para que no compitiera con los artículos que vendía. Era una vanidad por su parte, pero también era tan hermosa como su hermana y la belleza de Justine, hasta su reciente matrimonio, solo le había dado disgustos y ella no quería pasar por lo mismo. Prefería vestir con sencillez que atraer la atención de supuestos caballeros que creían que era mejor la vida licenciosa que la vida honrada de una mujer que trabajaba.

Sin embargo, tampoco quería parecer poco elegante. Evitaba la ropa llamativa y el exceso de joyas para vestir con la misma sencillez que decoraba la tienda. El vestido que llevaba ese día era de muselina blanca, como las paredes, con una cinta dorada en la cintura y una cruz de ámbar que colgaba de una fina cadena de oro. Esa elegancia distante impresionaba a los clientes y los caballeros no sentían esa incomodidad que sentían algunas veces en lugares que consideraban demasiado femeninos. Salían de la joyería De Bryun convencidos de que no habían pasado de la antesala del reino femenino para que un oráculo les aconsejara sobre esas extrañas criaturas. Confiaban en que la visionaria señorita De Bryun sabría mejor que cualquier otro joyero de Bath el regalo que querrían sus esposas, sus hijas e, incluso, sus queridas. Además, a ella le divertía que la trataran como a una sacerdotisa de los aderezos.

También era provechoso para el negocio. Cuando se hizo cargo de la tienda, no consiguió entender nada de los libros de cuentas del señor Montague, pero sospechó que los beneficios habían sido escasos. La mayoría debían de haber acabado en sus bolsillos porque Justine y ella solo habían conseguido una asignación menos que modesta. Sin embargo, en ese momento, cuando la joyería estaba en manos de las hermanas De Bryun, las cifras del libro de cuentas mostraban unas ventas estables y unos beneficios sustanciosos.

Su hermana, quien había jurado que solo tenía malos recuerdos, no podía evitar sonreír por el éxito que era el negocio de su padre gracias ella. Justine quizá no necesitase el cuantioso cheque que le mandaba todos los trimestres, pero era una prueba palpable de que su hermana pequeña era perfectamente capaz de llevar la joyería ella sola.

Una vez comprobado que todo estaba en orden, hizo un gesto con la cabeza a Jasper, el encargado de la tienda, quien quitó el pestillo y dio la vuelta al cartel para indicar que la joyería estaba abierta. Unos minutos después, sonó la campanilla y entró uno de los mejores clientes. Ella se quedó sin respiración, como le pasaba siempre que entraba el marqués de Fanworth. Probablemente, iría a comprar algo para una de sus muchas amantes. Tenía que haber varias mantenidas revoloteando a su alrededor. Una mujer sola no podría usar todas las joyas que compraba. Desde que llegó a Bath, había visitado la joyería al menos una vez a la semana, y algunas veces dos o más. Cuando un caballero de su categoría mostraba su preferencia por su humilde tienda, arrastraba a otros con la bolsa igual de llena. Por eso se ocupaba de tratarlo bien y conservar su deferencia, era bueno para su negocio, o, al menos, eso se decía a sí misma. Además, ¿quién podía reprocharle que su corazón se alterara un poco cuando llegaba? Lord Fanworth era un hombre muy apuesto. En su opinión, era el más apuesto de Bath y, quizá, de toda Inglaterra. Su pelo castaño resplandecía por el sol de la mañana y sus anchas espaldas tapaban la luz que entraba por la puerta. Sin embargo, no era su cliente favorito solo por su belleza y su prestigio. Él no compraba una alhaja y se marchaba corriendo. Él se quedaba bebiendo un vino y charlando con ella en el salón privado que reservaba para sus clientes más importantes. Cuando hablaban, parecía que eran de la misma categoría. Hablar con él hacía que se sintiera tan importante como una de las damas que frecuentaban algunas veces su tienda y que recorrían las vitrinas sin saber qué elegir. La verdad era que se sentía más importante que ellas. Ellas podían cruzar algunas palabras con lord Fanworth cuando coincidían en el balneario o en alguna reunión, pero cuando él visitaba De Bryun, ella lo tenía para sí sola durante una hora o más. Él la trataba como un amigo y ella no tenía muchos.

Ese día, ella estaba detrás del mostrador principal y los ojos color esmeralda de él resplandecieron cuando la miraron.

—Margot —él inclinó la cabeza y sonrió—. Esta mañana estás encantadora, como siempre.

—Gracias, señor Standish.

Él se presentó así el primer día que apareció por allí. No empleó el título, sino el apellido, como si fuese un hombre normal y corriente. ¿Creía sinceramente que era tan fácil disimular su origen noble? Todo el mundo lo conocía, susurraban sobre él y las mujeres lo señalaban desde detrás de los abanicos cuando lo veían por la calle. Sin embargo, si él no quería emplear el título, ¿quién era ella para preguntarle el motivo? Tampoco iba a exigirle formalismos. El corazón se le aceleraba cada vez que la llamaba por su nombre de pila. Lo pronunciaba con una «g» delicadísima y acababa con un suspiro. Hacía que pareciera francés... o enamorado. Esa idea hacía que le costara mirarlo a los ojos. Bajó la mirada mientras hacía la leve reverencia antes de devolverle la sonrisa.

—¿En qué puedo ayudarlo hoy?

—En nada importante. He venido para encontrar una fruslería —él juntó dos dedos para indicar lo insignificante que tenía que ser—. Para mi prima.

Según su experiencia, cuanto más pequeña decía que iba a ser, más dinero iba a gastarse.

—¿Otra prima, señor Standish? —preguntó ella con una sonrisa insinuante.

Él dejó escapar un suspiro muy teatral.

—Las... cargas de una familia tan amplia, Margot.

Después de una visita, ella consultó Debrett’s, la guía de la alta sociedad, y comprobó que su familia era especialmente pequeña y que todos eran varones, aparte de su madre y una hermana.

—Una familia tan amplia y con tantas mujeres sin joyas... —comentó ella en tono desenfadado—. ¿No tiene ni una joya familiar que pueda regalarles?

—Ni una piedra —contestó él sacudiendo la cabeza con seriedad.

Ella hizo un gesto para señalar hacia el salón.

—Muy bien, tenemos que ayudarle inmediatamente. Pase, siéntese y beba una copa de vino conmigo. Estoy segura de que encontraremos algo.

Tocó el brazo de la dependienta más cercana y le susurró lo que quería que sacara de la caja fuerte y de las vitrinas. También tenía que entregarle el trabajo que acababa de terminar para él y llevaba toda la semana esperando para ver su reacción. Apartó la cortina blanca que separaba el salón privado de la tienda para que él pasara. Ya había una frasca con vino en una mesilla junto al diván de terciopelo blanco. Cuando pasó junto a la puerta del taller, vio que el señor Pratchet se movía con nerviosismo en el banco de trabajo. A él no le gustaba esa atención especial que le prestaba al marqués. Ella le frunció el ceño. Le daba igual lo que le gustara o le disgustara al señor Pratchet. Lo había contratado como orfebre, pero algunas veces se le subía a la cabeza y se consideraba un socio y no otro de sus empleados. Tenía que costarle recibir órdenes de una mujer, de una mujer joven para más señas. Sin embargo, tendría que aprender. Si creía que su talento con los metales lo hacía indispensable, estaba muy equivocado. Tampoco pensaba casarse con él para que pudiera tener el control de la tienda.

El señor Pratchet era el tercer hombre que ocupaba el banco de trabajo desde que se había hecho cargo de la joyería. Los otros dos se quedaron sin su puesto en cuanto insinuaron que su sitio en De Bryun podía ser otro que el de artesano en el taller. Pratchet salió a la puerta antes de que ella pudiera seguir al marqués por la cortina.

—No es prudente que esté sola con un caballero en una habitación privada. La gente murmurará.

—Si no murmuraron sobre lo que pasaba aquí cuando el señor Montague estaba vivo, dudo que tengan algo que decir sobre mí —replicó ella con firmeza.

Toda la ciudad había mirado hacia otro lado cuando Montague había tratado tan mal a Justine y había pasado por alto que fuese más una prisionera que la propietaria de la mitad de la tienda. Nadie le había ofrecido su ayuda ni Montague había dejado esa costumbre tan desagradable. ¿Por qué iba a dar pie a habladurías su inocente relación con un miembro de la nobleza?

—Lord Fanworth es un perfecto caballero —añadió ella mirando hacia el salón.

Casi demasiado perfecto, si era sincera.

—Es un libertino —le corrigió el señor Pratchet—. Un caballero no mentiría sobre su identidad.

—¿Quién es usted para poner en duda lo que hace la nobleza? —preguntó ella con una sonrisa—. Si prefiere el anonimato cuando visita mi humilde tienda, yo no seré quien se lo niegue, y menos cuando es un cliente tan bueno. Además, como la cortina que nos separa de la sala principal es casi transparente, no puede decirse que esté encerrada con él.

Ella pasó una mano por detrás del algodón para demostrárselo. Había sido un acierto por su parte. Daba privacidad a los clientes más importantes y los menos importantes podían vislumbrar lo que hacía la flor y nata de la sociedad. Si cotilleaban que habían visto a lord Fanworth en De Bryun, al día siguiente habría más clientes que acudirían con la esperanza de entreverlo.

Sin embargo, no habría ningún cliente si sus empleados se dedicaban a regañarla en vez de trabajar.

—Por favor, señor Pratchet, ocúpese de su trabajo. Hay que arreglar un collar y esta tarde, como muy tarde, quiero ver la montura de mi diseño más reciente. Será mejor que se dé prisa porque ni siquiera ha tallado la cera.

Pareció como si el señor Pratchet quisiera corregirla, pero se lo pensó mejor y volvió a su sitio sin decir nada más. Ella apartó la cortina y tuvo que hacer un esfuerzo para no mirarse en uno de los muchos espejos de la tienda antes de acercarse al marqués, pero tampoco pasaría nada si se miraba fugazmente. Solo era para cerciorarse de que tenía la sonrisa profesional que se merecía un cliente tan especial. Porque eso solo era una relación profesional. El señor Pratchet tenía cierta razón. Lord Fanworth era un libertino, y muy atractivo. Ella, para preservar su reputación, nunca se había atrevido a hablar con él fuera de De Bryun.

Sin embargo, el señor Standish hacía que sonriera, y no era una mera elevación de los labios cortés y femenina. Cuando él se dio cuenta de que podía hacer que se riera, hizo todo lo posible y sus visitas eran el momento álgido del día. Sin embargo, estaba segura de que era algo más que eso. Actuaba como si sentarse en el salón con ella, beber vino y gastarse el dinero también fuese la mejor parte del día para él. Ese día, su rostro se iluminó con una sonrisa deslumbrante al verla. Entonces, se inclinó hacia delante como si estuviese deseoso de estar con ella. Sin preguntárselo, sirvió vino en una copa, se la ofreció y se sentó en un taburete almohadillado junto a él.

—¿Qué puedo enseñarle hoy?

Él le dirigió una mirada ardiente.

—Me gustaría ver muchas cosas, pero nos limitaremos a las joyas, Margot. Al fin y al cabo, estamos en un lugar p... público.

Ella fingió que se escandalizaba y él, por un instante, pareció sinceramente preocupado por haberla ofendido. Entonces, ella se rio porque él nunca la ofendía de verdad. Además, cuando él también sonrió, quedó claro que ella sabía que él se reía por el balbuceo que aparecía cuando decía ciertas palabras. Sonrieron un rato en silencio y disfrutaron de esa camaradería.

—Solo verá joyas —comentó ella—, al menos, es todo lo que le enseñaré yo.

Había sido una necedad. Si quería que la gente creyera que esas visitas eran inocentes, tenía que aprender a no estimularlo cuando coqueteaba. Sin embargo, seguir su juego era demasiado tentador.

—Espero que cuando encuentre una esposa tan encantadora como tú —él sonrió—, sea más co... complaciente.

—Lo dudo mucho, señor Standish. Me parece el tipo de hombre que volverá a mi tienda al día siguiente de la boda para comprar regalos a sus innumerables primas. Aconsejaría a su esposa que le cerrara la puerta a cal y canto hasta que prometiera un mínimo de fidelidad.

—Si tú fueras mi esposa, la cerraría yo mismo, con los dos dentro.

Estaba segura de que lo decía de broma. La simple idea de que se casara con ella era ridícula. Solo su imaginación desbordante hacía que esas palabras sonaran como una oferta sincera. Sin embargo, eso no impedía que se regocijara con la escena. Pensar en ellos dos encerrados en una habitación hacía que sintiera algo extraño, algo entre excitación y miedo. Lo dejó a un lado y lo miró con los ojos muy abiertos, como si no pudiera entender lo que quería decir.

—Si me encerrara, ¿cómo podría venir a la tienda?

—No tendrías que venir para enseñarme todos los tesoros que quiero ver.

—Entonces, sería un motivo más para que no me casara con usted —replicó ella en tono triunfal—. La tienda fue de mi padre y ahora es mía. Si me casara con usted, sería como rechazar el primer amor a cambio de otro.

Él seguía sonriendo, pero, a juzgar por su expresión, estaba claro que no entendía por qué no podía preferirlo al trabajo. Ella tampoco lo había esperado. La verdad era que daba igual. Aunque hubiese bromeado acerca del matrimonio, él daba por supuesto que era la meta de cualquier mujer, independientemente de su categoría social. Además, ella hablaba muy en serio sobre su amor a la tienda. Le habría gustado que él hubiese hablado mínimamente en serio sobre sus sentimientos, pero si el matrimonio exigía que sacrificara todo lo que había conseguido con tanto trabajo, era mejor que siguieran siendo amigos.

Como sucedía otras veces en situaciones como esa, se le ocurrió la otra posibilidad. Algún día, él propondría un apaño que no tenía nada que ver con el matrimonio. Por la noche, cuando estaba sola en la cama del pequeño piso que había encima de la tienda, se preguntaba qué contestaría. Sin embargo, pensar en el marqués de Fanworth cuando estaba acostada llevaba a esos sentimientos complicados y confusos que no cabían en la elegancia sencilla de la joyería, y menos cuando él estaba sentado enfrente de ella y solo quería que comprara alguna joya.

Él dejó escapar ese suspiro teatral que indicaba que el coqueteo del día había terminado.

—Me atormentas con tu belleza inalcanzable, Margot. Espero que no se lo re... reproches a un hombre por intentarlo.

—Claro que no, señor Standish. Supongo que esta mañana no está pensando solo en vino e insinuaciones. ¿Desea ver brazaletes o pendientes? ¿Ha venido a por el collar que encargó la semana pasada?

—No estará terminado tan pronto... —comentó él con asombro—. Lo que me dibujaste era tremendamente complicado.

Lo había sido, pero lo depuró en cuanto él salió de la tienda y animó al señor Pratchet para que se diera prisa. Ella misma había engarzado algunas piedras para cerciorarse de que todo quedara como había diseñado. Había sido una tarea complicada. La piedra más grande tenía una pequeña imperfección y había pensado tallarla otra vez o sustituirla, pero tenía un color y una forma tan bonitos que no pudo resistirse. A cambio, había decidido enmarcar la imperfección con unas perlas. Era como un lunar en el rostro de una mujer atractiva. La pequeña marca resaltaba la perfección del resto. El resultado había sido, en su opinión, una obra maestra y estaba deseosa de que él la viera.

—A usted no puedo hacerle esperar.

Ella hizo un gesto y la dependienta que estaba en la puerta se acercó con un estuche de terciopelo y se lo entregó a Margot. Ella lo abrió ceremoniosamente y se lo ofreció a su amigo inclinando ligeramente la cabeza. Dentro, las piedras rojas resplandecían como un corazón palpitante. Él contuvo el aliento mientras lo tomaba.

—Es más maravilloso que lo que me había imaginado —levantó el collar con mucho cuidado y brilló como fuego congelado—. Es magnífico. La realización es muy moderna y, aun así, respeta la belleza y categoría de la usuaria.

—Las perlas son más ligeras que los diamantes que propuso usted —comentó ella—. Nadie tendrá un collar como este.

—Jamás había visto uno parecido —reconoció él—. Estoy seguro de que ella se quedará tan impresionada como yo. Había estado piando por unos rubíes. Su infelicidad se esfumará en cuanto vea esto.

Ella no podía entender que una mujer fuese infeliz cuando recibía la atención de un hombre como él, paro asintió con la cabeza. Se hizo un silencio incómodo hasta que él le sonrió por encima del collar y volvió a hablar.

—Tienes un talento increíble, Margot De... De... Bryun.

Él balbuceó otra vez, como pasaba cuando estaba siendo especialmente atento con ella. Lo pasó por alto, estaba segura de que un hombre como él se quedaría espantado por demostrar vulnerabilidad. Esa noche, cuando recordara la conversación, pensaría en ese leve defecto con condescendencia, o con algo más cariñoso. Era como el rubí que había en el centro del collar que estaba admirando, era más interesante por ser ligeramente imperfecto.

Se quedó pensando. Ya estaba planeando lo que iba a hacer antes de dormirse para incluir al marqués de Fanworth. Era imprudente tener esas fantasías, aunque fuese sola y en su cuarto. Quizá el señor Pratchet tuviese razón. Estaba dando alas a un libertino y rondando la ruina.

Cuando contestó, se cercioró de que el tono solo indicara el agradecimiento de una artesana a la que alababan su destreza.

—Gracias. Es un halago enorme cuando llega de alguien que necesita tantas joyas como usted.

—Lo digo sinceramente —insistió él con delicadeza y más convicción todavía—. Pocos joyeros serían capaces de mejorar la idea... la idea original. Parece como si supieras intuitivamente lo que se necesita.

Ella inclinó la cabeza.

—Me complace que piense que he heredado una mínima parte del talento de mi padre.

—Estoy seguro de que es más que eso. Dijiste que tu padre murió antes de que nacieras.

—Desgraciadamente, así fue. En un robo.

—Entonces, has adquirido por tu cuenta los conocimientos necesarios para honrarlo —el marqués hizo un gesto de reconocimiento con la cabeza—. Demuestra una mente despierta y una comprensión magnífica de los estilos actuales —él frunció el ceño—. Sin embargo, ¿has dicho que hubo un robo?

Él miró alrededor como si evaluara la seguridad de las puertas de la cámara acorazada. Ella sonrió y negó con la cabeza.

—No fue en la tienda. Lo abordaron en el campo cuando estaba llevando unas piedras a un cliente.

—Espero que tú no corras esos riesgos.

Dado que esa amenaza había llegado del hombre cuyo nombre había borrado del escaparate, estaba segura de que no los correría. La tienda ya solo tendría el nombre De Bryun y, por lo tanto, no habría socios traidores.

—Tengo mucho cuidado para no ponerme en la misma situación que mi pobre padre.

—Me alegro de saberlo —él volvió a sonreír—. Sin embargo, si necesitas pro... protección —él no siguió al darse cuenta de cómo podría interpretarse su oferta—. Quiero decir, si necesitas un brazo fuerte que te de... defienda, llámame inmediatamente y acudiré en tu ayuda.

De repente, pareció como si el libertino empedernido que coqueteaba con ella constantemente no supiera qué hacer. Ella lo entendió. Ante esa oferta, su corazón había dado un vuelco inadecuado y había estado a punto de suspirar sonoramente. Por un instante, pareció como si los dos estuviesen desorientados e impotentes por la situación. La atracción entre los dos era intensa, pero no se atrevía a llamarla amor. Cuando un hombre rico y poderoso se encaprichaba de una mujer tan inferior a él, el porvenir era inevitable y se parecía mucho más a esa circunstancial oferta de protección que a la oferta anterior de matrimonio.

Se recompuso y sonrió para que él se sintiera cómodo otra vez.

—Naturalmente, si tengo algún problema, acudiré a usted, señor Standish.

Se oyeron la campanilla de la puerta y unas voces femeninas que llegaban de la sala principal. Su hermana y su amiga lady Daphne Collingsworth estaban preguntando por ella. Si la sorprendían pasando demasiado tiempo con el marqués, la marearían como había hecho el señor Pratchet. Sería mucho peor todavía si llegaban a sospechar lo que sentía de verdad. Desgraciadamente, tendría que dar por terminada prematuramente la reunión de ese día antes de que fuese tan necia de delatarse. Se levantó para indicar que tenía que atender a otros clientes.

—Muchas gracias por su amabilidad, pero como ya le he dicho, no habrá más robos. Estoy completamente a salvo —le entregó el estuche y él guardó el collar—. ¿Quiere que se lo envuelva o prefiere que se lo llevemos?

—No hace falta —él también se levantó—. Me lo llevaré ahora, tal como está. A lo largo del día, recibirás de mi banco la cantidad que acordamos. Mañana por la mañana, cuando vuelva, ¿estarás para saludarme y para que busquemos unos pendientes a juego con el collar?

—Puede estar seguro, señor Standish.

Ella abrió la cortina para que él saliera a la sala principal. Cuando pasó junto a Daphne y Justine, cambió de expresión, como hacía algunas veces cuando estaba con otras personas. Su sonrisa fue fría y distante e inclinó fugazmente la cabeza. Ni siquiera la miró a ella mientras lo acompañaba a la puerta y le hacía un gesto a una dependienta para que se la abriera. Fue como si nunca hubiesen tenido esa conversación. Entonces, cuando él se marchó y la puerta se cerró, Daphne la agarró del brazo.

—¿Fanworth otra vez?

—El señor Standish —le corrigió Margot con firmeza—. Respeto su deseo de anonimato.

Justine, con gesto de preocupación, miró por el escaparate para ver la espalda del hombre que se alejaba.

—Estas visitas tan frecuentes empiezan ser preocupantes, Margot.

—Pero las compras frecuentes no lo son —replicó ella—. Es uno de mis mejores clientes. Si cuenta a los demás de dónde ha salido la pieza que acaba de llevarse, las ventas aumentarán muchísimo.

—No hay dinero suficiente para reparar una reputación perdida —le advirtió Justine en tono serio.

Sí lo había habido en el caso de Justine, pero ella no dijo nada. Había sido espantoso e injusto para su pobre hermana, quien había sufrido mucho antes de encontrar un hombre que la adoraba a pesar de su desdichado pasado.

—No estoy poniendo en peligro mi reputación —insistió ella en cambio—. Estamos en un lugar público y a la vista de media docena de personas. Viene a comprar joyas y a nada más.

No tenía por qué hablarle de las bromas, de las insinuaciones y, lo peor de todo, de las ofertas que le hacía casi todos los días.

—Nadie necesita tantas joyas como las que compra él —Justine dijo lo evidente—. Él es un marqués y tú solo eres la hija de un tendero. Eres una mujer que trabaja —aunque ella también lo había sido hasta hacía unos meses, lo dijo como si fuese algo vergonzoso—. Entre vosotros no puede haber nada más que comprar y vender, Margot. Al menos, nada honroso.

—Lo sé perfectamente —confirmó ella en tono cansado.

Era una verdad dolorosa, pero no quería pensar más en eso. Justine la miraba fijamente, como la miraba cuando era pequeña cuando la sorprendía comiéndose algún dulce en la cocina.

—Pues no lo olvides porque no me gustaría que sucumbieras cuando te haga la oferta que probablemente va a hacerte.

—Él no lo haría... —replicó ella intentando parecer más segura de lo que estaba.

—Esos hombres son todos iguales cuando se trata de mujeres de una clase inferior a la de ellos —contestó Justine con la misma firmeza—. Aunque tú digas que el marqués es amable y atento, su reputación entre la alta sociedad es muy distinta. Es el miembro más orgulloso de una familia muy orgullosa. Su sangre es tan fría como azul y desprecia a toda la sociedad. No dirige casi la palabra a sus iguales y mucho menos a sus inferiores.

—No se comporta así cuando está conmigo.

—Si se comporta de otra manera cuando está contigo, es una artimaña para debilitar tu resistencia. Cuando haya acabado de jugar contigo, intentará coleccionarte, como hace con las joyas que compra aquí.

Ella estaba segura de que era algo más. Quizá quisiera algo más que joyas, pero había brotado por un afecto sincero. Estaba segura de que cuando por fin le hiciera la oferta, sería algo más que una mera conquista para él. Sin embargo, Justine no lo habría creído si hubiese presenciado el comportamiento de él hacía un momento. Se había insinuado sin ningún reparo y ella lo había permitido. Había permitido que fuese demasiado lejos. Si era así, él tendría peor concepto de ella.

Quizá diese por supuesto que ella actuaba igual con todo el mundo. Si era así, las cosas terminarían exactamente como había previsto su hermana. La utilizaría y la desecharía. Sería muy afortunada si la única consecuencia era que le rompiera el corazón. Por el momento, daría la respuesta que su hermana quería oír.

—Estaré en guardia —dijo ella sin mirar a su hermana.

Si Justine la miraba y veía su alma, encontraría la verdad que ella no podía disimular. Se había enamorado de un hombre tan inalcanzable como la luna.

Dos

Maldita fuese... «Si necesitas pro... pro... protección...». ¿En qué había estado pensando? Al emplear esas palabras había parecido como si le hubiese hecho una proposición deshonesta. Ya que ella se reía de sus ofertas de matrimonio, lo último que quería era que creyera que sus visitas ocultaban un motivo sombrío. Además, lo que era peor, había balbuceado y había parecido como si le diera miedo decirlo. Era un idiota tartaja. Ya se lo habían dicho demasiadas veces cuando era más joven. En momentos como esos, todavía tenía que recordarse que no había relación entre tartamudear y ser idiota. Se podía ser tartamudo y no ser idiota. Incluso podía dominar el tartamudeo con algo de práctica y cuidado.

Stephen Standish, marqués de Fanworth, pasó la cortina y entró en la tienda. Como siempre, fue como si saliera de un sueño y entrara en la cruda realidad. La hermana de la señorita De Bryun estaba en el mostrador y le dirigió una mirada de censura. Era casi tan guapa como su querida Margot y, lo que era más importante, era cuñada del duque de Bellston. La miró con la misma frialdad, pero inclinó levemente la cabeza para mostrar que conocía sus relaciones familiares. Miró con cierto desdén al resto de personas que había en la tienda y notó que se encogían un poco. No iban a dirigirse a él, no se atreverían, pero se había acostumbrado tanto a evitar las conversaciones que esa actitud era casi la natural para él. Prefería que todo el mundo creyera que no podía molestarlo a que le llamaran necio si la lengua se le trababa con una frase imprevista.

Se alejó de la tienda con el ceño fruncido y la mirada distante que le servían de escudo. Era el heredero de un ducado y ni su padre ni el resto del mundo podían hacer nada al respecto. Eso, por sí solo, bastaba para que las opiniones de los demás no le afectaran. Sin embargo, si uno no hablaba por miedo al bochorno, se quedaba solo. Eso hacía que añorara más todavía el tiempo que pasaba en la tienda con Margot De Bryun. ¿Quién habría podido imaginarse que un encuentro casual con una tendera le alteraría el mundo y el porvenir?

Hacía un mes, había entrado en su tienda con la intención de comprar algo para una actriz que quería seducir. Se había marchado dos horas después con un brazalete de esmeraldas en el bolsillo y el objetivo de sus atenciones completamente olvidado. A primera vista, se había fijado en la belleza de la mujer que estaba atendiéndolo. Un pelo rojo y dorado, unos ojos verdes y chispeantes y una figura tan perfecta que no podía esconderse detrás de un mostrador. Sin embargo, lo que más le afectó fue su sonrisa. Si hubiese estado en la calle y hubiese mirado al sol, no lo habría deslumbrado tanto.

—¿Puedo ayudarlo? —le había preguntado ella.

A él le había sonado como un coro angelical y había conseguido que intentase ser despreocupado.

—La señorita De Bryun, supongo.

Al menos, eso fue lo que intentó decir, pero, como de costumbre, cuando se encontraba con una mezcla de bes, des y pes, se atascó y, en un momento de cobardía, había prescindido del título y le había dado su apellido con la esperanza de que todavía pudiera escabullirse y pasar desapercibido. Ella, sin embargo, no había actuado como algunas personas cuando se encontraban con ese desastre. No había intentado ayudarlo terminando la frase ni lo había mirado con lástima. Su sonrisa no había variado un ápice y había esperado con paciencia a que le tocara hablar.

—Si no le importa, señor Standish, un caballero dispuesto a gastarse tanto como usted debe llamarme Margot. Pase al salón privado y le serviré una copa de vino. Luego, me dirá lo que desea.

¿Qué deseaba? A ella, para siempre desde entonces. No se necesitaba gran cosa para acostarse con una mujer, pero ¿alguna vez había sido tan fácil hablar con una? Le había preguntado sobre los gustos de la mujer que quería impresionar y sobre los suyos. Ella no parpadeó siquiera cuando se quedaba parado intentando decir una palabra. Entonces, le enseñó un brazalete que, según ella, era digno de la tentadora que le había descrito. Tenía forma de serpiente y cada una de las partes articuladas estaba cubierta por escamas de esmeraldas. Los ojos eran unas perlas y era tan flexible que le pareció casi viva cuando la agarró. La pequeña mandíbula se abría para sujetar la cola y mantenerla cerrada.

Cuando se enteró de que lo había diseñado ella, había pasado más de un ahora haciéndole preguntas hasta que le había explicado cada articulación y engarce y le había enseñado bocetos de otras obras. Ella le había prometido que le enseñaría el taller si volvía otra vez. Naturalmente, él había vuelto una y otra vez. Había conocido al orfebre, había aprendido el nombre de todas las herramientas y había manifestado tanta curiosidad por cada detalle del oficio que ella, en broma, había dicho que estaba preparándose para llevar la tienda él mismo.

Si bien había aprendido muchísimo sobre la creación de joyas, Margot De Bryun seguía siendo un misterio para él. Sabía que tenía una hermana, pero poco más. Puesto que se aferraba al apellido De Bryun, dudaba que hubiese un marido esperándola en las habitaciones que ocupaba encima de la tienda. Sin embargo, sí podía haber un enamorado o, incluso, un prometido dispuesto a recibirla cuando cerraba la tienda. Le daba igual. El día que encontrara las palabras adecuadas para que se tomara en serio su oferta, era posible que quisiera que fuese tan inocente y dulce como parecía, pero aunque no lo fuera, se casaría con ella en cuanto aceptara. ¿Y si rechazaba el matrimonio? La deslumbraría con su categoría y su fortuna y la seduciría allí mismo, en el diván de terciopelo blanco. Cuando la hubiese amado hasta casi la inconsciencia, ella aceptaría de mejor grado la unión permanente. Acabaría con sus objeciones, la tendría y la conservaría.

Generaciones de cierta educación le decían todo lo que estaba mal con esa situación y suponía que a ella le pasaba lo mismo porque se tomaba sus insinuaciones como si fuesen unas bromas graciosas. Sin embargo, el sentido común le decía, con más fuerza todavía, todo lo que estaba bien sobre ese matrimonio. Podría hablar con ella. ¿Cuándo iba a encontrar una mujer tan perfecta? La sociedad podía decir lo que quisiera. Ella lo hacía feliz y, a juzgar por la sonrisa que iluminaba su rostro cada vez que él entraba, el sentimiento era recíproco. Estaban enamorados, se casarían y todo lo demás no tenía importancia. Naturalmente, su familia era un escollo, pero la opinión del duque le importaba tan poco como la de la sociedad. Ya tenía pensado cómo ganarse a su madre. Cuando se hubiesen casado y ella hubiese dejado la tienda para ser su marquesa, su pasado se olvidaría.

Volvió a su casa con la cabeza llena de sueños, pero su mayordomo se ocupó de bajarlo de golpe a la tierra.

—Lord Arthur Standish está esperándoos en la sala, milord.

—Gracias.

Su primera reacción había sido contestar con un improperio. Su hermano era una compañía bastante buena por la noche, cuando los dos estaban bebidos, pero, a plena luz del día, era fácil ver sus defectos. Verlo en ese momento empañaría el placer de la visita a Margot.

Como había esperado, se encontró a Arthur repantigado en su mejor butaca, junto a la ventana y con una copa de brandy en los labios. Al ver a su anfitrión, se detuvo y levantó la copa para saludarlo.

—Ave al héroe conquistador que regresa de Montague y De Bryun.

—Ya no hay Montague —le corrigió él mientras se llevaba la frasca de brandy a la otra punta de la habitación—. ¿Qué sabes de mis vistas a la joyería?

—Estoy seguro de que todo Bath lo sabe ya.

—¿Por qué?

Él podía adivinar la respuesta y abrió las cortinas para que entrara la luz del día. Arthur gruñó por el repentino resplandor, agarró un almohadón del diván y se tapó la cara con él.

—¿Por qué sabe todo Bath lo tuyo con la tendera? Porque me ocupo de comentarlo siempre que tengo ocasión.

La copa vacía apareció por detrás del almohadón y la agitó para que se la rellenara. Él agarró el almohadón y lo tiró junto a la frasca de brandy.

—Me asombra que alguien te haga caso. Estás bebido tan a menudo que no eres el testigo más digno de confianza.

Su hermano menor se estremeció por el rayo de luz.

—Solo les cuento la historia a los que están como yo —Arthur sonrió—. Durante las vacaciones, es fácil encontrarse con personas que se pasan por la noche y que, a la mañana siguiente, beben todo el agua que pueden en el balneario con la esperanza de curarse.

Stephen gruñó. Estaba a punto de perder la paciencia y de empezar a tartamudear. Clavó una mirada de advertencia en su hermano, quien no hizo caso y cruzó la habitación hasta el brandy.

—Pero ya está bien de hablar de mis defectos y vamos a hablar de los tuyos.

Él no hizo caso ni del comentario ni del brandy y lo miró con el ceño más fruncido.

—¿Qué tal estaba hoy la señorita De Bryun? Supongo que tan hermosa como siempre.

—No es de tu incumbencia.

Arthur arrugó los labios y asintió ligeramente con la cabeza, como si ese comentario fuese la confirmación de sus sospechas.

—¿Ya es tu amante o el resto de Bath tiene todavía alguna posibilidad con ella?