Un minuto cuarenta y nueve segundos - Riss - E-Book

Un minuto cuarenta y nueve segundos E-Book

Riss

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"El año 2015 me hizo entender lo que había sido el colaboracionismo: pude observar hasta qué punto el confort intelectual, carnalmente unido al instinto de supervivencia, impulsa a las mentes más brillantes hacia la complacencia y la cobardía. Bajo la fachada de la educación y la cultura se ocultan animales que, apenas pueden, corren hacia el plato más lleno y lamen las manos del amo que los golpeará menos fuerte. Ya sea que se trate de universitarios repletos de diplomas, de escritores elegantes o de polemistas de moda, la gran idea que se hacen de su propia persona amerita permitirse algunas traiciones o bajezas. Sacrificar el pellejo ajeno para salvar el propio les parece lógico, ya que están convencidos de estar por encima de todos. Pues pertenecen a la raza de los dominantes." Un minuto y cuarenta y nueve segundos cuenta una historia colectiva y su atomización instantánea ultraviolenta. Es el relato íntimo y razonado de un acontecimiento que terminó formando parte del dominio público: el atentado terrorista contra Charlie Hebdo, el 7 de enero de 2015, como represalia a la publicación de caricaturas de Mahoma en 2006. Riss, actual director de Charlie Hebdo y gravemente herido durante el atentado, intenta reapropiarse de su propio destino y volver a habitar una vida brutalmente despoblada. Con un coraje intelectual poco frecuente, se ocupa en este libro de pensar su condición de víctima, las consecuencias impensadas de la masacre ideológica, el escándalo de una reeducación que mezcla dolor, pérdida, duelo, indignación y rabia.

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Riss

Un minuto cuarenta y nueve segundos

Relato

Traducción: Pablo Krantz

Riss

Un minuto cuarenta y nueve segundos : relato / Riss. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Libros del Zorzal, 2021.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-599-774-5

1. Literatura Testimonial. 2. Terrorismo. I. Título.

CDD A860

Imagen de tapa: Detalle de Officier de chasseurs à cheval de la garde impériale chargeant de Théodore Géricault, hacia 1812, Museo del Louvre, París.

Traducción: Pablo Krantz

Título original: Une minute quarante-neuf secondes

© 2019. ACTES SUD

© 2020. Libros del Zorzal

Buenos Aires, Argentina

<www.delzorzal.com>

Comentarios y sugerencias: [email protected]

Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio o procedimiento, sin la autorización previa de la editorial o de los titulares de los derechos.

Impreso en Argentina / Printed in Argentina

Hecho el depósito que marca la ley 11723

A los inocentes, vivos, muertos o locos.

Índice

Prólogo | 7

Un cuerpo | 10

El vacío | 12

La vergüenza | 16

Las manchas | 23

Los pequeños muñones | 27

Adiós | 35

Un milagro | 39

Las intrusas | 43

Los tres amigos | 46

La duda | 58

1 minuto 49 segundos | 67

El corazón | 71

La espera | 74

El despertar | 85

El hospital | 91

¿Qué carajo hago aquí? | 95

Ladrones de muerte | 106

Los náufragos | 112

¿Dónde estás? | 130

Un crimen político | 138

Un provinciano | 145

Colaboracionistas | 156

Un simple dibujante de prensa | 165

Un mundo perdido | 169

Dios es amor | 174

La desaparición | 178

Mahoma… hoy | 189

Nuestros P4 | 193

Los dos señores | 205

Oficial de cazadores a caballo | 209

En rebelión permanente | 219

Las prisioneras | 222

Buscador de oro | 232

Caducos | 235

Dos segundos | 239

Los islotes | 244

Los hombres de valor | 259

Cuarenta y un fantasmas | 263

El olor | 266

La última puerta | 273

Prólogo

Es imposible escribir algo, sea lo que sea. Podríamos sacar fotos, entrevistar, filmar o dibujar. Pero enhebrar unas con otras las palabras como perlas en un hilo, imaginándonos que lograremos crear así una joya deslumbrante, resulta inútil. Creernos capaces de compartir nuestra experiencia con los demás es un proyecto destinado al fracaso. No se puede transmitir un desmoronamiento. No se puede contar una desintegración. Habría que inventar palabras nuevas para escribir la biografía de cada partícula de carne que fue arrancada de nuestros cuerpos. Y haría falta la misma cantidad de relatos para cada fragmento de carne descuartizado por miles de hormigas que se llevaron sobre su lomo un pedazo de nuestras tripas y nuestras vidas. Cada frase será una falsa victoria porque habrá que escribir otras mil, que a su vez nunca alcanzarán para esbozar un retrato del abismo.

¿Para qué escribir? ¿Para qué dibujar? Todos nuestros esfuerzos serán en vano. El momento en que debamos abandonar la pluma será difícil, pues significará el fin de la ilusión. La ilusión de salir de nuestra soledad. Preferiremos entonces nunca haber jugado ese juego peligroso en el que creíamos poder vencer al silencio. El sortilegio de la escritura o el dibujo comienza cuando el lápiz avanza hacia el papel y solo termina cuando toda la obra está concluida.

Por más cansados que estemos, desearíamos destruirlo todo. A nuestro alrededor, la multitud cree tener derecho a escapar, gemir, darse por vencida, exigir, abuchear o difamar. Me repugnan los llorones, me indignan los quejosos, me horrorizan los egocéntricos. Cada microbio se cree el centro de un mundo que nunca existió. Sin preguntarnos nuestra opinión, se colocaron a sí mismos en el epicentro de todo y expulsaron así a todos los demás hacia afuera. Al retirarse, el salvajismo se vio reemplazado por la vulgaridad. Esa fue la otra violencia que debimos padecer. Se sentó en medio de nuestros caídos y los manchó con su fealdad. Me resulta imposible describir la furia que sentí entonces sin volver a ser atravesado de pies a cabeza por el deseo de aplastar a los que ensuciaron nuestra revista. Pues en ella pusimos durante veintitrés años toda nuestra energía, como leña en una caldera ardiente, siempre insatisfecha, siempre lista para explotar. Hasta ese mes de enero en que llegó a su punto máximo de incandescencia.

No creo que haya que permitirle a todo el mundo leer estas líneas. Puede que a algunos les haga daño. Y sin embargo deben ser escritas, aunque solo sea para la satisfacción de uno. La escritura es una forma de egoísmo cuya única meta es la liberación de aquel que la ejerce. A los demás les queda la posibilidad de llorar. Se los convocará de vez en cuando, en ciertos momentos del texto, como si fueran piezas de ajedrez en un tablero en el que no ganarán nada. Una vez más, la verdad lastimará a aquellos que creían que todo había terminado. Pues esto no terminará jamás.

Terrorismo. Fanatismo religioso. Intolerancia primitiva. Deberíamos haber sabido hacer a un lado nuestros tormentos personales ante la imperiosa necesidad de luchar por los valores que compartimos. Pero la obscenidad de nuestra época y el egocentrismo infantil, convertido en valor moderno de la plenitud, liberaron torrentes de narcisismo victimista tan fuera de lugar como enfermizo. Solo se nos permitían la caridad y la compasión. No había que indignarse, ni identificar responsables, ni señalar con el dedo a los culpables y los cobardes. Y, sobre todo, no había que denunciar el proselitismo de creencias arcaicas e ideas reaccionarias, para no ofender a quienes las profesan y desean propagarlas para sentirse menos solos, encerrados en su pensamiento medieval y totalitario.

Todo eso ya ha sido descripto, y de nada sirve repetirlo.

La violencia no ha desaparecido. La hemos soportado. La hemos padecido. La hemos absorbido. Agazapada en nuestras entrañas, espera una ocasión para brotar de ahí adentro. Como un volcán adormecido durante milenios, un día explotará de nuevo ante la faz del mundo. O quizá nunca lo haga. Los que piensan que la hemos dejado atrás no han comprendido que ahora está dentro de nosotros. No habrá reconstrucción. Lo que ya no existe no regresará jamás.

Un cuerpo

Estaba extendido en el fondo de la habitación. Su rostro estaba inmóvil. Su cuerpo estaba rígido. Sus manos estaban crispadas y su boca, sellada. Su sangre se había detenido. El silencio se había apoderado de él. Ningún sonido atravesaría ya sus labios. Ningún pensamiento surgiría de su cerebro apagado. Sus brazos ya no se abrirían para nadie. Y sus manos ya no vendrían al encuentro de las nuestras. La energía misteriosa que había ardido durante años en lo profundo de su ser había desaparecido. Ese hombre al que había visto sonreír y oído hablar, a veces mascullar, ya no haría nada de todo eso. Era él y a la vez ya no era él. Su rostro era su rostro pero su expresión ya no me estaba dirigida. Ni siquiera estaba seguro de reconocerlo bien. Bajo sus rasgos hundidos, bajo su piel, que se había vuelto lívida, se distinguía un cráneo. Alguien distinto se había apoderado de él. La muerte era eso, entonces. Vaciado de su energía, desposeído de sus emociones, privado de su inteligencia. La muerte lo había despojado de todo, y él se había vuelto ese despojo. Era mi primer muerto. El primero que veía en mi vida. Alrededor, las mujeres susurraban, desgranando su rosario de “Dios te salve, María, llena eres de gracia, bendita tú eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús”. En ese cuarto que había sido suyo, yo contemplaba el cuerpo silencioso de mi abuelo. Estaba muerto. Ya no había nada que decir. Solo quedaba mirarlo. Extendido en su cama para el velatorio, sin pronunciar palabra, seguía hablándome. En ese instante, el último que pasé en su compañía, me enseñó una última cosa. Una cosa que no se le dice a un niño de 11 años. Pero en la vida uno no elige el momento en que hace sus descubrimientos. Esa noche la conocí. Conocí a la muerte. Ya no te abandonará. Te acompañará a lo largo de tu vida, como una sombra, dos pasos detrás. Aprenderás a no tenerle miedo. Aprenderás a vivir con ella. Aprenderás a comprenderla. Yo no tenía conciencia de lo que mi abuelo me estaba transmitiendo. Ni de hasta qué punto él me salvaría.

Llegó el momento de irse. Mi padre me hizo señas de levantarme y saludarlo. De ir a besar su frente. Obedecí y caminé hacia él mientras continuaba la letanía de plegarias. A cada paso que me acercaba, él se volvía más grande. Su rostro y su cabeza eran ahora enormes. Cuando llegué a su altura, a pocos centímetros de su cráneo, me incliné y besé la piel fría de su frente.

Esa muerte, en medio de la intimidad familiar, era la primera que se metía en mi vida. Me había abierto las puertas de un territorio que a los 11 años uno no suele conocer. Como se trataba solo de un primer encuentro, todavía conservaba todos sus secretos. Por esa vez, me había ahorrado ciertos tormentos que más tarde conocería. Que otros muertos se encargarían de enseñarme.

El vacío

7 de enero de 2016, 11 horas

Los meses de enero serán por siempre fríos y grises. Cuando llega esa época del año, alguno de nosotro se encierra en su casa, o vuelan lejos de Francia, en busca de otro cielo, más azul, más amarillo, más verde o más violeta. No importa el color con tal de que no sea del mismo gris que la rue Nicolas-Appert. Ese gris que dura todo el día y es el mismo a las 10 de la mañana, a las 14 o las 17 horas. Un gris que nubla tus puntos de referencia y te extravía tanto que ya ni sabes si te quedan por delante doce horas o sesenta minutos por vivir.

Recién tres años después del atentado, me dediqué a recorrer los noticieros del 7 de enero, que me había negado a ver en directo pero habían quedado archivados para siempre en los intestinos de internet. Con treinta y seis meses de retraso, descubrí las imágenes filmadas de esas dos siluetas negras frente al edificio que fue nuestra madriguera y del que fuimos echados tras ser cazados y despedazados como presas bajo los colmillos de sus depredadores.

Su auto está estacionado frente a la puerta de entrada que yo atravesaba casi todos los días para acceder a nuestro refugio. La discreta callejuela por la que me gustaba pasar para llegar a la revista está abarrotada de vehículos cuyos pasajeros poseen armas de fuego que por momentos hacen retumbar. Luego llegan ambulancias de colores, perdidas en medio de una multitud de gente que viene a rescatarnos. Esas imágenes que no conocía penetran en mi mente, contaminando esos preciados recuerdos que desde hacía tres años protegía con todas mis fuerzas de la mirada ajena.

Hoy se desarrolla la primera ceremonia de conmemoración del 7 de enero. En el lugar exacto donde estaba estacionado el vehículo de nuestros asesinos. Unas etiquetas pegadas sobre el suelo gris de esa calle sin alma le indican a cada uno su sitio. El del presidente de la República, el de la alcaldesa de París, el del prefecto y el de los miembros de la revista. El protocolo nos ha puesto en el lugar de nuestros asesinos. El mismo sitio, la misma calle, el mismo frío que aquel 7 de enero. Idéntico al que sentí sobre mi pecho cuando la camilla en la que me habían alzado me transportó a esa vereda por la que había caminado dos horas antes; unos instantes después, me subieron a una ambulancia. Todo parece dispuesto para repetir la escena. Como si fuéramos extras de nuestra propia vida.

Una placa, colocada lo bastante alto sobre la fachada del edificio de nuestras antiguas oficinas acaso para evitar ser vandalizada, anuncia los nombres de las víctimas. Como en el caso de los alumnos convertidos en soldados y caídos durante la guerra de 1914, cuyos apellidos estaban grabados en el patio interior de mi escuela, hay que levantar la cabeza para leer los nombres de nuestros amigos. Ahora nos miran desde lo alto y nos cuidan.

La ceremonia puede comenzar. Su misión es oficializar la memoria pública mientras la nuestra se esconde entre los meandros de nuestro cerebro, asustada de la manera en que el mundo la juzga. Desde el primer día, recibió la orden de no olvidar nada. Sin ruido ni coronas de flores. Durante un minuto nos quedamos inmóviles mientras retumban en nuestros recuerdos los disparos realizados ahí mismo. Depositamos un triste ramo de flores en el lugar de la vereda donde los asesinos se tomaron el tiempo de cambiar el cargador de sus armas antes de meterse en su auto y desaparecer.

Aquel año nos hicieron una extraña propuesta. Visitar los locales totalmente renovados de lo que fue nuestra revista. Dubitativo, el grupito de familias de las víctimas trepó los mismos escalones que sus parientes, heridos o muertos, habían recorrido en sentido inverso aquel miércoles de enero. Me reencuentro así con los pasillos oscuros del edificio y esos horribles ladrillos de las paredes que pretendían darle un aspecto rústico.

La puerta de entrada de nuestras antiguas oficinas se alza delante de nosotros. El encargado del edificio la abre. En medio de un silencio monacal apenas perturbado por el zumbido de los murmullos, penetramos lentamente en el lugar de la matanza como se entra en una sala funeraria para visitar a un difunto. Todo lo que había ha sido desarmado. Solo quedan las columnas del edificio. Los paneles que separaban nuestras oficinas han desaparecido. A pesar de esa despiadada remodelación, los sigo viendo como si los tuviera delante. Y adivino en el suelo la posición de las víctimas. Las familias, preocupadas ante la idea de pisar la escena del crimen, se aglutinan unas contra otras. Una silueta se me acerca y, como si hablara con un párroco, me pregunta en voz baja: “¿Dónde estaba?”. Dónde estaba el lugar exacto en el que su ser querido perdió la vida.

¿Dónde? No sé qué contestarle. De pronto creo revivir aquel momento, muchos años antes, en que una viuda me había implorado que la llevase a la morgue a ver a su difunto esposo. Dudé un instante, pero se trataba de su marido y no me parecía tener ni el derecho ni la fuerza de privarla de eso. La escena se repetía. A ese familiar de una víctima del 7 de enero, ¿cómo podía negarle mi ayuda? Ese día, nuestra pequeña revista se vio transformada en morgue y, como aquella vez, me resigné a satisfacer aquel pedido. Por más que alrededor nuestro no hubiera más que un gran vacío, yo estaba en condiciones de mostrar lo que acababan de pedirme. En voz baja, le indiqué dónde mirar. Sin embargo, ya no había nada para ver, salvo las paredes vueltas a pintar y un nuevo revestimiento en el suelo.

Los minutos se volvían largos, cada vez más densos. Sin apuro, sin ruido, como si temieran despertar a los difuntos, los visitantes se retiraban. La pesada puerta que sellaba la entrada se cerró detrás de nosotros.

La vergüenza

1986, comienzos de julio

Hubiera bastado un ligero empujón para abrirla, de tanto que se tambaleaba sobre sus bisagras. Por más vieja y frágil que fuera, la gran puerta de madera de la morgue municipal merecía un poco de respeto. Pues a una morgue no se puede entrar como si nada. Dentro de una morgue hay gente. Cada una almacenada sobre una bandeja metálica con rueditas bien aceitadas, en aquella inmensa y majestuosa heladera de acero inoxidable cuyo frío milagroso protegía los cuerpos de sus huéspedes de la descomposición.

Al entrar a la morgue, descubrimos un gran salón en cuyo centro se encontraba la mesa de las autopsias. En el suelo y en las paredes, como única forma de extravagancia, había cientos y cientos de azulejos de un mismo tamaño, monótonos y grises. La luz del día entraba por unas ventanas ubicadas en lo alto para impedir que los curiosos pudieran mirar hacia adentro. Las moscas golpeaban sin cesar contra los vidrios y, en el suelo, zumbaban girando sobre sí mismas aquellas que, ya sin aliento, agonizaban de cansancio. Incluso las moscas terminan en la morgue. El polvo que cubría la mesa era una prueba de la escasez de autopsias en aquella ciudad que, en verano, multiplicaba su población por doce con la afluencia de turistas atraídos por el mar.

En un cuarto contiguo, sin ninguna puerta que lo separase del primero, se alzaba la gran heladera dotada de tres espacios dispuestos unos sobre otros. Las manijas se abrían en dos tiempos, como las de la vieja heladera de mis abuelos.

Afuera el sol enceguecía los ojos con su luz y aturdía las mentes con su calor. Estaba fresco y agradable en esa pequeña morgue construida en medio del cementerio.

—Quiero ver a mi marido.

Ella quería ver a su marido.

—Pero señora, su marido está en la morgue, va a ser difícil que…

—¡Quiero ver a mi marido!

—Lo que trato de decirle, señora, es que su marido fue transportado esta mañana y que todavía no se lo preparó para que se lo pueda visitar ahora mismo.

—Quiero ver a mi marido.

—Estimada señora, no sé si es una buena idea ir a ver a su marido a la morgue porque…

—¡QUIERO VER A MI MARIDO!

El asunto se tornaba cada vez más delicado para el joven asistente funerario que era yo por entonces, en esos principios del mes de julio. Hacía solo tres días, había comenzado a trabajar en esa agencia de pompas fúnebres de La Baule, reemplazando de manera urgente a un empleado enfermo. No sabía nada de ese oficio, pero me habían tranquilizado diciéndome: “No te preocupes, no vas a tener nada que hacer excepto atender el teléfono. En julio no pasa casi nada”. Gran error de pronóstico.

Ella seguía queriendo ver a su marido. Resultaba muy entendible, porque esa misma mañana, cuando ella salía de casa junto a él, su esposo se desplomó en plena calle, aniquilado por una crisis cardíaca. Una vez certificado el deceso, el cuerpo de aquel que unos momentos antes había sido un marido perfectamente vivo fue transportado de inmediato por los servicios de pompas fúnebres a la pequeña morgue de la ciudad. Ahí, durante el tiempo necesario para las formalidades administrativas, el pobre hombre haría una estadía en el frío de aquella gran heladera junto a sus nuevas amigas, las moscas muertas de la sala de autopsias.

—Quiero ver a mi marido AHORA MISMO.

La llegada al local de pompas fúnebres de todos los hijos del difunto volvió la atmósfera aún más pesada. Hundido en mi sillón detrás del escritorio, tenía enfrente ahora a la familia entera, tan decidida como una banda de ladrones que se dirige a la ventanilla de un banco para exigir que le entreguen el dinero. Los hermanos y hermanas, escoltando a su madre, reformularon el pedido en términos más diplomáticos:

—¿Sería posible que nuestra madre viera por última vez a nuestro padre?

¿Qué contestar? El oficio de asistente funerario consistía precisamente en ayudar a las familias en sus trámites mortuorios, pero yo era la última persona en toda la galaxia a la que deberían haberle hecho esa pregunta. No sabía en absoluto qué hacer para aliviar a esa familia sufriente. Peor todavía: tenía la muy desagradable impresión de haber sido contratado por la mismísima Muerte para ayudarla a llevar a cabo su siniestra labor.

Lo que me preocupaba era otra cosa. Satisfacer esa petición era correr hacia lo desconocido, pues no tenía la menor idea del estado del desafortunado esposo, dentro de esa gran heladera metálica que se había vuelto en cierta forma su nuevo hogar. ¿Estaba presentable como para ser expuesto a la vista de sus seres queridos aún conmocionados por su brutal desaparición? Hundiéndome cada vez más en mi sillón, cercado por todos los miembros de la familia, me rendí.

—Ya que insisten…

Al volante del Renault 4L de la empresa de pompas fúnebres, encabecé la expedición, seguido por el auto del muerto donde se amontonaban sus hijos y su mujer. Unos kilómetros después, el cortejo se detuvo frente a la comisaría. Bajé del vehículo y me presenté en la oficina donde estaba guardada la llave de la morgue municipal. A cambio de una firma en la parte de abajo de un registro, obtuve la llave y salí del edificio. El pequeño convoy retomó su camino, al final del cual nos aguardaba la soleada morgue. A través de la ventanilla baja se veían familias enteras que pasaban trotando sobre los caminos arenosos, como patos que caminan hacia un charco, llevando en sus bolsos frascos de protector solar, bebidas frescas y ropa interior de repuesto, indispensable al final del día cuando la sal y la arena se pegan a las nalgas y a todo lo demás. Las personas vivas no saben que están vivas. Se mueven, caminan, comen, se tiran pedos, eructan, fornican, hacen pis, hacen caca, duermen, van a la playa, se queman con el sol, se pelean, se divierten, lloran, ríen y disfrutan de todo lo que la vida les brinda. Pero no se dan cuenta. Viven como animales, inconscientes de su existencia. Cuando la muerte se acerca, se despiertan. Demasiado tarde. El último episodio de su vida les ofrece un espejo en el que se descubren al fin. La existencia es una sucesión de pequeñas muertes. Todos nuestros gestos son los gestos de un futuro muerto. Aún vivo y ya tan muerto.

Salí del Renault 4L, seguido por la familia del difunto. Hundí la inmensa llave en la cerradura, la hice girar dos veces y empujé la vieja puerta de madera de la morgue del cementerio.

La pequeña comitiva ingresó lentamente en ese lugar que no había sido creado para recibir a familias en duelo, sino más bien a médicos forenses, sustitutos del fiscal, estudiantes de medicina y empleados de pompas fúnebres. La viuda y sus hijos fueron recibidos por los pequeños azulejos grises, las moscas que gemían en el suelo y el ronroneo del gran congelador de acero en el que los aguardaba el objeto de su impaciencia.

Estaba en el primer cajón, el más cercano al suelo. Después de haber corroborado que todos los protagonistas estaban ahí, formando una circunferencia frente a la puerta de la lujosa heladera, y de haberles preguntado por última vez si estaban listos para ver lo que reclamaban desde la mañana, ya convencido de que era imposible volver atrás, agarré la manija del primer cajón. Tiré de ella con un golpe seco y abrí con lentitud la puerta metálica. La luz se metió progresivamente por el hueco, iluminando la punta de la bandeja con rueditas en la que reposaba el marido congelado.

Lo primero que llegué a ver del cadáver fueron sus medias elegantes y bien diseñadas. Se adivinaba que había sido un hombre de buen gusto. Sus pies, ligeramente torcidos el uno hacia el otro, llevaban medias grises, de color plomo sobre los dedos y los talones. Me imaginé al difunto esa misma mañana, sentado al borde de la cama, poniéndose sus hermosas medias bicolores. Unas horas más tarde, esas medias terminarían en la morgue, examinadas en detalle por un asistente funerario recién contratado. Noventa por ciento de las peripecias que modifican el curso de nuestra vida son fruto del azar. El diez por ciento restante, sobre el cual logramos imponer nuestras decisiones, involucra solo cosas menores: la elección de nuestro cónyuge, el revoque de nuestro chalet, el modelo de los pañales de nuestros hijos, el color de nuestras medias. Eso es todo. Lo demás es resultado de ese gran caos de la vida habitualmente llamado “el azar”. Nacemos por azar, vivimos por azar, morimos por azar. Un hermoso día de julio terminamos siendo, por azar, empleados fúnebres y abrimos la puerta metálica de una heladera donde descansa el cuerpo de un tipo cuya familia conocimos por azar esa misma mañana en la oficina de una funeraria donde nos habían mandado también por azar. El azar es el mejor amigo del hombre, por más que muchas veces lo meta en terribles problemas.

Tomé entonces los dos extremos del cajón y tiré vigorosamente hacia mí. El cuerpo del difunto apareció por completo ante la mirada de la muda concurrencia. Aún llevaba un hermoso traje que debía haberse puesto con el mismo esmero que las medias. Todas sus ropas parecían intactas: su camisa, su pantalón, su traje, su corbata, su anillo y, por supuesto, sus magníficas medias bicolores. Siguiendo las costumbres de aquel oficio, los empleados fúnebres enviados al lugar del drama habían transportado al difunto a la morgue y luego habían recortado con tijeras la parte de atrás del traje y la camisa, como para aflojar esa ropa que parecía impedirle respirar. Eso le daba al muerto un aspecto desaliñado. Ese hombre que, antes de salir a la calle, se había preparado para estar lo más elegante posible tenía ahora el aspecto de un indigente tirado en la calle.

Ese espectáculo sobrecogedor hizo reaccionar a la audiencia, que se creía lista para afrontar la imagen del difunto, pero no esa apariencia lastimosa.

“¡¡¡MI MARIDOOOOOO!!!”, gritó la viuda.

“¡¡¡MI MARIDOOOOOOOOO!!!”, agregó luego para aquellos que, en el otro extremo del cementerio, no la hubiesen oído la primera vez. Sus hijos fueron menos ruidosos y supieron contener su emoción.

Lo más discretamente posible, traté de echarme unos centímetros hacia atrás, para darle a la familia un poco de intimidad. Ese pequeño movimiento patético solo logró revelar el indescriptible malestar que acababa de invadirme. Si hubiera podido, me hubiera ocultado bajo los azulejos de la morgue. Si hubiera podido, me hubiese vuelto tan pequeño como las moscas muertas en el suelo. Si hubiera podido, hubiese salido corriendo a toda velocidad para escapar de ese momento abominable. Después de haber abierto aquella siniestra heladera con mis propias manos, haber extraído vigorosamente aquel pesado cajón cargado con un cadáver y haber expuesto a la vista de la familia esa cosa inerte y penosa en que se había convertido su padre y marido, me sentí embargado por un sentimiento de culpa como nunca había sentido durante mi corta vida. Como si yo hubiera sido en cierta medida responsable de la muerte de ese muerto. De inmediato, a la culpa se le sumó la vergüenza. Vergüenza de estar con vida cuando los demás ya no lo están. Vergüenza de seguir disfrutando de la existencia cuando los demás empiezan a descomponerse. Vergüenza de pertenecer al mundo de los vivos cuando los demás ya no pertenecen a nada en absoluto.

Durante los años siguientes a ese día de sol grisáceo, recordaría ese instante de vergüenza que viví frente a esa familia enlutada como el más espantoso de toda mi existencia. No le hubiera deseado pasar por un trance semejante ni a mi peor enemigo. Vergüenza y culpa, entremezcladas como serpientes que solo un hachazo podría separar. Nada peor me había sucedido hasta entonces. Nada peor podría pasarme ya en la vida.

Las manchas

Unos meses antes, se había realizado la apertura de los precintos. Por primera vez iba a volver a ver el lugar del que había escapado ese miércoles de enero. Nadie había vuelto a poner los pies ahí después del ataque, excepto magistrados e investigadores. Pero justo antes de dejarnos entrar, unos tipos con uniformes blancos ingresaron al lugar, en fila india. Por el momento, solo ellos estaban habilitados a acceder a la escena del crimen. Era un equipo de limpieza. Durante casi una hora cumplieron con su misión, concienzuda, meticulosamente. Luego, una vez terminado su trabajo, reaparecieron con bolsas de basura llenas de objetos que fueron catalogados como irrecuperables por estar manchados con nuestra sangre. Los tiraron con indiferencia en su camioneta y partieron en dirección a un vertedero.

Una vez terminada esa penosa escena, llegó nuestro turno. Seis meses después, estaba por descubrir lo que quedaba del local de nuestra revista. Entré con la intuición de que lo que iba a encontrar no me sorprendería. Atravesé la puerta de entrada como lo había hecho tantas veces, sin ninguna emoción en particular. Tal vez para auto-convencerme de que nada había sucedido ahí adentro. Curiosamente, algunas cosas seguían en el mismo lugar. Hacía falta un esfuerzo para imaginarse lo que había pasado ahí. Parecía como si a las balas de las armas automáticas y al desorden de la masacre se les hubieran pasado por alto esos afortunados objetos. Libros, pilas de revistas y afiches seguían en el mismo sitio, intactos, como si nada.

Unos años antes, había sido testigo de un espectáculo casi idéntico en Belén. Durante varios días, la ciudad se había sacudido por enfrentamientos violentos, y ahora, después de la retirada de las tropas israelíes, se podía acceder de nuevo al lugar. Me quedé mirando una casita cuya pared se había desmoronado durante los combates. Su interior había quedado al descubierto y podía verse su contenido como a través del agujero de una cerradura. Era un salón banal, parecido a todos los que suelen encontrarse en las casas palestinas, con un gran canapé kitsch de molduras sobrecargadas, y ahí arriba, enganchada a la pared, la inevitable foto de la mezquita de Al-Aqsa rodeada de un marco rococó. Esa habitación, pasada de moda pero confortable, había sido atravesada por una ráfaga de ametralladora pesada. Los poderosos disparos habían agujereado las paredes con tanta crueldad como el acné destroza un rostro juvenil. La madera de las molduras del canapé había explotado al entrar en contacto con las balas. En medio de ese desorden, un objeto milagrosamente ignorado por la furia de los disparos atrajo mi atención. A la derecha del canapé, sobre un pequeño estante aguardaba, aún intacto, un vasito de café. Ya debía haberse enfriado mucho, y una fina capa de polvo se había depositado sobre la superficie del líquido. Su dueño no había tenido tiempo de tomarlo y lo había abandonado a su suerte. La fortuna le había sonreído a aquel vasito de café aún lleno, y había podido sobrevivir al ataque, al revés que el canapé, que estaba listo para ser tirado a la basura. En ese cuarto que antes estaba protegido de las miradas indiscretas, y ahora se podía espiar desde la calle, convivían lo banal y lo extraordinario. Lo irrisorio y lo trágico. Un vasito de café frío cuidadosamente evitado por los disparos.

Mientras avanzaba paso a paso por las oficinas de nuestra revista, me atravesó la misma emoción que tuve frente a aquel salón despedazado de Belén. En la pared aún estaban expuestas las ilustraciones que los dibujantes habían propuesto para la tapa, cuando cerramos ese número dos días antes del ataque. Las caricaturas de las personalidades del momento observaban la sala de redacción y los vestigios del desastre con una sonrisa divertida, inconscientes del significado de lo que había pasado delante de sus ojos. Como aquel vasito de café intacto en Belén, aguardaban el regreso de sus dueños. Pero ya nadie vendría a tomar aquel vasito de café abandonado. Ni a descolgar los dibujos olvidados en la sala de redacción.

Examinando el lugar de más cerca, iba descubriendo poco a poco las huellas de la masacre. Las mesas blancas que yo mismo había elegido cuando nos mudamos a esas oficinas, seis meses antes, habían sido arrojadas al suelo. Las balas las habían traspasado y sus grandes heridas dejaban al descubierto la madera hecha pedazos. Como si la mano de un gigante las hubiera arañado con furia. Sobre sus patas metálicas podían verse enormes agujeros. De un lado, el metal había sido hundido por la bala y, del otro, había quedado doblado hacia afuera, como una lata de conserva. Ya había visto ese fenómeno en el Museo del Ejército del Hôtel National des Invalides. En una vitrina está expuesta la coraza resplandeciente de un jinete francés muerto en Waterloo. Una bala de cañón la atravesó de lado a lado. Aquel proyectil inmenso, al chocar contra el pobre soldado, había dado vuelta el metal de la coraza hacia el interior de su cuerpo, y al salir por el otro lado había empujado hacia afuera la carcasa protectora que colgaba sobre su pecho. Los soportes metálicos de las mesas de la redacción tenían ahora el mismo aspecto. Después de la balacera, en ese campo de batalla más modesto que fue nuestra revista.

Noté pocos agujeros en las paredes. Por más que las examiné de un lado a otro en busca de impactos, que creí serían numerosos, me quedé helado al descubrir lo escasos que eran comparados con los sesenta casquillos que los investigadores habían identificado en el suelo. Los disparos habían sido hechos con cuidado y, por lo tanto, casi todos habían alcanzado su blanco. Esta vez el azar no había tenido demasiada participación en el asunto. La muerte había golpeado precisa y concienzudamente.

En medio del silencio de aquel lugar aislado de todo durante meses, el polvo se había apoderado de las computadoras, las mesas, las sillas, la ropa abandonada, los libros y las revistas. Algunas piezas del parqué habían desaparecido. Los equipos de limpieza que nos habían precedido los habían arrancado. Habían lavado lo mejor posible las manchas de sangre seca. Pero cuando se habían vuelto demasiado espesas, tras haberse endurecido y oscurecido durante meses, y los hombres de blanco no lograban borrarlas por completo, tomaron la decisión radical de arrancar el revestimiento del suelo. En varios lugares del cuarto faltaban grandes pedazos. Estúpidamente, esperaba encontrar hundida en el suelo, ahí donde había estado acostado, la bala que me traspasó. Pero ahí también el parqué había sido retirado por aquellos temibles limpiadores. Con esa misma atención habían inspeccionado las placas del techo. Faltaba una. La habían desmontado. Porque estaba demasiado manchada.

Los pequeños muñones

1977

Recostado sobre el suelo del patio de la escuela, nuestro amigo se agitaba de un lado a otro, como recorrido por una corriente eléctrica semejante a la que se utilizaba en tiempos de guerra para hacer hablar a los prisioneros rebeldes. Su cuerpo temblaba como una lombriz enganchada al anzuelo de una caña de pesca. Nuestro compañero se había vuelto esa lombriz alrededor de la cual habíamos formado un círculo para observarla mejor. En nuestras cortas vidas de niños, nadie había visto algo semejante. Aquel parecía ser el mayor acontecimiento de nuestras existencias: uno de nuestros amigos agonizaba delante de nosotros.

La maestra se acercó, intrigada por el tumulto. Apartó al grupo de alumnos y miró la escena sin ninguna emoción. Una crisis de epilepsia. Muy tranquila, volvió con un vaso de agua, se arrodilló delante del desgraciado en pleno trance y apoyó el vaso sobre sus labios. Poco a poco, sus espasmos se atenuaron, volvió a abrir los ojos y recuperó lentamente la conciencia. La crisis había pasado. No había llegado todavía el momento de ver morir a alguien frente a nuestros ojos. Morir realmente.

Fascinados por ese espectáculo inédito, habíamos olvidado la razón por la que estábamos ahí. Esa mañana de feriado, la escuela había abierto excepcionalmente sus puertas para que los alumnos se encontraran y participaran de las conmemoraciones del 8 de mayo de 1945. ¿A quién se le había ocurrido esa extraña idea? ¿Qué íbamos a hacer en esa ceremonia que celebraba el final de la Segunda Guerra Mundial y en la que tenían previsto hacernos desfilar?

Una vez en el lugar, nos ubicaron entre los excombatientes de la guerra de 1914 y los de los demás conflictos. Rodeados de banderas azules, blancas y rojas, en las que estaban bordados con hilo dorado los nombres de los regimientos, nos pusimos en marcha en compañía de esos pechos cubiertos de medallas brillantes y coloridas. A nuestro paso, a lo largo de las avenidas, el público aplaudía a esos hombres que habían combatido por Francia. Y también a nosotros. ¿Qué habíamos hecho para merecer esas aclamaciones? Nuestra presencia en medio de esos lisiados era incongruente e injusta. No habíamos participado de ninguna guerra y, en esos años setenta, nada presagiaba que nos fuéramos a convertir un día en soldados. Era evidente que ninguno de nosotros conocería la guerra. Ninguno de nosotros sería desfigurado por la metralla como esos hombres que exhibían ante el público sus siluetas rotas y sus cuerpos reconstruidos. Ninguno de nosotros sería mutilado por las balas. Ninguno terminaría apoyado en un bastón. Hubo una época en nuestras vidas en la que estábamos convencidos de eso.

Sobre el muro del colegio, justo arriba de los bancos donde se sentaban las maestras para vigilarnos durante los recreos, había un pizarrón negro con un marco cuyo recubrimiento dorado había desaparecido bajo los rayos del sol. Todavía podían leerse, con una escritura blanca que combinaba trazos finos y gruesos, los nombres de cuatro o cinco niños, exalumnos de la escuela. Junto a sus apellidos, se adivinaban dos fechas: “1914-1918”. Habían muerto durante la Primera Guerra Mundial. Mientras nosotros jugábamos a las bolitas, protegidos del sol por las ramas de los tilos, los nombres de esos colegiales “muertos por Francia” nos miraban con desprecio desde lo alto de su gloria. Habían muerto por Francia. Y nosotros ¿por quién y por qué estaríamos dispuestos a morir?

En medio de la excitación del patio donde intercambiábamos figuritas y movíamos con un golpe de pulgar nuestras bolitas de vidrio, pocos de nosotros les prestaban atención a esos desgraciados. Pero a veces nos topábamos con esos nombres que parecían interpelarnos en silencio: “Si no te portas bien, terminarás como nosotros, en Verdún o en Chemin des Dames”. Nos daban pánico esos nombres de cadáveres olvidados en algún no man’s land de las regiones de Somme o Argonne.1 Hacía solo ocho o nueve años que estábamos sobre esta tierra, y ya nos obligaban a pensar en nuestra muerte. Progresiva e inexorablemente, se iba instalando en nuestras mentes esa idea inconcebible. Un día estallaría otra guerra.

Iba tomando conciencia de que, a mi alrededor, todos los adultos habían conocido una guerra o participado de ella. La casa de mi madre había sido destruida por una bomba. Los cuatro hermanos de mi abuela habían partido al frente en 1914. Los de la generación siguiente habían sido acribillados por los Stuka en la batalla de Sedán. Otros estuvieron prisioneros en Silesia, explotados por los campesinos alemanes faltos de mano de obra. Los más jóvenes habían partido a Argelia y aún no contaban todo lo que habían visto hacer ahí en nombre de Francia.

Así eran las cosas. Era imposible vivir una vida entera sin conocer la guerra. Tal como el otoño viene después del verano y la primavera, después del invierno, surgiría una guerra en medio de las estaciones de nuestras vidas. Nosotros también partiríamos un día a alguna parte para ya nunca regresar. Nuestros nombres también terminarían un día grabados en una pared.

La guerra era una cuestión de adultos que no involucraba a los niños. Así que tal vez bastara con mantenerse niños el mayor tiempo posible y, lógicamente, nos evitaríamos la guerra y sus mutilaciones. Eso esperaba yo, cuando escuchaba a mi alrededor los testimonios de los adultos.

Una anciana, amiga de mis padres, vino a visitarnos un domingo por la tarde. Tenía unos 80 años y vivía sola desde hacía varias décadas. En 1914, su marido había partido al frente y nunca había regresado. No porque lo hubieran matado, sino porque se había escapado con otra mujer. La mala suerte toma a veces formas realmente crueles.

Desde aquel momento, la chica que había sido en 1914 se había convertido en esa anciana arrugada cerca de la muerte, sentada en el living de nuestro departamento familiar. Los niños educados no se meten en las charlas de los adultos. Pero nada les impide oírlas. Ella les contaba a mis padres sus recuerdos de la guerra de 1914. Mientras iba escuchando su relato haciéndome el distraído, empecé a comer un paquete de obleas de vainilla. Las galletitas estaban decoradas con máximas tan variadas como entretenidas: “Lo prometido es deuda”, “En boca cerrada no entran moscas”. Podíamos cultivar nuestra mente mientras nos llenábamos de dulces, y olvidarnos de que nuestros dientes de leche cubiertos de azúcar eran lentamente excavados por caries, iguales a esas que ya les habían dado a algunos de mis compañeros de clase sonrisas de viejos desdentados.

Cuando la anciana, que hablaba de cosas que yo no entendía, empezó a describir lo que los soldados alemanes les hacían padecer a los niños, disminuí la velocidad de mi consumo de obleas, porque el ruido crujiente que hacían bajo mi dentadura me impedía oír bien lo que ella decía. Con una certeza inquebrantable, como si hubiera sucedido ayer, como si ella misma lo hubiese visto, afirmaba que los soldados alemanes se apoderaban de los niñitos y las niñitas y, con un golpe de bayoneta o de hacha, les cortaban las manos para satisfacer su crueldad teutónica. ¡Las manos! Los pobrecitos terminaban con dos muñones sanguinolentos para regocijo de sus verdugos. Eso era, según aseguraba muy convencida, lo que ella había vivido durante la guerra de 1914.

El relato de esos abusos era increíble. Yo, que pensaba ingenuamente que la guerra no involucraba a los niños, descubría estupefacto que nada me protegería si mañana surgía un conflicto en nuestro país. Por más niño que fuera, el hacha de un soldado sanguinario podía en cualquier momento cortar mis pequeñas muñecas. Mientras terminaba de tragar una última oblea, examiné esas muñecas de más cerca y me di cuenta de que no eran demasiado gruesas. El horror de aquel relato, mezclado con el excesivo consumo de vainilla, provocó en mí una náusea, un asco tanto físico como moral. Abandoné sobre la mesa las obleas que estaba por deglutir; ya no tenía más ganas de comer nada.

Había que hacerse a la idea: todos, tanto los pequeños como los grandes, podíamos ser despedazados y mutilados por la guerra. La guerra había dejado rastros que yo ya había notado en los cuerpos de los adultos que me rodeaban. Uno de ellos, primo de mi abuelo, había venido a visitarnos.

Era un hombre alto, que se mantenía aún bastante erguido para su edad, pero su figura se veía arruinada por ciertos detalles perturbadores. Su brazo derecho estaba pegado a su pecho, paralizado. Uno de sus ojos estaba siempre fijo en la misma dirección, mientras que el otro daba vueltas en su órbita para todos lados siguiendo la curiosidad de su dueño. Su nariz parecía un tubérculo aplastado por un pisapapas. Su mandíbula lucía trabada, mal pegada después de haber sido partida por una fuerza misteriosa. Era un mutilado de guerra. Con el rostro destrozado, triturado, pulverizado.

Se decía que una granada enemiga había caído en su trinchera y le había explotado en la cara. Había que contentarse con esa versión, porque hubiera sido impertinente pedirle que contara por enésima vez los detalles de su martirio. Como si el único episodio interesante de su existencia hubiese sido esa cruel granada alemana. Como si, más allá de ese sufrimiento, nadie tuviera ningún otro tema de conversación que proponerle. La mirada fija de su ojo de vidrio le daba a su expresión una severidad injusta, porque no era el hombre que parecía ser. Estaba prisionero por el resto de su vida tras esa máscara trágica.

La guerra era una cosa extraña, muy real cuando se veían sus estragos sobre los cuerpos y las carnes, pero a la vez enigmática e indescifrable. Era un cataclismo remoto que se desarrollaba allá a lo lejos, al este de Francia, pero también era lejano porque resultaba difícil representarse su crueldad. Sin más indicios que esos rostros rotos, esos relatos sórdidos y algunos nombres grabados en las paredes de una escuela, iba a tener que arreglármelas solo para entender qué era la violencia.

En un gran libro de historia de Francia que me habían regalado, las ilustraciones, muy realistas, eran casi tan convincentes como el relato de la vieja sobre los pequeños muñones. En él se veía a Clemenceau en las trincheras, a los cruzados a las puertas de Jerusalén, a Jeanne Hachette arrancando la bandera enemiga durante el cerco de Beauvais o a San Luis muriendo a causa de la peste. Una imagen me llamó la atención. Representaba unos navíos de la Primera Guerra Mundial cuyos cañones disparaban en medio de la bruma del mar del Norte. Viendo esa colorida viñeta, me parecía oír el estruendo de la batalla. Mientras la examinaba, pensaba en el marido de una amiga de la familia, que había sido marino en 1914. A pesar de su audífono, no oía nada. Probablemente había combatido en uno de esos acorazados y había colocado su oído demasiado cerca de un cañón. De una manera u otra, la guerra mutilaba. Los cuerpos, los brazos, las piernas y los tímpanos. No podía ser de otra forma.

Yo había elaborado también una hipótesis para explicar la nariz torcida del mutilado que teníamos en nuestra familia. Un obús había pasado tan cerca de su cara que le había aplastado la nariz como si fuera de plastilina. Esas teorías eran fantasiosas, pero tenían la ventaja de tranquilizarme, pues explicaban lo inexplicable. Permitían atenuar la angustia que la guerra le provocaba a mi mente, dándole respuestas que los adultos eran incapaces de proveer.

Unos años más tarde, me topé con otros muñones. En Mozambique, durante un reportaje sobre las minas antipersona que dejaban lisiadas a centenares de personas cada año. Mi jefe de redacción y yo habíamos sido invitados por una ong especializada en la confección de prótesis para los despistados que habían puesto el pie en el lugar equivocado. Nos explicaban cómo funcionaban las minas antipersona, cómo se detectaban las minas antipersona, cómo se curaban las heridas causadas por las minas antipersona. Nos pasábamos los días en compañía de las minas antipersona, nuestras nuevas amigas. El tiempo se hacía eterno, de tanto frecuentar a esos pobres minusválidos equipados con espléndidas prótesis hechas con madera y gomas de camión. A veces nos invadía el deseo de decir una tontería para liberarnos de esa tristeza agobiante. Para ser soportable, el drama suele necesitar de la ayuda de la comicidad. Al caer la noche, de regreso al hotel, nos agarraban ataques de risa tan desenfrenados como irracionales. Nada de lo que habíamos visto durante el día era divertido, pero necesitábamos realmente liberarnos de la influencia de toda esa tragedia. Y la única escapatoria para eso era el humor.

Nos hacían caminar con suma prudencia por pequeños y estrechos senderos, previamente liberados de la presencia de minas. No había que apartarse de ellos, porque alrededor no se había hecho ningún desminado y, desde hacía años, armas mortales esperaban traicioneramente una ocasión para explotar bajo los pasos del primero que apareciera. A un metro de nosotros, un cráneo humano y algunos huesos dispersos, blanqueados por el sol, eran un indicio de que la muerte seguía ahí, oculta bajo una delgada capa de tierra, a escasos centímetros de nuestros pies. La historia de los pequeños muñones de los niños de la guerra de 1914 quizás había sido inventada para conmover a la opinión pública de la época. En cambio, ese cráneo humano era absolutamente real. Y a nadie le importaba. Un muerto más o un muerto menos en esta tierra, ¿qué cambia? Que haya sido muerto por una mina, una bala, un obús, un golpe de bayoneta o una crisis cardíaca ¿qué importancia tiene? ¿Qué recordarán nuestras memorias de todas esas muertes violentas? Se podría escribir un libro dedicado a cada víctima para no olvidarla, para comprender su sacrificio, para alertar a las generaciones futuras —como suele decirse— y disuadirlas de seguir repitiendo los mismos errores.

Pero nadie leerá esos libros. Cuando los testigos hayan desaparecido, ya nadie encarnará esos dramas innumerables. Los curiosos tendrán que contentarse con relatos imprecisos, fechas inexactas, lugares olvidados. Y luego ya no quedará nada. Solo algunos huesos diseminados entre el pasto, en un campo. Sin ningún nombre, ninguna fecha, ninguna historia.

Adiós

De pronto ahí estaba mi bolso. ¿Cómo había hecho para atravesar todo ese caos sin que nada lo afectara? Sobre la mesa donde lo había apoyado ese 7 de enero, el polvo que lo cubría y las suciedades no identificadas que lo manchaban eran una prueba de que algo anormal había sucedido. Lo abrí esperando descubrir, como un tesoro, algún objeto que salvar. Solo encontré el ejemplar del diario Libération