3,99 €
Un poncho y otros cuentos (2024) es su primer libro. En sus historias, Miguel Payo recorre el pueblo de su infancia a través de espacios y personajes, conocidos e imaginarios, creando así relatos originales donde el realismo se entremezcla con la ficción. Asistimos, como lectores, al despliegue de una cartografía personal que se resignifica en la voz del autor, dueño de un estilo propio, de tono íntimo, que no descuida el humor y la sorpresa en cada una de sus historias.
Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:
Seitenzahl: 151
Veröffentlichungsjahr: 2024
MIGUEL PAYO
Payo, Miguel Un poncho y otros cuentos / Miguel Payo. - 1a ed - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2024.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-87-5424-6
1. Cuentos. I. Título. CDD A863
EDITORIAL AUTORES DE [email protected]
Agradecimientos
Autorretrato
Coquito
Luces
El hombre de la bolsa
Quizás sea cierto
Bicicleta
El padre Pablo
Un poncho
Mi Gran Debut
Piense, chancho, piense...
El alemán
Policía de pueblo
Pocha y el policía
Carta a mi prima
Biografías
El visitante
¿Quién era yo?
Volver
Hay proyectos que son muy difíciles de concretar. En este caso, sin el apoyo de mi familia y especialmente de mi esposa Dorys, que puso su oreja para escuchar mis locuras; y mi profe Pamela Raponi, que me tuvo toda la paciencia del mundo, este libro no hubiera sido posible. Además, las palabras de aliento que recibí de amigos en el largo camino son tantas que, aunque uno presuma de escritor, no encuentra la manera de agradecer tantos buenos deseos.
En casa hubo una época donde el furor era el postre de arroz con leche, y el segundo gran gusto, era ducharse bajo un calefón Volcán. Bajo esas condiciones llegué al mundo. Imagino a mis padres esperándome aquél sábado 19 de un agosto que adivino fresco y ventoso. Al ser hijo único, mi madre hizo lo que hacen todas las madres: sobreprotegerme y sobrealimentarme. A consecuencia de ello, si hoy alguien me recuerda aquel postre, o la sopa de caracú que en mi casa era un clásico, es posible que me desestabilice. Por suerte, mi metabolismo funcionó siempre equilibrado, por lo que nunca tuve problemas de sobrepeso.
Con mi nacimiento, a mis padres se les despertaron ciertos miedos. El primero fue que hubiera venido al mundo con algún desorden hormonal, y que como consecuencia, llegara a ser un hijo desproporcionadamente alto. Pero apenas llegué al metro setenta, ni un centímetro para regalar. Me los imagino observándome durante años, cuchicheando entre ellos sus pareceres, para llegar a la conclusión de que el nene era perfectamente normal.
También recuerdo a mi mamá contando orgullosísima lo hermoso que era su hijo. Les hablaba de mis ojos celestes y de mis cabellos rubios, aclarando que además era gordito como una pelota. Hoy cuando me miro al espejo, me veo con ojos y cabellos marrones, nariz aguileña: una realidad distinta a la que veía mi madre. Comprendo a la distancia por donde pasaba su felicidad. Seguramente, alguien de esa época diría que cuando las madres opinaban de sus hijos derrapaban con facilidad. El amor de las madres es como el cielo, no tiene límites.
No me gusta ni pretendo ser impostor, por eso digo que, ahora que ya he crecido, mi fisonomía ha cambiado. Todo está bastante lejos de lo que presumíami madre. Disculpas mamá… sé que dirías que no soy tan lindo como cuando era chico.
Mi nombre es Miguel, según me contaron, en honor a mi abuelo. Mi apellido es Payo, pero no me preguntes si tengo antecedentes gitanos, porque no lo sé y no me importan. Mi árbol genealógico lo ignoro y si me apurás, te contesto que no tengo árbol.
Nací en el año MCML. Por las dudas un curso de números romanos lo encontrás a la vuelta de la esquina. Sería un placer que podrías regalarte en estos tiempos, antes de que la Inteligencia Artificial te lo resuelva sin siquiera consultarte.
¡Otra noche más que mi Coquito volverá a pasar en vela! Esta niebla lo hace toser y, para colmo, ese catarro no se le pasa más. Es un cabeza dura porque no se deja frotar el pecho con alcanfor. Yo le digo que me haga caso, que todo el mundo dice que es muy bueno, pero él no quiere… ¡Ni loca pienso mandarlo mañana a la escuela! Mejor cerca del mediodía pruebo con ese doctor que llegó hace poco. Todos dicen que es buenísimo pero medio mandón. Igual, con tal de que lo cure a mí Coquito lo demás no me importa… Con el otro siempre me pasa lo mismo, cada vez que lo llevo con un ataque de asma me dice que le coloque un brasero prendido en medio de la pieza con una olla con agua hirviendo y muchas hojas de eucaliptus, que después lo meta a la cama, que le cierre las ventanas y la puerta para que el Coquito respire, para que todo el vapor le limpie los pulmones. Pero yo le digo que así Coquito se ha pasado semanas enteras y que el catarro nunca se le fue. Así y todo él no me da bolilla. El doctor hace tiempo mirando por la ventana, mientras espera a que yo lo termine de abrigar. El final es siempre el mismo: regresamos a casa, caminando despacito para que no se agite.
Mamá me manda a la escuela o me lleva al doctor cuando se le antoja y a la pelota me deja jugar sólo cuando ella quiere. Como el otro día que al ratito de estar jugando empezó a llamarme a los gritos desde la vereda de casa: “¡Coquitooo, vení a tomar la lecheee!” Yo estaba en la canchita de la esquina con los chicos del barrio, y enseguida todos empezaron por lo bajo a coro: ¡Coquitooo, anda a tomar la lecheee! Y ella, que no los alcanzaba a escuchar repetía: “¡Coquitooo, vení a tomar la lecheee! ¡Y yo en medio, con toda la bronca del mundo! Pero parece que a mamá eso no le importa, porque cada dos por tres, me vuelve a llamar apenas llego a la canchita. ¿Por qué no me da la leche antes de salir a jugar? Muchas veces corro hasta el galpón, agarro mi bici roja y pedaleo con toda la calentura las tres cuadras hasta la plaza para desahogarme. Pero al rato me da hambre, pego la vuelta, me tomo la leche y ella se pone feliz.
Por más que patalee, hoy mismo lo llevo…Cuando me pongo el batón de salir ya empieza a rezongar, pero estoy más que acostumbrada: que la gorra no la quiero, que las orejas tapadas me molestan, que envuelto en la frazada no me gusta. Si fuera por él saldríamos así nomás ¡como para ir a un baile!. Pero nosotros no, nosotros no vamos a ningún baile, eso es lo que tiene que entender. A veces me hace renegar tanto y me pone tan nerviosa que por cabeza dura, uno de estos días se va a ligar un buen par de coscorrones…
¡Qué lástima! Con lo linda que quedó toda pintada de blanco y el campanario tan bien arregladito y todo de negro… ¡podrían haber cambiado las tablas de estos asientos que están llenas de clavos!…
El martes pasado te hicimos la misa. La iglesia estaba que no cabía ni un alfiler, ¡el gentío que había!…¡Cómo me hubiera gustado que hubieses escuchado lo que decían de vos! ¡Cuánto te querían, Encarnación! Lástima tu enfermedad, que siempre te tuvo a maltraer. Si el amor que se respiraba en esa misa te hubiera llegado a tiempo seguro te habría hecho tanto bien… Igual creo que desde algún lugar del cielo seguro estarás viéndonos y, si Dios quiere, tendrás tanto amor como el que siempre te mereciste…Estábamos tan apretados que al querer acomodarme, el raspón que me di con uno de esos clavos todavía me dura… Encima con estos días de tanta humedad la cadera se me hinchó y me duele cada vez más. Terminé yendo al doctor pero me dice que el dolor es porque me comí el cartílago, que ahora ya no tengo más cartílago. Y yo le dije: “Doctor ¡usted está totalmente equivocado!” ¡mirá si me voy a andar comiendo el cartílago! ¡Con lo que debe doler me hubiera dado cuenta!… Ese doctor parece un buen hombre, pero es otro cabeza dura que no entiende nada. En fin, lo mejor hubiera sido quedarnos en casa, pero ya está ¡que se le va hacer! Uno propone y Dios dispone, es así nomás…
Yo no sé qué pasa acá porque cada vez cuesta más encontrar un lugarcito. Antes no venía ni el loro, ahora resulta que a todo el mundo se le dio por rezar. En la misa del martes pasado había quedado justo un huequito en la fila que estaba yo, y a último momento llegaron tres ricachonas. Me di cuenta porque las tres llevaban puesto esos sombreros con alero que ahora están tan de moda. Mal que digamos no les quedaba, pero digo yo ¿no saben que adentro de la iglesia no se puede andar con sombrero? Para mí que eran de alguna estancia y aprovecharon el día lindo para conocer al Padre Pablo, porque no me van a decir que estas vinieron a rezar, más bien vinieron a chusmear, ponele la firma…
Ahora sí, ahora ya puedo ocuparme de los pedidos que traje para hoy: primero el marido de la Rosalía que le atacó el lumbago y hace más de un mes que está en cama, ¡lo que pasa es que Heriberto está gordo como un toro! El doctor ya se lo dijo, ¡pero a él le entra por una oreja y le sale por la otra! El otro es para la Carmen que no se puede ni mover, ¡esa sí que está jodida! El reuma la está dejando toda chueca a la pobre. Lo que pasa que esa es otra cabeza dura porque no quiere tomar los remedios que le recetó el doctor. Pero bueno, que se joda, se ve que burro viejo no agarra trote, ¡qué se le va hacer! Ahora sí, que nadie me distraiga porque tengo que hacer algo muy serio… Te pido Jesusito querido que me ayudes a curar al Coquito de ese catarro que no se le pasa nunca. Para mí es porque toma frío, ¡es una lucha para que se abrigue! Ya me ha dejado de hacer caso. Tal vez si se lo pidieras vos, a lo mejor... Antes que me olvide te traje esta botellita con agua bendita, y ya mismo te rezo tres Padre Nuestro y tres Ave María para que tengas verdadera salud y puedas curar a mí Coquito. Dicho sea de paso, lo estuve controlando y podés creer que en vez de aprovechar a rezar, se la pasó toda la mañana papando moscas. Lo que pasa es que todavía está en la edad del pavo, porque se la pasa todo el día en Babia y a mí me pone nerviosa. Es como digo yo, tanto va el pájaro a la fuente que un día se va a ligar un par de sopapos, pero en serio, y después se va a arrepentir, pero va a ser tarde.
Mi vieja está repirucha. Se le pone a pedir cosas al pobre en vez de ayudarlo. Yo digo, ¿no ve cómo está? Con las manos clavadas sobre esas maderas y los pies con esos tornillos tremendos, ¡lo que debe haber pasado! ¿No se da cuenta? Además está clarito que él es el único que ha sufrido como un marrano. Mirá a la virgen María, con esos pelos largos, toda rubia y ese vestidito celeste, parece más una reina que una santa ¡está relinda la virgen! En cambio san Francisco, con ese buzo marrón y con la barba recortada me parece más piola. Yo cuando sea grande, me la voy a dejar así como él pero más larga, para cuando mi vieja me deje ir a los bailes, ¡la pinta que voy a meter!
¡Ufff cómo se fue la hora! Siempre nos pasa lo mismo, ¡se hizo tardísimo! El Coquito ya está mucho mejor, parece que rezar le sienta bien. Pienso que al doctor lo podemos dejar para otro día. De pasada compro en lo del alemán un kilo de caracú para fortalecer bien el cartílago, así le tapo la boca al doctorcito ese que el otro día me quiso convencer que no tengo más cartílago. Y hoy que justo hace tanto frío, aprovecho para hacer un suculento puchero con una rica sopa que tanto le gusta a mi Coquito. Después lo voy a hacer dormir la siesta, porque hoy ya anduvo demasiado. Encima seguro que a la tardecita se va a querer ir a jugar a la pelota, y si no lo dejo se me va a empacar y después es peor, porque lo tengo que aguantar todo el día trompudo, ¡es una lucha! ¡qué se le va hacer!… Yo no sé qué le pasa a este chico. Cada vez más grande y cada vez me da más trabajo. Cuando se pone así, a veces le digo que lo voy a meter en un colegio internado, pero cuando lo pienso dos veces, ¡ni loca lo pongo de pupilo!
La iglesia ya casi está vacía, y mi vieja me está mirando de reojo. Seguro que le agarra la viaraza y se quiere rajar enseguida. Pero ahora que me espere un cachito, porque tengo una cosita que pedirle a Jesusito, pero no sé, no me animo del todo porque siempre me parece que está sufriendo demasiado, encima con la cabeza caída hacía el costado y esa mirada… Yo siento que necesita ayuda, y para colmo mi vieja sigue sin darse cuenta pero ¿qué le pasa? Siempre es lo mismo. Cuando se pone a rezar se olvida de todo. Le puede pasar un tren de carga por encima que no se da cuenta. Mejor se la pido al Francisco, me parece que él sí me va a dar bolilla…Francisco, amigo, vos que te lo pasas todo el día al lado de Dios, ¿te animarías a ayudarme? Te pido que por un rato no dejes que mis amigos pasen cerca de la iglesia, porque si me pescan saliendo con esta parva de abrigos que me chantó de prepo mí vieja, me voy a comer la gastada del año. Si todo sale bien, te prometo que me aprendo de memoria el Padre Nuestro ese que recita mí vieja, y en la próxima misa te lo repito las veces que quieras.
Cuando me quedaba a dormir en la casa de mis abuelos teníamos la costumbre, al terminar de cenar, de sentarnos en el patio a disfrutar del espectáculo que la naturaleza nos regalaba con sus luces alocadas.
Era todo tan imprevisible que de pronto podía estar festejando como saltando de la silla buscando protección en los brazos de los abuelos. Todo aparecía y desaparecía en un abrir y cerrar de ojos. Todo era efímero. El vértigo en esas noches de campo era tan intenso, que al momento de irme a dormir, el sueño se demoraba hasta el amanecer.
En aquellas noches iluminadas por la generosidad de la luna y la presencia de las estrellas, solían escabullirse a través de una torre de hierro que, en su anterior vida, había sostenido los andamios de un viejo galpón. Luego bajaban por las copas de las parras que crecían frondosas cerca del baño que quedaba al fondo de la casa. Pero cuando se montaban sobre los alambrados de púa que cercaban los potreros, los interminables chispazos que producían alteraban la tranquilidad del lugar. Tan descontrolados eran sus movimientos que terminaban hechas trizas contra los postes esquineros, desparramando racimos de estrellas azules glaciares, iluminando los ojos de los animalitos en la oscuridad. Para las vacas, los caballos, las gallinas y los perros, todo esto no tenía ninguna importancia: estaban acostumbrados a esas locuras nocturnas, por lo que descansaban plácidamente. En cambio nosotros no dejábamos de jugar a adivinar por dónde aparecerían esas luces malas, porque así es como las llamaban mis abuelos. Nunca comprendí por qué les decían así, siempre me parecieron muy locas pero nunca malvadas, y en más de una ocasión hasta imaginé que me ayudarían a cumplir mis sueños.
Una de esas noches, pedí permiso para ir solito al baño. Al sentarme, dejé abierta la puerta para que la luz de la luna me ayudara a alejar los miedos que acechaban desde las oscuridades. Fue en ese momento cuando las luces buenas, como a mí me gustaba llamarlas, aparecieron danzando sobre la parra, mientras yo sin saber qué hacer, fruncía el tuje agarrado de la tabla del inodoro. Me abracé a la medalla de San Ceferino que tenía en la cadenita del cuello y bajo su protección me entregué a ellas. Abrazados empezamos a volar superando los eucaliptus, y después ascendimos durante un tiempo imposible de precisar hasta que llegamos al medio de la nada, rodeados de una quietud extrema.
Ahí suspendido en el espacio tomé aire y respiré profundo. Estaba rodeado de enjambres de estrellas y de una calma ajena a mis sentidos. Aproveché que estaba tan cerca de la luna que decidí visitarla. Parecía que me estaban esperando. Me refiero a una infinidad de seres pequeñitos que emergieron como hormigas alborotadas desde los distintos cráteres. Se me antojó llamarlos lunáticos encantadores. Mientras que algunos se me subían a los hombros, otros se animaron a montar sobre algunas luces amigas que me acompañaban, y todos juntos fuimos a visitar otros planetas. Todo parecía estar muy cerca. Los desniveles que se producían cuando pasábamos de un anillo a otro nos dejaban ver los fondos de los cráteres que iluminaba la luna, y algunas sombras proyectadas de la tierra. Seguimos viajando entre anillos que destellaban luces de colores, atravesando inmensidades tan silenciosas que, por momentos, podíamos escuchar el eco de nuestra respiración rebotando contra las colinas escarpadas.
Después regresamos a la luna, donde la aridez del clima era disimulada con celebraciones y festejos con motivo de mi visita. Con los lunáticos coincidimos en la necesidad de alentar la paz en toda la galaxia, para alertar sobre la necesidad de cuidar y proteger al universo en especial porque su querida luna estaba, al igual que mi amada tierra, a punto de estallar.
Entretenido, nunca pensé en regresar pero la voz de la abuela del otro lado de la casa, me devolvió a la realidad:
—¿Estás bien? –me preguntó.
—Si abuela, todo bien –le contesté casi desconociendo mi propia voz.
Cuando estuve de nuevo sentado junto a ellos, me sermoneó:
—¿Por qué tardaste tanto?
—Estaba mirando la luna.