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En este libro, Antoine Compagnon se propone recorrer la obra inagotable del gran poeta francés, "el del crepúsculo, de la sombra, la añoranza y el otoño". En treinta y tres capítulos breves, el autor nos guía iluminando detalles íntimos de la biografía de Charles Baudelaire: las deudas, la procrastinación, la relación compleja con la madre o la tirantez con el padrastro. Aquí se revela, asimismo, una trama de pensamientos sobre temas tan diversos —y polémicos— como el arte, el progreso, la prensa, las mujeres o la política. Con un estilo llano y elegante, Compagnon nos presenta una panorámica fascinante del hombre, del crítico, del dandy, del amante de la fotografía. Deshoja Las flores del mal con una mirada llena de respeto por las contradicciones del poeta maldito del spleen, que en una carta dirigida a su madre en julio de 1857 escribió: "Me lo niegan todo, la inventiva e incluso el conocimiento de la lengua francesa. […] Yo sé que este volumen, con sus virtudes y sus defectos, se abrirá camino en la memoria del público letrado, junto a las mejores poesías de Victor Hugo, de Théophile Gautier e incluso de Byron". Un verano con Baudelaire, tan sensible y profundo como accesible, pone en perspectiva aquellas palabras y la confirmación de esa visión de futuro.
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Seitenzahl: 141
Veröffentlichungsjahr: 2020
Antoine Compagnon
Un verano con Baudelaire
Traducción de Pablo Krantz
Compagnon, Antoine
Un verano con Baudelaire / Antoine Compagnon. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Libros del Zorzal, 2020.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
Traducción de: Pablo Krantz.
ISBN 978-987-599-660-1
1. Biografías. 2. Literatura. I. Krantz, Pablo, trad. II. Título.
CDD 920
“Cet ouvrage, publié dans le cadre du Programme d’aide à la publication Victoria Ocampo, a bénéficié du soutien de l’Institut français d’Argentine.”
“Esta obra, publicada en el marco del Programa de ayuda a la publicación Victoria Ocampo, cuenta con el apoyo del Institut français d’ Argentine.”
Diseño de tapa: Stéphane Rozencwajg.
Foto de solapa: Derechos Reservados
Traducción: Pablo Krantz
Título original: Un été avec Baudelaire
© Éditions des Équateurs/France lnter, 2015
© Libros del Zorzal, 2020
Buenos Aires, Argentina
Printed in Argentina
Hecho el depósito que previene la ley 11723
Para sugerencias o comentarios acerca del contenido de esta obra, escríbanos a: <[email protected]>.
Asimismo, puede consultar nuestra página web:
<www.delzorzal.com>.
Índice
“Ayer era verano” | 5
1 Madame Aupick | 9
2 El realista | 12
3 El clásico | 15
4 El mar | 18
5 Un farol oscuro | 21
6 La procrastinación | 25
7 Spleen | 29
8 Acerca del vituperio | 32
9 El espejo | 35
10 París | 38
11 Genio y tontería | 41
12 Pérdida de aureola | 44
13 La transeúnte | 47
14 Delacroix | 50
15 El arte y la guerra | 53
16 Manet | 56
17 Acerca de la risa | 59
18 Modernidad | 62
19 Bello, extraño, triste | 65
20 1848 | 68
21 Socialista | 72
22 Dandy | 75
23 Las mujeres | 79
24 El católico | 83
25 Los diarios | 86
26 “Bella conspiración por organizar” | 89
27 La fotografía | 92
28 El barro y el oro | 95
29 Extravagante esgrima | 99
30 Acertijos entre los desechos | 102
31 Moraleja desagradable | 105
32 Banalidades | 109
33 Mariette | 113
“Ayer era verano”
¿Qué podría resultar más descabellado que un verano con Baudelaire? Eso debe haber pensado sin duda más de un conocedor de Las flores del mal. En efecto, el verano no fue precisamente la estación preferida de nuestro poeta.
¿Quién le cantó al verano, entonces?
El mediodía, rey del verano, desparramado sobre la
/ llanura,
cae como manto de plata desde las cimas del cielo azul.
Esos versos son de Leconte de Lisle, nacido en la isla Borbón en medio del océano Índico, y no de Baudelaire, nacido en París en la estrecha rue Hautefeuille.
Baudelaire fue el poeta del crepúsculo, de la sombra, la añoranza y el otoño. “Canto de otoño”, musicalizado por Gabriel Fauré y citado en varias ocasiones por Proust, sigue siendo uno de los poemas más memorables de Las flores del mal:
Pronto nos sumergiremos en las frías tinieblas;
¡adiós, intensa claridad de nuestros veranos tan breves!
Ya oigo caer al son de fúnebres golpes
la leña estrepitosa sobre el empedrado de los patios.
Con el final del otoño, regresa el tiempo de la memoria y la imaginación, del spleen y la melancolía, capacidades y sentimientos inseparables de nuestra percepción de Baudelaire:
Acunado por esos golpes monótonos, me parece
que clavan a toda prisa un ataúd en alguna parte.
¿Para quién? Ayer era verano; ¡ha llegado el otoño!
Y ese ruido misterioso suena como una partida.
Amo de tus vastos ojos la luz verdosa,
mi dulce belleza, pero hoy todo me resulta amargo,
y nada, ni tu amor, ni la alcoba, ni la chimenea,
me hace olvidar el sol resplandeciente sobre el mar.
Encontramos aquí una suerte de nostalgia eterna del sol sobre el mar, del sol del mediodía en verano. ¿Existe acaso algo más huidizo que el estío? Cuando se va, ya solo queda por doquier el sol poniente, ese símbolo de la decadencia tan celebrado por Baudelaire, el momento del claroscuro o la semioscuridad, el crepúsculo del anochecer mucho más que el del alba:
Amante o hermana, sé como la dulzura efímera
de un glorioso otoño o de un sol poniente.
Baudelaire asocia a la mujer amada con la caída de la noche o el amanecer y en sus poemas privilegia siempre las demás estaciones:
¡Oh, finales de otoño, inviernos, primaveras empapadas
/ de barro,
adormecedoras estaciones! Yo os amo y os alabo.1
Hablar de Baudelaire en verano resultaría, entonces, un reto más desmesurado y un proyecto aún más absurdo que evocar a Montaigne o a Proust. Baudelaire, que conoció el sol cuando su padrastro, para encarrilarlo, lo envió a los mares del sur a los 20 años, pegó media vuelta al llegar a la isla Borbón y regresó velozmente a la orilla norte de la isla Saint-Louis para ya nunca más abandonar París, excepto durante algunas escasas estadías en casa de su madre, retirada en Honfleur, y durante su último y desastroso exilio en Bruselas.
Un otoño con Baudelaire hubiera sido quizá más apropiado: una temporada muerta en la que los días se acortan y los gatos se acurrucan junto al fuego. Para peor, dos o tres factores agravaban el desafío.
En primer lugar, mi libro Un verano con Montaigne alcanzó un éxito inesperado, en la radio y luego en las librerías, pues los oyentes de France Inter, y después los lectores del libro que compiló aquellos programas del verano de 2012, decidieron respaldar al autor de los Ensayos. La vara estaba muy alta y provocaba aprensión. Dos años más tarde, al retomar el micrófono a pedido de Philippe Val y Laurence Bloch, no se trataba de hacerlo mejor, sino al menos de no decaer demasiado, no decepcionar tanto.
Por otra parte, Baudelaire resulta un tema mucho más riesgoso que Montaigne. Este último nos gusta por su franqueza, su moderación y su modestia, su benevolencia y su generosidad. Es un amigo, un hermano, “porque era él, porque era yo”,2 y es autor de un solo e inmenso libro que conservamos gustosos en nuestra mesa de luz, del que cada noche releemos algunas páginas para vivir mejor, más sabia y humanamente. Mientras que el poeta de Las flores del mal, y más aún el de El spleen de París, es un hombre herido y amargo, un cruel polemista, un loco genial, un agitador de insomnios.
Su obra es múltiple y dispersa: poemas en verso y en prosa, crítica de arte y crítica literaria, fragmentos íntimos, sátiras y panfletos. La justicia del Segundo Imperio lo condenó. Sus contemporáneos nos transmitieron numerosas anécdotas sobre sus excentricidades. Si bien al final de su vida existió una “escuela Baudelaire” —lo que lo irritaba bastante—, hubo que esperar mucho hasta que su obra fuera enseñada en las escuelas e incluso hoy, cuando los estudiantes secundarios descubren algunos de sus poemas en verso o en prosa, quedan perturbados por un buen tiempo. En muchos sentidos, Baudelaire es nuestro contemporáneo, pero algunas de sus opiniones —sobre la democracia, las mujeres o la pena de muerte, por ejemplo— nos parecen chocantes, incluso escandalosas.
Y, por último, un tono de gran familiaridad convenía perfectamente a la hora de hablar de Montaigne. Decidí abordar a Baudelaire con el mismo espíritu, “a saltos y brincos”,3 sin intentar decirlo todo, buscando no necesariamente hacer amar a un hombre que no pedía ser amado, sino al menos impulsar a cuantos sea posible hacia las librerías para que vuelvan a encontrar el camino de Las flores del mal y El spleen de París.4
1 Madame Aupick
No he olvidado, en las inmediaciones de la ciudad,
nuestra blanca casa, pequeña pero tranquila;
su Pomona de yeso y su vieja Venus
en una arboleda enclenque ocultaban su desnudez,
y el sol, al atardecer, desbordante y soberbio,
detrás del cristal en que su haz se quebraba,
parecía, como un gran ojo abierto en el cielo curioso,
contemplar nuestras cenas largas y silenciosas,
derramando generosamente sus bellos reflejos de cirio
sobre el frugal mantel y las cortinas de sarga.5
¿Por qué comenzar de buenas a primeras con este pequeño poema sin título de Las flores del mal, casi siempre olvidado? Porque el mismo Baudelaire le tenía un cariño especial, y porque es uno de los más personales, los más íntimos del libro. Poco después de la publicación de la obra, en 1857, Baudelaire le escribió a su madre, madame Aupick, para quejarse porque esta no se había percatado de que un poema hablaba de ella. Ese poema, publicado sin título ni alusiones claras porque a Baudelaire lo horrorizaba “prostituir las intimidades familiares” (C,i, p. 445), es este mismo, que relata los escasos momentos de felicidad que el poeta vivió cuando era niño, en el intervalo entre la muerte de su padre y el segundo matrimonio de su madre. Pudo tener entonces a esta última toda para él.
Sus padres formaban una pareja peculiar. Al nacer el poeta en 1821, acababan de casarse, pero su madre tenía solo 28 años, mientras que su padre ya tenía 62. François Baudelaire, hombre del siglo xviii, antiguo párroco, pintor aficionado, murió cuando el pequeño Charles no tenía siquiera 6 años. Su madre volvió a casarse menos de dos años después, con el jefe de batallón Aupick, y seguramente Baudelaire nunca supo que, poco después, ella dio a luz a una niña que no sobrevivió.
El paraíso de su intimidad se extendió solo durante los veranos de 1827 y 1828, “los buenos tiempos de las ternuras maternas”, tal como él denomina a esa época en otra carta a madame Aupick en 1861 (C,ii, p. 153). El hijo vivía junto a su madre en una “blanca casa” de Neuilly, “pequeña pero tranquila”, como la evoca el poema. El poeta recuerda, y recordará siempre, sus “cenas largas y silenciosas”, mientras el sol arrojaba sus últimas llamas sobre la mesa a través de las cortinas.
El verano, el hermoso verano de la infancia, el verano definitivamente perdido: Baudelaire nunca volverá a sentir una felicidad semejante. Muy pronto, junto a su madre, seguirá a su padrastro, destinado a una guarnición en Lyon; después quedará como pupilo en el colegio Louis-le-Grand; las relaciones del poeta con el coronel y luego general Aupick serán cuando menos ásperas. La complicidad de los tiempos de Neuilly quedará como un tesoro enterrado en el fondo de su poesía de la memoria; toda su vida soñará con regresar junto a su madre.
Justo después de la muerte del general Aupick en 1857 —unos meses antes de la publicación de Las flores del mal—, su viuda se retiró a Honfleur, a otra pequeña casa que Baudelaire llamaba la “casa de juguete”. Hablarán mucho de la idea de que él vaya a instalarse con ella, para escapar del infierno parisino y disfrutar de la quietud a su lado. Terminará haciéndolo durante unos meses en 1859; será su última exultante temporada de creación poética.
La correspondencia de Baudelaire con su madre es desgarradora y, cuando se la conoció a comienzos del siglo xx, transformó la reputación del poeta. Su relación estaba compuesta de reproches continuos y luego de excusas, justificaciones y remordimientos. Cuando después de una caída en Namur, en la iglesia Saint-Loup, la salud de Baudelaire se degradó en marzo de 1866 en Bruselas, madame Aupick se desplazó hasta allí para ocuparse de su hijo, pero este la injuriaba tanto —“maldición” era todo lo que aún podía decir— que ella muy pronto terminó volviéndose a Honfleur.
Y por más que no se haya dado cuenta de que “No he olvidado, en las inmediaciones de la ciudad…” hablaba de ella, “Bendición”, el primer poema de Las flores del mal, no debió haberle pasado desapercibido. El nacimiento del poeta, de todo poeta, era presentado ahí como una maldición para el mundo, y en primer lugar para la mujer que lo había parido:
Cuando, por un decreto de los poderes supremos,
aparece el Poeta en este mundo hastiado,
su madre espantada y rebosante de blasfemias
alza sus puños hacia Dios, que la mira con piedad:
—“Oh, ¿por qué no habré dado a luz a un nido de
/ serpientes,
en lugar de amamantar a esta burla?
¡Maldita sea la noche de efímeros placeres
en la que mi vientre concibió mi propia expiación!”
Entre Baudelaire y su madre, el malentendido nunca se detuvo.
2 El realista
Recuerda aquel objeto que vimos, alma mía,
esa mañana de verano tan dulce y bella:
a la vuelta de un sendero, una infame carroña
sobre un lecho sembrado de piedras,
con las piernas al aire, como una mujer lúbrica,
ardiente y exhalando venenos,
abría despreocupada y cínicamente
su vientre repleto de emanaciones.6
Durante el juicio de Las flores del mal, en 1857, Ernest Pinard, reemplazante del fiscal imperial, acusó a Baudelaire de realismo: “Su principio, su teoría consiste en retratarlo todo, en ponerlo todo al desnudo. Lo vemos hurgar la naturaleza humana en sus rincones más íntimos; utilizar para plasmarla tonos enérgicos y estremecedores, exagerando sobre todo sus aspectos horrendos, y amplificarla más allá de lo debido para generar impresiones y sensaciones”. La palabra realismo no fue pronunciada, pero figurará en el considerando principal del juicio, ordenando la supresión de seis poemas que “conducen necesariamente a la excitación de los sentidos a través de un realismo grosero y ofensivo para el pudor”.
Baudelaire era culpable de describir; era por lo tanto un realista, un calificativo que servía para condenar tanto la pintura de Courbet como la novela de Flaubert y la poesía de Baudelaire. A pesar de que este último se había alejado de los realistas desde el golpe de Estado del 2 de diciembre de 1851, se mantenía asimilado a ellos y su retrato, pintado por Courbet en 1847 (museo Fabre, Montpellier), todavía figura en 1855 en un rincón del cuadro El taller del pintor (museo de Orsay). Nacido de la bohemia, el realismo era “el bando opuesto al clasicismo”, según sostenía Pinard, es decir, el enemigo de clase: era la innovación que se burlaba de las normas estéticas, pero también una conspiración contra la sociedad burguesa.
La novela Madame Bovary acababa de ser acusada de inmoralidad. Es considerada realista toda obra que no se vea acompañada por una advertencia moralista y en la que el artista muestre sin intervenir para juzgar y condenar. Flaubert había sido absuelto, pues su buena familia burguesa lo había respaldado con fuerza. Por el contrario, el abogado de Baudelaire ni siquiera se atrevió a recordar que el padrastro del poeta, el general Aupick, que acababa de morir, había dirigido la Escuela Politécnica en 1848, antes de convertirse en una personalidad destacada del régimen imperial, desempeñándose como embajador y senador.
Fueron condenadas entonces las obras juzgadas realistas de Las flores del mal, que trataban particularmente sobre el amor entre mujeres. Lo que provocó el escándalo fue Lesbos, pero también Eros —como en “A la que es demasiado alegre”: “¡Infundirte mi veneno, hermana mía!”—, un Eros teñido de perversión y de sadismo.
Sin embargo, otro aspecto del realismo de Baudelaire chocó también a sus primeros lectores bienpensantes; me refiero al realismo de “Una carroña”, un poema emblemático de Las flores del mal para muchos lectores, durante mucho tiempo:
El sol resplandecía sobre esa podredumbre,
como para asarla a punto
y devolverle centuplicado a la gran Naturaleza
todo lo que ella había sabido reunir;
y el cielo observaba la soberbia carcasa
abrirse como una flor.
La pestilencia era tan fuerte que sobre la hierba
creíste desmayarte.
Pensando en versos como estos, Sainte-Beuve le reprochaba a Baudelaire “estilizar lo horrendo”; durante mucho tiempo los estudiantes secundarios se los recitaron en los recreos, a escondidas de sus profesores, hasta que Baudelaire comenzó a figurar en los programas escolares.
Sin embargo, denunciar o celebrar el realismo de “Una carroña”, ese retrato indulgente de una naturaleza ya no buena ni hermosa, sino corrupta y corruptora, fea y repugnante, equivalía a olvidar la tradición de la Vanitas, del memento mori —“¡recuerda que eres mortal!”— en la poesía barroca, ya opuesta a la estética clásica. Eran también los recuerdos de la poesía francesa de los siglos xvi y xvii, el arraigo de Las flores del mal en la tradición, que se confundían con su realismo morboso.
3 El clásico
A la pálida luz de las lánguidas lámparas,
sobre profundos almohadones impregnados de aromas,
Hipólita evocaba las intensas caricias
que levantaron el telón de su joven inocencia.
Buscaba, con la mirada nublada por la tormenta,
el ya lejano cielo de su ingenuidad,
así como un viajero vuelve la cabeza
hacia el azul horizonte que esa mañana dejó atrás.7
Proust suele comparar a Baudelaire con Racine; por ejemplo, en el centenario del nacimiento del poeta, en 1921, en un artículo en La Nouvelle Revue Française, “Acerca de Baudelaire”: “No hay nada más baudelaireano que Fedra, nada más digno de Racine, o incluso de Malherbe, que Las flores del mal”. En 1921, se alcanza al fin un acuerdo unánime acerca de Baudelaire y se lo corona gran poeta francés, reemplazando poco a poco a Victor Hugo en el pedestal poético. La comparación con Racine se ha vuelto un cliché redentor, pero Proust ya declaraba en 1905, en una época en que Baudelaire aún causaba escándalo: “¿Se dijo de él que era un decadente? Nada más falso. Baudelaire ni siquiera es un romántico. Escribe como Racine. Podría citarles veinte ejemplos”.
Durante mucho tiempo, Baudelaire fue tomado por un decadente, siguiendo una idea propuesta por Théophile Gautier en su prefacio a la edición póstuma de Las flores del mal en 1868 y luego reforzada por la publicación de los fragmentos autobiográficos de Baudelaire, “Cohetes” y “Mi corazón al desnudo”, en 1887;8