Una casa con vistas - Samuel Almudí - E-Book

Una casa con vistas E-Book

Samuel Almudí

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Beschreibung

Esta es la conmovedora historia de un joven que intentó morir porque no sabía cómo vivir. Tras un intento de suicidio, su familia lo llevó a un centro de rehabilitación en Palencia en donde se vio rodeado de otros chicos y chicas como él: jóvenes rotos que intentaban comprender qué había pasado en sus vidas para acabar allí. Una historia que nos reconcilia con la vida y con los destellos de luz que alumbran las cosas que realmente importan.

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Seitenzahl: 226

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Una casa con vistas

Samuel Almudí

Obra ganadora de la 9.ª edición del Premio Feel GoodTM

Primera edición en esta colección: abril de 2025

© Samuel Almudí, 2025

© de la presente edición: Plataforma Editorial, 2025

Plataforma Editorial

c/ Muntaner, 269, entlo. 1ª – 08021 Barcelona

Tel.: (+34) 93 494 79 99 – Fax: (+34) 93 419 23 14

www.plataformaeditorial.com

[email protected]

ISBN: 979-13-87568-59-7

Diseño de cubierta: Antonio F. López

Realización de cubierta y fotocomposición: Grafime S. L.

Reservados todos los derechos. Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos. Si necesita fotocopiar o reproducir algún fragmento de esta obra, diríjase al editor o a CEDRO (www.cedro.org).

A mis padres, Pilar y Juan, y a mis cuatro hermanos, por mantener siempre limpias mis ventanas para que pudiera ver más allá.

Y a todas esas cabezas que en algún momento han hecho crac, a las que supieron recomponerse y a las que se dejaron caer.

«Las personas más bellas con las que me he encontrado son aquellas que han conocido la derrota, el sufrimiento, la lucha y la pérdida, y han encontrado su forma de salir de las profundidades. Estas personas tienen una apreciación, una sensibilidad y una comprensión de la vida que las llena de compasión, de humildad y de una profunda inquietud amorosa. La gente bella no surge de la nada».

Elisabeth Kübler-Ross

Índice

Prólogo

Una casa con vistas

Epílogo

Nota del autor

Agradecimientos

Navegación estructural

Cubierta

Portada

Créditos

Dedicatoria

Epígrafe

Índice

Comenzar a leer

Agradecimientos

Colofón

Prólogo

Hay un momento en la vida en el que tu cabeza hace crac. Literalmente. Como el crac del 29. Solo que poniendo más el punto de atención en la onomatopeya. Crac. Como el cristal. No como el que fumas o te inyectas. Más como el de esas copas generacionales en las que bebes champán cada Nochebuena y cada Fin de Año. Por eso lo de poner ese mote de mierda a esta generación actual. Porque estamos hechos de vidrio. Y sobrecargados de estímulos. Por eso hacemos crac.

Imagina que te subes a la mesa auxiliar del salón de casa de tu abuela. Esa de madera, de doble altura, en la que la superficie es de cristal y deja ver la segunda base, donde guarda las revistas, un bol de caramelos de café y no sé qué otras gilipolleces más. Imagínate que te subes encima y comienzas a saltar. Pueden pasar dos cosas. O que las patas de madera se abran y la mesa se desmonte (lo que, si la mesa es de material bueno y está bien fabricada, es prácticamente imposible) o que se reviente el cristal (lo más probable). Bien, pues nosotros somos el cristal, y nuestro yo saltarín es todos los estímulos que nos rodean.

Por eso hacemos crac. Algo en nosotros se resquebraja. Y tú ahora puedes venir y decirme: eso es falso porque a mí jamás me ha pasado. Entonces yo, sin ninguna intención de crear un debate filosófico (más allá de introducirte en esta historia), te rebato diciendo que el crac no tiene por qué ser apoteósico. Puede ser como cuando se te cae el móvil al suelo, que suena mal, suena crac, y tú rezas para que, al levantarlo, la pantalla siga intacta y no se haya hecho ningún rasguño. O puede ser un crac como cuando se te cae una copa de vino al suelo, que todo, en pequeños cachos, se esparce por la superficie, y tú tienes que agarrar al perro para que no corra a beberse el vino infestado de cristales, mientras tu padre maldice tu torpeza, tu hermana se ríe porque siempre eres el que mete la pata y tu madre se queja, al tiempo que friega el suelo y escurre la fregona, de que el parqué está empezando a levantarse.

Bien, pues mi cabeza hizo crac hará menos de un año. Con unos padres pendientes de que el banco les concediera la hipoteca de la casa; un trabajo de dependiente en una tienda de ropa que había dejado porque mi jefa era una zorra; un montón de gente que me repetía cual casete rayado que mis ideas eran un éxito y que se iban a materializar; la preproducción de una película bastante amateur en marcha, con todo su equipo técnico y artístico al pie del cañón; un correo electrónico no leído de una actriz bastante importante a nivel nacional que, tras años rogándole un pequeño cameo, por fin se había puesto en contacto conmigo y un mensaje en WhatsApp de esos de tener que leer más de tres veces, mandado por el que, hasta la fecha, consideraba el amor de mi vida.

Mi cabeza hizo crac una noche de verano, a las tres de la mañana. Sin una amiga despierta a la que poder pedirle ayuda y que me respondiera con algo coherente. Sin una sola tienda a la que escaparme para despejar mi mente, como solía hacer cada vez que sentía que podía hacer crac. Sin nada. Mi cabeza hizo crac, salió volando por los aires, y ante mí se plantaron dos opciones: o tirarme al suelo y dejar que todos los cristales se clavaran en mi cuerpo hasta que alguno, con suerte, me atravesara la yugular, o armarme de valor y llamar al teléfono de la esperanza que sale al final de múltiples series y películas y que, siempre que uno lo ve, se pregunta: ¿realmente existe alguien al otro lado de esa línea o solo son números al azar que han puesto?

He de decir que la idea de dejarme morir me tentaba, porque eso no solo exterminaba todas mis preocupaciones, sino que me aseguraba el éxito inmediato como futura promesa del cine que jamás llegó a mostrar sus obras: en un par de años un estudiante de cine se pondría en contacto con mi familia y le pediría los derechos de algún guion de mierda que hubiese escrito para llevarlo a la gran pantalla, porque le parecería una obra maestra. Me podría convertir en el nuevo Jonathan Larson, James Dean, Kurt Cobain, Marilyn Monroe…

Sobrepensé lo que implicaba morir. Mi hermana pequeña me encontraría al día siguiente desangrado en el suelo de mi habitación. Y eso le generaría un enorme trauma. No se lo merecía. Además, mi entierro supondría un gasto para mis padres. Los pufos con el banco aumentarían de forma innecesaria. Ellos tampoco se lo merecerían. Mi película se quedaría enterrada en el cajón o en las manos sucias de personas que nunca la habían visto con buenos ojos. Nadie jamás la vería. No se lo merecía. Los hijos que soñaba tener, y que jamás nacerían. No se lo merecían.

Así que llamé. Intenté dejar de llorar mientras esperé a que alguien diera tono al otro lado de la línea y… el resto te lo dejo a ti.

Querida Ammy:

No sé cómo empezar esto. En parte, no sé cómo hacer esto sin sentirme gilipollas. Se supone que tenemos que escribirle a alguien para desahogarnos. Y para sentirnos libres. Y para comprender qué es lo que nos pasa. Pueden ser frases, palabras sueltas. Pero tienen que ser a alguien. Bueno, lo recomiendan. Y antes de imaginarme a alguien que no existe, o de meterme en el aprieto de escribirle a mi madre, porque sé que haciéndolo no sería sincero al cien por cien conmigo mismo, he preferido escribirte a ti. Que esto en teoría no lo vas a leer. En teoría no. No lo vas a hacer. Pero si los astros se alinean, o el mundo se va a la mierda, u ocurre algo irremediable y esto acaba en tus manos, creo que serías la única persona del mundo no solo que no se espantaría, sino que se quedaría y trataría de comprenderme; sin mirarme como se mira a los locos. Porque estoy loco, o eso es lo que debe de estar pensando ahora el noventa por ciento de mi entorno.

No sé si ya te habrás enterado, pero estuve a punto de suicidarme. Todavía me cuesta encajar esas palabras en mi boca sin que se me haga un nudo en el estómago, pero así es. La cabeza me hizo crac, todo me pareció una puta mierda y, por primera vez, sentí que había llegado el momento, que no tenía que seguir avanzando. Al igual que hay películas que acaban a la hora y media, no todas las vidas tienen que terminar a los noventa años. Y yo, que ya me lo había replanteado varias veces… En algún momento tenía que ser la definitiva, ¿no?

Estuve un rato largo sentado en la cama, pensando en cuál sería el método más rápido y menos doloroso. La sobredosis por pastillas tiende a fallar bastante desde que los fármacos han evolucionado. Por otro lado, sabía que no tenía las pelotas de rajarme los brazos con una cuchilla. Una puta pistola hubiera sido la clave, pero no tenía. No estamos en los Estados Unidos. Y entre la desesperación y la angustia, surgió el interrogante. Me gusta pensar que fue mi yaya diciéndome que esperara, que todavía no era mi momento, que tenía que aguantar un poco más. O mi abuelo. No quiero limitarlo a que en mi cabeza quedaba un ápice de cordura. Pero antes de cometer la locura, llamé. Llamé al teléfono de la esperanza. Realmente no sé ni lo que puse en Google, pero fue lo primero que vi con sede en España, y ese número marqué. Y ahora estoy en un centro de rehabilitación. En Palencia, nada menos. Que también manda cojones la cosa. Yo años y años diciendo que quería ir a Palencia y, cuando por fin vengo, es para esto. Centro de Rehabilitación Montecalvo. Suena a nombre de pueblo de serie de Antena 3, ¿a que sí?

Pues eso, que aquí estoy. Y hoy ha sido mi primer día. Un sitio que parece una combinación entre campamento y casa okupa reformada. Todo beige, con olor a desinfectante, lleno de gente que ha sido, es o será yonki.

He tenido que entregar mi móvil, las llaves de casa y todas las pertenencias que llevara encima que no fueran relevantes. No hay espejos en las habitaciones. Las ventanas tienen rejas. Que eso me parece increíble, porque, tal cual entras, la coordinadora de vete tú a saber qué cojones, te da la bienvenida, te dice que eres una persona valiente y que aquí te vas a sentir como en casa, pero todo es antinatural. Todo es un recordatorio de que estás aquí porque has perdido la cabeza y estás enfermo. Nada se parece a una casa. Ni se acerca a la sensación de estar en un hogar. Hasta un albergue tiene más encanto. Un puto preso vive mejor, seguro.

Me han cacheado. Me han manoseado por todo el cuerpo para asegurarse de que no tenía metido algo por el culo o entre las pelotas. Menos mal que he sido yo el que se puso en contacto con ellos y no he venido a la fuerza como se supone que le habrá pasado a otras personas. En fin.

El edificio está a las afueras, al lado de un campo que parece infinito y que se extiende por las montañas. Si lo viera con ojos de localización para mi próximo corto, te diría que es increíble. Pero viéndolo con los ojos de la realidad, se siente como estar atrapado en un documental sobre Castilla y León que alguien ha decidido pausar. Agobia pensar que estás aislado del mundo. Rodeado de nada.

Después de pasar el cacheo, lo que en una estación o aeropuerto habríamos denominado control de seguridad, Marta, la coordinadora que te he mencionado antes, me ha hecho un pequeño tour por el centro. Un edificio de dos plantas donde están nuestras habitaciones, salas comunes, los baños y el comedor. Tres casetas donde se hacen actividades y talleres, una biblioteca, una enfermería, una cabina telefónica (sí, todavía existen), una fuente vacía con dos bancos mirando hacia ella, un invernadero y una especie de explanada con mesas de ping-pong y diversas zonas para «jugar y distraeros cuando tengáis tiempo libre».

Marta tiene treinta y pocos, gafas de pasta y el pelo corto. Se parece muchísimo a Nadia de Santiago.

En un intento por ganarse mi confianza, me ha explicado que lo del cacheo es solo para asegurarse de que está todo en regla, y ha dicho algo así como: menuda putada que no lo haga un tío que esté más bueno, porque entonces hasta yo me dejaría cachear cada día.

Me he mordido la lengua para no decirle que, si estoy aquí, es porque he pensado seriamente en matarme, no porque me falten tíos en el mundo a los que chuparle la polla. Pero se notaba que lo ha dicho para romper el hielo.

No sé si porque soy nuevo o porque le he dado pena, pero me ha acompañado también hasta la habitación y me ha ayudado a deshacer la maleta. Una puta celda minúscula disfrazada de cuarto, con las paredes pintadas en beige (qué sorpresa), una ventana, una cama, una mesa, una silla, un armario y una estantería que (¡atención!) se supone que tengo que llenar con cosas que me haya traído de casa y me hagan feliz.

Si alguien me hubiera avisado de esto, pues igual me habría traído un puto Funko Pop de Cruella. O no sé, la foto de Guitarricadelafuente. Pero como nadie me ha dicho nada, no he traído nada. Pocas cosas. Las justas. Todo ropa. Conclusión, que la estantería se va a quedar vacía hasta el día que me largue.

Y eso me enfada. No la falta de comunicación por parte del centro de que podía traerme gilipolleces para decorar la habitación. El rollito este de tener que llenar el cuarto con cosas que me pongan contento para sentirme como en casa, como si ya estuvieran dejando caer que vas a pasarte aquí más de media vida.

Después me ha dado este cuaderno en el que te estoy escribiendo, y me ha explicado toda la parafernalia sobre escribir y lo que implica para mí el hecho de sentarme cada día a hacerlo.

—Es importante que empieces a hablar de lo que sientes, aunque sea por escrito. Recomendamos que le escribas a alguien, porque así te resultará más fácil. No sé, piensa en tu pareja, o en algún amigo o… incluso puedes inventarte un destinatario. Hay gente que lo ha hecho.

Y ha vuelto a sonreír. Una sonrisa que se nota que tiene más que ensayada.

Marta me recuerda a las típicas chicas a las que, en cuanto sacas una cámara de fotos, ya están posando, porque saben cómo hacerlo para no salir mal en la imagen. Pero que luego, cuando alguien les dice: «Joder tía, sales monísima», empiezan con la falsa modestia de «qué va, pero si salgo horrorosa, mirad mi papada, mirad mi dedo meñique…».

También me ha explicado dónde está su despacho, por si tengo alguna duda, y dónde está el despacho de Andrés, el psicólogo que me ha tocado, al cual tengo que visitar luego. Porque, por lo visto, visitar al psicólogo el primer día también entra dentro del protocolo.

En cuanto se ha ido, me he tumbado en la cama. He mirado que ninguna de las cuatro esquinas del techo tuviera telarañas. Luego me he puesto a pensar en cómo iba a ser la dinámica con el psicólogo. Porque no conectas con todos los psicólogos. Aunque la teoría sea la misma, la filosofía de vida es diferente. Y todas esas amigas que dicen: «A mí me va genial con mi psicólogo, llevo ya cuatro años con él…» quizá deberían plantearse cambiar de psicólogo.

Espero que aquí hayan hecho su trabajo, se hayan estudiado mi caso, mi forma de ser, y hayan elegido a uno que, a priori, parezca que es compatible conmigo. No sé cuántos psicólogos trabajarán aquí, pero, por lo visto, deben de ser más de los que uno pueda imaginar.

Y luego está la presentación, claro. ¿Qué le digo, «Hola, me llamo Samuel»? Si ya lo sabe. Igual que sabe que estoy mal, que he pensado seriamente en suicidarme y que estoy aquí porque pretendo mejorar. O porque algo me dijo que no me matara todavía.

Me parece ridículo seguir fingiendo a estas alturas de la película que he ido al psicólogo alguna vez en mi vida. No lo he hecho. Jamás. Y estoy acojonado. Estoy totalmente a favor del pensamiento que dicta que todo ser humano debería ir al psicólogo por lo menos una vez en la vida. Pero siempre he creído que yo lo tenía todo bajo control. Que yo era la excepción a la norma. Además, como tenía amigas psicólogas con las que quedaba a tomar café y a hablar de la vida, si tan mal estuviera, ya me lo habrían dejado caer. Me parecía más útil gastarme sesenta euros en tres libros que una sesión semanal con alguien que me iba a mirar, a escuchar, a apuntar cuatro cosas en su libreta y luego me diría: «Perfecto, nos vemos la semana que viene».

Si tienes la suerte de lanzarte a hablar y no ponerte a llorar como un energúmeno sin ser capaz de articular una sola palabra, claro. Porque recuerdo la de veces que quedaba con Cristina después de que ella saliera de la psicóloga, muchas veces con los ojos hinchados y una sonrisa que te hacía pensar que venía más bien de un velatorio, y me decía: «Me he pasado toda la sesión llorando. Casi no he podido decirle nada». Todo esto sonriendo.

Sesenta euros a la basura.

Además de que conmigo parecía colar. Vosotras os lo creíais. Todo el mundo se lo creía. Planteaba mi problema, os decía: «Buah, la psicóloga me ha dicho esto», para que no pensarais que estaba loco, y, como os parecía un comentario coherente e inteligente, no os lo cuestionabais en ningún momento.

Pero ahí está el primer aviso. Ahí está la primera red flag: excusarte para que nadie crea que estás loco.

A la mierda el puto Sombrerero Loco de Alicia en el país de las maravillas, y a la mierda Walt Disney diciendo: «Las mejores personas lo están».

Estar loco es una puta mierda. No es bonito. No es romántico. Y si encima eres inestable, más. Y si eres artista…, entonces enhorabuena. Si me pego un poco a la pared, quizá podemos compartir hasta cama.

No sé qué más te iba a decir. Que luego te escribiré, para contarte qué tal con el psicólogo. No sé si seguiré en esta página o empezaré una nueva, porque me da TOC dejar el día como a medias, ¿sabes?

Nunca he llevado un diario. Ni tampoco he escrito cartas. La de postales que tengo en casa que siempre compraba en cada viaje diciendo: «No, que voy a mandársela a X, como en los viejos tiempos, como cuando nuestros padres eran jóvenes». Ahora me arrepiento de no haberlas mandado.

Creo que seguiré en esta hoja. No lo sé.

El psicólogo se llama Andrés. Y hoy solo hemos hablado de formalidades, del ingreso voluntario, de las razones por las que creo que estoy aquí y de las razones por las que, según él, estoy realmente aquí. Ha sido bastante majo, la verdad. No he llorado en ningún momento, que creo que eso está bien. Lo único que le he dicho ha sido que no sé qué me pasa, que un día estaba bien y al día siguiente me sentí como si me hubiera apagado por dentro. Que la mayor parte de mi vida la he vivido como si fuera un personaje más de Sexo en Nueva York, porque sabía que eso os gustaba a vosotras, pero que sacrificar la realidad a favor de la fantasía me ha hecho darme una hostia bien gorda contra la pared, y que ahora no tengo ninguna motivación en mi vida para querer seguir viviendo.

Me ha dicho que es normal, me ha dado la bienvenida al centro, y después me ha dejado marchar.

Por una parte, mejor. No soy de esas personas a las que les gustan los principios fuertes e intensos. Pero, por otra parte, menuda decepción. Me esperaba algo. Algo más. No sé el qué. Pero me ha parecido demasiado frío, demasiado mecánico. Poco humano. Como si en el fondo le importara una mierda lo que estuviera contando. Ni siquiera tenía una puta libreta en la que apuntar cosas o hacer el paripé como de que le parecía interesante todo lo que le estaba diciendo. Ha sido como si yo fuera otro más. Otro loco más que quiere matarse porque tiene traumas familiares o nadie le hace ni puñetero caso. Y lo peor de todo es que creo que todas las dinámicas van a ser así. No van a tratar de buscar qué es lo que nos pasa, la raíz, el porqué de la cuestión. Su objetivo parece más bien funcional. Práctico. Que volvamos a ser «personas normales». Levántate, come, escribe, habla, respira. ¿Funcionas? Perfecto, puedes salir a la vida moderna. ¿Que no funcionas? Ajustamos un par de piezas y a volver a intentarlo, a ver si ya no das tanto por culo.

Todo esto mientras te cobran un pastizal. Si el que no hace dinero es porque no quiere.

He salido a dar una vuelta por el centro, por mi cuenta, para airearme e intentar familiarizarme con el entorno. No he tardado mucho en volver a la habitación. Hay mucha gente aquí. Más de la que te imaginas cuando piensas en un sitio así. Algunos a los que ves, cómo caminan, cómo se visten, cómo miran, y piensas: este mañana se ha muerto. Y hay otros a los que escuchas hablar y te preguntas: ¿qué demonios haces aquí si tu vida es perfecta?

Durante la cena me he sentado en una mesa en la que casi no había nadie. Solo un par de hombres que estaban en el otro extremo, y un chico, más o menos de mi edad, que parecía tener el mismo interés en hablar conmigo que yo en tragarme el puré de mierda que nos dieron como cena. El chico estaba dibujando en su cuaderno, concentrado, como si dibujar fuera su única misión en la vida. Me he sentido como en American Horror Story temporada 2: Asylum. ¿De verdad he caído tan bajo?

¿Y si no quería suicidarme? ¿Y si realmente era solo un mental breakdown más heavy y lo he malinterpretado? ¿Realmente iba a suicidarme? Si quiero casarme, y tener hijos, y vivir en Cuevas de Cañart, y ser director de cine. No me iba a matar. Ni de coña iba a hacerlo.

Entonces ¿qué coño hago aquí?

La comida es una puta mierda. Nos quejamos de las del comedor de los colegios, pero esta… El puré de verdura, si se le puede llamar puré, sabe a hospital. Y el filete de carne parecía de goma. Ah, y los cuchillos no cortan; lógicamente. No vaya a ser que a alguien le dé por matarse en mitad del desayuno. Tienes que apañártelas para comer sin montar un espectáculo. He intentado imitar al chaval del cuaderno, pero lo hacía con una maestría… No sé cuánto llevará aquí, pero seguro que mucho. No tenía ni que mirar al plato.

¿Y qué estaría dibujando?

No me he lavado los dientes. Llámame guarro, pero me daba entre miedo y asco ir al baño. El solo hecho de cruzarme con alguno de ellos me produce repelús. Se me eriza la piel. A saber qué me pueden hacer. He ido, he meado rápidamente y he vuelto al cuarto sin levantar la mirada del suelo. Me la pela.

Mañana se supone que tengo mi primera sesión grupal. Ha venido Marissa, otra de las trabajadoras del centro, para decirme a qué hora y en qué lugar iba a ser. Ha sido gracioso porque se parece un montón a una profesora que tenía en la Escuela de Teatro que se llamaba igual. Quizá todas las Marissas se parezcan entre ellas. Un poco hierbas. Espero que no sea muy chapas y muy Mr. Wonderful. Aquí todo lo parece.

Espero, sobre todo, que no me haga presentarme delante de todo el grupo como cuando alguien llegaba nuevo a clase. Porque entonces, como con Andrés, qué coño digo: «Hola, me llamo Samuel, tengo veinticuatro años y estoy aquí porque pensé en suicidarme. Como vosotros. Bueno, realmente ahora tengo un poco de dudas. Pero, si me han cogido aquí, será por algo. Y no sé, que sentía que me faltaba algo y que no hay nada ahora mismo en la vida que me motive a seguir hacia delante. Encantado de estar rodeado de mierda».

Porque esa es la verdad. Eso es lo que siento. Que estoy roto. Pero roto de una forma que no sé cómo explicar. Porque he hecho todo lo que se suponía que tenía que hacer como ser humano. Pero nunca es suficiente. Y me comparo con los demás y… ¿por qué yo, corriendo, no llego ni hasta donde ellos están llegando andando? Es como si tuviera una grieta dentro de mí, y cada logro, cada pequeño éxito que tengo, se colara por ella y desapareciera para siempre.

¿Esto significa ser humano? ¿Estar roto y tratar de arreglarte mientras ayudas a otros a pegar sus propios pedazos? Espero que no. Porque aquí solo veo a un montón de gente rota, como una exposición de jarrones reventados.

No sé, Ammy. Te echo de menos. Echo de menos los cafés hablando de escaparnos a alguna ciudad llena de luces, y de gente, y de éxito. Me pregunto si tú has cambiado, si todavía sueñas despierta o si ya te has acostumbrado a ser alguien normal en Barcelona.

Espero que estés bien. Espero que todavía sueñes con cosas bonitas. Espero que, de alguna manera, te acuerdes de mí.

Samuel

Ammy:

He dormido como el puto culo. No por nada en concreto. Por todo en general. La almohada es incómoda, los muelles del colchón se te clavan por todas partes (ahora entiendo a lo que se referían mis padres cuando me decían que tenía que cambiar el colchón de mi habitación), el estómago me ardía como si de un momento a otro fuese a vomitar, había demasiado silencio… Incluso me ha parecido escuchar a alguien llorar. Con la puerta cerrada.

Tengo pensado pasarme luego por la enfermería a ver si me pueden dar una pastilla para esta noche. Lo suyo sería un diazepam, pero con suerte me darán una valeriana. O una dormidina.

Qué puto asco.