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"Una Estrategia para Escapar" es el conmovedor relato autobiográfico de Elena Pintos Dos Santos, quien, desde su infancia, enfrentó un ciclo de abusos y violencia que la marcó profundamente. La autora comparte, con honestidad y valentía, su experiencia de ser madre, sobreviviente y luchadora incansable. A través de una narrativa cruda y emotiva, este libro visibiliza las realidades de muchas mujeres que enfrentan situaciones similares en el mundo. Más que una historia de dolor, es un testimonio de esperanza, resistencia y la búsqueda inquebrantable de una vida digna para sus hijos y para sí misma.
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Seitenzahl: 56
Veröffentlichungsjahr: 2025
MARÍA ELENA PINTOS DOS SANTOS
Pintos Dos Santos, María Elena Una estrategia para escapar / María Elena Pintos Dos Santos. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2025.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-87-5974-6
1. Biografías. I. Título.CDD 920
EDITORIAL AUTORES DE [email protected]
Introducción
Una estrategia para escapar
Sinopsis
Las estadísticas revelan que en uno de cada tres hogares ha habido maltrato emocional, intimidación, abusos físicos o sexuales.
Esta historia se basa en una mujer que padeció la violencia y atravesó momentos extremadamente difíciles, pero que, con perseverancia, logró encontrar una salida. Descubrió que existía una forma distinta de vida sin olvidar su pasado y con la certeza de que siempre se puede volver a empezar.
Hola, mi nombre es Elena Pintos Dos Santos. Hoy les quiero contar por qué desarrollé una estrategia para escapar. Ante todo, les diré que no soy escritora ni mucho menos, solo soy alguien que ha tenido que vivir algunas situaciones particulares y quiere una oportunidad para contarlas.
Voy a comenzar explicando una de mis primeras experiencias que me llevaron a pensar en cómo escapar. He sido víctima de violencia desde siempre, desde que era pequeña.
La primera experiencia que viví ocurrió cuando tenía seis años. Mi madre, que tenía prohibido por parte de mi padre relacionarse con su madre –mi abuela–, decidió acompañar a un familiar a casa de esa persona tan despreciada por mi padre, desobedeciéndolo. Él, impotente y enfurecido al no poder detenerla, comenzó a beber alcohol mientras mi madre nos vestía para salir.
Mi tía, que era quien nos buscó para acompañarnos en esa visita, esperaba afuera en la calle, lo cual le daba ventaja a mi madre para salir rápido. En ese entonces éramos cuatro hermanos. Mi madre nos tomó de la mano y mi tía hizo lo mismo. Cuando llegamos a unas dos cuadras, mis hermanos iban corriendo delante de todos, y yo, que era la mayor, caminaba junto a los adultos.
De pronto, vimos a mi padre corriendo hacia nosotros. Se acercó a mí, me tomó del brazo y me obligó a regresar a casa. Una vez allí, me hizo sentar en una silla pequeña mientras él se sentaba frente a mí, mirando hacia un cristalero grande que pertenecía a mi madre. Dentro había al menos cuarenta platos de porcelana, muchas tazas de colección y otras cosas que se suelen guardar en esos muebles.
De repente, lo vi sacar un arma. Empezó a disparar a los platos, luego siguió con las tazas y finalmente destruyó todo el cristalero. Rompió absolutamente todo.
Pasó bastante tiempo hasta que decidió detenerse. Cuando terminó, pensé que seguiría conmigo, pero estaba tan borracho que ya no sabía ni quién era. Ese día comencé a elaborar mi estrategia para escapar. Lo que viví en ese momento no puedo expresarlo con palabras.
La violencia se volvió parte de nuestras vidas. Cuando tenía once años, mi abuela materna murió de un coma diabético. Era un momento difícil: el país atravesaba un paro general y mi madre estaba sufriendo un desgaste emocional severo. Esto desencadenó un cuadro psiquiátrico.
Mi madre intentó suicidarse, aunque no lo logró. Sin embargo, su estado no mejoró emocionalmente. Fue llevada al médico en muy mal estado, con una conducta impropia. Le teníamos mucho miedo. Finalmente, fue declarada insana con un diagnóstico de esquizofrenia. La internaron durante un tiempo prolongado, dejando nuestra casa y nuestras vidas desamparadas. Quedamos al “cuidado” de mi padre, pero todo fueron malos tratos. Yo, siendo la mayor de las mujeres, tuve que hacerme cargo de mis hermanos. Tenía un hermano mayor de trece años. Mi padre lo obligó a trabajar todo el día en tareas extremadamente duras y, muchas veces, sin comer.
Un día, mi hermano le pidió permiso para comprar algo de comer en un almacén turco, el único comercio del lugar. Al llegar, no encontró a nadie atendiendo. Golpeó el mostrador, pero nadie apareció. Desesperado, tomó una lata de sardinas y un trozo de dulce de batata sin avisar ni pagar. Cuando estaba saliendo, el dueño del almacén lo vio y se dio cuenta de lo que llevaba. Aunque no le dijo nada a mi hermano, le avisó al jefe de mi padre. Así fue como mi padre se enteró de lo sucedido. Se enfureció y decidió entregar a mi hermano a un instituto de menores. Lo condenó a pasar el resto de su adolescencia solo, sin su familia. Sé que es difícil de creer, pero así fue.
De mi hermano ya se desligó. Ahora comienza otra etapa dolorosa para mí: los abusos hacia mí y mi hermana se hicieron constantes, mes tras mes, repitiendo siempre la misma situación.
Unos meses después, le dieron el alta a mi madre, quien regresó nuevamente a nuestras vidas. Al volver, se encontró con un hijo menos y sin permiso para visitarlo. Todas las tardes, mi madre se sentaba con el pretexto de arreglar ropa y escuchaba la radio local. Mi hermano, que conocía esa situación, pedía permiso para acercarse hasta la radio y hablar con ella. Mi madre sentía que tocaba el cielo con las manos; yo también.
Cuando mi hermano cumplió la mayoría de edad, formó pareja y pudo decidir qué hacer con su vida. Durante su tiempo en el instituto, padeció tuberculosis, lo que le llevó mucho tiempo para recuperarse. También necesitó de nuestra madre, aunque ella nunca se enteró de su enfermedad. El precio que tuvo que pagar mi hermano por haber tomado esos dos alimentos fue demasiado alto.
El tiempo transcurría sin que nuestra situación cambiara mucho. Cada miembro de nuestra familia vivía con su propia carga.
Mi madre, que había sido golpeada y maltratada psicológicamente, seguía con su rutina, día tras día, enfrentándose a más de lo mismo. Las circunstancias a veces se agudizaban. Por ejemplo, después de dar a luz a una de mis hermanas, cuando la bebé tenía apenas una semana de vida, mi madre dejó de preparar la tierra para sembrar –trabajo que hacía junto a mi padre– para amamantarla.
Mi padre se enojó por esa razón. Entró a la casa con la herramienta que estaba usando en el campo y, sin decir nada, la golpeó en la cabeza, haciéndola caer al piso con la bebé. Después de terminar de golpear a mi madre, mi padre salió y continuó trabajando como si nada hubiera pasado. Mi madre quedó desvanecida tras el golpe, pero finalmente se recuperó. Le dimos gracias a Dios porque, a pesar de todo, la bebé no sufrió daño alguno.