Una libertad luminosa - T. C. Boyle - E-Book

Una libertad luminosa E-Book

T. C. Boyle

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Beschreibung

Basilea, años cuarenta. Albert Hofmann lleva a cabo ensayos clínicos con su última creación, el LSD, un compuesto químico que subvertirá el mundo de la cultura. Harvard, a comienzos de los sesenta. Fitzhugh Loney, estudiante de psicología, es invitado a la fiesta que da Timothy Leary, psicólogo y entusiasta de las drogas psicodélicas. Allí tendrá su primer contacto con el LSD y emprenderá un prodigioso viaje que empieza en un campus de Cambridge, donde Leary conduce unos experimentos dudosamente científicos, y que acabará convirtiéndose en una experiencia reveladora y desconcertante. A través de la historia de Timothy Leary y sus lisérgicos psiconautas, esta novela supone el testimonio de una época convulsa, los años sesenta, y la aparición de una droga que cambiaría el mundo para siempre. CRÍTICA " Boyle refleja con sobriedad la experiencia de la iluminación, donde lo más significativo son sus personajes, quienes lidian con los atajos y los desvíos aquel viaje." —LA Review of Books "Boyle imagina en Una libertad luminosa cómo fue la participación en los experimentos de drogas alucinógenas de Timothy Leary a principios de los años 60." —National Public Radio "Esta novela de Boyle es un éxito rotundo." —The Brooklyn Trail "Boyle nos ofrece una visión sincera de su investigación en torno a las drogas, sus propias experiencias con ellas y su relación con la naturaleza humana." —LitHub "T. C. Boyle desvela en Una libertad luminosa los fraudes históricos y las quimeras de Norteamérica." —Washington Post "Brillante… Un relato o una montaña rusa de la moral y la ética, los excesos y el lugar donde, teóricamente, se esconde la sabiduría." —Mick Brown, Daily Telegraph

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Un magistral relato sobre los inicios de la era lisérgica en América, la era de Tim Leary, la Liga para el Descubrimiento Espiritual, los hippies y la fiebre psicodélica.

 

 

 

 

 

«T.C. Boyle desvela en “Una libertad luminosa” los fraudes históricos y las quimeras de Norteamérica.»

Washington Post

 

«Brillante... Un relato o una montaña rusa de la moral y la ética, los excesos y el lugar donde, teóricamente, se esconde la sabiduría.»

Mick Brown, Daily Telegraph

Ariane Fasquelle,

in memoriam

Desconecta, relájate y déjate llevar

No es morir, no es morir

John Lennon & Paul McCartney, Tomorrow Never Knows

¿Adónde ha huido el destello visionario?

¿Dónde están ahora la gloria, el sueño?

William Wordsworth, «Oda: Confesiones de

inmortalidad, a partir de recuerdos de la primera infancia»

Preludio

Basilea, 1943

¿Era veneno? ¿Algo fuera de la ley? ¿Un riesgo sin sentido? No habría sabido decirlo. Llevaba todo el día inquieta, pensando que se estaba comportando como una tonta; porque si alguien en el edificio sabía bien lo que hacía, ese era su jefe. Desde que empezó a trabajar para él, hacía justo un año, nunca lo había visto dar un paso en falso; era minucioso, cauto, seguro y no ponía en peligro su integridad ni la de sus ayudantes. Algo que no se podía decir de todos los químicos que trabajaban allí. Algunos —no ignoraba los cotilleos— se volvían descuidados a medida que transcurría su jornada, no se tomaban la molestia de ponerse las gafas de seguridad o iban de un lado a otro con las pipetas de ácido nítrico o hidróxido de sodio como si estuviesen llevando la bolsa de la compra de camino a su casa, e incluso alguno (aunque se trataba de un rumor) bebía en el trabajo. ¿Y a quién le tocaba limpiar el desaguisado, cargar con la culpa y encubrirlos si era necesario, mentirle al mismo supervisor? A sus ayudantes de laboratorio, por supuesto. ¿A quién si no?

Herr Hofmann no era así. Siempre seguía todos los procedimientos de seguridad al pie de la letra, siempre, ya fueran las ocho de la mañana o las cinco de la tarde, ya estuvieran preparando los productos para el primer proceso del día o para el último. Ella admiraba su eficiencia, su atención al detalle y su profesionalidad, pero había muchos otros motivos. Para empezar, no tenía reparos en aceptar a una mujer como ayudante, la única en toda la compañía, y además no era un hombre sin sangre en las venas, sino que tenía carácter. Era amable hasta en los días malos, siempre tenía para ella una mirada amable o una sonrisa, y bajo su bata de laboratorio se intuían unos músculos trabajados, resultado del ejercicio y de las horas de entrenamiento en el club de boxeo. El cabello le empezaba a ralear, pero se peinaba hacia atrás como Adolphe Menjou, así que apenas se notaba, y usaba gafas en el laboratorio, que solo le hacían parecer más elegante. Puede que ella estuviera enamorada, puede que así fuese, aunque, por supuesto, no lo admitiría ante nadie, ni ante su mejor amiga, Dorothea Meier. Sin duda tampoco ante su madre, que si hubiera albergado la más mínima sospecha de que su hija tenía un idilio con un hombre mayor —un hombre casado, por si fuera poco, con hijos— se habría plantado en el edificio y se la habría llevado a casa a rastras y agarrada por el pescuezo.

Era abril. Al otro lado de las ventanas hacía un día radiante, el aire olía a primavera, el mundo cantaba, y ella estaba nerviosa. ¿Y qué si existía una larga y respetable tradición de científicos que habían experimentado consigo mismos? August Bier se abrió un agujero en su propia espina dorsal para averiguar si la cocaína inyectada directamente en el fluido cerebroespinal era un anestésico efectivo; Werner Forssmann se introdujo un catéter por una incisión en el antebrazo y a lo largo de una vena, hasta llegar al corazón; para comprobar si era posible hacerlo, Jesse Lazear se dejó picar por un mosquito infectado para demostrar que el insecto era el vector de la fiebre amarilla… Los fracasos eran tan abundantes como los éxitos. Lazear obtuvo la respuesta que buscaba, pero murió diecisiete días después, así que ¿de qué le sirvió? O a su mujer, si es que la tenía. Pero eso no iba a pasarle a su jefe, se dijo; no iba a pasarle nada. Él iba a tomar una dosis tan pequeña del compuesto —nada más que doscientos cincuenta microgramos— que no podía tener ningún efecto adverso, y en caso de que lo tuviera, ella estaría a su lado para ayudarle.

Esa mañana había llegado al trabajo de buen humor, sin sospechar lo que él tenía en mente; tampoco que iba a ser un día diferente a los demás. Hacía tan buen tiempo que había ido al trabajo en bicicleta, en lugar de tomar el tranvía, y el aire fresco y el sol la habían hecho sentir como si no tuviera ninguna preocupación en el mundo.

—Buenos días, fräulein Ramstein —le había dicho animadamente herr H. cuando ella cruzó la puerta, después de haber colgado la chaqueta en el armario y haberse puesto la bata de laboratorio. Estaba sentado en su mesa, había levantado la vista del cuaderno de notas y le sonreía—. ¿Ha visto usted cómo están brotando los narcisos? Es como si alguien alguien se hubiera dedicado a plantarlos mientras dormíamos.

—Sí, es verdad —murmuró ella—, todo está muy bonito. Antes de que nos demos cuenta ya será verano.

Y como se trató de una conversación cotidiana, mejor que mejor, porque eso significaba que todo estaba muy tranquilo, el trabajo sería el de siempre, y nada iba a pasarle ni a ella ni a su jefe, ni ahora ni nunca.

Pero en ese momento, sin dejar de sonreír, él le dedicó una larga mirada y dijo:

—¿No le pareció a usted raro que el viernes por la tarde me fuera temprano a casa?

Se lo había parecido, pero no había dicho nada entonces y tampoco lo dijo ahora; se limitó a quedarse en el umbral, a la espera.

—Claro está, usted sabe que no es propio de mí. Creo que no he faltado a trabajar más que dos días en los… —hizo una pausa para reflexionar— catorce años que llevo en la compañía. Pero me sentía tan raro y desorientado que pensé que había cogido la gripe o que tenía fiebre o algo por el estilo. —Hizo un alto, le sostuvo la mirada, impidiendo que ella se moviera—. De todas formas, no era eso. No lo era en absoluto. ¿Sabe usted lo que era?

Ella no tenía ni la menor idea, pero fue entonces, en ese preciso instante, cuando algo comenzó a hacer tictac en su interior, igual que las bombas de relojería que los rebeldes usaban contra los ocupantes de Vichy y los Países Bajos.

—El producto, el compuesto. Usted sabe lo cuidadoso que soy, lo riguroso, en especial con los compuestos tóxicos. Pero nadie puede ser perfecto todo el tiempo y me di cuenta, a la mañana siguiente, de que, durante la recristalización, una traza de la solución entró en contacto con mi piel, en la muñeca o en el antebrazo, creo, o puede que impregnase las puntas de los dedos cuando me quité los guantes. Una traza. Nada más. Y le aseguro que nunca había experimentado nada igual. Fue como si estuviera embriagado, borracho de pronto, aquí mismo, en el laboratorio, a plena luz del día. Pero además, y lo que es especialmente extraño, cuando llegué a casa, toda clase de formas e imágenes fantásticas empezaron a girar ante mis ojos, incluso con los párpados cerrados.

Ella dijo lo primero que se le pasó por la cabeza:

—Entonces lo probó.

—Sí —dijo él, y se levantó de la silla y cruzó la habitación para plantarse ante ella y escudriñarle los ojos como si buscara algo que hubiera perdido—. ¿Pero cómo? ¿Por qué? ¿Y qué significa esto?

No podía pensar. Le tenía demasiado cerca. Tanto que podía oler el caramelo que se estaba tomando para disimular su aliento.

—No sé —contestó—. ¿Que tuvo suerte?

Él soltó una risa sonora.

—Suerte, exactamente. Aquí hay algo, lo sé, de veras.

—No —dijo ella retrocediendo un poco. Todas las precauciones, todas las reglas, todo cuanto había aprendido durante sus estudios, y el tiempo que llevaba como empleada fija, todas las historias horribles sobre intoxicaciones por error, salpicaduras y quemaduras cáusticas le atravesaron la mente como bandadas de aves con alas negras. Nunca verter agua en el ácido.Todos los materiales volátiles deben ser manipulados bajo la campana y con el extractor encendido. Lleva siempre bata y guantes—. Lo que quiero decir es que ha tenido usted suerte de que no fuera peor. Ha tenido suerte —hizo una pausa y sintió crecer algo dentro de sí, una mezcla de miedo, pérdida y amor—, suerte de seguir vivo.

El producto era uno de los compuestos de hongos que herr H. había sintetizado en 1938, cuando ella tenía solo dieciséis años y trabajaba como au pair en Neuchâtel, y él era un químico joven y ambicioso que buscaba sintetizar un derivado de la Coramina, un estimulante cardiovascular producido por Ciba, uno de los mayores rivales de la compañía. La estructura de la Coramina —dietilamida de ácido nicotínico— era asombrosamente similar a la del ácido lisérgico, el componente básico de los alcaloides de cornezuelo que su mentor, Arthur Stoll, había aislado dieciocho años antes, y herr Hofmann llegó a la conclusión de que poseería propiedades y usos parecidos. Llevó a cabo investigaciones durante tres años, estudios que produjeron una sustancia útil —la ergobasina, comercializada por la compañía para uso en obstetricia, pues favorecía la dilatación del útero y reducía el sangrado tras el parto— y una serie de derivados del ácido lisérgico que, desafortunadamente, no parecían muy prometedores, incluida la iteración veinticinco: dietilamida de ácido lisérgico. La unidad de farmacología descubrió que era un treinta por ciento menos efectiva que la ergobasina, pese a que en pruebas con animales pareció poseer un vago efecto estimulante, produciendo cierto grado de agitación en ratas, conejos y perros. Pero Sandoz no comercializaba estimulantes para animales inferiores, y el compuesto quedó aparcado, junto con sus veinticuatro antecesores.

El asunto era —y él ya había tratado de explicárselo la semana pasada— que no podía sacárselo de la cabeza. Le pagaban por experimentar y por ser creativo; para averiguar los secretos químicos de las sustancias naturales (como el cornezuelo, el hongo parásito de los cereales que las matronas habían venido utilizando en preparados desde tiempos inmemoriales) con el fin de producir nuevos medicamentos para la compañía, para que luego esta, a su vez, los pusiera en el mercado y obtuviera beneficios para sus inversores y, por extensión, para sus empleados. Esa era su labor, su motivo de orgullo, parte de lo que le hacía disfrutar en el trabajo; la naturaleza presentaba un misterio y el objetivo de la ciencia era desentrañarlo y ver lo que había detrás. Tenía una corazonada con aquella síntesis, eso fue lo que le dijo («Ich habe ein Vorgefühl»), con aquella en particular, y aunque era poco frecuente seguir experimentando con una droga una vez que la Farmacología se había pronunciado sobre ella, tenía el presentimiento de que allí podía haber algo que hubiesen pasado por alto. Fue así como el viernes ella le ayudó a preparar una nueva síntesis para las próximas pruebas. Él se intoxicó sin advertirlo y se marchó pronto a casa. Ahora estaban a principios de semana, era lunes, y él planeaba exponerse de nuevo a la sustancia de manera intencionada.

Allí estaba, más cerca que nunca, y a ella le latía el corazón con fuerza. Era extraño, él no parecía parpadear —miraba fijamente, pero no a ella, sino a algo situado más allá, acariciaba una idea—, y durante un intervalo de tiempo interminable no dijo una palabra. Cuando le comentó lo que quería hacer, no lo pudo evitar, se le escapó un gritito; la noticia la impactó bastante.

—¿Pero no sería mejor probarlo en animales primero, por si, quiero decir, se produjeran efectos adversos o usted, usted…?

Tuvo que apartar la mirada. No era su papel cuestionarle; él había ido a la universidad, era un hombre instruido, era su jefe, y ella era aún una niña, solo tenía 21 años. Ni siquiera había ido al instituto, ninguna de las chicas que conocía lo había hecho. En el lugar y en la época en la que vivía, lo que se esperaba de las mujeres era que se casaran y formasen una familia. Eso era todo. Bueno, a lo mejor trabajaban uno o dos años como au pairs o aprendices en una tienda, como mecanógrafas o como ayudantes en un laboratorio químico, pero el matrimonio era lo que les esperaba, su destino. Y eso hacía que asistir al instituto estuviera de más.

—¡Ja! —dijo él, apartándose mientras se daba la vuelta como un bailarín, más excitado de lo que ella le había visto nunca—. Ya hemos pasado por eso, como le conté. Lo único que harían los estirados de Farmacología es aplicar una dosis a un par de perros y las pupilas de los animales se dilatarían y su temperatura corporal subiría y les volverían a meter en sus jaulas. Pero los perros no hablan, los perros no pueden decirnos nada sobre las propiedades psicoactivas que puede tener este compuesto, las que seguro que tiene este compuesto, estoy convencido.

—Usted no es un conejillo de indias —le dijo ella; no estaba dispuesta a ceder. El hongo era peligroso. Lo había consultado en la biblioteca porque quería estar informada, quería entender, y lo que descubrió le asustó más todavía. Cuando el hongo que había en el cereal iba a parar a la harina, este llegó a intoxicar a pueblos enteros en la antigüedad cuando la gente lo consumía con el pan, sin que nadie sospechara lo que estaba sucediendo. Causaba convulsiones, diarrea, parestesia, y peor aún, demencia, psicosis y gangrena, que hacía que la nariz, las orejas y los dedos de las manos y de los pies se pudriesen y se cayesen.

—Lo soy —insistió él—. Lo soy. Y usted va a ser mi testigo.

El mediodía se fue como llegó. Ella no se marchó a su casa a comer, sino que se sentó fuera, al sol, y mordisqueó el sándwich que su madre le había preparado por la mañana. Todo a su alrededor vibraba con la actividad del momento. Los empleados de las tiendas y los oficinistas hacían pícnics en los bancos del parque o sobre unas mantas en el césped; había abejas volando alrededor de las flores, pájaros en los árboles y palomas que volaban y se posaban como las hojas que arrastraba el viento. No tenía apetito pero se obligó a comer, tratando de no pensar en lo que le esperaba. No era nada en realidad, se repetía, porque el hongo solo era tóxico en dosis altas y frecuentes, de modo que la foto que había visto de los pies flacos y deteriorados de un campesino afectado de ergotismo era el resultado de una ingesta continuada de pan, de tomar el pan con el hongo a diario. Dio un mordisco al sándwich y, a continuación, lo examinó: la nitidez del semicírculo de sus dientes, las migas, el rosa del jamón, el amarillo del queso. El sol le calentaba la cara. Se distrajo. Masticó. Tragó. Vio una nube con forma de guadaña que se deslizaba sobre el rostro del sol y se deshacía.

Herr Hofmann, siempre pendiente del ritmo de la empresa, aplazó el experimento hasta la última hora del día. Ella se mantuvo ocupada limpiando el material del laboratorio, lavando y secando matraces, embudos, varillas de vidrio, frotando con un trapo las barras que ya había frotado dos veces, pero sin perderle de vista a él, sentado en su escritorio haciendo anotaciones en su diario de laboratorio. La tarde llegaba a su fin. Comprobaba de nuevo el inventario, a falta de algo mejor que hacer, cuando, de pronto, él empujó la silla hacia atrás, se puso en pie y se acercó.

—Bueno —dijo—, ¿está usted lista, fräulein?

Eran las cuatro y veinte de la tarde —él tomó nota de la hora para dejar constancia, y lo mismo hizo ella— cuando diluyó cero coma cinco centímetros cúbicos de solución acuosa de tartrato de dietilamida, en la proporción de media parte por millar, en diez centímetros cúbicos de agua, esbozó una sonrisa, alzó el vaso como si brindara y se bebió el contenido de un trago.

—No sabe a nada —declaró mirando hacia los cristales brillantes de la ventana—. Si no lo supiese, diría que acabo de tomarme un vulgar sorbo de agua para humedecer la garganta. —Y sonrió de nuevo—. Porque no es recomendable tener la garganta seca, ¿verdad?

Su ayudante respondió tan bajito que casi ni se oyó ella misma.

—Así es —murmuró, mirándolo con atención, casi recreándose. Aquel hombre brillante, aquel genio, ¿por qué no había elegido a otro para la prueba, a alguien que no tuviera tanto que perder? Podría haber pedido voluntarios, pagar a alguien, a Axel Yoder, el paleto que fregaba los pasillos durante todo el día, arriba y abajo, como si fuese una cuestión de vida o muerte. O a la bizca de la carnicería de su calle. Podría haber pagado a esa mujer, ¿no? ¿Qué sabría ella? O probarlo en un mono, ¿qué había de malo en hacer la prueba con un mono?

Veinte minutos después, no había ocurrido nada. Ambos volvieron a su trabajo, el sol continuaba brillando, un teléfono sonó en alguna parte del pasillo. Ella apenas podía respirar. Estaba ansiosa por preguntarle si notaba algo —algún efecto, cualquier cosa—, pero de pronto se sentía cohibida, como si eso fuera una obligación, como si de algún modo pudiera peligrar el experimento si hablaba. La toxina estaba en el interior de él, se trataba de su cuerpo, de su ensayo. ¿Había algo más íntimo que eso? Pensó en Werner Forssmann y en cómo tuvo que contener a su enfermera para que no interfiriera y le impidiera introducirse el catéter en la vena cubital hasta llegar al corazón. Entonces deseó haber ingerido el compuesto con él. O en su lugar.

Cada minuto caía como un mazazo. Deseaba ponerse en pie, acercarse, aunque solo fuera para apoyarle una mano en el hombro, haciéndole saber que seguía allí, pero refrenó el impulso una y otra vez. Y entonces, justo cuando las campanas de la iglesia dieron la hora, él se volvió de repente en la silla, la miró por encima del hombro y rompió a reír. ¡A carcajadas! Y no con una simple risita nerviosa o un estallido aislado, sino con unas risotadas explosivas que le sacudían una y otra vez hasta saltarle las lágrimas.

—¿Qué? ¿Qué sucede?¿Qué siente?

Él intentó levantarse, pero se desplomó en la silla, asfixiado de la risa.

—Estoy, estoy… —apenas podía articular una palabra— ligeramente… mareado…, no sé. —Y volvió a reírse repentinamente, pero ahora era más un chillido que otra cosa—. Contento, alegre, fräulein, ¿y por qué debería sentirme así?

Ella estaba a su lado, incapaz de respirar con normalidad, e hizo lo único que podía hacer: le tocó el antebrazo con suavidad. Él volvió la cabeza para mirarla fijamente, su pregunta revoloteaba aún en el ambiente. Ella observó que se le habían dilatado las pupilas igual que a los perros de los ensayos en el laboratorio de los que él le había hablado. Estaban tan dilatadas que no se le distinguía el color de los ojos. Normalmente, eran color caramelo; ahora eran negros, brillantes y muy negros. Ella tomó nota mental para luego ponerlo por escrito y se preguntó por qué le dolía la boca del estómago y por qué, de pronto, se acordó de El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde.

—Debería… —comenzó a decir él, y volvió a reírse, agitando un brazo delante de su cara, como si fuese un director de orquesta—. Tengo que registrarlo…

Tomó su bolígrafo y muy despacio y de manera meticulosa escribió una única línea en su cuaderno: «17:00: Comienza el mareo, la sensación de ansiedad, la distorsión de la visión, los síntomas de ataxia y el deseo de reír».

Ella había retirado su mano cuando él empezó a agitar el brazo. Ahora no pensaba tanto en que era la primera vez que los dos se tocaban de verdad, más allá de rozarse cuando se cruzaban durante el transcurso de su día a día, como en lo que él había escrito. Ataxia, ansiedad. ¿Necesitaría un vomitivo? ¿Un tranquilizante? ¿Debería llamar a un médico?

Como si le hubiese leído la mente, él se volvió de nuevo —con los ojos negros, las capacidades mermadas y sus rasgos desfigurados— y murmuró:

—Estoy bien, Susi. Me encuentro bien, todo va bien, es solo que… bueno, vamos a ver, démosle… un poco más de tiempo. —Consultó el reloj, soltó otra carcajada—. Son solo las cinco. No queremos… privar a… la, la compañía de la última hora de trabajo del día, ¿no?

Todo se detuvo en aquel preciso instante: acababa de llamarla Susi. Nunca antes, ni una sola vez, había sobrepasado los límites de la formalidad en su relación. Límites respetados, siempre y de manera rigurosa: ella era fräulein Ramstein y él herr Hofmann. Pese a lo afectada y espantada que estaba, algo había cambiado: la había llamado por su nombre, sonó como si fueran iguales, casi como si fueran amigos, amigos muy íntimos, hombre y mujer, como si en realidd ella fuera para él algo más que una bata de laboratorio almidonada y un par de manos voluntariosas. No sabía qué decir. ¿Engañar a la empresa? No, se dijo. Pero estaba claro que él no estaba en sus cabales y era absurdo pensar que cualquiera de los dos pudiera continuar con su trabajo.

Él giró su silla con brusquedad, haciendo rechinar las cuatro patas sobre el suelo y sobresaltando a su ayudante, y pasó las páginas del cuaderno como quien baraja un mazo de cartas. Las páginas silbaban bajo la presión de las yemas de sus dedos, un sonido que a ella le soreprendió y pareció poco serio y, peor aún, descuidado; aquel era un registro oficial, no un juguete. Él dejó el cuaderno, lo tomó de nuevo, volvió a hojearlo. Una y otra vez.

—Por favor, Susi, querida Susi, dame, danos —dijo, y lo asaltó una vez más la risa—, danos cinco minutos… y ya… ya veremos qué sucede, porque cuando te detienes a examinarlo, a examinarlo de veras, el tiempo no tiene significado, ya sea el tiempo de la compañía o el tiempo libre o el… el tiempo… que miden en el observatorio de Greenwich. Nicht wahr?

Aún se sentía ligermante embriagada por el efecto de aquel «Susi, querida Susi», cuando las cosas se complicaron (o se enredaron incluso más, teniendo en cuenta que su jefe todavía estaba medio alucinando y se comportaba como un borracho que gruñese al fondo de un bar). De pronto se puso en pie de un brinco, como si hubiera recibido un pinchazo, como si el escritorio hubiera cobrado vida y lo hubiera atacado, y cuando se volvió hacia su ayudante, esta vio que estaba totalmente blanco. Ya no se reía. Ahora parecía enfermo, muy enfermo. La conciencia de lo que se había hecho a sí mismo inundaba sus pupilas dilatadas. Miró el techo; miró también las paredes.

—La luz —dijo—. La luz…

—¿Quiere que apague la luz? —Cruzó la habitación hasta el interruptor y apagó las lámparas del techo. El laboratorio seguía inundado por el sol y apenas se notó la diferencia.

—No era eso —insistía él—. No era eso, eso no… en absoluto. Se encontraba en el centro de la estancia, balanceándose sobre sí mismo—. Casa —masculló de pronto, mientras sus dedos forcejeaban con los botones de la bata de laboratorio—. Llévame a casa. Necesito… Ayúdame, Susi, ayúdame.

Si estaba asustada —que lo estaba— no podía permitirse que eso la paralizara. Nunca había estado en su casa, pero sabía que vivía en Bottmingen, a las afueras, a unos diez kilómetros. Lo más inmediato, y parecía una cuestión de vida o muerte, era llevarlo hasta allí, donde estaría bien atendido. Con los dedos temblorosos, le ayudó a quitarse la bata. Luego le tendió la chaqueta, pero él se limitó a contemplarla como si nunca la hubiera visto antes y le ayudó a ponérsela. También le dio la gorra: no podía ir en bicicleta hasta su casa sin la gorra. En cuestión de unos segundos, la manoséo un poco entre las manos, como si tratara de reconocer su forma y después se la puso.

Ella revisó a toda prisa el laboratorio para asegurarse de que estaba en orden, y lo condujo hasta la puerta. En ningún momento se planteó acudir a los colegas de su jefe en busca de ayuda; todo lo contrario: tuvo cuidado para no encontrárselos. Inspeccionó el pasillo en ambas direcciones y le hizo apresurarse hacia la escalera trasera, donde nadie lo vería, a excepción de Axel Yoder, que siempre estaba por ahí con su fregona. Actuó así de manera estratégica, para protegerlo. Él era una institución —una piedra angular del Departamento de Investigación de Sandoz—, y sería demoledor para su reputación que lo vieran en aquel estado, ya que pensarían lo peor, que estaba borracho, ebrio en el trabajo. Y eso no podía ser.

Su siguiente preocupación fue la de cómo llevarlo a casa. Él iba en bicicleta al trabajo todos los días, lloviera o hiciera sol, en invierno o en verano, ¿pero podría ahora pedalear? Habría pedido un taxi, pero estaban en tiempos de guerra y no había coches disponibles, salvo para el alcalde o para el presidente de una gran compañía química, así que no le quedaban muchas opciones.

—Voy a llevarle a casa —le dijo con firmeza, con un tono sereno, sin explicaciones. De pronto sus papeles se habían invertido. No se dirigía ya a su jefe y superior, sino a un niño, como Liliane y su hermana Juliette, las pequeñas a las que había impartido clases, castigado y también vigilado día y noche cuando trabajaba como au pair—. ¿Podría usted pedalear?

Estaban fuera. El calor suave de la tarde se disolvía poco a poco, los rayos del sol caían oblicuos en la acera hasta el final de la calle y el aire olía a flores y a la comida de los cafés. Era un hermoso atardecer. La clase de atardecer del que habría disfrutado en otras circunstancias. Pero lo más importante en ese momento era que no estaba lloviendo y que tampoco iba a hacerlo. Había palomas a sus pies y por todas partes, que iban dejándoles paso y reagrupándose mientras ella empujaba las bicicletas de ambos y le daba a él la suya, sosteniéndola por el manillar. Desde que salieron del edificio él no había vuelto a emitir un ruido. Se había limitado a dejarse guiar como si fuera un niño. Pero ahora empezó a reírse tontamente y sin control, y una pareja que pasaba agarrada se les quedó mirando.

—¿… que si puedo pedalear? —repitió en un tono particular, sosteniendo el manillar y pasando una pierna sobre el tubo superior con unos movimientos torpes y lentos que le concedieron a ella un instante de respiro antes de que él tomara impulso y arrancara a pedalear como un enajenado calle abajo—. ¡Mira! —gritó, mirándola, ya a lo lejos, con expresión de triunfo.

Casi arrolla a un anciano que cruzaba cojeando la calle con la pierna totalmente rígida. Qué miedo. Y aún no había acabado. Antes de que ella pudiera montarse en su bicicleta, él ya había llegado al final de la calle, donde dio un giro brusco a la izquierda justo delante de un tranvía que no lo aplastó de milagro; y así empezó la persecución.

Había gente por todas partes, montando en bicicleta, en carros, a pie. Hombres que volvían del trabajo con sus carteras, mujeres con la compra, niños que salían corriendo detrás de sus aros o de sus pelotas, hasta hacer que la calle pareciera una gincana; y también perros, perros que se perseguían mutuamente, que desaparecían y que, cuando uno pensaba que los había perdido de vista, ahí estaban de nuevo. El tranvía. Un coche. Un carro cargado de barriles de cerveza. Herr H. llevaba la chaqueta impermeable que le había ayudado a ponerse hacía tan solo cinco minutos, y ella se esforzaba por no perderla de vista entre el tráfico. Pedaleaba con todas sus fuerzas pero no parecía acortar la distancia que los separaba. ¿Cómo habían llegado a que aquello se pareciese a una carrera de verdad? Pero allí estaba él, metiéndose por una calle lateral, junto a una colmena de ciclistas, todos vestidos de manera idéntica a la suya. Fue un minuto frenético: lo había perdido de vista, y llegó a imaginar que incluso sería capaz de seguir a otra persona hacia su casa hasta salir de su error. Sus piernas no paraban de pedalear y el corazón se le iba a salir del pecho. A todo esto, ¿dónde estaba herr H.? ¿Dónde estaba? Y claramente siguió sin dejar de prestar la máxima atención a lo que sucedía, hasta que alguien se desmarcó de la aglomeración —con su chaqueta impermeable, su gorra blanca, la V que formaba su espalda— y se lanzó tras él.

No lo alcanzó hasta Bottmingenstrasse, con sus amplias vistas. Había menos gente. Él no había disminuido el ritmo, ni por un minuto, y en ese momento nada más que el miedo y la adrenalina eran lo que a ella le permitía seguir adelante, porque ¿qué sucedería si él sufría un accidente, si se salía de la carretera e iba a parar a una zanja y se rompía una pierna… o algo peor? Sería la responsable. Él le había pedido ayuda a ella y a nadie más que a ella. De entre todas las personas del mundo —los colegas de su jefe, sus amistades, su mujer— ella era la única que sabía que no se encontraba en sus cabales, que estaba ido y en peligro, en peligro de muerte. Cuando le alcanzó, casi sin aliento, dijo:

—Herr Hofmann, frene. ¿Quiere parar, por favor?

Las ruedas sonaban mucho. La brisa aliviaba el sudor. Él ni se giró. Continuó pedaleando y pedaleando como si ella no estuviera allí.

—¡Herr Hofmann! —Sentía una quemazón en los pulmones y como si las piernas se le hubiesen derretido. De pronto, perdió el control y se puso a gritarle—: ¡Para! ¿Quieres? ¡Albert! ¡Albert!

Fue entonces cuando él volvió la cabeza.

—¿Fräulein? —preguntó entre jadeos, parando poco a poco y mirándola perplejo—. ¿Qué diantres hace usted aquí?

Sentía curiosidad por conocer su casa —y a su mujer, Anita, una morena atractiva de unos treinta años con la que se había cruzado al menos una vez—, pero, por supuesto, a los ayudantes de laboratorio no se les invitaba a las cenas de los domingos ni a socializar ni a tomar asiento y mojar picatostes en la fondue rodeados por la familia. Además, Bottmingen no estaba exactamente en el centro de la ciudad. Lo más raro fue que apenas le prestó atención al sitio cuando por fin llegaron. Se trataba de su casa, de la casa en la que él vivía, y eso era todo cuanto importaba. Se sentía sudorosa, exhausta, con el corazón desbocado, pero lo siguió en un giro cerrado hacia la derecha y luego pedaleando por el sendero de grava hasta la puerta delantera de la casa. Una vez allí, él dejó caer sin más la bicicleta en el césped y se abalanzó hacia el interior, dejando la puerta abierta de par en par y las llaves colgando de la cerradura. Mientras apoyaba su bicicleta contra un árbol del jardín, preguntándose si debía seguirlo y explicarle lo mejor posible la situación a su mujer, lo oyó gritar.

—¡Anita! ¡Anita! ¿Dónde estás?

Hubo un ruido, como si algo metálico se hubiera caído al suelo. Después, llegó el silencio. Un segundo. Dos. A continuación, un interminable gemido desesperado.

—¡Anita!

Con timidez, subió los escalones de la entrada y pasó al recibidor. Fuera aún había luz, pero el interior estaba oscuro. No había ninguna lámpara encendida, y la claridad del jardín se colaba temblorosa por las ventanas.

—¿Herr Hofmann? —dijo asustada por entrar sin permiso.

A él se le quebró la voz llamando una y otra vez a su mujer, hasta convertirse casi un susurro.

—Estoy aquí —le dijo—. Aquí.

Lo encontró en el salón —sofá, sillas, mesillas, lámparas, todo en perfecto orden—, mirando desesperado a su alrededor.

—Ella… ella se ha ido —dijo pesaroso.

—¿Que se ha ido? ¿Qué quiere decir?

Eran casi las seis de la tarde; cualquier esposa, no digamos la esposa de un hombre como él, habría estado en casa, preparando la cena, cuidando de los niños, lista para recibir a su marido al final de un largo día.

—Se ha ido —repitió. Se apretó las sienes con las manos, como si la presión interna fuera insoportable—. Y yo aquí, desesperado, se lo aseguro, desesperado. Estoy envenenado, ¿es que no lo ve?

Eso la dejó helada. ¿Era posible? ¿Podía ser mortal? ¿Se había equivocado con la dosis? Ninguno de los perros había muerto. Pero ¿quién sabía el efecto que podía tener una droga experimental, una nueva droga que nadie había probado con anterioridad en un sujeto humano?

—No, no. Usted no se está muriendo. Ni mucho menos, tranquilo —dijo ella esforzándose por mantener la calma—. Se pondrá bien. Se pondrá… Solo necesita… sentarse un minuto. —Y lo ayudó a llegar al sillón, donde él se dejó caer como un peso muerto. Un momento después ella recorría la casa sin parar, gritando—: ¡Frau Hofmann! ¡Frau Hofmann! ¿Está usted en casa? —Pero no hubo respuesta. La esposa parecía haberse marchado, y también los niños. No pudo evitar sentir un arrebato de cólera; si ella fuera la mujer de un hombre como herr Hofmann, como Albert, se habría quedado allí para estar con él cada minuto del día y de la noche.

Sesenta segundos después volvía al salón, repitiendo lo que herr Hofmann ya sabía:

—No está aquí.

Él solo alcanzó a decir:

—Se ha ido.

—Leche —dijo ella—. Sí, ¿qué hay de la leche, para absorber el veneno? ¿Tiene leche?

Él no respondió. Así que se fue a la cocina sintiéndose una intrusa en la casa en la que él vivía, donde pasaba las noches, donde se metía en la cama con su mujer, que no estaba, precisamente cuando más la necesitaba… Abrió de un tirón la nevera, pero no había leche. Una botella de cerveza, ajá, queso, carne en lonchas, rösti y judías verdes en una balda, como si lo hubieran dejado allí para que él se lo preparara. Pero nada de leche.

Cuando regresó a su lado, al borde las lágrimas, para decirle que no había leche en la casa y para preguntarle qué quería que hiciera —el médico, ¿debía llamarlo?— él reculó como si no la reconociera, como si pretendiera causarle algún daño en lugar de ayudarlo. El rostro de él se ensombreció. Se llevó las manos a la cara.

—El médico —repitió ella—. ¿Llamo al médico?

Él se irguió de súbito en el sillón, sonrojado y con la vista clavada en ella.

—¿En qué demonios está pensando? Que Dios me ayude. Sí… ¡llame al médico! Y, y… a la vecina, frau Rüdiger. Vaya a la puerta de al lado y pídale leche, tanta como pueda darle…

Volvía a ser útil y era feliz por ello. Feliz por estar haciendo algo, cualquier cosa: cruzar la puerta, que seguía abierta de par en par, luego el jardín camino de la casa de la vecina, donde llamó y llamó hasta obtener respuesta por parte de una mujer que parecía completamente desconcertada, con sus mejillas colgantes y sus diminutos ojos azules.

—Ayúdenos, por favor, es una emergencia, necesitamos leche y no tenemos —dijo con atropello, sin aliento—. Y al médico. Llame al médico, por favor…

—¿Al médico? —repitió la mujer—. Pero ¿quién es usted?

Tras unos diez segundos de explicaciones, la mujer se presentó con la leche, con dos botellas de dos litros, y ambas volvieron a cruzar el jardín a la carrera, rumbo a la casa de los Hofmann, mientras la vecina decía:

—¿Envenenado? ¿Cómo?

La mujer miró a la chica —las sienes sudorosas, el peinado hecho un desastre, la mirada desorbitada— y no dijo más.

El médico, natural de Bottmingen, tardó menos de media hora en llegar, en bicicleta, con el maletín sujeto detrás con una correa. Cuando entró en el salón, herr H. estaba tendido en el sofá, con una colcha hasta la barbilla y con dos botellas de leche vacías en la mesilla que tenía al lado. Herr H., que había estado presionándose los párpados con las yemas de los dedos para mantener los ojos cerrados, dejó caer las manos y abrió los ojos de par en par al entrar el médico. Lo miró más sorprendido que aliviado. Después volvió a sumirse en un letargo, murmurando para sí, gimiendo, emitiendo exclamaciones, actuando como si ella no estuviera en la habitación, como si no pudiera verla o no confiara en lo que le transmitían sus sentidos. Trató de decir algo —un nombre, el nombre del médico, o no, de la droga, del veneno—, pero sus palabras resultaban incoherentes y confusas, y, aunque en realidad no le correspondía hacerlo, ella no pudo evitar tomar la palabra.

—Fue un experimento —dijo sintiéndose ridícula, responsable, como si fuera la única culpable o, al menos, como si fuera cómplice de una conspiración.

El médico era mayor. Iba vestido con un homogéneo traje azul y un cuello que no le quedaba bien. Tenía el pelo blanco, el rostro colorado y alzaba las cejas perplejo, como si no supiera si interrogarla a ella, al paciente o si tomarse un momento para realizar las presentaciones. Porque ¿quién era aquella chica que estaba en el salón de su paciente? ¿Y dónde estaba su esposa?

—Se trata de un compuesto nuevo que nosotros, es decir, el doctor Hofmann sintetizó en el laboratorio, dietilamida de ácido lisérgico, y herr Hofmann tenía una corazonada, y él… —tuvo que parar, por miedo de echarse a llorar—. Él, él… Ha sido una dosis mínima. Nada más que doscientos cincuenta microgramos…

—¿Cuándo ha sucedido todo eso? —El médico la miraba con frialdad, la voz áspera e inquisitiva—. ¿Y quién es usted exactamente, fräulein?

Muy despacio, de manera entrecortada, fueron surgiendo las palabras, y frau Rüdiger suavizó lo ocurrido desde que la ayudante llevó a herr H. a casa: cómo le había dado leche, cómo él había gritado que el diablo había tomado posesión de su alma, sus dificultades para ponerse en pie, cómo frau Hofmann, ese día en concreto, se hallaba ausente, pues había ido a Lucerna con los niños a visitar a sus padres… Y cómo ella misma, frau Rüdiger, la había llamado por teléfono, de manera que, en esos momentos, la esposa volvía a casa a toda prisa. Mientras tanto, herr Hofmann se limitó a permanecer tumbado en el sofá, mirando al vacío.

—Muy bien —dijo al final el médico dirigiéndose al paciente—. ¿Cómo te sientes, Albert? ¿Puedes hablar?

Herr Hofmann —con las pupilas dilatadas, masajeándose las sienes— asintió.

—Esta joven… Es tu ayudante, ¿correcto? Esta joven afirma que has ingerido una dosis muy baja de esa sustancia, doscientos cincuenta microgramos, ¿es así? Asiente si es verdad.

Herr Hofmann asintió y trató una vez más de hablar. El médico se inclinó hacia él, colocándose una mano en forma de cuenco tras la oreja.

—Sí —dijo herr H., en voz muy baja, casi inaudible—. Sí… microgramos.

El médico no contestó, se limitó a fruncir los labios y a abrir su maletín negro. Le tomó la temperatura, que era un poco elevada, lo auscultó y por último presionó un dedo contra la muñeca del paciente para tomarle el pulso. Transcurrieron unos segundos, durante los que frau Rüdiger contempló lo que sucedía, tan sorprendida como si hubiera ido a parar a un ritual satánico que se celebrara en el salón de su vecino, quien siempre le había parecido discreto y de fiar, pero que ahora resultaba ser un desequilibrado. Mientras, las cejas del médico subían y bajaban, poco alentadoras, el desconcierto iba en aumento a medida que atardecía, y Susi recorría entonces la estancia encendiendo lámparas como si se encontrara en su propia casa y tuviera todo el derecho a hacerlo.

—Todo parece normal, Albert —dijo el médico por fin, volviendo a guardar los instrumentos en el maletín—. Te pondrás bien, se te pasará. Y fue una decisión muy apropiada —dijo mirando al paciente— beber leche, que seguro que actuó como antídoto contra lo que sea que te has tomado y que te ha envenenado… ¿Qué decías que fue?

Herr H. se incorporó y sonrió por primera vez. No había vuelto a hacerlo desde que salieron del laboratorio. Estaba recuperando el color, como si la crisis hubiera quedado atrás o estuviera en ello. Guardó silencio un momento, mientras recorría el salón con los ojos. Solo habló cuando miró al médico.

—Dietilamida de ácido lisérgico —dijo—. Síntesis… —tartamudeó—. Síntesis número veinticinco.

El médico se fue zigzagueando en su bicicleta bajo el sol de última hora de la tarde, no sin antes, en un aparte con ella, aconsejarle que vigilara de cerca al paciente y para pedirle que lo llamara de inmediato en caso de una recaída.

—Nunca se sabe con los envenenamientos —le dijo, mirándola fijamente—, en especial si no hay antídoto. Porque ¿cómo podría haberlo?, si hasta el propio agente es prácticamente desconocido, ¿verdad?

Ella no pudo más que asentir.

La observó con dureza y ella creyó que le iba a soltar un sermón acerca de los peligros de ingerir sustancias desconocidas, pero al final, con un tono cargado de desdén, lo único que dijo fue:

—¿Es que ustedes no tienen animales para estas cosas?

Frau Rüdiger, mientras se frotaba las manos en el recibidor —tenía un chisme que contar, vaya si lo tenía—, dijo que confiaba en que todo fuera bien, pero que ella tenía un familia que atender, si es que les parecía bien. Lanzándole una mirada fugaz a herr H., que, tumbado en el sofá, miraba al techo y movía los labios como si conversara con alguien, comentó que se pasaría más tarde, cuando frau Hofmann ya hubiera vuelto. Y, de manera malintencionada, añadió:

—¿Comprende usted?

Sinceramente, Susi no entendía nada, pero al margen de lo incómodo de la situación —sola en la casa con su jefe—, quería llegar hasta el final. Se acordó entonces de su madre. Estaría preocupada. Debía llamarla por teléfono, pero tendría que pedir permiso, algo que sería realmente incómodo. ¿Y a quién iba a pedírselo? La esposa aún no había vuelto —la esposa que seguiría en el tren de Lucerna, muerta de preocupación, eso seguro—, y herr Hofmann no estaba en condiciones de responder. De hecho, durante la hora siguiente se limitó a permanecer tumbado en el sofá sin hacer ningún movimiento salvo parpadear con fuerza de cuando en cuando, y decir:

—¡La luz! ¡La luz!

Ella estaba sentada en una silla frente a él. Había sacado un libro de la estantería e intentaba leerlo —Narciso y Goldmundo, de Hesse—, pero la labor le estaba resultando ardua, sobre todo por la dificultad para concentrarse. Oyó entonces unos pasos apresurados en la entrada y el tintineo de una llave en la cerradura. Un momento después frau Hofmann irrumpía en el salón deshaciéndose del abrigo y dejando caer el bolso al suelo, todo a la vez, y se arrodilló junto al sofá, agarrada a su marido y repitiendo su nombre una y otra vez, como si fuese una oración.

Susi no sabía qué hacer. Intentó ponerse en pie pero lo pensó mejor. Quería explicarse, formalmente. Poner a frau Hofmann al tanto de cuanto había sucedido, de lo que había dicho el médico, de frau Rüdiger, de la leche, de la persecución en bicicleta, de todo. Pero era como si la hubieran inmovilizado, igual que a la enfermera de Werner Forssmann. Todo era muy raro. Allí estaba ella, en aquella casa que se había imaginado en tantas ocasiones: las cosas que contenía, las fotos de familia, la porcelana antigua, la alfombra sobre la que él caminaba en zapatillas. Pero no pertenecía a ese lugar. Y al otro lado de las ventanas estaba oscuro, y su jefe, el hombre más comedido del mundo, el hombre al que ella estimaba por encima de cualquier otro, respondía al abrazo de su mujer con una pasión desenfrenada, poniendo los brazos alrededor de los hombros de ella y con las bocas fundidas en un beso lento y sensual…

—Albert, Albert —murmuraba la mujer, en busca de aire—, ¿qué has hecho? ¿En qué estabas pensando?

Él no respondió, se limitó a aferrarse a ella con más fuerza aún e intentó besarla de nuevo, pero ella se apartó y pareció advertir por primera vez que no estaban solos. Lanzó una mirada perpleja hacia Susi antes de devolver su atención hacia él, antes de volver a besarlo.

—Me has dado un susto de muerte —susurró, y volvió a repetir su nombre muchas veces, como poseyéndolo.

—¿Y los niños…? —dijo él, pero no pudo terminar la pregunta.

—Los he dejado con mi madre porque no sabía… Pensaba que… Oh, Albert, estaba atacada, atacada. No vuelvas a hacer nada parecido, ¿me oyes?

A modo de respuesta, él volvió a tirar de ella hacia sí.

El salón se volvió más pequeño, más asfixiante, más estrecho. Un submarino se hundía en unas profundidades a las que solo ellos dos podían ir. Y Susi, sin decir palabra, dejó el libro a un lado, se levantó del sillón apoyándose en los reposabrazos y salió de puntillas.

Encontró su bicicleta donde la había dejado, apoyada contra el árbol. Ahora hacía frío, pero los grillos entonaban su canto nocturno, y las ranas, despiertas tras un sueño invernal, se les unieron. Se encontraba en el campo, sola, y debían ser más de las diez de la noche. Su madre estaría furiosa. Pasó una pierna por encima del tubo superior de la bicicleta, cobró impulso y echó a pedalear por el oscuro camino de entrada, rumbo a la calle aún más oscura, sin luna que la guiara, solo la distante luminiscencia de las estrellas que Dios había puesto en los cielos para señalar los límites de su Reino.

A la mañana siguiente llegó tarde al trabajo. Su madre la había despertado a la hora de siempre pero ella había vuelto a dormirse; nunca en su vida había estado tan cansada. Había llegado a casa muy tarde y su madre la recibió inflexible, pero ella fue explicándoselo todo con paciencia hasta que fue cediendo poco a poco y le calentó una cazuela de sopa de cebada, mientras no dejaba de quejarse: «¿Ni siquiera podías haber llamado por teléfono?». Ella le repitió sin cesar que la situación había sido extrema, y no exageraba. Cuando por fin se metió en la cama, no pudo dormirse, su mente repasaba los acontecimientos del día en bucle, volviendo una y otra vez al modo en el que él había gritado su nombre: «¡Ayúdame, Susi, ayúdame!», y a la imagen de él aferrado a su mujer, sus labios, sus lenguas, el modo en el que él se acurrucaba contra ella y cómo ella se movía contra él como si no existieran límites, como si ella —Susi— no estuviera allí mismo, en un rincón del salón. Y no es que estuviera allí en calidad de intrusa; estaba allí en calidad de buena samaritana, de amiga, como una salvadora, y ¿con qué se había encontrado a cambio? Volverse sola a casa, de noche, sin ni siquiera una palabra de agradecimiento.

Lo primero que vio al abrir el armario del laboratorio la llenó de alivio: la chaqueta de él colgada del gancho, como siempre. Él estaba allí. Estaba bien. No se había muerto durante la noche ni había perdido la cabeza ni había sucumbido al delirio. Apartó a la fuerza el recuerdo de su mirada vacía, el rostro enrojecido, el cabello revuelto, tieso como las cerdas del lomo de un animal, y el modo en el que le había gritado cuando ella preguntó, con toda la inocencia del mundo, si debía llamar al médico. Después colgó su bufanda y su chaqueta en el gancho contiguo al de él, se puso la bata y pasó al laboratorio.

En el mismo momento en el que lo vio en el rincón más alejado (no sentado ante su escritorio, sino junto a la ventana, dándole la espalda) le sorprendió el aroma del café recién hecho, una rareza en aquellos días de racionamiento y estrecheces, y también de algo más, una olor más ligero, un soplo de naturaleza en aquel lugar donde lo natural cedía el paso invariablemente al procesamiento, a la síntesis, a la valoración y a la extracción. Fue entonces cuando vio las flores, los narcisos, el ramo colocado en un vaso de precipitados en la mesa de ella. Nadie le había hecho ningún regalo hasta entonces, salvo sus padres y sus hermanos, y solo en su cumpleaños y en Navidad, y antes incluso de que pudiera pensar en decirle Guten Morgen a su jefe, ya estaba presionándose los suaves y frescos pétalos contra el rostro y respirando el aroma a aire libre.

—¡Oh! Veo que ha encontrado usted las flores, Fräulein. —Él se había dado la vuelta, sonriente, con el cabello peinado hacia atrás, las gafas en su sitio, la bata inmaculada y la corbata perfectamente ajustada, todo en orden de nuevo, como debía ser—. Quería hacer algo por usted para darle las gracias, es decir, por lo de ayer… Rosas, pensé en comprar rosas, pero las tiendas no habían abierto todavía y, bueno, cogí esas flores en Bottmingenstrasse mientras venía hacia aquí esta mañana. Espero que sean de su agrado.

Lo primero que experimentó Susi fue un gran sentimiento de culpa por el rencor del que había sido presa durante el trayecto en tranvía. Pero ahora, como si se hubiera accionado un interruptor, lo único que sentía por él era afecto. Su jefe había vuelto a su antiguo yo, y su antiguo yo era amable y generoso, y se preocupaba por ella de verdad. A continuación, cuando él cruzó el laboratorio para tomar las manos de ella entre las suyas, Susi se dejó llevar por el alivio y por cierto asombro ante el buen aspecto que él presentaba, más fresco que nunca; de hecho, si no hubiera sabido nada de lo sucedido, podría haber pensado que acababa de volver de pasar una semana en un balneario, en Montreux o Baden-Baden. Resplandeciente, como si hubiera sido reconstruido, célula a célula, durante la noche.

—Sí —dijo—. Me encantan. Pero no tenía usted que…

Él alzó una mano para hacerla callar.

—Tomemos una taza de café. Le gusta el café, ¿verdad, fräulein? Y sentémonos un momento a hablar de lo que ha pasado. Tengo mucho que contarle.

Así que se sentaron —en su escritorio, y en horario de trabajo— y tomaron el café con azúcar y crema, ni más ni menos, y él le contó todo, desde el minuto en el que la droga le hizo efecto hasta que se disipó gradualmente, ya tarde, por la noche.

—Experimenté cosas, fräulein, que nunca pensé que experimentaría. También las vi, tanto con los ojos abiertos como cerrados: un caleidoscopio de imágenes y de colores que se arremolinaban… Y eso no fue más que el comienzo. Fue la experiencia más reveladora —se reía nervioso— de mi vida. Susi, vi el mundo como realmente es —dijo con una voz viva y melódica, como si cantara—. El mundo abstracto, el mundo espiritual, el Ding an sich de Kant en cada objeto.

Ella no supo qué responder. Apenas sabía quién era Kant.

—Las patas de la mesa. El paño del sillón. La mesilla auxiliar, el teléfono, ¡mis zapatos! Todo tiene vida propia, al margen de nosotros, y yo no me daba cuenta, ni siquiera lo intuía. He vivido siempre con la vista gacha, la nariz metida en los libros, en vasos de precipitados, ¡mirando por el microscopio un universo superpoblado en el que nadie, antes de Van Leeuwenhoek, podría haber caído! ¿Comprende usted? ¿Comprende lo que le estoy diciendo?

Era el de siempre, eso pensaba ella hacía un momento. Pero ya no estaba tan segura; ¿era posible que continuase bajo el efecto de la droga? ¿Estaba delirando? ¿De qué estaba hablando? Ella se llevó la taza a los labios, sopló la superficie para enfriar el café y lo miró a los ojos.

—Sí —dijo—. Creo que sí. Tiene propiedades psicoactivas, tal y como usted había previsto. ¿Es eso lo que quiere decir?

Había algo raro en sus ojos. Ya no estaban dilatados, no estaban completamente negros. Habían recobrado su color habitual, pero había algo, algo… demencial. O quizá era entusiasmo. Una alegría extrema por aquel nuevo producto y por las posibilidades que podía ofrecerle a la compañía, al mundo entero. Era una creación suya, de nadie más, y no podía contener la emoción que le producía.

—No puedo decir que todo fuera regocijo. Y tampoco recuerdo lo que dije e hice —le dedicó una larga mirada, tan profunda que ella tuvo que apartar la suya—, así que discúlpeme si cometí alguna… indiscreción. Pero si bajé al infierno, si pensé que estaba perdiendo la razón cuando, en realidad, no estaba más que liberándome de la cárcel del ego, también vi a Dios, como una luz hasta que su Rostro contuvo el Sol, y luego hubo espacio para un segundo astro y todos los soles del más allá, y yo solo era capaz de sentir una paz como nunca en mi vida había experimentado antes, una paz con la que ni siquiera había soñado.

Él se irguió en su silla, echó la cabeza hacia atrás y bebió lo que quedaba en su taza.

—Es una revolución, Susi, que no le quepa duda. Tenemos aquí algo más poderoso que cualquier bomba, que cualquier reactivo, que cualquier síntesis con la que nadie se haya topado jamás. Estoy convencido, tan seguro como nunca lo he estado en mi vida. Por supuesto, necesitamos más experimentos, más sujetos humanos, y mi experiencia, por sí sola, es del todo insuficiente, ya lo sé… Pero lo siento en las entrañas, en el corazón, en el cerebro, en las neuronas, Susi, en las neuronas.

Contaba con que nadie le creyese, al menos no de buenas a primeras. Tres días después del experimento, ella pasó a máquina el informe redactado por él sobre la experiencia y, siguiendo sus instrucciones, le envió copias al profesor Stoll, el superior inmediato de herr H. en Sandoz, y al profesor Rothlin, director del Departamento de Farmacología. Las respuestas no se hicieron de rogar; menos de una hora después el profesor Rothlin llamaba a la puerta. En ese momento, herr H. estaba ocupado produciendo una nueva variación del producto químico para posteriores ensayos —prácticamente era lo único que había estado haciendo a lo largo de los últimos tres días— y la llamó con insistencia y por encima del hombro para que, por favor, fuera a ver quién llamaba a la puerta y qué quería. Si se mostró inaguantable, insufrible en realidad, ella lo disculpó porque la síntesis era compleja y tediosa, y el producto resultante tan inestable que hasta la luz podía degradarlo con rapidez, y por supuesto, todo eso era muy importante para él. Se trataba de su descubrimiento, su criatura, y no daría por bueno nada más que la más pura de las síntesis que fuera humanamente posible producir.

—Sí —dijo ella—. Por supuesto. —Y se dirigió a la puerta esperando que fuera algún otro químico joven o quizá una secretaria de la oficina principal con algún formulario, así que necesitó un momento para calmarse cuando vio a quién tenía enfrente.

El director apenas advirtió su presencia, entró directamente en la sala, resoplando, jadeando y sacudiendo el informe.

—Albert, Albert, en nombre de Dios, ¿qué diantres es esto?

Por suerte, herr H. se hallaba en la segunda fase del proceso, que consistía en el enfriamiento de la síntesis isomerizada antes de mezclarla con un ácido y una base y evaporarla para producir la sustancia activa, así que se apartó de la campana extractora, se sacó los guantes y, con toda la tranquilidad del mundo, le estrechó la mano al director.

—¿A qué se refiere? —dijo con una sonrisa—. ¿A mi informe?

—Exacto, sí. Porque es evidente que has cometido algún error al calcular la dosis.

—En absoluto. Y mi ayudante de laboratorio, fräulein Ramstein, que estuvo a mi lado durante todo el proceso, puede corroborarlo. ¿No es así, Fräulein?

Ese era un papel que conocía bien: modesta, guapa, inclinando la cabeza en señal de acuerdo mientras un rayo de sol atravesaba la ventana e incidía sobre ella. Fue casi como si estuvieran en una película, la típica escena en la que la heroína da un paso al frente para animar al héroe cuando lo necesita.

—Sí —dijo—, fuimos muy precisos al respecto. Doscientos cincuenta microgramos.

—Ridículo —respondió el director, caminando por la sala a grandes zancadas, arriba y abajo; un hombre de apariencia delicada, de la misma edad que el padre de Susi, con bigote—. ¿De veras esperas que me crea que una traza tan pequeña de esa sustancia, doscientas cincuenta millonésimas de gramo, puede tener estos efectos? Sobre todo en un hombre de tu tamaño. ¿Cuánto pesas, Albert? ¿Setenta kilos?

—Setenta y dos.

—¿Ves? ¿Un hombre de setenta y dos kilos afectado por una dosis insignificante? —Había llegado hasta las ventanas y había vuelto ya dos veces; ahora se giraba hacia herr Hofmann y lo señalaba con el dedo, y también a ella, porque ella era parte indivisible de todo aquello—. Aquí hay algo que está mal. Eso o has descubierto el elixir de la vida.

Herr Hofmann trató de contestarle de vuelta, pero el director le hizo callar con un gesto.

—No no, Albert, lo siento, pero esto suena demasiado bien para ser cierto. Necesitaré ver tus notas de laboratorio, todo lo que hayas hecho con esas amidas de ácido lisérgico. Y quiero participar, en persona, en las pruebas posteriores, ya sea con animales o con humanos, para juzgar por mí mismo. —Hizo una pausa, con un asomo de sonrisa—. Eres un hombre de ciencia, Albert, uno de los mejores que tenemos, y sé mejor que nadie que no es propio de ti incurrir en errores, exageraciones ni en… ¿cuentos? —El director soltó una risita—. No estarás escondiendo algo, Albert, ¿verdad?

Tanto si lo estaba haciendo como si no —y claro está que el director solo bromeaba—, el compuesto que herr H. había descubierto era sencillamente demasiado interesante como para poderse resistir a él. En menos de una semana, el propio director y, asimismo, el profesor Stoll se habían tomado ya sus dosis de prueba, convirtiéndose así en la segunda y en la tercera cobaya humana, respectivamente, que tomaba la droga. Mantuvieron su incredulidad respecto a la dosis hasta el momento mismo de la ingesta, pero herr Hofmann, insistiendo en que la cantidad que él tomó fue una sobredosis, administró a sus colegas menos de un tercio, nada más que sesenta microgramos, y aun así ambos reconocieron haber experimentado los efectos más fantásticos. Luces, colores, sinestesia y distorsiones oculares. Ninguno tuvo ante sí las terroríficas imágenes de las que herr Hofmann había dado parte, pero tampoco disfrutó de las más notables. Esto fue atribuido por herr H. a la reducción de la dosis. No obstante, los efectos fueron más allá de lo que nadie habría esperado, y los dos hombres le animaron a proseguir con las pruebas, que él llevó a cabo, por separado, con otros dos voluntarios del Departamento de Química.

Todo aquello era muy gratificante. Ella se sentía más en sintonía que nunca con el trabajo por haber formado parte del proceso desde el comienzo, en calidad de ayudante, junto a su jefe. Y en cierta manera sentía que el compuesto era más hijo de ella que de él. Sus labores diarias, que hasta entonces habían sido tediosas y repetitivas, pasaron de pronto a ser absorbentes, incluso fascinantes. Tanto que empezó a pensar en que le gustaría volver a la escuela y llegar a ser química. Por supuesto, le ocultó todo esto a su madre, pues su madre no lo habría aprobado y porque el LSD-25, como lo denominaban taquigráficamente, era el dulce y químico vínculo secreto entre ella y Herr H. y eso era algo que valoraba más que nada en el mundo.

La primavera dio paso al verano. Tras las ventanas, los días transcurrieron como invitaciones a otra realidad, cada uno más sosegado y amable que el anterior, y ella y herr H. trabajaron en la síntesis, purificación y cristalización del producto hasta que este estuvo tan cerca de la perfección como les fue posible. En ocasiones, cuando estaban del humor adecuado, comían juntos en el área verde que se abría en la parte de atrás del edificio. Fue en la segunda semana de junio —el 12 de junio, en realidad; nunca olvidaría la fecha— cuando ella le contó una idea a la que llevaba mucho tiempo dándole vueltas.

Estaban sentados uno junto al otro en la hierba, sobre la manta que él había extendido, masticando despreocupadamente sus sándwiches, con los libros abiertos ante ellos, tan relajados uno en compañía del otro como… Bueno, no quería excederse con el símil porque él estaba casado y siempre lo estaría, y porque ella nunca se casaría con él. Pero tampoco era como si fueran hermanos. Y nadie, y menos aún su madre, podía saber jamás lo que ella sentía por él. En cualquier caso, tomó el último bocado de su sándwich, lo masticó, se lo tragó. Hizo acopio de valor, segura de que él se opondría, que diría que no esgrimiendo que era todavía una niña, no una mujer, sino una niña que seguía bajo la tutela de su madre, y antes de que pudiera evitarlo, ya se lo estaba diciendo.

—Yo también quiero ser una de sus cobayas.

Él la miró, como si nunca la hubiera visto; como si de repente lo hiciera bajo una nueva luz. Él se tomó un momento, con los ojos fijos en los suyos, reflexionando. Y a continuación, en un tono suave, dijo:

—¿Qué dirá su madre?

—No me importa.

Ella era consciente de multitud de cosas en ese instante. El modo en el que sus ojos reflejaban la luz cuando no llevaba las gafas. La brisa. El olor a productos químicos de las chimeneas de la compañía. El paseo de una madre con sus dos bebés. Un perro que corría libre. Las nubes. La sombra. El mundo tal y como era.

—¿Quiere decir que no se lo contará?

—No. Lo mantendré en secreto. —Titubeó—. Entre usted y yo.

Él soltó una carcajada.

—Muy bien. ¿Y qué hay del profesor Stoll, del profesor Rothlin y de todos nuestros colegas, de los ayudantes, de los conserjes, y de, y…?

—No me importan —dijo ella—. Quiero formar parte de esto.

Él se encogió de hombros. Estaba recostado, abrazándose los codos, de manera que se le apreciaban los músculos bajo la tela apretada de la camisa.