Una mujer libre - Gilberte Beaux - E-Book

Una mujer libre E-Book

Gilberte Beaux

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Beschreibung

La vida de Gilberte Beaux podría conformar la trama de una novela apasionante. Cuando tenía nueve años, su familia cayó en la quiebra y sufrió las privaciones de la Segunda Guerra Mundial. Fue así que empezó a trabajar muy joven en un banco y a los 30 años ya integraba el equipo ejecutivo de una automotriz importante de la época. Más tarde, se convirtió en la directora de otra entidad bancaria y participó en la reestructuración de varias empresas. Desempeñó un papel crucial en el éxito internacional de hombres de negocios como Jimmy Goldsmith y Bernard Tapie. Negoció con guerrilleros en América Central, donde adquirió una compañía petrolera. Por fin, durante una transacción con una compañía británica, recibió en forma de pago una estancia en la provincia de Corrientes, que se convirtió en su lugar en el mundo. Hoy, esta mujer excepcional, en el umbral de sus 90 años, vive parte del año en Argentina, donde se dedica a la actividad agropecuaria. Gilberte Beaux es, sin duda, una pionera que logró alcanzar una posición envidiable en el mundo de los negocios y las finanzas, sin renunciar a su femineidad y sus convicciones. Leer Una mujer libre, el volumen de sus memorias, es la confirmación de que, con esfuerzo y perseverancia, siempre existe la posibilidad de cambiar el rumbo de vida.

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Seitenzahl: 419

Veröffentlichungsjahr: 2021

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Gilberte Beaux

UNA MUJER LIBRE

Traducción: Laurence Thouin y Florence Baranger-Bedel

Beaux, Gilberte

Una mujer libre / Gilberte Beaux. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Libros del Zorzal, 2019.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

Traducción de: Laurence Thouin ; Florence Bedel.

ISBN 978-987-599-576-5

1. Narrativa Francesa. 2. Memoria Autobiográfica. I. Thouin, Laurence, trad. II. Bedel, Florence, trad. III. Título.

CDD 843

Traducción: Laurence Thouin y Florence Baranger-Bedel

Diagramación: Carlos Almar

Diseño de tapa: cafeimagen.com

Título original: Une femme libre

Publicado en Francia por Librairie Arthème Fayard.

© Libros del Zorzal, 2019

Buenos Aires, Argentina

Printed in Argentina

Hecho el depósito que previene la ley 11.723

Para sugerencias o comentarios acerca del contenido de esta obra, escríbanos a: <[email protected]>.

Asimismo, puede consultar nuestra página web: <www.delzorzal.com>.

Índice

Prólogo | 5

Capítulo I

Del castillo al tugurio | 8

Capítulo II

Los señores Seligman y Cía. | 31

Capítulo III

Simca-Fiat, la experiencia internacional | 48

Capítulo IV

Los tres mosqueteros | 68

Capítulo V

“Jimmy”, sir James | 86

Capítulo VI

“Mi” banco | 114

Capítulo VII

La política | 142

Capítulo VIII

Basic | 170

Capítulo IX

El Consejo Económico y Social - Japón - Otras misiones | 202

Capítulo X

Adidas | 223

Capítulo XI

La estancia y el huevo; el huevo y la estancia | 249

Epílogo | 271

Prólogo

Todo por construir y un apetito de león.

Laurent Gaudé

Nada en mi entorno familiar me destinaba a la vida llena de aventuras que tuve. Nada, al inicio de mi vida profesional, permitía predecir que tendría tantas oportunidades.

Mujer en un ambiente profesional muy masculino, pequeña corsa que “subió” al continente, pobre y sin un título entre los ejecutivos a menudo ricos y egresados de las instituciones académicas más prestigiosas (y me permito agregar “zurda en un medio dominado por los diestros”), pude abrirme camino con tesón.

Este libro no tiene otra finalidad que ayudar a quienes me rodean, a quienes me leerán, a creer que la palabra “imposible” no existe y que todo puede suceder a los que tienen voluntad, tenacidad y gozan de buena salud.

Todo puede ocurrir siempre y cuando, cada vez que ascendemos un nivel en el confort de la carrera que hayamos elegido, nos esforcemos por atraer hacia nosotros y ayudar a los que están más abajo, formándolos y creando así una larga cadena de hombres y mujeres capaces de brindarse ayuda y mejorar por medio del trabajo y el amor.

He trabajado más de 60 horas por semana, tomé muy pocas vacaciones a lo largo de mi vida y sigo trabajando con alegría a mis casi 90 años. Lamento que este amor por el trabajo, que me fue inculcado por mi padre, en nuestra civilización occidental a menudo haya sido reemplazado por una inclinación demasiado marcada hacia el ocio, que no ofrece las mismas satisfacciones profundas ni desarrolla el mismo apetito por la vida. Me alegra encontrar el gusto por el trabajo bien hecho en muchas personas en los países en desarrollo, y es por eso que ahora estoy tratando de construir más allí.

Mis setenta años de ocupaciones variadas me han valido muchos epítetos: “la banquera”, “la francesa de rasgos prusianos”, “la petrolera”. A menudo se ha hecho mención a mi dureza y es cierto que, en los negocios, ganan los que más aguantan en las negociaciones, los que se esfuerzan por entender a la otra parte y sus razonamientos, mostrándose flexibles pero sin perder nunca de vista los propios objetivos. Sin embargo, ¿acaso alguien percibió cómo me divertí, cómo se divirtieron también aquellos que me rodeaban, al construir y lograr objetivos que parecían tan poco realistas? Por eso, en este libro intento recordar historias divertidas, y no quise describir técnicas o estrategias, porque todo evoluciona y muchos otros libros sobre mis “jefes” relatan con más brío lo que hemos conseguido. Con frecuencia se destaca mi papel, a veces con humor, por lo barroco que resulta que haya sido capaz de acompañar, asesorar e imponerme a estos importantes personajes.

A veces, no respeté el orden cronológico en el que ejercí mis diferentes puestos, porque en ocasiones se superponían. Me pareció más interesante reunir mis diversas aventuras en capítulos coherentes. Espero no haberme equivocado.

Tuve la suerte de tener “jefes” fuera de lo común, aunque muy diferentes. La estima que nos teníamos, el humor que con frecuencia caracterizó nuestras relaciones, los lazos de amistad, de afecto que se crearon entre nosotros nos ayudaron a enfrentar los buenos tiempos tanto como los malos, con total confianza. He tenido momentos maravillosos, aunque a menudo difíciles.

La Parca que ha tejido el hilo de mi vida debía tener otras ideas en mente para cortarlo y retomarlo varias veces, obligándome a hacer, deshacer y rehacer mi trabajo. Es lo que intentaré recordar en las siguientes páginas.

Capítulo I

Del castillo al tugurio

1929-1946

La felicidad es olvidarse de lo que no se puede cambiar.

El murciélago

1929, año del crac en los Estados Unidos, el mejor año para el vino desde hacía tiempo y por muchos años. En 1929 nací en París, primera hija después de dieciocho años de matrimonio de una pareja de orígenes muy distintos: mi padre, descendiente de una antigua línea de campesinos corsos; mi madre, nacida de padres nobles y orgullosos de serlo, que habían malgastado toda su fortuna. Poco tiempo después nació mi hermano Francis. Nos llevamos apenas dos años: toda nuestra vida fuimos –y somos– muy unidos el uno con el otro.

No conocí a mis abuelos paternos porque murieron antes de que yo naciera, pero sé que apenas hablaban francés y preferían hablar en corso con mi padre. En las fotos que vi, mi abuela tenía la cara de una mujer buena, obstinada, que parecía tener un conocimiento innato de la tierra y de los hombres, tal como me contó mi madre. Mi abuelo era agricultor, trabajador y autoritario. Sus hijos se fueron poco a poco a Marsella para escapar a su dominación y encontrar trabajo, con la esperanza de una vida menos difícil. Mi padre, por su parte, no tuvo que tomar semejante decisión: su padre, furioso porque un día usó su escopeta sin su permiso para ir de cacería, lo alistó durante cinco años en la Marina de Guerra como represalia. Mi padre honró el compromiso, pero luego él también decidió irse a Marsella. Rápidamente, demostró una inteligencia aguda a la hora de elegir y gestionar los negocios. Se convirtió en banquero, creó y más tarde compró pequeñas empresas, en particular en el sector de la construcción.

De esta forma, mi padre corso se convirtió en “el más rico” del clan, el que más autoridad tenía, sobre quien se apoyaba toda la familia, el verdadero jefe de familia aun sin ser el hijo mayor. Dotado de una inteligencia poco común, además de ser apuesto, tuvo mucho éxito y muchos amigos. Sin embargo, no supo discernir a la hora de elegir a sus amistades, en particular en relación con los negocios. Así fue como compró compañías de petróleo en Azerbaiyán y Rumania y minas en otros países, pero no vio venir la recesión en Francia luego de la crisis de 1929 en los Estados Unidos, un hecho que le costó muy caro.

De mi familia materna, apenas tengo presente a mi abuelo, que murió cuando yo tenía 3 años; mi único recuerdo es el de la habitación donde yacía, rodeado de flores, a la luz de las velas, con todas las ventanas cerradas, los relojes parados y los espejos velados. Me habían hecho entrar en esa habitación en voz baja y me pidieron que le diera un beso... Me acordaré hasta el día de mi muerte de ese beso, la sensación helada del rostro inmóvil y sereno sobre mis labios. Descubrí la muerte sin temor, como una especie de etapa que debía desembocar en un reino que, según me prometieron, estaba lleno de luz.

Más adelante, supe que mi abuelo había sido militar toda su vida, que había terminado su carrera con el grado de coronel, que había llevado a mi abuela con él a los sucesivos destinos asignados y que cada uno de sus hijos había nacido en una ciudad diferente. Mi madre, por ejemplo, nació en Perpiñán, única hija mujer después de cinco varones, razón por la cual lleva como segundo nombre Soledad. Además de Francia, mi abuela había conocido Marruecos y Argelia. Los hermanos mayores de mi madre recordaban, años después, sus juegos, sus cabalgatas por las llanuras y montañas y su conocimiento de las costumbres de la gente local. Habían incorporado expresiones árabes que nosotros también aprendimos sin distinguir lo que venía del francés o del árabe. Mi hermano y yo nos sorprendimos mucho al darnos cuenta de que éramos los únicos en nuestras clases que utilizábamos tales expresiones con amigos de nuestra edad.

Mi abuelo amaba su carrera militar, aunque no le generara muchos ingresos: gastaba sin reparos su fortuna y la de mi abuela dando hermosas fiestas cuyo brillo se asemejaba más al del siglo xviii que al de fines del xix. Ante todo, era artista, pianista, pintor, poeta, actor e incluso, al final de su vida, postrado en una silla por culpa de una gota tenaz –resultado de su gusto por el ajenjo–, ¡se dedicó con pasión al bordado! Todavía conservo la almohada que me obsequió en honor a mi nacimiento.

Mi abuelo tenía un apellido muy bonito, el de un pueblo de los alrededores de París: barón Henri Thierry de Ville-d’Avray. Su familia había sido ennoblecida en la época de Luis XVI, aunque los Thierry ya eran cercanos a la corte desde el reinado anterior. El primer barón tuvo el privilegio de servir al rey hasta la Revolución. Vivía en el Palacio de Versalles, cerca del monarca, y más tarde, en el Hôtel de la Marine, plaza de la Concorde, o en el hermoso castillo que hizo construir en Ville-d’Avray, cerca de la iglesia que había mandado edificar. También fue oficial del Mobiliario de la Corona y, como tal, responsable de la elección y la conservación de los muebles fabricados por los mejores ebanistas de la época. Algunos de estos muebles, de excelente factura, fueron comprados por los estadounidenses durante la Revolución y todavía están en el museo de Boston, con la indicación de su primer propietario. Finalmente, fue nombrado primer alcalde (pero no elegido) de Versalles por Luis XVI, cuando se decretó el nombramiento de alcaldes en los municipios. Murió durante las Masacres del 2 de septiembre de 1792, antes que Luis XVI, al grito de “¡Viva el rey!”, hasta que los revolucionarios le hundieron en la boca una antorcha en llamas. Dejó un libro de memorias sobre su vida, del cual todavía conservo una copia. Tuvo numerosos descendientes, ya que los Ville-d’Avray tuvieron por lo general muchos hijos, y mis primas y primos, tanto como mi hermano y yo, estamos muy orgullosos del pasado de nuestra familia.

Mi abuela materna, Julie de Pétigny, provenía por parte de su madre de una antigua familia noble de la región de Dauphiné: los Brunier, cuya genealogía se remonta a la época del rey Luis IX. Uno de ellos tuvo el honor de negociar la incorporación de esa provincia a Francia, y la tradición familiar lo identifica como el responsable de haber pedido y obtenido que el heredero al trono galo fuera llamado Dauphin –oriundo del Dauphiné–. Después de la incorporación de dicha región a Francia, los Brunier se instalaron en las Cevenas, se convirtieron al protestantismo y, más tarde, un Brunier, que fue médico de Enrique IV, se convirtió de nuevo al catolicismo, tal como lo hizo su rey. Esta es la razón por la que, hoy día, algunos Brunier son protestantes y otros, católicos. Una mujer de la familia Brunier acompañó a Luis XVI y a María Antonieta en su huida a Varennes. Ya estaba establecido un vínculo entre los Brunier, tan cercanos a María Antonieta, y los Ville-d’Avray, cercanos al rey, pero fue necesario esperar un siglo más para que sus descendientes –mis abuelos– se conocieran y se casaran.

Tuve una prima Brunier que mantuvo una casa de familia en pleno centro de Vendôme hasta los años cincuenta, y cuando la tuvo que vender me propuso adquirirla. ¡Ay! No tenía entonces los medios para hacerlo y todavía lo lamento. Al menos pude comprar algunos muebles y cuadros de la familia, y la mitad de una batería de cocina de cobre que tiene más de 400 años y que, de vez en cuando, utilizo en mi casa de campo de Tronçais.

Mi bisabuelo, Jules de Pétigny, era un hombre de letras, académico, que publicó muchos libros y tenía también linaje de hombres de letras. Su abuelo materno, Pierre-Charles Lévesque, había vivido varios años en la corte de Rusia, estuvo a cargo de la biblioteca de Catalina la Grande y fue uno de los tutores de su hijo, el futuro zar Pablo I. Él también ingresó a la Academia, y sus libros sobre la historia de Rusia continúan siendo de interés para los historiadores. Tuve la alegría de poder comprar un ejemplar. Fue así como, doscientos años más tarde, se tejió un vínculo entre uno de mis antepasados y yo. Ambos nos sentimos atraídos por Rusia y sus habitantes, ya que ese es el país de mi marido.

Mi abuela nació en el Val de Loire, en Clenord, cerca de Cour-Cheverny, en una hermosa mansión, Le Vivier, que debió entregar a la familia de Jean-François Deniau para pagar las deudas familiares. Pude ver la mansión hace poco, perdida en su parque mal mantenido por sus habitantes actuales, pero tranquila y llena de dulzura. Me trajo muchos recuerdos, pero no por lo que había visto, sino por todo lo que mi madre me había contado: las partidas de caza, los juegos en el parque, las fiestas. Con emoción y nostalgia, contemplé aquella tierra en la que durante tanto tiempo se enraizaron mis antepasados.

Mi doble ascendencia me permitió pasar todas las tormentas con el sentido común y la resistencia de los campesinos, y con el fatalismo y el desprendimiento de los nobles caídos en desgracia. También me dio el gusto por la vida, la alegría de emprender con confianza, de empezar de nuevo si fuera necesario, de mantener unidos a mis equipos para valorizar sus fuerzas y sus cualidades. Nunca podré agradecer lo suficiente a mis padres por todo lo que me dieron.

k k k

Mis primeros recuerdos están marcados por los viajes que emprendíamos desde París hacia Marsella. Nunca olvidaré la cadencia de las ruedas del tren que nos llevaba de París a la casa que mi padre había comprado en Beaupin. Mi hermano Francis y yo no podíamos dormir, entusiasmados con la idea de recuperar nuestra libertad y ver las colinas durante las vacaciones. Observábamos el desfile de praderas a partir de Aviñón, mientras se hacía de día. Las amapolas rojas, el calor del vagón, el olor del café servido por el mozo del tren, mamá ocupada en cerrar el equipaje en el compartimiento, nuestra impaciencia, la alegría, “empezaban las vacaciones”.

Benditas vacaciones de nuestra infancia, cuyos numerosos recuerdos tienen todos un punto en común: la casa de Beaupin, nuestro hogar. Una amplia construcción de mediados del siglo xix, sólida, abierta hacia el exterior con grandes ventanales, pero siempre fresca gracias a sus gruesos muros. La entrada principal con columnatas se abría hacia un parque con plantas de achiras, alhelíes y muchas otras flores. Más adelante, un largo camino bordeado de tilos conducía hacia los límites de la propiedad, al portal que se encontraba frente al pequeño camino de Paragon, perdido entre las fincas que lo rodeaban, tanto casas señoriales como granjas.

Del otro lado, la casa daba a un bosque que bordeaba un pinar en el medio del cual se encontraba un gran tanque de agua de lluvia, que también recibía agua de la ciudad, y nos servía de piscina durante las calurosas tardes de verano.

Más lejos, a la derecha de la casa, mi padre había hecho construir una casita para nuestros abuelos, pequeña pero muy acogedora. Cada mañana escuchaba a la vendedora de queso de cabra fresco que hacía sonar su bocina en forma de cuerno anunciando su llegada a la casa de mi abuela, y me abalanzaba para probar el queso recién salido del molde, que mi abuela endulzaba. ¡Qué rico era ese queso! ¡Todavía recuerdo su sabor!

Más lejos aún, se encontraba la cantera de arena que ya no se usaba y donde mis primos, mi hermano y yo organizábamos bajadas inolvidables, solo interrumpidas brutalmente por una piedra u otro objeto antiguo que emergía de la arena cuando nos deslizábamos con más fuerza. Así fue que trajimos a casa una antigua lámpara de aceite romana y una carroza en miniatura, que debía ser un juguete del siglo xviii. En cambio, allí perdí mi cruz de bautismo y todas mis medallas. La arena entrega, pero también toma lo que quiere.

Teníamos también muchas higueras y nos encantaba ir a recoger sus frutos. Estaban bastante lejos de casa. Un día, mientras caminaba hacia las higueras, un ganso malhumorado que se había escapado del corral comenzó a morderme las pantorrillas. Corrí y busqué refugio en los brazos de mi madre. Desde entonces, detesto a esos animales.

Nuestras jornadas tenían todas el mismo ritmo. Por la mañana, íbamos al mar; después del almuerzo y de una breve siesta, nos adentrábamos en el bosque de pinos; en la cantera nos bañábamos en el tanque de agua, juntábamos piñones que rompíamos con piedras para comerlos en seguida, nos peleábamos... Después nos escapábamos hacia el desván, donde podíamos abrir la baulera para descubrir ropa antigua –en su mayoría, trajes de carnaval o de bailes temáticos– que nos probábamos, muertos de risa, y ajustábamos a nuestro tamaño con alfileres dobles.

Una tarde, un amigo y yo aparecimos disfrazados de novios: él en un traje blanco Luis XV, yo con un vestido con miriñaque, seguidos de los otros chicos que acompañaban la boda, disfrazados de torero, bretón o arlequín.

Nuestras vacaciones estuvieron marcadas por travesuras cuyo recuerdo humillante sigue vigente. Por ejemplo, cuando apostamos quién sería capaz de subir hasta la cima de un viejo ciprés. Dos de nosotros logramos llegar, pero tuvimos que bajar a gran velocidad, cubiertos de hormigas rojas que nos picaron sin piedad. Corrimos gritando hacia la casa, donde nos metieron en la bañera con ropa y todo para ahogar a nuestras torturadoras. Con el mismo amigo, André, esperando –demasiado, según nuestro criterio– la salida para una boda, decidimos bajar a la bodega y bombardearnos con bolas de carbón. Nuestra ropa terminó negra, nuestros cuerpos también; después de una paliza y un buen baño, nos vestimos –esta vez en forma más sencilla– y, colorados de vergüenza, salimos con mucho atraso.

También nos gustaba mucho jugar a la guerra: mi hermano, mis primos y yo, por un lado, y los niños de una propiedad cercana, por otro. Un día, buscando identificarse, uno de ellos dijo: “Somos comunistas”. Fui a ver rápidamente a papá y le pregunté qué era lo contrario de “comunista”. Con una sonrisa, él me respondió: “Croix de Feu”. Fue así que sostuvimos memorables batallas entre las dos facciones durante todo el verano. El placer que me procuraba el mando y la batalla me persiguió durante mucho tiempo, y hasta que terminé la escuela no tuve en el cuerpo –y en particular en las rodillas– las marcas de esas luchas.

Pero las madres también hacen tonterías (o más bien las tías). Mi hermano todavía no sabía hablar y lo habían vestido para la boda de un primo. Tenía que caminar delante de los novios y... nunca quiso poner un pie en el suelo. Gritaba tan pronto trataban de ponerlo en pie. Recién a la noche nos dimos cuenta de que una tía le había puesto sus zapatos de charol nuevos sin quitar el bollo de papel de gasa que tenían en la punta.

Las vacaciones también se llenaban de olores familiares y deliciosos, como el del gran árbol de tilo que nos embriagaba con el dulce perfume de sus flores; en la cocina, cuando pelábamos los grandes tomates del jardín, henchidos por el sol; los perfumes del “día de las mermeladas”, cuando mamá revolvía en una gran olla de cobre las frutas mezcladas con azúcar. Podíamos acercar pequeñas rebanadas de pan que untábamos con la capa superior de las mermeladas, una suerte de espuma todavía caliente. Nos deleitábamos con esta merienda observando cómo mamá ordenaba las masas de membrillo sobre las fuentes y luego las cortaba en pedazos para que pudiéramos comerlas durante el invierno. Recuerdo también un almuerzo al aire libre, cerca de la cocina, preparado solo para mí: nuestra empleada me traía pajaritos, producto de la caza de su hijo. Cocinados en una cazuela, comidos con la mano, tenían un sabor inolvidable y un aroma que todavía me hace cosquillas en la nariz.

Las vacaciones, fiestas perpetuas, estaban salpicadas de verdaderas celebraciones rituales o espontáneas, tanto en invierno como en verano. ¡Qué felicidad despertarse por la mañana el día de Navidad! Buscábamos los regalos yendo de chimenea en chimenea. Recuerdo el asombro de mi hermano frente a un largo auto con pedales, mi decepción frente a una muñeca demasiado linda, demasiado bien vestida, que unos días más tarde dejé olvidada bajo el gran árbol de tilo despojado de hojas, justo antes de una tormenta. ¡Terminó totalmente arruinada! Navidad, la mesa preparada con los trece postres provenzales tradicionales, entre los cuales podíamos elegir después de comer un ganso relleno cuidadosamente preparado.

Pero el día más hermoso, sin duda, era el de Pascua. Lo esperábamos con ansiedad, y era precedido por el Domingo de Ramos, cuando asistíamos a misa para hacer bendecir el boj y nuestros ramos, que parecían pequeños arbustos pero que, en realidad, estaban hechos con hierro y papel rellenos con golosinas. Semana Santa: todos los primos que vivían desparramados por la Costa Azul se reunían para compartir la Pascua. La misa era larga, cantada por todos con ganas, y luego volvíamos a Beaupin. Teníamos que buscar en la casa y en el parque los huevos de Pascua que habían sido escondidos por nuestros padres. ¡Qué alegría! ¡Qué orgullo encontrar la mayor cantidad posible! Pero cada año uno o dos se perdían y más tarde solíamos encontrar la cinta de un huevo que se había convertido en un charco de chocolate.

Luego almorzábamos en una gran mesa cubierta con un mantel blanco y limpio que, como el resto de la casa, había pasado por su “limpieza de primavera”. No se trataba solamente de encerar pisos, lavar azulejos con cepillo, limpiar los objetos de cobre para que brillaran, sacar la vajilla de los armarios para eliminar cualquier rastro de polvo, lavar las cortinas en el lavadero y secarlas en el césped; también incluía la revisión de toda la ropa de casa, que se desplegaba para comprobar su limpieza y luego era ordenada en los armarios, poniendo los manteles y las sábanas que solían estar debajo en la parte superior de las pilas para permitir un uso más parejo.

También nos gustaba transformarnos en actores de teatro, no faltaba ningún cuento o fábula y, una vez más, el desván nos proveía de nuestros trajes. Entonces organizábamos, frente a nuestros padres, representaciones teatrales tales como Los Tres Cerditos o Caperucita Roja. Mis padres amaban las fiestas, las celebraciones. Por la noche, al acostarnos, mamá y papá venían a darnos un beso, y tengo grabados en mis pupilas los vestidos largos que ella solía ponerse. Un paquete de caramelos depositado por ellos al pie de la cama cuando volvían compensaba su ausencia. No siempre nos dormíamos, y con los ojos apenas abiertos, mirábamos con fervor a nuestros padres, que nos parecían los más lindos del mundo.

¡Bendito tiempo de mi infancia en Beaupin! Pero también en París, donde el departamento era más pequeño pero nos permitía disfrutar más de nuestros padres. Hacía mi tarea bajo una gran lámpara verde, papá me ayudaba, y esos momentos de dulzura profunda están grabados para siempre en mi memoria. Sin alzar la voz nunca, él me enseñó todo. Una noche, la víspera de Navidad, alguien tocó a la puerta: era un hombre agotado, que llevaba un cartel publicitario que debía ponerse encima en la calle (era un hombre-sándwich). Sabía que papá lo conocía y poco después supe que era marqués, de una antigua familia que se remontaba al Renacimiento, y que su atracción por el juego le había hecho perder la herencia de sus padres y de su tía hasta el punto de tener que rebajarse a la categoría de hombre-sándwich. Papá lo ayudó dándole dinero y mamá lo alimentó. Tan pronto como se fue, papá me explicó cómo había llegado a tal situación y me hizo entender el valor del dinero, mientras me mostraba que también había que saber compartir. Nunca olvidé la lección.

Durante el mes de agosto, íbamos de vacaciones a la montaña. A papá le gustaba recordar su infancia y llevarnos a hacer senderismo por los Alpes (cada uno de nosotros tenía un bastón para sostenerse), y nos deteníamos en las granjas, donde nos servían leche tibia de vaca o de cabra recién ordeñada. Durante uno de esos paseos, mi padre demostró un extraordinario valor y una gran calma cuando estuvo a punto de perderme. En efecto, teníamos que cruzar el Mar de Hielo, un glaciar ancho y profundo. Papá tomó a mi hermano en brazos y, con su vara afilada y sus zapatos con crampones, empezó a cruzar el glaciar y me pidió que esperara hasta que él volviera a buscarme. ¿Por qué esperar? Todo parecía tan fácil, caminaba con tal soltura, que sentí que yo podía hacer lo mismo... Y me dispuse a seguirlo, sin que se diera cuenta. Me resbalé y, a los gritos, empecé a deslizarme por el glaciar con la cola, paralizada de frío y miedo. Gracias a Dios, más adelante me detuvo una gran piedra en punta que me desgarró el muslo. Grité con más fuerza, pero mi caída se había terminado afortunadamente sin demasiado daño. Papá depositó a mi hermano del otro lado del glaciar, me sacó de la piedra, ató un pañuelo grande alrededor de mi muslo que sangraba a borbotones y me tomó en sus brazos, sin decir nada. Sabía que había entendido cuán imprudente había sido y no quiso añadir nada. ¡Su calma, determinación y amor me dieron una gran lección!

Mi infancia fue brutalmente interrumpida por la enfermedad y la muerte de papá. Después de verlo sufrir sin quejarse, después de que me hubiera contado unos días antes de su muerte todos los proyectos que tenía para mi hermano y para mí, murió a principios de enero de 1939, y ya nada fue igual.

Vi salir la procesión fúnebre que lo llevaba, mi hermanito adelante con mis tíos, mientras que, según los ritos del sur de Francia, mamá, mis tías y yo permanecimos en la sala de estar. Me escapé tan pronto como se alejó el coche y me escondí para llorar sola mi dolor en el bosque de pinos. Lo había perdido todo, ya lo intuía, y rápidamente lo comprobé.

Un tío, hermano mayor muy cercano a mi papá, había arreglado para recuperar el control de las acciones de la empresa creada por papá, donde se encontraban reunidos todos nuestros bienes. ¡Las acciones al portador pertenecían en aquel entonces a las personas que las poseían físicamente! Este tío había tenido una situación modesta toda su vida. Con la asistencia de abogados deshonestos, pudo apropiarse de las acciones al portador, quedarse así con la casa de Beaupin y echarnos. La guerra recién empezaba. Mamá pudo conservar sus muebles de familia y sus joyas, pero tuvo que venderlos más adelante en peores condiciones (recuerdo unos pendientes de diamantes que Luis XVI había regalado a una de mis antepasadas y que desaparecieron en el desastre). Nos alojamos en un departamento con un pequeño jardín, cerca del mar, en el barrio Malmousque de Marsella.

La Segunda Guerra Mundial empezó mientras éramos reducidos a la condición de huérfanos pobres: nuestra madre nunca había aprendido a trabajar, lo que significaba un grave problema. Los tíos y tías, primos y amigos desaparecieron, y nos quedamos solos los tres, con nuestro amor y nuestro dolor compartidos, pero en situación de necesidad.

Los años de guerra en esas condiciones fueron espantosos, pero ricos en aprendizajes. ¿Cómo olvidar los dos inviernos, los más fríos desde hacía mucho tiempo, durante los cuales la nieve cubrió Marsella? ¿La dificultad para alimentarse, las colas sin fin en las que nos turnábamos desde la medianoche hasta el mediodía, primero yo hasta las 5 de la mañana, después mi hermano hasta que partiera para la escuela, y finalmente mamá hasta que la atendieran? Y todo ese tiempo solo para obtener unas galletas de castañas y ¡azúcar falsa! Cómo olvidar la ropa de cama bordada que entregábamos de a poco a la panadera para pagar el pan, los trabajos cansadores que mamá aceptaba cuando se los ofrecían, recurrir a subsidios para vivir: tener derecho a formar parte de los pobres, que diariamente recibían una “sopa popular”; acceder a una participación de los beneficios del Estado en la venta del tabaco en los estancos [débits de tabac], gracias a los largos trámites realizados por mamá y porque papá había sido herido durante la guerra. Todavía recuerdo las tardes que pasé ayudándola a rehacer sus cuentas, sus adiciones, y consolándola frente a una situación que dominaba con dificultad, pero con un valor ejemplar. ¡Mi corazón se cerraba al ver los dedos y los pies de mi hermano con quemaduras causadas por el frío y la privación de alimento! Nuestra ropa era confeccionada con las cortinas y otras telas para muebles que mamá había logrado sacar de Beaupin. Excepto nuestros zapatos (con suelas de cartón), que por desgracia tuvimos que cambiar con frecuencia, no volvimos a usar nada nuevo hasta que yo empecé a trabajar. Teníamos hambre, frío y estábamos solos, o casi. De nuestra familia, únicamente la hermana mayor de mi padre, la tía Brigitte, seguía en contacto. Fuimos a su casa en Marsella, en una zona algo especial porque las casas estaban construidas en la ladera de la colina. Se entraba por una escalera que corría paralela al techo, hasta bajar al primer piso, donde vivía mi tía la mayor parte del tiempo. La escalera desembocaba en un pequeño jardín en la parte inferior del valle. La tía Brigitte nos preparaba sopas corsas y conseguía broccio fresco, que tanto nos gustaba. Toda la vida tuvo una gran pasión por mi padre y concentró en Francis y en mí su amor fraternal, pero ella tenía ideas fijas acerca de todo. Un día, para no tener que escucharla despotricar sobre no me acuerdo qué cosa, agarré una escoba y subí al techo del lado de las escaleras, dispuesta a romper las tejas si me perseguía. Tuvimos un intercambio desagradable, ella en la escalera y yo sobre el techo, pero todo terminó con risas; a pesar de todo, la quería. Mi primo Marcel Jullian –con el cual me reencontré años más tarde, en 1967– relató también en uno de sus libros su infancia provinciana y corsa y sus controversias con la tía Brigitte, de la cual solo tenía malos recuerdos. Intercambiamos entonces nuestras fotos y fue una gran alegría recordar nuestra infancia.

Una familia que vivía cerca de nuestro departamento también trató de ayudarnos. La abuela y la madre eran de Provenza; el padre era corso y la pareja tenía un hijo de mi edad. Se llamaba Maurice Pianelli, y se convirtió en nuestro amigo. Íbamos juntos a bañarnos al mar, jugábamos en el jardín, lo queríamos mucho y aún hoy seguimos viéndonos e intercambiando recuerdos comunes en las Calanques o en otros lugares. El padre de Maurice había llegado a ser un poco nuestro segundo padre. Nos ayudaba a hacer los deberes y nos dio mucho afecto. La madre nunca me quiso, ¡tenía miedo de que le sacara a su hijo! Eso nos tenía sin cuidado, y cuando nadábamos delante de su casa lográbamos escondernos detrás de las rocas para que no pudiera vernos. Nos recibía a regañadientes y, como yo le contestaba, la situación no era nada fácil. Maurice, para alejarse de su madre, se convirtió en capitán y pasó la mayor parte de su vida surcando los mares asiáticos.

Mamá intentó mejorar nuestro menú comprando una cabra, con la intención de que nos diera cabritos y leche. También me pidió que la llevara a las afueras de Marsella, a pie, para que se aparease con un chivo, lo que hice, muerta de vergüenza por tener que cruzar muchas calles y vecindarios con semejante animal. Pero nuestra Blanchette nunca nos dio cabritos ni tampoco leche; al contrario, comió cuidadosamente la corteza de los arbustos de nuestro pequeño jardín, que pronto murieron. Sin embargo, se quedó con nosotros mientras permanecimos en Marsella, y tuve que rehacer una vez más el horrible trayecto a pie con mi acompañante. ¿Hace falta contar que Blanchette parió poco después de nuestra partida?

Iba a la escuela en bicicleta para no tener que pagar el pasaje del tranvía, y volvía con mi botellón lleno de la sopa popular que iba a buscar después de clase, la cabeza llena de sueños y de lecciones aprendidas en los libros que devoraba con apetito. Viví la épica napoleónica, la fuerza de un clan corso, recordé lo que mi padre había podido hacer y, con ingenuidad, imaginaba lo que podría hacer yo también para ayudar a mi familia a salir de la pobreza y, en primer lugar, para comer lo suficiente. Todavía siento la fuerza del mistral en mi cara, mi dificultad para respirar, para luchar contra los elementos, y al mismo tiempo mis ganas de vivir, sobre todo de vivir mejor.

Mi alegría, mi florecimiento los encontré en la escuela, en particular en la secundaria. Devoraba mis libros escolares desde el comienzo del año, escuchaba con pasión las lecciones de mis profesoras y las admiraba. Una de ellas, una profesora de Latín y Griego, me conmovía particularmente. Tenía una cara triste, grandes ojos azules y una larga trenza de pelo rubio. A ella le debo el gusto por el latín, que no nos enseñó como una lengua muerta, sino proponiéndonos actuar escenas de autores latinos. Así fue que al final del año escolar hicimos una representación teatral ¡en latín! Sentía que ella se aislaba de las otras profesoras y busqué acercarme. También me invitó a su pequeño departamento, donde vivía sola con su bebé. La escuchaba, la veía vivir, llenaba mis ojos de todo el cariño que sentía por ella y fueron momentos eternos.

Al año siguiente, no la tuvimos más como profesora, nos dijeron que se había ido. Mucho más tarde supe que era judía, pero nadie pudo decirme si había podido reunirse con su marido en Londres o si los alemanes la habían enviado a un campo de concentración. ¡Nunca me voy a olvidar de ella! Me gustaban todas las materias, y sobre todo las Matemáticas. Recuerdo un episodio: una mañana llegué a la escuela con la solución a un problema. Me di cuenta rápidamente de que era la única que había encontrado esa respuesta: todas las demás alumnas habían elegido otra. Sostuve mi posición porque no entendía lo que había hecho el resto. Fui la única en tener razón, y eso me enseñó a no cambiar de opinión sin entender.

Por el contrario, no me gustaba, mejor dicho, odiaba a mi profesora de Costura y Manualidades. Dedicaba sus clases a explicarnos cuán responsables éramos de la derrota de nuestro país, cuántas más cualidades tenían los alemanes que nosotros, por qué teníamos que acercarnos a ellos, y que debíamos aceptar ser alimentadas con topinambures y aguaturmas, a modo de penitencia. Nos enseñaba a cocinar estas verduras, a zurcir y coser. Siempre fui zurda, cosa que la profesora no podía soportar, y siempre me ponía un cero, independientemente del cuidado con el que realizara mi labor. Es mi único recuerdo malo de la escuela. ¿Cómo podíamos aceptar lo que nos decía después de ver a las Fuerzas Armadas italianas bombardear nuestra catedral un día de primera comunión, y después de ver los cuerpos de niñas de nuestra edad vestidas de blanco, yaciendo sin vida en la puerta de la iglesia? Teníamos mucho odio contra los alemanes y los italianos, y al mismo tiempo los profesores de la secundaria y mamá nos decían que había que respetar al mariscal Pétain porque “había permitido a Francia no sufrir el mismo destino que Bélgica”. Aprendíamos canciones y hacíamos gimnasia para participar en las extensas festividades en el estadio Jean-Bouin, cuando el mariscal pasaba por Marsella. El llamamiento del 18 de junio, la Resistencia, los campos de concentración en Alemania... nadie hablaba de eso, nadie hablaba de eso a nuestro alrededor. Solo se comentaban las victorias o el hundimiento de la flota francesa en Tolón. Mi hermano y yo éramos probablemente demasiado jóvenes para saber qué pasaba realmente en Alemania. Los indicios más evidentes de la guerra eran la privación de comida y de ropa, y el aislamiento total de la parte norte del país, que dividía a Francia en dos.

Nuestro aislamiento cesaba durante las vacaciones. Mamá nos enviaba de campamento, Scouts para mi hermano, Printemps, el equivalente para chicas, para mí. Nos íbamos de vacaciones a Auvernia, a un pueblo cuyo nombre ahora es conocido por todos: Pompidou. Caminábamos en medio de una vegetación densa y verde, hacíamos juegos en equipo, asistíamos al izamiento de la bandera cada mañana y cantábamos viejas canciones nostálgicas desde el anochecer hasta el amanecer. Quería a nuestras guías, rápidamente me convertí en jefa de un equipo y de esta forma comencé a aprender a liderar; me gustaba que cada persona pudiera desarrollarse tanto como fuera posible. Mantuve a lo largo de mi vida el gusto por el trabajo en equipo, la alegría del esfuerzo y de la investigación en común. Nuestras vacaciones fueron también el único momento durante el cual podíamos comer sin pasar hambre, porque la vida en Auvernia era menos dura que en la Costa Azul. El pan era distribuido con parsimonia en función de los tickets de racionamiento; en la sopa, en cambio, las verduras eran más abundantes y las daban mezcladas con un poco de carne. La manteca, cuyo gusto habíamos olvidado, era distribuida en pequeñas cantidades. Vi a veces robar pan de los armarios, rivalidad frente a las porciones servidas y las mentiras que conllevaban.

Nuestra vida en Marsella, la armonía que supimos encontrar en esa situación de reclusos, se vio de repente interrumpida. Los alemanes, frente al avance de las fuerzas aliadas, decidieron construir el “muro del Mediterráneo”, como lo habían hecho al oeste con el “muro del Atlántico”, y en dos días tuvimos que dejar nuestro departamento. Obtuvimos, como una excepción, la autorización para ir hacia la región de París, porque era el único lugar donde un hermano de mamá nos podía recibir.

Mamá preparó las valijas, llenó los baúles y nos pidió ponerlos, al final del día, en el jardín, para facilitar el trabajo de los hombres que iban a venir a la mañana siguiente a hacer la mudanza. Por la noche, unos vándalos saquearon las cajas, y fue así como lo que mi tío no había podido robarnos y lo que mamá todavía no había vendido quedó en manos de ladrones: libros raros y platería, entre otras cosas.

A pesar de la escasez de vivienda, mi tío Marc había podido encontrar para nosotros un departamento decente en Bécon-les-Bruyères, cerca de París, para alquilar por un año. Pudimos así asistir a los liceos Condorcet y Racine, cerca de la estación Saint-Lazare. Mi hermano se acostumbró a estos cambios; yo no. No encontraba en estas nuevas profesoras, distantes, la calidez humana de mis profesoras de Marsella. Me empecé a aislar, muchos se burlaban de mi acento, de mi torpeza, de mis trajes pobres. Comencé a escaparme de la escuela con un primo de mi edad, Jacques. Así recorrimos París disfrazados de zazús, nos bañamos en el río Sena, nos unimos a una banda de jóvenes indolentes, fue la buena vida... ¡hasta que nuestros padres se enteraron de nuestras escapadas! Mi primo Jacques era el nieto de mi tío Marc, el mayor de los hermanos de mamá. Este último era muy alto, medía como dos metros, y era muy flaco. Comía mucho picante como recuerdo de su pasado en las colonias. Sus intestinos lo pagaron caro, se los fueron seccionando en sucesivas operaciones. Tenía una imaginación desbordante y había presentado varias patentes, aunque sin éxito comercial. Se la pasaba escribiendo a los muchos amigos que había acumulado durante su vida de viajero solitario. En efecto, se había casado muy joven con una mujer alemana de la alta nobleza, que le había dado una hija. El segundo embarazo de mi tía, de gemelos, le costó la vida. Uno de los gemelos murió, y mi tío Marc no quiso ver al segundo, que fue criado por mi abuela. Nunca volvió a casarse. El primer contacto con él era bastante particular debido a su nariz aguileña y a su único ojo, que miraba como si tratara de perforarte (había perdido el otro en la guerra y llevaba uno de vidrio), pero en realidad tenía un corazón enorme, y su diferencia de edad con mamá (más de 17 años) lo convirtió para ella en un padre más que un hermano. Ella le tenía un gran afecto. Él siempre se esforzó por ayudarnos en función de sus limitados recursos. Había logrado adquirir un pequeño chalet en las afueras de París –en Asnières, no lejos de Bécon–, y a menudo íbamos a visitarlos a él y a su hija. Así pude ver el Sena crecer y desbordarse durante las grandes inundaciones de la posguerra. La planta baja del chalet estaba bajo el agua; la familia vivía en el primer piso y lo íbamos a visitar en barco. ¡Era como estar en Venecia! Nosotros, los niños, estábamos entusiasmados, pero ¡cuántos daños!

Llegó el verano de 1944, cada vez más se hablaba de la avanzada de las tropas aliadas hacia la capital, por lo que no podíamos irnos de vacaciones. Seguía bañándome en el río Sena hasta que me contagié gravemente de fiebre tifoidea y meningitis, probablemente debido a la contaminación del agua. Estaba tumbada en mi cama con las ventanas del departamento cerradas, el sol no atravesaba ni las persianas; Francis se había ido a casa de unos primos. Mamá me cuidaba y el médico venía a menudo. Desde el fondo de mi cama podía oír, sin reaccionar, las palabras del doctor tratando de consolar a mamá, diciéndole que tenía pocas posibilidades de restablecerme. Estaba luchando sin ruido, sin movimiento: perdí el pelo, absorbía la penicilina que una prima que pertenecía a la Resistencia había pedido a las Fuerzas Armadas estadounidenses y me curé.

Los aliados habían llegado a París y, tan pronto como me fue posible, fui hasta la Torre Eiffel, donde acampaban los estadounidenses, para tratar de conseguir algunos cigarrillos, chocolate o corned beef, que luego revendía, como hacía la mayoría de los franceses; así le llevaba algo de dinero a mamá. Tiempo después me propusieron un trabajo durante un mes en una fábrica de radios. Obviamente, acepté: de esa forma, aprendí las presiones del trabajo en cadena y la alegría de tener mi primer sueldo. Mis compañeros, apenas mayores que yo, me recibieron muy bien, y de esa experiencia guardé una amistad entrañable con Gina, una joven de origen italiano con quien hice unas cuantas escapadas. El objetivo era conseguir de unos agricultores, a 50 kilómetros de París, huevos, pollos y queso a precios inferiores a los que se podían encontrar en el mercado negro en París. Vendíamos nuestros productos con ganancia y nos quedábamos con una parte para nuestras familias. Un día, mientras regresábamos del campo en tren con nuestro queso, huevos y pollos escondidos en unas bolsas pesadas, pasamos la vergüenza de oír cómo cacareaba una gallina frente a nuestros vecinos desconcertados. Más tarde, al llegar a casa, para nuestro asombro y el de mamá, teníamos un huevo adicional en la canasta.

Otro cambio nos esperaba durante el otoño: el departamento de Bécon, en el cual nos habíamos quedado más tiempo de lo esperado inicialmente, debía ser liberado, y mi tío Marc nos ayudó, una vez más, a encontrar un nuevo hogar en Montmartre, o, mejor dicho, un reducto, donde finalmente nos instalamos. Tenía una única habitación con una ventana y un tragaluz, y una pared de por medio: el lado del tragaluz correspondía a una cocina muy estrecha, y el de la ventana daba a la sala de estar, que también servía de cuarto de dormir para mamá y para mí. Dormíamos en la misma cama. Detrás, otro pequeño tabique separaba la sala de un gran armario, que se convirtió en el cuarto de Francis, con una cama chica. El baño estaba situado en el palier. Mamá utilizaba como bañadera su fuente de cobre de Beaupin que servía para hacer dulce, y nos enjuagábamos con una esponja grande. Ella, al recordar su juventud en amplias casas, en Beaupin –que tanto amaba y que hubiera debido convertirse en mi casa en el futuro–, en la mansión de su madre, miraba esta casa con desesperación; sin embargo, con toda la energía de la que disponía, empezó a buscar pequeños trabajos para hacer y visitó a nuestros vecinos.

Así fue como conocimos a nuestra vecina de enfrente, una anciana encantadora, y a su sobrino, que venía a verla a menudo. Era un artista, bailarín, y solía bailar de telonero antes de la proyección de películas, como era costumbre en aquel tiempo. Mamá tenía muchas ganas de que yo aprendiera a bailar. A falta de un profesor para señoritas, preguntó si el sobrino de la vecina podría enseñarme a bailar, y él aceptó. Conocí entonces el placer de la danza, de todos los bailes modernos, en un estudio para artistas en Montmartre, hasta que mi profesor-pareja de baile me preguntó si quería acompañarlo en su carrera profesional y en su vida. Era un buen muchacho, pero no me atraía la vida bohemia; tampoco lo amaba, así que el asunto terminó ahí.

A menudo, los fines de semana salíamos de campamento con Gina y otros amigos hacia las afueras de París. Éramos todos pobres, pero compartíamos con alegría lo poco que teníamos y pasábamos noches enteras alrededor de un fogón cantando viejas canciones francesas. Entre los muchachos que nos rodeaban, había uno que parecía siempre distante y triste, y vi que sus compañeros solían ponerlo en medio de ellos, como para ocultarlo, tan pronto como nos acercábamos a un pueblo. Una noche, después de nuestras canciones, cuando estuvo todo tranquilo, le pregunté suavemente por qué estaba tan lejano en su pensamiento. Dudando un poco, me contó sus experiencias. Un año antes del final de la guerra había entrado en la Legión de los Voluntarios Franceses (LVF) porque le gustaba el ejército, la guerra. Apenas tenía 18 años y no entendía lo que estaba sucediendo. Participó de duras batallas, luego había huido cuando se declaró el cese de las hostilidades, pero era buscado por combatientes de la Resistencia que querían matarlo, como a otros miembros de la LVF. Tenía miedo y se sentía diferente a todos nosotros. Me dio lástima y decidí ayudarlo con mi amistad, acompañándolo a las estaciones cuando tomaba un tren para que tuviera una actitud más normal. Después de unos meses, la caza de los exmiembros de la LVF se calmó, él decidió salir del país, y no lo vi nunca más.

Gina tenía un novio que era contrabajista en una famosa orquesta de la época, y así pude asistir a espectáculos de jazz. Siempre había un lugar para nosotras, y fue maravilloso ver a esos cantantes, ¡esos músicos que nos traían un poco de Estados Unidos, que tanto nos hacía soñar! Estas veladas, los fines de semana de campamento, fueron probablemente los únicos entretenimientos de mi adolescencia.

Mamá estaba cada vez más cansada: agotada de cuidar a niños y con una dieta demasiado pobre en alimentos, no podía continuar viviendo de esta manera. Tomé la decisión de abandonar mis estudios. Atrás quedaban mis sueños de convertirme en profesora de Francés, Latín y Griego, tenía que trabajar y ayudar a mi hermano a seguir estudiando para tener más tarde una profesión. Después de ocho meses de estudio, obtuve un título en una escuela de taquigrafía y dactilografía. Mi profesora, una señorita malhumorada pero con buenas intenciones, me encontró trabajo en un banco que buscaba reemplazante para los meses de julio y agosto de 1946. Acepté de inmediato. Para esas vacaciones de verano, mamá se fue con mi hermano a casa de unos tíos en el sur y me encontré sola en mi reducto, comiendo pastas y arroz hasta mi primer sueldo. ¡Qué alegría poder trabajar! Siempre llevaba la ropa que mamá me confeccionaba, hacía mis zapatos con plataforma yo misma, pero no tenía cartera y necesitaba una máquina taquigráfica, ya que el banco no tenía. ¡Yo era su primera estenotipista! Le pregunté a una prima lejana si podía prestarme el dinero para comprar esta máquina, lo que hizo sin mucho entusiasmo, convencida de que utilizaría el dinero para divertirme. Dejé la máquina en la oficina y su caja se convirtió en mi cartera durante un tiempo. Fue así como me presenté, el 1° de julio, en el banco, con el corazón latiendo después de haber bajado la colina de Montmartre a pie hasta el bulevar Haussmann. Mi sueldo era de 3.000 francos antiguos al mes, que incluso para la época era un salario muy bajo, pero fue mi primer sueldo y estaba por cumplir 17 años. Mi segundo nacimiento, mi verdadera libertad, comenzaba. Recuerdo que uno de mis primeros sueldos me permitió comprarle a mi hermano, que en aquella época tenía 15 años, su primer traje con pantalones largos. Nos fuimos de compras a una gran galería y pidió llevarlos puestos. En el camino de regreso a la colina de Montmartre se miró en todas las vidrieras. ¡Éramos tan felices! Seguimos toda nuestra vida haciéndonos regalos fraternos. Mamá podía ver el futuro con menos incertidumbre. Francis continuó sus estudios, llegó a ser doctor en Medicina y, más tarde, director de la clínica que él mismo había fundado.

Capítulo II

Los señores Seligman y Cía.

1946-1956

La libertad pertenece a aquellos que la han conquistado.

Napoleón

El banco de negocios no tenía ninguna ventanilla a la calle y ocupaba tres plantas de oficinas sobre el bulevar Haussmann, del tercer al quinto piso. El tercero era el que correspondía a los socios y el cuarto era utilizado para las filiales que no fueran del banco, que estaba en el quinto piso. Una escalera se sumaba al ascensor común a todos los propietarios. Me acompañaron hasta el quinto piso, el de los servicios de relación con el cliente, y fui presentada a varios jefes de departamento: de caja, cartera de inversiones, cambio, títulos, bolsa de valores.

Los negocios importantes se trataban en las plantas inferiores, ya que nuestra clientela de base, poco numerosa y rica, rara vez pasaba por las cajas. Poco a poco, aprendí a escribir por mi cuenta los consejos a los clientes, a utilizar las máquinas donde se inscribían los movimientos de las cuentas, a descontar las letras de cambio, a saber los nombres de las empresas que cotizaban en bolsa y el nombre de sus accionistas, clientes del banco. La guerra había provocado, por desgracia, muchas pérdidas entre el personal, y toda sangre nueva era bienvenida. Fui, pues, muy bien recibida. Me mantenía ocupada aprendiendo acerca de las operaciones de tesorería y de cambio. La velocidad con la que el cambista, un suizo, hacía malabares con las tarifas y sus contrapartes me fascinaba, y me juré que yo también podría actuar de manera similar si lograba permanecer en esa casa.

Los dos meses pasaron rápidamente y mi contrato temporal se transformó hasta el punto de que permanecí 10 años en aquel banco. Mi jefe suizo me enseñó a realizar inversiones de dinero en efectivo y a hablar con los brokers, dejándome primero a cargo de operaciones pequeñas. Viendo que no cometía errores, a pesar de la aprensión de algunos en el banco y porque no había otra persona para hacerlo, me dejó a cargo del manejo de este servicio al año siguiente, durante sus vacaciones. Me ocupaba de llamar a los corredores, discutir la tasa y la duración de las inversiones, por teléfono, según era la costumbre. Por lo general, se asombraban, cuando me invitaban a almorzar, al ver a la chica con quien habían trabajado por teléfono. ¡No podían imaginar que era tan joven!