Venciendo al Monstruo del Silencio - Fany Inés Fanelli - E-Book

Venciendo al Monstruo del Silencio E-Book

Fany Inés Fanelli

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Beschreibung

Un día de verano, sentada en el sillón de la abuela, comencé a revolver esas vivencias que tenía guardadas en mis silencios. Mi alma se fue deleitando con tantos gratos recuerdos, pero también se arrugó de dolor y comenzó a tirar fuera todo lo que la hizo sufrir. Cada momento me puso de pie frente a la «Balanza de las Decisiones» y tuve que optar con qué valores enfrentar lo que la vida ponía en mi camino y fui cargando en mi «Mochila de la Vida» enseñanzas que hoy comparto en esta historia. Te invito a leerla, contándotela tengo la certeza de que vencí al Monstruo del Silencio que por años me tuvo amordazada. Y, al vencerlo, estoy pidiendo por la necesidad de un Sistema de Protección para las personas víctimas de Abuso Psicopático. Vivir no es fácil, pero es maravilloso, es un desafío permanente y no darse por vencido es el mayor trofeo que podemos levantar mientras vamos tratando de alcanzar la felicidad.

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FANY INÉS FANELLI

Venciendo al Monstruo del Silencio

Mi Vida, Mi Verdad

Fanelli, Fany Inés Venciendo al monstruo del silencio : mi vida, mi verdad / Fany Inés Fanelli. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2023.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-4479-7

1. Autoayuda. I. Título. CDD 158.1

EDITORIAL AUTORES DE [email protected]

Índice de contenido

Niñez en el campo

El milagro

Postales de pura inocencia

La familia primero

Lo inesperado

Lo que el ciclón nos dejó

La amistad como bandera

El tabaco, ese amigo traicionero

Nada volvió a ser igual

Aquel día

Decisión desacertada

Ahogada por el universo

Luchando por el futuro

El mito de Sísifo

Abriendo un nuevo camino

Estoy viva

Primer objetivo cumplido

Cumplir el sueño

Ser maestra, primeros pasos

Entrando a la trampa

Atrapada en una telaraña

Un compromiso con la fe

La experiencia que transformó mi vida

La alegría de anunciar el Evangelio

La grieta

Lenguas de fuego

Doble cara

Sueños rotos

El último golpe

Nuevos caminos

Necesidad de saber

Fin del silencio

La Calumnia de Apeles

Mi vida, Mi verdad

Venciendo al Monstruo del Silencio

«Conocerán la verdad y la verdad los hará libres». Jn. 8, 32

FANY INÉS FANELLI

Venciendo el Monstruo del Silencio

Mi vida, Mi Verdad

«Conocerán la verdad y la verdad los hará libres». Jn. 8, 32

A mis hijos, el amor más intenso que experimenté en mi vida.

A la memoria de mis padres que me dieron la vida.

A mi esposo Omar, compañero y amigo, de esta aventura de vivir.

Vivir

Volar libre cual mariposa en busca

de la flor más perfumada.

Volar al impulso interior buscando

el perfume de la felicidad,

de los valores que elegimos como guía,

de la estela que deseamos dejar en este vuelo

por el mundo terrenal.

Volar libre es libertad de ser uno mismo

sin temor al qué dirán.

Volar libre cual mariposa en busca

de la flor más perfumada.

Volar libre es vivir.

Mama y papá,

gracias por darme la vida,

gracias por el amor que me dieron,

gracias por enseñarme a vivir,

gracias por la fe que sembraron,

como gran tesoro, en mi corazón.

Mamá y papá, los extraño.

Mis padres

Elina Lardini nació el 24 de febrero de 1926 y Alfredo Adolfo Fanelli, el 22 de enero de 1916. Ellos unieron sus vidas el 26 de agosto de 1954.

Dios los llamó a su presencia, a papá el 8 de junio de 1968 con 52 años y a mamá el 16 de marzo de 2015 con 89 años.

Prefacio

«No se inquieten. Crean en Dios y crean también en mí. En la Casa de mi Padre hay muchas habitaciones;

si no fuera así, se lo habría dicho a ustedes. Yo voy a prepararles un lugar. Y cuando haya ido y les haya

preparado un lugar, volveré otra vez para

llevarlos conmigo, a fin de que donde yo esté,

estén también ustedes». Jn. 14, 1- 4

En esas palabras Jesús nos está explicando lo que es la vida: un peregrinar por el mundo terrenal para volver a la Casa del Padre, donde hay muchas habitaciones y cada uno tenemos una preparada para cuando Él vuelva a buscarnos. También nos advierte; no se inquieten, un lindo consejo que nos cuesta ponerlo en práctica, pero Él nos lo dice sabiendo que nos enfretaremos a situaciones difìciles y es la fe la que nos ayudará a tranquilizarnos.

Con mis 68 años, en el camino de regreso de mi vida, decidí escribir Mi Verdad, la que le dejo a mis hijos especialmente, a mis seres queridos y a todos los que deseen conocerla. Para poder hacerlo tuve que conquistar mi mundo interior y llegar a esos rincones a los que muchas veces les di la espalda, los negué, los quise borrar. Con la orden de una necesidad interior todo lo traduje en palabras escritas, palabras que hace años están en lo profundo de mi ser sin ser pronunciadas, que nadie pudo escuchar, ni escribir ni leer. Nuestro interior es un constante fluir de diálogos que quedan allí sin que nadie los conozca, pero yo decidí darlos a conocer.

Una vez me dijeron «el inocente grita», a lo que yo respondí: «pero cuando puede». Cuando la verdad queda pisoteada y manchada de mentiras, muchas veces gritarla no es conveniente. Es necesario que pase el tiempo, tal como decía Miguel de Cervantes Saavedra: «Confía en el tiempo, que suele dar dulces salidas a amargas dificultades».

El Dr. Viktor Frankl1 consideraba que la experiencia humana tiene tres dimensiones: la física, la mental y la espiritual. En este libro traté de contar mi experiencia en esas tres dimensiones, aquí dejo al descubierto todas mis vivencias, aquí queda plasmada Mi Verdad.

Escribo sintiendo la necesidad de dejar un legado a mis hijos y a mis nietos, sobre cosas buenas y malas, pero siempre tratando de reflexionarlas desde la fe, pensando que sobre cada situación puede haber muchas miradas y todas deben respetarse.

Creo con firmeza que con fe, dedicación, compromiso y entereza todo es posible, hasta en los climas más hostiles. Quiero ser útil a otros, porque sé que muchas veces, en la adversidad, nos podemos sentir muy solos y no lo estamos, Dios nunca nos abandona y en los momentos más difíciles nos carga en sus brazos.

Al revolver mis recuerdos me envuelve un tsunami de emociones, me enfrento con el dolor, la tristeza, la injustica y también se hacen presentes las alegrías y la felicidad que me dejaron una sonrisa tatuada en el rostro imposible de borrar.

Mi historia comienza mucho antes de que llegase a este mundo, pero a partir de mi nacimiento las vivencias comenzaron a pertenecerme de una manera distinta. Llegué al mundo terrenal y sin que nadie la vea, colgaba de mi espalda la «Mochila de la Vida», en ella fui cargando brillantes piedras preciosas y, otras, muy pesadas y opacas. Esas cargas son las que me fueron condicionando la manera de enfrentar la vida, cosa que yo hice con la fe como pilar.

Nunca terminaré de agradecer a mis padres que la hayan cultivado en mi corazón. Cada vez que tuve que enfrentarme a la «Balanza de las Decisiones» mi fe hizo que me pregunte: «¿Qué haría Jesús en mi lugar?». A partir de la respuesta que le daba a esa pregunta traté de tomar la decisión más justa.

Lo que aquí expreso es Mi Verdad, mi forma de ver lo que la vida me fue poniendo en el camino. Reflexiono, algunas veces, con enojo, otras con rencor, otras con amor y otras con perdón, porque soy humana y no quiero dejar de serlo, porque somos lo más hermoso que Dios ha creado, con nuestros defectos y con nuestras virtudes. Todas ellas las dejo al descubierto, desnudando así mi alma. Somos seres imperfectos, nuestra herencia intergeneracional, la que nos llega desde Adán y Eva hasta la de nuestros más cercanos antepasados, influyen en nuestro ser. La separación de Adán y Eva de Dios nos dejó un alma herida que clama por volver a la paz y armonía de los días en el paraíso unidos a nuestro Creador, es así que una insatisfacción permanente merodea nuestra existencia. La herencia que nos llega de nuestros antepasados más cercanos, quizás algunas veces la podemos identificar, pero otras tantas las desconocemos y a medida que avanzamos en nuestro árbol genealógico menos sabemos, pero el desconocer no impide que influya en nuestra vida.

Desde nuestra alma herida emergen nuestras imperfecciones, pero los valores que elegimos para que guíen nuestra vida harán que estas sean más o menos notorias. Cada vez que un valor logra vencer un antivalor nuestra vida da un paso que la dignifica y engrandece.

Tengo como lineamiento para llevar adelante este escrito una frase de San Agustín: «Si al decir la verdad pierdes la caridad, tu verdad no tiene valor».

Durante el tiempo en que escribí mi historia, honrar las palabras de San Agustín no fue fácil y no sé si siempre lo logré. Sin embargo, en cada página está el esfuerzo por no apartarme de ese valor.

De todas maneras, este libro habla solo de mí, es Mi Verdad, relato los distintos hechos de mi vida de acuerdo a mis vivencias, según los pensamientos, las emociones y las reflexiones que a mí me generaron. Es Mi Verdad, según los paradigmas que estructuran mis pensamientos, influidos por mis creencias, mis experiencias, mis juicios, los mandatos. Si cualquier otra persona involucrada en esta historia la relatara, lo haría según sus pensamientos, sus emociones, sus reflexiones que seguramente serían distintas a las mías, lo haría según su verdad y me atrevo a decir que hasta podría ser opuesta a la mía. Cada uno vive su vida, que sí o sí está entrelazada con otras, de una manera única, irrepetible e influida por la carga de la «Mochila de la Vida» y por las opciones que elegimos cada vez que nos enfrentamos a la «Balanza de las Decisiones».

Cuando mi opción fue vencer al Monstruo del Silencio, comencé a escribir, iniciando un importante proceso para dejar al descubierto Mi Verdad, la que estaba muy mal herida por el Monstruo del Mal.

Tuve necesidad de sacar ese manojo de silencio acumulado en mi pecho, más allá que me crean o no. Cuando a una persona se la quiere silenciar lo primero que se le dice es «loca», adjetivo que me adjudicaron, pero en estas páginas, que escribo a corazón abierto, siento que logré derrotar al Monstruo del Silencio que tantos años me tuvo amordazada.

Verdad y Libertad

El Monstruo del Silencio,

gestó en mi mente palabras

que fueron creciendo

y al llegar el momento del parto

no las dejó tener vida propia,

las encerró y les impidió

que yo las pronunciara,

y nadie pudo escucharlas.

Les prohibió que yo las escribiera

para que nadie las leyera y

conozca Mi Verdad, la que

quedó en la oscuridad

de una fría prisión de mi alma.

El Monstruo del Silencio,

a cada una de las palabras

que yo necesitaba pronunciar

para gritar Mi Verdad,

se las tragó por años

y las borró una y mil veces

cada vez que intenté escribirlas.

El Monstruo del Silencio,

en complicidad con el Monstruo del Mal

llenaron mi Mochila de la Vida

con pesadas piedras y amenazantes temores.

El Monstruo del Mal y su ejército,

me acorralaban y me paralizaban,

mi refugio seguro fue

aferrarme al Monstruo del Silencio,

pero me ahogaba, me asfixiaba,

mi respiración se entrecortaba.

Mi Verdad ardía en mi interior

con fuerza imposible de contener.

Cómo vencer a estos monstruos

que durante tanto tiempo

me ocasionaron dolor,

me preguntaba frente a

la Balanza de la Decisiones.

Y un día tímidamente, las palabras,

comenzaron a asomarse,

al tiempo que una fuerza

sobrenatural las lanzaba

a una hoja en blanco,

que poco a poco dejó ver

las primeras oraciones que iban

pronunciando Mi Verdad,

la que comenzó a latir con fuerza,

cual corazón que inicia una vida

para ya no detenerse y

avanzar en el desafío de darse a conocer,

con la certeza que esa Verdad viva

me regalaba la ansiada libertad

para vivir en paz.

Ya lo afirmó Jesús:

«Conocerán la verdad y la verdad

los hará libres».

1. Dr. Viktor Franklneurólogo, psiquiatra y filósofo austríaco, fundador de la Logoterapia y Análisis Existencial. https://www.centrodelogoterapiacr.org/viktor-frankl/

CAPÍTULO 1

Mis cimientos

 «Antes de formarte en el vientre materno,

yo te conocía…».Jer. 1, 5

Amanece un día de verano de 2023 en Chabás, mi amado pueblo ubicado al sur de la provincia de Santa Fe, a solo 80 kilómetros de la ciudad de Rosario. Con alrededor 8000 habitantes, es un lugar donde mis antepasados desarrollaron su vida, donde mis padres decidieron permanecer para hacer la suya, lugar que quiero y nunca se me ocurrió abandonar. Pasaron varios años desde aquel sábado 28 de mayo de 1955, cuando mi vida irrumpió en este espacio terrenal. Me llamaron Fany Inés, y mis padres, Elina Lardini y Alfredo Adolfo Fanelli, me esperaban con alegría.

Hoy me cubre un cielo profundo, inmenso, la luna se desdibuja con los primeros rayos del sol que asoman en el horizonte. Pinceladas de rojo y naranja van apagándose a medida que el sol avanza. Las nubes corren lentamente, como queriendo detenerse para escuchar el trinar de los pájaros que envuelven el ambiente. Una suave brisa mece las ramas de los árboles, algunas hojas caen y otras susurran una suave melodía, el césped verde se extiende debajo de mis pies, el cómodo sillón de la abuela es el lugar perfecto en donde mi cuerpo descansa, cierro los ojos y disfruto de los ruidos del silencio del amanecer en el campo.

Estoy en mi lugar en el mundo, donde mi mente se carga de recuerdos. Los rayos del sol fueron avanzando y el día fue despertándose, juegan a las escondidas entre las hojas y llegan a acariciar mis cabellos. Un calorcito dulce me envuelve. Estoy acá, en este lugar que fue testigo fiel de mi infancia. Respiro profundo, tomo conciencia de los latidos de mi corazón, estoy viva, quiero detener el tiempo en este momento tan sublime que la naturaleza despierta y la creación entra en movimiento. Quiero detener mis pensamientos, pero se escapan, se van al pasado y me descubro mirando hacia atrás y caminando hacia otros tiempos. Me elevo para ver con más nitidez el largo camino recorrido.

Hace varios años que atravesé la mitad de mi vida, mi niñez y mi juventud quedaron atrás, la madurez alcanzada con los años transcurridos me permite tener una mirada reflexiva sobre todo lo vivido. Una mirada distinta, una mirada desde los ojos de Dios, que me ayuda a descubrir cómo, en cada momento de mi vida, Él no solo me acompañó, sino que me enseñó con cada alegría y con cada tristeza.

Imposible aquietar mis pensamientos, van y vienen por distintos momentos de mi vida, me roban una sonrisa cuando llegan a mi mente los felices recuerdos, cargados de inocencia de mi niñez; a gran velocidad saltan a esos sueños cumplidos, pero de inmediato se cruzan los que quedaron truncos; vuelvo a la alegría de los importantes tesoros que ocupan mi corazón; después aterrizo en esos hechos que me dejan cuestionamientos sin respuestas y las lágrimas humedecen mi rostro; vuelvo a tantos otros instantes que acarician mi alma con una dulce sonrisa; regreso al presente y sonrío, agradezco a Dios por estar aquí en mi lugar y tener esta oportunidad de recordar y reflexionar.

Sé que mi vida estaba en los pensamientos de Dios desde la eternidad y Él decidió que este fuese mi tiempo terrenal.

«El Señor me llamó desde el seno materno,

desde el vientre de mi madre pronunció 

mi nombre.» Is. 49, 1

Él ya tenía elegida mi ascendencia y mi descendencia, Él tenía elegida la familia que me contendría y me acompañaría en este corto tiempo que dura la vida terrenal y Él tenía pensado, también, este momento.

«Porque yo conozco muy bien los planes que tengo proyectados sobre ustedes…» Jer. 29, 11

Vivir es asistir a la mejor universidad, la que te da el título que ninguna institución educativa puede darte. Los exámenes que se rinden en la Universidad de la Vida se aprueban, no con una nota sino con el alma, con el corazón y el cuerpo, y las enseñanzas que te deja son las más valiosas, son las que se adquieren por medio de las experiencias.

Esta Universidad de la Vida tiene raíces profundas, que están enclavadas en mis antepasados y toman de ellos muchas de sus experiencias que se entrelazan con las mías. Las huellas que ellos dejaron hoy influyen y van formateando mi existir. Esas huellas impactan en mis pensamientos, en mis sentimientos, en mi forma de actuar, en mi vida entera. La que soy hoy, con mis actitudes y mis aptitudes, se lo debo a mis raíces y a mis propias decisiones, esas que pude tomar gracias a mi libertad.

Somos seres bio-psico-sociales-espirituales y nos vamos formando a partir de la influencia que ejercen los acontecimientos de nuestra vida, los felices y los dolorosos. Recibimos una herencia intergeneracional, que en parte nos determina los rasgos físicos: color de ojos, cabellos, piel, estatura, pero también heredamos un bagaje inconsciente, parte de la vida psíquica transmitida de generación en generación. La herencia de nuestros antepasados tiene un peso importante y muchos de nuestros actos son configurados por ella.

Estoy acá, invadida de recuerdos, cada uno me lleva a una emoción distinta. Paso de la alegría a la tristeza, de la angustia al temor, de la serenidad a la inquietud, de la ira a la paz. Sonrío al verme niña, feliz, cargada de proyectos, imaginándome grande, apurada por que el tiempo pase.

Hoy estoy disfrutando de este maravilloso amanecer, en este lugar que me vio crecer. Recuerdo aquella vida tranquila, monótona, aquí en el campo, con papá, mamá, la abuela Quinta y yo. Trabajar la tierra era la pasión de mi papá y los quehaceres domésticos ocupaban el tiempo de mi mamá, siempre atenta a que ningún detalle se perdiera. La abuela yendo y viniendo por la casa, dispuesta a contarme un cuento en cualquier momento, mimarme con una caricia o relatarme una historia de su vida. Yo, entre mis juguetes, la muñeca con ropita que le cosía mi mamá, la mesita y la sillita que me hizo mi papá.

En las cálidas noches de verano, la abuela Quinta, con su cabeza blanca y la infaltable peineta al costado, se sentaba en el patio en una reposera y yo me paraba atrás, la peinaba y ella me invitaba a admirar la belleza del cielo estrellado, un cielo azul-celeste adornado por innumerable cantidad de estrellas titilando, iluminando y dibujando las más variadas formas.

—Mirá, esas son las Tres Marías —me decía—. Aquellas forman el puñal, esas tres marcan la punta, estas son el cabo…, esta es la Cruz del Sur… aquellas tienen forma de carrito.

También me contaba cuentos.

—Este es real, pasó de verdad —decía y me relataba las apariciones de la Virgen de Lourdes y lo milagrosa que es el agua que sale del manantial que Bernardita descubrió por indicación de la Virgen María.

Cuando ella falleció, en 1959, la casa parecía vacía, quedamos solos los tres: mamá, papá y yo, en la calma del campo.

Las abuelas son esos seres angelicales de la infancia, sellan, marcan, dejan huellas. Esperaba los domingos para ir a visitar a la otra abuela, la que vivía en el pueblo, la mamá de mi mamá. A la abuela María la recuerdo sentada en una silla bajita rezando el rosario. Cuando llegaba, me llamaba para hacerme «Tacha Tachola»: me sentaba en su falda, me tomaba de las manos y me mecía hacia atrás y hacia adelante mientras cantaba «TachaTachola tacha de miguele dostá lo doryemeli, meli meló, butamelo io, io» y terminaba tirándome bien hacia atrás, haciéndome cosquillas y llenándome de besos. A mis abuelos no los conocí personalmente, pero me hablaron de ellos y me mostraron fotos, así es que siento que los conocí más allá de lo físico.

Sigo viajando cada vez más atrás en el tiempo. Mis abuelos maternos y paternos eran italianos, se conocían de cuando vivían en Italia, en la provincia de Macerata. Fueron de los que tomaron la decisión de venir a «hacer la América». Eran los tiempos de la revolucionada Italia de Benito Mussolini. Un tiempo de post guerra donde a la miseria había que hacerle frente a cada paso y el futuro se veía oscuro.

Buscando una vida más segura, más digna, decidieron lanzarse a la aventura de cruzar el océano.

Sus viajes fueron en distintos momentos, pero en estas tierras se reencontraron y volvieron a mantener el vínculo de amistad. Más tarde, con el matrimonio de mi mamá y de mi papá fueron familia.

Los padres de mi papá, Nazareno Fanelli y Quinta Staffolani, nacieron en Italia, Quinta en Montecassiano el 5 de febrero de 1889 y Nazareno en San Severino Marche el 27 de febrero de 1881. Vivían en la provincia de Macerata y sus pueblos se encuentran a pocos kilómetros de distancia, en la región de Marche, en el centro-este de Italia, pegada al mar Adriático. Es una zona de campos verdes con pequeñas ondulaciones de terreno que embellecen el paisaje lleno de pequeños pueblos medievales en perfecto estado de conservación.

Corría el año 1901 cuando, Nazareno, el más grande de sus hermanos, a los 20 años vino solo, luego vinieron sus padres y el resto de la familia, y se radicaron en Funes, provincia de Santa Fe.Seguramente él viajó en ese año y en 1905 el resto de la familia, coincidiendo el viaje con los Staffolani. Muchas veces escuché decir que las dos familias viajaron en el mismo buque.

Quinta, cuando se subió al barco, tendría 15 o 16 años y había fallecido su mamá. Su papá, Benito Staffolani, decidió venirse con seis de sus hijos, quedando dos en Italia. Me imagino lo doloroso de la situación: haber perdido a la mamá y dejar la tierra natal, dos desprendimientos muy fuertes.

Los Staffolani se radicaron en Centeno, provincia de Santa Fe, es decir que estaban a pocos kilometros de Funes.

Nazareno y Quintase casaron el 6 de agosto de 1908 en Centeno y se fueron a vivir a Funes donde residía Nazareno por entonces. Nace Arturo, su primer hijo en 1909. Se mudan a Chabás, seguramente por razones laborales. Nace el segundo hijo, Bruno, que muere muy pequeño. Otro hijo, Marcelino, muere a los 9 años. Los demás hijos fueron: Mafaldo, José, Bruno, Alfredo (mi papá), Elisena e Ignacio.

Quinta quedó viuda joven, a los 54 años. Le hizo frente a la vida con fortaleza. Uno de los pilares que la sostuvo fue la fe en Dios.

Por el otro lado, María Mosca y Enrique Lardini, los padres de mi mamá, vivían en Macerata y en 1922 decidieron embarcarse hacia Argentina. Ellos no tenían casa propia, residían en el campo donde trabajaban. En busca de un mejor porvenir y huyendo de las cicatrices dejadas por la Primera Guerra Mundial, donde habían perdido familiares en el combate, decidieron embarcarse hacia Argentina.

Tenían tres hijos: Luis, apodado «Yiyo», David y Dino. Pero esto no era todo, al emprender el viaje, mi abuela estaba embarazada de su cuarto hijo, Fernando. En Argentina, además, nacieron Elina (mi mamá), Inés y Enrique.

En este viaje-aventura hacia América, vinieron en la bodega de un barco de carga. Siempre contaban que tuvieron un gran susto, porque había empezado a entrar agua en el barco, pero lograron llegar a puerto y salvarse.

Me imagino a mi abuela en su juventud, embarazada, preparando los baúles que trajo con ropa. No faltarían las lágrimas, sentiría temor del mundo desconocido que habían decidido enfrentar. Con tres hijos pequeños y uno en camino, cuánta angustia, desolación, desconfianza, incertidumbre. Los imagino cargando los baúles y los bolsos a un carro. Veo también los bultos que dejaban de cosas que no eran posibles acomodar para el viaje. Veo como cada uno sostenía en sus espaldas la propia «Mochila de la Vida», con esa carga íntima y oculta a los demás, que guarda los dolores, las alegrías y las esperanzas. Los veo sujetar la carga al carro y salir, mirar atrás y ver alejarse la casa que los cobijaba, para saltar al vacío y caer en una nueva dimensión. El carro se alejaba y el interior de su corazón se rasgaba al ver quedar atrás todo lo que hasta ese momento era su vida.

Elina, mi mamá, me contó la historia de esta manera: «Cuando mis padres vinieron de Italia, fueron a un campo donde estaba la familia Marinelli, unos parientes que habían venido antes. Allí tuvieron que dormir en el suelo, hicieron un colchón con chalas2. Ella me contaba que le decían: ‘A la Argentina no te lleves nada, allá hay de todo’.Pero mi mamá se trajo dos baúles llenos de ropa igual, lo que siempre agradecía a Dios porque acá la miseria fue muy grande.

Mi mamá y la que fue mi suegra, Quinta Staffolani de Fanelli, se conocían de Italia y ella iba a pie al campo de los Fanelli a lavarle la ropa.

Mis padres murieron jóvenes, mi papá tenía 55 años. Cuando se murió mi papá éramos todos chicos, él tenía gripe, fue al baño, que estaba afuera, y le agarró la recaída».

Me encuentro ahí parada, en el año 1922, reconstruyendo la historia de mis antepasados. El Monstruo del Mal que reinó durante la guerra asegurando que todo quedara trastocado por la destrucción, estaba allí disfrutando sus logros, viendo cómo les desestructuró la vida a muchas familias. Mis antepasados estaban allí, en ese tiempo de post guerra donde todo era difícil, donde la miseria, la pobreza, dificultaba construir una vida digna, era como construir sobre arena, no había una base sólida donde afirmarse. La vida era inestable, como un barco a la deriva, y no querían eso para sus hijos. Ellos buscaban un lugar para edificar la vida, buscaban una roca donde sostenerse, donde afirmarse, pensando en darle algo mejor a sus hijos, y lo primero que debían hacer era poner los cimientos. Cuando se comienza a edificar una familia se necesita amor para iniciar el proceso y trabajar para lograr frutos.

«Se parece a un hombre que, queriendo construir una casa, cavó profundamente y puso los cimientos

sobre la roca. Cuando vino la creciente, las aguas se

precipitaron con fuerza contra esa casa, pero no

pudieron derribarla, porque estaba

bien construida». Lc.6, 48

Los veo frente a la «Balanza de las Decisiones», poniendo en un platillo lo que tenían que dejar y en el otro lo que elegían, analizando cómo se proyectaba el futuro desde uno y desde otro platillo. Y eligieron dejar su país natal para lanzarse a la aventura en América. Seguro que no fue fácil la decisión, pero estaban dispuestos a buscar un futuro con más posibilidades.

Los veo preparándose para una primera y ardua batalla con la esperanza de que la derrotada fuera la pobreza y la vencedora la dignidad que da un trabajo que permita satisfacer las necesidades básicas, que muchas veces habían sido inalcanzables.

Empacar, salir, dejar atrás muchas vivencias, no saber si algún día podrían volver a ver lo que hasta ese momento era su lugar. Y como exigencia del alma que sufre, intentando aminorar el dolor, las palabras se escondieron para no expresar todo lo que interiormente desgarraba esa partida. El Monstruo del Silencio, agazapado, huyendo de la luz que mostraba la cruel realidad, comenzó a cavar una cueva oscura y fría en un rincón del corazón de esos jóvenes aventureros. Allí se instaló para ahogar toda palabra que recordara a su querida Italia, a su amada Macerata natal.

«Yo voy a enviar un ángel delante de ti, para que te proteja en el camino y te conduzca hasta el lugar que

te he preparado». Ex. 23, 20

Cuando las cosas no están bien, cuando vemos nuestro futuro incierto, porque hay demasiados obstáculos en el camino, no podemos quedarnos sentados esperando a que las cosas cambien. Al contrario, es el momento de levantarnos y ser artífices del cambio de nuestro mundo. Debemos ser parte activa de nuestra historia. Así como mis abuelos se aventuraron en busca de un futuro mejor, dejaron su tierra y salieron cargados de esperanzas, hoy nosotros debemos enfrentar las adversidades que se nos presentan y nunca perder las esperanzas.

San Agustín decía: «La esperanza tiene dos hijos: la ira y el valor. La ira para indignarse por la realidad y el valor para enfrentar esa realidad e intentar cambiarla».

Aquellos jóvenes inmigrantes estaban indignados por la realidad que los rodeaba, pero tuvieron el valor de intentar cambiarla y optaron por lanzarse a la aventura de «hacer la América».

La amenaza del Monstruo del Mal que con sus grandes manotas empuñaba el arma de la guerra los enfrentó a la «Balanza de las Decisiones», el peso de la esperanza los impulsó a decidirse intentar un cambio. La angustia los envolvía y el Monstruo del Silencio los hacía tragarse toda palabra para que la despedida sea menos difícil.

En la «Mochila de la Vida» iba cayendo las pesadas piedras de la angustia de abandonar su tierra, pero también caían en ella las piedras preciosas de la esperanza que aligeraba la marcha y la hacía más liviana.

Y esa decisión que ellos tomaron, entre dudas y esperanzas, hizo que mi vida se desarrollara en este lugar, el que no cambiaría por ningún otro; lo siento, lo toco, lo acaricio, lo disfruto como mi lugar, el que me abraza, me contiene, me inspira, el que hoy me da permiso para ir y venir a lo largo de mi vida, al mismo tiempo que la reveo, la analizo, la valoro y la reflexiono con la experiencia del tiempo transcurrido.

Aquí, debajo de estos mismos árboles, pasé mis primeros años, los que me marcaron para siempre, poniéndole a mi ser ese toque de inocencia que da crecer en el campo.

Y hoy, en este amanecer de verano, estoy aquí, frente a la «Balanza de las Decisiones», donde tantas veces me puso la vida. En un platillo estoy poniendo Mi Verdad y en el otro El Monstruo del Silencio. Los miro. El platillo de Mi Verdad se está inclinando demasiado, las palabras amordazadas comienzan a soltarse de sus cadenas y van cayendo una a una. Las veo danzar, se sienten libres, totalmente libres. El Monstruo del Silencio se desespera, intenta cazar a cada palabra para volverla a su prisión, pero ellas llenas de valor, lo enfrentan y ya es imposible detenerlas, ellas están dispuestas a escribir sin miedo Mi Verdad.

Yo sigo en el cómodo sillón de la abuela y las preguntas me interpelan…

¿Qué me dejaron mis antepasados?

¿Qué tan importante es en la vida conocer la verdad?

¿El silencio es un monstruo o un ángel?

¿El silencio es cómplice de la injusticia?

¿La verdad se defiende con las palabras?

¿Por qué el mal es un monstruo cuya misión es generar sufrimiento y dolor?

¿Cómo sería el mundo si el mal no existiera?

¿Llegó el momento de decir Mi Verdad?

Antepasados

Un barco zarpa,

navega mar adentro,

Italia se pierde en el horizonte.

Mis antepasados se lanzaron

a la aventura,

con incertidumbre y esperanza,

van hacia lo desconocido.

Ellos son mis raíces,

las que me alimentaron y

mi historia modelaron.

Vivieron momentos

de angustia, dolor, pesadumbre,

también estuvo la risa, la alegría

y en la unidad familiar

no dejaron de confiar.

Me sellaron con la herencia

de levantarse y seguir con paciencia,

y siempre honrar la vida.

2. Chala: Conjunto de hojas que envuelven la mazorca de maíz.https://www.asale.org/damer

CAPÍTULO 2

Niñez en el campo

«Inicia al niño en el camino que debe seguir, y

ni siquiera en su vejez se apartará de él». Prov. 22, 6

Gozo hay en mi alma con los recuerdos de mi niñez en el campo. Lo simple de un amanecer o un atardecer carga en mi «Mochila de la Vida» múltiples piedras preciosas que sellan esos inolvidables días.

Vivir en el campo te regala experiencias únicas. Andar a caballo para mí era cosa de todos los días. Iba y venía con el petiso bayo mientras el balde se hundía en el pozo para salir cargado de agua que se volcaba en el bebedero de los animales… ¡toda una aventura! Después, recorría el potrero mientras los teros gritaban y, según el dicho popular, si el tero grita llega visita.

Recuerdo un día, en una de esas recorridas, que el caballo empezó a galopar y me llevé un buen susto que terminó dibujando una sonrisa en mi rostro al tiempo que mi cuerpo temblaba y de mis ojos caían algunas lágrimas.

—No, no me dio miedo —decía con palabras entrecortadas y la respiración agitada cuando me preguntaron si estaba bien.

Si bien en esa vez no me pasó nada, se me viene a la mente un episodio en el que la pasé mal. Un mediodía, mi papá venía con los caballos de pasar la rastra y yo fui a su encuentro, me dio las riendas para que los guíe hasta el corral, pero se asustaron y empezaron a galopar; mis piernas quedaron enganchadas en las riendas, me arrastraron y el roce con el suelo me raspó las piernas, los brazos y la espalda. Mi papá corría desesperado para alcanzarme y sacarme de tan difícil situación. Fue una desgracia con suerte.

Me traslado al lote sembrado de maíz, allí las espigas lucían como las más bellas muñecas, la barba era su cabello, al que lavaba y peinaba y el juego se desarrollaba al costado de la plantación, entonces las muñecas eran muchas y las cabezas para lavar y peinar también.

—¡No entres al lote! —se escuchaba a mi mamá gritar desde la casa. Su temor se debía a que, al entrar, empezara a caminar y me desorientara.

También pasaba horas jugando entre los ligustros que rodeaban al monte de mandarinas; dibujaba las habitaciones de una casa con un palito en la tierra y me entretenía jugando a la mamá con mis muñecas.

Las trojas3… ¡un adorno infaltable en el extenso patio del campo! Un acontecimiento único se daba cuando se llenaban. El carrito subía cargado de espigas de maíz a través del cable que se sostenía de un alto poste que se elevaba desde un costado de la troja, al llegar a la parte más alta, la puerta se abría y las espigas caían a gran velocidad adentro de la troja. Para mí era un espectáculo de Hollywood. Después de un tiempo venía una máquina a desgranar las espigas. Esa máquina tenía una manga larga, que se mantenía inflada y largaba muchísima pula4. Mi mamá cerraba herméticamente las puertas y ventanas para que no entre eso ni los ratones, que se veían salir de la troja buscando un escondite donde preservar su vida.

De hecho, ¡un día pasó lo inesperado! La máquina estaba desgranando las espigas de maíz, yo andaba hurgando por el lugar y de la troja salió un ratón, lo corrí, lo pisé, pero el ratón se dio vuelta y me mordió a la altura del tobillo. Yo sacudía mi pie para desprenderlo, pero el ratón no me soltaba y mi llanto era estridente. ¡Qué revuelo se armó! Me llevaron al médico, me pusieron la vacuna antitetánica y me recetaron una medicación para prevenir la infección.

Hasta aquel incidente los ratones me resultaban simpáticos porque cuando se me cayó el primer diente, me lo hicieron poner debajo de la almohada.

—El Ratón Pérez pasa a buscarlo y te deja un regalo —me dijeron.

¡Esa fue una noche emocionante! Quise irme a dormir temprano para acelerar la llegada del Ratón Pérez. Con cuidado puse el diente debajo de la almohada, en realidad lo puse en una orilla porque pensaba que tal vez el ratón no tuviese fuerzas para correrme y sacar el diente, me costó dormirme. Y cuando me desperté vi que había un paquete detrás de la almohada, lo desenvolví rápidamente y me sorprendí con una pequeña guitarra de madera color amarillo y negro. «¡Qué genio el Ratón Pérez!» pensé. Aún la conservo. En la caída de los dientes siguientes me dejó monedas. Eso hizo que mirara a los ratones con cierta simpatía, pero después de aquella mordedura nunca más los miré con bondad. Y así, en la historia de mi vida, quedó escrito cómo un ratón me hizo un regaló y otro me mordió.

Volviendo al cereal guardado en bolsas y en la troja… estos generaban el dinero para el sustento de la familia. Recuerdo a mi papá y a sus dos hermanos, también socios, escuchando la radio, alrededor de las 16.30, cuando desde la Junta Nacional de Granos informaban el precio de los cereales.

Una anécdota que me roba una sonrisa llega a mi mente. Un día, frente a la puerta de la herrería, mi papá y mi tío Ignacio estaban esperando el precio de los cereales cuando surgió una situación con los caballos que estaban en el corral:

—Escuchalo y nos decís, escuchá bien el precio del maíz y del trigo —me dijeron y me dejaron ahí sola, mientras ellos iban a atender el asunto.

Yo preparé un palito para escribir el precio en la tierra y no olvidarme. Llegó el momento y la radio sentenció: «El trigo sin cotización» y yo escribí en la tierra: «5 tización». Cuando regresaron mi papá y mi tío, les mostré cómo había cumplido la orden, ellos miraron mi anotación y se empezaron a reír. Yo me preguntaba por qué se reían tanto. Evidentemente les di ternura porque me dijeron: «Muy bien, menos mal que escuchaste el precio, sobre todo el del trigo».

En el campo, al llegar el atardecer, para iluminar las noches, se le ponía kerosene al farol, se encendía y esperábamos a que los últimos rayos de sol dejaran de iluminar para darle protagonismo. El espacio que nos cobijaba a partir de ese momento era la cocina-comedor, la cocina a leña encendida en las noches de invierno nos regalaba un ambiente calentito y agradable. Durante la cena escuchábamos con atención el radioteatro de Alfonso Amigo, y luego era el momento de hacer la tarea. Mi mamá hojeaba las revistas Billiken5y Anteojito6 buscando las palabras que exigía la consigna. Más de una vez pasaba un buen rato con un lápiz en la mano y una hoja que ella giraba buscando un espacio libre para ensayar las cuentas que podían llevarla a encontrar la solución del problema que a mí no me resultaba nada fácil. Y antes de ir a la cama llegaba el infaltable partidito de chinchón7.

En las noches de verano comer en el patio era la atracción. Poníamos el banco como mesa en el lugar más fresco y mientras esperaba que llegara la cena me entretenía mirando a algún sapito que aparecía atraído por la luz, para comerse a los inofensivos cascarudos. La decoración más atractiva era la cantidad de luciérnagas que recorrían el monte de mandarinas, que estaba justito enfrente de donde cenábamos. Y las protagonistas de la sobremesa eran las estrellas… Mirar el cielo estrellado era un atractivo diario en mi infancia. Las noches nubladas, cuando las estrellas no podían distinguirse con nitidez, eran oscuras y sin atractivos.

Antes de irnos a dormir, con mi papá, farol en mano, recorríamos la parte de atrás de la casa. Había que corroborar que todo estuviera bien: los animales en su lugar, los galpones cerrados y verificar si las tramperas habían cazado algún ratón, de esos que nunca faltaban entre la estiba8 de bolsas de trigo, el gallinero también tenía que estar cerrado porque si no las comadrejas se comían a los pollitos. Siempre nos deteníamos a disfrutar del cielo estrellado, de la luna gigante que nos iluminaba y seguro detectábamos las titilantes luces azules de algún avión, que apenas se veían.

—Ese va a Córdoba, ese a Buenos Aires —me decía mi papá, según la dirección que llevaban.

Recuerdo que una noche estábamos en la cocina escuchando la radio y se anunció que en pocos días se vería un cometa a las 4 a.m. El día esperado llegó y el despertador sonó unos minutos antes de las cuatro. Nos levantamos, salimos al patio, nos alejamos de la casa buscando un lugar lo más descampado posible y allí apareció el cometa, con una cola extensa, brillante; mis ojos fijos, sin parpadear, pasaron largos minutos observándolo. Era el cometa Ikeya-Seki, que pasó en septiembre de 1965, tenía una cola gigantesca, muy brillante, de hecho, fue uno de los más brillantes de los últimos 1000 años, y yo tuve la suerte de haberlo visto en su esplendor.

Mi «Mochila de la Vida» se iba llenando de piedras preciosas que hacían mi vida feliz y llena de proyectos.

La vida de campo tenía lindos matices que me hacían sentir bien, pero el deseo de ir a vivir al pueblo siempre me rondaba, le pedía a mi papá que comprara una casa cerca a la iglesia así podía ir a misa.

Nací en una familia creyente, mi papá dedicaba tiempo para hablarme de Dios, me invitaba a caminar por el camino que nos conducía a la tranquera del campo y en ese recorrido me contaba de Dios, de Jesús, de la Virgencita y me explicaba cómo debía actuar en la vida. Yo escuchaba, y gracias a eso cada consejo reflotó en distintos momentos de mi vida. Era muy insistente en que debía ser honesta y, fundamentalmente, sincera.

—Nunca debés mentir —afirmaba con fuerza.

Al llegar la noche nos acostábamos juntos, ese era el momento de la catequesis. Así fui conociendo a Dios. Mi papá me enseñó a rezar, todas las noches... Padrenuestro, Avemaría y Gloria. Si no había mucho sueño el Credo. ¡Qué gratos momentos!

Los relatos bíblicos sobre el Niño Jesús y los Reyes Magos eran muy comunes para mí. Esperaba Navidad y Reyes con mucha emoción y en las dos fechas escribía la carta pidiendo regalos, pero siempre la terminaba igual: «A mí me gustaría, pero si no pueden no importa, déjenme lo que puedan».Recuerdo repetir año a año el mismo pedido: «Una muñeca que hable y camine», y le agregaba: «Pero si no me la pueden traer, cualquier cosa me gusta».En una Navidad el Niño Jesús, al que cada año le escribía una carta pidiéndole un regalo, me dejó un par de chinelas de plástico transparente, ¡toda una novedad para la época!

También me acuerdo de un 5 de enero mágico, yo tendría seis años. A la tarde había llovido, estaba ansiosa, tenían que pasar los Reyes, un dejo de angustia y preocupación me invadía, porque quizás el barro no los dejaría llegar hasta mi ventana. Dormir era imposible, así es que la decisión fue esperarlos. Ruidos extraños me inquietaban y me alegraban: «Deben ser ellos» pensaba. Los perros ladraron en varias oportunidades, eso sí me preocupaba: se asustarían los camellos y se irían.

El complot estaba muy bien organizado, mi papá me dijo que estaba cansado y que se iba a dormir temprano. Mi mamá, sacudiendo la mano, expresó: «Vení, vení, vamos a quedarnos quietitas acá en el living y dejamos a oscuras la ventana donde pusiste los zapatos y el pasto, porque si ven luz difícil que pasen». Por supuesto que cumplí al pie de la letra las indicaciones. Fue ese el momento justo para que mi papá vaya a buscar un caballo y lo lleve hasta la ventana para que quedaran las huellas marcadas en el barro.

Después de un rato mi papá salió del dormitorio y al verme despierta me dijo:

—¡Cómo me dormí! ¿No pasaron todavía? ¿Querés que vayamos a ver? —me dijo.

El corazón me latía a toda velocidad, sentía calor, me temblaban las piernas. De manera sigilosa, mi papá agachado me llevaba de la mano y mi mamá caminaba lento por detrás. De repente veo un bulto y grité: «¡Síííííííííí, pasaron!». Fue un momento de alboroto, asombro y alegría. Justo cuando iba a empezar a desenvolver el paquete escucho la voz de mi papá que dice: «¡Uh! Mirá, mirá, están las huellas de los camellos!». Y cuando miré, vi que señalaba las marcas dejadas por el caballo. Corro, lo compruebo con mis propios ojos. ¡Cómo me hubiese gustado ver la expresión de mi rostro! Las cosquillas de emoción corrían por todo mi cuerpo.

Volví al paquete, rompí el papel… ¡qué hermoso juego de dormitorio para mi muñeca me habían dejado! Fue una noche inmensamente feliz, y se cumplió lo de «tocar el cielo con las manos». Después de la lluvia de la tarde el cielo estaba límpido, solo algunas nubes, como montoncitos de burbujas de espuma, se deslizaban lentamente. Quedé envuelta en un manto puro de inocencia y felicidad con el regalo que me dejaron, el hermoso juego de dormitorio que hoy es parte de los juguetes de mi nieta Esmeralda.

Otra fecha esperada por mí era el 29 de junio, porque hacíamos la fogata… ¡qué lindo! Durante el día juntábamos leña y chala del rastrojo y a medianoche íbamos los tres, mi mamá, mi papá y yo, a prender el fuego, y gritábamos: «¡Viva San Pedro y San Pablo!». Las ramas secas y las chalas hacían que las lenguas de fuego alcanzaran una altura imponente, se escuchaba el crujir de las ramitas que ardían con fuerza, el calorcito llegaba a envolvernos y el grito vivando a los santos resonaba en la inmensidad de la noche. Y la «Mochila de la Vida» seguía recibiendo más carga de piedras preciosas que sellaban felicidad en mi alma.

El templo parroquial para mí era un lugar muy importante, me habían enseñado a mirarlo de manera distinta a los demás edificios, era la Casa de Dios, un lugar de respeto, de oración y mi imaginación me hacía pensar que era un lugar donde solo se podía encontrar amor, paz, comprensión…

Recuerdo la bondad del padre Monserrat Servera, su jovialidad, en las noches de verano en el patio del bar de «Facha» había torneos de bochas y allí estaba él compartiendo con mi papá entre risas y gritos de aliento a su equipo favorito. Tengo clara la imagen del velorio en la parroquia, mi papá fue a buscarme a la salida de la escuela y me dijo que el curita se había muerto. Fuimos, me llevaba de la mano, el aire impregnado del aroma de las flores, una música suave, había mucha gente, nos acercamos en silencio, rezamos y la cola para despedirlo era interminable.

Otro recuerdo dulce es el del padre Victorino Fiz, tanto amor, cariño y su insistencia en la oración. Su voz suave. ¡Qué felicidad me daba ir a anotar mi cumpleaños en el periódico Juventud9, era un acontecimiento único! Esperar que salga y leer allí mi nombre era lo más.

Yo creía que todo lo lindo que mis padres me hablaban de Dios podía encontrarlo en su casa, es decir, en el templo parroquial, pero no pasó demasiado tiempo hasta que comencé a comprobar lo equivocada que estaba. Si bien me habían enseñado que era la Casa de Dios, no me habían explicado que quienes la frecuentaban con más asiduidad no reflejaban el amor, la bondad y la comprensión de Dios. Llegó el tiempo que debía prepararme para recibir la Primera Comunión, estaba ansiosa, no veía la hora que llegue ese momento. A partir de las primeras clases de Catequesis, «el castillo de amor» que yo imaginaba comenzó poquito a poquito a desmoronarse. Me di cuenta que la imagen que yo tenía de la parroquia era errónea. Me encontré con una catequista que no tenía el amor que yo pensaba que tenía. Fue para mi edad, el primer gran cuestionamiento: ¿por qué me dice que debo ser buena y ella no lo es? La respuesta nunca la tuve, cuando lo comenté en mi casa me dijeron: vos portate bien, estudiá y no hagas renegar a la catequista, así podés tomar la comunión. Esa respuesta no despejó para nada mi duda.

Esperaba con ansias que llegue el día de mi comunión… ¡lo deseaba tanto! Miraba el almanaque y contaba los días que me separaban del 8 de diciembre de 1963. Desde la parroquia proponen que vayamos vestidos con túnica, pero mi mamá ya había comprado la tela de broderie para hacerme el vestido. Ella era muy precavida y todo lo iba organizando con mucho tiempo de anticipación. Entonces fue a hablar con el sacerdote y le dijo que no se haga problemas, que no era obligación la túnica. Muy pocos la usaron porque el pedido fue hecho con poco tiempo y la mayoría ya tenía comprado el vestido. Llegó el día, temblaban mis piernas, una cosquillita mantenía mi estómago cerrado. El vestido blanco, impecable, un bolsito del mismo broderie, los guantes blancos, el librito con tapa de nácar, el rosario de perlas blancas, las medias blancas con delicada puntilla y los zapatos blancos, nuevos, impecables, con una tirita y botón de perla. ¡Lista para recibir a Jesús!

Fue un momento inolvidable, caminaba por el pasillo central, una música envolvía el lugar de paz y gozo, el aroma de las flores que adornaban el templo me acariciaba, de pronto el sacerdote, elevando suavemente la eucaristía me dice: «el cuerpo de Cristo», con vos temblorosa respondí: «Amén».

Mi alma se estremeció, experimentaba estar cubierta con un manto suave, cálido y un abrazo apretadito de amor me llenó de felicidad.

Terminada la ceremonia fuimos al salón parroquial para la foto grupal. Alberto, mi primo, y yo nos habíamos puesto juntos, éramos inseparables en la vida y así pensábamos estar en la foto. A él sí le habían hecho la túnica. Vino la catequista, me toma de un brazo y de manera muy brusca me lleva atrás y me dice: esto es por ese vestido que te hicieron. Con apenas mis 8 años fue tremendo lo que sentí, salí en la foto con lágrimas en los ojos. Fue esa humillación la que tomó protagonismo el día de mi Primera Comunión. Mi mamá me consolaba y me decía que no me hiciera problemas porque lo importante era que había recibido a Jesús, pero a mí eso no me resultaba suficiente, y le decía: «la catequista me trató mal y no me dejó tener la foto al lado de mi primo». Mi papá me dijo: «no te preocupes, sabés que Jesús está triste porque la catequista se portó mal con vos, pero él dice que hay que perdonar». Para mí eran palabras totalmente vacías.

Lamentablemente mi catequista logró que fuese un día de lágrimas y de angustia en cambio de felicidad y gozo como yo lo había imaginado.

Esta situación, si tengo que ser totalmente sincera, fue como una piedrita en el zapato, algo que lastimó mi interior. Era un toquecito de desilusión. De todos modos, mi fe era inamovible. Mis padres me la inculcaron muy relacionada con el amor, sin advertirme que la debilidad humana más de una vez deja el amor de lado.

Con el paso de los años los antitestimonios continuaron luciéndose, pero sabemos que la perfección en la naturaleza humana no existe. En distintos tiempos siempre estuvieron esas personas que no reflejaban el amor de Dios, pero a mí siempre me decían que una cosa es Dios y otra cosa son las personas. Dios Jamás deja de amarnos, pero los humanos no siempre damos amor.

Esa fe que me inculcaron hizo que nunca me resultara indiferente lo que pasaba en la Casa de Dios y como pasa siempre en la vida lo malo resalta y tapa a lo bueno. Los antitestimonios es lo que más me llamaron la atención y lo que más recuerdo. Seguramente hubo muchísimas más cosas buenas, pero como lo malo golpea las emociones y los sentimientos, se guarda con más fuerza y queda latente con el paso del tiempo.

El Papa Francisco dijo: «La hipocresía en la Iglesia es particularmente detestable, y por desgracia hay hipocresía en la Iglesia y hay muchos cristianos y muchos ministros hipócritas».

Agradezco infinitamente a mis padres que hayan cultivado la fe en mi corazón. Los domingos me levantaban temprano, mi mamá elegía un vestidito lindo, recuerdo uno blanco con pequeños lunares de colores, con un cinto rojo y hebilla dorada, me calzaba con zapatos blancos con tirita y botón, medias con puntilla, me daba una mantilla de encaje hermosa, toda labrada, me peinaba con rodete o cola y mi papá me llevaba a misa. Él tenía alergia a las velas y participaba de la ceremonia desde el atrio. Al finalizar, volvíamos al campo y nos esperaban los tallarines caseros, sabrosos, con una rica salsa boloñesa.

Dedicar tiempo para educar en la fe a los hijos es cavar un pozo profundo en el alma, guardar allí un tesoro para usarlo en todo momento y, especialmente, en los imprevistos de la vida. Lo que mis padres me enseñaron aún hoy tiene fuerza en mí. Cultivar la fe en los niños es brindarle un arma poderosa para que en el futuro los ayude a enfrentar y sortear los obstáculos que pueden presentárseles.

Muchos afirman con certeza que Dios no existe, yo afirmo con certeza que Dios existe y si estuviese equivocada, yo creería igual, porque en la fe se encuentra las respuestas a todos los interrogantes de la vida. La fe es sostén, ayuda, fuerza, alegría, confianza, esperanza.

La «Mochila de la Vida» tiene la particularidad que, en el fondo, cubierta con un velo suave y delicado, guarda la fe. No debemos olvidar que llevamos tan importante carga y día a día tenemos que cultivarla para que vaya creciendo y el velo se vaya corriendo, así se le permite ocupar el mayor espacio. Si somos capaces de estar atentos a esta carga, en nuestra vida nunca faltará la esperanza, el altruismo, la humildad, la simpleza, haciéndonos más fuertes para que siempre podamos sobreponernos a las adversidades y seguir.

Este tiempo de mi infancia selló mi personalidad, el contacto con la naturaleza, las lindas emociones fueron diseñando mi comportamiento a lo largo del tiempo. La semilla de la fe sembrada en mi corazón fue el sostén para enfrentar lo que la vida me tenía preparado.

Creciendo

Niña en el campo

creciendo feliz,

levantarme y jugar

con muñecas de espigas

para peinar y disfrutar.

La troja y su carrito

mi espectáculo favorito.

El Ratón Pérez mi amigo

y otro ratón mi enemigo.

La ilusión de los Reyes Magos

estremecía la inocencia de mi alma.

Infaltable la fogata

de San Pedro y San Pablo,

apóstoles que Nerón

ordenó asesinar.

Mirar las estrellas

en compañía de la abuela

un placer que desvela,

un tesoro inigualable

que guardo del tiempo

que crecía con amor,

alegría y pasión.

3. Troja: Espacio limitado por tabiques para guardar especialmente cereal. Fuente: https://www.definiciones-de.com/

4. Pula: Polvillo que sale al desgranar las espigas de maíz.

5. Billiken es una revista infantil argentina de aparición mensual, la más antigua de habla castellana en la actualidad. Fue creada por el periodista Constancio C. Vigil y su primer número apareció el 17 de noviembre de 1919, editado por la Editorial Atlántida.https://es.wikipedia.org/wiki/Billiken

6. Anteojito fue una revista infantil argentina para niños en edad escolar, creada por Manuel García Ferré. El primer número fue publicado el 8 de octubre de 1964.https://es.wikipedia.org/wiki/Anteojito_(revista)

7. Chinchón: un juego de naipes de 2 a 8 jugadores.https://es.wikipedia.org

8. Estiba: Pila de bolsas colocada de tal manera que optimiza el espacio.

9. Periódico Juventud: periódico parroquial fundado por el sacerdote Victorino Fiz el 28 de mayo de 1962.

CAPÍTULO 3

El milagro

«Bendito sea Dios, el Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de las misericordias y Dios de todo consuelo,

que nos reconforta en todas nuestras tribulaciones, para que nosotros podamos dar a los que sufren el mismo consuelo que recibimos de Dios». 2 Cor. 1, 3-4

Mis recuerdos llegan a una historia que sucedió antes de mi nacimiento, pero fue tan fuerte la estela que dejó en la familia que tengo la sensación de haberla vivido. La escuché tantas veces y su relato fue siempre tan vivo que mi percepción no la registra como anterior a mi existencia.

Para mí es muy importante creer en un ser superior que me ama, que me acompaña, que me entiende, que me ayuda. Me da seguridad, fortaleza, paz. Recuerdo cuando mi abuela me decía que mi angelito de la guarda estaba siempre conmigo, que estaba a mis espaldas, y en mi inocencia de niña me daba vuelta y le decía:

─No está, ¿ves que no está?

─Sí está, pero los angelitos no se dejan ver ─me respondía sonriendo. Y agregaba─: Vos nunca te olvides de que te está acompañando, hablale, pedile que te cuide.

Y con estas conversaciones, que parecían un cuento fantástico, se fue imprimiendo la fe en mi alma. Gracias a esa fe pude sobrellevar los duros momentos que la vida me fue presentando.

Mi abuela Quinta, una mujer muy creyente, ante tantos dolores que tuvo que enfrentar, siempre se aferró a la fe como primer sostén. Pasó por situaciones de extremo dolor y sufrimiento. Dos hijos fallecieron de pequeños. La esposa de su hijo Bruno, Isabel, falleció a los 33 años dejando dos hijos pequeños, Cristina y Miguel. Mi abuela decía que tantas desgracias en la familia se debían a una maldición que había recibido en Italia y, como habían cruzado el océano, era difícil de romper, entonces les pedía a todos que rezaran mucho para alejarla. Tristemente Cristina también falleció a los 33 años y las muertes jóvenes siguieron como sello de aquella maldición a la que la abuela tantas veces hacía referencia.

De hecho, todavía para los años 50, no la habían podido alejar. En esa época era común que los hijos se casaran y se quedaran a vivir en familia. Fue así que, Ignacio, el hijo menor de Quinta y Nazareno, se casó con Delia Mosca y se quedó a vivir en familia. En 1951 nació su primera hija, Ana María, que había nacido con una dificultad en la cadera y debió llevar, durante sus primeros meses, un aparato ortopédico. Fue grande la alegría de la familia cuando Ana María, ya recuperada, pudo caminar sin dificultad. Por supuesto que para su mamá fue un hecho sumamente importante y los cuidados para con ella eran extremos, a tal punto que no se separaba de ella ni un instante y la inquietaba dejarla al cuidado de otros.

Un atardecer la familia estaba caminando en el patio de la casa de campo disfrutando de un lindo momento:

—¿Quién es esa mujer? —preguntó Delia asombrada.

—¿Cuál? —preguntaron los demás

—Esa, esa toda vestida de blanco, con flores en la cabeza y sonríe.

—No vemos a nadie —respondieron los presentes.

—¡Uh! Desapareció, ya no está —afirmó Delia.

El Monstruo del Silencio se asomó y a todos calló, se miraron y nadie agregó nada. El interrogante quedó en el corazón de cada uno. Continuaron compartiendo el momento y desde lejos, entre los árboles, el Monstruo del Mal, observaba.

En aquella época no existían las comodidades que tenemos en la actualidad, entonces, para poder bañar a su hija, Delia debía calentar una olla de agua y trasladarla, por una larga galería exterior, hasta el baño-lavadero donde había una pileta que cumplía las veces de bañera. Es así que, al día siguiente, llegó el momento de bañar a su hijita Ana María, había calentado una olla de agua y se dirigía por la galería llevando la olla de agua hervida en una mano y de la otra mano a su pequeña. Ya había llegado cuando, al apoyar la olla en el piso, su pequeña resbaló y cayó en ella. La mamá la levantó con tanta fuerza que la nena se golpeó la sien con el picaporte de la puerta. Los gritos y la desesperación fueron tan intensos que mi tío, Bruno, que vivía a más de un kilómetro los escuchó. Miguel, el hijo de Bruno, recuerda esa mañana de esta manera: «Mi casa estaba a unos mil metros de la casa de la nona y tengo muy presente la mañana en la que mi papá dijo: ‘Pasó algo en la casa de mamá’ y salió corriendo, cruzando el campo. Recuerdo cómo se escuchaban los gritos de desesperación. Cuando volvió nos dio la noticia de que Ana María se había quemado. Todo lo que pasó después fue terrible».

El Monstruo del Mal al que le gusta ponerse el traje del dolor y la angustia, salió de su escondite y rondaba ufano la casa.