Abel Sánchez - Miguel de Unamuno - E-Book

Abel Sánchez E-Book

Miguel de Unamuno

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Beschreibung

Joaquín Monegro, antagonista de Abel Sánchez, cuya voluntad envidiosa es tan fuerte, tan absoluta, que supera en significación las inclinaciones artísticas y egoístas de quien, con su nombre de pila, da título al libro. La novela de Abel Sánchez en realidad sirve para dar cuenta de la tragedia de Joaquín Monegro, médico honrado, trabajador y exitoso que ha hecho de la salud de su clientela la base de un hogar próspero. Sin embargo de esta prosperidad que asegura el ejercicio de la profesión, Monegro es incapaz de vivir serenamente y de albergar en sí una alegría profunda y constante a causa de la envidia que siente por su amigo, el famoso pintor Abel Sánchez. Tanto más cercana es la amistad de estos personajes, tanto más fuerte es el sentimiento de la envidia. Monegro envidia la mujer de Sánchez, envidia su talento artístico, el reconocimiento público que su obra le granjea, su disposición de ánimo, su modo de ser... Y Sánchez nada hace para atizar esta pasión. Se trata de un sentimiento intransitivo, intransferible, una enfermedad crónica e incurable, el lazo de parentesco que vincula fraternalmente a Monegro con su amigo. Joaquín Monegro es el Caín de este Abel inocente y despreocupado.

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Abel Sánchez

Abel Sánchez (1917)Miguel de Unamuno

Editorial CõLeemos Contigo Editorial S.A.S. de [email protected]ón: Agosto 2022

Imagen de portada: RawpixelProhibida la reproducción parcial o total sin la autorización escrita del editor.

Índice

I

II

III

IV

V

VI

VII

VIII

IX

X

XI

XII

XIII

XIV

XV

XVI

XVII

XVIII

XIX

XX

XXI

XXII

XXIII

XXIV

XXV

XXVI

XXVII

XXVIII

XXIX

XXX

XXXI

XXXII

XXXIII

XXXIV

XXXV

XXXVI

XXXVII

XXXVIII

I

No recordaban Abel Sánchez y Joaquín Monegro desde cuándo se conocían. Eran conocidos desde antes de la niñez, desde su primera infancia, pues sus sendas nodrizas se juntaban y los juntaban cuando aún ellos no sabían hablar. Aprendió cada uno de ellos a conocerse conociendo al otro. Y así vivieron y se hicieron juntos amigos desde nacimiento, casi más bien hermanos de crianza.

En sus paseos, en sus juegos, en sus otras amistades comunes, parecía dominar e iniciarlo todo Joaquín, el más voluntarioso; pero era Abel quien, pareciendo ceder, hacía la suya siempre. Y es que le importaba más no obedecer que mandar. Casi nunca reñían, «¡Por mí, como tú quieras...!», le decía Abel a Joaquín, y éste se exasperaba a las veces porque con aquel «como tú quieras....!» esquivaba las disputas.

—¡Nunca me dices que no! —exclamaba Joaquín.

—¿Y para qué? —respondía el otro.

—Bueno, éste no quiere que vayamos al Pinar —dijo una vez aquél, cuando varios compañeros se disponían a un paseo.

—¿Yo?, ¡pues no he de quererlo... —exclamó Abel—.

Sí, hombre, sí; como tú quieras. Vamos allá!

—¡No, como yo quiera, no! ¡Ya te he dicho otras veces que no! ¡Como yo quiera, no! ¡Tú no quieres ir!

—Que sí, hombre.

—Pues entonces no lo quiero yo...

—Ni yo tampoco...

—Eso no vale —gritó ya Joaquín—. ¡O con él o conmigo!

Y todos se fueron con Abel, dejándole a Joaquín solo.

Al comentar éste en sus Confesiones tal suceso de la infancia, escribía: «Ya desde entonces era él simpático, no sabía por qué, y antipático yo, sin que se me alcanzara mejor la causa de ello, y me dejaban solo. Desde niño me aislaron mis amigos».

Durante los estudios del bachillerato, que siguieron juntos, Joaquín era el empollón, el que iba a la caza de los premios, el primero en las aulas y el primero Abel fuera de ellas, en el patio del Instituto, en la calle, en el campo, en los novillos, entre los compañeros. Abel era el que hacía reír con sus gracias, y sobre todo, obtenía triunfos de aplauso por las caricaturas que de los catedráticos hacía.

«Joaquín es mucho más aplicado, pero Abel es más listo... Si se pusiera a estudiar...» Y este juicio común de los compañeros, sabido por Joaquín, no hacía sino envenenarle el corazón. Llegó a sentir la tentación de descuidar el estudio y tratar de vencer al otro en el otro campo, pero diciéndose: «;bah!, qué saben ellos...», siguió fiel a su propio natural. Además, por más que procuraba aventajar al otro en ingenio y donosura, no lo conseguía. Sus chistes no eran reídos y pasaba por ser fundamentalmente serio. «Tú eres fúnebre —solía decirle Federico Cuadrado—, tus chistes son chistes de duelo.»

Concluyeron ambos el bachillerato. Abel se dedicó a ser artista, siguiendo el estudio de la pintura, y Joaquín se matriculó en la Facultad de Medicina. Veíanse con frecuencia y hablaba cada uno al otro de los progresos que en sus respectivos estudios hacían, empeñándose Joaquín en probarle a Abel que la Medicina era también un arte, y hasta una arte bella, en que cabía inspiración poética.

Otras veces, en cambio, daba en menospreciar las bellas artes, enervadoras del espíritu, exaltando la ciencia, que es la que eleva, fortifica y ensancha el espíritu con la verdad.

—Pero es que la Medicina tampoco es ciencia —le decía Abel—. No es sino una arte, una práctica derivada de ciencias.

—Es que yo no he de dedicarme al oficio de curar enfermos —replicaba Joaquín.

—Oficio muy honrado y muy útil... —añadía el otro.

—Sí, pero no para mí. Será todo lo honrado y todo lo útil que tú quieras, pero detesto esa honradez y esa utilidad. Para otros el hacer dinero tomando el pulso, mirando la lengua y recetando cualquier cosa. Yo aspiro a más.

—¿A más?

—Sí; yo aspiro a abrir nuevos caminos. Pienso dedicarme a la investigación científica. La gloria médica es de los que descubrieron el secreto de alguna enfermedad y no de los que aplicaron el descubrimiento con mayor o menor fortuna.

—Me gusta verte así, tan idealista.

—Pues qué, ¿crees que sólo vosotros, los pintores, soñáis con la gloria?

—Hombre, nadie te ha dicho que yo suene con tal cosa.

—¿Que no? ¿Pues por qué, si no, te has dedicado a pintar?

—Porque si se acierta es oficio que promete.

—¿Que promete?

—Vamos, sí, que da dinero.

—A otro perro con ese hueso, Abel. Te conozco desde que nacimos casi. A mí no me la das. Te conozco.

—¿Y he pretendido nunca engañarte?

—No; pero tú engañas sin pretenderlo. Con ese aire de no importarte nada, de tomar la vida en juego, de dársete un comino de todo, eres un terrible ambicioso...

—¿Ambicioso yo?

—Sí, ambicioso de gloria, de fama, de renombre... Lo fuiste siempre, de nacimiento. Sólo que solapadamente.

—Pero ven acá, Joaquín, y dime: ¿te disputé nunca tus premios?, ¿no fuiste tú siempre el primero en la clase?, ¿el chico que promete?

—Sí; pero el gallito, el niño mimado de los compañeros, tú...

—¿Y qué iba yo a hacerle...? 

—¿Me querrás hacer creer que no buscabas esa especie de popularidad...?

—Haberla buscado tú...

—¿Yo?, ¿yo? ¡Desprecio a la masa.

—Bueno, bueno; déjame de esas tonterías y cúrate de ellas. Mejor será que me hables otra vez de tu novia.

—¿Novia?

—Bueno, de esa tu primita que quieres que lo sea.

Porque Joaquín estaba queriendo forzar el corazón de su prima Helena y había puesto en su empeño amoroso todo el ahínco de su ánimo reconcentrado y suspicaz. Y sus desahogos, los inevitables y saludables desahogos de enamorado en lucha, eran con su amigo Abel. ¡Y lo que Helena le hacía sufrir!

—Cada vez la entiendo menos —solía decirle a Abel—. Esa muchacha es para mí una esfinge.

—Ya sabes lo que decía Oscar Wilde, o quien fuese: que toda mujer es una esfinge sin secreto.

—Pues Helena parece tenerlo. Debe de querer a otro, aunque éste no lo sepa, estoy seguro de que quiere a otro.

—¿Y por qué?

—De otro modo no me explico su actitud conmigo...

—Es decir, que porque no quiere quererte a ti..., quererte para novio, que como primo sí te querrá.

—¡No te burles!

—Bueno; ¿pues porque no quiere quererte para novio, o, más claro, para marido, tiene que estar enamorada de otro? ¡Bonita lógica!

—¡Yo me entiendo!

—¿Tú?

—¿No pretendes ser quien mejor me conoce? ¿Qué mucho, pues, que yo pretenda conocerte? Nos conocimos a un tiempo.

—Te digo que esa mujer me trae loco y me hará perder la paciencia. Está jugando conmigo. Si me hubiera dicho desde un principio que no, bien estaba; pero tenerme así, diciendo que lo verá, que lo pensará... Esas cosas no se piensan... ¡coqueta!

—Es que te está estudiando.

—¿Estudiándome a mí? ¿Ella? ¿Qué tengo yo que estudiar? ¿Qué puede ella estudiar?

—¡Joaquín, Joaquín, te estás rebajando y la estás rebajando!... ¿O crees que no más verte y oírte y saber que la quieres, ya debía rendírsete?

—Sí, siempre he sido antipático...

—Vamos, hombre, no te pongas así…

—¡Es que esa mujer está jugando conmigo! Es que no es noble jugar así con un hombre como yo, franco, leal, abierto... pero qué hermosa está ¡si vieras! ¡Y cuanto más fría y más desdeñosa, se pone más hermosa! Hay veces que no sé si la quiero o la aborrezco más!.... ¿Quieres que te presente a ella?…

—Hombre, si tú…

—Bueno, os presentaré.

—Y si ella quiere...

—¿Qué?

—Le haré un retrato.

—¡Hombre, sí!.

Mas aquella noche durmió Joaquín mal, rumiando lo del retrato, pensando en que Abel Sánchez, el simpático sin proponérselo, el mimado del favor ajeno, iba a retratarle a Helena.

¿Qué saldría de allí? ¿Encontraría también Helena, como sus compañeros de ellos, más simpático a Abel?

Pensó negarse a la presentación, mas como ya la había prometido…

II

—¿Qué tal te pareció mi prima? —le preguntaba Joaquín a Abel al día siguiente de habérsela presentado y propuesto a ella, a Helena, lo del retrato, que acogió alborozada de satisfacción.

—Hombre, ¿quieres la verdad?

—La verdad siempre, Abel; si nos dijéramos siempre la verdad, toda la verdad, esto sería el paraíso.

—Sí, y si se la dijera cada cual a sí mismo...

—Bueno, ¡pues la verdad!

—La verdad es que tu prima y futura novia, acaso esposa, Helena, me parece una pava real..., es decir, un pavo real hembra.... ya me entiendes.

—Sí, te entiendo.

—Como no sé expresarme bien más que con el pincel.

—Y vas a pintar a la pava real, o el pavo real hembra, haciendo la rueda acaso, con su cola llena de ojos, su cabecita…

—Para modelo, ¡excelente! Excelente, chico! ¡Qué ojos! ¡Qué boca! Esa boca carnosa y a la vez fruncida... esos ojos que no miran... ¡Qué cuello! Y sobre todo, qué color de tez! Si no te incomodas..

—¿Incomodarme yo?

—Te diré que tiene un color como de india brava, o, mejor, de fiera indómita. Hay algo, en el mejor sentido, de pantera en ella. Y todo ello fríamente.

—¡Y tan friamente!

—Nada, chico, que espero hacerte un retrato estupendo.

—¿A mí? ¡Será a ella!

—No, el retrato será para ti, aunque de ella.

—No, eso no; ¡el retrato será para ella!

—Bien, para los dos. Quién sabe... Acaso con él os una.

—Vamos, sí, que de retratista pasas a...

—A lo que quieras, Joaquín, a celestino, con tal de que dejes de sufrir así. Me duele verte de esa manera.

Empezaron las sesiones de pintura, reuniéndose los tres. Helena se posaba en su asiento solemne y fría, henchida de desdén, como una diosa llevada por el destino.

«¿Puedo hablar?», preguntó el primer día, y Abel le contestó: «Sí, puede usted hablar y moverse; para mí es mejor que hable y se mueva, porque así vive la fisonomía... Esto no es fotografía, y, además, no la quiero hecha una estatua...» Y ella hablaba, hablaba, pero moviéndose poco y estudiando la postura. ¿Qué hablaba? Ellos no lo sabían.

Porque uno y otro no hacían sino devorarla con los ojos; la veían, no la oían hablar.

Y ella hablaba, hablaba, por creer de buena educación no estarse callada, y hablaba zahiriendo a Joaquín cuanto podía.

—¿Qué tal vas de clientela, primito? —le preguntaba.

—¿Tanto te importa eso?

—¡Pues no ha de importarme, hombre, pues no ha de importarme!... Figúrate.

—No, no me figuro.

—Interesándote tú tanto como por mí te interesas, no cumplo con menos que con interesarme yo por ti. Y además, quién sabe...

—Quién sabe, ¿qué?

—Bueno, dejen eso —interrumpió Abel—; no hacen sino regañar.

—Es lo natural —decía Helena— entre parientes... Y, además, dicen que así se empieza.

—Se empieza, ¿qué? —pregunto Joaquín.

—Eso tú lo sabrás, primo, que tú has empezado.

—¡Lo que voy a hacer es acabar!

—Hay varios modos de acabar, primo.

—Y varios de empezar.

—Sin duda. ¡Qué!, ¿me descompongo con floreteo, Abel?

—No, no, todo lo contrario. Este floreteo, como le llama, le da más expresión, a la mirada y al gesto. Pero...

A los dos días tuteábanse ya Abel y Helena; lo había querido así Joaquín. Quien al tercer día faltó a una sesión.

—A ver, a ver cómo va eso —dijo Helena levantándose para ir a ver el retrato.

—¿Qué te parece?

—Yo no entiendo, y, además, no soy quien mejor puede saber si se me parece o no.

—¡Qué!, ¿no tienes espejo? ¿No te has mirado a él?

—Sí, pero…

—Pero, ¿qué?…

—¡Qué sé yo!...

—¿No te encuentras bastante guapa en este espejo?

—No seas adulón.

—Bien, se lo preguntaremos a Joaquín.

—No me hables de él, por favor. ¡Qué pelma!

—Pues de él he de hablarte.o

—Entonces, me marcho…

—No, y oye. Está muy mal lo que estás haciendo con ese chico.

—¡Ah! Pero ¿ahora vienes a abogar por él? ¿Es esto del retrato un achaque?

—Mira, Helena: no está bien que estés así jugando con tu primo. El es algo, vamos, algo…

—Sí, ¡insoportable!

—No, él es reconcentrado, altivo por dentro, terco, lleno de sí mismo; pero es bueno, honrado a carta cabal, inteligente; le espera un brillante porvenir en su carrera; te quiere con delirio..

—¿Y si a pesar de todo eso no le quiero yo?

—Pues debes entonces desengañarle.

—¡Y poco que le he desengañado! Estoy harta de decirle que me parece un buen chico; pero que por eso, porque me parece un buen chico, un excelente primo (y no quiero hacer un chiste), por eso no le quiero para novio, con lo que luego viene.

—Pues él dice…

—Si él te ha dicho otra cosa, no te ha dicho la verdad, Abel. ¿Es que voy a despedirle y prohibirle que me hable, siendo como es mi primo? ¡Primo! ¡Qué gracia!

—No te burles así.

—Si es que no puedo…

—Y él sospecha más, y es que se empeña en creer que puesto que no quieres quererle a él, estás en secreto enamorada de otro…

—¿Eso te ha dicho?

—Sí, eso me ha dicho.

Helena se mordió los labios, se ruborizó, y calló un momento.

—Sí, eso me ha dicho —repitió Abel, descansando la diestra sobre el tiento que apoyaba en el lienzo, y mirando fijamente a Helena, como queriendo adivinar el sentido de algún rasgo de su cara.

—Pues si se empeña…

—¿Qué?

—Que acabará por conseguir que me enamore de algún otro...

Aquella tarde no pintó ya más Abel. Y salieron novios.

III

El éxito del retrato de Helena por Abel fue clamoroso.

Siempre había alguien contemplándolo frente al escaparate en que fue expuesto. «Ya tenemos un gran pintor más», decían. Y ella, Helena, procuraba pasar junto al lugar, en que su retrato se exponía, para oír los comentarios, y paseábase por las calles de la ciudad como un inmortal retrato viviente, como una obra de arte haciendo la rueda. ¿No había acaso nacido para eso?

Joaquín apenas dormía.

—Está peor que nunca —le dijo a Abel—. Ahora es cuando juega conmigo. ¡Me va a matar!

—¡Naturalmente! Se siente ya belleza profesional…

—Sí. ¡La has inmortalizado! ¡Otra Gioconda!

—Pero tú, como médico, puedes alargarle la vida.

—O acortársela.

—No te pongas así, trágico.

—¿Y qué voy a hacer, Abel? ¿Qué voy a hacer?.

—Tener paciencia…

—Además, me ha dicho cosas de donde he sacado que le has contado lo de que la creo enamorada de otro..

—Fue por hacer tu causa…

—¿Por hacer mi causa... Abel? Abel, tú estás de acuerdo con ella... Vosotros me engañais....

—¿Engañarte? ¿En qué? ¿Te ha prometido algo?

—¿Y a ti?

–¿Es tu novia acaso?

—¿Y es ya la tuya?

Callóse Abel, mudándosele la color. 

—¿Lo ves? —exclamó Joaquín balbuciente y tembloroso—. ¿Lo ves?

—¿El qué?

—¿Y lo negarás ahora? ¿ Tendrás cara para negármelo?

—Pues bien, Joaquín, somos amigos de antes de conocernos, casi hermanos...

—Y al hermano, puñalada trapera, ¿no es eso?

—No te sulfures así; ten paciencia.

—¿Paciencia? ¿Y qué es mi vida sino continua paciencia, continuo padecer?. Tú el simpático, tú el festejado, tú el vencedor, tú el artista... Y yo...

Lágrimas que le reventaron en los ojos cortáronle la palabra.

—¿Y qué iba a hacer, Joaquín, qué querías que hiciese?…

—¡No haberla solicitado, pues que la quería yo!…

—Pero si ha sido ella, Joaquín, si ha sido ella…

—Claro, a ti, al artista, al afortunado, al favorito de la fortuna, a ti son ellas las que te solicitan. Ya la tienes, pues.

—Me tiene ella, te digo.

—Sí, ya te tiene la pava real, la belleza profesional, la Gioconda... Serás su pintor... La pintarás en todas posturas y en todas formas, a todas luces, vestida y sin vestir…

—¡Joaquín!

—Y así la inmortalizarás. Vivirá tanto como tus cuadros vivan. Es decir, vivirá, ¡no! Porque Helena no vive; durará.

Durará como el mármol, de que es. Porque es de piedra, fría y dura, fría y dura como tú. ¡Montón de carne!.

—No te sulfures, te he dicho.

—¡Pues no he de sulfurarme, hombre, pues no he de sulfurarme! Esto es una infamia, una canallada!

Sintióse abatido y calló, como si le faltaran palabras para la violencia de su pasión.

—Pero ven acá hombre —le dijo Abel con su voz dulce, que era la más terrible— y reflexiona. ¿Iba yo a hacer que te quisiera si ella no quiere quererte? Para novio no le eres.

—Sí, no soy simpático a nadie; nací condenado.

—Te juro, Joaquín…

—¡No jures!

—Te juro que si en mí sólo consistiese, Helena sería tu novia, y mañana tu mujer. Si pudiese cedértela...

—Me la venderías por un plato de lentejas, ¿no es eso?

—No, vendértela, no! Te la cedería gratis y gozaría en veros felices, pero...

—Sí, que ella no me quiere y te quiere a ti, ¿no es eso?

—Eso es.

—Que me rechaza a mí, que la buscaba, y te busca a ti, que la rechazabas.

—¡Eso! Aunque no lo creas, soy un seducido.

—¡Qué manera de darte postín! ¡Me das asco!

—¿Postín?

—Sí, ser así seducido, es más que ser seductor. Pobre víctima! Se pelean por ti las mujeres...

—No me saques de quicio, Joaquín...