Cambio de planes - Allison Leigh - E-Book
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Cambio de planes E-Book

ALLISON LEIGH

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Beschreibung

Su plan secreto había quedado al descubierto Courtney Clay era enfermera, tenía veintiséis años y quería ser madre. Pero en Weaver, el pequeño pueblo donde vivía, no parecía haber muchos candidatos para llevar a cabo sus planes. Por eso pensó en recurrir al banco de esperma. Sin embargo, cuando, a raíz de un accidente, vio a Mason Hyde tumbado en una camilla y tuvo que cuidar de él, recordó la lejana noche apasionada que había pasado con aquel atractivo agente secreto que se había ido a la mañana siguiente, y sus viejos sueños revivieron...

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2011 Allison Lee Johnson. Todos los derechos reservados.

CAMBIO DE PLANES, Nº 1929 - marzo 2012

Título original: Courtney’s Baby Plan

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Julia son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9010-562-7

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Prólogo

TODO comenzó con un beso. Un beso de veinte dólares para ser exactos.

Courtney Clay suspiró profundamente y miró al hombre que estaba de pie en la puerta de su apartamento. No acostumbraba a invitar a desconocidos a su casa a altas horas de la madrugada. Ni a esas ni a ninguna otra. Aunque Mason Hyde no era del todo un desconocido. Era un amigo de su primo, después de todo.

Nunca había conocido a un hombre que supiese besar mejor que él.

Sintió un escalofrío al recordarlo. Apretó con fuerza el pomo de la puerta para tratar de controlarse.

—¿Quieres pasar? —dijo ella.

A pesar de la luz que iluminaba el porche, sus ojos eran profundos y sombríos.

—Sí —respondió él, con una voz tan profunda como su mirada.

La primera vez que ella le había oído hablar con otra persona, su voz le había parecido melodiosa y no muy acorde con su aspecto inquietante e incluso peligroso.

Sin embargo, la segunda vez fue diferente. Aquella tarde del día de San Valentín, ella estaba en una mesa benéfica ofreciendo besos a cinco dólares. Él se detuvo frente a ella, le dio un billete de veinte y le dijo con una sonrisa maliciosa que podía quedarse con el cambio.

En esa ocasión, sí pensó que su voz encajaba perfectamente con su aspecto. Llegó a sentir algo muy especial cuando él se dirigió a ella, y más aún cuando clavó la mirada en la suya.

Recordó que le habían flaqueado las piernas y que la voz había estado a punto de quebrársele al darle las gracias por su generoso donativo a favor de la escuela pública de la ciudad.

Pero luego sus labios se habían contraído en un rictus irónico y la cicatriz de la cara parecía haberse hecho más visible, al inclinarse sobre la mesa que los separaba, para besarla…

Hasta ahí era donde ella recordaba.

Después, el contacto de sus labios parecía haberla sumergido en un estado de amnesia.

¿Qué podía haberle llevado hasta allí?, se preguntó ella ahora.

¿Qué hacía allí en la puerta de su casa a esas horas de la madrugada, justo veinte minutos después de haber terminado ella su turno de noche en el hospital? Tal vez ella le había invitado aquel día, en voz baja, para que nadie la oyera, después de que él le hubiera susurrado al oído que le gustaría volver a verla en otro sitio donde no estuviera rodeada de hombres dispuestos a soltar unos dólares por poder besarla.

Ahora, sin embargo, pese a haber expresado su deseo de pasar dentro, permanecía quieto en el umbral de la puerta sin moverse un centímetro y sin dejar de mirarla intensamente con aquellos ojos que ella sabía eran de un sorprendente verde pálido.

—¿Estás segura de que quieres que entre? Podríamos ir a algún sitio… a tomar un café…

Eso no era lo que ella había esperado. Apretó el pomo de la puerta aún con más fuerza, mientras seguía mirándole. Era un hombre muy alto y atlético.

¿Qué hacer? ¿Ir a algún sitio a tomar un café? Sería una opción segura, donde no correría ningún peligro. ¿O invitarle a pasar?

No estaba acostumbrada a ese tipo de encuentros con extraños. Llevaba una vida muy ordenada y austera. Pero no quería pasarse toda la noche sentada en una cafetería, tratando de aparentar que lo único que quería de él era un poco de conversación.

Quería sentir sus brazos alrededor de ella.

Quería sentir sus pechos trémulos aplastados contra su torso duro y musculoso.

Quería sentir la calidez de su boca.

Le deseaba.

Más a que nada en la vida.

Con los pies descalzos y el corazón latiéndole a toda prisa, abrió la puerta del todo y se echó unos pasos atrás.

—Sí —dijo ella en voz baja pero clara—. Estoy segura.

Él pasó adentro y, sin decir una palabra, le agarró del brazo con una mano y cerró la puerta con la otra.

Capítulo 1

NO —dijo Mason Hyde muy tajante a su jefe—, tú no puedes despedirme.

—No me dejas otra opción —replicó Coleman Black, impasible—, si sigues obcecándote en no hacer caso de lo que te dicen los médicos. Yo no necesito agentes estúpidos. Lo que necesito, Mase, es que te recuperes y vuelvas a ser el de antes. ¿Tan difícil te resulta comprender que hace tres días estabas en un hospital de Barcelona y que hace sólo veinticuatro horas que has salido del quirófano?

Mason hizo una mueca de desagrado y desvió la mirada. Sentía una necesidad imperiosa de salir del hospital y Cole debía comprender mejor que nadie las razones que tenía para ello.

Sí, Coleman era su jefe, pero también su mejor amigo. Y no había muchas personas en la vida de Mason a las que él pudiera considerar amigos. Y menos aún que conocieran todos los avatares de su vida como él.

—No quiero acabar como la otra vez —dijo Mason.

Cole miró hacia la puerta de la habitación de Mason y movió la cabeza con gesto negativo.

—Tal vez si le hubieses contado tu historial a los médicos…

—No —le interrumpió Mason—. Esto de ahora no tiene nada que ver con lo de entonces.

De aquello habían pasado ya más de diez años, aunque viéndose ahora allí en la cama del hospital, con aquellos dolores tan horribles, parecía como si hubiera sucedido ayer. Aquella vez había quedado casi como un vegetal, tomando analgésicos y sedantes a todas horas. Los calmantes llegaron a convertirse en una verdadera adicción y acabó perdiéndolo todo, excepto su trabajo, que realmente era lo que más le importaba.

Tenía que sobreponerse. No podía dejar que volviera a pasarle lo mismo.

Cole arqueó las cejas y miró los artilugios mecánicos que Mason tenía en la cama. Un soporte mantenía en alto su pierna izquierda escayolada mientras una barra triangular, que colgaba del techo, le permitía agarrarse con la mano izquierda, para incorporarse ligeramente o cambiar de posición en la cama. El otro brazo, el derecho, lo tenía también escayolado.

—Creo que ningún médico estaría de acuerdo con eso —dijo Coleman secamente y luego suspiró resignado, sabiendo que no sería capaz de convencerle por más razones que le diese.

El móvil que llevaba en el bolsillo de la solapa comenzó a sonar de nuevo. Había estado sonando desde que había entrado en el hospital hacía diez minutos. Como presidente de Hollins-Winword, tenía multitud de asuntos que requerían su atención. Sin embargo, no había hecho caso a ninguna de esas llamadas y seguía allí de pie en aquella habitación, tratando de convencer a uno de sus agentes con más talento, aunque también más testarudo.

—Mientras estés entre estas cuatro paredes, dependerás de lo que digan los médicos, pero una vez que salgas de aquí, tu recuperación dependerá de mí. Y te adelanto que, si no abandonas esa idea estúpida de que no necesitas más cuidados médicos, perderás tu trabajo.

—No puedes despedirme —volvió a repetir Mason, no muy seguro de lo que decía.

—Puedo hacerlo y lo haré.

Coleman tampoco estaba muy seguro de sus palabras, pero había llegado a donde estaba gracias a dominar el difícil arte del farol. Él no quería perder a Mason. Era uno de sus mejores agentes. Tenía un talento innato, algo que no se adquiría en ningún centro de adiestramiento, por muchas horas de práctica que se hicieran. Pero tenía que imponer su autoridad.

—Después de todo eres un hombre con suerte —continuó diciendo Coleman—. Sé que Axel Clay ha estado hablando contigo. Si te digo la verdad, no me parece mala idea lo de cambiar Connecticut por Wyoming durante unos meses, mientras te recuperas.

Mason le miró con recelo. Cole debía de haber estado espiándole. ¿Cómo si no podría haberse enterado de su conversación con Ax?

Trató de agarrarse a la barra para cambiar de postura en la cama, pero al intentar levantar el brazo sintió una punzada aguda en la espalda. Apretó el puño y trató de controlar el dolor, recordándose a sí mismo que sufrir el dolor era mil veces mejor que terminar siendo un adicto a los calmantes, como la otra vez.

—¿Has pinchado el teléfono del hospital, Cole?

—La solución me parece perfecta —dijo Coleman sin dignarse a responderle—. No sólo gozarás de los cuidados de una enfermera, sin tener que estar en uno de estos hospitales que tanto detestas, sino que, además, te verás libre del acoso de los medios de comunicación.

—Ya he tenido bastantes enfermeras. Me voy a aburrir más que una ostra en Wyoming.

Mason sabía que estaba mintiendo. No se había aburrido precisamente la última vez que había estado allí hacía algo más de año y medio.

—Entonces, te guste o no, tendrás que quedarte aquí, a menos que prefieras irte a un centro de salud — dijo Cole, encogiéndose de hombros—. Lo que no voy a consentir, desde luego, es que te vayas a esa caja de cerillas que tú llamas «casa». Te conozco muy bien y sé que acabarías aquí de nuevo, pero en peores condiciones de las que estás ahora.

De no ser por los antibióticos tan fuertes que le estaban administrando por vía intravenosa, Mason ni siquiera tendría que estar en el hospital. Había pasado ya una semana desde que resultó atropellado por una camioneta. Había necesitado ser intervenido de urgencia debido a una infección. De no haber sido por eso, una vez le hubieran escayolado y vendado medio cuerpo, no le habrían vuelto a ver el pelo en el hospital.

—No creo que pueda estar ya mucho peor de lo que estoy.

Mason se sentía cada vez peor en aquel hospital. Pero sabía que, si se marchaba, Cole le privaría de lo único que realmente le importaba en la vida: su trabajo.

—Vendré a verte mañana por la mañana —dijo Cole impasible, dirigiéndose hacia la puerta—. O has llegado para entonces a una decisión razonable o me veré obligado a aceptar tu dimisión —añadió con una voz dura y fría, saliendo de la habitación.

Mason echó la cabeza atrás y dejó escapar un par de juramentos para relajar la tensión.

No era sensato enfrentarse a Cole. Algunos agentes de prestigio habían acabado perdiendo su trabajo por intentarlo.

Se frotó los ojos con la mano sana. Comenzó a dudar de su cordura. Tal vez estuviese volviéndose loco. Le invadió una sensación de pánico.

Y él no era un hombre que se asustase fácilmente.

Era duro tener que admitirlo, pero más dura aún había sido su lucha por vencer la adicción que le había dominado durante dieciocho meses. Y ahora, después de diez años, comenzaba a sentir un estado de ansiedad parecido al de entonces.

—Buenas tardes, señor Hyde. ¿Cómo nos encontramos hoy? —dijo una enfermera que acababa de entrar en la habitación, precedida por las sonoras pisadas de sus zuecos anatómicos.

Mason trató de no ser grosero con ella. Sabía que no era un paciente fácil.

—Cuando usted tenga una docena de huesos rotos, lo sabrá —respondió él con gesto cansado.

No tenía ganas de hablar con aquella joven, a pesar de lo atractiva que era. Cerró los ojos.

Ella no respondió, pero él pudo percibir, aún con los ojos cerrados, el leve contacto de sus manos recolocando la ropa de la cama.

—¿Sabe una cosa, señor Hyde? —dijo ella después de unos instantes—. No pude dejar de escuchar una parte de la conversación que mantuvo con ese hombre que vino a verle —Mason abrió los ojos y la miró fijamente—. Estaba en el pasillo, esperando para entrar y cambiarle el goteo —añadió ella, sonriendo algo nerviosa—. Se supone que es mi deber tratar de convencerle para que se quede un tiempo más con nosotros, pero si ha decidido otra cosa, puedo darle el nombre de algunas compañeras que le atenderían muy bien en su domicilio.

—Sí, claro —dijo él encogiéndose de hombros.

Agradecía sus buenas intenciones, pero no tenía el menor interés en conocer los nombres de aquellas enfermeras. Lo mejor que esa joven podía hacer era seguir su ronda y dejarle en paz.

—Le prepararé una lista con los nombres —dijo la enfermera colocándole el pulsador en el hueco de la escayola junto a los dedos—. No dude en llamarme si cambia de opinión o si desea algo más eficaz contra el dolor que esos analgésicos que está tomando.

Eso sería lo último que haría, se dijo él. Soltó un leve gruñido de agradecimiento y dejó caer la cabeza en la almohada mientras escuchaba el ruido de los zuecos de la enfermera alejándose por el pasillo.

Había llamado a Cole con la esperanza de encontrar a un hombre que le ayudase a salir del hospital. Su casa no era grande, pero al menos no tendría que soportar aquella nube de médicos y enfermeras pululando a todas horas alrededor de su cama. Y lo que era aún más importante, no tendría a su alcance aquel pulsador con el que podría pedir en cualquier instante un calmante más fuerte para aplacar sus dolores.

Dada la naturaleza de su trabajo, se pasaba la mayor parte del tiempo en la calle. Su apartamento, más que una casa, parecía un depósito para el correo que se acumulaba día tras día por debajo de la puerta. Ni siquiera tenía platos en los armarios de la cocina y apenas un trozo de jabón y una toalla en el cuarto de baño.

Lo único que acabaría encontrando en su apartamento serían incomodidades y un aluvión de llamadas telefónicas de periodistas deseosos de entrevistar al héroe que había salvado la vida a la hija de un empresario de renombre internacional.

Mason no era muy amigo de los medios de comunicación. No quería que nadie se inmiscuyera en su vida. Trabajaba para una agencia que prefería operar también en el anonimato. Su actividad principal era la seguridad, tanto de carácter personal como de ámbito internacional, y, a tal fin, era fundamental que sus operativos no fueran de dominio público. En especial, teniendo en cuenta que HW operaba generalmente con la aprobación tácita del gobierno. La agencia se hacía cargo de aquellos casos en los que los departamentos gubernamentales no querían verse involucrados.

Lamentablemente, Donovan McDougal, o alguien muy cercano a él, se había ido de la lengua sobre el caso y aunque Cole había hecho todo lo posible por taparlo, los sabuesos de la prensa habían estado husmeando sobre la historia del trágico «accidente».

Mason dejó caer el pulsador que tenía entre los dedos y alargó el brazo hacia el teléfono del hospital que tenía en una mesita al lado de la cama. Su móvil había quedado hecho añicos por el vehículo que lo había atropellado. No había tenido aún ocasión de hacerse con otro nuevo, pero tenía muy buena memoria para los números. Tiró del cable del teléfono hasta acercarlo a su brazo bueno, de forma que pudiera marcar los dígitos.

Axel respondió al segundo tono de llamada.

—De acuerdo, adelante —fue todo lo que Mason dijo antes de colgar y volver a dejar el teléfono en su sitio.

Aceptar la propuesta de Axel supondría congraciarse con Cole, pero eso no significaba que fuera necesariamente una buena idea. Sí, la prima de Ax era una enfermera colegiada que había adquirido recientemente una casa y quería sacarse algún dinero extra para pagarla.

Aparentemente, era una situación ideal para ambas partes. Courtney Clay engrosaría su cuenta corriente y él se libraría de la presión de Cole.

Habían pasado una noche juntos hacía año y medio. Una noche memorable. El tipo de noche con el que todo hombre soñaría. Pero, por desgracia, había sido sólo una noche. Él se había dado cuenta de ello al salir de su casa a la mañana siguiente, y luego durante los días posteriores, en los que había estado luchando contra el deseo de volver a verla.

Pero las mujeres como Courtney Clay estaban mejor sin tipos como él.

Por eso le sorprendía que ella hubiera aceptado la idea de su primo de alojarle en su casa y proporcionarle todos los cuidados médicos que necesitase durante su recuperación.

Tal vez aquella noche que habían pasado juntos no había tenido para ella el mismo significado que para él. Tal vez le daba igual la persona con la que compartir el apartamento. Tal vez lo único que le importase fuera el dinero.

Pero eso no parecía encajar con lo que él sabía de ella. Tampoco era que la conociera mucho. Lo único que conocía bien de ella era el sabor de sus labios y la suavidad de su piel.

Ella había sido la que le había invitado a ir a su casa aquel día. Él estaba por entonces en Weaver, ayudando a Axel en un caso, y aunque le había dicho que le gustaría volver a verla, ni por un instante se había imaginado que pudiera acabar acostándose con ella.

Era una mujer quizá demasiado joven para él, pero increíblemente bella. Rechazar una oportunidad como ésa hubiera sido una estupidez por su parte.

Él había cometido la equivocación de olvidar quién era cuando había tratado de llevar una vida normal hacía once años. Pero ahora no estaba dispuesto a incurrir en el mismo error.

Ni siquiera cuando la tentación acudía a su memoria en forma de aquella enfermera rubia de curvas seductoras que aún no había podido olvidar.

Estaba en una silla de ruedas.

A pesar de que Courtney estaba al tanto de su estado, no pudo evitar un estremecimiento al verle así.

«Recuerda por lo que estás haciendo esto», se dijo ella a sí misma.

Tenía que tener bien presente el plan que se había forjado para el futuro si quería dar sentido a lo que estaba haciendo en el presente.

Respiró profundamente y se alisó con la mano la bata de color rosa pálido que llevaba. Luego abrió la puerta y salió al porche para ver a su primo empujando la silla de ruedas de Mason por la rampa que su hermano Ryan había terminado de construir esa misma mañana para facilitar su acceso.

—¿Qué tal fue el vuelo de Connecticut? ¿Todo bien? —preguntó ella dirigiéndose a su primo, sintiéndose incapaz de fijar la mirada en los ojos verde pálido de Mason.

—¡Qué sabrá él! —respondió Mason antes de que Axel dijera una sola palabra, mirándola fijamente a los ojos—. Él no era el que iba enjaulado en el avión.

Mason frunció el ceño, arrugando ligeramente su nariz aguileña. Llevaba, sin duda, algunos días sin afeitarse y tenía un aspecto bastante tétrico.

—Parece que no estamos de muy buen humor, ¿eh? —dijo ella con una sonrisa.

—Nunca he entendido por qué las enfermeras tienen que hablar siempre en plural.

—No le hagas caso —le advirtió Axel mientras empujaba la silla de ruedas por la puerta—. Ha estado quejándose desde que lo recogí en Cheyenne. Aquí están sus medicinas —dijo entregándole un sobre muy grande que llevaba bajo el brazo.

Courtney abrió el sobre y miró los prospectos de los frascos que había dentro. Había leído ya previamente el historial médico de Mason. Lo había recibido por fax el día anterior poco después de que Axel le hubiera llamado para ofrecerle el trabajo.

Ya había hecho antes algunos trabajos parecidos, aunque nunca había tenido que alojar al paciente en su propia casa. Pero el dinero que le habían ofrecido le había hecho decidirse de inmediato.

Sólo después de haber aceptado el trabajo se había enterado de quién era el paciente al que tenía que cuidar, pero entonces ya había sido tarde para dar marcha atrás. Por nada del mundo le hubiera contado a su primo las razones que podía tener para rechazar el trabajo.

Había dejado a un lado sus reservas y se había puesto a examinar su historial médico nada más recibirlo. A pesar de lo acostumbrada que estaba a ver todo tipo de enfermos, se había quedado impresionada de las heridas que Mason había sufrido. Sentía curiosidad por saber cómo podría habérselas hecho, pero esa información no constaba en el historial.

Lo que significaba que probablemente estaría relacionado con su trabajo.

Estaba familiarizada con el secretismo que rodeaba las actividades de la agencia para la que Mason trabajaba, porque varios miembros de su familia habían trabajado también en ella y algunos quizá seguían haciéndolo.

Por supuesto, ella no sabía gran cosa acerca de Hollins-Winword, pero no era ninguna ingenua. Tenía ojos para ver y oídos para oír. Había oído hablar por primera vez de esa organización cuando era apenas una colegiala. Conforme habían pasado los años se había ido haciendo una idea aproximada de sus actividades.

Y luego, cuando todos habían dado a Ryan por muerto…

Trató de alejar aquellos pensamientos. No tenía ningún sentido revivir aquella pesadilla. Ahora su hermano mayor estaba en casa, sano y salvo, y tenía una familia.

Cerró la puerta de la casa cuando Axel y Mason entraron y echó otra ojeada a los prospectos de las medicinas. Había unos antibióticos y algunos complejos vitamínicos con sales minerales. Se extrañó, sin embargo, al ver el último medicamento.

Había leído, en el historial clínico, que Mason se había opuesto tajantemente a que le administraran analgésicos fuertes contra el dolor. Y eso era exactamente aquel frasco.

No acertaba a comprenderlo. No parecía ser alérgico a ningún tipo de medicación. Tal vez fuera de esos hombres que se creían tan valientes como para hacer gala de no necesitar ningún tipo de ayuda contra el dolor, aunque fuera sólo por unos días.

Volvió a poner el analgésico en el sobre y lo dejó sobre la mesa cuadrada del comedor que estaba cerca de la puerta arqueada que separaba la sala de la cocina y se volvió hacia Mason.

—Tu habitación está al final del pasillo —dijo ella mirando las ligeras canas plateadas que salpicaban su abundante y espeso pelo castaño que le caía por la frente—. El baño está justo al lado. ¿Puedes manejarte con las muletas?

—No muy bien, pero sí.

No parecía tener tan mal humor como antes. No pudo evitar sentir una cierta simpatía por él.

No importaba lo que hubiera ocurrido entre ellos aquella noche de San Valentín. El hombre se estaba recuperando de unas lesiones muy graves. Tenía el brazo derecho y la pierna izquierda escayolados y sabía por su historial que había sufrido importantes contusiones en varias costillas. Debía de sentir muchos dolores y necesitaba a una persona que le ayudara en sus funciones básicas, como comer o ir al baño. Cosa que desde luego no le haría ninguna gracia.

A nadie se la haría.

—¿Por qué no traes el resto de sus cosas mientras yo le ayudo a acostarse en la cama? –le dijo a su primo.

Sin esperar la respuesta de Axel, se acercó a Mason y le apartó las manos a un lado para poder empujar la silla de ruedas.

La noche anterior, antes de salir a hacer su turno de guardia en el hospital, había reorganizado un poco la casa para hacérsela a Mason más confortable. Sabía que no era un hombre precisamente torpe, pero en las condiciones en que estaba, necesitaría el mayor espacio posible para poder desenvolverse por la casa con aquella silla de ruedas o con las muletas.

Las ruedas de la silla chirriaron ligeramente al pasar sobre las tablas sueltas del suelo de tarima del pasillo.

—Aquí tienes la ducha —dijo ella, al pasar junto al cuarto de baño.

—No me tomes el pelo. Lo único que puedo usar por ahora es una toalla mojada.

Ella sintió un extraño desasosiego mientras empujaba con mucho cuidado la silla para no tropezar con el marco de la puerta al entrar en el dormitorio de invitados.

—Lo siento, pero supuse que estarías deseando darte una buena ducha.

Mason emitió un ligero gruñido por respuesta.

Courtney dejó la silla de ruedas arrimada a la cama. Ya había apartado la colcha y había puesto varias almohadas junto al cabecero de hierro forjado. Había también un viejo sillón reclinable de sus padres que Ryan había colocado en un rincón del cuarto.

Se detuvo frente a Mason. Él llevaba una camiseta blanca que realzaba la musculatura de sus hombros y unos pantalones grises de chándal con la pernera izquierda cortada de arriba abajo para que pudiera pasar la escayola. En el pie de la pierna sana llevaba una zapatilla de tenis bastante gastada.

A pesar de su aspecto, sintió algo extraño en la boca del estómago al contemplarle tan de cerca. Pero recordó que era una enfermera colegiada que se debía a su paciente.

—¿Preparado para salir de la silla?

—No sé si tendrás las fuerzas suficientes para levantarme —dijo él con cara de escepticismo.

—No, si fueras un peso muerto. Pero no lo eres.

Dime, ¿qué prefieres?, ¿la cama o el sillón?

—La cama —respondió él sin mirarla, como si su respuesta fuera un signo de debilidad.

—Muy bien. ¿Listo?

En un instante, ella bloqueó las ruedas y retiró el brazo de la silla. Luego se puso de rodillas frente a él y le agarró suavemente de la cintura. Mason soltó otro de sus gruñidos al apoyar la mano sana en la cama, tratando de incorporarse.

—Adelante.

Ella apretó los brazos, se impulsó con las piernas y lanzó un pequeño grito de ánimo hasta conseguir levantarle en vilo el tiempo necesario para que él apoyase la pierna buena en el suelo y girase ligeramente el cuerpo hasta quedar sentado en el borde de la cama.

Siguió sujetándole un instante más hasta que tuvo la certeza de que ya no podía caerse. Luego se incorporó, aún temblorosa tras el contacto tan estrecho que había tenido con su cuerpo.

—Ya, ya sé que no es muy agradable —susurró ella—. Pero pronto mejorarás, ya lo verás.

—No necesito mimos de nadie —replicó él con cara de pocos amigos.

Ella le dirigió una mirada seria y severa que había aprendido de su abuela. Gloria estaba ahora retirada, pero había sido una buena enfermera, y gracias a eso había conocido además a Squire Clay, el abuelo de Courtney. Había dispuesto de muchos años desde entonces para perfeccionar esa mirada severa y transmitirla a sus nietas.

—No tienes de qué preocuparte —dijo ella muy seria—. No recibirás ningún mimo de mi parte. Y ahora dime una cosa, ¿quieres quedarte sentado en el borde de la cama o prefieres tumbarte?

Sin esperar su respuesta, se agachó para ayudarle a poner la pierna escayolada sobre la cama.

Pero él tuvo la misma idea y sus manos se rozaron durante unos segundos, haciéndole sentir un hormigueo por la piel. Aún con las manos temblorosas, consiguió ponerle con gran destreza una cuña de gomaespuma debajo de la pierna mientras él lanzaba todo tipo de juramentos y se ponía a dar puñetazos a las almohadas.

Ella apretó las manos, tratando de vencer el impulso que sentía de ayudarle. Sabía que no debía hacerlo si no quería irritarle más.

—¿Puedo hacer algo para te sientas un poco más a gusto?

Mason dejó caer la cabeza sobre la almohada y se pasó la mano por el pelo.

—¿El sexo sería una opción? —dijo él mirándola fijamente.

Capítulo 2

PERDÓN? —exclamó Courtney con un intenso rubor en las mejillas.

—¿Quieres que te lo repita?

Ella abrió los labios como para tratar de decir algo, pero no consiguió pronunciar una sola palabra. Axel vino a sacarla de apuros, entrando en la habitación y dejando una bolsa de cuero a los pies de la cama. Llevaba también unas muletas que dejó apoyadas contra la pared, al lado de la puerta.

—Me gustaría poder quedarme de palique con vosotros, pero Tara tiene un compromiso esta tarde y tengo que quedarme con Aidan. ¡Hay que ver el trabajo que da un pequeñajo de catorce meses! —exclamó Axel con una sonrisa, y luego añadió sacando un teléfono móvil extraplano del bolsillo de los pantalones y dándoselo a Mason—: Toma. Cortesía de Cole.

Y tras chocar las manos con Mason, salió corriendo del cuarto. Dos segundos después, oyeron el sonido de la puerta abriéndose y cerrándose.

Courtney se mordió la lengua y volvió a mirar a Mason.

—No —dijo por fin, rompiendo el tenso silencio—. El sexo no es una opción. Obviamente.

—¿Por qué? ¿Porque piensas que estoy ahora incapacitado para eso o porque no te llamé aquel día a la mañana siguiente? —dijo él, clavando los ojos en ella.

Ella apretó los puños y los metió en seguida en los bolsillos de la bata. No quería entrar en detalles de lo que él era capaz o incapaz de hacer, y mucho menos volver a darle vueltas a la eterna pregunta de por qué no le había llamado en los veinte meses que habían pasado desde entonces.

—Yo no te pedí que me llamaras —le recordó ella—. Estás aquí porque te estás recuperando de unas lesiones. Punto.

—Sí, es verdad, pero parecías muy preocupada por el asunto del sexo y pensé que la mejor forma de evitar malentendidos sería exponiéndolo abiertamente.