Cielo interminable (AdN) - Kate Atkinson - E-Book

Cielo interminable (AdN) E-Book

Kate Atkinson

0,0

Beschreibung

Jackson Brodie se ha mudado a un tranquilo pueblo costero en North Yorkshire, donde cuenta con la ocasional compañía de su hijo Nathan, adolescente recalcitrante, y su viejo labrador Dido, ambos a discreción de su expareja Julia. Un escenario pintoresco... pero en el que algo oscuro acecha entre bastidores. El trabajo actual de Jackson, recopilar pruebas acerca de un marido infiel para su desconfiada esposa, parece sencillo, pero un encuentro fortuito con un hombre desesperado en un acantilado que se está desmoronando dará lugar a una red de lo más siniestra y lo conducirá hasta alguien de su pasado. Viejos secretos y nuevas mentiras se entrecruzan en esta impresionante novela policíaca, a la vez profundamente divertida y dolorosamente triste, escrita por una de las autoras más deslumbrantes y sorprendentes de la actualidad.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 626

Veröffentlichungsjahr: 2021

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Antes de convertirme en un sabio, cortaba leña y cargaba con baldes de agua.Después de convertirme en un sabio, cortaba leña y cargaba con baldes de agua.

PROVERBIO ZEN

Estoy a favor de la verdad, no importa quién la diga. Estoy a favor de la justicia, no importa quién esté a favor o en contra de ella.

MALCOLM X

La fuga

—Bueno, ¿y ahora qué? —preguntó él.

—Nos escapamos a toda pastilla —contestó ella; se quitó los zapatos de marca y los dejó caer en el espacio para las piernas del asiento delantero del coche—. Me estaban matando —añadió, y le ofreció una sonrisa compungida porque habían costado una fortuna.

Bien que lo sabía él, que los había pagado. Ella se había quitado ya el velo nupcial, que arrojó entonces al asiento de atrás, junto con el ramo; en ese momento forcejeaba con la maraña de horquillas que llevaba en el pelo. La delicada seda de su traje de novia ya estaba arrugada como las alas de una polilla. Lo miró y dijo:

—Como te gusta decir, llegó el momento de poner pies en polvorosa.

—Vale, pues pongámonos en marcha —repuso él encendiendo el motor.

Advirtió que ella se ceñía el vientre abultado, donde incubaba a un bebé todavía invisible. Una rama más que añadir al árbol genealógico de la familia. Una ramita; una yema. Comprendió que el pasado no contaba en absoluto. Solo el presente tenía algún valor.

—Despegamos —dijo, y apretó a fondo el acelerador.

Por el camino, dieron un rodeo para subir hasta la cima de Rosedale Chimney a estirar las piernas y contemplar la puesta de sol que inundaba el amplísimo cielo con una gama gloriosa de rojo y amarillo, naranja e incluso violeta. Requería poesía, una ocurrencia que él pronunció en voz alta.

—No, me parece que no —repuso ella—. Es suficiente por sí misma.

«Menuda perla de sabiduría», se dijo él.

Había otro coche aparcado ahí arriba, con una pareja mayor que admiraba la vista.

—Magnífica, ¿verdad? —comentó el hombre.

La mujer sonrió y felicitó a la «feliz pareja» por su boda, y Jackson contestó:

—No es lo que parece.

UNA SEMANA ANTES

Anderson Price Asociados

Katja inspeccionó el maquillaje de Nadja. Esta posaba para ella como si se tomara un selfi: ponía una boquita de piñón exagerada, con las mejillas hundidas como un cadáver.

—Vale, está bien —dictaminó finalmente Katja.

Era la más joven de las dos hermanas, pero la más mandona, con mucho. «Podrían ser gemelas», decía siempre la gente, aunque entre ambas mediaban dos años y casi cuatro centímetros. Katja era la más baja y la más guapa de las dos, aunque ambas eran menudas y tenían el mismo tono de cabello rubio (no del todo natural), así como los ojos de su madre, con el iris verde rodeado de gris.

—Quédate quieta —dijo Nadja, y sacudió una pestaña de la mejilla de Katja.

Nadja era licenciada en Gestión de Hostelería y trabajaba en el Radisson Blu, donde llevaba una falda tubo y tacones de cinco centímetros y se recogía el cabello en un moño prieto para tratar con los quejicas de los huéspedes. La gente se quejaba constantemente. Cuando volvía a casa, a su apartamento como una caja de zapatos, se soltaba la melena y se ponía unos tejanos y una gran sudadera y se paseaba por ahí descalza, y nadie se quejaba porque vivía sola, que era como le gustaba vivir.

Katja tenía un empleo en el servicio de limpieza del mismo hotel. Su inglés no era tan bueno como el de su hermana mayor. No tenía título alguno más allá del colegio e incluso allí fue bastante mediocre, porque se había pasado la infancia y la mayor parte de la adolescencia haciendo patinaje sobre hielo de competición, pero al final resultó que no era lo bastante buena. Aquel era un mundo cruel y despiadado y lo echaba de menos todos los días. La pista de hielo la había vuelto resistente y conservaba la figura de una patinadora, ágil y fuerte. Y eso volvía un poco locos a los hombres. En el caso de Nadja había sido la danza, el ballet clásico, pero lo había dejado porque su madre no podía permitirse pagarles clases a las dos. Y había sacrificado su talento fácilmente, o eso le parecía a su hermana.

Katja tenía veintiún años, vivía en la casa materna y se moría de ganas de volar del agobiante nido, aunque sabía que un empleo en Londres sería casi sin duda como el que tenía ahí: hacer camas, limpiar inodoros y sacar pelo de extraños lleno de jabón de los desagües. Pero una vez que estuviera allí, las cosas cambiarían, sabía que sería así.

El tipo era un tal señor Price. Mark Price. Era uno de los socios en una agencia de contratación llamada Anderson Price Asociados (APA) y ya había entrevistado a Nadja por Skype. Nadja informó a Katja de que era atractivo: bronceado, con todo su pelo y de un canoso interesante («como George Clooney»), con un sello de oro en el dedo y un grueso Rolex en la muñeca («como Roger Federer»).

—Mejor que se ande con cuidado, que podría casarme con él —le dijo Katja a su hermana, y ambas se echaron a reír.

Nadja le había mandado por correo electrónico a Mark Price copias escaneadas de sus títulos y referencias, y ahora esperaban en su apartamento a que él llamara por Skype desde Londres para «confirmar todos los detalles» y «tener una charla rápida» con Katja. Nadja le había pedido si podía encontrarle un trabajo a su hermana también, y él había contestado: «¿Por qué no?». En los hoteles británicos había trabajo de sobra.

—El problema aquí es que nadie quiere trabajar duro —dijo Mark Price.

—Pues yo quiero trabajar duro ahí —repuso Nadja.

No eran tontas, sabían lo del tráfico, lo de la gente que engañaba a chicas y las hacía creer que conseguirían buenos empleos, empleos como Dios manda, y que acababan drogadas y atrapadas en algún sucio cuchitril teniendo sexo con un hombre tras otro, incapaces de volver a casa porque les habían confiscado los pasaportes y tenían que «ganárselos» otra vez. La APA no era así. Ellos tenían un sitio web profesional, todo se hacía de forma legal. Reclutaban personal por todo el mundo para hoteles, residencias de ancianos, restaurantes, compañías de limpieza, e incluso tenían oficina en Bruselas, así como en Luxemburgo. Estaban «colegiados» y gozaban de reconocimiento y disponían de toda clase de recomendaciones de gente diversa.

Por lo que se veía por Skype, las oficinas en Londres eran muy elegantes. Había mucho ajetreo: se oía el murmullo constante de fondo del personal que hablaba entre sí, que tecleaba o contestaba a los teléfonos que sonaban. Y el propio Mark Price era un tipo serio y formal. Hablaba sobre «recursos humanos», «apoyo» y «responsabilidad del empleador». Podía ayudarlas con la organización del alojamiento, los visados, las clases de inglés, la formación continuada.

Ya tenía algo pensado para Nadja en «uno de los mejores hoteles», pero ella podía decidir a su llegada. Había oportunidades de sobra para «una chica lista» como ella.

—Y para mi hermana —le había recordado Nadja.

—Sí, por supuesto, y para tu hermana —había contestado él, riendo.

Les pagaría incluso los billetes de avión. La mayoría de las agencias esperaban que les pagaras tú por adelantado para encontrarte un trabajo. Él les mandaría un billete electrónico, dijo, y volarían a Newcastle. Katja lo había buscado en un mapa: quedaba a muchos kilómetros de Londres.

—Está a tres horas de tren —dijo Mark Price.

Dijo que era «fácil» y que a él le salía más barato así; al fin y al cabo, era quien pagaba los billetes. Un representante de Anderson Price Asociados las recibiría en el aeropuerto y las llevaría a pasar la noche en un Airbnb de Newcastle, puesto que el vuelo de Gdansk llegaba tarde. A la mañana siguiente, alguien las escoltaría hasta la estación y las metería en un tren. Algún otro las recogería con un coche en King’s Cross y las llevaría a un hotel, donde pasarían unas noches hasta haberse adaptado.

—Todo marchará sobre ruedas —añadió.

Nadja probablemente habría conseguido un traslado a otro Radisson, pero era ambiciosa y quería trabajar en un hotel de lujo, en alguno del que todo el mundo hubiera oído hablar: el Dorchester, el Lanesborough, el Mandarin Oriental.

—Oh, sí —había dicho Mark Price—, tenemos contratos con todos esos sitios.

A Katja le daba igual, solo quería estar en Londres. De las dos, Nadja era la más seria, y Katja, la más despreocupada. Como decía aquella canción, las chicas solo querían pasarlo bien.

Y así, en ese momento estaban sentadas ante el portátil abierto de Nadja, esperando a que Mark Price las llamara.

Mark Price fue puntualísimo.

—Bueno —le dijo Nadja a Katja—, allá vamos. ¿Lista?

Por lo visto, el minúsculo retraso en la transmisión hacía que a la chica le costara traducir lo que él le estaba diciendo. No dominaba tanto el inglés como había asegurado su hermana. Se reía mucho para compensarlo y sacudía la melena y se acercaba más a la pantalla, como si pudiera convencerlo llenándola con su cara. Era guapa, eso sí. Ambas lo eran, pero esa aún más.

—Bueno, Katja —dijo él—. El tiempo apremia. —Dio unos golpecitos en su reloj al ver la expresión confusa tras la sonrisa de la chica—. ¿Sigue ahí tu hermana?

El rostro de Nadja apareció en la pantalla, pegado al de Katja, y ambas sonrieron de oreja a oreja. Daba la sensación de que estuvieran en un fotomatón.

—Nadja —dijo él—, haré que mi secretaria te mande los billetes por correo electrónico mañana a primera hora, ¿de acuerdo? Y os veré a las dos muy pronto. Estoy deseando conoceros. Buenas noches.

Apagó la pantalla y las chicas desaparecieron. Se levantó y se desperezó. En la pared, a sus espaldas, figuraba el elegante logo y las siglas APA, de Anderson Price Asociados. Disponía de un escritorio y una silla. La litografía de algo moderno pero con estilo colgaba en la pared, y una parte era visible a través de la cámara del portátil; lo había comprobado cuidadosamente. Al otro lado podía verse una orquídea. Parecía real, pero era falsa. La oficina era una farsa. Anderson Price Asociados era una farsa, Mark Price era una farsa. Solo su Rolex era real.

No estaba en ninguna oficina en Londres, sino en una caravana anclada en un campo de la costa este. Lo consideraba su «segundo despacho». Solo quedaba a unos ochocientos metros tierra adentro y a veces los chillidos de las gaviotas amenazaban con dar al traste con la ilusión de que estaba en Londres.

Desconectó la grabación de Sonidos ambientales de oficina, apagó las luces, cerró con llave la caravana y se puso al volante de su Land Rover Discovery. Hora de irse a casa. Casi podía saborear el Talisker con el que lo estaría esperando su mujer.

La batalla del Río de la Plata

Y ahí está el Ark Royal, manteniéndose a buena distancia del enemigo…

Sonaron unas cuantas explosiones leves: pop-pop-pop. El ruido metálico de los disparos competía infructuosamente con las gaviotas que describían giros y chillaban en lo alto.

Oh, y el Achilles ha sido alcanzado, pero afortunadamente ha podido establecer contacto con el Ark Royal, que acude raudo en su auxilio…

«Raudo» no era la palabra con la que Jackson habría descrito el fatigoso avance del Ark Royal a través del lago para botes del parque.

¡Y aquí vienen los bombarderos de la RAF! ¡Una puntería excelente, muchachos! Un gran aplauso para la RAF y sus escoltas…

Una ovación más bien débil se elevó del público cuando dos pequeños aviones de madera empezaron a cruzar a trompicones el lago mediante tirolinas.

—Por Dios —murmuró Nathan—. Esto es patético.

—No blasfemes —repuso Jackson de manera automática.

En efecto, erapatético en cierto sentido («¡la flota tripulada más pequeña del mundo!»), pero ahí residía su encanto, ¿no? Los barcos eran réplicas: el más largo tendría veinte pies como mucho, los demás bastantes menos. Dentro de los barcos se escondían empleados del parque, que los gobernaban. El público estaba sentado en bancos de madera sobre las gradas de hormigón. Durante la hora anterior, un hombre de aspecto anticuado había interpretado una música anticuada en un órgano en un quiosco de música, y ese mismo hombre anticuado hacía de comentarista de la batalla. Y lo hacía de un modo anticuado. («¿Va a acabarse esto alguna vez?», quiso saber Nathan.)

El propio Jackson había acudido ahí en una ocasión, de niño, pero no con su propia familia (cuando tenía una familia), pues nunca hacían nada juntos, nunca iban a ninguna parte, ni siquiera a pasar el día a algún sitio. Así era la clase trabajadora: demasiado ocupada trabajando para tener tiempo para el placer y demasiado pobre para costeárselo si lograba encontrar el tiempo suficiente. («¿No te habías enterado, Jackson? —dijo Julia en sus pensamientos—. La guerra de clases se acabó. Perdieron todos.») No conseguía recordar las circunstancias: quizá se había tratado de una excursión con los boy scouts o con la brigada juvenil cristiana, o incluso con el Ejército de Salvación; el joven Jackson se había apuntado a cualquier organización en marcha, con la esperanza de pillar algo gratis. No permitía que haberse criado como católico interfiriera en sus creencias. Incluso había firmado a los diez años el compromiso en el que prometía a la Sociedad de Abstinencia del Ejército de Salvación pasarse la vida entera sobrio a cambio de una limonada y un plato de pastelillos. («Y ya ves cómo te funcionó, ¿eh?», comentó Julia.) Supuso un alivio descubrir finalmente el Ejército real, donde todo era gratis. Aunque tenía su precio.

—La batalla del Río de la Plata —le contó Jackson a Nathan— fue la primera batalla naval de la Segunda Guerra Mundial.

Una de sus tareas como padre era la de educar, en especial sobre los temas en los que era especialista: coches, guerras, mujeres. («Jackson, tú no sabes absolutamente nada sobre las mujeres», dijo la Julia de su cabeza. «Exacto», respondió él.) Nathan recibía cualquier información que le transmitiera poniendo los ojos en blanco o haciéndose el sordo. Jackson confiaba en que, de un modo u otro, su hijo absorbiera de manera inconsciente el bombardeo constante de consejos y advertencias que precisaba su conducta: «No camines tan cerca del borde del acantilado. Utiliza el cuchillo y el tenedor, no los dedos. Cede tu asiento en el autobús». Aunque ¿cuándo iba Nathan a algún sitio en autobús? Lo llevaban en coche de aquí para allá como si fuera un lord. El hijo de Jackson tenía trece años y un ego lo bastante grande como para tragarse planetas enteros.

—¿A qué se refieren con lo de «tripulada»? —quiso saber Nathan.

—A que va gente dentro de los barcos, para gobernarlos.

—No puede ser —espetó el chico—. Menuda estupidez.

—Pues sí, así es. Ya lo verás.

Aquí llega también el Exeter.Y el submarino enemigo va a verse en problemas ahora…

—Espera y verás —dijo Jackson—. Algún día tendrás hijos propios y te encontrarás obligándolos a hacer todas las cosas que ahora desprecias: museos, casas solariegas, paseos por el campo…, y ellos, a su vez, te odiarán por eso. Así, hijo mío, funciona la justicia cósmica.

—Yo no pienso hacer algo como esto —respondió Nathan.

—Y ese sonido que vas a oír será el de mi risa.

—No, qué va. Tú estarás muerto para entonces.

—Gracias. Gracias, Nathan. —Jackson exhaló un suspiro. ¿Había sido él tan cruel a la edad de su hijo? Y no le hacía mucha falta que le recordaran su condición de mortal: la veía en cómo se hacía mayor su propio hijo día tras día.

El lado bueno de la cosa era que Nathan hablaba esa tarde con frases más o menos completas y no con sus habituales gruñidos de simio. Estaba desplomado en un banco, con las largas piernas despatarradas y los brazos cruzados en lo que solo podía describirse como una pose sarcástica. Sus pies (con zapatillas de marca, cómo no) eran enormes; no tardaría en ser más alto que Jackson. A la edad de su hijo, él solo tenía dos mudas de ropa, y una de ellas era el uniforme del colegio. Aparte de sus playeras de gimnasia («¿Tus qué?», preguntó un sorprendido Nathan), solo tenía un par de zapatos, y los conceptos de «marca» o «logo» lo habrían dejado desconcertado.

Para cuando Jackson tenía trece años, su madre ya había muerto de cáncer, su hermana había sido asesinada y su hermano se había suicidado, con la cortesía de dejar su cuerpo colgando de la lámpara para que él lo encontrara al volver de la escuela. Jackson nunca tuvo la oportunidad de ser egoísta, de despatarrarse, de andarse con exigencias y cruzarse de brazos con sarcasmo. Y en todo caso, de haberlo hecho, su padre le habría dado una buena colleja. Tampoco era que Jackson deseara ver sufrir a su hijo, Dios no lo quisiera, pero un poco menos de narcisismo no vendría mal.

Julia, la madre de Nathan, podía competir con Jackson en cuanto a duelos y pesares: una hermana asesinada, otra que se suicidó, otra más que murió de cáncer. («Ah, y no olvidemos los abusos sexuales de mi padre —recordó ella desde los pensamientos de Jackson—. Creo que la baza me la llevo yo.») Y ahora toda la desdicha de sus pasados compartidos se había instilado en ese único hijo. ¿Y si de algún modo, pese a su actitud despreocupada, se había grabado en el ADN de Nathan e infectado su sangre, y en ese preciso momento la tragedia y el dolor crecían y se multiplicaban en sus huesos, como un cáncer? (Julia: «¿No has tratado nunca de ser optimista?». Jackson: «Sí, una vez, y no me sentó bien».)

—Pensaba que habías dicho que ibas a conseguirme un helado.

—Creo que en realidad quieres decir: «Papá, ¿puedo tomarme ese helado que me has prometido y que pareces haber olvidado temporalmente? ¿Por favor?».

—Ya, lo que tú digas. —Tras una pausa extraordinariamente larga, añadió con desgana—: Por favor. —(«Sirvo al presidente en lo que le plazca», decía Julia sin inmutarse cuando su retoño exigía algo).

—¿Qué quieres?

—Un Magnum. Con doble de mantequilla de cacahuete.

—Diría que tus expectativas son muy altas.

—No me digas. Pues un Cornetto.

—Siguen siendo altas.

Cuando se trataba de comida, Nathan traía consigo montañas de instrucciones. Julia se mostraba sorprendentemente neurótica con los tentempiés: «Intenta controlar lo que coma. Puede tomar una barrita de chocolate, pero no caramelos, y desde luego nada de gominolas. Si toma demasiada azúcar, es como un gremlin después de medianoche. Y si consigues meterle una pieza de fruta entre pecho y espalda, será que eres mejor mujer que yo». Al cabo de un par de años, Julia estaría preocupándose por tabaco, alcohol y drogas. Debería disfrutar de los años del azúcar, pensaba Jackson.

—Mientras voy en busca de tu helado, no le quites ojo a nuestro amigo Gary, ahí, en primera fila, ¿quieres? —Nathan no daba muestras de haberle oído, de modo que, tras esperar un instante, Jackson preguntó—: ¿Qué acabo de decirte?

—Has dicho: «Mientras no estoy, no le quites ojo a nuestro amigo Gary, ahí, en primera fila, ¿quieres?».

—Vale. Bien —repuso Jackson ligeramente escarmentado, aunque no estaba dispuesto a demostrarlo. Tendiendo el iPhone, añadió—: Toma, sácale fotos si hace algo interesante.

Cuando Jackson se levantó, el perro lo imitó y subió con esfuerzo tras él los peldaños hasta la cafetería. Era la perra de Julia, Dido, una labradora de tono mostaza, vieja y con sobrepeso. Años atrás, cuando Julia los presentó («Jackson, esta es Dido; Dido, este es Jackson»), él pensó que la perra debía de llamarse así por la cantante, pero resultó que era la homónima de la reina de Cartago. Así era Julia, en dos palabras.

Dido —la perra, no la reina de Cartago— venía también con una larga lista de instrucciones. Cualquiera diría que Jackson nunca había cuidado antes de un crío o un chucho. («Pero no eran ni mi hijo ni mi perra», había dicho Julia. Y Jackson respondió: «Creo que deberías decir “nuestro” hijo».)

Nathan ya tenía tres años para cuando Jackson pudo reivindicar cualquier derecho sobre él. Por razones que solo ella conocía, Julia había negado que fuera el padre, de modo que él se había perdido los mejores años cuando ella reconoció por fin su paternidad. («Lo quería para mí sola.») Sin embargo, ahora que habían llegado los peores años, parecía más que dispuesta a compartirlo.

Julia iba a estar «atrozmente» ocupada durante casi todas las vacaciones escolares, de modo que Jackson se había traído consigo a Nathan a la casita que tenía alquilada en ese momento en la costa este de Yorkshire, unos tres kilómetros al norte de Whitby. Con una buena conexión inalámbrica podía llevar su negocio —Investigaciones Brodie— prácticamente desde cualquier parte. Internet era diabólico, pero no te quedaba otra que adorarlo.

Julia interpretaba a una patóloga («a la patóloga», corregía) en Collier, una serie policíaca que llevaba mucho tiempo emitiéndose. Collier se describía como «una obra dramática norteña descarnada», pero últimamente consistía más bien en paparruchas efectistas y cansinas ideadas por cínicos urbanitas que se pasaban casi todo el tiempo hasta las cejas de cocaína o cosas peores.

Por una vez, a Julia le habían dado su propia línea argumental. «Es un arco de transformación narrativa», le explicó a Jackson. Él creyó haber oído «arca» y le llevó un tiempo resolver mentalmente aquel misterio. E incluso ahora, siempre que ella hablaba de «mi arco», Jackson tenía una visión de Julia al frente de un desfile cada vez más estrafalario de animales desconcertados que ascendían de dos en dos por una pasarela. Julia no sería la peor persona del mundo con la que pasar el diluvio. Bajo su actitud atolondrada y teatrera, era una mujer con capacidad de recuperación y llena de recursos, por no mencionar que se le daban bien los animales.

Le tocaba renovar el contrato y le estaban revelando el guion con cuentagotas, de modo que estaba bastante segura, según decía, de ir derecha a una salida truculenta al final de su «arco». («¿No lo hacemos todos?», comentó Jackson.) Julia era entusiasta: decía que había sido una buena temporada. Su agente le tenía el ojo echado a una comedia de la Restauración que iban a estrenar en el teatro West Yorkshire. («Un papel como Dios manda», según Julia. «Y si eso falla, siempre me queda Strictly. Ya me lo han ofrecido dos veces. Es evidente que se están quedando sin recursos.») Tenía una risa ronca encantadora, sobre todo cuando hacía autocrítica. O fingía hacerla. Le daba cierto encanto.

—Como sospechaba, nada de Magnums ni de Cornettos; solo tenían Bassanis —anunció Jackson, volviendo con dos cucuruchos en alto como si fueran antorchas.

Después de lo que había pasado, lo lógico habría sido pensar que la gente preferiría que sus hijos dejaran de tomar helados de Bassani. La sala de juegos de Carmody también seguía ahí, una presencia bulliciosa y popular en primer término. Helados y juegos recreativos: los señuelos perfectos para los niños. Debían de llevar una década en marcha desde que el caso había aparecido en los periódicos, ¿no? (Cuanto mayor se hacía Jackson, más escurridizo se volvía el tiempo.) Antonio Bassani y Michael Carmody, personas «respetables» de la zona: uno estaba en la cárcel y el otro se había suicidado, pero Jackson nunca recordaba cuál era cuál. No le sorprendería que al que estaba en la cárcel le tocara salir pronto, si no lo había hecho ya. A Bassani y Carmody les gustaban los niños. Les gustaban demasiado los niños. Les gustaba pasarles niños a otros hombres a quienes les gustaban demasiado los niños. Como regalos, como prendas.

Una Dido eternamente hambrienta le había pisado los talones esperanzada y, en lugar de helado, Jackson le dio una galleta de perro con forma de hueso. Supuso que a ella le daba bastante igual qué forma tuviera.

—He conseguido uno de vainilla y uno de chocolate —le dijo a Nathan—. ¿Cuál quieres? —Era una pregunta retórica: ¿quién por debajo de la edad para votar elegía vainilla alguna vez?

—El de chocolate. Gracias.

«Gracias»: un pequeño triunfo de la buena educación, pensó Jackson. («Nathan saldrá bien al final —decía Julia—. Ser un adolescente es muy difícil, tienen un caos de hormonas y están agotados casi todo el tiempo. Lo de crecer consume un montón de energía.») Pero ¿qué pasaba con todos esos adolescentes del pasado que habían dejado el colegio a los catorce (¡casi la edad de Nathan!) para entrar en fábricas y plantas siderúrgicas y bajar a las minas de carbón? (El padre del propio Jackson y su padre antes que él, por ejemplo.) O con Jackson, en el Ejército a los dieciséis, un jovencito al que la autoridad había hecho añicos para volverlo a ensamblar hecho un hombre. ¿Se les concedía a esos adolescentes, él incluido, el lujo de unas hormonas caóticas? Pues no. Iban a trabajar junto con los hombres y se comportaban, al final de la semana les llevaban la paga a casa a sus madres y… («Oh, cállate ya, ¿quieres? —dijo Julia con tono cansino en su cabeza—. Esa vida se acabó y no va a volver.»)

—¿Dónde está Gary? —preguntó Jackson recorriendo con la mirada las filas de asientos.

—¿Gary?

—El Gary al que se suponía que debías echarle un ojo.

Sin alzar la vista del teléfono, Nathan indicó con la cabeza hacia las canoas, donde Gary y Kirsty hacían cola para sacar billetes.

Y la batalla ha concluido y van a izar la bandera del Reino Unido. ¡Un hurra por nuestra buena y vieja bandera!

Jackson prorrumpió en vítores junto con el resto del público. Le propinó a Nathan un cariñoso codazo.

—Vamos, vitorea a nuestra buena y vieja bandera.

—Hurra —fue la lacónica aportación de Nathan.

«Oh, ironía, llevas por nombre Nathan Land», pensó Jackson. Su hijo llevaba el apellido materno, una fuente de cierta discordia entre Julia y Jackson. Por decirlo suavemente. A oídos de Jackson, «Nathan Land» parecía el nombre de un financiero judío del siglo XVIII, el progenitor de alguna dinastía europea de banqueros. «Nat Brodie», en cambio, lo hacía pensar en un robusto aventurero, en alguien que emprendiera camino hacia el oeste, siguiendo la frontera en busca de oro o ganado, con mujeres de moral relajada en su estela. («¿Cuándo te has vuelto tan fantasioso?», preguntó Julia. «Probablemente, cuando te conocí», pensó Jackson.)

—¿Podemos irnos ya? —preguntó Nathan con un bostezo excesivo y desenfadado.

—Dentro de un momento, cuando haya acabado con esto —respondió Jackson indicando el helado. En su opinión, nada volvía más ridículo a un hombre adulto que pasearse por ahí lamiendo un cucurucho.

Los combatientes de la batalla del Río de la Plata emprendieron su vuelta de honor. En los barcos, los hombres que iban dentro habían levantado la parte superior, como en la torreta de un submarino, y saludaban con la mano a la multitud.

—¿Ves? —le dijo Jackson a Nathan—. Ya te decía.

—Sí, ya. ¿Y ahora sí podemos irnos?

—Sí, bueno, echémosle primero un vistazo a nuestro Gary.

Nathan soltó un gemido como si estuvieran a punto de someterlo a una tortura por ahogamiento.

—Tendrás que aguantarte —repuso Jackson alegremente.

Ahora que la flota tripulada más pequeña del mundo se alejaba hacia su amarradero, los botes del parque volvían a salir: patines a pedales de vivos colores primarios con largos cuellos y grandes cabezas de dragón, como versiones de dibujos animados de los barcos vikingos. Gary y Kirsty habían montado ya en su propio corcel feroz. Gary pedaleaba con gesto heroico hacia el centro del lago. Jackson hizo un par de fotos. Al comprobar el teléfono, se llevó una agradable sorpresa al descubrir que Nathan había tomado una ráfaga de fotos sucesivas —el equivalente moderno de los folioscopios de su propia infancia— mientras él compraba los helados. Gary y Kirsty besándose con los labios fruncidos como un par de peces globo.

—Buen chico —le dijo a Nathan.

—¿Podemos irnos ya?

—Sí, ahora sí.

Jackson llevaba varias semanas siguiendo a Gary y a Kirsty. Ya le había mandado las suficientes fotos de los dos in fraganti a la esposa de Gary, Penny, para interponer varias demandas de divorcio por adulterio, pero cada vez que le decía: «Creo que ya tiene bastantes pruebas, señora Trotter», ella contestaba: «Sígales la pista un poco más, señor Brodie». A Jackson, Penny Trotter le parecía un nombre desafortunado, le sonaba a «trote», a «trote cochinero», y eso lo hacía pensar en manitas de cerdo. Lo más barato de una carnicería. Su madre había preparado pies de cerdo, y la cabeza también. Del morro a la cola pasando por todo lo de en medio; no desperdiciaba nada. Era irlandesa y llevaba el recuerdo de la hambruna grabado en los huesos, como aquella talla de marfil que Jackson había visto en el museo de Whitby. Y, como buena madre irlandesa, les servía primero la comida a los hombres de la familia, cómo no, por orden de edad. Luego le tocaba el turno a su hermana, y entonces, finalmente, su madre se sentaba con su plato a comer lo que quedara, con frecuencia poco más que un par de patatas y un chorrito de salsa. Solo Niamh reparaba en ese sacrificio materno. («Vamos, mamá, ponte un poco de mi carne.»)

Había veces en que Jackson tenía una imagen más vívida de su hermana en la muerte que cuando estaba viva. Hacía lo posible por conservar el recuerdo de Niamh viva, puesto que no quedaba nadie más para mantener encendida la llama. No tardaría en extinguirse para toda la eternidad, como también lo haría él y su hijo y… («Por el amor de Dios, Jackson, déjalo ya», dijo una Julia mosqueada en su cabeza.)

Jackson había empezado a preguntarse si Penny Trotter experimentaba alguna clase de placer masoquista con lo que venía a ser (prácticamente) puro voyerismo. ¿O tenía acaso un desenlace en la manga que no compartía con él? Quizá se limitaba a esperar, una Penélope con la esperanza de que Ulises encontrara el camino de regreso a casa. Durante las vacaciones, Nathan tuvo que hacer un trabajo sobre la Odisea para la escuela. No parecía haber aprendido nada, mientras que Jackson había aprendido un montón de cosas.

Nathan asistía a un colegio privado (gracias en su mayor parte a los honorarios de Julia por Collier), algo a lo que Jackson, por principio, ponía objeciones, pero que le producía un secreto alivio, puesto que la escuela pública que le tocaba era mediocre. («No consigo decidir qué eres —dijo Julia—, si un hipócrita o simplemente un ideólogo fallido.» ¿Había sido siempre tan sentenciosa? Ese solía ser el papel de su exmujer, Josie. ¿Cuándo había pasado a ser el de Julia?)

Jackson había llegado a aburrirse de Gary y Kirsty. Eran animales de costumbres: salían juntos todas las noches de lunes y miércoles, en Leeds, donde ambos trabajaban en la misma compañía de seguros. El patrón era siempre el mismo: una copa, una cena y luego un par de horas encerrados en el diminuto apartamento moderno de Kirsty, donde Jackson podía adivinar qué andaban haciendo sin tener que presenciarlo, gracias a Dios. Después, Gary cogía el coche y volvía a Penny y a la casa de ladrillo semiadosada y sin personalidad que tenían en propiedad en Acomb, en una planicie a las afueras de York. A Jackson le gustaba pensar que si él fuera un hombre casado que mantuviera una relación ilícita —algo que nunca había hecho, lo juraba por Dios—, esta habría sido un poco más espontánea, un poco menos predecible. Un poco más divertida. O eso esperaba.

Leeds quedaba a un buen trecho en coche cruzando los páramos, de manera que Jackson había contratado a un joven servicial llamado Sam Tilling, que vivía en Harrogate y se veía obligado a pasar un periodo de espera entre la universidad y su entrada en la policía, de modo que lo reclutó para que le hiciera parte del trabajo de campo. Sam llevaba a cabo alegremente las misiones más aburridas: en las vinotecas, las coctelerías y los restaurantes de curri donde Gary y Kirsty se permitían su pasión nada desenfrenada. De vez en cuando hacían una excursión de un día a alguna parte. Ese día era jueves, de modo que debían de haberse saltado el trabajo para aprovechar el buen tiempo. Sin tener prueba real alguna, Jackson imaginaba que Gary y Kirsty eran de la clase de gente que engañaría a sus patronos sin el menor reparo.

Puesto que Peasholm Park estaba prácticamente en el umbral de su casa, Jackson había decidido seguirlos personalmente ese día. Además, eso le proporcionaba algo que hacer con Nathan, aunque la posición por defecto preferida de su hijo fuera en el interior de la casa, jugando a Grand Theft Auto o en la Xbox o charlando en línea con sus amigos. (¿Qué demonios se contaban unos a otros, si nunca hacían nada?) Jackson había tenido que llevarse a rastras (casi literalmente) a Nathan para ascender los ciento noventa y nueve peldaños hasta las descarnadas ruinas de la abadía de Whitby, en un vano intento de hacerle comprender la historia. Y otro tanto con el museo, un lugar que a él le gustaba por su estrafalaria mezcolanza de cosas expuestas: desde cocodrilos fosilizados hasta objetos de interés de la caza de ballenas, pasando por la mano momificada de un ahorcado. No había nada interactivo, ninguno de los medios para asegurar a cualquier precio la diversión de críos hiperactivos y con déficit de atención. Solo un batiburrillo de cosas del pasado, muchas todavía en sus estuches victorianos originales: mariposas sujetas con alfileres, pájaros disecados, medallas de guerra expuestas, casas de muñecas abiertas. Los cachivaches de las vidas de la gente, que, al fin y al cabo, eran las cosas que importaban, ¿no?

Le sorprendió que Nathan no se sintiera atraído por la truculenta mano momificada. «La Mano de la Gloria», se llamaba, y llevaba asociada una confusa historia popular sobre ahorcados y ladrones oportunistas. El museo estaba lleno también del legado marítimo de Whitby, que tampoco tenía el menor interés para Nathan; así que la sala dedicada al capitán Cook no tenía la menor posibilidad de éxito. Jackson admiraba a Cook.

—Fue el primer hombre en dar la vuelta al mundo en barco —comentó, tratando de despertar el interés de Nathan.

—¿Y qué?

(¡Y qué! Cómo detestaba Jackson aquel desdeñoso «Y qué».) Quizá su hijo tenía razón. Quizá el pasado había dejado de ser el contexto para el presente. Quizá ya nada de eso importaba. ¿Era así como acabaría el mundo, no con un bang, sino con un «Y qué»?

Mientras Gary y Kirsty andaban dando vueltas por ahí, Penny Trotter se hacía cargo del negocio: una tienda de objetos de regalo en Acomb llamada El Tesoro Oculto, cuyo interior olía a nefasta mezcolanza de incienso con aroma a pachulí y vainilla artificial. Las existencias consistían sobre todo en tarjetas de regalo y papel de envolver, calendarios, velas, jabones, tazas y un montón de objetos cursis cuya función no resultaba evidente de inmediato. Era uno de esos negocios que iban tirando a trompicones de una festividad a la siguiente: Navidad, San Valentín, el Día de la Madre, Todos los Santos y de vuelta a la Navidad, con todos los cumpleaños en medio.

—Bueno, no tiene una función propiamente dicha —había respondido Penny Trotter cuando Jackson se interesó por la razón de ser de un cojincito de fieltro con forma de corazón y la palabra «Amor» en lentejuelas sobre la superficie escarlata—. Solo es para colgarlo en alguna parte.

Penny Trotter era una romántica por naturaleza; era su perdición, según decía. Era cristiana; en cierto sentido había «vuelto a nacer». (Sin duda con una vez bastaba, ¿no?) Llevaba una cruz al cuello y un brazalete en la muñeca con las iniciales QHJ grabadas, para el desconcierto de Jackson.

—«¿Qué haría Jesús?» —explicó ella—. Me obliga a detenerme y pensar antes de hacer algo que podría lamentar.

Jackson supuso que le resultaría útil tener uno. QHJ: ¿Qué haría Jackson?

Investigaciones Brodie era la última encarnación de su antigua agencia de detectives, aunque trataba de no utilizar el apelativo de «detective privado», pues tenía demasiadas connotaciones glamurosas (o sórdidas, dependiendo de cómo lo mirara uno). Sonaba demasiado a Chandler. Despertaba grandes expectativas entre la gente.

Las jornadas de Jackson consistían en llevar a cabo tareas aburridas para abogados: seguimiento de deudas, vigilancia y esas cosas. Se ocupaba asimismo de robos cometidos por empleados, comprobación de antecedentes y constatación de referencias para patronos, un poco de diligencia debida aquí y allá, pero, en realidad, en lugar de la placa virtual de Investigaciones Brodie, bien podría haber colgado uno de los corazones rellenos de Penny Trotter, porque la mayor parte de su trabajo consistía en seguir a gente que engañaba a sus cónyuges (infidelidad, llevas por nombre Gary) o bien en apresar a desprevenidos Garys en potencia en el pegajoso interior de tarros de miel (o atrapamoscas, como prefería considerarlos Jackson) para poner a prueba, mediante la tentación, a prometidos y novios. Ni siquiera el propio Jackson, por perro viejo que fuera, se había percatado de la cantidad de mujeres suspicaces que había por ahí.

Con ese fin, ponía en sus trampas devorahombres, a modo de cebo, un agente provocador. Este adoptaba la forma de una abeja melífera particularmente atractiva pero letal: una mujer rusa llamada Tatiana. En realidad, era más avispón que abejita. Jackson la había conocido en otra vida, cuando ella era una dominatriz y él, un tipo libre como el viento y (brevemente, por ridículo que pareciera ahora) millonario. Nada de sexo, no tuvieron una relación. Dios nos libre; habría preferido irse a la cama con el supuesto avispón que con Tatiana. Sencillamente, ella había figurado en la periferia de una investigación en la que se había visto involucrado. Además, Jackson estaba con Julia en aquel entonces (o esa impresión le había dado a él), ocupado en la creación del embrión que algún día despatarraría las piernas y se cruzaría de brazos con sarcasmo. Tatiana decía haber sido una criatura del circo; su padre era un famoso payaso. Según decía, en Rusia los payasos no eran divertidos. «Y aquí tampoco lo son», pensaba Jackson. La propia Tatiana, por improbable que pareciera, había sido una trapecista en sus tiempos. «¿Practicaría todavía?», se preguntaba él.

El mundo se había vuelto más sombrío desde que Tatiana y él se conocieran, aunque el mundo se volvía más sombrío cada día, por lo que Jackson veía, y sin embargo Tatiana seguía siendo casi la misma, pese a que también se había reencarnado. Había vuelto a toparse con ella por casualidad (eso suponía, pero ¿quién sabía?) en Leeds, donde Tatiana trabajaba de camarera en una coctelería (parecía salido de alguna canción) exhibiéndose y coqueteando con los clientes en un prieto vestidito de lentejuelas negras.

—Lo que hago es legal —le contó más tarde a Jackson, pero esa palabra sonaba inverosímil en sus labios.

Jackson estaba en aquel momento tomando una copa intempestiva con un abogado llamado Stephen Mellors para el que hacía trabajos esporádicos. El bar era uno de esos sitios a la moda donde estaba tan oscuro que apenas veías la copa delante de tus narices. Mellors, un tipo también muy a la moda, metrosexual y orgulloso de serlo, algo de lo que nunca podrían acusar a Jackson, pidió un manhattan, mientras que él se decidía por un agua con gas; Leeds nunca le había parecido la clase de lugar donde pudieras fiarte del agua del grifo. No es que tuviera nada contra el alcohol, más bien al contrario, pero tenía unas normas muy estrictas, autoimpuestas, sobre la bebida al volante. A uno solo le hacía falta despegar del asfalto una vez un vehículo lleno de adolescentes con dos copas de más para comprender que los coches y el alcohol no eran una buena combinación.

Una camarera les había tomado nota y otra distinta había traído sus copas a la mesa. Se inclinó hacia ellos con la bandeja, un movimiento potencialmente precario para una mujer con tacones de diez centímetros, pero que concedió a Mellors una buena visión de su escote mientras ella dejaba su manhattan en la mesa baja. Sirvió la Perrier de Jackson de la misma manera, vertiendo el agua en el vaso lentamente como si fuera un acto de seducción.

—Gracias —repuso él y, tratando de comportarse como un caballero (un proyecto de toda la vida), no se concentró en su escote, sino que la miró a los ojos. Se encontró con una sonrisa feroz que le resultaba sorprendentemente familiar.

—Hola, Jackson Brodie, volvemos a encontrarnos —dijo ella como quien hace una prueba para un papel de mala de Bond.

Para cuando Jackson hubo recuperado el habla, ella ya se alejaba sobre aquellos tacones de vértigo (no los llamaban «de aguja» porque sí) y desaparecía entre las sombras.

—Guau —comentó Stephen Mellors con tono de aprobación—. Eres un tío con suerte, Brodie. Menudos muslos tan bien torneados; apuesto a que hace un montón de sentadillas.

—Trapecio, en realidad —repuso Jackson.

Reparó en una lentejuela caída que lanzaba destellos en la mesa ante él como una tarjeta de visita.

Se dirigieron hacia la salida del parque, Nathan trotando como un perrito, Dido renqueando animosamente como si le hiciera falta una prótesis de cadera (y así era, por lo visto). En la puerta había un tablón de anuncios en el que varios carteles anunciaban los distintos placeres de la temporada de verano: el Día de Colecta para los Botes Salvavidas, Tom Jones en el teatro al aire libre, el grupo Showaddywaddy en el balneario. En el Palace había alguna clase de espectáculo revival de los años ochenta, del tipo revista de variedades, con Barclay Jack al frente del reparto. Jackson reconoció su careto. «El cómico más genial y desternillante del norte, ¡en persona! Control parental obligatorio.»

Jackson sabía algo turbio sobre Barclay Jack, pero no conseguía que ese dato brotara del lecho de su memoria, un lugar sombrío y alfombrado por los restos herrumbrados y los desechos de sus neuronas. Alguna clase de escándalo que tenía que ver con niños o drogas, un accidente en una piscina. Había tenido lugar una presunta redada en su casa, que quedó en nada, y luego la policía y los medios de comunicación tuvieron que echarse atrás deshaciéndose en disculpas, pero supuso prácticamente la ruina de su carrera. Y había algo más, pero Jackson había agotado ya sus poderes de recuperación de datos.

—Ese tío es un gilipollas —soltó Nathan.

—No utilices esa palabra —espetó Jackson. Se preguntó si habría un límite de edad para permitir que tu hijo soltara tacos con impunidad.

De camino al aparcamiento, pasaron ante un bungaló que lucía orgulloso su nombre en la puerta: «AQUIMISMO». A Nathan le llevó un instante decodificar aquello, y entonces soltó un bufido de risa.

—Menuda mierda —comentó.

—Pues sí —admitió Jackson. («Mierda» estaba permitido, pues le parecía una palabra demasiado útil para prohibirla por completo.)—. Pero… verás, quizá es un poco…, no sé…, zen —(¡Zen! ¿De verdad estaba diciendo eso?)—, lo de saber cuándo has llegado a algún sitio y comprender que te basta con eso. Dejar de luchar y limitarse a aceptar. —Un concepto con el que Jackson tenía que lidiar todos los días.

—Sigue siendo una mierda.

—Ya, bueno, sí.

En el aparcamiento había, según los consideraba siempre Jackson, unos «chicos malos»: eran tres, solo un par de años mayores que Nathan. Fumaban y bebían de unas latas que sin duda figurarían en la lista tabú de Julia. Y andaban merodeando demasiado cerca de su coche, para su gusto. Aunque mentalmente conducía algo más viril, su vehículo de entonces era, por propia elección, un Toyota de gama media y tremendamente aburrido que cuadraba con su condición de padre y canguro de perro labrador.

—¿Chicos? —dijo, de repente convertido nuevamente en policía.

Se rieron por lo bajo al captar la autoridad en su voz. Jackson notó que Nathan se encogía a su lado y se le acercaba más; pese a sus bravuconadas, seguía siendo un niño. Esa muestra de vulnerabilidad le hizo sentir el corazón henchido. Si alguien le pusiera un dedo encima a su hijo o lo molestara en cualquier sentido, Jackson tendría que contener el impulso de arrancarle la cabeza y metérsela en algún lugar donde nunca brillara el sol. En Middlesbrough, quizá.

Por instinto, Dido les soltó un gruñido a los chicos.

—¿No me digas? —se burló Jackson—. ¿Tú y el lobo de quién?

Volviéndose hacia los jóvenes, añadió:

—Este es mi coche, así que largo de aquí, ¿vale, chicos?

Hacía falta algo más que un mocoso adolescente chuleta para infundirle miedo a Jackson. Uno de ellos aplastó la lata vacía con el pie y le propinó un golpe de trasero al coche, de modo que saltó la alarma y todos estallaron en risas como hienas. Jackson exhaló un suspiro. No podía darles una paliza, porque aún eran unos críos, técnicamente, y prefería limitar sus actos de violencia a la gente lo bastante mayor para luchar por su país.

Los chicos se alejaron lentamente, todavía de cara a él, arrastrando los pies y haciendo gala de un lenguaje corporal insultante. Uno de ellos le hacía un gesto obsceno con ambas manos, de forma que parecía estar haciendo malabares con un solo dedo y con un objeto invisible. Jackson desconectó la alarma y desbloqueó las puertas del coche. Nathan subió mientras él aupaba a Dido para meterla en el asiento trasero. Pesaba una tonelada.

Cuando salían del aparcamiento, adelantaron al trío de chavales, que aún rondaban por allí. Uno de ellos imitaba a un mono —uh, uh, uh— y trató de encaramarse al capó del Toyota al pasar, como si estuvieran en un safari park. Jackson pisó con fuerza el freno y el chico cayó del coche. Jackson arrancó sin mirar atrás para ver si había causado algún daño.

—Menudos gilipollas —le dijo a Nathan.

Albatros

Club de Golf Belvedere. En el green se hallaban Thomas Holroyd, Andrew Bragg, Vincent Ives. Un carnicero, un panadero, un fabricante de candelabros. En la actualidad: el propietario de una empresa de transportes, un agente de viajes y hotelero, y un gerente de zona de una empresa de equipamiento para telecomunicaciones.

Le tocaba a Vince dar el golpe inicial. Adoptó la postura correspondiente y trató de concentrarse. Oyó cómo Andy Bragg exhalaba un suspiro de impaciencia a sus espaldas.

—Quizá deberías limitarte al minigolf, Vince —le soltó.

Había distintas categorías de amigos, en opinión de Vince: amigos del golf, amigos del trabajo, viejos amigos del colegio, amigos del barco (unos años atrás, había hecho un crucero por el Mediterráneo con Wendy, la que estaba a punto de convertirse en su exmujer), pero los amigos de verdad eran más difíciles de encontrar. Andy y Tommy figuraban en el apartado de amigos del golf, aunque no entre sí, pues ellos eran amigos de verdad. Se conocían desde hacía años y tenían una relación tan estrecha que Vince, cuando estaba con ellos, siempre sentía que quedaba fuera de algo. Aunque tampoco es que supiera con exactitud de qué lo estaban excluyendo. A veces se preguntaba si no era tanto que Tommy y Andy compartieran un secreto como que quisieran hacerle creer a él que lo compartían. Los hombres en realidad nunca dejaban atrás las risitas del patio de colegio, solo crecían de tamaño. Esa era la opinión de su mujer, en todo caso. De la que no tardaría en ser su exmujer.

—La bola no va a moverse por telepatía, Vince —dijo Tommy Holroyd—. Tienes que darle con el palo, ¿sabes?

Tommy era un hombre corpulento y sanote de cuarenta y tantos años. Tenía una nariz rota de matón que no disminuía su atractivo, sino que, de hecho, en lo que concernía a las mujeres, parecía incrementarlo. Había empezado a correr para ponerse en forma, pero seguía siendo de los que uno querría sin duda tener en su rincón del ring y no en el del otro púgil. Había tenido una «juventud disipada», le contó a Vince entre risas: dejó pronto la escuela y se puso a trabajar de portero en varios de los más sórdidos clubes del norte y a frecuentar «malas compañías». Una vez, sin querer, Vince lo había oído hablar de «trabajos de protección», una expresión imprecisa que parecía cubrir multitud de pecados o de virtudes.

—No te preocupes, esos tiempos quedaron atrás —dijo Tommy con una sonrisa al percatarse de que Vince había oído de qué hablaba.

Vince había levantado dócilmente las manos, como quien se rinde.

—Tranquilo, Tommy.

Tommy Holroyd se enorgullecía de haber llegado donde estaba gracias a «su propio esfuerzo». Aunque ¿no había hecho eso todo el mundo, por definición? Vince empezaba a pensar que él no se había esforzado lo suficiente.

Además de gorila, Tommy había sido boxeador aficionado. Combatir parecía venirle de familia: su padre había sido luchador profesional, un conocido «rudo», y en cierta ocasión había vencido a Jimmy Savile en el cuadrilátero del Spa Royal Hall, en Brid, algo de lo que el hijo alardeaba por cuenta de su padre.

—Mi viejo dejó hecho papilla a ese pedófilo —le contó a Vince—. De haber sabido cómo era en realidad, supongo que lo habría matado.

Vince, para quien el mundo de la lucha libre era tan arcano y exótico como la corte de un emperador chino, tuvo que buscar en Google el término rudo: era un villano, un antagonista, alguien que hacía trampas o daba muestras de desprecio.

—Era un papel —explicó Tommy—, pero mi viejo no tenía que actuar mucho, porque era un cabronazo.

Vince sintió lástima por Tommy. Su propio padre había sido tan inofensivo como media pinta de cerveza Tetley suave, su bebida favorita.

La historia de Tommy prosiguió su rápido ascenso, de boxeador a empresario, y cuando hubo conseguido el dinero suficiente del ring se sacó el permiso para conducir vehículos pesados y compró su primer camión, y ese fue el comienzo de su flota: Transportes Holroyd. Quizá no fuera la mayor flotilla de vehículos articulados del norte, pero desde luego parecía estar teniendo un éxito asombroso, a juzgar por el estilo de vida de Tommy. Era ostentosamente rico, con su piscina y una segunda esposa, Crystal, que, según los rumores, había sido antaño modelo de fotografía erótica.

Tommy no era la clase de tipo que pasaría de largo en la calle si tuvieras algún problema, aunque Vince se preguntaba si habría algún precio que pagar después. Pero Tommy le caía bien, era de trato fácil y tenía lo que él consideraba «presencia»: una especie de arrogancia norteña que Vince a menudo codiciaba, pues captaba una carencia singular de ella en su propio modo de ser. Y Crystal era sensacional. «Una barbie», fue el veredicto de Wendy. Vince pensaba que el concepto de Wendy de algo sensacional sería soltarle a él una descarga con una pistola paralizante, pues su indiferencia benigna de antaño se había convertido en aversión. ¿Y qué había hecho él para provocar semejante sentimiento? ¡Nada!

No mucho antes de que a Vince le presentaran a Tommy, Louise, la primera esposa de este último, había muerto en un terrible accidente: se había despeñado por un acantilado tratando de rescatar a la mascota de la familia. Vince recordaba haberlo leído en Gazette («La esposa de un destacado hombre de negocios de la costa este sufre una tragedia», etcétera), recordaba haberle dicho a Wendy:

—Deberías tener cuidado si subes con Sparky al acantilado. —Sparky era el perro de ambos, un cachorro en aquella época.

—¿Quién te preocupa más, el perro o yo? —repuso ella.

—Bueno… —había dicho él, y ahora veía que no fue la respuesta adecuada.

El Viudo Alegre, había llamado Andy a Tommy, y en efecto había parecido sorprendentemente impasible ante la tragedia.

—Es que Lou era una carga, en cierto sentido —explicó Andy haciendo girar un índice contra la sien como si quisiera taladrarse un agujero en el cerebro—. Estaba como una regadera.

Andy no era un tío sentimental, más bien todo lo contrario. En aquella época aún había habido un ramo de flores secas sujeto a un banco cerca de donde Louise Holroyd se despeñó. No había parecido un recordatorio a la altura de las circunstancias.

—La tierra llamando a Vince —bromeó Tommy—. Va a aterrizarte encima una gaviota, como no te muevas de una vez de ese punto de salida.

—¿Cuál es tu hándicap en el minigolf temático, Vince? —se burló Andy claramente poco dispuesto a dejar correr la bromita—. Hay ese molino tan peliagudo, y esas velas tan cabronas por las que cuesta tanto pasar. Y, cómo no, tienes que ser un verdadero profesional para enfrentarte al cohete; ese es mortal, te hace fallar cada vez.

Andy no era tan fanfarrón como Tommy.

—Ya, nuestro Andrew es un tío callado —dijo Tommy con una risita, y rodeó los hombros de Andy para darle un abrazo (muy) viril—. Y es con los callados con quienes tienes que andarte con ojo, Vince.

—Vete a la mierda —soltó Andy de buen talante.

«Yo soy callado —pensó Vince—, y a nadie le hace falta andarse con ojo conmigo.» Andy era un tipo menudo y enjuto. Si fueran animales, Tommy sería un oso, y no uno blandito y de peluche como esos que cubrían la cama entera de Ashley, la hija de Vince. Los osos seguían allí, esperando pacientemente a que su hija ausente regresara de su año sabático. Tommy sería uno de esos con los que había que andarse con cuidado: un oso polar o uno pardo. Andy sería un zorro. De hecho, Tommy usaba a veces para llamar a Andy un apodo que reflejaba su talante «zorruno»: Foxy. ¿Y qué sería él mismo?, pensó Vince. Pues un ciervo, uno paralizado ante los faros del coche que estaba a punto de arrollarlo; con Wendy al volante, probablemente.

¿Habría llegado de hecho alguno de ellos a jugar en uno de esos minigolf temáticos? Él sí se había pasado muchas horas placenteras (casi siempre) en alguno, con una Ashley jovencita, animándola estoicamente cuando fallaba repetidas veces el primer golpe o insistía con terquedad en intentar un putt, una y otra vez, mientras se formaba una cola tras ellos, y ella soltaba un lastimero «Ay, papá…» cuando él hacía señas a la gente que esperaba de que siguieran jugando y los adelantaran. Ashley había sido una cría tozuda. (No era que se lo reprochara, ¡la quería mucho!)

Vince exhaló un suspiro. Que Tommy y Andy se rieran si querían. Antes, todas esas bromitas de tíos, esas fanfarronadas, le parecían divertidas (más o menos). Eran gallitos del norte, todos ellos. Lo llevaban en el ADN o en la testosterona, o donde fuera, pero Vince estaba demasiado deprimido últimamente para participar en sus burlas bienintencionadas (casi siempre) y sus alardes de superioridad.

Si en la gráfica de la vida Tommy se emplazaba aún en una curva ascendente, Vince ya iba decididamente cuesta abajo. Se acercaba inexorablemente a los cincuenta y llevaba los tres últimos meses viviendo en un piso de una sola habitación sobre una tienda de pescado frito con patatas, desde que una mañana, cuando él desayunaba su muesli (había pasado por una breve fase de vida sana), Wendy se había vuelto para decirle: «Ya es suficiente, ¿no te parece, Vince?», dejándolo boquiabierto de asombro ante el cuenco de cereales con frutos rojos de Tesco.

Ashley acababa de emprender su viaje de año sabático, de mochilera por el sureste asiático junto con su novio surfista. Por lo que a Vince concernía, «año sabático» significaba una tregua entre pagarle la cara escuela privada y financiarle la cara universidad, una remisión que, aun así, seguía costándole billetes de avión y una asignación mensual. De joven, a él le habían inculcado las encomiables virtudes protestantes de la autodisciplina y la autosuperación, mientras que Ashley (por no mencionar a su novio surfero) creía simplemente en la parte del «auto». (No era que se lo reprochara, ¡la quería mucho!)

En cuanto Ashley hubo ahuecado el ala, en un vuelo de Emirates a Hanói, Wendy informó a Vince de que su matrimonio había exhalado su último suspiro. El cadáver ni siquiera estaba frío cuando ella ya andaba concertando citas por internet con la velocidad de un conejo forrado de anfetas, y dejando que él cenara pescado frito con patatas casi todas las noches y se preguntara dónde había empezado a estropearse todo. (En Tenerife, tres años atrás, por lo visto.)

—Te he conseguido unas cuantas cajas de cartón de Costcutter para que metas tus cosas —declaró Wendy mientras él la miraba desconcertado—. No olvides sacar tu ropa sucia del cesto del lavadero. No pienso hacerte más la colada, Vince. He sido una esclava veintiún años. Ya basta.

Esa, pues, era la recompensa del sacrificio. Trabajabas de sol a sol, conduciendo cientos de kilómetros por semana el coche de la empresa, sin apenas tiempo para ti mismo, para que tu hija pudiera hacerse incontables selfis en Angkor Wat o donde fuera y tu esposa pudiera informarte de que durante el último año se había visto a escondidas con el dueño de un café de la zona que era además miembro del equipo de salvamento marítimo, lo cual parecía bendecir la aventura a ojos de ella. («Craig arriesga su vida cada vez que sale en una ronda. ¿Haces tú eso, Vince?» Sí, a su manera.) Todo eso te iba desmochando el alma, chas, chas, chas.

A Wendy le gustaba podar y desramar, cortar y desbrozar. En verano, sacaba casi cada noche el cortacésped al jardín: a lo largo de los años, había pasado más tiempo con aquel trasto que con Vince. Y en lugar de manos bien podía haber tenido tijeras de podar. Una de las curiosas aficiones de Wendy era velar por el crecimiento de un bonsái (o más bien impedir su crecimiento, suponía Vince), un pasatiempo cruel que a él le recordaba a aquellas mujeres chinas que se vendaban los pies. Eso le hacía Wendy a él en ese momento: le podaba el alma, lo reducía a una versión enana de sí mismo.

Se había abierto un esforzado camino en la vida por su esposa y su hija, con más heroicismo del que ellas imaginaban, y ese era el agradecimiento que recibía. No podía ser una coincidencia que esforzado rimase con pringado. Había supuesto que habría un objetivo al que llegar al final de toda aquella ardua senda, pero resultó que no había nada…, solo más esfuerzo.

—¿Otra vez usted? —preguntó la mujer jovial y dicharachera tras el mostrador, como hacía cada vez que Vince entraba.

Probablemente podría haber sacado la mano por la ventana trasera hasta la tienda y haber cogido él mismo el pescado de la freidora.

—Sí, otra vez yo —contestaba Vince sin falta y con tono alegre, como si también para él fuera una sorpresa.

Era como en aquella película de Atrapado en el tiempo, solo que él no aprendía nada (porque, afrontémoslo, no había nada que aprender) y nunca cambiaba nada.

¿Se había quejado acaso? No. De hecho, ese había sido el estribillo de su vida adulta: «No puedo quejarme». Un estoico británico hasta la médula. No había que andar gruñendo, como alguien en una comedia televisiva antigua. Ahora lo estaba compensando, aunque solo fuera para sí, porque todavía se sentía obligado a poner buena cara para el mundo, pues no hacerlo le parecía de mala educación. «Si no puedes decir algo agradable —le había inculcado su madre—, entonces no digas nada.»

—Uno de cada, por favor —le dijo a la mujer de la tienda de pescado frito. ¿Había algo más patético que un hombre de mediana edad al borde del divorcio pidiendo una sola ración de pescado para cenar?

—¿Quiere que le ponga migajas? —preguntó la mujer.

—Si tiene, sí, por favor. Gracias —respondió, torciendo el gesto para sus adentros. Mientras ella recogía con una espátula restos crujientes de rebozado, se dijo que no se le había pasado por alto la ironía de aquella pregunta. En eso consistía su vida ahora: en migajas.

—¿Más? —inquirió la mujer con la espátula todavía en el aire, dispuesta a mostrarse generosa.

La magnanimidad de los extraños. Debería averiguar su nombre, se dijo Vince. La veía más que a cualquier otra persona.

—No, gracias. Así está bien.