Contrato matrimonial - Margaret Mayo - E-Book
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Contrato matrimonial E-Book

Margaret Mayo

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Beschreibung

Nicole Quest, empujada por su curiosidad periodística, contestó a un anuncio en el que se pedía esposa y, de repente, se encontró aceptando casarse con el enigmático y atractivo Ross Dufrais. El aire de misterio que rodeaba a Ross era parte de su atractivo, y los motivos por los que necesitaba una esposa parecían sinceros. Secretos a un lado, lo que ninguno de los dos podía ocultar era la salvaje atracción que sentían el uno por el otro. Pero rendirse a esa atracción era desafiar los términos del Contrato matrimonial...

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 1999 Margaret Mayo

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Contrato matrimonial, n.º 1150 - enero 2020

Título original: Marriage by Contract

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-072-5

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

ESCUCHAD, chicas: aquí hay un anuncio de un tipo que busca esposa –declaró Terri, alzando la vista del periódico.

–¡Estás bromeando! –protestó Marie, que dejó un momento de pintarse las uñas de los pies–. ¿Por qué iba alguien a querer casarse con una desconocida? Así no va a ganar nada, a menos que esté desesperado.

–¿Y si lo está? –intervino Nicole, tomando la taza de café entre sus manos y mirando a sus compañeras con gesto pensativo–. Quizá tenga un buen motivo para querer casarse.

–Seguro que tú crees algo así.

–Las cosas no son siempre lo que parecen. Es una medida drástica. Seguro que el tipo está en un grave aprieto –replicó Nicole, encogiéndose de hombros.

–Sí, como por ejemplo, que tenga una fecha límite para cobrar una herencia.

–O es tan feo como un pecado y tan viejo como Matusalén, pero quiere tener un heredero –contestó Terri–. Sería extraño irse a la cama con alguien así. Yo no lo haría ni por un millón de libras, ni siquiera por diez millones.

–¿Ofrece dinero? –quiso saber Marie.

–No lo sé. No creo –Terri estudió de nuevo el periódico.

–De todos modos, no creo que esté bien que os riáis de él sin conocer su situación –aconsejó Nicole con decisión.

–Ya está la chica bondadosa –se mofó Marie.

–¿Por qué no contestas y lo descubres? –sugirió Terri tímidamente.

–Quizá lo haga –replicó Nicole con una débil sonrisa.

Las dos amigas la miraron con la boca abierta.

–No puedes estar hablando en serio.

–Por supuesto que no –contestó, soltando una carcajada–. Pero me encantaría descubrir por qué se ve obligado ese hombre a poner un anuncio para encontrar esposa.

–Ah, es por tu instinto periodístico… –afirmó Marie.

–No.

–Entonces, ¿por qué?

–Por simple curiosidad –replicó Nicole.

–Entonces, hazlo. Ve a verlo y entérate de por qué lo hace.

–Quizá lo haga –repitió Nicole, haciendo un gesto con la cabeza.

La muchacha acababa de dejar un trabajo en el periódico de la localidad y planeaba hacer colaboraciones hasta que pudiera encontrar algo mejor. A ser posible, con un editor que no pensara que no tenía cerebro y estaba allí únicamente para complacerlo. Cerró los ojos y sintió un escalofrío al recordar las manos agobiantes de Simon Snell.

–Dame el periódico, quiero ver si pone su número de teléfono.

Terri miró el anuncio por tercera vez.

–Sí que lo pone. Mira.

Nicole lo leyó solemnemente antes de marcar, finalmente, el número.

–Aquí Dufrais. En estos momentos, no estoy en casa. Deje su número de teléfono y llamaré…

¡Un contestador automático! Nicole odiaba esos trastos y se negaba a hablar con uno de ellos, pero el mensaje se interrumpió de repente.

–Aquí Dufrais. ¿Quién es?

La voz era ronca e impaciente y no agradaba a Nicole lo suficiente como para proseguir con la llamada. Si era aquel hombre quien había escrito ese anuncio, desde luego no le iba a ser fácil convencer a nadie de que podría ser un buen marido.

Pero, por otro lado, no ganaba ni perdía nada. Así que Nicole tomó aire y se decidió.

–Me llamo Nicole Quest. Lo llamo por el anuncio.

–¡Oh!

–¿Por qué se extraña? ¿Me habré confundido de teléfono, verdad? –Nicole miró a sus amigas con una expresión confusa.

–No, ha llamado al número correcto, pero ese anuncio nunca debería haber sido publicado.

–En ese caso, estoy perdiendo el tiempo –replicó, decidida a colgar el teléfono.

–¿Cuándo puede venir a verme? –dijo el hombre antes de que a ella le diera tiempo a colgar.

La voz se había suavizado, pero eso no consiguió tranquilizar a Nicole.

–Y yo que siempre creí que era el sexo femenino quien tenía la prerrogativa de poder cambiar de opinión… –el hombre no respondió, así que ella continuó–. Puedo ir cuando usted quiera, señor… Dufrais.

Nicole estaba intrigada y quería saber qué aspecto tenía aquel hombre, tenía unas ganas enormes de descubrir qué tipo de persona podía haber puesto un anuncio así para luego arrepentirse. ¿Para qué necesitaba una esposa? ¿Y por qué intentaba encontrarla de aquel modo tan extraño?

–Bien, entonces la espero en… ¿media hora está bien?

–Depende de dónde viva usted.

–Por supuesto.

Él le dio sus señas y Nicole las escribió.

–No está lejos de mi casa; puedo estar allí en veinte minutos.

La casita estaba situada en una agradable zona que daba al estuario en St. Meek, cerca de Bude. Era la última de una hilera de viviendas antaño ocupadas por pescadores. La marea alta había convertido el estuario en un gran lago donde un par de botes abandonados se mecían perezosamente. Aparte de los gritos de las gaviotas, no había ninguna otra señal de vida.

Nicole detuvo el coche y observó detenidamente la casita. Era mayor que la de sus vecinos. Quizá eran dos casas convertidas en una sola. El jardín estaba descuidado y la puerta y valla de madera necesitaban una mano de pintura. Las paredes de piedra, en su día de color blanco, mostraban un color gris sucio. Las ventanas, sin embargo, estaban bien cuidadas y sus cristales reflejaban el sol del crepúsculo.

De repente, la puerta deslucida de color azul se abrió y apareció ante ella un hombre que llevaba un jersey rojo y pantalones negros.

–¿Nicole Quest? ¿Se va a quedar ahí parada todo el día? –dijo el hombre con tono tan impaciente como el que había mostrado por teléfono.

Nicole abrió la puerta del coche, sacó las piernas y, despacio, salió del coche, estudiando al hombre. Era alto, de unos treinta y cinco a cuarenta años y tenía el cabello oscuro. El rostro era de rasgos duros, como si al artista se le hubiera olvidado pulir los ángulos. Era bastante delgado y su expresión resultaba extremadamente triste.

A ese hombre le había sucedido algo. Algo muy grave. Lo decían sus ojos sin vida y el aura extraña que emanaba de él. La mente periodística de Nicole se puso a trabajar a toda velocidad. Se estaba empezando a oler una buena historia.

La muchacha extendió la mano al acercarse a él.

–¿Es usted el señor Dufrais?

–Así es, pero puede llamarme Ross –contestó con brusquedad, ignorando la mano extendida–. Será mejor que entre en casa.

El hombre la miró sin disimulo, sin perder un centímetro de su cuerpo delgado ni de su pelo oscuro y corto que enmarcaba un rostro en forma de corazón y que le daba un aspecto de duende.

La condujo hasta una habitación con enormes ventanales que daban a una terraza de piedra con una maravillosa vista del estuario. La alfombra era de color verde mar; las paredes, de color crema; y el sofá y las sillas estaban tapizadas con una tela púrpura con dibujos crema y verde pálido. Nicole vio en ello un toque femenino, pero, ¿de quién?

Era una habitación larga y estrecha. Resultaba evidente que se habían unido dos habitaciones para hacerla. En ella había un armario de nogal, un equipo de música y una consola. Los periódicos del día estaban desparramados por el suelo como si fueran los juguetes de un niño.

¡Un niño! ¿Sería de él? ¿Estaría él divorciado? ¿Querría casarse de nuevo por el bien de ese niño? Eran preguntas que ella se moría de ganas por hacer.

–Siéntese –ordenó él, mirándola con curiosidad–. Cuénteme un poco de su vida.

Nicole se sentó en el borde de la silla más cercana. Se cruzó de piernas y, con el bolso en el suelo a su lado, comenzó a hablarle, mirándolo fijamente con sus enormes ojos de color azul.

–La verdad es que me gustaría que fuera usted quien se explicara antes de nada. Creo que es normal que quiera saber por qué ha puesto un anuncio para buscar esposa. No es muy corriente que alguien haga algo así.

El hombre se había sentado en la silla de enfrente, pero no estaba relajado. Estaba inclinado hacia delante, la cabeza casi agachada, y pareció ponerse a recapacitar sobre la pregunta de ella. Tardó tanto en contestar, que Nicole se dijo si tendría que recordarle la pregunta.

Pero, finalmente, el hombre la contestó.

–Mi esposa y mi hija murieron hace doce meses y yo tengo que seguir con mi vida –explicó.

Lo dijo como si se hubiera obligado a sí mismo a encontrar a alguien que sustituyera a su esposa. Como si se viera obligado a hacerlo, pero fuera lo que menos deseara.

–Pero, ¿por qué poner un anuncio? Usted es un hombre atractivo. Seguro que conoce a muchas mujeres que estarían deseando… –la muchacha se detuvo. No quería hacerle daño, ya que parecía todavía muy dolido por la pérdida.

–No tengo deseos de tener que pasar por los preliminares ni por primeras citas.

–Entonces, ¿qué es lo que quiere usted? –preguntó casi impaciente.

–Mi intención es hacer feliz a Matilda.

–¿Matilda?

¿Quién era esa mujer? ¿Y qué tenía que ver ella con que él se casara?

–Es mi tía.

–Oh, entiendo –aunque la verdad era que no entendía nada–. ¿Por qué es tan importante para usted que ella sea feliz?

–Tiene una enfermedad incurable.

Efectivamente, la tragedia se cebaba en la tragedia. A Nicole no le extrañaba que el hombre pareciera agotado y destrozado. Pero, ¿quería ella de verdad implicarse en una situación así?

–Y lo que más desea en el mundo es verme de nuevo casado.

Los ojos de Nicole se abrieron de par en par.

–¿Y usted lo haría? ¿Se casaría con una desconocida para hacer feliz a su tía?

Desde luego, era un gesto noble, pero también podía ser muy estúpido. Podía ser el mayor error de su vida.

–También necesito a alguien que cuide de Aaron.

¡El niño, claro! ¡El hijo que había sobrevivido! A Nicole le encantaría saber cómo habían muerto su mujer y su hija. Era algo terrible, pero lo que el hombre estaba a punto de hacer no era mejor. No podía imponer una nueva madre al niño, no saldría bien.

–Tilda ya no puede cuidar de él y yo no puedo estar en casa todo el día.

–Es decir, que usted quiere matar dos pájaros de un tiro, por decirlo de alguna manera, ¿no es así?

–Supongo que es una forma de decirlo.

–Me imagino que quiere a alguien que también pueda satisfacer sus necesidades físicas, pero sin los riesgos del amor, ¿me equivoco?

Nicole lo miraba con ojos fríos, pensando en que ninguna mujer se ofrecería a aceptar esos términos. A las mujeres les gusta el compromiso y el amor. Las mujeres son criaturas emocionales y no pueden cambiar o borrar sus sentimientos a voluntad.

La respuesta de él la sorprendió.

–No, no estoy diciendo eso –había impaciencia en su voz y sus ojos oscuros parpadearon con desdén–. Será un trato puramente… digamos comercial. No espero que la esposa elegida quiera acostarse conmigo.

–Pero si querrá que se dedique plenamente a usted, ¿o me equivoco? –preguntó, mirándolo con reprobación.

El hombre cerró los ojos pesadamente unos segundos, como si le resultara agotador contestar a sus preguntas.

–Bueno, sí, sería un trabajo a tiempo completo, pero le pagaría bien.

–¿Qué tiene en contra del amor, señor Dufrais?

Fue una pregunta que, evidentemente, él no esperaba y que no lo agradó. Frunció el entrecejo y la miró fijamente.

–¿El amor, señorita Quest? El amor es un sentimiento destructivo. No tiene cabida en mi vida.

–¿No amaba a su esposa? –preguntó, sorprendida por su vehemencia.

–¿Qué tipo de pregunta es esa? Por supuesto que la amaba.

–Pero, aun así, usted se está proponiendo casarse de nuevo sin que los sentimientos entren a formar parte de ello –Nicole no entendía para nada a ese hombre.

–Es lo mejor –contestó.

Sus ojos sombríos avisaron a Nicole de que estaba pisando terreno peligroso y decidió que lo mejor sería no hacer más preguntas por el momento.

Aquella podía ser una historia de lo más interesante. Matrimonio sin amor por el bien de su tía y su hijo.

Era un gesto sumamente generoso por un lado, pero tremendamente egoísta por el otro. Esperar que una mujer ofreciera su vida por un tiempo indefinido era algo inimaginable para ella y, estaba segura, para otras muchas mujeres.

–¿Le gustan los niños?

Nicole estaba tan concentrada tratando de no olvidarse de todo lo que había dicho el hombre que apenas oyó la pregunta.

–¿Que si me gustan los niños? Eso no lo mencionaba en el anuncio.

–Supongo que eso quiere decir que no. De acuerdo –el hombre se levantó–, imagino que querrá irse ya.

–No he dicho nada –replicó ella, sorprendida por la repentina reacción del hombre.

–Pero lo ha sugerido –insistió, mirándola desde arriba con sus oscuros y penetrantes ojos.

–Simplemente he dicho que eso no lo mencionaba en el anuncio –contestó ella, tratando de mantener un tono tranquilo y agradable–, pero la verdad es que me gustan los niños, aunque me imagino que quizá no les pase lo mismo a muchas de las mujeres que contesten al anuncio. Incluso puede que las haya equivocado.

El hombre volvió a sentarse sin decir nada. Nicole se dio cuenta de que el hombre había aceptado su explicación.

–¿Tiene novio?

–No.

La muchacha estudió el rostro mal afeitado del hombre. Estaba pálido y las sombras que tenía debajo de los ojos sugerían que necesitaba dormir. Estaba claro que cuidar de una tía enferma y de un hijo pequeño estaban destrozando su salud física y mental. Necesitaba una enfermera y una niñera, no una esposa.

–¿Cuánto hace que terminó su última relación? No quiero tener problemas con un antiguo novio celoso.

–Hace mucho que no tengo uno –respondió Nicole con una sonrisa extraña al tiempo que pensaba en qué más necesitaría para redactar aquella historia.

Necesitaba muchos más detalles. Tendría que preguntarle con cuidado para que él no adivinara sus intenciones. Pero ya se le iban ocurriendo algunas cosas…

–Es decir, que no tiene ataduras de ningún tipo. De manera que nada la impediría venir a vivir conmigo, ¿no es eso?

–Así es.

¿De verdad ese hombre creía que cualquier mujer se iría a vivir con él tan fácilmente? A menos que él estuviera dispuesto a ofrecerle una buena suma de dinero.

–¿Y su trabajo?

–En estos momentos estoy en paro.

–¿No tiene empleo? –preguntó, arqueando las cejas–. Entonces, se estará preguntando cuánto puede sacar de todo esto –lo dijo con tono acusatorio.

Nicole hizo un movimiento negativo con la cabeza. Los ojos le brillaron de rabia.

–Se equivoca. Me he ido del trabajo hoy, por cierto. Estaba siendo acosada sexualmente y le aseguro que no pensé en el dinero cuando marqué su teléfono.

Ross la miró sin decir nada durante unos segundos.

–¿Lo ha demandado? ¿Habrá problemas en el futuro?

–No –contestó, pensando en que el hombre tenía unos ojos preciosos… ¡si no fueran tan tristes! Eran marrones oscuros, casi negros y las pestañas eran largas y espesas–. No tengo intención de hacer nada. No merece la pena.

El hombre asintió, aceptando su palabra y sin preguntar nada más para alivio de Nicole. Parecía que estaba tan agobiado con su situación, que no le importaba demasiado la vida de Nicole o lo que le pasara.

–Bueno, de todos modos no sé mucho de usted. Necesito una esposa que pueda ser divertida llegado el caso, alguien que pueda sostener una conversación normal. Alguien inteligente.

Los ojos de Nicole brillaron una vez más de rabia.

–Me licencié en el instituto con buena nota y saqué matrícula en la universidad –replicó con frialdad–. ¿Es eso suficiente?

El hombre asintió, sin sorprenderse particularmente, aunque parecía satisfecho con la respuesta.

–¿Qué tal actúa? –continuó el hombre.

Él seguía sin relajarse y movía constantemente las manos. Era evidente que estaba incómodo. Probablemente deseaba no haber comenzado nunca aquello.

–¿Que qué tal actúo?

–Sí –contestó impaciente–. Tendrá que fingir que está enamorada cuando la ocasión lo requiera. ¿Lo podrá hacer? –al decirlo, se levantó y se acercó a ella, mirándola fijamente.

Nicole empezó a sentirse incómoda. ¿Estaba pensando seriamente en aceptar ese trabajo? No podía ser. Ella más bien había sentido curiosidad por saber las causas que habían llevado a ese hombre a poner el anuncio. Y también había pensado en el artículo que podía escribir sobre ello.

–Creo que la clave está en si podrá hacerlo usted –replicó ella–. Usted es quien tiene que convencer a todo el mundo de que está de nuevo felizmente casado. Y especialmente a Aaron. Los niños se dan cuenta de esas cosas, me imagino que ya lo sabe. ¿Ha pensado en ello?

A juzgar por la expresión de él, no lo había hecho y Nicole tuvo la sensación de que, en realidad, no había pensado demasiado en todo aquel asunto.

–Aaron es muy pequeño para darse cuenta –se defendió.

–No lo creo. ¿Cuántos años tiene?

–Tres, casi cuatro.

–Es decir, que tenía dos cuando…

–¿Cuando su madre murió? Sí.

–¿Se acuerda de ella?

–Yo me aseguro de que así sea. Me parece muy importante.

–Entonces, ¿cómo cree que se tomará que usted de repente… ?

La puerta se abrió de improviso y entró un niño que corrió a los brazos de Ross.

Una sonrisa transformó el rostro del hombre, que abrió los brazos. Había dicho que el amor no contaba en su vida, pero lo que sentía por aquel niño no podía llamarse de otro modo.

–Abuelo, abuelo, mira –Aaron mostró un dedo vendado–. Me corté, pero no he llorado.

¡Abuelo! Decir que eso había sorprendido a Nicole habría sido poco.

–Eres muy valiente –murmuró Ross, inspeccionando el dedo del niño–, pero te advertí que no podías interrumpirme.

–Pero, abuelo… –el niño empezó a gimotear.

–A menos que fuera muy importante. Y creo que esto lo es –añadió Ross.

Aaron asintió solemnemente y miró a Nicole. No había rastro de timidez en sus ojos brillantes. Su pelo oscuro estaba pulcramente peinado y tenía los mismos ojos de Ross.

–¿Eres la nueva novia del abuelo?

Nicole estaba todavía tratando de entender que aquel niño no era el hijo de Ross, así que no pudo contestarle en seguida.

–¡Aaron! Has sido muy maleducado.

–Pero Tilda dice que…

–No me importa lo que Tilda diga.

–Pero, abuelo…

–Aaron, ya es suficiente.

El pequeño hizo ademán de ponerse a llorar y Nicole sintió lástima por él.

–Creo que tengo caramelos en el bolso –dijo rápidamente–. ¿Quieres uno?

El niño miró a su abuelo, pidiendo permiso, y luego corrió hacia Nicole. Ella buscó el paquete de chicles que llevaba y se lo dio. El niño tomó uno y le devolvió el paquete.

–Puedes quedártelo entero si quieres.

–¿Todo el paquete? –preguntó, mirándola con esperanza.

–Sí.

–Oh, gracias –el pequeño volvió con su abuelo–. Mira lo que tengo.

–Tienes mucha suerte. ¿Por qué no vas a enseñárselo a Tilda?

–Tilda está dormida.

Ross frunció el ceño.

–Ve a jugar a tu habitación entonces. Sé un buen chico. Dentro de un rato iré a verte.

–¿Puedo enseñarle a la señorita mis coches nuevos?

–No.

El labio inferior de Aaron empezó a temblar.

–Quizá otro día –añadió Nicole, tratando de suavizar la pena del niño.

Ross la miró a los ojos y Nicole se dio cuenta de que estaba pensando que estaba demasiado segura de sí misma. Pero no era cierto. Ella sabía que no habría ningún otro día. Solo había dicho aquello para calmar al niño y no tenía la más mínima intención de hacer un trato matrimonial con él. Era lo último que deseaba hacer.

Imaginaba lo que sus amigos dirían si les decía que iba a casarse con Ross Dufrais, pero sin acostarse con él, a pesar de haber tenido que prometer que no había ningún otro hombre en su vida.

¡Qué descaro! ¡Qué situación más grotesca! El señor Dufrais seguramente no hablaba en serio.

Además, sería un infierno aceptar el trato, ya que él era un hombre condenadamente sexy. Si obviaba la tristeza que lo asolaba en esos momentos, le resultaba fácil imaginarse cómo era él normalmente y cómo sería una vez se hubiera recuperado del fallecimiento de su mujer.

Sus ojos eran increíbles, profundos y oscuros como dos piscinas en las que podías ahogarte. Su boca era ancha y generosa y, al igual que el resto de su rostro, de lo más sensual. No le resultaba difícil imaginarlo besándola. Podía imagi…

–¿Le pasa algo?

Nicole volvió a la realidad.

–No, no, claro que no –aseguró, notando que se sonrojaba.

¡Era una estúpida! Ese hombre no tenía el menor interés por ella ni por ninguna otra mujer, así que, ¿por qué se dedicaba a fantasear de esa manera?

–¿Esta pensando en que desearía no haber venido nunca?

–Estaba pensando en que su nieto es un niño encantador –mintió.

–Tiene razón –dijo, suavizando la expresión–. Para mí lo es todo.

Más de lo que cualquier esposa podría llegar a ser. Nicole pensó que era el momento de marcharse, a pesar de que no tenía todavía suficientes datos para su artículo. Todavía había lagunas por llenar como, por ejemplo, ¿quién era el padre de Aaron?

–¿Cómo murieron su esposa y su hija? –preguntó con expresión grave.

Fue como si una máscara hubiera descendido sobre su rostro.

–No deseo hablar de eso ahora mismo –contestó bruscamente.

Sus ojos volvieron a mostrarse sin vida. Ya no tenían misterio, sino que eran dos cavernas frías y sin fondo.

–Entonces, creo que no hay nada que me retenga aquí –declaró, levantándose.

Era una pena que se quedara sin saber toda la historia.

–¿No acepta el trabajo?

Nicole frunció el ceño.

–¿Qué quiere usted decir?

–Estaba dispuesto a ofrecérselo.

–¿Sí? ¿No ha habido otras llamadas?

–No tengo tiempo ni ganas de ver a nadie más –contestó con un gesto de rechazo–. ¿Quiere usted el trabajo o no?

Capítulo 2

 

 

 

 

 

LA OFERTA de Ross no era muy tentadora, pensó Nicole, que cuando iba a contestarle negativamente, vio a Aaron irrumpir de nuevo en la habitación.

–Abuelo, ven corriendo, es Tilda.

Nicole fue ignorada y Ross salió rápidamente con el niño de la mano.

–¿Qué le pasa? –oyó Nicole que preguntaba al pequeño.

–Dice que necesita un médico. ¿Vamos a tener que llevarla otra vez al hospital? ¿Va a morir como mi… ?

Nicole no oyó nada más, pero era fácil imaginar lo que estaba pasando por la mente del niño. ¿Debería ella seguirlos? ¿Debería ofrecerles su ayuda? ¿O debería marcharse discretamente?

Todavía no lo había decidido cuando Aaron volvió a entrar.

–Mi abuelo dice que si puedes cuidar de mí.