Dentro de ti - A merced de su amor - Siempre mía - Julia James - E-Book
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Dentro de ti - A merced de su amor - Siempre mía E-Book

Julia James

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Beschreibung

Dentro de ti Julia James Allesandro di Vincenzo conocía bien a las mujeres y sabía que no había ninguna a la que no pudiera seducir… hasta que se cruzó en su camino Laura Stowe y descubrió que había una excepción a la regla. Laura era una mujer sencilla y pobre que se escondía tras su aburrida apariencia para no acercarse a nadie… incluyendo a Allesandro. A merced de su amor Kate Walker El millonario Raúl Márquez había deseado a Alannah Redfern desde el mismo momento en que la había visto. Esa combinación única de pasión y pureza lo había conquistado… Dos años después de que ella lo abandonara sin darle la menor explicación, Raúl estaba convencido de que Alannah ya no era la muchacha inocente de antes. Hasta que una noche de pasión le demostró lo contrario… Siempre mía Anne McAllister ¡Nadie esperaba que la mujer que había entrado en el despacho de PJ Antonides fuera su mujer! Ally solo había vuelto por una cosa: para que él firmara los papeles del divorcio. Sin embargo, PJ no estaba dispuesto a firmar nada; no quería admitir que Ally ya no formaba parte de su vida…

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 394 - junio 2019

 

© 2007 Julia James

Dentro de ti

Título original: The Italian’s Rags-to-Riches Wife

 

© 2008 Kate Walker

A merced de su amor

Título original: Spanish Billionaire, Innocent Wife

 

© 2008 Barbara Schenck

Siempre mía

Título original: Antonides’ Forbidden Wife

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2008, 2008 y 2009

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-982-0

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Dentro de ti

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Epílogo

A merced de su amor

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Siempre mía

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

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Prólogo

 

 

 

 

 

QUÉ quieres decir con eso de que vas a seguir siguiendo el presidente?

La voz con la que había hablado era dura y denotaba claramente su enfado. Sin embargo, por respecto hacia el hombre al que se había dirigido, un hombre que le doblaba la edad, Allesandro di Vincenzo ejerció un férreo control sobre su ira.

–La situación ha cambiado –replicó el otro hombre con voz sombría. Estaba sentado en una sillón de cuero, en la biblioteca de una mansión del siglo XVIII situada en la campiña romana.

Allesandro contuvo el aliento secamente. Su esbelto cuerpo iba vestido con un traje hecho a medida por uno de los diseñadores italianos más elegantes. Llevaba el cabello oscuro muy bien cortado, enmarcando un rostro cuyos rasgos eran dignos de una estrella de cine. Tenía los ojos oscuros y con largas pestañas, pómulos bien marcados, mandíbula firme y una boca bien delineada y muy expresiva que, en aquellos momentos, mostraba un gesto serio y tenso.

–Siempre había dado por sentado que tú dimitirías en mi favor…

–Eso sólo lo habías pensado tú, Allesandro –dijo el otro hombre–. No existe ningún documento que me comprometa legalmente. Simplemente diste por sentado que cuando Stefano muriera… –susurró. La voz se le quebró durante un instante. Luego se recuperó y siguió hablando–. Además, como te he dicho, la situación ha cambiado de un modo que yo jamás habría podido imaginar. Yo jamás podría haberme imaginado… –musitó, con aspecto viejo y cansado. Aparentaba todos y cada uno de sus setenta años.

–¿Qué es lo que ocurre, Tomaso? ¿Qué es lo que jamás podrías haberte imaginado? –preguntó Allesandro, con impaciencia.

–Stefano jamás me lo contó. Lo he descubierto ahora, cuando tuve que examinar todos sus efectos personales. Lo que descubrí me sorprendió profundamente. Las cartas tienen más de veinticinco años –dijo, tras una pequeña pausa, como si deseara tomar fuerzas–. No sé por qué las guardó. No pudo ser por motivos sentimentales, porque la última de ellas dice que no habrá más, que quien las escribe acepta que Stefano no vaya a responder. Sin embargo, sea por la razón que sea, esas cartas existen y precisamente su existencia lo cambia todo.

–¿Cómo? –preguntó Allesandro, con rostro impenetrable.

Sabía que el anciano se mostraba reticente y a él se le estaba acabando la paciencia. Desde que Stefano, el hijo de cuarenta y cinco años de Tomaso y soltero empedernido se había matado con una potente lancha hacía diez meses, Allesandro parecía haber sido el elegido para dejar de ser el director gerente de la empresa que su difunto padre y Tomaso Viale fundaron juntos y convertirse en presidente. Le había dado tiempo a Tomaso para superar su pérdida e incluso había aceptado que el anciano ejerciera de presidente interino para que pudiera superar el dolor de la muerte de su hijo. No obstante, ya había esperado suficiente. Tomaso le había dado a Allesandro razones más que suficientes para pensar que iba a retirarse antes de que se cerrara el año fiscal y entregarle todo el control a él. La frustración se apoderó de él. Tenía otros lugares mucho mejores en los que estar, cosas que hacer, planes que llevar a cabo. Viajar hasta la campiña romana no había figurado en su agenda. De hecho, se le ocurrían una docena de lugares en los que prefería estar en aquellos momentos, empezando con el apartamento que Delia Dellatore tenía en la Ciudad Eterna. Delia, cuyos voluptuosos encantos tenía reservado en exclusiva en aquellos momentos…

Miró a Tomaso y vio que éste había envejecido mucho desde la muerte de su hijo. Tal vez nunca había tenido una buena relación con Stefano, que siempre había llevado un estilo de vida alocado, pero su muerte había supuesto un duro golpe para el anciano.

–¿Cómo, Tomaso? –reiteró Allesandro.

Cuando levantó la vista para mirarlo, los ojos de Tomaso tenían una expresión extraña.

–Como sabes, mi hijo se negó siempre a casarse, prefiriendo su disoluto estilo de vida. Por eso, tenía pocas esperanzas de que mi apellido continuara al frente de esta empresa. Sin embargo, esas cartas eran de una mujer, una joven inglesa que imploraba a Stefano que fuera a verla, que al menos respondiera a sus cartas. La razón que tenía para escribirlas era…

Volvió a hacer una pausa. Allesandro fue testigo de la emoción que embargaba su rostro.

–Tuvo una hija de Stefano. Mi nieta –anunció, apretando con fuerza los brazos del sillón–. Quiero que la encuentres y me la traigas, Allesandro.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

LAURA cuadró los hombros y levantó la pesada carretilla. La montaña de leña húmeda que acababa de recoger se tambaleó durante un instante, pero no se cayó. Parpadeó para sacudirse las gotas de lluvia de las pestañas y empezó a andar hacia la puerta de la verja que conducía al jardín trasero. Estaba completamente empapada, pero no le importaba. Estaba acostumbrada a la lluvia porque llovía mucho en aquella parte del país. Cuando llegó a la superficie asfaltada del jardín trasero sus progresos resultaron algo más fáciles. Se dirigió con su carga a la leñera. La leña era muy valiosa y ayudaba a rebajar las costosas facturas del gas y de la electricidad.

Ella necesitaba ahorrar todo lo que pudiera, no sólo para las reparaciones más esenciales que había que realizar en la casa, que había estado algo descuidada incluso cuando sus abuelos vivían debido a la falta de liquidez, sino también para los impuestos que tenía que pagar por Wharton después de heredarla.

La ansiedad se apoderó de ella. Su cerebro le decía que lo más sensato era vender la propiedad, pero su corazón se negaba a hacerlo con vehemencia. No podía hacerlo. Era la única casa que era capaz de recordar, su refugio del mundo. Sus abuelos la habían criado allí después de la lamentable y vergonzosa tragedia que le había acaecido a su madre, una mujer que había fallecido soltera, dejando atrás una hija ilegítima, concebida con un hombre que se había negado a reconocerla.

Como no tenía ingresos que acompañaran a la propiedad, la única esperanza que Laura tenía de poderse quedar con ella era convertirla en una casa de alquiler para vacaciones, pero eso requería una cocina nueva, baños en todas las habitaciones, una nueva decoración, montones de arreglos… Todo resultaba demasiado caro.

Lo peor era que el primer pago de impuestos era inminente. El único modo que tenía de pagarlo era vender los últimos cuadros y antigüedades que quedaban en la casa. A Laura no le gustaba la idea de venderlos, pero no le quedaba más remedio.

La ansiedad, su constante compañera, volvió a apoderarse de ella.

Mientras vaciaba la carretilla en la leñera, oyó que un coche se acercaba a la casa. Laura recibía muy pocas visitas. Sus abuelos habían sido personas muy reservadas y a ella le gustaba seguir haciendo lo mismo. Dejó la carretilla y se dirigió a la fachada principal de la casa. Vio que un reluciente automóvil se había detenido frente a la puerta principal. A pesar de que tenía los laterales manchados de barro, seguía pareciendo tan elegante, caro y fuera de lugar como si hubiera sido una nave espacial. Sin embargo, todavía más fuera de lugar resultaba el hombre que acababa de descender del vehículo. Laura lo observó atentamente, boquiabierta y parpadeando bajo la lluvia.

 

 

Allesandro descendió del coche con expresión sombría. Le resultaba casi imposible contener su malhumor. A pesar de que contaba con la ayuda de un navegador, aquellos senderos serpenteantes y sombríos le habían resultado prácticamente imposibles. Entonces, cuando por fin había conseguido llegar, la casa parecía vacía. La casa presentaba un aspecto descuidado y abandonado, lo mismo que el jardín que la rodeaba.

Para protegerse de la lluvia, se refugió en el desvencijado porche. Llevaba lloviendo sin parar desde que aterrizó en Exeter y no parecía que fuera a parar. Allesandro miró la casa una vez más y al ver su estado de abandono se preguntó si estaba tan vacía como parecía.

El crujido de la grava le hizo darse la vuelta.

No. No estaba tan vacía.

Vio que se le acercaba una figura ataviada con pesadas botas y cubierta con la capucha de un raído impermeable. Decidió que sería algún empleado de la casa.

–¿Está la señorita Stowe? –le preguntó.

Laura Stowe. Así se llamaba la hija de Stefano. Según las pesquisas que Allesandro había realizado, su madre, Susan Stowe, y Stefano se habían conocido mientras ella visitaba Italia cuando estaba estudiando Arte. Aparentemente, Susan fue una mujer bonita e ingenua y lo ocurrido había sido lo único que se podía esperar. Allesandro también había descubierto que Susan Stowe murió cuando su hija tenía tres años y que la muchacha había sido criada por los abuelos maternos en aquella casa.

Al menos, la muchacha se pondría loca de contenta al descubrir que tenía un abuelo muy rico esperando ocuparse de ella. Aquel lugar era una ruina.

Estaba de muy mal humor. No quería estar allí, prácticamente actuando como recadero de Tomaso, pero éste le había indicado que cuando tuviera a su nieta a su lado, quería jubilarse para poder estar más tiempo al lado de la joven. Aquello le convenía a él.

–¿Está en casa la señorita Stowe? –repitió con impaciencia.

La inescrutable figura habló por fin.

–Yo soy Laura Stowe. ¿Qué es lo que desea?

Allesandro la observó con incredulidad.

–¿Usted es Laura Stowe? –preguntó.

La expresión que el recién llegado tenía en el rostro la habría hecho reír en otro momento, pero Laura estaba demasiado abrumada por la presencia de ese hombre como para que le resultara divertida. ¿Qué diablos estaba haciendo un hombre como ése en Wharton, buscándola a ella? Aquel hombre no sólo estaba fuera de lugar allí, sino que, además, era tan guapo… Cabello oscuro como la noche, ojos también oscuros y un rostro que parecía tallado por el cincel de Miguel Ángel. Su piel tenía un bronceado natural y su elegante ropa de diseño anunciaba a gritos que no había sido realizada en Inglaterra, ni siquiera por el mejor sastre de Savile Row. Era tan extranjera como aquel desconocido. Además, su voz, aunque modulada con un perfecto inglés, tenía acento. Italiano. Efectivamente. Eso concordaba perfectamente con su aspecto. Sin poder evitarlo, un extraño sentimiento se despertó en su interior, sentimiento que suprimió inmediatamente. No. Sólo se trataba de una coincidencia. Nada más. A pesar de todo, se preguntó qué podría estar haciendo un hombre como aquél frente a la puerta de su casa.

–Sí –respondió, secamente–. Soy Laura Stowe. ¿Usted es…?

Esperó pacientemente, pero el hombre siguió mirándola sin molestarse en ocultar la expresión que tenía en los ojos. Expresaba mucho más que sorpresa. Laura conocía perfectamente aquella mirada. La había estado viendo en los ojos de los hombres que la observaban toda su vida. Esa mirada le decía que, para ellos, no contaba como mujer.

Este hecho había sido un alivio para sus abuelos, dado que lo que más habían temido era que el destino de la hija se volviera a repetir en la nieta. Sus abuelos jamás habían podido superar la vergüenza de que su hija fuera madre soltera ni el estigma de la ilegitimidad de su nieta. A pesar de lo mucho que la querían, Laura sabía que sus abuelos jamás habían podido asimilarlo. Por ello, Wharton era un lugar muy apropiado para ocultarse del mundo. Sin embargo, le intranquilizaba el hecho de que alguien hubiera podido encontrarla allí, alguien cuya nacionalidad era la menos bienvenida que podría ocurrírsele…

Tenía que ser una coincidencia. A pesar de todo, estaba decidida a averiguar qué estaba haciendo aquel hombre allí.

–Tal vez no me ha oído. Soy Laura Stowe. ¿Qué desea? –repitió, con voz cortante.

El hombre volvió a mirarla. Vio la expresión a la que ya estaba acostumbrada en sus ojos, pero en aquella ocasión, había algo más. La intranquilidad se apoderó de ella. ¿Qué ocurría? ¿Quién era ese hombre y por qué estaba allí?

–Si no puede decirme a qué ha venido, debo pedirle que se marche.

Vio que la ira se reflejaba en los ojos del desconocido. Evidentemente, no le gustaba que le hablaran de aquella manera. Tensó los labios.

–Tengo un asunto de suma importancia que comunicarle –dijo–. Tal vez usted tenga la cortesía de abrir la puerta para que podamos hablar en el interior de la casa.

Las dudas de Laura resultaron más que evidentes. En los oscuros ojos del desconocido se reflejó un gesto burlón.

–Le aseguro que está a salvo conmigo, signorina.

Laura se ruborizó ligeramente al oír aquellas palabras. No necesitaba sornas para comprender que ningún hombre intentaría flirtear con ella.

–La puerta está cerrada con llave. Espere aquí.

Allesandro observó cómo ella rodeaba la casa y desaparecía. ¡Dios santo! ¡Aquella mujer era un adefesio! ¿Cómo había podido Stefano tener una hija así? Era un hombre muy guapo y jamás se habría molestado en seducir a la madre de aquella muchacha si ella no hubiera sido hermosa. ¿Adónde había ido a parar todo aquel legado genético?

Después de lo que pareció una espera interminable, la puerta se abrió y Allesandro pudo acceder al interior de la casa. Notó inmediatamente el olor a humedad y la oscuridad que lo rodeaba.

–Por aquí –le dijo la muchacha.

Aún llevaba puestos unos impresentables pantalones de pana, aunque el hecho de que se hubiera despojado del abrigo no había mejorado su apariencia. Llevaba puesto un enorme jersey tejido a mano, con un agujero en un codo y larguísimas mangas. Su cabello era indescriptible. Una lacia melena recogida de mala manera con una goma elástica.

Ella lo condujo a la cocina decorada al estilo de mucho tiempo atrás y que estaba caldeada por una estufa de muchos años de antigüedad.

–Bueno, ¿quién es usted y qué es lo que quiere decirme?

Allesandro tomó asiento y la examinó de nuevo.

–¿Y dice usted que es Laura Stowe?

–Ya le he dicho que sí –respondió ella, con hostilidad–. ¿Y usted es…?

Allesandro la observó durante un instante. Aquella muchacha no era simplemente del montón, sino que era fea. Por muy duro que pudiera resultar, no había otra palabra que pudiera describir su apariencia. Tenía el rostro muy cuadrado, ojos cobijados bajo espesas cejas marrones y una expresión de amargura en el rostro.

–Me llamo Allesandro di Vincenzo. Estoy aquí en nombre del signor Viale.

Al escuchar el nombre del que era su abuelo, la expresión de la muchacha varió ligeramente, volviéndose aún más dura y severa que antes.

–¿Lo conoce? –le preguntó Allesandro, sorprendido.

–Conozco perfectamente el apellido Viale –replicó con dureza la muchacha–. ¿Por qué ha venido usted aquí?

–El signor Viale acaba de enterarse de que usted existe –le dijo, con un cierto tono de reprobación.

–¡Eso es mentira! –le espetó la muchacha–. ¡Mi padre siempre ha sabido que yo existía!

–Yo no me refería a su padre, sino a su abuelo. Él acaba de enterarse de quién es usted.

–Bueno, pues que le zurzan. Ahora, si eso es todo lo que ha venido a decirme, puede marcharse.

–No pienso hacerlo –replicó Allesandro, con expresión dura en el rostro–. He venido para informarle de que su abuelo, Tomaso Viale, desea que vaya usted a Italia.

–¿Que desea que yo vaya a Italia? ¿Está loco?

–Señorita Stowe –dijo Allesandro, tratando de controlarse ante la actitud que mostraba la muchacha–, su abuelo es un anciano muy frágil. La muerte de su hijo ha supuesto un duro golpe para él y…

–¿Dice usted que mi padre ha muerto?

–Sí. Falleció en un accidente náutico el verano pasado.

–El verano pasado –repitió ella–. Lleva muerto todo ese tiempo… –añadió. Tras unos instantes, la expresión de resentimiento volvió a reflejarse en su rostro–. Ha perdido el tiempo viniendo hasta aquí, señor di Vincenzo. Es mejor que se vaya.

–Eso no es posible. Su abuelo desea que usted me acompañe a Italia.

–No pienso hacerlo. Mi padre trató a mi madre de un modo imperdonable. ¡No deseo tener nada que ver con esa familia!

–Tal vez no comprenda usted que su abuelo es un hombre muy rico. Uno de los más ricos de Italia. Acceder a sus deseos sería muy beneficioso para usted, señorita Stowe.

–¡Espero que se atragante con todas sus riquezas! –rugió ella, apoyándose en la mesa–. Dígale que, por lo que a mí respecta, no tiene ninguna nieta. ¡Igual que su hijo jamás tuvo hija alguna!

–Tomaso no es responsable de que su hijo se negara a reconocerla a usted…

–En ese caso, resulta evidente que la educación que le dio fue pésima. De eso sí que fue responsable y falló miserablemente a la hora de hacerlo. Su hijo era un ser despreciable… ¿Por qué iba yo a querer dedicarle tiempo a un hombre como ése?

Allesandro se puso de pie. El repentino movimiento hizo que la silla se arrastrara violentamente por el suelo.

–¡Basta! Efectivamente, es mejor que usted no vaya a visitar a su abuelo, dado que sería una completa desilusión para él. Desgraciadamente, ahora tengo el deber de decirle a un hombre anciano y enfermo, que sufre la trágica muerte de su hijo único, que su único pariente vivo es una jovencita maleducada y poco considerada que está dispuesta a culparle de todo sin siquiera conocerlo. Que tenga un buen día.

Sin más, el italiano se marchó de la cocina y de la casa. A los pocos segundos, Laura oyó que el motor del coche se ponía en marcha y que éste se alejaba en la distancia.

En aquel momento, se dio cuenta de que estaba temblando. Decidió que había sido por la sorpresa de haber establecido el primer contacto con su familia de Italia. Durante toda su vida, había tenido que escuchar cómo el apellido de su padre era despreciado. De hecho, cuando se le mencionaba, aunque muy raramente, las palabras dirigidas hacia él estaban llenas de hostilidad y condena. Sus abuelos le habían dejado muy claro lo despreciable que era su padre…

Estaba muerto…

Jamás había esperado, ni deseado, que algún día pudiera conocerlo, pero enterarse tan de repente de su fallecimiento la había conmocionado profundamente.

«Mi padre ha muerto. Ya nunca podré conocerlo… Siempre me rechazó, hasta el punto de llegar a ignorar mi existencia. No le importé nada. No era nada más que un playboy egoísta y mimado, acostumbrado a utilizar a las mujeres como si fueran juguetes y salirse con la suya por el simple hecho de ser guapo y rico… Como el hombre al que han enviado aquí».

De mala gana, miró hacia el lugar en el que había estado sentado su inesperado visitante y la expresión de su rostro se hizo aún más amarga. Entonces, volvió a cuadrar los hombros. Tenía mucho trabajo que hacer. Se levantó y volvió al exterior para ir a recoger otro cargamento de leña bajo la lluvia.

 

 

Allesandro tomó asiento en el cómodo sillón con una cierta sensación de alivio y miró a su alrededor. Estaba en el cálido y elegante salón de su suite del Lindford House Hotel, que su asistente personal le había reservado antes de salir de Roma. ¡Así debía ser una casa de campo en Inglaterra, no como la casucha en la que vivía Laura Stowe!

Tomó un sorbo de martini y decidió que la muchacha no tenía nada bueno. Ni en aspecto ni en personalidad. Se había sentido enfadado por cómo lo había manipulado Tomaso, pero en aquellos momentos sólo podía apiadarse de él por la nieta que tenía. La desilusión del anciano sería enorme.

En otras circunstancias, se habría apiadado de aquella muchacha por su falta de atractivo, pero sus modales y su personalidad habían sido tan desagradables que le resultaba imposible.

Con gesto impaciente, tomó el menú para decidir qué era lo que iba a tomar para cenar. La desagradable nieta de Tomaso ya no era de su incumbencia. Había hecho lo que Tomaso le había pedido. Si ella se negaba a acompañarlo a Italia, no era su problema.

 

 

Desgraciadamente, cuando Allesandro regresó a Italia, comprobó que Tomaso no compartía esta opinión.

–¿Que ha hecho qué? –preguntó con incredulidad Allesandro, dos días más tarde.

La pregunta era retórica. Tenía la respuesta frente a sus ojos, en el informe que su ayudante personal le había entregado. Estaba firmado por el presidente de Viale-Vincenzo y le informaba que ya no era necesario que siguiera prestando sus servicios como director ejecutivo.

La ira se apoderó de él, pero comprendió perfectamente la razón que había detrás de todo aquello. Tomaso no había aceptado que Laura Stowe se hubiera negado a visitarlo. Allesandro le había dicho al anciano bien claro lo hostil que la muchacha se había mostrado hacia él. En aquel momento, deseó haber sido menos sensible a los sentimientos de Tomaso.

–Llama a Tomaso –ordenó–. ¡Ahora mismo!

Capítulo 2

 

 

 

 

 

LAURA recogió el correo con gesto sombrío. El día anterior había recibido por vía postal una carta en la que la agencia tributaria le advertía que su demora en el pago de los impuestos de sucesión podría acarrearle una multa y otra en la que la sala de subastas había tasado las pocas antigüedades que quedaban en la casa en mucho menos que la cantidad necesaria para pagar sus impuestos.

El miedo y la desesperación se iban apoderando de ella. Día a día se acercaba más a la negra perspectiva de tener que vender la casa y el corazón se le encogía por la pena. Si al menos pudiera pagar los impuestos, tendría una oportunidad. Cuando la propiedad fuera suya legalmente, podría pedir una hipoteca y utilizar el dinero para remodelar la casa y convertirla en una casa de alquiler para vacaciones tal y como había planeado. Entonces, con el dinero que sacara del alquiler podría pagar la hipoteca y el mantenimiento. Sin embargo, si ni siquiera podía pagar los impuestos…

La desesperación la reconcomía por dentro. Mientras consideraba su negro futuro, fue examinando las cartas y una de ellas le llamó la atención. Se trataba de un sobre muy grueso con un sello italiano. Sin mucho entusiasmo rasgó el sobre y examinó el interior: una carta, un billete de avión…

Y un cheque. Un cheque por una suma de dinero que cortaba la respiración.

Lentamente, leyó la carta, en la que simplemente se le informaba de los contenidos del sobre. Abrió el billete y vio que era del aeropuerto de Heathrow al de Roma para una semana después en primera clase. Adjunto al reverso de la carta había una carta escrita en italiano y que no podía comprender. Evidentemente, aquel documento debía de explicar que el cheque era un regalo a cambio de que fuera a visitar a su abuelo a Italia.

Laura volvió a meter todo en el sobre y fue a sentarse junto a la mesa de la cocina. Mientras observaba el sobre que tenía entre las manos, sintió que la tentación se apoderaba de ella.

«Con esto podría pagar los impuestos de sucesión. Yo les devolvería todo, hasta con intereses, cuando haya conseguido la hipoteca. Hacienda no va a esperar…».

Decidió que no podía hacerlo de aquella manera. No podía tocar ni un penique del dinero de los Viale. Su abuelo materno se revolvería en su tumba si lo hiciera por el modo en el que Stefano Viale había tratado a su querida hija.

Sin embargo, la familia Viale estaba en deuda con ella, ¿no? Su madre jamás había recibido ningún dinero que ayudara a la crianza de la niña. Después de la muerte de su madre, habían sido sus abuelos los que se habían ocupado de la educación y de la crianza de la pequeña. Stefano Viale había sido uno de los hombres más ricos de Italia, pero no había compartido ni una parte de su riqueza con su hija. Aquel cheque era el dinero que no había recibido a lo largo de los años.

Desgraciadamente, si aceptaba el cheque tendría que ir a Italia y conocer a la familia de su padre.

Su rostro adquirió una dura expresión. Tenía que salvar Wharton. Siempre había sido su hogar, su refugio. No podía perderlo. Miró una vez más el sobre y sintió que el estómago le daba un vuelco.

«Voy a tener que hacerlo. Voy a tener que ir a Italia. No deseo hacerlo, pero necesito ese dinero para salvar Wharton. No me queda más remedio que hacerlo».

 

 

Laura miró las nubes desde la ventanilla del avión con expresión tensa. Deseaba de todo corazón no estar allí, pero ya era demasiado tarde. Estaba de camino a Italia y no podía hacer nada al respecto.

–¿Le apetece una copa de champán? –le preguntó la azafata con una sonrisa en los labios, como si no estuviera completamente fuera de lugar allí.

–Gracias –respondió ella, tomando una copa. ¿Y por qué no? Después de todo, tenía algo que celebrar. Levantó ligeramente la copa–. Por Wharton –susurró–. Por mi hogar. ¡Maldita sea la familia de mi padre!

Cuando salió por las puertas de la sala de llegadas vio que un hombre tenía entre las manos un cartel con su nombre. Jamás había estado en Italia por razones evidentes. De hecho, no deseaba estar allí. Con resignación, siguió al hombre que había ido a recogerla. Una vez fuera, la diferencia de temperatura con su lugar de origen le resultó impactante. El sol lucía en el cielo, pero no consiguió alegrarla. No dejaba de pensar en lo que la esperaba.

Cuando entró en el coche negro al que el hombre le había acompañado, tomó asiento sobre los suaves asientos de cuero y fue entonces cuando se dio cuenta de que no estaba sola. Allesandro di Vincenzo estaba a su lado, observándola con desprecio.

–Veo que ha decidido venir. Evidentemente, el cheque que la envié la hizo cambiar de opinión.

El tiempo transcurrido desde la primera vez que la vio no había mejorado su aspecto. Evidentemente, había hecho algo de esfuerzo por mejorarlo, pero sin muchos resultados. Iba vestida con una falda que le sentaba muy mal, una blusa abullonada en el busto y la cintura, medias gruesas y zapatos planos. Llevaba el cabello desaliñado, recogido como la primera vez con una goma elástica, las cejas sin depilar y nada de maquillaje.

Tomaso se podía quedar con ella. Después de que lo manipulara por segunda vez, la simpatía que Allesandro sentía por Tomaso estaba bajo mínimos. Le entregaría a la muchacha y regresaría a su vida de siempre, aunque siguiera siendo el director ejecutivo mientras que Tomaso retenía la presidencia.

Decidió olvidarse de todo y abrió su ordenador portátil, sumergiéndose de nuevo en su trabajo e ignorando a la otra pasajera del coche.

Laura se pasó el trayecto mirando por la ventanilla. Parecía que se dirigían al campo en vez de a la ciudad de Roma. No le importaba dónde. No quería conocer a su abuelo, como tampoco quería estar allí con Allesandro di Vincenzo. Volver a verlo le había resultado una sorpresa muy poco agradable. Siempre había hecho todo lo posible por evitar la compañía de los hombres, con los que se sentía muy incómoda, y mucho más cuando se trataba de alguien tan atractivo y elegante como di Vincenzo.

Toda su vida se había sentido como un paria, debido principalmente a su aspecto y a las circunstancias de su nacimiento. Al final, se había dado cuenta de que sólo le quedaban dos opciones: o sentirse una amargada por ser tan poco atractiva u olvidarse de todo y seguir con su vida. Había elegido la segunda.

Se ponía ropas que podía permitirse, ropas que le resultaban prácticas y cómodas. No se preocupaba demasiado por su cabello y jamás iba a la peluquería. En cuanto al maquillaje, creía que había formas mucho más útiles de gastarse el dinero.

Agradeciendo el hecho de que Allesandro di Vincenzo se hubiera puesto a trabajar, concentró su atención en el paisaje que se divisaba por la ventanilla. Italia. Cipreses, olivares, campos y colinas, viñedos y casas de ladrillo rojizo, todo ello bañado por el sol.

«Éste es mi país tanto como lo es Inglaterra».

Algo se despertó en su interior, pero lo suprimió enseguida. Aunque fuera medio italiana, lo era sólo por accidente, no por intención. Su vida estaba en Inglaterra. Aquel país era un lugar extraño para ella. No pertenecía allí. No significaba nada para ella. Nada.

Deliberadamente, repasó mentalmente todo lo que tenía que hacer en Wharton, el único lugar que significaba algo para ella.

 

 

 

Laura se bajó del coche y miró a su alrededor. Involuntariamente, abrió los ojos de par en par. La casa que se levantaba frente a ella era enorme, una enorme mansión elegante y aristocrática que se erigía sobre unos hermosos jardines, cuidados perfectamente. La tensión la atenazó por dentro.

En aquella enorme casa, en Italia, se encontraba el único pariente que le quedaba con vida. Su abuelo. El padre del hombre que la engendró, el padre del hombre que destruyó la vida de su madre con crueldad. El hombre que había ignorado la existencia de su única hija.

Quería salir huyendo. Marcharse de allí tan rápidamente como pudiera.

Mirando a su alrededor, recordó que jamás había conocido a su padre. Que su padre jamás había querido saber nada de ella. Su expresión se endureció. ¿Padre? Ella no tenía padre. Jamás lo había tenido. Y tampoco tenía abuelo.

–Por aquí.

El tono duro e impersonal de Allesandro di Vincenzo la sacó de sus pensamientos. La estaban acompañando al interior de la casa. Un creciente sentimiento de opresión se apoderó de ella cuando entró al lujoso vestíbulo de mármol.

 

 

Allesandro la precedía. La condujo hasta una puerta doble, que abrió de par en par antes de entrar. Tomaso estaba sentado a su escritorio, junto a la ventana. El anciano levantó la vista inmediatamente. Tenía una expresión tensa y expectante en el rostro.

De repente, a pesar de las muchas manipulaciones a las que Tomaso le había sometido, decidió que no podía hacerle algo así. Decidió que era mejor advertirle lo que se iba a encontrar, pero el anciano ya se había puesto de pie.

–Tomaso, aquí te traigo a tu nieta –anunció Allesandro–. Laura Stowe.

Sin embargo, Tomaso había dejado de prestarle atención hacía ya mucho tiempo. Su atención se fijaba en la joven que acababa de entrar en la sala.

–Laura –dijo, extendiendo la mano. La muchacha permaneció impasible, sin moverse y con una inescrutable expresión en el rostro–. Soy tu abuelo… –añadió con la voz llena de emoción.

–Mi abuelo está muerto –replicó la muchacha, con la voz llena de ira–. Usted es simplemente el padre del hombre que arruinó la vida de mi madre –añadió, para sorpresa de Tomaso y de Allesandro–. La única razón por la que estoy aquí es porque ese hombre –dijo, señalando a Allesandro–, me sobornó para que viniera.

–¿Que te sobornó? –repitió el anciano con incredulidad.

–Sí –respondió la muchacha, sin andarse por las ramas–. No quiero tener nada que ver con usted ni con nadie que esté relacionado con el hombre que trató a mi madre de un modo tan imperdonable. No sé por qué usted ha podido imaginar que yo tendría el más mínimo deseo o interés de conocerlo, al igual que el hombre que me engendró jamás tuvo el más mínimo deseo o interés de conocerme. Siento mucho que su hijo haya muerto, pero eso no tiene nada que ver conmigo. Nada. Su hijo no tiene nada que ver conmigo. ¡Lo dejó muy claro incluso antes de que yo naciera!

Tomaso estaba completamente atónito.

–Yo no… Yo no… Pensé que te alegrarías de que yo te buscara…

De repente, el rostro del anciano palideció. Se agarró con fuerza el pecho con una mano. Al verlo, Allesandro dio un paso hacia delante y lo sujetó mientras el anciano se desmayaba.

 

 

La siguiente hora fue interminable. Allesandro llamó inmediatamente a una ambulancia y llevó a Tomaso al hospital. Allesandro se sintió profundamente aliviado cuando le dijeron que el anciano estaba fuera de peligro y que únicamente lo iban a mantener ingresado aquella noche para que estuviera en observación.

Fuera lo que fuera lo que le había ocurrido a Tomaso, Allesandro estaba seguro de una cosa. Aquella arpía había sido la responsable

Mientras regresaban en el coche de Allesandro a la casa de Tomaso, ella le preguntó de repente.

–¿Se va a poner bien?

–¿Acaso le importa?

–Ya le he dicho que siento mucho que el hijo de ese hombre haya muerto y siento mucho lo que le ha ocurrido a él. No quiero que muera. Ni él ni nadie.

–Qué buena es usted… Sin embargo, si sus buenos deseos son de verdad sinceros, lo mejor que puede hacer es acceder a lo que él desea y permanecer en la casa hasta que Tomaso se encuentre lo suficientemente bien como para poder verla. Sólo Dios sabe por qué él lo desea así, pero eso fue lo que me dijo antes de que me marchara de su lado.

Laura no respondió. Se limitó a darse un poco más la vuelta hacia la ventanilla, incrementando aún más la distancia que los separaba. El movimiento lo irritó profundamente. No se podía imaginar una mujer en el mundo entero que pudiera llamarle menos la atención que Laura Stowe.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

LAURA estaba sentada sobre la cama del dormitorio que se le había asignado en la enorme mansión, mirando por la ventanilla. La vista era muy hermosa. Maravillosos jardines de estilo italiano rodeados por olivares y cipreses que se extendían hasta el horizonte.

Se dio la vuelta. No quería verlo. No quería estar allí. No quería estar ni en Italia, ni en la casa de su abuelo…

«No es tu abuelo. No pienses en él así».

Efectivamente, los genes no convierten en familia a una persona. La mitad de sus genes eran de su padre, pero eso no la convertía en su hija. Por lo menos, no a los ojos de Stefano Viale.

Se tumbó en la cama. Estaba cansada. Había tenido que tomar un autobús muy temprano a Exeter, luego el autobús a Heathrow y luego el vuelo. Tenía los párpados muy pesados…

Debió de quedarse dormida porque, cuando volvió a abrirlos, había una doncella en su dormitorio, para informarle de que la cena estaba servida. De mala gana, Laura bajó al comedor con un libro en las manos. Habría preferido comer en su dormitorio, pero no quería molestar.

Al entrar en el comedor vio que Allesandro di Vincenzo estaba allí. Cuando Laura entró, él se puso de pie.

–Pensé que se habría marchado –dijo, sin poder contenerse.

–Desgraciadamente, no –replicó él, con voz tensa y poco amistosa–. Aunque habría preferido regresar a Roma, no se me ocurriría jamás dejar a un convaleciente Tomaso con la única compañía de su nieta.

Laura se ruborizó.

–¿Cómo está? –preguntó, tomando asiento a la enorme mesa, justo enfrente de Allesandro.

–Su estado es estable. ¿Acaso le importa?

–Ya le he dicho que no quiero que muera.

–Y yo ya le he dicho que eso me parece muy bien –repuso él. Entonces, la miró y frunció el ceño–. ¿Acaso no tiene nada mejor que ponerse para cenar? –añadió, mirando con desprecio la ropa que Laura llevaba puesta.

–No –respondió ella. Si hubiera sabido que Allesandro di Vincenzo iba a estar allí, habría insistido en cenar en su habitación. Él era la última persona con la que deseaba compartir su tiempo. Abrió su libro y comenzó a leer. Con alivio, comprobó que él volvía a centrar su atención en los papeles que tenía sobre la mesa.

Para Laura, la cena fue formal hasta llegar casi a lo ridículo. Había demasiados platos y duró una eternidad. Lo único bueno fue la calidad de la comida, que resultó francamente deliciosa. Mientras terminaba de rebañar la deliciosa salsa que acompañaba al cordero, Laura se dio cuenta de que la estaban observando.

–¿Siempre come usted tanto?

Laura no supo qué decir. Le gustaba comer. Su estilo de vida no era sedentario con todo el trabajo físico que tenía que realizar en Wharton, además de los largos y solitarios paseos que le gustaba dar por el campo, lo que se traducía en un buen apetito.

–Sí –replicó, sin dudarlo. Entonces, siguió leyendo.

Allesandro la contempló con desaprobación. Ninguna de las mujeres que conocía era capaz de comer de aquella manera. Aunque resultaba imposible contemplar la figura que ella tenía con aquellas ropas sin forma que siempre llevaba puestas, si comía de aquella manera sólo podía estar obesa. Entonces, se concentró de nuevo en el informe sobre las condiciones de mercado en América del Sur. Por lo que a él se refería, Laura Stowe podía estar tan gorda como una ballena.

 

 

Al día siguiente, el hospital llamó para informar de que Tomaso podía recibir visitas. Aliviado, Allesandro acompañó a Laura al coche. Cuando ella se sentó, Allesandro vio que no dejaba de retorcerse las manos.

–¿Qué es lo que le pasa a las manos?

–Nada. ¿Por qué?

Allesandro no se había fijado antes, debido a lo lamentable del resto de su aspecto.

–Están llenas de arañazos –dijo.

–Ya se me están curando –respondió ella, encogiéndose de hombros–. El día antes de venir estuve quitando unas zarzas del jardín –añadió, dándoles la vuelta. Además de estar cubiertas de arañazos, las palmas estaban llenas de callos y durezas.

–¿Qué es lo que les haces a las pobres?

–Yo trabajo. Wharton no se cuida solo.

–Seguramente tendrás personas que te ayuden…

–Sí, claro –dijo ella, haciendo un gesto de asombro con los ojos–. Tengo cuatro criadas y otros tantos jardineros.

–Bueno, tal vez ahora con el dinero que yo te he dado, puedas permitirte contar con algo de ayuda.

–Dudo que los impuestos me lo permitan.

–¿Cómo?

–Con tu cheque, pagué el primer tramo del impuesto de sucesión. Por eso lo acepté. Si no, lo habría hecho pedazos, pero… Te aseguro que voy a trabajar todo lo que pueda para poder quedarme con la casa. Y para devolverte el dinero de tu cheque. Cuando por fin consiga ganar dinero alquilando Wharton…

–¿Crees que alguien va a pagar dinero por alojarse en esa ruina? –preguntó Allesandro, con incredulidad.

–Por supuesto, tendré que realizar muchos arreglos –dijo Laura–. No pienso vender la casa a no ser que me vea obligada a hacerlo.

Allesandro la estaba mirando de un modo muy extraño.

–¿Tanto quieres a esa casa?

–Es mi hogar.

–Pero tienes una casa nueva aquí –dijo, señalando a su alrededor.–. Todo lo que puedas pedir. Además, tu abuelo te proveerá con todo lo que puedas desear.

–Sí. Es una pena que el hombre que él engendró no pensara en concederle a su hija lo único que ella habría valorado de verdad: que reconociera mi existencia.

La expresión de Allesandro cambió radicalmente.

–Stefano era… Hacía lo que quería. Era…

–Un canalla.

Laura había hablado con aspecto beligerante. Allesandro no dijo nada más al respecto, pero cuando llegaron al hospital se mostró firme en sus instrucciones.

–Te prometo que, si le dices algo a Tomaso que pueda disgustarle, lo lamentarás.

Laura no dijo nada. La última vez que había estado en un hospital había sido para ver a su abuelo, el día en el que murió de un ataque al corazón pocos meses después de la muerte de su abuela. «Éste también es mi abuelo», pensó, aunque deseaba poder negarlo con todo su corazón.

Cuando por fin entró en la habitación, la cabeza del anciano se giró sobre la almohada para mirarla. Entonces, levantó una frágil mano en su dirección.

–Laura… Has venido…

En los ojos cansados de Tomaso, Laura vio algo que jamás había esperado ver.

Gratitud.

Dio un paso al frente, pero no tomó la mano. Tomaso la dejó caer sobre la cama y sus ojos perdieron el brillo que habían adquirido al verla. Este hecho hizo que Laura se sintiera mal, pero no quería tocarle.

–¿Cómo estás? –le preguntó con voz tensa e incómoda.

–Mejor al poder verte. Gracias, gracias por haberte quedado. Por permitir que yo…

Tomaso tomó aire. Parecía que le resultaba difícil respirar.

–Por favor, ¿no vas a sentarte?

Con gran pesadumbre, Laura tomó asiento en la silla que había al lado de la cama. Tomaso miró a Allesandro, que aún estaba al lado de la puerta.

–Yo me quedo –respondió éste en italiano–. No quiero que esta mujer te disguste.

–Creo que estaré bastante seguro –replicó Tomaso, con voz firme–. Gracias por habérmela traído, Allesandro, pero ahora…

De mala gana, Allesandro salió de la habitación. Suponía que los monitores a los que Tomaso estaba conectado darían la voz de alarma si su corazón volvía a fallar. De mala gana, empezó a pasear de arriba abajo por el pasillo.

 

 

En el interior de la habitación de la Unidad de Cuidados Intensivos, Tomaso volvió la cabeza para mirar a Laura. Ella se mordió el labio, atenazada por la tensión.

–Laura, hija mía… Tengo algo que debo decirte. Te pido humildemente que me permitas decírtelo. Después, si deseas marcharte a Inglaterra, podrás hacerlo con mi bendición –dijo, haciendo una pequeña pausa para que ella pudiera responder. Laura guardó silencio–. Verme en esta habitación me ha dado mucho tiempo para pensar. Para recordar. Y he pensado y he recordado mucho. He recordado a Stefano, no como era la última vez que lo vi, en los últimos años de su vida, sino cuando tenía tu edad. Incluso cuando era más joven que tú. Desgraciadamente, no tengo muchos recuerdos de él cuando era un niño. Verás… yo jamás pasé mucho tiempo con él. Estaba demasiado ocupado haciendo dinero. Yo le dejé Stefano a su madre. Ella lo adoraba. Tampoco pasé demasiado tiempo con mi mujer. Por eso, ella le dedicó a Stefano toda las atenciones que yo estaba demasiado ocupado para aceptar. Stefano era un hombre alocado, obsesionado con las lanchas… Un hombre desea poder estar orgulloso de su hijo, pero, ¿cómo puedo estar orgulloso de que mi hijo sedujera y abandonara a la madre de su única hija? Yo no supe nunca de su existencia, ni de la tuya. He sido un estúpido y un insensible al pensar que podrías desear conocer a la familia de tu padre. Has vivido toda tu vida sabiendo lo que mi hijo le hizo a tu madre, y a ti. ¿Cómo he podido pensar que podrías perdonar y olvidar todo lo ocurrido? Tienes en ti la ira de toda una vida y eso es algo que ni puedo ni debo ignorar.

Tomaso respiró profundamente y la miró muy fijamente.

–Vete a casa si lo deseas, Laura. No tengo ningún derecho sobre ti. Ninguno. Me he mostrado como un ser egoísta y avaricioso. Quería portarme bien contigo, pero no puedo borrar el pasado. No puedo deshacer lo que Stefano le hizo a tu madre y, por consiguiente, a los padres de ella. No he sido un buen padre, Laura. Deseaba compensar ese hecho siendo un buen abuelo, pero…

De repente, Laura ya no pudo contenerse.

–¿Cómo pudo hacerlo? ¿Cómo? ¿Cómo puedo ignorarla de ese modo? ¡Ni siquiera fue capaz de contestarle a una de sus cartas! ¡Se limitó a ignorarla! Ella le escribía una y otra vez y él nunca, nunca se puso en contacto con ella. ¡Ella sólo era una molestia para él! Nada más. Igual que yo. De hecho, nunca quise conocerlo. No me quería…

Entonces, se puso de pie con un brusco movimiento. Se dio la vuelta y se dirigió hacia la puerta.

–Yo sí que te quiero, Laura… –dijo Tomaso. Ella se volvió para mirarlo–. Yo sí que te quiero. Para Stefano ya es demasiado tarde, pero te suplico que no dejes que sea demasiado tarde para mí. Tú eres mi única pariente. Lo único que tengo. Dedícame un poco, sólo un poco de tu tiempo. Te aseguro que no te pediré mucho. Sólo la oportunidad de poder pasar un poco de tiempo contigo.

Tomaso la miraba tan fijamente a los ojos que Laura, muy lentamente, sin saber prácticamente lo que estaba haciendo ni por qué, se acercó un poco y tocó con las puntas de los dedos los que se extendían hacia ella. Entonces, dejó caer el brazo.

–Gracias –dijo Tomaso suavemente.

 

 

Durante el trayecto de regreso a la mansión de Tomaso, Laura permaneció en silencio, limitándose a mirar por la ventanilla. Se había encerrado en sí misma. Sin embargo, había en ella algo diferente… más suave.

Allesandro frunció el ceño. ¿Sería verdad? Por supuesto que no. Suave era una palabra absurda en lo que se refería a Laura Stowe. Era tan dura y firme como el granito. Dura y poco encantadora. Sin embargo, sí que parecía que se había producido un cambio en ella.

Además, había otra cosa. Allesandro frunció el ceño, tratando de comprender qué era lo que también había cambiado en ella.

Entonces, lo vio claro.

De algún modo, no sabía cómo, con aquella expresión más suave y delicada, no resultaba tan fea.

Apartó inmediatamente este pensamiento. El aspecto que ella tuviera no tenía nada que ver con él. Tan sólo le importaba sin iba a cumplir con lo que le había dicho a Tomaso. Tenía que saberlo. Si Laura se iba a quedar, en ese caso el camino le quedaría libre para que Tomaso cumpliera su promesa y le dejara libre el camino para acceder a la presidencia.

–Bueno, ¿qué es lo que vas a hacer ahora? ¿Regresar inmediatamente a Inglaterra o dedicarle a tu abuelo parte de tu valioso tiempo?

–Yo… –dijo ella, tragando saliva–. Me voy a quedar durante un tiempo. Hasta que Tomaso se encuentre mejor. Supongo que no tengo que volver a casa inmediatamente.

Allesandro no entendía el apego que ella tenía por aquella casa ruinosa. ¿Para qué diablos quería quedársela? Además, si hacía las paces con Tomaso, no volvería a necesitarla.

Igual que Tomaso no necesitaría nunca más la presidencia de Viale-Vincenzo. La impaciencia se apoderó de él. Quería marcharse de allí, regresar inmediatamente a Roma. Prepararse para hacerse con el control de la empresa.

Para disfrutar de Delia Dellatore.

Deliberadamente, dejó que su pensamiento conjurara la imagen de la bella romana. Elegante, siempre a la moda, sensual…

Miró a Laura de reojo por última vez. El contraste entre la mujer que ocupaba sus pensamientos y la que estaba a su lado en el coche no podía ser más acentuado.

Apartó la mirada. Laura Stowe no tenía nada que ver con él. En el momento en el que regresaran a la mansión de Tomaso, él regresaría a Roma. Sacó su teléfono móvil y llamó a su ayudante personal para comunicarle sus planes. Una gran sensación de alivio se apoderó de él. Iba a marcharse de allí. Prontissimo.

Capítulo 4

 

 

 

 

 

ALLESANDRO debió de abandonar la casa de Tomaso aquella tarde, pero Laura no prestó atención alguna a su partida. Su mente no hacía más que pensar en otras cosas.

¿Qué había hecho? Había bajado la guardia ante un hombre al que había tenido la intención de negarle un lugar en su vida. Apretó las manos con fuerza y comenzó a retorcerse los dedos.

A pesar de su intención de negarlo todo, sabía muy bien lo que había hecho. Había reconocido a Tomaso Viale como abuelo suyo. Se quedaría a su lado, tan sólo durante un tiempo. Hasta que estuviera mejor.

Al día siguiente, cuando llevaron a Tomaso a casa en una camilla, ella salió rápidamente de la sala de música, en la que se había atrincherado. Cuando vio al anciano, sintió de nuevo una extraña sensación en su interior. Por su parte, la mirada de Tomaso se iluminó al verla.

–No te has marchado.

–No –consiguió decir ella, a pesar del nudo que se le había hecho en la garganta–. ¿Cómo… cómo te sientes?

–Al verte, niña mía, mucho mejor.

Laura sonrió débilmente y observó cómo se lo llevaban a su dormitorio.

Más tarde aquel mismo día, Tomaso la mandó llamar. Lo habían instalado en un dormitorio con una enorme cama y recargados muebles antiguos. Personalmente, a Laura le resultaba demasiado agobiante. Mientras miraba a su alrededor, Tomaso la observaba atentamente.

–Te parece demasiado exagerado, ¿verdad?

–Es lo opuesto a mi abuelo… a mi… a mi otro abuelo. Su gusto era completamente espartano. Pensaba que sólo a los extranjeros les gustaba la decoración recargada.

–Bueno, yo para él sería extranjero, así que supongo que tengo todo el derecho –replicó Tomaso con una sonrisa. Entonces, golpeó suavemente el colchón. Sin pensarlo, Laura se acercó a su lado y se sentó–. Cuando yo era niño, éramos muy pobres. Vivíamos en un deprimente apartamento en un barrio a las afueras de Turín. Los muebles eran baratos y prácticos. Entonces, me prometí que tendría lo mejor de la vida.

–¿De verdad empezaste de la nada?

–No tenía nada más que mi arrojo y mi seguridad en mí mismo –dijo Tomaso. Tenía mejor aspecto, y ya no estaba conectado a ningún apartado–. Estaba decidido a hacer dinero, mucho dinero. Y lo conseguí.

–Mi abuelo… el otro –comentó Laura, con más facilidad en aquella ocasión–, jamás hablaba de dinero. Era una de las pocas cosas que nunca se mencionaba.

–Ah. Así lo hacen las personas que nacen con dinero, no las que tienen que trabajar duro para conseguirlo. El padre de Allesandro era igual. Le parecía que la palabra «beneficios» era algo sucio. Sin embargo, a pesar de ello, disfrutaba de igual modo del dinero que hacíamos.

–¿Por qué se metió él en el negocio? –preguntó Laura. Inconscientemente, deseaba saber más sobre la familia de Allesandro.

–Porque estaba arruinado. Por eso. Ésa fue la razón de que accediera a convertirse en mi socio cuando yo me dirigí a él para que uniéramos fuerzas. Para mí, resultaba muy útil. Él podía abrirme puertas que a mí me estaban cerradas con sus contactos en la alta sociedad, en especial con los que tenía en los bancos y en el mundo empresarial. No obstante, jamás le interesó el negocio del modo en el que me interesaba a mí. Por el contrario, el joven Allesandro es muy diferente.

–Parece que está trabajando todo el tiempo. Siempre tiene la nariz metida en papeles o en su portátil.

–Desea hacerse con mi puesto. Y con la empresa. Es completamente diferente a su padre. Se ha dado cuenta de que su padre tenía muy poco peso en la empresa y eso le molesta. Sin embargo, también sabe que a su padre le interesaba muy poco esta empresa… Como le ocurría a Stefano. Si mi hijo no hubiera fallecido, estoy seguro de que Allesandro habría tratado de llegar a un acuerdo con él para comprarle su parte. Y Stefano habría accedido. De eso no me cabe la menor duda. A Stefano sólo le interesaba gastar dinero, no ganarlo. En cuanto a lo de si yo hubiera accedido… Tal vez lo habría hecho. ¿Qué le habría ocurrido a la empresa a mi muerte si no lo hubiera hecho? Por supuesto, si Stefano se hubiera casado…

Su voz se quebró.

–No te equivoques, niña mía. Si yo hubiera sabido lo que ocurrió hace ya tantos años, me habría encargado personalmente de que se casara con tu madre. Te lo aseguro.

Laura se mordió los labios.

–Probablemente por eso se aseguró de que jamás lo descubrieras. No creo que fuera de los que se casan.

–Y no lo era. Era un playboy, un derrochador y nada más. Muchas veces le dejé muy claro que esperaba que se casara y que me diera un heredero, pero jamás lo hizo. Ni siquiera su madre pudo convencerlo para que lo hiciera. Claro que a ella no le pareció nunca bien ninguna mujer.

Tomaso cayó de repente en un profundo silencio. De repente, pareció muy cansado y viejo. Laura se puso de pie.

–Veo que te he cansado demasiado. La enfermera me dijo que podría estar sólo cinco minutos.

–Esa mujer dice esas cosas porque le pagan para que las diga –replicó. Entonces, miró inquisitivamente a Laura–. ¿Cuánto dinero tuvo que darte Allesandro para que accedieras a venir aquí?

–Evidentemente, el suficiente para convencerme –repuso ella a la defensiva.

–Tienes razón –dijo Tomaso, con un tono de apreciación en la voz–. No hay que desvelar detalles innecesarios. Fuera lo que fuera, seguro que a Allesandro le ha parecido barato. Para él, hay demasiadas cosas en juego. Está contra la pared y lo sabe.

Laura frunció el ceño. Allesandro di Vincenzo no le parecía un hombre contra la pared. Tomaso le explicó a lo que se refería.

–Ya te he dicho que quiere mi puesto. Yo soy el presidente de Viale-Vincenzo y eso le duele. A pesar de que él es el director gerente, no puede hacer nada sin mi consentimiento, lo que le frustra bastante. Quiere ejercer el control absoluto y ha dado por sentado que ahora que Stefano ha muerto, yo soy el único impedimento a su ambición. Yo le puse una tarea, que era traerte aquí. Ahora, está esperando su recompensa.

Empezó a mirar a Laura con una expresión muy especuladora en el rostro, como si estuviera considerando algo.

–Dime una cosa, Laura. ¿Sabes jugar al ajedrez?

–Un poco –respondió ella.

–Bien. En ese caso, jugaremos después de cenar.

 

 

Laura se sentía muy extraña, casi irreal, como si el mundo en el que había vivido durante los veinticuatro años de su vida se hubiera transformado en otra dimensión. El mundo de la familia de su padre le resultaba extraño, ajeno… Sin embargo, a medida que pasaba más tiempo junto a Tomaso, le resultaba menos raro. Todo iba pareciéndole más familiar y menos traumático.

Sabía que tendría que regresar a Wharton en algún momento, pero todavía no. Tomaso estaba mejor, pero seguía confinado en su cama, débil aún… pero muy agradecido de que ella estuviera en la casa. Cada vez que la veía, los ojos se le iluminaban.

Cuando le preguntaba sobre Wharton, ella le hablaba sólo a grandes rasgos, sin mencionar los gastos a los que se enfrentaba. No quería que Tomaso se ofreciera a financiarla. Ya no esperaba una retribución por el daño pasado y sabía que a su abuelo materno no le habría gustado que ella aceptara dinero de los Viale.

Los días pasaban poco a poco y, por fin, Laura sintió que había llegado el momento de regresar a Wharton. Tenía que pedir su hipoteca y emprender los arreglos que debía hacer en la casa. Estaba deseando ponerse manos a la obra.

Mientras su abuelo y ella jugaban al ajedrez una tarde en la biblioteca, abordó el tema.

–Tengo que volver a mi casa –dijo.

–Había esperado que empezaras a considerar esta casa como la tuya –replicó–. Espera al menos al fin de semana, que será cuando regrese Allesandro. Tendrá temas muy importantes de los que querrá hablar conmigo.

No se atrevió a decir nada al respecto. No tenía deseo alguno de volver a ver a Allesandro ni de oír hablar de la ambición que tenía sobre alcanzar la dirección de la empresa, pero le pareció una grosería decírselo así a su abuelo.

–Muy bien, pero después debo marcharme.

–Bien, bien –dijo su abuelo, tomando el juego de ajedrez–. Ahora, te diré los errores que has cometido para que puedas aprender para el próximo juego. Siempre se debe jugar para ganar, Laura. Eso es lo que yo he hecho toda mi vida y jamás he perdido. ¡Ni una sola vez! La razón es que, tanto en la vida como en el ajedrez, hay que planear lo que vamos a hacer. Yo siempre lo hago, realizo los movimientos que tengo que hacer y luego gano.

Tomaso sonrió. A Laura le pareció que se trataba de una sonrisa especialmente satisfecha. Se preguntó por qué sería. Entonces, Tomaso le hizo que prestara atención a sus carencias como jugadora de ajedrez y no profundizó más en el tema.

 

 

Allesandro tomó una copa de champán de la bandeja que llevaba el camarero en las manos y se centró en sus pensamientos. No podía concentrarse en el almuerzo al que estaba asistiendo en aquellos momentos, sino en el hecho de que aún no era el presidente de Viale-Vincenzo. Tomaso seguía sin dimitir. Una vez más, el anciano estaba jugando con él y no le gustaba.

Había creído que su estado de ánimo mejoraría cuando regresara a Roma. Allí estaría lejos de Tomaso y de su repelente nieta y, además, podría disfrutar de la compañía de Delia. Sin embargo, cuando llegó al apartamento de ésta, ella le informó, como si no tuviera importancia, de que se marchaba al Caribe con Guido Salvatore.

Allesandro tomó un trago del carísimo champán, esperando que le diera la chispa necesaria para ponerse de mejor humor. Además de que aún no había recibido respuesta alguna, le fastidiaba tener que pasar otra noche solo.

–Sandro, ciao…

Se trataba de Luc Dinardi. Éste había deseado a Delia para sí, por lo que no perdería la oportunidad de mofarse de él por su abandono. Sin embargo, no fue sobre Delia de quien le habló.

–Dime, Sandro –dijo Luc, con los ojos iluminados por la malicia–. ¿Te doy mi pésame o mi enhorabuena? La prensa parece inclinarse por esto último, pero yo no estoy tan seguro.

Allesandro lo miró fijamente, sin saber a lo que Luc se refería.

–Tal vez sea un caso en el que haya que dar el pésame y la enhorabuena a la vez. Enhorabuena porque por fin hayas conseguido lo que tanto deseabas y el pésame –añadió, con tono de sorna– por el modo en el que lo has conseguido –explicó, dándole a Allesandro una palmada en el hombro–. Bueno, ¿cuándo vamos a conocerla?

–¿A quién? –preguntó Allesandro, sin comprender.

Luc sonrió.

–Venga ya, Sandro, no te hagas el inocente. A tu prometida, la nieta recién hallada de Tomaso Viale.