Destinada a ti - Sherryl Woods - E-Book
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SHERRYL WOODS

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Beschreibung

¿Le quedaba algo que dar? Cuando algún niño necesitaba un hogar, Ann Davies se lo ofrecía con los brazos abiertos. Nunca había dudado en entregarse a los demás. Hasta que Hank Riley, un famoso contratista, se lo pidió todo: su cuerpo, su corazón y su vida. Y una parte de ella quería dárselo todo. Ansiaba que la desearan y que la cuidaran, que le dieran lo que nunca había tenido. Pero otra parte estaba muerta de miedo por lo que Hank implicaba: perder el control, despreciar la lógica, vivir el momento, rendirse. Porque, si daba ese paso, ¿qué le quedaría cuando él se fuera?

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 1990 Sherryl Woods

© 2015 Harlequin Ibérica, S.A.

Destinada a ti, n.º 2044 - junio 2015

Título original: Tea and Destiny

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com.

I.S.B.N.: 978-84-687-6353-8

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

A Última hora de la tarde del domingo, Hank detuvo su camioneta en el arcén y apagó el motor. Sin embargo, no se detuvo porque quisiera admirar la espectacular puesta de sol, sino porque se había quedado horrorizado con el edificio que se alzaba al este; quizá, la casa peor diseñada que había visto en su vida.

Como ingeniero y amante de la arquitectura que era, aquel engendro ofendía su sentido de la estética, de las proporciones y hasta del color.

La vivienda, que probablemente había sido una bonita casa campestre, se extendía por una estrecha lengua de tierra que se internaba en el Atlántico. Pero la habían ampliado sin orden ni concierto, ajustándola a los obstáculos naturales que habían encontrado en el camino.

Una de las alas giraba a la izquierda para evitar la abrupta curva de la playa y otra, se desviaba un poco para sortear un árbol. En cuanto a los tejados, ni siquiera se encontraban al mismo nivel. Y el color no podía ser más singular: una mezcla de tonos salmón, azul grisáceo y amarillo que, lejos de resultar relajantes, ofendían a la vista.

Hank sacudió la cabeza y pensó que era digna de su dueña, Ann Davies.

La había conocido durante la boda de su mejor amigo, y le había causado una impresión dudosa. Ann era una mujer alta y huesuda cuyo corto cabello negro parecía víctima de un cortacésped. Además, su concepto del maquillaje se reducía a un toque de carmín en unos labios generosos que no dejaban de moverse, porque hablaba sin parar. Y, por si eso fuera poco, tenía opiniones rotundas sobre todos los temas imaginables.

Opiniones que raramente coincidían con las suyas.

Entonces, ¿qué estaba haciendo allí? ¿Cómo era posible que Todd y Liz lo hubieran convencido? La idea de pasar varios meses en la casa de una mujer como Ann Davies era sencillamente disparatada. Pero debía de estar tan loco como sus amigos, porque había aceptado su sugerencia.

Por desgracia, no tenía muchas opciones. Lo habían contratado para que supervisara la construcción de un centro comercial en Marathon, una localidad cercana. Pero enero era un mes difícil en los Cayos de Florida. Los hoteles, hostales y pisos de alquiler estaban abarrotados de turistas, y los pocos sitios que seguían disponibles solo admitían estancias cortas.

A pesar de ello, los visitó todos. Y descubrió que la mayoría eran habitaciones pequeñas con una ducha igualmente minúscula donde un hombre tan alto como él habría sufrido un ataque de claustrofobia.

Por supuesto, quedaba la alternativa de alojarse en Miami y viajar todos los días a Marathon. Pero Hank conocía sus limitaciones. El tráfico era infernal en aquella época del año, y no soportaba la perspectiva de condenarse a un atasco diario entre un montón de turistas que conducían fatal porque prestaban más atención al paisaje que a la carretera.

Cuando ya empezaba a estar desesperado, Liz le informó de que Ann estaba dispuesta a ofrecerle una habitación en su casa y a prepararle incluso las comidas sin más condición de que hiciera su parte de la compra.

Hank se quedó tan sorprendido que la miró con desconfianza y preguntó:

—¿Por qué me ofrece una habitación? No se puede decir que yo le cayera precisamente bien cuando nos presentaron.

—Bueno, ya sabes cómo es —contestó su amiga con una de sus encantadoras sonrisas.

Sin embargo, Hank no lo sabía. Ni sabía cómo era ni lo quería saber. Y, no obstante, había hecho el equipaje, lo había metido en el maletero y se había puesto en camino hacia la casa de Ann Davies, después de comprar comida y bebida en el supermercado local.

Respiró hondo, arrancó y, un par de minutos después, aparcó junto al edificio. Estaba sacando las maletas y las bolsas de provisiones cuando sintió un golpe a la altura de la rodilla y las bolsas salieron volando. Hank se lanzó a rescatar las cervezas como si la vida le fuera en ello, porque tenía la impresión de que iba a necesitar más de un trago para soportar a aquella mujer.

Al darse la vuelta, vio que una niña rubia, de alrededor de tres años, lo miraba con solemnidad. Tenía un pulgar metido en la boca y una manta raída en la mano libre.

Hank estuvo a punto de gemir. Se había olvidado de los niños. O, más bien, había hecho lo posible por olvidar el asunto. Los niños le ponían nervioso. Hacían montones de preguntas, pedían cosas todo el tiempo y eran una fuente constante de disgustos para sus padres. Pero aquella niña le cayó bien. Parecía tan inocente como tranquila.

—Hola… —dijo con cautela.

La niña no dijo nada.

—¿Dónde está tu mamá?

De repente, los ojos azules de la pequeña se llenaron de lágrimas. Y, luego, para horror de Hank, se sacó el pulgar de la boca y salió corriendo mientras daba gritos desaforados que habrían despertado a un muerto.

Ya estaba a punto de subirse otra vez a la camioneta y marcharse de allí cuando Ann Davies apareció con un cuchillo de cocina, furiosa.

A Hank se le encogió el corazón. No estaba acostumbrado a enfrentarse con mujeres armadas. Pero, al mirarla con más detenimiento, su susto inicial se transformó en sorpresa. Cualquiera habría dicho que no era la misma mujer que le habían presentado. Su cara le pareció enormemente más interesante y su figura, incomparablemente más sexy. De hecho, le gustó mucho. Incluso con un cuchillo en la mano.

—Ah, eres tú…

Ann bajó el cuchillo y se puso a recoger la comida que se había desperdigado por el suelo. Hank no se dio cuenta, pero estaba tan nerviosa como él. Y no solo por los gritos de la niña, sino porque lo encontraba más atractivo de lo que le habría gustado.

—Siento lo de Melissa —continuó—. Porque supongo que habrá sido ella…

—Si te refieres a una niña de unos tres años que tiene tendencia a meterse el pulgar en la boca, sí —dijo Hank con humor—. No sé qué he hecho, pero se ha asustado. He preguntado por su madre y ha huido entre gritos.

—Ahora lo entiendo.

Él frunció el ceño.

—¿Qué es lo que entiendes?

—Que se haya puesto así… Ha entrado en la casa como si hubiera visto al mismísimo diablo —contestó.

—¿Y por eso has salido con un cuchillo?

Ann miró el cuchillo como si lo viera por primera vez.

—Oh, lo siento…

—No lo sientas. Todas las precauciones son pocas —comentó—. Aunque supongo que te parezco inofensivo, porque no me has atacado con él.

Ann pensó que le parecía tan inofensivo como un hoyo lleno de víboras. ¿Cómo era posible que hubiera olvidado el efecto que le causaba? Especialmente, cuando el día de la boda se había dedicado a llevarle la contraria todo el tiempo.

—Creo que te debo una explicación sobre Melissa —dijo, cambiando de conversación—. Su madre la abandonó hace un año, sin decir una palabra. Por fortuna, una vecina la encontró al día siguiente y avisó a las autoridades… Cuando lo supe, no lo podía creer. ¿A quién se le ocurre dejar sola a una niña? Pobre Melissa… Todavía se despierta en mitad de la noche y se pone a llorar.

—Lo siento. No sabía nada. Pensaba que era hija tuya.

—Pues no lo es. Solo cuido de ella y de unos cuantos niños más, aunque algunos me tratan como si fuera su madre —le explicó—. Pero, ya que te vas a quedar una temporada, será mejor que te hable de ellos, para que los conozcas un poco y sepas tratarlos. Los mayores se acostumbran rápidamente a la gente. En cambio, los pequeños son más sensibles.

Hank la miró con sorpresa.

—¿Cuántos chicos tienes en la casa?

—Cinco… Bueno, seis cuando Travis no se queda en la residencia de estudiantes —contestó—. Hoy están todos. Y, de vez en cuando, se presenta alguno de los que vivieron aquí… Pero solo a saludar.

Ann se dio cuenta de que Hank, un hombre tan alto y fuerte que no debía de tener miedo a nada, dio un paso atrás como si quisiera huir. Y lo comprendió de sobra. Al fin y al cabo, ella quería huir desde que lo había visto en el exterior de la casa, con aquellos vaqueros desteñidos y aquella camiseta ajustada que enfatizaban su cuerpo.

—Bueno, dudo que los vea con frecuencia —dijo él con incomodidad—. Estaré trabajando casi todo el día.

—De todas formas, es mejor que los conozcas. Entra en la casa y te la enseñaré.

Ann lo llevó por la cocina porque era lo que estaba más cerca. Pero también era un desastre de platos, vasos y cubiertos sin limpiar, como todos los domingos.

—Disculpa el desorden. Los chicos no faltan nunca a la cena de los sábados, y siempre dejan la limpieza para el día siguiente —le explicó—. Pero no durará mucho. Dentro de veinte minutos, la cocina estará absolutamente inmaculada.

Hank la miró con incertidumbre.

—¿Estás segura de que no seré una molestia? Sé que hablaste con Liz y me ofreciste tu casa, pero creo que ya tienes bastantes problemas.

—¿Te lavarás tu ropa?

—Sí, claro.

—¿Y te harás tu cama?

—Sí, por supuesto.

—¿Sabes hacer café?

—Sí, pero…

—Entonces, no hay problema.

Ann no supo por qué había pronunciado esas palabras.

A decir verdad, había preferido que se buscara otro alojamiento. Cuando Liz le pidió que le echara una mano, su primera reacción fue negativa. De ojos azules, hombros anchos, piel pecosa y cabello rubio, casi pelirrojo, Hank parecía la personificación de todo lo que Ann detestaba en los hombres. Era demasiado atractivo. Un peligro ambulante.

Además, tenían opiniones tan diametralmente opuestas que su primera conversación terminó en debate subido de tono. Ann ni siquiera recordaba de qué habían discutido. Solo sabía que había sido por algo intrascendente, relacionado con los entremeses.

Al pensarlo, se acordó de Liz. Su amiga estaba presente cuando discutió con Hank, y se había dedicado a mirarlos con interés. En su momento, no le dio importancia; pero luego, cuando le pidió que lo alojara en su domicilio, se dio cuenta de que tramaba algo. Y acertó.

—Piensa en Hank como si fuera un proyecto —le había dicho Liz—. Tendrás varias semanas para trabajártelo.

—Liz, tengo seis niños en casa y una profesión agotadora —replicó ella—. No necesito un hombre. Necesito una niñera.

—Necesitas un hombre.

—Oh, no, a mí no me vengas con esas… Que tú estés felizmente enamorada no significa que los demás aspiremos a la misma suerte. Yo no necesito un hombre. Y mucho menos, un hombre al que le gusta la lucha libre.

—A Hank no le gusta la lucha libre.

—Bueno, quizá es el boxeo…

—Eres una cobarde, ¿sabes?

—No digas tonterías. Es que no tengo tiempo ni ganas de rehabilitar a un tipo de treinta y siete años. Ya es tarde para él.

—Eres psicóloga, Ann. Sabes que nunca es tarde para nadie.

—Nunca es tarde si quieren rehabilitarse. Pero dudo que Hank Riley tenga el menor deseo de cambiar.

—Tómatelo como si fuera un experimento. Quién sabe, hasta es posible que puedas escribir un ensayo sobre él.

—Olvídalo, Liz.

—No puedo. Ya le he dicho que se puede alojar en tu casa.

—¿Por qué has hecho eso?

—Porque supuse que no te opondrías. Nunca das la espalda a los desamparados.

—Hank tiene casa propia. Y, por lo que me has dicho de él, también tiene tantas pretendientas como una estrella de cine. No me necesita.

—Vamos, Ann…

—Está bien… Supongo que no pasará nada porque comparta habitación con Jason durante un par de semanas.

Extrañamente, su amiga no reaccionó con la alegría que Ann había imaginado. De hecho, la miró como si se sintiera culpable. Y Ann desconfió todavía más.

—¿Qué ocurre, Liz? ¿Qué es lo que no me estás contando?

—Te lo digo si no te enfadas. Además, aún estás a tiempo de echarte atrás…

—¿Qué ocurre? Suéltalo de una vez.

—Que no se trata de un par de semanas, sino de un par de meses. O quizás, de tres o cuatro meses.

Ann protestó sin convencimiento alguno. Sabía que había perdido la partida, así que intentó acostumbrarse a la idea de tenerlo en casa. Pensándolo bien, la presencia de Hank podía ser positiva para los chicos, aunque solo fuera porque les ofrecería un modelo masculino del que aprender.

Pero al verlo ahora, en la cocina, pensó que había cometido un error. Durante la boda, lo había encontrado tan molesto que había llegado a la conclusión de que se sentía incómoda por culpa de sus opiniones. Sin embargo, Hank no había dicho nada durante los últimos minutos que pudiera explicar la desconcertante aceleración de su pulso. De hecho, parecía abrumado por las circunstancias.

Ann sacudió la cabeza y echó un vistazo a lo que Hank había comprado. Había donuts, bolsas de patatas fritas, ganchitos y un montón de cosas así.

—Eso no puede estar en la casa. Tíralo a la basura —le ordenó.

Hank la miró con espanto.

—¿Que lo tire a la basura? ¿Por qué? Liz dijo que comprara comida y la he comprado…

—Has comprado comida basura, que es muy distinto. No puedo permitir que los chicos se atiborren de productos que son adictivos y malos para la salud.

—Pues no lo permitas. Me los comeré yo.

—No sabes lo que dices. No puedes traer esas cosas a la casa y esperar que no se las coman —afirmó.

—Entonces, las esconderé en mi habitación.

—¿Lo ves? Justo lo que yo te decía. Son adictivos. Eres adicto a la comida basura y ni siquiera te has dado cuenta.

—Yo no soy adicto a nada. Simplemente, me gustan.

—Oh, vamos…

Él frunció el ceño y la miró con tanta intensidad que ella retrocedió.

—Te pongas como te pongas, no lo voy a tirar a la basura.

—Muy bien, como quieras. Pero que no lo vean los chicos.

Hank sonrió.

—Trato hecho.

Su actitud era tan arrogante y desenfadada a la vez que Ann sintió el deseo casi irrefrenable de abofetearlo. Y se maldijo para sus adentros. Ella no era de las que perdían los estribos. Ella era psicóloga, una profesional que creía en la importancia de la comunicación y en la necesidad de solventar los conflictos de forma civilizada.

¿Qué demonios le estaba pasando?

—¿Algo más? —preguntó Hank.

Ella respiró hondo e intentó recordar que estaba con un amigo de Liz y de Todd. Además, su presencia sería temporal. Con un poco de suerte, se cansaría enseguida y se marcharía a otra parte.

—Ahora que lo dices, sí. La cena es a las siete, y todos ayudamos en lo que podemos.

—¿Eso es todo?

—Ni mucho menos. Aquí viven menores que no están acostumbrados a que les marquen los límites, así que necesitan normas —respondió—. Pero ya las aprenderás.

—Está bien…

Ann no esperaba que Hank se mostrara tan razonable. Y, por algún motivo, eso aumentó su irritación.

—Bueno, te acompañaré a tu dormitorio.

Antes de que pudieran recoger su equipaje, oyeron gritos procedentes del otro extremo de la casa. Ella salió corriendo y él la siguió.

—¿Aquí grita todo el mundo? —preguntó Hank por el camino.

—Solo en caso de desastre.

—¿Y los desastres son frecuentes?

Hank la miró con una mezcla de pánico y curiosidad que a Ann le pareció divertida.

—No me digas que los gritos te ponen nervioso…

—No es que me pongan nervioso. Es que gritan tan fuerte que tengo miedo de que sea malo para sus pulmones.

—Sus pulmones gozan de buena salud. Salvo en el caso de Paul, claro. Ya se ha acatarrado varias veces en lo que va de invierno.

Ann se detuvo en seco y añadió:

—Me preguntó por qué.

—¿De qué estás hablando?

—De Paul. Me pregunto por qué se acatarra con tanta frecuencia.

—Pues no lo sé, pero… ¿no crees que deberías dejar esa preocupación para otro momento? Ese grito ha sonado de lo más inquietante.

—Sí, tienes razón —Ann se puso en marcha—. Aunque supongo que será por la bañera. A veces, las cañerías se atascan y el grifo pierde agua. Imagina lo que ocurre cuando coinciden las dos cosas.

Momentos después, Ann pisó un charco y resbaló. Hank reaccionó rápidamente y la agarró de la cintura, impidiendo que perdiera el equilibrio. A ella le gustó tanto el contacto de sus manos que lamentó que la soltara.

—Quédate aquí —ordenó él—. Yo me encargaré de todo.

Ella sacudió la cabeza.

—No, ya me encargo yo…

Ann volvió a resbalar, y él dijo:

—Quédate donde estás o te romperás el cuello.

Hank se abrió camino por el agua que ya empapaba las alfombras del pasillo. Ann lo miró con enfado, pero se contuvo. Podía seguir discutiendo o podía ser práctica y ayudar.

Tras optar por lo segundo, recogió las alfombras, las llevó al exterior y regresó con un cubo y una fregona. Ya estaba recogiendo el agua cuando Hank salió del cuarto de baño con Melissa y Tommy bajo los brazos, como si fueran un par de sacos de arroz.

Al verla, dejó a los chicos con Ann y dijo:

—Voy a la camioneta, a buscar unas herramientas.

—¿Dónde está Tracy?

—Está en el cuarto de baño. Ha puesto un dedo en el grifo para que deje de salir agua —respondió con humor—. Puede que grite como una condenada, pero esa chica sabe mantener la calma en situaciones difíciles.

—Será por la costumbre. La bañera se desborda dos veces por semana.

Melissa y Tommy se pusieron a hablar al mismo tiempo, deseosos de contar anécdotas sobre las inundaciones de la casa. Hank los escuchó con atención, sacudió la cabeza y preguntó a Ann:

—¿Por qué no has llamado a un fontanero?

Ann no había llamado a un fontanero porque no tenía dinero suficiente. Pero no quería que Hank lo supiera, así que mintió.

—Pensé que lo podría arreglar yo sola.

—Pues no se puede decir que lo hayas arreglado muy bien —ironizó—. Si se sigue saliendo, se estropeará el entarimado del pasillo.

Ella apretó los dientes.

—Te recuerdo que solo eres un invitado. No necesito que vengas a mi casa y me digas lo que tengo que hacer.

—Ni yo necesito que tú me digas lo que tengo que comer.

Hank lo dijo con un tono tan encantador que la desarmó por completo.

—Está bien. Come lo que te dé la gana.

—Faltaría más.

—Pero arregla esa bañera, por favor.

—Eso está hecho.

Hank sonrió y se dirigió hacia la cocina.

—¿Adónde vas? ¿No has dicho que ibas a la camioneta? —preguntó ella.

—Sí, pero he pensado que me apetece una cerveza. ¿Quieres una? Podemos echar un trago mientras arreglamos la bañera.

—Vete al…

Él la interrumpió.

—Por Dios, Annie. Cuida tu lenguaje —dijo con sorna—. Estamos delante de los niños.

Mientras Hank se alejaba, Ann se preguntó si pegarle un tiro por la espalda sería demasiado traumático para los pequeños.

Capítulo 2

Ann estaba espantada. Siempre había sido una mujer tranquila, perfectamente capaz de controlarse. No perdía la calma, no consideraba la posibilidad de matar a un invitado y, por supuesto, no amenazaba a nadie con cuchillos.

¿Qué le estaba pasando? ¿Cómo era posible que Hank Riley tuviera ese efecto en ella?

Justo entonces, alguien le tiró de la falda. Ann bajó la cabeza y vio que Tommy la estaba mirando con inquietud. El pobre chico lo había pasado muy mal. Había pasado sus primeros años de vida en Afganistán y, aunque ya llevaba dos años con ella, se ponía particularmente nervioso en las situaciones de tensión.

—¿Quién es ese hombre? ¿Es el fontanero?

—No, no es el maldito fontanero —respondió Ann, incapaz de refrenarse.

—¡Has dicho una palabra fea! —intervino Melissa, encantada.

—Oh, lo siento… —se disculpó—. Es verdad. Es una palabra fea y no debería haberla pronunciado. Venga, id a vuestras habitaciones y poneos ropa seca.

—Pero yo quiero nadar… —protestó la niña.

—Pues no podrás nadar en una semana como no estéis en vuestras habitaciones antes de que cuente tres —dijo Ann, tranquilamente.

Melissa salió corriendo y Tommy la siguió más despacio, cojeando. Todavía no estaba totalmente recuperado de la herida que había sufrido en Afganistán, al recibir un impacto de metralla en una pierna.

—¡Ann! —gritó Tracy desde el servicio—. ¡Me estoy empezando a cansar!

—Oh, no…

Ann entró en el cuarto de baño y la encontró con el dedo puesto en el grifo roto. Hank reapareció al cabo de unos momentos.

—¿No crees que deberías cortar el agua? —dijo ella, de mala manera.

—Ya la he cortado —le informó.

—Ah… En ese caso, ya puedes quitar el dedo del grifo, Tracy.

Tracy sacudió la cabeza.

—No, no puedo.

—¿Por qué?

—Porque ahora no lo puedo sacar.

Hank se sentó en el borde de la bañera, alcanzó el jabón y frotó el dedo de Tracy, para sacárselo del grifo. Cuando lo consiguió, le secó el dedo con una toalla, lo inspeccionó para asegurarse de que no se había hecho ningún corte y dijo:

—Muchas gracias, Tracy. Si no hubiera sido por ti, habría agua por toda la casa. Has hecho un gran trabajo.

Tracy sonrió de oreja a oreja, y Ann se emocionó. Era la primera vez que la veía tan contenta. Siempre había sido una chica retraída, con dificultades para relacionarse con los demás. Pero Hank se la había ganado con un poco de dulzura y unas palabras de aliento.

—¿Estás bien, cariño? —le preguntó.

—Sí —dijo Tracy, sin dejar de sonreír—. No tengo ni un rasguño.

—Excelente… Y ahora, ¿me podrías hacer un favor?

—Claro…

—Primero, asegúrate de que Melissa y Tommy están bien y, después, intenta que Paul y David limpien la cocina. Casi es hora de cenar. Estaré con vosotros dentro de un momento.

La joven asintió, miró a Hank y preguntó con inseguridad:

—¿Te vas a quedar?

—Por supuesto. Por lo menos, hasta después de la cena —contestó con humor.

Tracy se fue y Ann fregó el suelo. No se atrevía a mirar a Hank, que seguía sentado en el borde de la bañera.

—Te has portado muy bien con Tracy —dijo al cabo de unos segundos—. Gracias.

Hank alcanzó una guía de fontanero y la introdujo por el desagüe.

—De nada… Es una niña encantadora.

—¿Niña? Será mejor que no le llames eso cuando estés delante de ella —le advirtió—. Tiene dieciocho años.