El dilema - Sherryl Woods - E-Book
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El dilema E-Book

SHERRYL WOODS

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Beschreibung

Siendo solo unas adolescentes, las amigas de Emma habían escuchado todos sus ambiciosos sueños. Diez años después, cuando volvió a Winding River como importante abogada y madre soltera, Karen, Gina y Lauren volvieron a apoyarla sin condiciones. Lo que no conseguía entender ella era por qué estaban tan empeñadas en que viera con buenos ojos al sexy Ford Hamilton, su enemigo en el juzgado. Por si no tenía suficiente con que su hija no dejara de alabar al guapísimo periodista, su propio corazón la tentaba a aceptar la proposición de Ford para que unieran sus talentos...

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2001 Sherryl Woods. Todos los derechos reservados.

EL DILEMA, Nº 63B - julio 2013

Título original: The Calamity Janes

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Publicado en español en 2003

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-3468-2

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Prólogo

La única luz que había en la cocina provenía del interior del frigorífico. Emma estaba de pie, descalza y todavía vestida con el traje de diseño y las sencillas joyas de oro que se había puesto para ir al tribunal hacía unas horas. Estaba comiendo un yogur de fresa.

–Bienvenidos a mi glamourosa vida –musitó, mientras se tomaba una cucharada de yogur sin ni siquiera saborearlo.

Eran las diez de la noche y aquella mañana había abandonado su elegante casa de Cherry Creek a las seis. Había conseguido tomarse una tostada mientras salía por la puerta y un plato de atún con centeno en el tribunal. Aquel yogur era su cena. Desgraciadamente, aquello era un día típico para su dieta diaria.

Hacía semanas desde que la última vez que había podido sentarse a la mesa con su hija de seis años para poder tomar una comida a gusto. Caitlyn estaba tan acostumbrada a comer con el ama de llaves que cuando Emma y ella hablaban por teléfono durante el día, casi nunca le preguntaba si iba a regresar pronto a casa. En parte, Emma se sentía aliviada por no tener que enfrentarse a la desilusión de la niña, pero, por otra parte, se sentía aterrada por la falta de tiempo que ella y su hija compartían, aunque sabía que lo peor era que la pequeña parecía resignada a aceptar aquella carencia.

Kit Rogers, el exmarido de Emma, no había sido tan comprensivo. Se habían casado mientras Emma todavía estaba en la facultad de derecho. En uno de los fallos inexplicables que tienen los métodos de anticoncepción, se había quedado embarazada antes de su graduación. Por alguna razón, Kit había dado por sentado que ella se convertiría en un ama de casa tradicional una vez que el bebé naciera. La carrera profesional de Kit estaba bien establecida y ganaba mucho dinero, por lo que Emma no hubiera necesitado trabajar por razones económicas.

Sin embargo, Emma se había negado. No era una de las mejores de su profesión para echarlo todo por la borda. Su determinación a encontrarse un hueco en su profesión trabajando para uno de los mejores bufetes de Denver pasó de ser una contrariedad a convertirse en un escollo en toda regla para su matrimonio.

A medida que su posición en el bufete se iba afianzando, las discusiones se fueron haciendo más frecuentes. Los esfuerzos de Kit por sabotear su carrera eran cada vez más numerosos. Cuando vio que nada funcionaba, ni siquiera la peor traición, la había abandonado amenazándola con enfrentarse a ella para conseguir la custodia de Caitlyn. El enfrentamiento en los tribunales, con los mejores bufetes de la ciudad enzarzados en una batalla legal en la que eran bandos opuestos, prometía con saltar rápidamente a los titulares de la prensa. Emma había empezado a disfrutar con el desafío.

Aquello debería haberse convertido en una señal de alarma sobre su ritmo de vida y sus prioridades, pero no fue así. Kit conoció a alguien casi inmediatamente después de su separación, por lo que se echó atrás en sus amenazas. Emma ganó el caso sin tener que acudir a los tribunales y sin tener que cambiar. Al final, le había parecido una victoria algo amarga. En aquellos momentos, Kit veía a Caitlyn menos aún que Emma, algo a lo que la niña también parecía resignada.

Mientras tiraba con furia el recipiente vacío del yogur a la basura y cerraba la puerta del frigorífico de una patada, Emma concluyó que, de hecho, Caitlyn se había visto obligada a aceptar demasiadas cosas. Había habido demasiados planes cancelados e innumerables promesas rotas.

Después de encender la luz de la cocina, tomó la invitación que había llegado aquel mismo día en el correo. El instituto en el que había estudiado en Winding River, Wyoming, estaba preparando una fiesta de antiguos alumnos. El colegio privado en el que Caitlyn estudiaba habría terminado para entonces las clases. Emma tendría la oportunidad de pasar un poco de tiempo con su hija. Además, Caitlyn tendría oportunidad de ver a sus abuelos, a sus tíos y a sus primos, unos parientes que, igual que su padre, parecían no formar parte de la vida de la pequeña. Caitlyn se merecía aquel viaje. Las dos se lo merecían. Las visitas a Wyoming habían sido escasas en los últimos tiempos debido al intenso horario de trabajo de Emma. Hacía dos años desde la última vez que habían ido.

Tomó su agenda y consultó las páginas. En todas ellas tenía citas de trabajo y apariciones en los tribunales. Sacó un bolígrafo y rodeó con un círculo la semana en la que tendría lugar la reunión y anotó que, al día siguiente, haría que su secretaria cancelara todo lo que tenía de miércoles a domingo durante aquella semana. Aunque solo faltarían unos días para las fiestas del Cuatro de Julio no podría tomarse unas vacaciones tan largas. Bueno, cinco días era mejor que nada y mucho más del tiempo libre que había tenido últimamente.

Cinco días alejada de su trabajo, de Denver... Parecía un sueño. Lo mejor de todo era que podría ver a sus queridas amigas, las indomables componentes del Club de la Amistad, que podrían hacerla reír y que le recordarían quién había sido antes de que el trabajo se hubiera convertido en una obsesión. Le vendría bien para darle algo de perspectiva a su vida, algo de equilibrio. Si había alguien que pudiera ayudarla a conseguirlo, esas eran Lauren, Karen, Cassie y Gina.

Resultaba irónico que cinco mujeres que eran tan diferentes pudieran tener tanto en común. Lauren se había convertido en una estrella de Hollywood, Karen en una ranchera, Cassie estaba pasando sus apuros como madre soltera y Gina se había convertido en una importante chef con su propio restaurante en Nueva York. A pesar de todo, compartían unas vivencias, una amistad que había capeado los malos tiempos y las ausencias. La última vez que habían estado juntas había sido en la graduación de Emma en la facultad de Derecho. Desde entonces, se habían mantenido en contacto mediante ocasionales llamadas de teléfono, mensajes de correo electrónico y tarjetas de felicitación por Navidad.

Sin embargo, aunque el contacto había sido tan esporádico, nunca habían perdido el vínculo que existía entre ellas. Esas mujeres eran sus mejores amigas y, aunque a veces hubiera descuidado su amistad, valoraba mucho la relación que tenía con ellas.

Lauren, que se había divorciado dos veces, la había escuchado en innumerables conversaciones telefónicas mientras Emma estaba divorciándose. Cassie le había proporcionado un hombro en el que apoyarse cuando Emma se había desmoronado por no tener suficiente tiempo para dedicárselo a su hija. Karen, que estaba felizmente casada, había sido un pilar para ella y le había dado consejo cuando Emma lo había necesitado. Desde el divorcio, Gina le había enviado paquetes de comida preparada por ella misma que habían alegrado a madre e hija.

Sentía tanto deseo de verlas que no le importaba el volumen de trabajo que la estuviera esperando el lunes después de regresar de Winding River. Por una vez, el trabajo no tenía importancia y podía esperar. Ella no era indispensable y tenía más dinero que tiempo para gastarlo. Que facturara menos horas de trabajo para el bufete no iba a arruinar su trayectoria profesional.

¿Quién sabía el tiempo que podría pasar hasta que volviera a tener una oportunidad como aquella? La perspectiva de ver a sus amigas era una oportunidad demasiado buena para dejarla escapar. El miedo que habitualmente sentía por tener que escuchar las lamentaciones de su madre porque no comía suficiente le hizo, por una vez, sonreír. Saber que su padre le recodaría que era maravillosa, hermosa y digna de ser amada era algo que necesitaba escuchar desde su divorcio. Aunque la ruptura había sido lo mejor, aunque su marido se había comportado como un canalla, aquel divorcio había sido un golpe para la autoestima de Emma. Ella nunca había esperado fracasar en nada.

Estaba tan encantada con la decisión que había tomado que no pudo esperar a decírselo a Caitlyn. Ya se imaginaba la sonrisa que iluminaría el rostro de su hija. Desgraciadamente, también podría visualizar las dudas que la pequeña tendría a la hora de creerse que el viaje fuera realmente a realizarse.

–No te defraudaré, hija –se juró, mientras apagaba la luz y se dirigía al despacho que tenía en su casa, en el que solía trabajar durante una hora más antes de irse a la cama–. Esta vez no.

Aquel viaje iba a suponer unos días de relación y de diversión con su familia y sus amigas. Nada iba a interferir. Nada en absoluto.

I

Ford Hamilton miraba la pantalla del ordenador en el que estaba preparando la edición semanal del Winding River News. Había un hueco en el que iba a colocar el artículo principal. Como era la primera edición que preparaba desde que había adquirido el periódico, quería una noticia llamativa para llenar ese espacio, algo que hiciera que los habitantes del pueblo se sentaran y leyeran con atención.

–Bueno, jefe, ¿quieres que vaya a entrevistar a las personas que están preparando la reunión de antiguos alumnos para ver quién va a venir y lo que va a ocurrir? –le preguntó Teddy Taylor.

Teddy tenía dieciocho años y quería llegar a ser un buen fotógrafo. Iba a hacer prácticas con Ford durante aquel verano y trataba de conseguir que una de sus fotos llegara a la primera página. En un periódico que tenía un presupuesto tan limitado que Ford tenía que hacer todo, hasta la ayuda de un estudiante en prácticas era bienvenida.

Ford suspiró. Una reunión de antiguos alumnos no era la clase de noticia que él había imaginado para la primera página. Había trabajado en las duras noticias de grandes ciudades, en las que los artículos que competían por la primera página tenían que ver con política, corrupción y otros delitos similares. En Winding River no había mucho de aquello. Era un tranquilo pueblo de Wyoming en el que ocurrían muy pocas cosas. Esa era precisamente la razón de que hubiera elegido aquel lugar. Estaba cansado de perseguir a gente sin escrúpulos, por no decir de las continuas discusiones con los editores sobre cómo debía aparecer una historia sobre el papel. Tal vez, y solo tal vez, estando a su cargo podría confeccionar un periódico que importara a la comunidad.

Desgraciadamente, las mismas cosas que lo habían atraído a aquel lugar, como la paz y la tranquilidad, estaban abortando sus planes para crear una buena impresión con su primera edición. Por fin había comprendido lo que significaba tener falta de noticias y le daba la sensación de que lo que había sido una semana sin noticias podría convertirse en un año.

Sin embargo, aquello no significaba que tuviera que recurrir a llenar la primera página de su periódico con algo como una reunión de antiguos alumnos, aunque fuera lo único que tuviera. La semana de antes de la reunión haría un listado de los actos que se habían preparado y luego enviaría a un fotógrafo cuando llegara el momento. Un desplegable en las páginas centrales sería más que suficiente.

Eso significaba que seguía con un hueco en blanco para la edición de aquella semana. No podía contar con que ocurriera un accidente o un robo de ganado antes de que tuviera que cerrar la edición. Después de pasarse veinte minutos analizando las posibilidades, Ford tuvo que resignarse. Aquella maldita reunión era lo más emocionante que tenía. Tal vez encontrara algo que le diera importancia a una noticia tan floja.

–Teddy, ¿qué te parece si vas a entrevistar al sheriff? –sugirió–. Pregúntale cómo será el dispositivo de seguridad que va a preparar, especialmente porque he oído que una actriz va a estar en el pueblo ese fin de semana. Quiero saber si va a pedir refuerzos en caso de que tenga problemas para controlar a las masas.

–¿Controlar a las masas? –preguntó Teddy, boquiabierto–. ¿Aquí en Winding River?

–Lauren Winters es muy famosa desde que ganó un Oscar esta primavera –explicó Ford, lamentado que su predecesor hubiera anunciado la asistencia de la estrella–. Si se extiende el rumor de que va a estar aquí, todos los periódicos del mundo van a enviar un fotógrafo. Mientras estás en ello, comprueba si se han reservado todas las habitaciones del hotel. Los paparazzi siempre se ponen algo nerviosos si no pueden estar cerca de la noticia. Si no hay nada disponible, serán capaces de dormir en sus coches delante de su casa o de donde se aloje. Pregúntale a Ryan si está preparado para eso.

–¿Hablas en serio? ¿Me vas a dejar entrevistar al sheriff?

Ford contuvo una sonrisa al ver las ganas de trabajar que mostraba el joven, especialmente cuando el sheriff era su tío. Había muchas posibilidades de que Ryan Taylor dictara la historia tal y como quería que apareciera en el periódico. Normalmente, Ford no habría dejado aquella entrevista a un periodista con tan poca experiencia, pero Teddy tenía que empezar en algo y aquella historia era tan buena como la que más.

–Adelante. Tienes dos horas para hablar con él. Escribe el artículo y dámelo. Quiero que esta edición salga a tiempo. El antiguo dueño solía mostrarse muy relajado con la fecha de salida del periódico. Yo no voy a hacerlo.

–Entendido –dijo Teddy. Entonces, se marchó corriendo, grabadora en mano.

Ford volvió a suspirar. ¿Había sido él alguna vez tan joven? ¿Habría tenido en alguna ocasión tanta energía? No es que a la edad de treinta y dos años se considerara viejo, pero después de un mes se estaba adaptando muy rápidamente al lento ritmo de vida de Winding River. Ya no se levantaba al alba ni trabajaba doce horas al día. Y se tomaba más tiempo del necesario en el restaurante de Stella para hablar con los habitantes del pueblo.

Al principio, había recibido con alborozo la oportunidad de cambiar por aquello el ritmo acelerado de vida primero de Atlanta y luego de Chicago. Tomarse la vida con más calma había sido una de las razones por las que había buscado un periódico que estuviera en venta en un lugar tranquilo antes de que el ritmo acelerado de vida le provocara un ataque al corazón. Además, esperaba casarse y tener un par de hijos. Quería tener algo más que una profesión. Quería vivir.

Se había pasado un par de años utilizando sus vacaciones para buscar una pequeña comunidad que estuviera en expansión y que tuviera un periódico que importara a sus habitantes, en el que sus editoriales y sus artículos pudieran tener un impacto en la vida de aquellas personas. Se había sentido atraído a Wyoming por la belleza del paisaje y por los cambios que estaba sufriendo tras haber sido descubierta por los famosos. La zona iba a sufrir un fuerte desarrollo, lo que prometía cambios para el medio ambiente y para su modo de vida.

Todo lo que había deseado siempre se había hecho realidad al visitar Winding River y tras hablar con el antiguo dueño del periódico, habían sellado el trato con un apretón de manos durante el invierno. Unos meses después, Ford estaba a punto de publicar la primera edición de su propio periódico, aunque contaba con unos recursos muy limitados.

Sabía lo suficiente de las pequeñas ciudades para saber que tenía que avanzar con cautela. Los cambios siempre se contemplaban con cierta sospecha. Irónicamente, aquella había sido la razón por la que Ford había abandonado su ciudad natal en Georgia y se había marchado a Atlanta después de terminar sus estudios. Se había dado cuenta de lo mucho que cuesta que la gente cambie en un lugar tan pequeño.

Al final, había terminado por darse cuenta de que las cosas no eran muy diferentes en la gran ciudad, especialmente cuando tenía que enfrentarse a la burocracia de su propio periódico antes de conseguir que le publicaran algunos de los artículos más duros. En Chicago, le había pasado otro tanto de lo mismo. Había sufrido una batalla constante entre las presiones del departamento de publicidad y la independencia editorial.

Todavía estaba encontrando su sitio en Winding River. Estaba tratando de conocer a los pesos específicos de la comunidad. Escuchaba a todo el mundo que tenía algo que decir sobre cómo se dirigía la ciudad o cómo creían que debía ser.

En un futuro próximo se avistaban cambios. El centro del pueblo era una prueba palpable de ello. Se había abierto una nueva y elegante boutique al lado del viejo almacén de ropa vaquera. Había poderosos todoterrenos aparcados al lado de las tradicionales furgonetas pickup. Se vendían regalos muy caros al lado de la tienda de piensos y había modernas avionetas aparcadas al lado de las que utilizaban para fumigar las cosechas.

El anterior dueño del periódico, Ronald Haggerty, se había quedado en el pueblo lo suficiente para presentar a Ford a todo el mundo y recomendarle ante las autoridades cívicas. Entonces, se había jubilado y se había marchado a Arizona. A partir de entonces, Ford había estado solo.

Ya estaba empezando a formular ciertas opiniones que estaba deseando imprimir, pero era demasiado pronto. Tenía que esperar a tener el artículo adecuado, la historia adecuada que demostrara a todo el mundo que el Winding River News y su nuevo dueño tenían la intención de participar en todos los aspectos de la vida del pueblo. Necesitaba un bombazo para llenar la primera página.

Hasta aquel momento de su vida, Ford Hamilton se había considerado un hombre de suerte. Si esto seguía siendo así, no dudaba de que tendría la historia que buscaba muy pronto.

–¿De verdad voy a aprender a montar a caballo? –le preguntó Caitlyn por décima vez mientras madre e hija se marchaban el miércoles de Denver.

–El abuelo ha dicho que te enseñaría, ¿no?

–¡Estoy tan emocionada! –exclamó la niña, saltando de alegría–. Nunca he montado a caballo.

–Ya me lo has dicho antes –contestó Emma, secamente.

–¿Y cuántos primos has dicho que tengo?

–Cinco. Ya conociste a algunos de ellos la última vez que estuvimos aquí.

–Entonces, yo solo era un bebé. Tenía cuatro años. Se me ha olvidado.

–Bien, pues está Jessie...

–¿Cuántos años tiene Jessie?

–Seis, igual que tú.

–¿Crees que ya sabe montar a caballo? –preguntó Caitlyn muy preocupada–. ¿Se reirá de mí?

–No sé si sabe montar ya, pero el abuelo no le dejará que se ría de ti.

–¿Y quién más hay? –quiso saber la niña, más satisfecha.

–Está Davey, Rob, Jeb y Pete.

–Son todos chicos –dijo Caitlyn, muy desilusionada–. Y son todos más pequeños que yo, ¿no?

–Efectivamente.

–Pero Jessie y yo seremos amigas, ¿verdad?

–Estoy segura de ello. Os lo pasasteis muy bien la última vez que estuvisteis juntas, cuando vinimos hace dos años. Hacíais meriendas con vuestras muñecas, jugabais juntas y hacíais galletas con la abuela.

–¿Vamos a llegar pronto? –preguntó la niña, cada vez más emocionada.

–Dentro de media hora. Tal vez menos.

–¿Y qué hora es?

–Las doce y media.

–Cuando la aguja grande esté aquí y la pequeñita este aquí abajo, ¿verdad? –observó la niña, tocando el reloj que había en el salpicadero del coche.

–Exactamente.

–Creía que la abuela había dicho que comeríamos a las doce –comentó la niña, muy preocupada–. ¿Empezarán a comer sin nosotros?

–No, cielo. No creo que coman sin nosotros. Llamé a la abuela para decirle que salimos algo más tarde, ¿te acuerdas?

–Porque tuviste que ir a tu despacho –dijo la niña–. Aunque estamos de vacaciones.

–Hasta el lunes –prometió Emma.

–Entonces, ¿cómo es que tu teléfono no deja de sonar?

Emma suspiró. No dejaba de sonar porque no lo había desconectado. Marcharse del despacho era una cosa, pero desconectar el teléfono móvil otra muy distinta. Podría haber emergencias, preguntas de sus colegas, crisis que no podían esperar...

–No te preocupes –le dijo a su hija–. No sonará muy a menudo. No dejaré que interfiera con nuestros planes.

Como para demostrar que estaba equivocada, el teléfono móvil empezó a sonar en aquel mismo instante. Tras disculparse con la mirada ante su hija, Emma respondió al teléfono.

–Rogers.

–¿Es usted la abogada más famosa de Denver, la que solo se ocupa de los casos más dificultosos del universo?

Emma sonrió.

–Hola Lauren, ¿dónde estás?

–Estoy sentada a la mesa con tu familia, esperando que llegues aquí. Nos estamos poniendo algo impacientes. Yo, por una vez, estoy muerta de hambre y no me van a dejar que coma nada hasta que vosotras aparezcáis por la puerta. ¿Dónde estáis?

–En las afueras del pueblo, a un kilómetro más o menos del rancho. Dile a mi madre que ponga la comida en la mesa y que sirva algo de beber.

–Ya lo ha hecho. La he ayudado yo.

–¿Se impresionó mi familia porque una actriz tan famosa los estuviera ayudando a poner la mesa?

–Creo que no –comentó Lauren, entre risas–. Rob me ha manchado mi blusa de diseño cuando estaba escurriendo los guisantes, pero solo es un bebé. Por eso lo he perdonado.

–Menos mal. No creo que el padre de Rob se pueda permitir comprarte una blusa igual. Seguramente cuesta más de lo que él gana en un mes.

–Más o menos –afirmó Lauren–, por eso le he dicho que me la comprarías tú. Tú sí que te la puedes permitir.

–Supongo que es una suerte que esté a punto de aparcar delante de la casa, para que pueda proteger mis intereses personalmente –bromeó Emma.

En cuanto dio el giro que la colocaba delante de la puerta principal, empezó a oír los gritos de alegría que anunciaban que los niños habían visto el coche.

Mientras aparcaba, miró a Caitlyn y vio que la pequeña contemplaba atónita cómo todos sus primos, a excepción del menor, salían corriendo de la casa, seguidos por los hermanos menores de Emma y de sus esposas, de Lauren, que seguía con el teléfono en la mano, y de los abuelos.

La niña de repente se mostró muy tímida y cuando su abuela abrió la puerta del coche, se aferró a su madre. Negándose a dejarse llevar por el desaliento, la madre de Emma le tocó suavemente la mejilla.

–Me alegro tanto de que hayas venido a visitarnos –dijo–. Tu abuelo y yo te hemos echado mucho de menos.

–¿De verdad? –preguntó Caitlyn, muy sorprendida.

–Claro que sí. ¿Te gustaría venir conmigo para ver la sorpresa que tu abuelo te tiene preparada? Está en el establo.

–¿Puedo ir, mamá? –quiso saber la pequeña, volviéndose hacia Emma

–Pensé que todo el mundo tenía muchas ganas de comer –comentó Emma, mirando a Lauren.

–No importa. Estoy segura de que puedo resistirlo –replicó esta, con una exagerada mueca que despertó la sonrisa de Emma.

–¡Qué buena actriz eres, amiga! –exclamó ella– Claro que puedes ir, Caitlyn –añadió, soltando a la pequeña–. ¿Qué es esa sorpresa tan grande, mamá?

–Ya lo verás. Yo no pienso decir nada.

–Mientras las dos se iban de la mano, seguidas muy cerca por todos los primos, Emma se acercó a sus hermanos y se abrazó a ellos. Estos le recriminaron que hubiera pasado tanto tiempo desde la última vez que fue a Winding River.

–Dejadla en paz –dijo su cuñada Martha–. Ahora está aquí y eso es lo que importa. Vamos a aprovechar cada minuto de tu estancia aquí, Emma.

–De eso puedes estar segura –apostilló Lauren, mientras se acercaba a ella para abrazarla–. Pareces cansada.

–He estado mucho tiempo conduciendo.

–No tanto –replicó Lauren, mientras la acompañaba al interior de la casa.

En el comedor, la mesa estaba puesta para una gran celebración.

–Y tienes ojeras que no se forman de la noche a la mañana. Yo lo sé perfectamente. Soy una experta en lo que la falta de sueño puede hacer al rostro de una persona. Por suerte para ti, también soy experta en los trucos de maquillaje que logran disimularlo. Cuando vayamos al baile que se ha organizado para el sábado, estarás estupenda. Los hombres caerán a tus pies.

–Estoy aquí para ver a mis amigas, no para buscar un hombre –le recriminó Emma–. Además, contigo cerca, nadie me dedicará a mí ni una mirada.

–Espera a que termine de arreglarte –observó Lauren–. Nunca se sabe cuándo una mujer va a encontrar al hombre perfecto. No podemos correr el riesgo de que le des un susto de muerte.

–No creo que tengamos que preocuparnos por eso. Hay muy pocos hombres perfectos en Winding River –comentó Emma, mirando a sus hermanos–, sin contar los presentes, claro. Esa fue una de las razones por las que me marché, ¿te acuerdas?

–Yo soy optimista –declaró Lauren, alegremente–. En diez años pueden cambiar mucho las cosas. Por ejemplo, el acné suele desaparecer, ¿verdad, Matt? –añadió, dándole un codazo a uno de los hermanos de Emma.

Matt frunció el ceño y decidió ignorar aquella pregunta.

–Por supuesto –replicó Martha, en lugar de su marido–. No solo eso. Ahora se puede tomar un capuccino en el pueblo. Por supuesto, la mayoría de la gente sigue yendo al restaurante de Stella, como siempre. Las cosas más refinadas suelen ser para los turistas.

–¿Que ahora tenemos turistas? –preguntó Emma, incrédula–. ¿Y qué vienen a ver?

–El verdadero ambiente del Oeste –le contestó su hermano Wayne, secamente–. Por supuesto, mientras vienen a ver el genuino Oeste, no pueden prescindir de lo que suelen tomar en el Este, pero, ¿qué le vamos a hacer? Está inyectando muchos dólares a la economía del pueblo.

–Al final, acabará destruyéndonos. Acordaos de lo que os digo –auguró Matt, con expresión sombría–. Y ese editor de periódico va a ser el responsable.

–Ford Hamilton es un buen tipo –le recriminó Martha–. Dale una oportunidad.

–¿Para qué? ¿Para que estropee este lugar con sus modernas ideas de gran ciudad? –le espetó él–. Os garantizo que va a ser el primero en pedir que se liberalice la tierra para que puedan adquirirla un buen montón de avariciosos especuladores. Winding River terminará por unirse con Laramie si no tenemos cuidado.

En aquel momento, la madre de Emma y todos los demás entraron en el comedor.

–Ya está bien, Matt. Deja al menos que tu hermana coma algo antes de que le cuentes todos los malos augurios que se ciernen sobre Winding River. Ese tipo de cosas son malas para la digestión.

A pesar de todo, Emma tuvo que escuchar durante el almuerzo los cambios que se habían producido en el pueblo en los últimos años y que, según Matt, no habían sido para mejor. También le contaron muchas cosas sobre ese tal Ford Hamilton, cuyas dos primeras ediciones del periódico habían sido la comidilla de Winding River.

–Ha quitado las columnas locas que Ron llevaba escribiendo desde hacía años –se quejó Matt.

–Todos los de por aquí ya saben lo que hacen los demás –argumentó Martha–. No era necesario que lo leyéramos en el periódico. Además, a mí me parece guapísimo. Ya iba siendo hora de que alguien tan interesante y tan disponible se viniera a vivir aquí.

–¿Y a ti qué te importa eso? Tú estás casada conmigo –protestó Matt.

–Eso no significa que esté muerta –replicó ella–. Además, un hombre como Ford Hamilton podría ser lo que convenciera a Emma para que se viniera a vivir aquí otra vez.

–¡Un momento! –exclamó ella–. No entres en ese terreno. Ni estoy buscando un hombre, ni pienso venir a vivir aquí. No te se ocurran esas locuras, Martha... Ni a ti ni a nadie.

–Bueno, todos tenemos derecho a soñar –comentó su madre–. Yo, por ejemplo, creo que sería maravilloso si al menos te lo pensaras.

–No la presiones –le dijo el padre–. Acaba de entrar por la puerta.

–¡Un momento! Tú tienes tantas ganas de que vuelva como yo –replicó la madre–. Por eso has comprado ese poni.

–¿Qué poni? –preguntó Emma.

–Esa era la sorpresa –contestó Caitlyn, con los ojos llenos de felicidad–. El abuelo me ha comprado un poni.

–Se suponía que eso tenía que ser un secreto hasta después del almuerzo, cielo –comentó el padre de Emma, con una sonrisa.

–¡Ah, sí! Se me olvidó...

–No importa, tesoro. Alguien tenía que decírmelo –replicó Emma, aunque le dedicó una mirada de reproche a su padre.

–Cuando tú tenías su edad, tenías tu propio poni –afirmó el hombre.

–Pero yo vivía aquí –replicó Emma. Entonces, decidió dejar el tema. Iba a estropear el almuerzo si empezaba a discutir con su padre durante la comida.

–Volvamos a Ford Hamilton –sugirió Martha, diplomáticamente.

–Si, es mejor –afirmó Lauren–. Si a Emma no le interesa un editor guapísimo, tal vez me interese a mí.

–Muy bien –le recriminó Wayne–. Como si tú sí que fueras a venirte a vivir aquí.

–Nunca se sabe –dijo Lauren, tan seriamente que todos la miraron fijamente.

–¿Lauren? –preguntó Emma, mirándola con curiosidad. Aquella era la primera vez que le parecía que su amiga mostraba cierto desencanto hacía su glamouroso estilo de vida.

–No me hagáis caso –comentó Lauren, mientras se levantaba de la mesa–. Bueno, tengo que marcharme corriendo. Le prometí a Karen que iría a su rancho esta tarde y que le echaría una mano con los caballos.

–Esa sí que es una fotografía que les gustaría tener a todos los periódicos –bromeó el padre de Emma–. Millie, ¿dónde está mi cámara? Probablemente podría conseguir suficiente dinero con una sola foto como para comprarme dos toros.

–No creo que quieras hacerlo, papá –le advirtió Emma–. Tendría que aconsejarle a Lauren que te demandara.

–Como si yo fuera a demandar a alguien que es como un padre para mí –replicó Lauren, mientras le daba un beso al hombre en cada mejilla.

–¿Quién hubiera dicho que una de las amigas de Emma iba a ser una de las bellezas más famosas del mundo entero? –comentó él, sonrojándose por los besos–. Todavía me acuerdo de cuando llevabas trenzas y jugabas con el barro al lado del establo.

–Esa sí que es una fotografía que le encantaría tener a todos los periódicos –dijo Wayne–. Y creo que sé dónde está.

–En el álbum –le recordó Matt, sonriendo por primera vez desde que Emma había llegado–. ¿Quieres que vaya por ella? Podríamos compartir los beneficios.

–Si lo haces, eres hombre muerto –le advirtió Emma–. Yo también salgo en esa foto. Si Lauren no te mata, lo haré yo –añadió. Entonces, se dio cuenta de que su madre tenía lágrimas en los ojos–. ¡Mamá! ¿Qué te pasa?

–Es que estoy tan contenta de volveros a tener alrededor de esta mesa, peleándoos como solíais hacer entonces... Y a ti también, Lauren. No os imagináis lo mucho que he echado de menos no tener a mi familia al completo bajo el mismo techo.

–Te prometo que vendré a casa más a menudo, mamá –susurró Emma, sintiéndose culpable.

–Eso es lo que dices ahora, pero cuando regreses a Denver, te sumergirás de nuevo en tu trabajo y, antes de que te des cuenta, habrán vuelto a pasar dos años.

–Te prometo que no será así, mamá...

Sin embargo, sabía que su madre tenía razón. Sería incapaz de impedir que ocurriera. Su profesión la marcaba irremediablemente. Ser la mejor de su clase la había condicionado para querer convertirse en la mejor de su bufete. Quería ser la primera abogada en la que la gente pensara para los casos importantes de Denver. Había fracasado en su matrimonio. Estaba descuidando a una hija y a una madre, pero sería alguien en su profesión. Los hombres se sacrificaban por sus carreras constantemente y a nadie le parecía mal. ¿Por qué debería ser diferente para una mujer? Al menos, le serviría de ejemplo a Caitlyn para demostrarle que una mujer podría conseguir lo que quisiera en un mundo diseñado para hombres.

Cualquier persona le preguntaría que a qué coste. Incluso la propia Emma se lo preguntaba de vez en cuando en la oscuridad de la noche. Hasta aquel momento, no había podido encontrar una respuesta satisfactoria. ¿La encontraría alguna vez?

II

Ford no había tenido la intención de acercarse a la reunión de antiguos alumnos del instituto de Winding River.

Como no tenía ningún otro empleado, le había pedido a Teddy que se encargara de la cobertura y le había dado una cámara. Teddy se había puesto muy contento.

–Asegúrate de tomar unas buenas fotos de Lauren Winters –le recordó al adolescente–. Todo el mundo va a querer ver cómo la gran estrella se digna a reunirse con unos provincianos.

El sarcasmo de Ford era inconfundible, incluso para Teddy.

–No creo que Lauren sea así –dijo el muchacho, frunciendo el ceño–. Mi tío Ryan dice que es estupenda. Era la chica más lista de su clase y él me ha dicho que entonces era muy seria. Nadie hubiera esperado que se convirtiera en actriz.

–Lo que sea –replicó Ford, sin prestar ninguna atención a la enfervorizada defensa que había llevado a cabo el muchacho–. Limítate a hacer las fotos. Seguramente sabes mejor que yo quién es importante.

–Eso espero. Mi tío Ryan me ha dado una lista. Conoce a todo el mundo. Hay una señorita que se llama Gina y que es dueña de uno de los mejores restaurantes de Nueva York...