El espíritu de la venganza - Varios autores - E-Book

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Varios autores

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Beschreibung

Genji es un seductor. Su apostura y sensibilidad cautiva los corazones de las damas más distinguidas de la corte de Heian. No es casualidad que se lo conozca como el «príncipe resplandeciente». Una luz arrebatadora que deslumbra un día a Rokujō. Rokujō, una dama madura y distinguida, es la viuda del tío del príncipe Genji, aunque esto no es impedimento para que entre ambos surja un idilio apasionado que, sin embargo, tendrá un final abrupto. Será entonces cuando las dulzuras del amor den paso al demonio de los celos.

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Seitenzahl: 157

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Índice

Personajes principales

Capítulo 1

El príncipe resplandeciente

Capítulo 2

La dama de la sexta avenida

Capítulo 3

Amores prohibidos

Capítulo 4

La afrenta

Capítulo 5

Exorcismo

Galería de escenas

Historia y cultura de Japón

Notas

© 2023 RBA Editores Argentina, S.R.L.

© Álvaro Marcos por «El espíritu de la venganza»

© Juan Carlos Moreno por el texto de Historia y cultura de Japón

© Juan Venegas por las ilustraciones

Dirección narrativa: Ariadna Castellarnau y Marcos Jaén Sánchez

Asesoría histórica: Gonzalo San Emeterio Cabañes y Xavier De Ramon i Blesa A

sesoría lingüística del japonés: Daruma, servicios lingüísticos

Diseño de cubierta y coloreado del dibujo: Tenllado Studio

Diseño de interior: Luz de la Mora

Realización: Editec Ediciones

Fotografía de interior: Tsukioka Yoshitoshi /Wikimedia Commons: 104; Bnf/Wikimedia Commons: 107; Bnf/Wikimedia Commons: 112; Wikimedia Commons: 115.

© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S. L. U., 2025

Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

www.rbalibros.com

Primera edición en libro electrónico: septiembre de 2025

REF.: OBDO600

ISBN: 978-84-1098-494-3

Composición digital: www.acatia.es

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). Todos los derechos reservados.

PERSONAJES PRINCIPALES

GENJI — joven príncipe de la corte de Heian, nacido de los amores del emperador con una cortesana de rango muy inferior. Apodado el «príncipe resplandeciente» por su singular belleza y numerosos talentos, es un seductor incorregible.

KIRITSUBO — antigua favorita del emperador y madre de Genji. Falleció cuando su hijo tenía tan solo tres años, víctima de la depresión en la que la sumieron las envidias y críticas de la corte.

KOKIDEN — esposa consorte del emperador y madre del heredero y futuro emperador. Siente por el resplandeciente Genji el mismo odio que sintió por su madre, a la que consideraba una advenediza.

AOI — hija del poderoso ministro de la Izquierda. Cuatro años mayor que Genji, es casada con él a tierna edad. Fría y orgullosa, padece en silencio las continuas aventuras amorosas de su esposo.

ROKUJŌ — viuda del difunto príncipe Zenbō y tía de Genji. Mujer de extraordinaria inteligencia y exquisito gusto, se enamora perdidamente de su sobrino, siete años más joven que ella.

FUJITSUBO — hermosa dama de alta alcurnia a la que el emperador convierte en su favorita tras la muerte de Kiritsubo por su gran parecido físico con ella.

TŌ NO CHŪJŌ — hermano de Aoi y amigo y compañero de correrías de Genji.

AKIKONOMU — hija de Rokujō y futura sacerdotisa del templo de Ise.

EL PRÍNCIPE RESPLANDECIENTE

odo en el palacio imperial de Heian, la Capital de la Paz y la Serenidad, había sido dispuesto con mimo para la ceremonia de iniciación del joven príncipe. El propio emperador, cosa insólita, se había encargado de supervisar personalmente los detalles del acontecimiento, temiendo que sus cortesanos no pusieran en ello el celo debido. Al fin y al cabo, la difunta madre del muchacho, aunque hija de un consejero áulico, no había pertenecido en vida a los más altos rangos de la nobleza. Eso no había impedido que el mandatario, prendado de su belleza, se enamorara perdidamente de ella y la convirtiera en su favorita. La historia había levantado gran revuelo en su día. Sus ecos aún perduraban. Ser bendecida con el amor y la predilección del emperador había supuesto en último término la condena de la hermosa Kiritsubo. La corte era un laberinto de pasiones y envidias. Las damas de mayor rango la habían mortificado con su desprecio; sus iguales, con su rencor. A tal punto se convirtió en el blanco de invectivas, intrigas y falsedades que, a pesar de contar con la protección del dignatario, la joven se sumió en una profunda tristeza que fue consumiéndola hasta arrebatarle la vida.

Poco antes de fallecer, sin embargo, la favorita del emperador le había dado un hijo. Un vástago excepcional cuya hermosura y extraordinarias cualidades no habían dejado de crecer y desplegarse, año tras año, cual si fuera una flor. La más bella flor de Heian. El muchacho, de doce años, competía en gracia y talento con los más reputados músicos y bailarines de la corte, nadie recitaba como él los clásicos chinos y aventajaba con mucho en los estudios a todos los jóvenes nobles de su edad. Los dioses parecían haberle concedido además un don especial para la poesía. Su tierna figura y sus gestos poseían ya un encanto y una desenvoltura tan naturales que resultaba imposible no sentirse hechizado por ellas. Hasta la poderosa Kokiden, consorte del emperador, madre de su primogénito, y aquella que más había martirizado en vida a Kiritsubo, había terminado rendida a los encantos del joven, que a partir de aquella jornada recibiría el nombre adulto de Minamoto no Genji.

Ocultando parcialmente su rostro tras el abanico, Kokiden miraba ora al homenajeado, ora al emperador, visiblemente emocionado. El dignatario pugnaba por mantener la compostura cuando el secretario del Tesoro principió a cortar ritualmente los cabellos del muchacho y los oscuros rizos comenzaron a caer silenciosamente, uno tras otro, al suelo. En ese momento, también la consorte sintió una punzada en el pecho, pues Kokiden sabía que lo que agitaba el corazón de su esposo en aquella hora solemne no era solo la escena que tenía frente a sus ojos, sino los muchos y agridulces recuerdos que evocaba en él. Al fin y al cabo, la belleza de Genji, cada día más arrebatadora, era una réplica varonil de la de su madre. Viéndolo, resultaba imposible que quienes la habían conocido no pensaran en ella. Por eso, la consagración pública del joven príncipe como miembro de pleno derecho de la corte y su esplendor todavía incipiente pero ya manifiesto suponían a su modo una victoria póstuma de la infortunada Kiritsubo, cuyo recuerdo se cernía sobre el palacio como un espectro en aquella jornada.

Kokiden agitó su abanico, contrariada. La difunta, pensó, se había cobrado venganza perviviendo a su alrededor encarnada en rasgos ajenos. No solo los de su hijo. Un par de años atrás, lo único que había logrado sacar al emperador del estado de profunda melancolía en que se había sumido tras la muerte de su favorita había sido la noticia de la existencia de una joven de alcurnia, hija de un difunto emperador, extraordinariamente parecida a la fallecida. El dignatario no había dudado en traerla a la corte y en convertirla en su esposa. Fujitsubo —tal era el nombre de la bella sustituta— había pasado a convertirse en la nueva favorita, para irritación de Kokiden.

La consorte fijó ahora su ladina mirada en su nueva rival, sentada tras el emperador, pero muy próxima a él. Fujitsubo no era una presa tan fácil como Kiritsubo, pues su linaje era superior y, a diferencia de su predecesora, contaba con poderosos protectores. Kokiden se consoló pensando que también ella había de padecer en aquella hora la fantasmal presencia de Kiritsubo, verdadero amor del emperador y de la que Fujitsubo no era, se dijo, sino un remedo, una vulgar copia. Un pálido reflejo en un estanque de aguas enturbiadas por el recuerdo de tiempos mejores.

Cortados sus cabellos, el joven Genji fue vestido con unas calzas nuevas, de adulto, encargadas por el propio emperador y bordadas en oro. Al verlas, Kokiden se enfureció y maldijo para sí a su esposo, pues eran aún más fastuosas que las que el dignatario había regalado en su día, en la misma ceremonia, a su primogénito, el príncipe heredero. ¿Había el mandatario de seguir ofendiéndola a través del muchacho y su predilección por él como la había ofendido con su madre?, caviló indignada, mientras volvía a agitar con fuerza el abanico, pues el calor a la hora del Mono1 resultaba sofocante.

Vestido ya como un hombre, Genji descendió al patio, donde aguardaba toda la corte, para la ceremonia de acción de gracias. El joven no dejaba traslucir ningún nerviosismo, muy al contrario, parecía haberse acostumbrado ya, a tan tierna edad, a ser el centro de todas las miradas. También la del emperador, quien había temido la llegada de aquel día, pues en su fuero interno lo consideraba apenas un niño y, como todo padre, se resistía en el fondo a ver a su hijo, tan puro a sus ojos todavía, transformado en adulto, tanto como se resistía a aceptar su propia e incipiente vejez. Al contemplar al príncipe descender los escalones, el mandatario hubo de admitir, sin embargo, que sus temores respecto a sus propias sensaciones eran infundados, pues Genji resplandecía más que nunca con sus nuevos atavíos y en sus hechuras se atisbaba ya el gallardo varón en que habría de convertirse dentro de poco tiempo. Su estampa lo llenó de orgullo.

Tras la ceremonia llegó el momento del banquete y el homenajeado ocupó su lugar entre el resto de los príncipes imperiales. La atmósfera solemne se relajó entonces, más aún con la llegada del sake y los músicos, quienes, concluidos los ritos, interpretaron ahora piezas populares de ritmos más vivos.

Pero la política nunca cesaba en la corte. Aprovechando la distensión, a un discreto gesto del emperador, el ministro de la Izquierda se acercó un momento hasta Genji y le susurró al oído unas pocas palabras. Empleó sin embargo un lenguaje tan oblicuo y sutil, tan propiamente cortesano, que el muchacho no logró captar del todo el mensaje y se sintió algo turbado y confuso. Cuanto pudo desentrañar fue que el asunto tenía que ver con la hija del propio ministro, Aoi, quien, cuatro años mayor que él, parecía estar ya al cabo de lo que acontecía y, a juzgar por su ceño fruncido y su renuencia a establecer siquiera contacto visual con el príncipe, no parecía estar muy complacida con cualesquiera fueran los propósitos de su padre. La joven, por la que el propio príncipe heredero había mostrado interés tan solo unos meses más atrás, no acababa de comprender cómo era posible que su padre prefiriera casarla con aquel bastardo imberbe en lugar de con el futuro emperador. ¿O es que no la consideraban digna, a ella, de tal honor?

Las intrincadas maniobras palaciegas, sin embargo, no eran siempre legibles a primera vista ni por todos los ojos. No obstante, si algo probaba la voluntad del ministro de la Izquierda de unir a su hija con Genji era la formidable proyección que auguraba al muchacho una de las más poderosa de cuantas rancias y nobles familias rodeaban al emperador y regían los destinos del imperio desde la rutilante capital.

Con otro gesto sutil, el emperador conminó al ministro a tratar más adelante con él el asunto del matrimonio, ya en privado. En cuanto al joven Genji, pronto olvidó las palabras del funcionario y su atención abandonó a la altiva Aoi para buscar entre la colorida multitud de rostros y atuendos de gala a su madrastra. Mas, como venía sucediendo de un tiempo a esta parte, también Fujitsubo rehuyó su mirada, lo que entristeció momentáneamente al muchacho en mitad del festejo. El príncipe siempre había sentido adoración por ella, un embeleso avivado desde muy temprano por cuantos afirmaban lo mucho que Fujitsubo se parecía a su difunta madre, a la que Genji apenas había conocido y de la que solo guardaba un borroso recuerdo, de modo que ambas figuras femeninas habían terminado por fundirse en su mente de un modo fantasioso y confuso.

—No seas arisca con el muchacho —le había dicho el emperador a Fujitsubo tiempo atrás, consciente él también de la devoción del pequeño Genji por su predilecta y de la turbación que esa fijación provocaba en ella—. A veces yo mismo creo estar viendo a su pobre madre cuando te miro… No lo juzgues con dureza y trátalo con afecto, es tan solo un niño.

Fujitsubo había hecho un esfuerzo por complacer al mandatario. Pero Genji había empezado a dejar de ser un niño. Y su madrastra principiaba a detectar algo diferente en sus miradas, algo de lo que el propio muchacho tal vez no fuera consciente del todo todavía, como tampoco lo era su padre, pero sí la destinataria de su atención. Ella y, cómo no, la observadora más aguda e implacable de toda la corte, la consorte Kokiden, quien en algún momento había llegado a albergar la esperanza de convertirse en la tutora del joven prodigio y quien ahora empezaba a ver en él un potencial rival para su hijo, el heredero aparente, y un nuevo motivo para detestar a Fujitsubo, vencedora finalmente tanto en el corazón del padre como en el del hijo.

Ajenos todavía a aquella maraña de recelos y enfrentamientos soterrados, los jóvenes príncipes departían cortésmente entre ellos, sentados en el tatami y rodeados de sus pares. Distanciados por pocos años, todos hacían un esfuerzo por mostrarse maduros y se expresaban en tono erudito y sentencioso sobre la calidad de los poemas que habían sido leídos durante el convite y sobre la interpretación de los músicos. Llegado el momento de recibir los regalos del emperador, sin embargo, el entusiasmo de la niñez que tanto fingían haber dejado atrás los volvió a poseer y corrieron hacia la galería del jardín sin etiqueta alguna, armando gran bullicio.

Allí, para regocijo de sus mayores y del propio mandatario, descubrieron con entusiasmo varias bandejas, cestas y cajas chinas llenas de ricas prendas, ornamentos y vituallas. Entre todos los obsequios, destacaba un excepcional uchiki de seda púrpura, destinado a Genji, quien lo recibió con gran emoción.

—Aguarda, pues tengo algo más para ti —dijo sonriendo el mandatario.

Cuando dio una palmada, un sirviente que había estado esperando escondido tras el cobertizo apareció tirando de las riendas de un caballo blanco como la nieve, una de las mejores monturas de los establos reales.

Todos los presentes quedaron asombrados por el formidable obsequio, incluido el príncipe heredero, quien no pudo reprimir una mueca de envidia.

—¡Padre! —exclamó el joven Genji, agradeciendo efusivamente toda la atención recibida.

El mandatario, cerrando los ojos y dejándose llevar por sus sentimientos, besó sus negros cabellos recién cortados y perfumados, procurando fijar en su recuerdo, con todos sus matices, aquel instante tan feliz como fugaz. Pues sabía que su hijo muy pronto centraría sus atenciones y afectos entre las mujeres de la corte.

L a estancia principal de la reformada mansión de Nijō,2 abierta al gran jardín, rezumaba una densa mezcla de diferentes y delicados aromas. Completamente concentrado en su labor, Genji maceraba esencias a partir de un rico muestrario de ingredientes ordenadamente dispuestos sobre un gran tablón de cedro: espliego, lavanda, jazmín, azahar, cortezas de distintas maderas, canela, sándalo, almizcle chino y un sinfín de plantas y sustancias que, sabiamente mezcladas y destiladas, componían las exclusivas e inconfundibles fragancias que distinguían al joven príncipe y que anunciaban su presencia antes incluso de su llegada. Él mismo se ocupaba de su elaboración. En el lustro largo que había transcurrido desde su puesta de largo oficial como adulto, el hijo de Kiritsubo se había convertido en el verdadero árbitro de la elegancia de Heian. Su apostura y su distinción le habían valido el sobrenombre de «príncipe resplandeciente». Allí donde iba, a su paso por salones, corredores y vergeles despertaba siempre un coro de suspiros anhelantes. No había dama en el palacio imperial ni en cuantas mansiones se alzaban en las nueve señoriales avenidas de la capital que no bebiera los vientos por él. Todas, a excepción de una: su esposa.

Aoi no había dejado de castigarlo con su indiferencia desde que ambos se unieran en matrimonio a instancias del ministro de la Izquierda y del propio emperador. Al principio lo hacía por considerar a su esposo poco más que un chiquillo; después, cuando el príncipe creció, transformándose en el varón galante y deseado que era hoy, por orgullo y despecho ante sus primeros escarceos y aventuras, aventuras que, sin embargo, ella misma había alentado en sus inicios con su fiera indiferencia.

En el transcurso del último año, además, el emperador había nombrado a Genji capitán de la guardia imperial y, aparte de concederle en palacio los aposentos que había ocupado su madre, había hecho que renovaran la maltrecha mansión en la que Genji había vivido con su abuela siendo muy pequeño, hasta el día en que el mandatario había reclamado su presencia en la corte.

Genji solía pasar más tiempo en el palacio del emperador y en el suyo que en el de su familia política,3 algo que enervaba todavía más a Aoi, pero que no parecía molestar a su padre, venerable ministro de la Izquierda, ni al resto de su familia, pues atribuían aquella conducta a la juventud del príncipe, al que por otra parte todos adoraban. Tal era el caso de Tō no Chūjō, hermano mayor de Aoi, casado a su vez con una hija del ministro de la Derecha, y quien, a pesar de ser cinco años mayor que Genji, había trabado con el príncipe una estrecha amistad, pues ambos compartían afición por las artes —eran los mejores bailarines y músicos de la corte— y por la vida indolente y licenciosa.

Embebido en su alquímica labor, Genji rastreó su variado repositorio en busca de un elemento faltante pero clave en su fórmula, del que solo empleaba una dosis extraordinariamente pequeña, pero no lo halló.

—¿Buscas esto? —dijo a sus espaldas una voz jovial y socarrona, y el príncipe, sacado de su ensimismamiento, se volvió dando un respingo.

Allí, recortada contra el gran marco de la puerta corredera abierta y bañada por la luz de la mañana, había aparecido la esbelta y viril figura de Tō no Chūjō. El joven, algo más alto y corpulento que Genji, iba ataviado con una llamativa túnica verde, ribeteada en plata, y portaba en la mano una cesta que, era evidente, había arrebatado a la sirvienta, que miraba el suelo, avergonzada, detrás de él. El canasto de mimbre contenía varios recipientes cilíndricos con pétalos de jazmín, empleado en la elaboración de perfumes femeninos. Genji había olvidado que el pedido había de llegar aquella mañana.

Su apostura y su distinción le habían valido el sobrenombrede «príncipe resplandeciente».

—¿Qué dirán las damas de la corte cuando se descubra que el secreto del célebre perfume del príncipe resplandeciente son estas notas femeninas? —dijo, entrando en la luminosa estancia y depositando el cesto junto al resto de los ingredientes con una paródica reverencia.

Lejos de ofenderse, Genji sonrió. Estaba prendado de la vitalidad rebosante de Tō no Chūjō y su presencia le resultaba casi siempre tan grata como estimulante.

—Creo que sabrás guardar el secreto, del mismo modo que yo guardaré el tuyo —replicó.

—¿Qué secreto? —respondió desconcertado el recién llegado.

—¿Dónde has pasado la noche? —preguntó Genji—. Salta a la vista que no has dormido todavía, y menos aún en casa. Esas bolsas bajo los ojos y ese brillo en la mirada te delatan.

Pillado con la guardia baja, Tō no Chūjō prorrumpió en una carcajada.

—Nada escapa a tu escrutinio, ¿no es así? —dijo.

—¡No es mi escrutinio el que debería preocuparte! —respondió Genji, antes de añadir en tono cómplice—: ¿Puedo asumir que el largo asedio surtió efecto finalmente?

Tō no Chūjō, que llevaba un tiempo cortejando discretamente a la hija de un gobernador de segundo rango —la cual había opuesto más resistencia de la prevista a sus encantos—, sonrió con picardía.