La hija de las nieves - Varios autores - E-Book

La hija de las nieves E-Book

Varios autores

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Beschreibung

Una pérdida terrible cambiará para siempre a la joven Oyuki, humillada y abandonada en un lugar recóndito por orden del poderoso señor a quien servía y a quien amaba. De aquella dócil muchacha nada queda ya. Ahora dominan en ella poderes extraños e incontrolables que la han transformado por completo. Una noche, en plena ventisca de nieve, se topa con Minokichi y su viejo tío, Mosaku, una pareja de leñadores que se muestran amables y considerados con ella. ¿Qué sentimientos provocará en Oyuki este encuentro? ¿Tornará a ser quién fue o su destino aciago es ya inapelable?

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Seitenzahl: 164

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Índice

Personajes principales

Capítulo 1

El rapto de Oyuki

Capítulo 2

El abrazo de las nieves

Capítulo 1

Las montañas malditas

Capítulo 4

El viento del pasado

Capítulo 5

El corazón de los hielos

Galería de escenas

Historia y cultura de Japón

Notas

© 2023 RBA Editores Argentina, S.R.L.

© JavierYanes por «La hija de las nieves»

© Juan Carlos Moreno por el texto de Historia y cultura de Japón

© Diego Olmos por las ilustraciones

Dirección narrativa: Ariadna Castellarnau y Marcos Jaén Sánchez

Asesoría histórica: Gonzalo San Emeterio Cabañes

Asesoría lingüística del japonés: Daruma, servicios lingüísticos

Diseño de cubierta y coloreado del dibujo: Tenllado Studio

Diseño de interior: Luz de la Mora

Realización: Editec Ediciones

Fotografía de interior: Wellcome Collection gallery/Wikimedia Commons: 106; Saigen Jiro/ Wikimedia Commons: 109; Flow in edgewise/ Wikimedia Commons:111; MIKI Yoshihito/ Wikimedia Commons: 113; National Institutes for Cultural Heritage (Japón): 116

© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S. L. U., 2025

Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

www.rbalibros.com

Primera edición en libro electrónico: marzo de 2025

REF.: OBDO593

ISBN: 978-84-1098-487-5

Composición digital: www.acatia.es

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). Todos los derechos reservados.

PERSONAJES PRINCIPALES

OYUKI — joven sirvienta de la esposa del gobernador de la provincia de Shinano, una provincia situada en las tierras altas centrales de la mayor isla de Japón. Es una hermosa muchacha huérfana que fue acogida en la residencia del gobernador cuando era una niña, y no ha conocido otro hogar.

MINAMOTO NO NOBUKANE — hijo único del gobernador de la provincia de Shinano, joven y apuesto, y su futuro heredero.

MINAMOTO NO YORINOBU — padre de Nobukane y gobernador de Shinano. Es un hombre serio acostumbrado a que se cumplan sus órdenes y nadie lo contradiga.

MINOKICHI — joven leñador. Vive en una solitaria cabaña en las faldas de las montañas de Hida, en la provincia de Shinano. Se dedica a talar árboles y partir leña para venderla por las aldeas del valle.

MOSAKU — leñador anciano, tío de Minokichi, su padre adoptivo y maestro. Ambos viven juntos en su cabaña de las montañas de Hida.

YUKI-ONNA — o «hija de las nieves». Yō k a i que tiene atemorizada a la gente que habita en las poblaciones cercanas a las montañas de Hida, en cuyas zonas nevadas se cree que mora.

EL RAPTO DE OYUKI

as más altas cumbres estaban siempre cubiertas de blanco, pero hasta aquella noche no habían empezado a caer los copos en los valles de la provincia de Shinano. Kuraokami, un dios de las lluvias y de la nieve, celebraba el comienzo de su reinado invernal con la primera nevada. Ahora bien, lo hacía tímidamente, como cuestión de cortesía. El divino dragón de las nieves correspondía a las ofrendas de los humanos con un mero aviso para permitirles el acopio final de alimentos y de leña antes de que el grueso manto gélido oprimiese el paisaje.

En la suntuosa residencia del gobernador de Shinano,el ajetreo de la jornada había quedado atrás, y todos dormían plácidamente bajo la gentil nevisca. Flotaba en la quietud el suave aroma del incienso que procedía de la estancia de la esposa del gobernador, quien gustaba de practicar los rezos en el silencio de la noche antes de retirarse a su lecho. El perfume embriagador de las fragancias y el murmullo de las oraciones adormecía a todas las criaturas que poblaban los jardines, grandes y pequeñas, e incluso se diría que acunaba el fino polvo blanco de los cielos según se depositaba mansamente sobre la faz del mundo.

Aquella noche, sin embargo, algo vino a alterar la exquisita armonía del escenario, pues no todos dormían en la morada del gobernador Minamoto no Yorinobu. Dos centinelas apremiaban el paso por una de las veredas intentando al mismo tiempo arrancar el menor rumor a la grava del suelo, con sigilo. Alejándose de la ronda habitual, se dirigían al dormitorio de las sirvientas, a cuyo entarimado ascendieron asegurándose de que las tablas no crujían bajo sus pies. Lentamente deslizaron las mamparas de madera para entrar en la estancia y se acuclillaron en la oscuridad junto a la menor de las tres jóvenes que dormían sobre lechos de paja trenzada, una muchacha llamada Oyuki. Cruzaron una mirada para concertar su acción y, como resultado, uno tapó la boca de la sirvienta mientras el otro la inmovilizaba.

Despertada de su sueño por la agresión, la joven Oyuki se revolvió asustada, momento en el cual la ropa se pegó a su abdomen, revelando el vientre abultado de un embarazo incipiente, pero ya innegable. Por instinto, trató de arquear el cuerpo para protegerse la barriga, pero los asaltantes le atraparon las piernas y el cuerpo en un fuerte abrazo para impedirlo. No pudo ella más que resoplar contra la mano que le oprimía la boca, al tiempo que se agitaba como un pez fuera del agua mientras los captores sacaban las cuerdas y los paños que llevaban ocultos y con rápida diligencia la amordazaban, la ataban de pies y manos y le colocaban una capucha. Solo cuando tuvo la certeza de que no podía oponer resistencia, la muchacha comenzó a sollozar sordamente.

Los captores se pusieron en pie, sosteniéndola entre sus fuertes brazos, aunque tuvieron que detenerse un instante cuando una de las otras sirvientas emitió un leve murmullo y cambió de postura. Como a continuación siguió durmiendo sin más, ajena por completo a lo que sucedía, los hombres acarrearon a su prisionera fuera de la estancia. Corrieron a su espalda la mampara con el mayor sigilo dejando la habitación de nuevo en calma.

El lejano rumor de las plegarias se había apagado ya. Bajo la muda caída de la nieve apenas se distinguían los quejidos de Oyuki, que se habían transformado en un llanto ahogado. Su cuerpo se estremecía de terror mientras sus captores la cargaban hasta los caballos que aguardaban a la sombra de la muralla del recinto, junto al portón principal. A lomos de un tercer corcel iba montado un jinete con nobles ropajes, estampa altiva y el rostro oculto tras un embozo, que vigiló impasible cómo los secuestradores subían a Oyuki a una de las monturas y luego abrían el portón.

Los tres salieron de la residencia sobre los caballos, cabalgando al paso, discretamente, hasta que se internaron en el bosque que se extendía más allá de la muralla. Una vez alcanzaron una distancia suficiente para que el ruido no alarmase a nadie, azuzaron a los animales y se lanzaron a todo galope por un sendero que culebreaba entre los robles hacia las nieves perennes que coronaban las aserradas cumbres de las montañas de Hida.1

El viaje duró casi toda la noche, sin que la tapada Oyuki pudiese hacer otra cosa que rogar por su vida al Buda Amida. No se atrevía a revolverse por temor a que cualquier movimiento en falso la derribara desde lo alto del caballo, porque una caída de tal suerte pondría en peligro la vida del bebé que llevaba en sus entrañas. Sus captores no intercambiaban ni una palabra, por lo que le era imposible hacerse una idea de qué destino le esperaba. Se daba cuenta, eso sí, de que los caballos remontaban cuestas más y más empinadas, mucho más que una mera pendiente que luego volverían a bajar o incluso una colina, por lo que podía suponer que la estaban llevando a algún lugar de las altas montañas. Muy osados debían de ser para atreverse a hollar aquel territorio sagrado, a donde los lugareños solo acudían para practicar el culto en pequeños santuarios que asomaban entre los abrigos rocosos, siempre exponiéndose a un encuentro fortuito con los espíritus que allí moraban, según se decía.

Al final de una travesía que a la joven le pareció interminable, los caballos se detuvieron. La desmontaron y la cargaron para después depositarla en un suelo de madera, dentro de un lugar que resonaba secamente, como cerrado, quizás una cabaña, a juzgar por el sonido de los pasos. Un frío intenso le recorrió el cuerpo, temía el filo letal de un cuchillo abriéndole la garganta, o aún peor, la barriga. Sin embargo, en lugar de eso, una mano la liberó de la capucha. Entonces se encontró con lo que menos esperaba: delante de ese rostro que tan bien conocía, unos ojos enmarcados por el embozo que se acababa de retirar para descubrirse y que se clavaban en ella. El responsable de su secuestro era el único hijo del gobernador de la provincia: Minamoto no Nobukane, su amante, el padre de su bebé.

La cabaña era un antiguo refugio de pastores, modesto y abandonado por no ser aquella una zona de paso. Simplemente un albergue a resguardo de la intemperie para quien se perdía por aquellos montes en los que no convenía merodear, o para quien sufría algún contratiempo en el camino y se veía obligado a compartir la noche con los espíritus de la roca y los arbustos, pues a aquella gran altura sobre los valles los árboles ya no crecían. Sus constructores originales la habían adosado a una pared rocosa para protegerla del viento dominante, aunque, a cambio, su tejado, no demasiado sólido, se veía obligado a soportar el peso de la nieve que se deslizaba por el risco. Fuese como fuere, la techumbre aún no había cedido y ofrecía un cobijo razonable en terreno tan inhóspito.

Los dos guerreros que habían arrebatado a la muchacha de su dormitorio aguardaban fuera, junto a los caballos. En el interior, Nobukane prendía un fuego para caldear la única y pequeña estancia de la choza bajo la atenta mirada de Oyuki, quien lo observaba en silencio arrebujada contra una esquina en una manta que su amante le había proporcionado. Aunque se sentía mucho más aliviada, los motivos de preocupación no habían desaparecido, pues la joven aún tenía la cabeza llena de preguntas sobre aquella repentina y forzosa excursión que él aún no le había justificado. Y mientras Nobukane recolocaba la leña sobre las llamas para que no sofocara la incipiente fogata, mantenía un gesto serio y contenido, tras el cual escondía el tiento con que estaba midiendo las palabras que iba a emplear para explicar lo sucedido y las razones que lo justificaban.

—Mi padre lo sabe —declaró por fin en grave tono.

Ella abrió la boca tentada de hablar, mas en un primer envite no dijo nada. Se limitó a acariciar su vientre abultado bajo la manta. No era preciso que Nobukane aclarara a qué se refería.

Por un momento, la seriedad del rostro de Nobukane le había recordado su primera reacción, cuando le hubo revelado la noticia sobre su estado. Las facciones de él se habían quedado heladas en un rictus de estupefacción, pero de inmediato se tornaron en una ancha y franca sonrisa. Se había mostrado entusiasmado con la idea de que su hijo creciera en el seno de la mujer a la que amaba, y le había prometido a Oyuki que no tardaría en llegar el momento en que no tendrían que ocultar más su amor, que ella ocuparía el lugar que le correspondía junto a él. La joven, que no olvidaba que él era el hijo del señor y ella, una simple sirvienta, se había sentido la mujer más afortunada del mundo, pues si bien sabía que no era desacostumbrado que los señores de la nobleza engendrasen vástagos ilegítimos en las jóvenes de las clases inferiores, Nobukane no era como los demás; su amor era sincero, y honestas sus intenciones hacia ella.

—Lo habría sabido de todos modos —se atrevió finalmente a murmurar, resaltando lo que era evidente pero que aun así habían dejado de afrontar durante demasiado tiempo.

Nobukane volvió la cabeza hacia ella con expresión ceñuda, arrojó al fuego el madero que sostenía y se acercó para mirarla de frente a los ojos.

—Una de las sirvientas advirtió tu estado e informó a mi madre —explicó él—. Y esta a mi padre. A sus oídos ha llegado que lo nuestro no es algo pasajero, sino que pretendo hacerte mi esposa. El gobernador es un hombre dominante. No le gusta que nada suceda sin su conocimiento, a sus espaldas, porque son esa suerte de acontecimientos los que pueden provocar que sus designios se desarrollen de un modo diferente a como él tiene previsto. Y puede llegar a ser muy duro, implacable, cuando se trata de devolver las cosas a lo que tiene en su cabeza por el recto camino, es decir, lo que exige su voluntad.

La mirada de Oyuki permanecía expectante, asustada. Un madero chisporroteó en el hogar, dejando escapar un siseo. Nobukane prosiguió:

—He tenido que sacarte precipitadamente de allí en cuanto lo he sabido. No había tiempo ni ocasión para explicaciones. De lo contrario, mi padre podría haber enviado a su guardia. —Tragó saliva con un gesto de angustia que pareció arrebatarle la capacidad de la palabra.

Mirándolo atentamente, la joven se había quedado pálida:

—¿No pretenderás que me quede aquí, en medio de la nieve?

—Es un lugar seguro. Nadie frecuenta estos parajes. Solo será por unos días. Necesito tiempo para hablar con mi padre y hacerlo entrar en razón. Es un hombre inteligente. Sabe lo que le conviene. Soy su único hijo. Cuando comprenda que no hay otro modo de que su herencia permanezca en la familia que concederme este deseo, pues de lo contrario moriré sin descendencia, entenderá que no puede oponerse. No te amará como a una hija, pero tendrá que aceptarte quiera o no quiera.

Oyuki intentó imbuirse de esperanza, sin embargo, le resultaba difícil conseguirlo. Las palabras de Nobukane resultaban tranquilizadoras, pues transmitían la determinación de su amado de que nada ni nadie se interpusiese en el futuro que ella había soñado para sí y para su hijo; si bien para alcanzar ese sueño aún debería superar un difícil trance. Paseó la vista a su alrededor. La cabaña estaba desnuda de toda comodidad, de cualquier aderezo que infundiese un poco de calor hogareño, a excepción de la fogata. Puesto que ni siquiera había entablado, era de esperar que tendría que dormir sobre el suelo de tierra, duro y frío. Al menos la construcción parecía resistente y sólida, sin grietas por las que pudiera colarse el viento gélido de las cumbres. Pensó que no era oportuno quejarse del peligro de los animales y de los espíritus de las montañas. Al fin y al cabo, Nobukane tenía por delante una misión no menos arriesgada que la suya: convencer a su estricto padre de que consintiera en el matrimonio. Así que finalmente se esforzó por entregarle una sonrisa a Nobukane, una sonrisa en la que trató de imprimir coraje. Él correspondió con el mismo gesto y le acarició la mejilla. El semblante de Oyuki se iluminó con la hermosura limpia e inocente que tanto había cautivado al heredero desde la primera vez que posó los ojos en ella.

—Nada debes temer —añadió él, reconfortándola—. Te dejaré provisiones de sobra y todo lo necesario para el tiempo que hayas de permanecer aquí. Uno de mis hombres se quedará contigo para protegerte de todo mal. Guardará durante la noche y dormirá de día. Apenas notarás su presencia. Confía en mí.

Nobukane selló su promesa con un abrazo, que ella recibió como el dulce presagio de los tiempos mejores que habrían de llegar en cuanto su amado lograse vencer la resistencia de su padre. Y sin más demora, Nobukane partió a todo galope con uno de los guerreros.

Oyuki se echó de inmediato en busca del descanso. Todos sus temores se habían disipado. Fuera crepitaba con fuerza el fuego que el centinela había encendido frente a la cabaña. Agotada como estaba por la intensidad de lo sufrido aquella noche, y aletargada por la serenidad de sentirse a salvo, apenas tardó unos instantes en conciliar el sueño.

Despertó a media mañana de un día luminoso, a juzgar por las brillantes y finas pinceladas que los rayos del sol dibujaban a través de los tablones que cerraban el único ventanuco. Se levantó al instante y salió al exterior, dispuesta a agradecerle al guardia su vigilancia y a indicarle que ya podía descansar. A poca distancia de la puerta quedaban los rescoldos humeantes de la fogata, pero el guerrero no estaba allí, ni tampoco su caballo. Oyuki pensó que debía de haber ido a hacer una ronda por los alrededores, quizás con el propósito de recolectar algunas bayas en las tierras algo más bajas.

De pie ante la cabaña se arropó en su frazada, respiró hondo y miró a su alrededor. El paisaje se veía envuelto en un manto de nieve nueva, pero se había abierto un cielo azul radiante, solo perturbado por algunos flecos blancos que las nubes habían dejado en su retirada hacia las altas cumbres. La cabaña se situaba en un angosto tajo abierto entre las rocas en una ruta natural que ascendía desde los valles de levante en dirección a las cimas montañosas de poniente. Frente al risco que protegía la pequeña edificación, una pendiente corta y muy pronunciada, adornada con algunos arbustos, terminaba al pie del cantil en el lado opuesto. Entre ambos discurría un estrecho cauce horadado en el suelo rocoso que debía de servir como torrentera durante el deshielo, pero que ahora estaba cegado por la nieve.

A la espera de que su guardián retornase, decidió aprovechar el tiempo para hacer más agradable su improvisado hogar. En el saco que Nobukane le había dejado encontró un puchero y otros útiles para cocinar y comer, una cantidad generosa de arroz y mijo, zanahorias, berenjenas, rábanos, cebollas e incluso pescado seco; una variedad que no la haría echar de menos la cocina con que la residencia del gobernador alimentaba a los sirvientes, y en raciones más que suficientes para varias semanas. Satisfecha con el hallazgo, distribuyó las provisiones y los enseres por el reducido espacio de la estancia con la voluntad de darle la mejor apariencia.

Luego salió afuera y se llegó hasta los arbustos que reposaban como fantasmas blancos bajo la nieve. Sacudió uno de ellos, arrancó una rama frondosa y regresó a la cabaña, donde la utilizó para barrer del suelo el polvo y los cuerpos de insectos muertos. Terminada esta labor, y con cuidado de no fatigarse ni sobrecargar su vientre, se dedicó a retirar la nieve acumulada en el frente de la choza para dejar el acceso franco.

Con estas menudas tareas estuvo ocupada hasta el atardecer. Y habría sido un día por lo demás apacible y sin incidentes de no ser por lo que ya se insinuaba como algo más que un hecho inquietante: el guardián que Nobukane había apostado seguía sin dar señales de vida. ¿Tan negligente era aquel hombre en el desempeño de su deber que descuidaba a su protegida durante toda una jornada? Oyuki no quería alarmarse. Prefería pensar que habría algún motivo razonable que explicara aquella inesperada ausencia. Quizás se había entretenido por el camino o había calculado mal el tiempo necesario para el regreso. Pero su ánimo se volvió notablemente más sombrío cuando cayó la noche sin que el guardia apareciese. Intentaba alejar de su pensamiento lo peor, que hubiera tenido un accidente, que lo hubiera atacado un oso o se hubiera despeñado por un precipicio, o tal vez que se hubiera extraviado. Tumbada lo más próxima que pudo a la fogata del interior, cerró los ojos con fuerza y se enterró entre las mantas para obligarse a caer dormida de inmediato, para que todo aquello pasara lo más deprisa posible.