El susurro de las olas - Destinada a ti - Sherryl Woods - E-Book
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El susurro de las olas - Destinada a ti E-Book

SHERRYL WOODS

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Beschreibung

El susurro de las olas Últimamente, Samantha Castle prefería estar en la costa de Carolina del Norte con su familia, que en Nueva York con representantes y actores. Aunque se había prometido no dejar que Ethan Cole influyera en su decisión de cambiar sus antiguos sueños por otros nuevos, cada vez le resultaba más difícil ignorar sus sentimientos por él. Ethan había perdido algo más que la integridad física en Afganistán. Había perdido su fe en el amor. A pesar de estar rodeado de parejas decididas a ser felices para siempre, no pensaba abrir a nadie su cansado corazón… El hechizo de un beso Willa Davis estaba intentando poner orden entre unos cachorritos cuando Keane Winters entró en su guardería para mascotas. Necesitaba que cuidara de su gata ipso facto. Sin embargo, a Willa no le hizo ninguna gracia tener que echarle una mano a un tipo que ni siquiera se acordaba de ella… Sobre Keane había recaído la responsabilidad de cuidar a la gata de su tía abuela, y estaba desesperado por encontrar quien pudiera hacerse cargo de ella. Pero, aunque estaba seguro de que no había visto nunca a la impresionante Willa, parecía que esta estaba enfadada con él…

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 152 - junio 2022

 

© 2013 Sherryl Woods

El susurro de las olas

Título original: Sea Glass Island

 

© 1990 Sherryl Woods

Destinada a ti

Título original: Tea and Destiny

Publicados originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2016 y 2015

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Tiffany y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-1105-757-8

Índice

 

Créditos

El susurro de las olas

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Epílogo

Destinada a ti

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

 

 

Queridas amigas,

La mayoría de nosotras hemos terminado por aceptar que nuestros sueños cambian con el transcurso de la vida. A veces esto es producto de la madurez y de las nuevas experiencias vitales. A veces nos vemos simplemente forzadas a aceptar una dura y nueva realidad.

 

Ese es el caso tanto de Samantha Castle como de Ethan Cole en El susurro de las olas. Pero mientras Ethan ha abrazado su nueva vida dirigiendo una pequeña clínica de urgencias en la costa de California del Norte, Samantha continúa luchando por enfocar de una manera nueva su futuro. Ella sabe que la carrera de actriz con la que antaño había soñado no resulta ya tan exitosa y satisfactoria como había esperado. Como las lectoras saben ya a estas alturas, Sand Castle Bay es el lugar perfecto para revisar objetivos y ambiciones. Y gracias a un pequeño empujón de su abuela, también ha sido el lugar ideal para que las hermanas Castle descubran el amor.

 

Espero que disfrutéis con este capítulo final de la trilogía de las hermanas Castle y que la historia de Samantha os recuerde que a menudo hay un nuevo e inesperado sueño esperándonos a la vuelta de la esquina, con tal de que abráis vuestro corazón a las nuevas posibilidades.

 

Con mis mejores deseos,

Sherryl Woods

 

Capítulo 1

 

Samantha hundió la cuchara en el cubo de helado de cereza y suspiró mientras lo sentía derretirse en su boca. Los placeres culpables como aquel eran lo único que la mantenía en pie en aquellos días. Una buena dosis de helado significaba la esperanza de que su carrera como actriz pudiera remontar. Una actitud positiva que la había ayudado a capear tiempos duros en el pasado, al fin y al cabo.

Aunque eso cada vez estaba resultando más difícil de creer. Últimamente, el silencio de su teléfono había resultado ensordecedor. Durante la última primavera, había conseguido un papel menor en un programa de televisión de máxima audiencia que se filmaba en Nueva York, pero que no le había reportado otras oportunidades a pesar del entusiasmo mostrado por el director y de los productores. Los programas de otoño habían empezado a rodarse, pero ella no había recibido ninguna de las prometidas ofertas de trabajo, ni siquiera para minúsculas apariciones.

Hacía semanas que no recibía una sola llamada para hacer anuncios. Si no hubiera sido por su trabajo como camarera en un lujoso restaurante del Upper East Side, se habría visto en la más grave situación económica que había enfrentado desde que llegó a Nueva York cerca de quince años atrás. Aun así, ya había tenido que echar mano de sus ahorros.

Aunque su hermana Gabriella le había organizado una fantástica campaña de publicidad en primavera, sus efectos se habían agotado en cuestión de semanas, que no de meses, y en aquel momento, una vez más, iba cuesta abajo. Había agotado su lista de contactos. Pero con todo lo que estaba pasando por la vida de Gabi en aquellos días, a Samantha no le había parecido bien pedirle más asesoría gratuita en publicidad. Gabi se estaba acostumbrando a su nueva vida como madre soltera y esforzándose por arreglarse con el muy paciente hombre de su vida, quien había aceptado posponer su boda hasta después de la de su hermana Emily, que se celebraría dentro de unas pocas semanas.

Siempre optimista, Samantha había sobrevivido a más de un momento difícil desde que llegó a Nueva York recién salida del instituto, como una jovencita fresca e ilusionada. Aquel último periodo de abstinencia, sin embargo, era el peor que podía recordar. Sobre todo cuando se presentaba acompañado de las miradas compasivas de las otras actrices que aspiraban a los mismos papeles. Su antaño expansivo y siempre generoso representante había empezado a esquivar sus llamadas para luego despedirse. Su sustituto, aunque entusiasta, no había conseguido ningún resultado prometedor.

Samantha tenía treinta y cinco años, y seguía siendo hermosa, pero su mejor momento ya lo había dejado atrás. Papeles que antaño habrían sido suyos con solo pedirlos iban a parar ahora a mujeres de veintipocos años. Pero, al mismo tiempo, no era lo suficientemente mayor para el pujante sector de las actrices maduras. No había suficiente optimismo en el universo que pudiera compensar aquella dura realidad.

Cuando sonó el teléfono, se lanzó a descolgarlo, lo que hablaba bien de lo desesperada que estaba. No le gustó la sensación.

–Hola, Samantha. Me alegro de haberte encontrado –dijo su hermana pequeña, Emily, como si localizarla en su casa fuera una rareza y no algo cotidiano en aquellos días–. Tenemos que hablar. Ahora que Gabi ya ha tenido el bebé, es hora de que nos pongamos serias sobre mi boda. Está a la vuelta de la esquina.

A pesar de su humor más bien sombrío, Samantha se sonrió.

–¿Sabe Boone que no siempre fuiste tan en serio con lo de la boda? –bromeó–. Recuérdamelo otra vez, ¿para cuándo era? ¿Para qué momento del año que viene?

–Muy graciosa. Queda menos de un mes.

–¿Tan pronto? –se burló Samantha.

–¿Pronto? Los preparativos han durado una eternidad. ¿Cuánto tiempo estuvimos separados Boone y yo? Años y años. Necesitamos compensar el tiempo perdido.

Era maravilloso oír el entusiasmo de la voz de Emily, pensó Samantha mientras se esforzaba por no envidiarla. Boone y ella se merecían aquella felicidad tan largamente postergada.

–¿Cuándo vendrás a Carolina del Norte? –le preguntó Emily–. Tienes que hacerte otra prueba de vestido, aunque no hayas ganado ni un gramo. Es más bien una muestra de solidaridad con Gabi, que todavía sigue luchando con el sobrepeso del embarazo. Y está la fiesta premamá que darán Gabi y la abuela, y luego el ensayo de cena. Estoy pensando que necesitaremos una lluvia de regalos, una noche solo de chicas. Este va a ser el mejor verano que habrán tenido nunca las hermanas Castle en Sand Castle Bay.

–No me lo perdería por nada del mundo –le aseguró Samantha–. Al fin y al cabo, ¿no fui yo la que predijo el pasado agosto que Boone y tú ibais a volver juntos?

–Sí, demostraste una gran percepción, pero no sería la primera vez que te ofrecen algún irresistible papel en el último momento y me dejas tirada. Me estoy acordando de mi fiesta de graduación en la universidad…

–Bueno, jamás te dejaría tirada el día de tu boda –la tranquilizó Samantha.

La probabilidad de que le saliera un gran papel era abismalmente pequeña. Además, nunca le fallaría a Emily después de haberle prometido que haría de dama de honor. El hecho de que Emily se lo hubiera pedido había constituido toda una sorpresa. Su relación siempre había estado teñida por algún tipo de rivalidad entre hermanas que ella nunca había llegado a comprender del todo, pero Emily parecía estar esforzándose sinceramente por olvidarla.

–Pasado mañana saldré para el sur –le dijo a su hermana, sin mencionarle que su boda le proporcionaba la excusa perfecta para abandonar Nueva York durante aquellos deprimentes días de la canícula veraniega–. Estaré allí para cualquier cosa que necesites.

–¿Te traerás a alguien contigo? ¿El tipo de la cadena de televisión o el productor? He perdido la cuenta.

–Sinceramente, yo también –admitió Samantha–. Pero no hay nadie a quien quiera tener a mi lado en una ocasión tan importante como la boda de mi hermana pequeña.

Hubo una leve vacilación al otro lado de la línea, hasta que Emily preguntó, tímida:

–¿Ni siquiera Ethan Cole?

El corazón de Samantha sufrió un pequeño y previsible vuelco.

–¿Por qué diablos habría de llevar a Ethan? Esa es una historia vieja. Ni siquiera es historia, ahora que lo pienso. En aquel tiempo, él ni siquiera reparaba en mi existencia.

–¡Ajá! –exclamó Emily, triunfante–. Sigues sintiendo algo por él. Yo le dije a Gabi que estaba segura. Ella también lo está. Por lo que respecta a la cosa romántica, nuestros poderes de observación son tan buenos como los tuyos.

–¿Y has deducido eso solo porque yo te pregunté por qué lo habías mencionado? –inquirió Samantha con tono irritable, detestando cualquier posibilidad de que a su edad sus sentimientos fueran tan fáciles de leer, para que cualquiera los detectara. Sobre todo cuando el hombre en cuestión probablemente ni siquiera la reconocería si llegaba a encontrarse con él.

–Lo he deducido porque durante todo el tiempo que estuviste en casa, después del huracán del verano pasado, no te quitaste su vieja camiseta de fútbol americano –respondió Emily–. Y, sorprendentemente, la camiseta desapareció una vez que volviste a Nueva York. Apuesto a que en este mismo momento está en tu armario.

–No es verdad –replicó Samantha, bajando la mirada a la camiseta verde y oro que lucía en aquel instante.

¿Y qué si todavía escondía un no tan secreto flechazo por el mejor pasador del instituto? Tres años mayor que ella y rodeado por multitudes de admiradoras del pueblo, Ethan ni siquiera la había mirado en aquel entonces. Ella no había sido más que una chiquilla insignificante, que ni siquiera había sido registrada por su radar. Dudaba seriamente que hubiera descubierto la profundidad de sus sentimientos por él durante todos aquellos años, desde que la vio en algún anuncio de detergentes. Y eso suponiendo que la hubiera reconocido.

–Ya sabes que nunca se casó –comentó Emily con naturalidad–. Y Boone y él juegan al golf juntos. Boone le ha invitado a la boda.

El estúpido corazón de Samantha dio otro de aquellos irritantes y elocuentes vuelcos y sobresaltos.

–No lo habrá hecho pensando en mí, espero.

–Por supuesto que no –dijo Emily–. Pero es el padrino de Boone, lo que quiere decir que vas a verlo mucho.

Samantha soltó un gruñido. Había esperado aquella clase de maniobra casamentera de su abuela, que había organizado una activa campaña para que Emily y Boone volvieran y había maniobrado además para que Gabi terminara liándose con Wade Johnson. Por lo demás, Samantha estaba segura de que Cora Jane demostraría muy poco respeto por su capacidad para encontrar sola al hombre adecuado. Aunque ciertamente tampoco había mucha evidencia de que ella hubiera hecho buenas elecciones hasta el momento. Los hombres con los que había salido habían carecido de todo poder para retenerla.

–¿Te encargó la abuela que planearas esto? –le preguntó, por tantear.

–¿Que planeara qué? –replicó Emily con expresión inocente–. Ya te lo dije, Boone y Ethan son amigos de toda la vida. Tiene perfecto sentido que quiera a Ethan en su boda.

–Supongo que sí –concedió Samantha.

–Tengo que dejarte. Te quiero –dijo Emily–. Nos vemos pronto.

–Eso, nos vemos pronto –repitió Samantha.

De repente, volver a Sand Castle Bay para la boda de su hermana se había convertido en una perspectiva mucho más interesante… y quizá un punto peligrosa.

 

 

Gabi mecía suavemente a Daniella Jane en sus brazos mientras observaba el rubor de las mejillas de Emily.

–Bueno, ¿has averiguado lo que querías saber cuando hablaste con Samantha? –le preguntó.

–Oh, Samantha sigue loca por Ethan, eso está claro –respondió Emily con una sonrisa.

–Lo que quiere decir que piensas entrometerte –adivinó Gabi.

–¿Y por qué no? –inquirió Emily, alargando los brazos para recoger al bebé de los brazos de Gabi y arrullarlo–. La abuela lo hace todo el tiempo.

–Y se lo consentimos porque es Cora Jane y nosotras la amamos y respetamos –le recordó Gabi–. Samantha y tú no siempre os habéis llevado bien, sin que yo nunca haya llegado a entender el porqué.

–Yo sé que todo es culpa mía –admitió Emily, haciendo una mueca–. Y lo peor es que sinceramente no recuerdo cuándo empezó. Puesta a sentir esta absurda vena competitiva, habría debido tenerla contigo. Nosotras somos las ambiciosas de la familia. O al menos tú lo eras hasta que te volviste blanda y tuviste este precioso bebé. Daniella Jane es lo único bueno que sacaste de tu relación con ese saco de basura que era Paul. Ahora que te has enamorado perdidamente de Wade, y, por mucho que me duela verlo, te has vuelto simplemente boba.

–Oye, tengo una excitante galería de arte con una decena de artistas temperamentales trabajando in situ. Y estoy intentando convertir eso en un destino turístico –protestó Gabi–. No me he aflojado precisamente. Simplemente he redirigido mis objetivos.

–Ya, ya –dijo Emily–. No me estás comprendiendo. No logro entender por qué siempre he tenido esa rivalidad con Samantha, pero sinceramente quiero superarla. Es hora de hacerlo. No quiero que ninguno de aquellos viejos rencores arruine el que debería ser el mejor momento de mi vida.

–Amén a eso, y pedirle que sea tu dama de honor ha sido un gesto verdaderamente dulce –comentó Gabi–. Sé lo mucho que ella lo ha valorado.

–No es que compense precisamente lo mal que la he tratado durante tantos años, como si la única finalidad de su vida fuera fastidiarme –Emily hizo cosquillas a Gabriella, y sonrió cuando la niña se echó a reír–. Dios mío, si es una monada… Creo que quiero una.

–Tengo el presentimiento de que Boone estará más que dispuesto a cooperar –rio Gabi–, pero puede que antes quieras terminar de una vez por todas con esta boda.

–Primero, Boone y yo tenemos que coincidir en el mismo lugar y en el mismo momento si vamos a hacer un bebé –gruñó Emily–. Ahora mismo está inspeccionando todos los restaurantes que tiene su cadena desde Los Ángeles hasta aquí.

–¿Así que estarás separada de él mucho tiempo? ¿Veinticuatro horas? –se burló Gabi.

–Dos días, en realidad –repuso Emily con un suspiro teatral.

Gabi se echó a reír.

–Eres patética. Estuvisteis separados durante años antes de que os reconciliarais. Incluso después de que volvierais juntos, vuestros empleos os retuvieron en ciudades diferentes durante una buena temporada.

–Y ahora estoy echada a perder –reconoció Emily–. Con Boone viviendo conmigo en Los Ángeles mientras trabajo en esos hogares para mujeres maltratadas con sus familias, he descubierto lo muy maravillosa que es la convivencia conyugal. No tenía ni idea de que me adaptaría tan rápidamente a tener a alguien en mi vida las veinticuatro horas del día. Añade a eso a B.J., y en conjunto han sido los meses más increíbles de mi vida.

–Es verdaderamente fantástico verte tan feliz –le dijo Gabi–. Es estupendo que B.J. y tú hayáis congeniado tan rápido. No todas las madrastras tienen esa suerte.

–Créeme, conozco esas historias –dijo Emily–. ¿Qué me dices de ti? Puedo ver la madre feliz en que te has convertido, ¿pero qué planes tienes con Wade? ¿Por qué no se ha trasladado aquí contigo?

–Por muy abierta que tenga la mente Cora Jane, no quiero poner a prueba sus límites sugiriéndole que mi novio y yo vivamos juntos bajo su techo. Wade y yo estamos comprometidos con nuestra relación. Con eso es suficiente por ahora.

–¿Eres realmente feliz? –le preguntó Emily, mirándola con preocupación–. Quedarte aquí, en Sand Castle Bay, ¿es lo que quieres? ¿Y la galería de arte es suficiente para ti?

–Aquí tengo algo más que un trabajo, Em. Tengo una familia, un hombre maravilloso y esa chiquitita que tienes en los brazos. Mi vida está plena. No necesito un anillo en el dedo, al menos por ahora. Y, ciertamente, no necesito volver a la estresante y exigente vida que llevaba en Raleigh. Además, creo que a papá le daría un ataque si le presentara ahora mismo la factura de otra boda. Tú no estabas aquí cuando la abuela le entregó la tuya. El pobre papá no acaba de entender que las bodas no son baratas, sobre todo con una hija que tiene gustos tan caros.

–Oye, no fui yo quien insistió en invitar a medio estado de Carolina del Norte. Eso tienes que agradecérselo a la abuela y a papá. Boone y yo nos habríamos contentado con la familia y unos pocos amigos.

–Eso lo dices ahora –replicó Gabi–, porque yo no te oí protestar mucho cuando la lista de invitados creció y creció hasta incluir a la mitad de la población de Los Ángeles.

–Bueno, es lo que es ahora –dijo Emily con tono despreocupado–. Volvamos a Samantha. ¿Tienes alguna idea de cómo le está yendo? No parecía muy contenta cuando hablamos hace un rato. Su carrera, ¿está volviendo a fallarle?

Gabi esbozó una mueca.

–Me avergüenza reconocer que no he pensado mucho en ello. Últimamente he estado algo distraída.

–Es comprensible –comentó Emily–. No te ha pedido ayuda como relaciones públicas, ¿verdad?

–No, y tampoco lo hará de buen grado. Hace unos meses tuve que acorralarla para que me permitiera ayudarla. La campaña pareció funcionar, así que supongo que simplemente pensé que la cosa rodaría sola. Así es a veces: un trabajo lleva a otro, pero no debí dar eso por supuesto. Debí haberle preguntado al respecto –terminó, sintiéndose culpable.

–¿Por qué? No tienes por qué estar al tanto de todo –dijo Emily con un extraño tono defensivo en la voz–. Si Samantha quería ayuda, pudo haberte dicho algo. Pero así es ella. Sufre en silencio, y luego se resiente de que nadie corra en su ayuda.

Gabi se quedó mirando a su hermana pequeña con expresión consternada.

–Eso no es verdad, Emily. Samantha no es así. ¿Cómo has podido decir algo tan cruel?

Emily se mostró sorprendida por la vehemencia de Gabi, y enterró la cara entre las manos.

–Porque soy mala y vengativa –dijo con voz débil, antes de alzar la mirada a los ojos de Gabi–. ¿Qué es lo que me pasa? Siempre veo lo peor en ella, incluso cuando no ha hecho nada malo.

–Es en ocasiones como esta cuando echo de menos a mamá –confesó Gabi en voz baja.

Emily parpadeó varias veces para contener unas súbitas lágrimas ante la inesperada mención de su madre, que había fallecido varios años atrás.

–¿Qué tiene que ver mamá con esto?

–Quizá ella entendería por qué tienes esa actitud hacia nuestra hermana mayor. Papá, desde luego, no tendría ni idea. Siempre fue ajeno a todo lo que pasaba en casa. Y dudo que la abuela estuviera el suficiente tiempo con nosotras en aquellos años como para conocer la raíz del problema entre las dos.

Emily suspiró.

–Y cada vez resulta más obvio que no es algo que pueda desecharse así como así. Esas palabras dañinas y gratuitas salen así sin más de mi boca, a veces, y no sé por qué.

–Entonces rebusca más profundo y averígualo –le aconsejó Gabi–. Samantha y tú lo significáis todo para mí, y yo no quiero quedarme atrapada en medio. Quiero que las tres seamos hermanas en el sentido más positivo y pleno de la palabra, ¿de acuerdo? De hecho, en mi escenario ideal, Boone y tú terminaréis estableciéndoos aquí y Samantha se casará también con alguien del pueblo, y todas seremos vecinas para que nuestros hijos puedan crecer juntos.

Emily asintió, con los ojos todavía nublados por las lágrimas.

–Yo también quiero eso –insistió–. Bueno, quizá no vivir aquí a tiempo completo, pero el resto del tiempo sí. Trabajaré sobre ello, Gabi. Te lo prometo. Quizá una vez que llegue Samantha, ella y yo podamos sentarnos y debatir sobre todo esto. ¿Quién sabe? Quizá ella me robó mi muñeca favorita cuando yo tenía dos años y he borrado ese recuerdo.

Gabi sonrió ante la idea de que algo tan inocuo hubiera podido causar una rivalidad que había durado años. Y las anteriores acusaciones de Emily sobre que su hermana albergaba latentes resentimientos parecían hablar de algo mucho más complicado.

–Simplemente trabaja sobre ello, cariño. Sea lo que sea.

Emily le devolvió a Daniella y le dio a su sobrina una última palmadita. Besó luego a Gabi en una mejilla.

–Hecho –prometió.

Gabi observó marcharse a su hermana mientras se preguntaba si aquello podría ser así de sencillo.

 

 

Ethan Cole acababa de ver a su último paciente del día, una turista que se había herido en un pie con un clavo oxidado de las muchas tablas sueltas que había por el suelo, consecuencia de la reciente tormenta que había asolado las costas de Carolina del Norte. Aunque la mayor parte de la costa había sido limpiada inmediatamente, los detritos todavía llegaban a la orilla de cuando en cuando, sobre todo en las zonas más desiertas de la playa. Le había puesto cuatro puntos y la vacuna contra el tétanos, y le había dicho que volviera en cuanto advirtiera la más leve infección en la zona de la herida.

Estaba terminando sus notas cuando la puerta volvió a abrirse y Boone Dorsett entró en la pequeña clínica de urgencias. Había abierto la clínica con otro médico que había servido también en Irak y Afganistán. Ambos habían sido conscientes de que resultaba muy improbable que las urgencias de aquella pequeña comunidad de costa alcanzaran nunca el nivel de cualquiera de los casos con los que habían topado en sus guardias en el ejército. Golpes, contusiones y algunos puntos de sutura eran como un juego de niños comparados con lo que habían visto o, en el caso de Ethan, sufrido en primera persona.

Había perdido la pierna izquierda en la explosión de una bomba artesanal en Afganistán. Aunque eso tal vez no le habría impedido trabajar en un quirófano una vez que se encontró de vuelta en el país, le había costado renunciar a la dosis de adrenalina que acompañaba las muchas horas pasadas en la unidad de traumatismos, o la realización de complejas operaciones quirúrgicas de alto riesgo.

–¿Estás ocupado? –le preguntó Boone con tono tranquilo, pero expresión preocupada.

Ethan estudió el rostro de su amigo.

–Parece como si necesitaras hablar. ¿Los nervios de la boda?

Boone se sentó. Movía nervioso una pierna, aunque respondió negativamente.

–Si no es por la boda, ¿qué es lo que te pasa? –inquirió Ethan.

Había oído que era deber del padrino mantener al novio tranquilo y concentrado, además de asegurarse de que se presentara a tiempo para la boda. Emily Castle se lo había dejado muy claro. Y también su abuela. Era la amonestación de Cora Jane la que resonaba en sus oídos. Le había amenazado con infligirle un daño físico si fallaba a la hora de entregar a Boone exactamente a las diez y media del día fijado, para que el que faltaban todavía dos semanas.

–Hay algo que quizá necesites saber –admitió Boone.

–De acuerdo –repuso lentamente Boone–. ¿Qué es?

–Eres el padrino, ¿no?

–No dejas de recordármelo.

–Eso quiere decir que tienes la obligación de pasar algún tiempo con la dama de honor.

Ethan se quedó paralizado.

–¿Qué quiere decir «pasar algún tiempo»? Avanzar juntos por la nave de la iglesia, ¿verdad? ¿Quizá sentarnos juntos a la cabecera de la mesa y brindar sentidamente por lo inevitable que fue que los dos acabarais juntos?

–Creo que quizá Emily esté esperando algo más que eso –reconoció Boone, removiéndose nervioso.

Ethan entrecerró los ojos.

–¿Y por qué Emily habría de esperar algo más? ¿Y por qué me estás advirtiendo tú?

–Porque quiero que estés advertido. Sé cómo eres con las citas. Desde que volviste de allá, te has convertido en una especie de ermitaño social.

–Seguía comprometido cuando volví –le recordó Ethan.

Al menos lo había estado durante veinte minutos, hasta que la veneración por el héroe se apagó y Lisa le confesó que no podía seguir con alguien que «no estuviera entero». Aquella fue la primera vez que Ethan se vio realmente a sí mismo como probablemente le veían los demás, como alguien que ya no era el mismo hombre que solía ser.

Lo único bueno que había tenido aquella desagradable ruptura era su creciente determinación no ya de asegurarse de que su lesión no le limitara la vida, sino de procurar que muchachos con discapacidades físicas como la suya aprendieran a verse a sí mismos de una manera positiva. Aquella misión de salvar su propia dignidad y ayudar a los demás había dado un sentido muy necesario a su existencia. El Proyecto Orgullo llenaba horas de su tiempo que de otro modo habría ocupado con la presunta vida social que Boone o, más probablemente Emily, creían que necesitaba.

–Han pasado ya tres años desde que rompiste con Lisa –le recordó Boone.

–Desde que ella me dejó –lo corrigió Ethan en honor a la verdad.

–Era una imbécil egoísta –exclamó Boone, vehemente–, pero no hablemos de eso. Mi bajísima opinión sobre tu ex no es el tema.

–¿Cuál es el tema entonces? –preguntó Ethan, frunciendo el ceño.

No había duda alguna sobre la incomodidad de su amigo cuando finalmente masculló:

–Solo Dios sabe por qué, pero parece que a Emily se le ha metido en la cabeza la idea de que tú y su hermana Samantha sois perfectos el uno para el otro.

–¿Perdón? –inquirió Ethan, esperando haber oído mal.

–Vamos, Ethan –dijo Boone, impaciente–. Sabes perfectamente lo que he dicho. No he dejado el menor margen a una mala interpretación.

–Samantha, la dama de honor –dijo Ethan, comprendiendo al fin las implicaciones de aquella pequeña conspiración de la novia. Sacudió la cabeza y lanzó a su amigo una mirada de advertencia que esperaba le metiera miedo–. ¡Ni hablar, Boone! Tienes que decirle a Emily que se olvide. Verme sometido a maniobras casamenteras, intromisiones o como quieras llamarlo, no forma parte en absoluto de aquello a lo que me comprometí.

Boone lo miró con expresión incrédula.

–¿Es que no conoces a Emily? ¡Ella ha conseguido que me presente aquí parloteando como una maldita colegiala de algo que no es para nada asunto mío!

–De acuerdo, es una mujer dura y decidida. Eso te lo concedo, pero tú eres más duro todavía –dijo Ethan.

Boone se encogió de hombros.

–No tanto.

–Te dejaré plantado –le amenazó Ethan–. Te juro que lo haré.

Boone se limitó a poner los ojos en blanco, escéptico.

–No, no lo harás. Además, yo también lo veo, en cierta forma. Samantha y tú. Ella es preciosa. Tú eres atractivo. Tendréis bebés preciosos, y esa es una cita textual de Emily, por cierto.

Ethan se lo quedó mirando fijamente.

–¿Qué te ha pasado? ¿Desde cuándo te dedicas a hacer de casamentero, y además sobre la base de lo preciosos que resultarían los bebés resultantes?

–Emily se mostró muy convincente –dijo Boone, y luego sonrió–. Además, ella dice que Samantha tuvo en su momento un flechazo contigo. Parece pensar que es una cosa del destino, o algo así.

Ethan rebuscó en su memoria, pero ninguna imagen acudió a su mente, solo fragmentos de conversaciones mucho más recientes.

–Samantha, ¿no es actriz? ¿Y más joven que yo, como mínimo un par de años? Se fue a Nueva York para convertirse en estrella, ¿no? ¿Suena eso a alguien perfecto para la vida de un médico de pueblo? La experiencia con Lisa me curó en espanto de tener relaciones poco realistas por lo que se refiere a las mujeres.

–Emily cree que Samantha está preparada para cambiar de vida. No deja de decir que este verano la transformará, o algo parecido. Créeme, tiene un plan.

En aquel momento, Ethan no pudo disimular su diversión.

–¿Y qué piensa Samantha de eso?

–Puede que no se haya dado cuenta todavía –admitió Boone–. Pero lo hará, una vez que Emily pase algún tiempo con ella. Tengo una completa confianza en la capacidad de persuasión de Emily. Y también está altamente motivada. Samantha y ella no siempre se han llevado bien. Creo que contempla esto como una oportunidad de cambiar las tornas y forjar un vínculo sólido con su hermana mayor.

–¿Metiendo a un hombre en su vida? –preguntó Ethan, incrédulo–. ¿Uno al que ni siquiera ella quiere?

–Emily está convencida de que no se equivoca –replicó Boone–. Y, para que lo sepas, creo que Cora Jane está de su lado en esto, también. Tiene un don impresionante para estas cosas. Si quieres saber mi opinión, no tienes ninguna posibilidad. Te lo advierto sinceramente.

–Que Emily, o Cora Jane, para el caso, te tengan comiendo de su mano y te hayan lavado la cabeza con todas esas tonterías del destino y del vínculo fraternal no significa que vayan a tener el mismo efecto sobre el resto de nosotros –dijo Ethan.

De hecho, podía garantizarle que él no iba a cumplir con el programa. Había acabado hartándose de estúpidas y frívolas mujeres para las que la apariencia lo era todo. Su ex se había encargado de ello.

Se dio cuenta exactamente de lo amargo que sonaba aquello. Bueno, estaba amargado. En realidad, llevaba tiempo asumiéndolo como un mal necesario con tal de mantener su corazón a salvo, al margen de quién estuviera maquinando contra él. Y, hasta el momento, le había funcionado perfectamente, como una seda.

Solo que todavía no lo había puesto a prueba con gente como Emily o Cora Jane. Y eso, lamentaba mucho admitirlo, resultaba un tanto preocupante.

 

Capítulo 2

 

En su primera mañana en casa, Samantha entró en la cocina de su abuela llevando como única vestimenta la vieja camiseta de fútbol americano de Ethan Cole. Dado que le llegaba prácticamente hasta las rodillas, consideraba perfectamente respetable lucirla en casa, aunque resultara un poquito peligroso el mensaje que transmitía y que confirmaba su fascinación por el hombre en cuestión.

Al menos no había nadie en casa en aquel momento y se hallaba en seria necesidad de una dosis de cafeína para sacudirse el letargo que llevaba sintiendo últimamente. El café sería mejor tomarlo en el restaurante, pero le llevaría al menos media hora llegar hasta allí, incluso más dado que tendría que ir andando, y además requeriría vestirse: dos grandes factores en contra de la idea.

Acababa de sacar una taza de la alacena cuando oyó una maldición por lo bajo. Procedía de una fuente muy masculina, a juzgar por el tono de voz. Se llevó tal susto que dejó caer la taza a sus pies. Gritó cuando se estrelló contra el suelo de terrazo, justo antes de desviar la mirada hacia la puerta trasera, abierta de par en par, y descubrir allí nada menos que a Ethan Cole. El hombre tenía una asombrada aunque sorprendentemente irritada expresión en el rostro. Habían trascurrido años desde la última vez que lo había visto, pero habría reconocido en cualquier parte aquellos anchos hombros, aquella mandíbula cuadrada, aquellos ojos de un azul profundo.

–Vaya, esto sí que es incómodo… –murmuró, abrazándose en un intento probablemente fútil de evitar que él reconociera la ropa que se ponía para dormir como una prenda que antaño le había pertenecido.

Él se acercó y le ordenó, seco:

–Siéntate.

Samantha no podía dar crédito a semejante atrevimiento. Primero por haber entrado sin que lo invitaran y después por haberle soltado una orden tan brusca.

–¿Perdón?

Él le lanzó una mirada impaciente.

–Hay esquirlas de la taza por todo el suelo –suavizó su tono con aparente esfuerzo–. Por favor, siéntate antes de que te hagas una herida y tenga que darte unos puntos.

–Oh –dijo, inquieta. Mientras él se agachaba para recoger los pedazos de cerámica, le preguntó–: ¿Qué estás haciendo aquí?

Él le lanzó una mirada irónica.

–Según Boone, he venido a recoger algo que Emily dejó aquí para mí. Algo que tenía que ser entregado sin falta en el centro de Sand Castle Bay esta mañana. Me dio la dirección de Cora Jane. También me dijo que no dudara en entrar, que probablemente lo encontraría en la cocina. Pero, para tu información, se olvidó de mencionarme que podía haber alguien en casa. De lo contrario, habría llamado a la puerta.

–No hay problema –dijo ella, pese al acelerado latido de su corazón–. ¿No te dio más pistas? –preguntó, mirando a su alrededor en busca de algún paquete. No había ninguno a la vista.

–Me dijo que lo reconocería en cuanto lo viera –respondió Ethan, mirándola deliberadamente.

Samanta se quedó con la boca abierta cuando comprendió el complot. Iba a matar a su hermana pequeña. De verdad que sí.

–¿Crees que se refería a mí?

–Apostaría a que sí, si tú eres quien creo que eres.

–Soy la hermana de Emily –dijo–. Samantha Castle.

Ethan soltó un profundo suspiro.

–Por supuesto que sí.

Ella frunció el ceño ante aquella actitud.

–¿Qué quiere decir eso?

–Que Boone me avisó sobre determinadas intromisiones. Yo le advertí enfáticamente a él y, a través suyo, a su novia y su abuela, de que te mantuvieras alejada de mi vida. Aparentemente el mensaje no le llegó a ninguno.

«Fantástico», pensó Samantha, cansada. No tenía ninguna duda acerca de la clase de intromisiones que Boone había descrito. Simplemente no quería creer que Emily hubiera hecho algo tan humillante como para avergonzarla de aquella manera.

Optó por intentar remediar la situación, aunque estaba segura de que iba a necesitar a alguien con el don de Gabi para las relaciones públicas para salir airosa de la misma. Al fin y al cabo todavía conservaba su talento para la interpretación, aunque últimamente no hubiera sido muy demandado.

–Mira, no sé qué clase de disparatada idea te has hecho sobre mí –le dijo con tono serio–. La verdad es que ayer devolví el coche de alquiler en el que llegué, y todo el mundo tenía que levantarse esta mañana a una hora infame, con lo que me he quedado sin transporte. Emily me aseguró que se encargaría de ello. Es todo lo que sé.

–Oh, te creo –dijo Ethan con un tono resignado mientras tiraba los restos de la taza al cubo de la basura–. Las intromisiones de esa clase son más eficaces cuando ninguna de las partes afectadas tiene idea de lo que está pasando.

–En mi experiencia, no importa que lo sepan –repuso ella, irónica–. En esta familia, parece que somos impotentes para evitarlo –le lanzó una mirada de disculpa–. Lo lamento de verdad, Ethan, sobre todo si has tenido que dejar de hacer algo para venir aquí. Como puedes ver, no pensaba irme a ninguna parte.

–Ya veo –dijo, recorriéndola con una detenida mirada que le calentó la sangre varios grados–. ¿Te importa que te pregunte cómo has acabado vestida con mi vieja camiseta del equipo de fútbol americano del instituto? –la miró a los ojos–. Porque es mía, ¿verdad?

Ella se hizo la sorprendida.

–¿En serio? La compré en una subasta vecinal hace años. Pensé que haría un estupendo camisón.

–Desde luego parece muy moderno –repuso, con su mirada viajando arriba y abajo por sus larguísimas y desnudas piernas–. Entonces, ¿vamos a hacer esto o qué?

Samantha parpadeó varias veces ante la pregunta.

–¿Hacer esto? –inquirió, imaginándose que hasta la última de sus fantasías de adolescencia se hacía realidad.

Una inesperada sonrisa transformó su rostro.

–No eso –la reprendió–, aunque podría estar abierto a negociaciones más adelante. Me refería a llevarte a donde tu hermana quiera que te deje.

–Ya. Quiere que me pruebe el vestido de dama de honor –explicó Samantha, intentando esconder su decepción–. ¿Me das diez minutos?

–¿Diez? ¿En serio?

Ella se echó a reír.

–Confía en mí. En mi mundo, diez minutos para cambiarse de ropa es una eternidad. Sírvete un café. Ahora vuelvo.

Por supuesto, ponerse algo más presentable era solo ganar media batalla. También tenía que recuperar el resuello. Lo cual iba a resultar bastante más difícil.

 

 

Así que aquello era sobre lo que le había advertido Boone, pensó Ethan mientras la veía salir de la cocina prácticamente a la carrera. El primer y diminuto paso de la campaña orquestada con el fin de enredarlo con la dama de honor. Justo en aquel instante le estaba costando demasiado ver el lado negativo del asunto. Era mucho más fácil despotricar indignado cuando no había ningún rostro, ni ningún cuerpo, asociado al nombre.

No sabía muy bien lo que había esperado, pero definitivamente no había sido la vista con la que había tropezado en la cocina de Cora Jane. Samantha Castle era una ricura de mujer. Incluso desprevenida, sin peinar ni maquillar, y vestida con su ancha camiseta de fútbol, poseía una belleza impresionante.

De repente se había visto asaltado por tentadoras visiones en las que aparecía recién levantada de su cama tras una noche de pasión. Fue un brusco descubrimiento darse cuenta de que cualquier mujer podía afectarle así, sobre todo después de haber despreciado a aquella en concreto por no ser en absoluto de su tipo, supuestamente. «Frívola», se recordó, firme. Por fuerza tenía que ser una frívola. Y egoísta también. ¿No era ese un rasgo esencial de las actrices? Tenían un ego monumental.

Miró el reloj, advirtiendo que ya habían pasado los diez minutos, y estaba a punto de sonreírse cuando Samantha entró en la habitación, vestida como si acabara de salir de una revista de modas. El cabello rubio, con reflejos, lo llevaba recogido en la nuca, y el maquillaje era tan sutil que casi parecía que no llevara ninguno. Los ojos estaban ocultos por unas gafas oscuras de marca que costarían probablemente más de lo que había cobrado en la clínica durante la última semana. Tuvo la sensación de que si hubiera podido ver aquellos ojos, habrían rebosado de alegría por haberle ganado la apuesta.

–Estoy impresionado –admitió–. Es toda una transformación, y además en un tiempo récord.

–Son tablas del teatro –explicó ella–. Te acostumbras a cambiarte rápidamente de ropa. No se puede dejar de rodar mientras la actriz se cambia.

Ethan rio por lo bajo mientras la guiaba hacia su coche, con Samantha siguiéndole fácilmente el paso con la zancada de sus largas piernas. Solo cuando estaba a punto de cerrarle la puerta oyó la manera en que contenía de golpe la respiración, sorprendida. Era un indicio de que había visto la prótesis, o que la había intuido; eso no podía decirlo. Tuvo también la inequívoca impresión de que nadie la había advertido al respecto.

Sus amigos decían que sus movimientos parecían cien por cien normales, pero era lógico que dijeran eso. Tenían el mayor de los cuidados por no ofenderlo.

Subió al coche, insertó la llave en el encendido y la miró, esperando a que hablara o a que se quedara callada en un silencio incómodo.

–¿Irak? –preguntó sencillamente.

–Afganistán –respondió él.

–Te las arreglas muy bien.

–No lo suficiente como para que tú no lo hayas notado –comentó, irónico.

–Simplemente vi la prótesis –explicó–. De otra manera, no me habría dado cuenta.

–¿Y ni tu hermana ni Boone se molestaron en mencionártelo?

–Ni una palabra –confirmó ella.

Se preguntó, como siempre, si eso cambiaba algo. Pero no le hizo a ella la pregunta. No tardaría en averiguarlo. Últimamente tenía el radar muy afinado. Vería una mirada compasiva o una levísima expresión de desagrado, rápidamente ocultada, pero detectable, ya que había aprendido a acechar las señales.

A veces era todavía peor la curiosidad, la ilícita fascinación que parecía provenir del deseo de averiguar qué otras partes de su cuerpo habían quedado afectadas por la explosión que se llevó su pierna. La cruda impresión que se había llevado Lisa al verlo había hecho que la perspectiva de tener intimidad con cualquier mujer hubiera perdido el atractivo de antaño, el normal en un hombre con una saludable libido.

 

 

–¿Tardaste mucho tiempo en acostumbrarte? –le preguntó Samantha.

–¿Físicamente? Claro, pero estaba muy motivado. Me esforcé en ello –dijo con un encogimiento de hombros, minimizando los meses de dolorosa rehabilitación que habían amenazado más de una vez con destruir su natural optimismo.

–¿Y emocionalmente?

Le sorprendía que se hubiera atrevido a preguntarle eso. La mayoría de la gente no se arriesgaba a llegar tan lejos.

–Sigue siendo un trabajo en marcha –admitió–. No quiero que nadie me compadezca.

Ella sonrió al oír aquello.

–Dudo que alguien se atreviera. Al menos en este pueblo, que todavía tiene un muro memorial dedicado a tus extraordinarias hazañas en el fútbol americano.

–No es un muro memorial –protestó, ruborizándose–. Solo son un par de fotos colgadas a la puerta del gimnasio.

–¿Has pasado hace poco por el instituto? Es un muro –insistió ella, y sonrió mientras reconocía–: No estoy diciendo que no te lo merezcas. Llevar al equipo a dos campeonatos estatales no es moco de pavo. Récord en pases decisivos en los dos años. No está nada mal, Cole.

Ethan la miró sorprendido. No tanto por su conocimiento de sus logros deportivos y por el embarazoso tributo del instituto, sino por su incisiva capacidad de penetración.

–No eres para nada lo que había esperado –le confesó.

–Ah –le lanzó una mirada divertida–. Algo me dice que pensabas que era vana y frívola.

Él esbozó una mueca ante tan acertada suposición.

–Algo así –admitió.

–Es una maldición común en mi profesión –reconoció–. Pero intento no ser tan previsible.

–Pues hasta ahora has hecho un gran trabajo –dijo. De hecho, ella era tan imprevisible que no sabía qué pensar, lo cual realmente lo preocupaba.

Minutos después aparcaba delante de la nueva galería de arte dirigida por su hermana Gabriella. Él había estado en la inauguración, hacía un par de meses, más que nada por Boone. Su conocimiento del arte se limitaba a reconocer un Van Gogh que le pusieran por delante… siempre y cuando fuera una pintura de girasoles. Aparte de eso, la asignatura de Arte se le había dado fatal.

–¿Vas a probarte el vestido aquí? –le preguntó, perplejo.

–Así Gabi no puede escaparse. A Emily le da pánico que nos falte tiempo. Dado que el objetivo de todo el mundo es aplacar los nervios de última hora de la novia, hacemos todo lo que nos pide –le sonrió–. Será mejor que tengas eso bien presente. Estoy convencida de que lo mismo rige para Boone. Probablemente necesite del mayor apoyo moral posible de su padrino.

–No tengo ninguna duda al respecto y pienso esforzarme al máximo –repuso Ethan, y sonrió–. Sigo órdenes estrictas de Cora Jane.

Samantha se echó a reír.

–Sí, ella es capaz de infundir terror en los corazones de la mayoría de la gente que conozco, pero es maravillosa.

–No pienso discutir eso.

Ella se dedicó a estudiarlo durante unos segundos.

–Sé que eres mayor que yo, con lo que también eres mayor que Boone. ¿Cómo es que los dos acabasteis convirtiéndoos en tan buenos amigos? –entrecerró los ojos–. ¿O acaso no lo sois? Por favor, Dios mío, dime que Emily no presionó a Boone para que te pidiera que fueras su padrino por causa mía…

Ethan se echó a reír.

–Ignoro cuándo empezó este diabólico plan, Samantha, pero Boone y yo somos amigos desde hace años. Nuestras familias están muy unidas. La diferencia de edad nunca pareció importar demasiado. Nos unían los deportes. Y nos hemos ayudado mucho el uno al otro en los momentos difíciles.

–Cuando Boone perdió a su esposa –adivinó Samantha.

Ethan le lanzó una prolongada mirada.

–Y, antes de eso, cuando perdió a Emily. Yo estaba entonces en la Facultad de Medicina, pero venía aquí lo suficiente como para enterarme de que ella le rompió el corazón. Espero que no vaya a hacerlo otra vez.

–No existe la más mínima posibilidad –le aseguró Samantha, sin intentar negar que su hermana había cometido un terrible error años atrás, cuando sacrificó a Boone por su propia carrera–. Ella es consciente de la suerte que tiene de poder contar con una segunda oportunidad.

–Las segundas oportunidades no surgen todos los días –comentó Ethan.

–¿La voz de la experiencia? –preguntó ella.

–Podrías decirlo así.

Pareció como si quisiera seguir insistiendo, pero Ethan eludió sus preguntas.

–¿Tienes alguna manera de volver a casa?

Aunque estaba claramente decepcionada por el cambio de tema, se limitó a asentir.

–Por supuesto. Con Emily, si es que todavía le dirijo la palabra después de este último giro de acontecimientos. Si no, estoy segura de que la abuela se apiadará de mí y me prestará su coche.

–Si eso no funciona, llámame. Estaré de guardia en la clínica, a no ser que surja alguna urgencia importante –no había terminado de decirlo cuando se recriminó mentalmente por ello. Pasar con aquella mujer más tiempo del absolutamente necesario era, probablemente, un suicidio emocional.

Ella le sonrió.

–Casi ha sonado a una oferta sincera.

–Lo era –insistió él.

Sacudió la cabeza.

–Algo me dice que no deberíamos animarlos más. Yo he visto cómo trabaja mi familia, Ethan. Una sola insinuación sobre que su complot está funcionando y ya no cejarán. ¿De verdad que quieres empeorarlo?

–No, supongo que no –respondió, sorprendido de descubrir que en cierta manera se sentía realmente decepcionado ante la perspectiva de frecuentar su compañía únicamente cuando se lo exigieran sus obligaciones para con la boda.

–De acuerdo, entonces –dijo ella con tono desenfadado–. Gracias por traerme. Nos veremos pronto, estoy segura.

–Hasta luego –murmuró, y la observó mientras se marchaba. Se dijo que su incapacidad para dejar de mirarla no respondía más que a la simple admiración por una mujer despampanante, pero lo cierto era que detrás también había una minúscula punzada de arrepentimiento.

 

 

Por desgracia, la clínica estaba todavía más tranquila de lo que Ethan había predicho, lo que dificultó todavía más su determinación de olvidar a Samantha Castle. Solo tenía que cerrar los ojos durante más de un segundo y la veía de nuevo con aquella vieja camiseta suya, resbalando sobre su trasero desnudo cuando se estiraba para alcanzar algo de la alacena. El hecho de que la imagen se le hubiera quedado grabada resultaba problemático. Había transcurrido mucho tiempo desde la última vez que había disfrutado de una vista tan provocativa.

Agarró la ropa deportiva que solía dejar en la clínica, se cambió en el baño y se detuvo un momento para avisar a su socio, Greg Knotts, de que iba a tomarse un descanso. El otro veterano de Afganistán lo miró con curiosidad.

–¿Algo te ronda la mente?

–Alguien, más bien –reconoció él.

–¿Una mujer?

Ethan asintió.

La expresión de Greg se iluminó.

–¡Bueno, aleluya! Ya era hora de que dieras el paso. Era una verdadera vergüenza que dejaras que una imbécil como Lisa arruinara tu vida social.

Ethan sonrió. Greg, junto con Boone y sus otros amigos, habían estado ferozmente unidos en su animadversión hacia su antigua novia. Al contrario que algunos de ellos, Greg nunca se había mostrado nada tímido a la hora de expresar su opinión. Aquel estilo directo suyo, tan irritante en ocasiones, era una de las razones por las que se llevaban tan bien. Ethan sabía que podía confiar en Greg para que le guardara las espaldas. Algo que, de todos sus otros amigos, solamente le sucedía con Boone.

–Lisa es historia pasada –le dijo a Greg–. Intento no pensar en ella.

–Pero esa mujer sigue todavía en tu cabeza –replicó su amigo–. Te he visto demostrar una chispa de interés por alguien nuevo una vez o dos, para después, de repente, ver cómo trabajaba el mecanismo de tu cerebro mientras rebobinaba la cinta de cómo te abandonó. Creo que eso es lo que más odio, no que te dejara, sino que en el proceso te destrozara el alma en pedacitos.

Era cierto, pensó Ethan, aunque se negaba a admitirlo. El hecho de que hubiera dejado que una mujer como Lisa controlara su vida, aunque solo hubiera sido un poco, era una locura. Racionalmente, lo sabía. Pero eso no hacía que fuera más fácil quemar la estúpida cinta mental de la que hablaba Greg.

–Ya no –insistió, más deseoso que convencido de que fuera cierto.

–Eso espero –dijo Greg–. Entonces, ¿quién es ella? La mujer que te ha afectado tanto esta mañana.

Ethan sabía que no iba a poder salir de la clínica sin poner a Greg al tanto de lo ocurrido. Al contrario que él, Greg era un feliz padre de tres hijos, resignado a vivir indirectamente de la excitante vida social de los demás. Lo acosaría hasta que le sonsacara los detalles.

–Una mujer llamada Samantha Castle.

Greg silbó por lo bajo.

Ethan lo miró sorprendido.

–¿La conoces?

–Solía admirar a las hermanas Castle a distancia. Jugaban en otra liga que la mía. Samantha era espectacular, ya en aquel entonces. La he visto unas cuantas veces en televisión, anuncios mayormente, pero participó en un episodio de Ley y Orden no hace mucho tiempo. Salió muy poco, pero en seguida reconocí aquellas piernas increíblemente largas –suspiró–. Ponerse unos tacones con unas piernas así debería estar prohibido. Probablemente lo está ya en algunos estados.

Ethan se echó a reír.

–Ya, te entiendo. Por supuesto, esta mañana no llevaba zapatos. Y poca cosa más, por cierto.

Greg se lo quedó mirando con la boca abierta.

–¡Estás de broma!

–Entré en la cocina de la casa de su abuela y allí estaba, vestida únicamente con una vieja camiseta de fútbol americano, estirándose para alcanzar una taza del armario.

–¿Cómo sabías que no llevaba nada más?

–Era evidente –dijo Ethan, nada deseoso de describirle el vistazo que había lanzado a su delicioso trasero. Esas eran cosas que un hombre no compartía con nadie, ni siquiera con sus amigos.

–¡Santo Dios! –exclamó Greg con un tono teñido de reverencia. Su expresión se volvió especulativa de pronto–. Has dicho una vieja camiseta de fútbol americano. ¿No sería por casualidad la tuya?

Ethan frunció el ceño.

–¿Cómo lo has adivinado?

–Recuerdo haber oído que tuvo un flechazo contigo. Un par de tipos que conocíamos le pidieron salir, pero ella les dio calabazas. Tendría quizá quince años, o dieciséis. Tú eras alumno de último curso y estabas rodeado de una horda de bellezas que te adoraban. Si quieres saber mi opinión, ninguna de ellas le hacía la menor sombra, pero tú ni te enterabas. La vi de lejos en un par de fiestas playeras, mirándote con el corazón en los ojos.

Dado que Boone le había mencionado algo similar sobre un antiguo flechazo, Ethan no pudo pasar por alto el comentario.

–Me sorprende que no te apresuraras tú a consolarla.

–Como te dije, jugaba en otra liga que la mía. Y ya tenía suficientes problemas viviendo a la sombra de tu popularidad como para arriesgarme al rechazo de una de tus adoradoras.

Ethan sabía perfectamente que el ego de Greg había sido en aquel entonces lo suficientemente sólido como para soportarlo todo. Si Ethan había sido una estrella en la táctica ofensiva del equipo, Greg había despuntado igualmente en la defensiva. Incluso habían jugado brevemente en la universidad mientras estudiaban medicina, una difícil combinación que demostraba que tenían tanto cerebro como dotes atléticas, para no hablar de agallas y determinación.

Y, sin embargo, con todo ese potencial que les habría permitido optar bien por una carrera altamente remunerada en el fútbol profesional, bien por una exitosa trayectoria en la medicina, habían elegido la milicia. Al contrario que Ethan, sin embargo, Greg había vuelto de una pieza, físicamente al menos. Solo un puñado de gente sabía de las pesadillas que lo atormentaban, pesadillas que lo dejaban emocionalmente exhausto y llenaban de consternación a su mujer e hijos.

El conocimiento que tenía Ethan del síndrome post-traumático de su amigo, así como la percepción de Greg sobre las luchas de Ethan por asumir su discapacidad física, los había convertido en socios ideales para la práctica de la medicina en una pequeña y tranquila comunidad.

Ethan advirtió señales de cansancio en el rostro de su amigo y se dio cuenta de que todo aquel interés por su vida social estaba enmascarando otra de sus malas noches.

–Cámbiate y sal a correr conmigo –le sugirió, consciente de que el ejercicio físico los ayudaría a los dos–. Debra y Pam defenderán el fuerte y nos avisarán si llega una súbita oleada de pacientes. Te sentará bien. Puede que incluso te deje ganar, para variar.

–Greg se echó a reír.

–¿Ganarme? ¿A quién crees que estás engañando? Si tienes las suficientes agallas para apostar algo de dinero, te demostraré que no eres rival para mí.

–¿Te crees eso en serio? –se burló Ethan–. Eres todavía más iluso de lo que pensaba.

–Oh, es cierto. Te daré algo de ventaja para equilibrar la competición. De lo contario no sería justo quitarte el dinero.

Ethan frunció el ceño al oír aquello.

–Últimamente soy más rápido, incluso con una sola pierna, que tú con dos. Te has ablandado, Knotts. Venga, vamos, cámbiate esa ropa y ponte las zapatillas de correr.

–Dos minutos –dijo Greg, aceptando el desafío como Ethan había sabido que haría–. El que pierda invita a comer al otro.

–De acuerdo –aceptó Ethan.

–Tengo antojo de una hamburguesa en Castle’s –dijo Greg con expresión glotona–. Te lo digo para que sepas lo que nos jugamos.

Ethan se quedó viéndolo alejarse. Sí, por supuesto que sabía lo que se jugaban. ¿Comer en un lugar donde tendría todas las posibilidades de volver a ver a Samantha? Con tal de aferrarse a su duramente conseguida tranquilidad de espíritu, ganaría esa carrera.

 

Capítulo 3

 

–Mandaste a Ethan Cole a casa sin avisarme –le reprochó Samantha a su hermana al tiempo que le daba un pequeño golpe en el brazo–. ¿Cómo has podido hacer algo así?

–No quería que te negaras si te lo sugería –explicó alegremente Emily–. Y, para ser precisos, fue Boone. Yo no.

Samantha le lanzó una mirada escéptica.

–No es una buena defensa, Em. Seguro que tú puedes hacerlo mejor.

–¿Por qué habría de defenderme? –preguntó Emily sin arrepentirse, y luego sonrió–. ¿Cómo te ha ido? A juzgar por tu humor, adivino que fue exactamente el empujón que los dos necesitabais.

–No necesitamos empujones, ni codazos, ni cualquier otra forma de intromisión –replicó Samantha.

Emily puso los ojos en blanco.

–Castígame ahora, pero una vez que los dos lleguéis a ser tan felices como lo somos Boone y yo, me lo agradecerás.

–¿Eso crees? Él me sorprendió vestida únicamente con su camiseta de fútbol… mientras me estiraba para sacar una taza del armario de la cocina. Creo que todavía le brillaban los ojos del vistazo que lanzó a mi trasero desnudo.

Emily estalló en carcajadas.

–¡Oh, eso es perfecto!

–No fue perfecto –la contradijo Samantha–. Fue incómodo y embarazoso.

–Pero se quedaría intrigado, ¿no te parece? Al fin y al cabo, tienes un trasero increíblemente bonito. Y Ethan no ha salido mucho desde que su novia lo dejó tirado. Necesita a alguien como tú para volver a incorporarse al juego.

–Espera –dijo Samantha cuando asimiló el comentario de Emily, soltado al azar–. ¿Su novia lo abandonó? ¿Después de que volviera a casa de Afganistán?

–Sí –dijo Emily con expresión repentinamente seria–. Me gustaría decirle a esa mujer lo que pienso de ella.

Samantha se mostró de acuerdo.

–Esa fue definitivamente una reacción lo de lo más frívola, suponiendo que la causa fuera la pérdida de su pierna.

–Oh, claro que lo fue –le confirmó Emily–. Según me contó Boone, ella le dijo que no podía estar con alguien que no estuviera entero, o algo parecido.

–Eso es asqueroso. No me extraña que se muestre tan susceptible con las reacciones de la gente –comentó Samantha, contemplando bajo una luz diferente la conversación que había mantenido con él–. Me confesó que había esperado que yo fuera una mujer vana y frívola. Quizá no se tratara solamente de que yo fuera actriz. A lo mejor eso lo piensa de todas las mujeres.

Emily abrió mucho los ojos.

–¡No te acusaría él de todo eso! ¡Qué descaro! Él apenas te conoce. Tú no tienes un solo gramo de frivolidad en todo tu cuerpo.

Samanta suspiró ante aquella defensa tan sorprendentemente ardorosa.

–No sé. En mi trabajo, paso mucho tiempo mirándome en el espejo y sufriendo por mis arrugas.

–Pero eso es cosa de la profesión en que estás metida –dijo Emily, desterrando la sugerencia–. Tú no juzgas a la gente por esos estándares. Nunca mirarías por encima del hombro a la gente que no es perfecta.

–No, eso no lo haría jamás –reconoció Samantha, evocando aquel único instante en que había percibido una auténtica vulnerabilidad en los ojos de Ethan. Había esperado que lo juzgaran o, peor aún, que le tuvieran compasión. No podía imaginarse a ningún hombre que buscara compasión, pero para alguien que había demostrado tanto coraje, aquello habría sido humillante.

Y Ethan, que antaño había llamado su atención por su encanto, su belleza y su destreza en el deporte, era un hombre valiente. No tenía ninguna duda al respecto. Incluso durante aquel breve encuentro de la mañana, había sido consciente de la enorme fuerza que habría necesitado no solo para sobrevivir a su lesión, sino para encarar el futuro y seguir adelante pese a sus limitaciones. En su opinión, eso era algo de admirar en una persona, lo que añadía otro matiz a su antiguo y secreto flechazo.

Aun así, miró ceñuda a su hermana.

–No vuelvas a hacer eso –le dijo, rotunda–. Ethan y yo somos adultos. Estamos obligados a volver a coincidir durante las dos próximas semanas, con todo este jaleo de la boda. No necesitamos que ni tú ni Boone fabriquéis excusas para juntarnos. ¿Entendido?

–Está bien –concedió Emily, triste–. Yo solo estaba intentando hacer algo bueno.

–Solo te habría faltado enviármelo con un gran lazo rojo al cuello y un cartel que dijera «quédate conmigo» –no habían terminado de salir las palabras de su boca cuando Samantha distinguió un brillo preocupante en los ojos de su hermana–. Oh, no. No. Tus días de casamentera han terminado.

–Si tú lo dices… –aceptó Emily, resignada–. Pero que sepas que yo no soy más que una aficionada. La verdadera profesional, la abuela, ni siquiera ha empezado todavía.

Y eso, pensó Samantha, resultaba todavía más aterrador que cualquier otra cosa que hubiera podido decir su hermana.

 

 

Cora Jane solo necesitó mirar una sola vez a Ethan Cole y a Greg Knotts entrando en Castle’s para dirigirse a la cocina y llamar por teléfono a Emily.

–¿Habéis terminado de probaros los vestidos? –preguntó, bajando la voz hasta convertirla en un susurro.

–Hace unos cinco minutos –respondió Emily–. ¿Por qué? ¿Y por qué estás hablando tan bajo?

–Porque no quiero que nadie me oiga –respondió Cora Jane.

–Oh-oh –dijo su nieta, riendo–. ¿Qué es lo que no quieres que oiga Jerry? –preguntó, refiriéndose al cocinero de Castle’s, que en aquel momento estaba cortejando a Cora Jane–. ¿Qué andas tramando?