El trienio liberal (1820-1823) - AAVV - E-Book

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El Trienio Liberal o Constitucional (1820-1823) es un periodo clave de la historia contemporánea de España, pero también de Europa y América. La revolución de 1820 encendió la «antorcha de la libertad» en la Europa de la Restauración y de la Santa Alianza y aceleró los ya muy avanzados procesos de independencia de los territorios coloniales españoles y portugueses en América. A la vez que, según el absolutismo, se convertía en la «hidra revolucionaria» que ponía en peligro el Antiguo Régimen. Durante estos tres largos años el país experimentó profundas transformaciones políticas, económicas, sociales y culturales en el marco de la confrontación entre revolución y contrarrevolución. El Trienio Liberal se convirtió en una encrucijada de caminos en la que se plantearon diversos horizontes políticos, todos ellos posibles y deseables para los diversos actores políticos: liberales moderados y liberales exaltados, realistas y absolutistas. Las nuevas investigaciones historiográficas que se recogen en este libro destacan la radicalidad política del periodo, el acelerado proceso de politización de las clases medias y populares y la fuerza de la revolución y la contrarrevolución. Hoy parece más acertado valorar el Trienio Liberal como una profunda revolución liberal que abrió las puertas de la contemporaneidad en España, pero también en algunos países europeos y americanos. La revolución de 1820 y el Trienio Liberal sembraron semillas de libertad, aunque, al final, las aplastaron militarmente y las reprimieron políticamente. Como tantas otras veces a lo largo de nuestra historia.

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1ª. edición: febrero de 2023

ISBN Universitat Rovira i Virgili (papel): 978-84-1365-046-3

ISBN Universitat Rovira i Virgili (PDF): 978-84-1365-047-0

ISBN Universitat de València: 978-84-9133-547-4

ISBN Universitat de València (Epub): 978-84-9133-494-1

ISBN Universidad de Zaragoza: 978-84-1340-632-9

DOI: 10.17345/9788413650463

Depósito legal: T 88-2023

Este libro se inscribe en los proyectos:

Grupo de investigación consolidado “Història, Societat, Política i Cultura de Catalunya al Món” (ISOCAC) de la Universitat Rovira i Virgili reconocido por la Generalitat de Catalunya: 2017-SGR-00361.

Proyecto HAR2016-78769: “Entre dos mundos. Historia parlamentaria y culturas políticas en los años del Trienio Liberal, 1820-1823 y Grupo de Investigación sobre el siglo XIX. Reforma y revolución en Europa y América (1763-1918) - GRIS19. Grupo reconocido por la Generalitat Valenciana y la Universitat de Valencia (GIUV2015-229).

Proyecto de investigación “La dimensión popular de la política en Europa meridional y América Latina, 1789-1898” (PID2019-105071GB-I00) financiado por el Ministerio de Ciencia e Innovación. Universidad de Zaragoza.

Con el apoyo de

Publicacions de la Universitat Rovira i Virgili es miembro de la Unión de Editoriales

Universitarias Españolas y de la Xarxa Vives, lo que garantiza la difusión y comercialización de sus publicaciones a nivel nacional e internacional.

Tabla

PRESENTACIÓN

Ramon Arnabat-Mata

I. LA REVOLUCIÓN

1. Hacia el surgimiento de los modernos partidos: tendencias políticas y formas de organización en el Trienio Liberal

Francisco Carantoña

2. La prensa del Trienio Liberal escrita en francés y el espacio transnacional en el liberalismo exaltado

Jordi Roca Vernet

3. 1823: El fin del Trienio Liberal

Gonzalo Butrón Prida

II. LA CONTRARREVOLUCIÓN

4. La regencia de Urgell y el realismo

Ramon Arnabat Mata

5. La restauración de 1823 en Cataluña. El caso de los ayuntamientos

Carlos Moruno Moyano

6. Los arcos de la memoria. Los viajes reales de D. Miguel (1830 y 1832) y el uso político del pasado

Maria Alexandre Lousada

III. EL IMPACTO INTERNACIONAL

7. La revolución española y las finanzas internacionales, 1810-1823

Juan Luis Simal

8. La Segunda Revolución de España (1820-1823) y la Revolución Francesa

Gérard Dufour

9. ¿Qué hacer con América y su revolución durante el Trienio Liberal?

Ivana Frasquet

Presentación

Ramon Arnabat-Mata

Universitat Rovira i Virgili-ISOCAC

Ha hecho vibrar de nuevo un gran pueblo glorioso.

El relámpago de todas las naciones: la Libertad;

de un corazón a otro, de torre en torre España adentro;

propagándose el fuego de los cielos, al rojo Blanco.

Mi alma se ha sacudido el cadenal del tedio y

con ligeras plumas de un cantar plebeyo

se ha revestido tan sublime y tan fuerte.

Como aguilucho remontándose al alba hasta las nubes

y cerniéndose sobre su presa de costumbre;

hasta que, desde un apostadero, en el Cielo de la fama

la vorágine del Espíritu lo rapta; y aquel rayo

desde la más remota esfera en la llama del vivir,

que pavimenta el vano de detrás, despídelo

Como espuma de un buque a toda marcha, cuando oyose

una voz de los abismos: «¡Quiero sentir lo mismo!».

Percy B. Shelley, Oda a la Libertad (1820)

El lugar del Trienio Liberal en la España contemporánea

El Trienio Liberal o Constitucional (1820-1823) es un periodo clave de la historia contemporánea de España, pero también de Europa y América. La revolución de 1820 encendió la «antorcha de la libertad» en la Europa de la Restauración y de la Santa Alianza y aceleró los ya muy avanzados procesos de independencia de los territorios coloniales españoles y portugueses en América. A la vez que, según el absolutismo, se convertía en la «hidra revolucionaria» que ponía en peligro el Antiguo Régimen.

Fueron cuarenta y cuatro meses de cambios en todos los ámbitos durante los que el país experimentó una profunda transformación política, económica, social y cultural. También fueron meses de conflictos y enfrentamientos entre liberales-constitucionalistas y realistas-absolutistas, por un lado; y entre liberales moderados y liberales exaltados, por el otro.

El Trienio Liberal se convirtió en una encrucijada de caminos en la que se plantearon diversos horizontes políticos. Los resultados de las diversas confrontaciones político-culturales a nivel nacional e internacional hicieron que la historia de nuestro país, y de otros, transitase por un determinado camino; pero esto no lo sabían los protagonistas, ya que para ellos todos los horizontes eran posibles y deseables. El presente, cada presente, está lleno de incertidumbres; solo cuando el presente se convierte en pasado, las incertidumbres dan paso a las certidumbres, pero ya no es posible intervenir para cambiarlas.

El Trienio Liberal mostró, a pesar del difícil contexto nacional e internacional, una gran modernidad y madurez política con el despliegue de los ayuntamientos constitucionales, las diputaciones provinciales y las Cortes, así como con su carácter electivo y participativo. También con la formación de la Milicia Nacional, de las sociedades patrióticas y de un amplio y denso sistema periodístico que contribuyeron a la politización de la ciudadanía, bajo el manto protector de la Constitución de 1812, la Pepa, que también cumplió está función en otros países de Europa y América. La Constitución de Cádiz se convirtió, en «la palabra, el nombre, el estandarte en torno al cual se reunían los liberales», como escribió el conde italiano César Balbo.

Durante el Trienio se plantearon las grandes cuestiones del siglo XIX en el marco de la confrontación entre revolución y contrarrevolución: la abolición del régimen señorial, la reforma agraria, las desamortizaciones, la construcción del mercado nacional y su protección, la industrialización y los primeros conflictos obreros, la relación entre el estado y la Iglesia católica, el papel del Ejército en la vida política. Se aprobaron leyes y decretos referentes a educación, beneficencia, salud y comercio, el código penal y el proyecto de código civil. Todo ello contribuyó al desarrollo de la ciudadanía, la participación política, la libertad y la igualdad civil.

Fueron «tan solo» tres años y medio, pero tres años y medio diferentes entre sí, dinámicos y contradictorios. 1820 fue el año de la ilusión para buena parte de la población, no solo para la identificada con los valores del liberalismo, sino para una mayoría que veía en el cambio político el fin del absolutismo y la posibilidad de superar la crisis económica y social; fue el año de la construcción del armazón constitucional. 1821 fue el año de los conflictos: entre las dos alas del liberalismo (exaltados y moderado), entre el liberalismo y el absolutismo, entre el Gobierno y las Cortes y la Iglesia Católica; pero también el año en que se aplicaron las medidas socioeconómicas y se reactivó la independencia de las colonias. 1822 fue el año de la confrontación bélica entre revolución y contrarrevolución, entre liberales-constitucionales y realistas-absolutistas; de la guerra civil en algunas regiones y del asedio internacional del sistema constitucional. 1823 fue el año de la invasión del ejército francés, de la resistencia constitucional, de la derrota, la represión y el exilio. Tres años y medio en los que los comportamientos y los objetivos políticos de los diversos colectivos sociales y grupos políticos variaron según la coyuntura.

El debate político y la difusión de las diversas culturas políticas, es decir, el proceso de politización, se dio sobre todo en el ámbito local. Para la inmensa mayoría de la población, el ámbito local era el más importante porque era el que afectaba más directamente sus condiciones de vida y sus intereses materiales e inmateriales. En él los actores sociales se reconocían, se socializaban y se politizaban, lo que generaba tanto confrontaciones como alianzas.

En el marco local localizamos los conflictos entre las diversas versiones del liberalismo y del realismo que, a menudo, traducen al nuevo lenguaje político conflictos locales tradicionales de familias y bandos. Viejos conflictos locales revestidos ahora de enfrentamientos políticos y de nuevos instrumentos como los ayuntamientos elegibles y la Milicia Nacional Voluntaria. De ahí la importancia de analizar los ámbitos locales y comarcales para tener una visión global de los significados del Trienio Liberal; de la interrelación entre las culturas y las prácticas políticas; de cómo se realizaban los procesos de politización y participación política, no necesariamente institucionales; de cómo se utilizaba el espacio público y se generaban o reutilizaban espacios de sociabilidad; de cuál era la cultura compartida y cuál la cultura sectorial; de las cosmovisiones que permitían interpretar la realidad y actuar en ella, que ayudan a entender y a comprender por qué los grupos humanos actúan de una u otra forma.

Las nuevas investigaciones han modificado algunas percepciones e interpretaciones del Trienio Liberal, en general, y de alguno de sus hechos, en particular. Destacan la radicalidad política del periodo y el acelerado proceso de politización de las clases medias y populares. Hoy parece más acertado valorar el Trienio Liberal como una profunda revolución liberal que abrió las puertas de la contemporaneidad en España (pero también en algunos países europeos y americanos) que como una «revolución fracasada». La revolución de 1820 y el Trienio Liberal sembraron semillas de libertad, aunque, al final, las aplastaron militarmente y las reprimieron políticamente. Como tantas otras veces a lo largo de nuestra historia.

Revolución y contrarrevolución

Para comprender correctamente el significado del Trienio Liberal en la historia contemporánea española, europea y americana, debemos enmarcarlo en la larga confrontación entre revolución y contrarrevolución que se dio en Europa y América entre 1775-1789 y 1830-1848. Porque el Trienio fue, a la vez, causa y efecto de esta larga lucha entre liberalismo y absolutismo que recorrió los dos continentes y, que entre 1820 y 1823, tuvo uno de sus epicentros en España y sus colonias, porque la península y los territorios de ultramar configuraban una misma entidad política: la monarquía española.

La mirada internacional nos permite ver la bidireccionalidad de causas y efectos entre España, Europa y América, puesto que la revolución española de 1820 influye en diversos países europeos y colonias americanas, pero, a la vez, lo que sucede en estos dos continentes afecta el desarrollo político del Trienio Liberal. Y, teniendo en cuenta esta mirada internacional, no deja de resultar curioso que, a pesar de la clara interrelación entre el Trienio español y el portugués (1820-1823), haya tan pocos estudios que planteen la revolución y la contrarrevolución de manera peninsular.

Durante el Trienio Liberal, las culturas políticas liberal y absolutista expandieron su influencia y se adaptaron a la realidad, a la vez que se confrontaron. Ambas estuvieron presentes en todo el territorio español, pero dispusieron de fuerzas diferentes en cada región, provincia, comarca o ciudad. En aquellos territorios donde hubo un mayor equilibrio de fuerzas y donde ambas culturas políticas eran fuertes, se produjeron los principales enfrentamientos entre liberales y absolutistas (Aragón, Cataluña, Comunidad Valenciana, Galicia, Navarra, País Vasco y Castilla y León). Y en aquellas ciudades que se caracterizaban por el equilibrio de fuerzas entre liberales moderados y exaltados se produjeron las confrontaciones más intensas entre unos y otros (Barcelona, Cádiz, La Coruña, Madrid, Pamplona, Valencia…).

La revolución y la contrarrevolución mantienen una relación dialéctica y se retroalimentan mutuamente, de manera que, si queremos comprender la una, debemos estudiar también la otra. Revolución y contrarrevolución conforman bloques heterogéneos de manera que, durante el Trienio Liberal, podemos distinguir en las filas revolucionarias al liberalismo moderado y al liberalismo exaltado, entre otros colectivos; de la misma manera que en las filas del absolutismo podemos distinguir a los ultras y a los reformistas, entre otros colectivos.

El Trienio Liberal fue el marco de la primera y última confrontación nítida entre revolución y contrarrevolución. Ambas se enfrentaron en España a cara descubierta, ¡sin disfraces! Durante la guerra contra los franceses, el conflicto quedó soterrado por el conflicto entre patriotas e invasores y, posteriormente, durante las guerras carlistas, por el conflicto dinástico.

La historia de España durante la primera mitad del siglo XIX se caracteriza por el largo enfrentamiento entre revolución y contrarrevolución, y por el uso de la violencia política que derivó a menudo en guerra civil. Durante las cinco primeras décadas del siglo XIX hubo dos guerras civiles en España (la realista, de 1822 a 1823, y la carlista, de 1833 a 1840) y cuatro en Catalunya: además de las dos citadas, la de los Agraviados o Malcontents (1827-1828) y la de los Matiners (1846-1848), segunda guerra carlista para algunos.

La mentalidad inquisitorial que trazaba una división excluyente entre el bien y el mal formaba parte de la cultura política de los sectores reaccionarios y contrarrevolucionarios, y no permitía la convivencia política, al contrario, se articulaba alrededor de una política segregacionista y excluyente que pretendía eliminar o aplastar al otro. Esta política dejaba poco espacio vital y político a los perdedores, sobre todo cuando estos eran liberales. Incluso cuando los perdedores eran los contrarrevolucionarios, su ideología excluyente no les permitía vivir en un país gobernado por los otros; de manera que las confrontaciones políticas acabaron con el exilio de un numeroso colectivo de perdedores, tal y como sucedió con los liberales en 1823.

A partir de la Revolución francesa, la política dejó de ser una cuestión exclusiva de las élites y pasó a ser una cuestión de masas, ya que era necesario contar con «el pueblo» o con una parte de él para conseguir el poder. Revolucionarios y contrarrevolucionarios intentaron movilizar a las clases medias y a las populares, ya fuese desde el poder o al margen de él, para conseguir sus objetivos. En la monarquía española, ambos bandos encontraron siempre hombres dispuestos a enrolarse en sus filas: las partidas realistas y la Milicia Nacional Voluntaria movilizaron activamente unos 30 000 hombres cada una.

Las clases dominantes contrarrevolucionarias y revolucionarias, las que ocupaban el poder y las que pretendían ocuparlo, intentaron orientar y controlar estas movilizaciones para que fuesen en la dirección que les interesaba, aunque no siempre lo consiguieron, como muestran las expresiones democráticas y republicanas de las clases medias y populares urbanas y las expresiones democráticas y sociales de sectores del campesinado. Expresiones confrontadas durante el Trienio Liberal y la Revolución Liberal, pero que durante el último tercio del siglo XIX, consolidado el sistema político y social del liberalismo burgués y el sistema económico social capitalista, coincidirían en el republicanismo democrático y federal. Ya que, en el fondo, fuesen de un color u otro, legitimaban la participación popular en la lucha por el poder y los derechos de ciudadanía.

La necesidad de movilizar cultural y políticamente a las clases medias y a los sectores populares dio lugar a una intensa campaña de propaganda política para conseguir los máximos apoyos. Para ello había que ganar la batalla cultural, la confrontación entre la cultura política liberal y la cultura política realista o absolutista. Durante el Trienio se produjo una auténtica batalla político-ideológica entre partidarios y enemigos de la constitución. Los dos bandos utilizaron todos los medios disponibles para hacer llegar su cultura política a las clases populares que, en definitiva, eran las que iban a decantar el fiel de la balanza hacia la revolución o hacia la contrarrevolución: prensa, teatro, sermones, impresos, pasquines, literatura popular, pliegos de caña y cordel, fiestas y celebraciones, etc.

Revolucionarios, liberales y constitucionales

El régimen constitucional se consolidó mediante la formación de un nuevo Gobierno y la convocatoria y reunión de las Cortes, la constitución de los ayuntamientos constitucionales y la de las diputaciones provinciales. El sistema político administrativo liberal tuvo el apoyo de la Milicia Nacional Voluntaria, de las sociedades patrióticas, de las sociedades secretas y de la prensa liberal. Estos espacios de sociabilidad, movilización y politización ciudadana liberal fueron también espacios de confrontación entre el liberalismo moderado y el exaltado.

Las tres instituciones de socialización política de las clases medias y populares durante el Trienio fueron la Milicia Nacional, las sociedades patrióticas y las sociedades secretas (masonería, comunería y carbonería). A ellas hay que unir la prensa, que experimentó una verdadera explosión tanto por el número de periódicos publicados como por su diversidad política y su expansión geográfica por todo el país. Las calles y las plazas, las tabernas y los cafés, y los teatros fueron los espacios de la socialización popular y burguesa y, a la vez, de la confrontación triangular entre liberales moderados, liberales exaltados y absolutistas. En el espacio público se dirimieron los principales combates culturales, políticos y sociales.

Mientras los moderados defendían la preeminencia de la Milicia Reglamentaria restringida socialmente y dependiente del poder ejecutivo, los exaltados defendían la preeminencia de la Milicia Voluntaria con una base social amplia y dependiente de los ayuntamientos y de las diputaciones provinciales. La geografía de la Milicia Voluntaria era sobre todo urbana, pero no exclusivamente. Los miembros de la Milicia Nacional Voluntaria eran adultos jóvenes o jóvenes adultos, pertenecientes a cuatro grupos socio-profesionales: artesanos, menestrales y trabajadores cualificados; profesionales; pequeños y medianos propietarios, y comerciantes. Esta composición (de clases populares y medias) de los milicianos voluntarios se contraponía a la más elitista de la oficialidad y del mando ocupados: hacendados, comerciantes, profesionales liberales y militares retirados. La mayoría de la oficialidad, además, ocupó cargos municipales y participó en tertulias y sociedades patrióticas.

La Milicia Nacional Voluntaria, alineada políticamente con el liberalismo exaltado, se confrontó con los moderados que, progresivamente, fueron abandonando la idea de la «nación en armas». La MNV fue uno de los pilares de la defensa del sistema constitucional ante la contrarrevolución realista y tuvo un importante papel como espacio de socialización y politización de las clases medias y de sectores de las clases populares durante el Trienio Liberal. Para los exaltados, la Milicia Nacional era la alternativa a un ejército del que se desconfiaba.

La geografía de la Milicia Voluntaria, de las sociedades y tertulias patrióticas y de las sociedades secretas era la geografía del constitucionalismo, reforzada por la presencia de una prensa afín, las cuatro configuraban las cuatro columnas del liberalismo. Una geografía periférica: Asturias, País Vasco, Catalunya, Comunidad Valenciana, Murcia, Andalucía, con la excepción de la Comunidad de Madrid y de Extremadura.

La amplia implantación del liberalismo se vio coartada por la profunda división entre moderados y exaltados, y por sus enfrentamientos en las instituciones y en las calles. Mientras que los moderados pretendían moderar la revolución para integrar a las viejas clases dominantes; los exaltados eran partidarios de profundizar en las reformas políticas y de reprimir la contrarrevolución sin miramientos para consolidar el régimen constitucional. Los primeros predominaron en las Cortes y los ayuntamientos entre 1820 y 1821; los segundos, entre 1822 y 1823.

Contrarrevolucionarios, antirrevolucionarios, absolutistas y realistas

Los estudios sobre el realismo, especialmente en las zonas donde tuvo más incidencia, nos permiten ver su heterogeneidad a partir de dos componentes esenciales, que no únicos: los contrarrevolucionarios (los dirigentes con un proyecto reaccionario) y su programa, y los elementos antirrevolucionarios o antiliberales (sectores de las clases populares que se resisten a la praxis del cambio) y sus acciones, unidos por la oposición común a la implantación del liberalismo y por una cultura en parte compartida alrededor de «el Rey y la Religión» o de «el Trono y el Altar». Así pues, la realidad, cuando la analizamos detenidamente, siempre es mucho más compleja y está llena de matices.

La contrarrevolución contaba con el apoyo de sectores de la nobleza, de la Administración, de la alta oficialidad del Ejército y del campesinado, pero, sobre todo, de buena parte del clero y de la jerarquía eclesiástica católica. Fue precisamente el clero contrarrevolucionario el que constituyó el primer armazón absolutista, el que difundió su cultura política y el que coorganizó los primeros motines realistas en ciudades y villas. Más adelante, las partidas y las juntas realistas se convirtieron en el núcleo de la contrarrevolución. Sin embargo, hasta el verano de 1822 no consiguieron verdaderamente poner en jaque al sistema constitucional; aun así, al cabo de medio año habían perdido la iniciativa y tuvo que ser un ejército francés, el de los Cien mil hijos de San Luis, el que restableciera el absolutismo.

La dirección de la contrarrevolución estaba integrada por el rey Fernando VII y los dirigentes ultras de la alta nobleza y del clero. Sus principales apoyos sociales se encontraban entre el clero, los campesinos acomodados, los abogados y los militares. Los estudios realizados muestran que la profunda división entre revolución y contrarrevolución también atravesó la Iglesia católica española y su clero. Este se dividió entre liberales (jansenistas) y absolutistas; estos eran mayoritarios. En cambio, la división fue menos pronunciada en la jerarquía eclesiástica, en la que predominaron ampliamente los absolutistas.

La geografía de la contrarrevolución coincide, parcialmente, con la de la revolución, tal y como hemos señalado: Cataluña, Navarra, País Vasco, Cantabria, Aragón, Comunidad Valenciana, Galicia, Extremadura, Andalucía y el norte de Castilla-La Mancha.

Las razones por las cuales determinados sectores populares se sumaron a las filas realistas fueron diversas (individuales y colectivas) y variaron a lo largo del Trienio: influencia social y económica de los dirigentes, protesta por el malestar social causado por la praxis liberal, posibilidad de ganarse un sueldo en tiempos de crisis, coincidencias ideológicas, incorporación forzosa, huida de las quintas, bandidaje, dinámica de la guerra civil, o dinámicas comunitarias y redes relacionales. De manera que confluyeron en el realismo la oposición contrarrevolucionaria y la antirrevolucionaria, igual que pasó en los movimientos contrarrevolucionarios europeos de la primera mitad del siglo XIX.

La contrarrevolución está presente desde el inicio del Trienio; en cambio, los apoyos populares a esta, la antirrevolución, no llegan hasta el segundo año de praxis liberal, en medio de una coyuntura económico-social muy crítica que aprovecharon convenientemente los dirigentes contrarrevolucionarios. Aunque tampoco debemos ver la contrarrevolución solo como una reacción, porque también fue una alternativa al liberalismo adaptada a los nuevos tiempos y que recurría a los mismos medios que la revolución para combatirla.

Historiografía: descalificación, olvido y recuperación

Al concluir el Trienio Liberal, en 1823, este mereció la atención de políticos e intelectuales revolucionarios y contrarrevolucionarios, la mayoría de ellos protagonistas directos de este periodo. Durante los años inmediatamente posteriores al Trienio, los absolutistas coparon la producción historiográfica interior y construyeron una visión contrarrevolucionaria, según la cual la revolución española de 1820 no fue otra cosa que una mala copia de la revolución francesa de 1789 con toda su violencia y todos sus defectos.

A partir de 1833 y antes en el exilio, se conformó la historiografía liberal, profundamente dividida respecto a la interpretación del Trienio y a las causas de su caída. Durante la primera mitad del siglo XIX prevaleció la visión liberal conservadora que descalificaba la Constitución de 1812 y el Trienio por su radicalismo y achacaba a este las causas de su «fracaso». La visión progresista atribuía la «derrota» constitucional en 1823 a las maniobras del Rey (que encabezaba la contrarrevolución) y a la política de los moderados. Durante la segunda mitad del siglo XIX, el Trienio Liberal se incorporó a las historias generales de España, deudoras, en parte, de los textos publicados por moderados y exaltados en la primera mitad del siglo.

A pesar de su importancia, el Trienio Liberal mereció escasa atención por parte de los historiadores durante los dos primeros tercios del siglo XX. Quizás por la calificación errónea, a nuestro parecer, de «revolución fracasada» con la que se lo etiquetó y aún se lo etiqueta; o bien por situarse entre dos episodios históricos de gran envergadura como la Guerra de la Independencia y las revoluciones liberales de 1833-1843.

El franquismo recuperó la maniquea imagen absolutista del Trienio y lo presentó como títere manejado por la masonería. En los años sesenta y setenta del siglo XX, aparecieron los volúmenes de la escuela de Navarra que planteaban el realismo/absolutismo del Trienio como una supuesta tercera vía «reformista» entre revolución y contrarrevolución. Precisamente en esos momentos aparecían síntesis interpretativas y divulgativas del Trienio confrontadas a los planteamientos de la historiografía franquista y la seudoreformista; a la vez que un grupo de hispanistas franceses se interesaba por el Trienio Liberal.

A finales de los sesenta y durante la década de los setenta se publicaron diversas obras en las que el Trienio ocupaba un lugar central, aunque no exclusivo; prestaban a este periodo la atención que merecía en el marco de la crisis del Antiguo Régimen y de la Revolución Liberal. También se publicaron trabajos que analizaban aspectos temáticos del Trienio: el realismo, la educación, la política tributaria y la hacienda, la milicia o la actitud del clero y de la Iglesia católica.

Fue Alberto Gil Novales quien puso el Trienio Liberal en el taller de los historiadores e historiadoras con la publicación de los dos volúmenes de la pionera y seminal obra Las Sociedades Patrióticas (1975), la correspondencia de Rafael del Riego durante la revolución (1976), la síntesis El Trienio Liberal (1980) y el Diccionario biográfico del Trienio Liberal (1991) y su adenda (1992), entre otros libros y decenas de artículos (Rújula, 2019). No obstante, tan importante como su legado bibliográfico fue la publicación de la revista Trienio. Ilustración y Liberalismo que con acierto, constancia, entusiasmo y profesionalidad dirigió Alberto Gil Novales desde 1983 hasta su muerte en 2016; de la que se publicaron sesenta y nueve números. Trienio se ha convertido en la principal referencia historiográfica sobre este periodo histórico y en una de las principales referencias sobre Ilustración y liberalismo en España y en el mundo.1 Somos muchos los historiadores y los ciudadanos que nos aproximamos al Trienio Liberal a partir de sus trabajos, de su erudición y de sus innovadoras y razonadas aportaciones historiográficas que nos invitaban a investigar y conocer mejor este corto pero intenso periodo de la historia de la España contemporánea.

A lo largo de las cuatro décadas que van de la publicación de la síntesis de Alberto Gil Novales (1980) sobre el Trienio, hasta la actualidad se han publicado numerosas biografías, libros temáticos y artículos sobre el Trienio Liberal;2 aunque nos queda mucho camino por recorrer (sobre todo en el ámbito regional, provincial y comarcal) para conocer qué dinámicas políticas se desarrollaron durante estos años a nivel territorial. Es importante profundizar y conocer más y mejor cómo se socializaron y organizaron liberales y absolutistas en su diversidad, cómo se confrontaron, cuáles fueron sus soportes sociales y geográficos o cómo se desarrolló la politización de los diversos sectores sociales en los distintos marcos locales y regionales.

Con motivo del bicentenario del Trienio Liberal (1820-2020) han aparecido diversos libros y dosieres, y se han celebrado y se celebraran congresos y seminarios tanto en España como en Europa y América. De entre los libros publicados sobre el Trienio, cabe destacar los de Rújula y Chust (2020) y los colectivos coordinados por Rújula y Frasquet (2020); Chust (2020); Chust, Marchena y Schlez, (2021); Morán (2021); Frasquet, Rújula y París (2022), y Chust y Marchena (2022), sin duda las obras más actualizadas historiográficamente sobre el Trienio Liberal. Asimismo, de entre los dosieres y números monográficos publicados en revistas de historia destacamos los coordinados por Larriba y Rújula (2020), Dufour y La Parra (2020 y 2021), Frasquet (2020), Cañas (2020), Carantoña (2021), Sánchez Mejía y Basabe (2021), Arnabat (2021), Fuentes (2022) y Simal (2022).

El libro que el lector tiene en las manos es el resultado del seminario internacional «Bicentenario del Trienio Liberal (1820-1823): revolución, contrarrevolución e impacto internacional», celebrado el otoño de 2021 en la Universitat Rovira i Virgili. El Seminario Internacional lo organizó el grupo de investigación consolidado Història, Societat, Política i Cultura de Catalunya al Món ISOCAC de la Universitat Rovira i Virgili (2017-SGR-00361), por el proyecto de investigación «La dimensión popular de la política en Europa meridional y América Latina, 1789-1898» (PID2019-105071GB-I00), financiado por el Ministerio de Ciencia e Innovación; y por el reconocido grupo de investigación «El siglo XIX: reforma y revolución en Europa y América» (1763-1918), GRIS19 (GIUV2015-229).

El objetivo del seminario internacional era reflexionar acerca de las nuevas aportaciones historiográficas sobre el Trienio Liberal o Constitucional (1820-1823) y debatir el alcance nacional e internacional de estos intensos años de experiencia liberal en un contexto internacional desfavorable; así como su transcendencia en la historia de nuestro país, de Europa y de América.

Participaron en el Seminario Internacional doce historiadores e historiadoras de la Universidad de Lisboa, la Universidad Aix-Marseille, la Universidad de Zaragoza, la Universitat de València, la Universidad de León, la Universitat de Barcelona, la Universitat Autònoma de Barcelona, la Universidad Autónoma de Madrid y la Universitat Rovira i Virgili de Tarragona. La mayoría de los textos presentados al seminario se reproducen en un formato de alta divulgación en este libro, dividido en los tres ejes del seminario: revolución, contrarrevolución e impacto internacional.

Esperamos que este libro contribuya a una mejor comprensión del Trienio Liberal entre la ciudadanía, así como a un mejor conocimiento del impacto que este tuvo en la conformación de la sociedad contemporánea española, europea y americana.3 Porque, como señaló el escritor francés Alexandre Dumas: «Riego ha dejado un canto, de este canto nacerá una revolución, y de esta revolución, la república».

Bibliografía

ARNABAT, Ramon (2020). «Estudio preliminar». En Alberto GIL NOVALES, El Trienio Liberal [Edición de Ramon Arnabat], Prensas de la Universidad de Zaragoza, pp. IX-XXXI.

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1 <https://dialnet.unirioja.es/servlet/revista?codigo=1454>.

2 Una relación no exhaustiva en Arnabat, 2020: XVII-XXXI.

3 Buena muestra de ello es la abundante producción poética que se generó en Europa sobre la revolución española de 1820, en particular, y el Trienio Liberal, en general: Cáceres y Solano (2019), Climaco y Bermúdez (2019) Coletes y Laspra (2019), Gándara y Peralta (2019), y González Martín y González de Sande (2019).

I. LA REVOLUCIÓN

1. Hacia el surgimiento de los modernos partidos: tendencias políticas y formas de organización en el Trienio Liberal

Francisco Carantoña

Universidad de León

El primer liberalismo rechazaba la existencia de partidos políticos porque dividían a la nación, un fenómeno que en el siglo XVIII y las primeras décadas del XIX no fue exclusivamente español.1 Durante la Guerra de la Independencia, el término se utilizaba, con sentido peyorativo, para referirse a los absolutistas o serviles y a los afrancesados; en cualquier caso, eran los primeros los que llamaban partido al liberal. Era casi sinónimo de facción y no suponía que existiese una organización o un programa.

Se mantuvo ese principio en el Trienio, pero la práctica política pronto lo convirtió en ficción. En julio de 1820, cuando el Parlamento acababa de iniciar sus sesiones y las polémicas derivadas de la supresión del llamado Ejército de la Isla y el confinamiento de Riego en Asturias todavía no habían escindido claramente a los liberales, varios diputados reaccionaron airadamente ante el uso, por parte de Moreno Guerra, del término partido para referirse a ellos, especialmente Juan Palarea: «Me he admirado mucho de oír al Sr. Moreno Guerra llamar partido a los liberales: los serviles son un partido; los afrancesados son un partido, pero los liberales es toda la Nación; los liberales no son, ni han sido nunca, un partido; son, lo repito, toda la Nación» (Fernández Sarasola, 2009: 57). A pesar de ello, en los meses siguientes se fueron configurando dos grades corrientes dentro del liberalismo (ni estancas ni homogéneas, pero claramente perceptibles) denominadas moderada y exaltada. Cabe señalar que ambos términos les fueron aplicados por sus rivales, aunque unos y otros acabasen asumiéndolos, siempre con reticencias.

La existencia de diferentes tendencias ya se había percibido en las Cortes de Cádiz, en las que se manifestó una línea anglófila, influida por Jovellanos y con cierto carácter transversal, pues estaba presente tanto en un pequeño sector del liberalismo como en algunos realistas más o menos templados. Frente a ella, la mayoría de los liberales se inclinaría, en el debate constitucional, por el modelo francés de 1791, aunque entre los representantes de las colonias americanas surgió un «partido» con inclinaciones federalistas (Varela, 2011). En cualquier caso, la mayoría reformista era precaria en el Parlamento y el realismo fuerte en el conjunto del país, lo que unió a las corrientes liberales en las votaciones fundamentales y en torno a la nueva constitución. En el primer bienio constitucional, 1812-1814, hubo cohesión sobre ella frente a las amenazas realistas y la actitud del propio monarca, que retornó en marzo de 1814, pero era reacio a jurarla.2

Durante el sexenio absolutista surgieron ya con claridad propuestas de establecer una nueva constitución de rasgos más moderados, que pudiesen aceptar con mayor facilidad Fernando VII o un Carlos IV repuesto en el trono, una alternativa que comenzó a barajarse en 1814. Aparecen en el pronunciamiento de Porlier de 1815 (Butrón, 2021: 63-65) y en el de Vidal de 1818, además de en la conspiración de Beitia, que quizá tuvo alguna vinculación con la conspiración del ejército expedicionario acantonado en Andalucía abortada en 1819 (Morange, 2006). También está presente la posibilidad de crear una Cámara Alta en la representación a Fernando VII de Álvaro Flórez Estrada (Flórez Estrada, 2010: 105), mientras que los afrancesados tenían una clara inclinación hacia el bicameralismo y el aumento del poder del monarca (López Tabar, 2011, 2012). Es cierto que también surgieron propuestas de reforma de la Constitución desde posiciones radicales, que no veían con buenos ojos la intolerancia religiosa o la inexistencia de una declaración de derechos, pero rechazaban el Parlamento bicameral (Carantoña, 2019).

La proclamación por Rafael del Riego, el 1 de enero de 1820, del restablecimiento de la Constitución de 1812 pareció disipar el debate. Muy pocos se atrevieron a cuestionarla públicamente entre 1820 y 1823, incluso desde el grupo exjosefino. El rey prometió jurarla el día 7 de marzo; lo hizo el día 9 y en julio lo repitió formalmente ante las Cortes. En todo el país se publicó entre festejos y autoridades y cargos públicos la juraron solemnemente; se restablecieron provisionalmente los ayuntamientos y diputaciones de 1814 y se celebraron elecciones para renovar esas instituciones y elegir un nuevo Parlamento en un clima optimista y festivo. Los nuevos ministros, nombrados a regañadientes por el rey, eran liberales que habían sido protagonistas durante la etapa constituyente o en las Cortes constitucionales de 1813-1814, salvo el marqués de las Amarillas, que ocupaba la cartera de Guerra. Pocos fueron los reticentes, incluso la mayoría de los defensores del viejo régimen se mostraron desconcertados por la decisión del monarca y dispuestos a aceptar el cambio, aunque fuese sin entusiasmo.

No duró mucho la unanimidad. Las diferencias entre los más moderados, partidarios de cambios pausados y con orden, y los que deseaban acelerar el proceso se manifestaron pronto en los debates de algunas de las sociedades patrióticas que surgirían desde el inicio de la revolución (Gil Novales, 1975; de Miraflores, 1834: 49-50; Alcalá Galiano, 1886: 91-93) y en la prensa, pero la división del liberalismo se haría patente en verano, con el debate suscitado sobre la pervivencia o disolución del Ejército de la Isla.

Las unidades del ejército expedicionario que habían iniciado el levantamiento en enero fueron integradas por Amarillas, que temía su potencial revolucionario, en un Ejército reunido de Andalucía, mandado por Juan O’Donojou, nuevo capitán general de la región, en él se incluían tropas que se habían mantenido bajo el mando de Freyre y se habían enfrentado a los insurrectos. La elección de Antonio Quiroga como diputado a Cortes había puesto a Riego en la comandancia general de este ejército, que buena parte de los liberales consideraba una garantía frente a la contrarrevolución, mientras que los realistas y los moderados lo percibían como un riesgo de radicalización. El 2 de agosto, Riego fue nombrado capitán general de Galicia e invitado por el rey a la corte, pues deseaba conocerlo personalmente, la orden le fue comunicada el día 5. El 4, se decidió una reorganización del ejército de Andalucía que implicaba la dispersión de las fuerzas que habían protagonizado el levantamiento, que se repartirían entre varias localidades y estarían bajo el mando de jefes distintos (Sánchez Martín, 2020: 436-439). El 10 de agosto, la Sociedad Patriótica de la Isla de León se pronunció en contra de la medida. Los generales Riego, Arco Agüero y López Baños expresaron su oposición el día 11, con el envío de escritos al rey y a las Cortes (Sánchez Martín, 2020: 438-439). El conflicto había estallado y la opinión liberal se iba a dividir entre los contrarios a la disolución (los que pronto serían conocidos como exaltados, que contarían con el mayor apoyo popular) y los que la defendían y apoyaban al Gobierno.

El 18 de agosto, el rey aceptó la dimisión de Amarillas, presionado por los liberales, mientras se hacían públicas las representaciones de los jefes del Ejército de la Isla. El Gobierno mantuvo, sin embargo, la decisión. Riego se trasladó por fin a Madrid, como le había sido requerido, el 30 de agosto y el 31 se entrevistó con el rey y los ministros, a los que intentó convencer infructuosamente de que dieran marcha atrás. La reunión fue tensa y Agustín Argüelles (ministro de Gobernación de la Península y verdadero líder del gabinete) lo vio como un peligro de injerencia militar en la política, por lo que se decidió destituir a Riego; se aprovechó un incidente que se produjo en el teatro en la noche del 3 de septiembre, día en que el general había recorrido en triunfo las calles de Madrid. Lo enviaron de cuartel a Oviedo sin que hubiese tomado posesión de la capitanía gallega. El asunto pasó a las Cortes, que el día 7 mantuvieron una tensa sesión en la que Argüelles lo acusó veladamente de conspirador. La escisión entre liberales moderados y exaltados era ya un hecho público. Riego se convirtió, a su pesar, en símbolo de la revolución. Para unos, era una garantía del mantenimiento del sistema frente a sus enemigos; para otros, un peligroso radical, aunque su enorme popularidad obligó a que los últimos atemperasen sus críticas en público.

La división política se reflejó en los debates de las sociedades patrióticas, cada vez más inclinadas hacia la izquierda, y en la prensa. La mayoría moderada de las Cortes, con respaldo del Gobierno, decidió prohibir las sociedades, lo que se plasmó en una ley restrictiva de los derechos de reunión y asociación, que se aprobó el 21 de octubre. El día siguiente se acordó otra que regulaba la libertad de imprenta y que, aunque mejoraba la de las Cortes de Cádiz (pues acababa con las juntas de censura y establecía un sistema de jurados para los delitos de opinión), disgustó a la izquierda liberal por su carácter reglamentista y por la amenaza a los que incitasen a la rebelión o a la desobediencia a las autoridades (CDO, 1821: 234-246). El rechazo se manifestó en periódicos como El Constitucional o en la intervención del diputado Puigblanc, que expuso:

No comprendía cómo pudiese existir la libertad de imprenta con un reglamento de 70 artículos que eran otros tantos eslabones de la cadena con que se coartaba la libertad de escribir. Citó la Inglaterra como modelo en esta parte, asegurando que allí no se conocían leyes ni reglamentos, y que sin embargo la libertad de imprenta se había conservado en todo su vigor, y concluyó diciendo que no había aprobado ni aprobaría artículo alguno de aquel reglamento (DSC, 1820: 1379).

Estas leyes contribuyeron a acentuar las diferencias entre las dos grandes corrientes del liberalismo, aunque la pluralidad iba a ser mayor de lo que indica la tradicional división entre exaltados y moderados, y las discrepancias no siempre fueron irreconciliables.

Las corrientes del liberalismo: diferencias ideológicas y tácticas

El surgimiento de tendencias o partidos distintos en un sistema político con libertad de expresión y un Parlamento representativo era inevitable. Los liberales españoles tenían vivos los ejemplos del Reino Unido y de los Estados Unidos, incluso el de Francia; a pesar de todo, fueron reacios a aceptarlo públicamente. Uno de los líderes políticos de la época, Evaristo Fernández San Miguel (compañero de Riego en 1820, masón, impulsor del periódico El Espectador y secretario de Estado en 1822) lo expuso con claridad unos años después, en una época en que los liberales, de nuevo en conflicto abierto con el absolutismo, todavía no lo asumían:

Se estableció, pues [en el Trienio], entre gobernantes y gobernados, aquella pugna que se ha visto y se verá siempre en cuantas sociedades merecen el título de libres; la misma que se nota hoy día en Inglaterra, en Francia, en los Estados Unidos, en la Bélgica, la misma que experimentamos nosotros dentro de nuestra propia casa. […] Así se vio un partido moderado y de resistencia al lado de otro de exaltación y movimiento. Daba la imprenta y la tribuna pública, pábulo a la animosidad; y, si se quiere, a los resentimientos. Mas no produjeron estos ningún desorden público: ni las autoridades dejaron de ser obedecidas, ni las leyes de ejercer su imperio. Se encerraba la disputa en los límites constitucionales […]. Es indudable que en el seno de las Cortes se habían de formar por precisión los mismos dos partidos en que estaba dividido el liberal en aquellas circunstancias. En todo cuerpo deliberante hay por precisión diferencia de opiniones: en todo legislativo se forma necesariamente un partido de oposición más o menos sistemático hacia el pensamiento y operaciones del Gobierno. No podían estar las Cortes de España exentas de esta regla. […] Era imposible que dejase de suceder en España lo que se ha visto en todas las naciones que se han encontrado en igual caso. Los que se complacen en designar estas disputas y en achacarlas precisamente al carácter democrático de la Constitución, no quieren convencerse de que son efecto de toda situación donde los hombres se ven libres de la mordaza con que enfrenaban antes los déspotas sus pensamientos. (San Miguel, 1835: 54-56)

San Miguel, uno de los pocos que escribe una historia favorable del Trienio en esos años, cuestiona, con razón, que la aparición de los partidos fuese consecuencia del carácter democrático de la Constitución. Muy alejados estaban los parlamentos británico y francés de la democracia, pero eso no había impedido el nacimiento de opciones políticas diferenciadas.

¿Cuáles eran los planteamientos ideológicos de las tendencias del liberalismo? A grandes rasgos, los moderados representaban un liberalismo reformista, pero más conciliador con la monarquía y con los privilegiados y, sobre todo, defensor del orden. Para ellos, el pueblo debía votar en las elecciones (si bien la mayoría se inclinaba por un sufragio censitario), pero aceptar sus resultados y permitir, sin intentar presionarlas, que las instituciones realizasen su labor. El debate político debía limitarse a la prensa (aunque también eran críticos con sus «excesos») y el Parlamento, no debía estar en las calles o en asociaciones políticas. Alejandro Oliván, que pertenecía a la tendencia más conservadora del moderantismo, resumió bien el sentir de los moderados cuando afirmó: «El grande error que se cometió después del atentado de violentar la voluntad del Rey, fue prolongar indefinidamente la revolución en lugar de darla por terminada en el momento» (2014: 101). Por contra, los exaltados deseaban acelerar los cambios, aunque provocasen enfrentamientos incluso con el monarca; eran más combativos con la reacción y defendían las libertades de expresión (aunque eran poco dados a respetar la de los liberales conservadores), de asociación y de reunión. Para ellos, el pueblo debía participar en la actividad política y controlar las instituciones. Sus posiciones se acercaban a la democracia. El Español Constitucional, afín al ala izquierda del liberalismo, definiría así a unos y otros en fechas cercanas a la publicación de la mencionada obra de Oliván:

El exaltado es el español que deseó que se observasen las leyes en obsequio de la libertad; el moderado, el que trató de eludirlas en obsequio del absolutismo. Aquel amaba la constitución de su país y la sostenía tal cual la había jurado; este clamaba por cambios y alteraciones ilegales e intempestivas, alegando necesidades que no existían. (El Español Constitucional, 1824: 128-129)

Aparentemente, todos apoyaban la Constitución de 1812, aunque los moderados hubieran preferido que se aplicase ya el filtro censitario para ser elegido diputado que establecía el artículo 92 y la leían en sentido más conservador, favorable a fortalecer el papel del rey y del Consejo de Estado (Fernández Sarasola, 2011: 201-203). Al margen de estas cuestiones, las diferencias de programa parecían ceñirse a los derechos de reunión y asociación y al papel del pueblo en la actividad política. Habría que añadir también la distinta concepción de la estrategia que debía seguirse hacia los realistas o serviles, contra los que los exaltados exigirían siempre mayor dureza. En cualquier caso, no puede obviarse que fueron unas Cortes «moderadas», las de 1820-1821, las que aprobaron las medidas que ponían fin al Antiguo Régimen: las leyes desamortizadoras, la reducción del diezmo a la mitad, la supresión del mayorazgo o la progresista reforma de la ley de señoríos, que si retrasó su promulgación a 1823 fue solo debido al veto real. El propio Agustín Argüelles, en una breve obra escrita en el exilio, llegó a afirmar que las diferencias entre exaltados y moderados eran sobre todo tácticas:

Las sesiones extraordinarias con que concluyeron las Cortes convocadas en 1820 habían sido extremadamente tempestuosas. La agitación y calor de los debates se había comunicado a todas las provincias, y no podía menos de influir en las elecciones para las nuevas Cortes. Así es que desde las juntas preparatorias se echó de ver cuán numeroso sería en ellas el partido llamado entonces exaltado. Sin embargo, abiertas las sesiones, la opinión constitucional permaneció tan inalterable como en la época precedente. En ninguna de las cuestiones que se promovieron durante el primer año de la nueva diputación se oyó jamás la alusión más remota a reformas constitucionales antes del tiempo señalado por la ley. En este punto reinó constantemente la más perfecta unanimidad, cualquiera que hubiese sido en otras materias la discordancia de opiniones. La diferencia entre los que se llamaban exaltados y moderados en las Cortes no estaba en los principios constitutivos del orden establecido, sino en la elección de los medios para sostenerle. (Argüelles, 1864: 84-85)

Eso no era del todo cierto, ni siquiera con relación a la Constitución, menos todavía con respecto a las reformas, por mucho que existiese amplio consenso sobre algunas. De hecho, el mismo Argüelles, ya diputado, votó en 1822 en contra de ratificar sin cambios la nueva ley de señoríos (DSC, 1822: 1149), que se había aprobado el año anterior por un parlamento de mayoría moderada, aunque fue gracias al voto de los exaltados unido al de una parte de los considerados moderados. Asimismo, en 1823 se demostró que un amplio sector del liberalismo, que iba desde los moderados más identificados con la Constitución a los comuneros menos sectarios, pasando por los exaltados masones, era capaz de superar las diferencias y unirse en defensa del régimen ante la amenaza de intervención militar extranjera.

Argüelles insiste en la obra antes citada en que solo una pequeña minoría, en buena medida antiguos absolutistas, quería reformar de manera inmediata la Constitución y en que la mayoría de los liberales deseaba experimentar su funcionamiento y que la reforma se realizase, si se consideraba necesario, cuando se hubiese cumplido el plazo que esta establecía. En cambio, Álvaro Flórez Estrada, entonces comunero radical, sostuvo en 1825, en un polémico escrito, que desde el inicio del Trienio había existido un partido, que denomina de los modificadores, que deseaba cambiar la Constitución para convertirla en una carta similar a la francesa (1825, 29-39). No es fácil rastrear la dimensión real del sector partidario de instituir cuanto antes un sistema bicameral y de reforzar el poder del rey, pero existía. Como plantea Claude Morange: