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Beschreibung

La menstruación es mucho más que un hecho biológico que afecta al cuerpo de las mujeres en una amplia etapa de su vida. Las diferentes visiones que sobre esta se han dado a lo largo de la historia, las implicaciones psicológicas o antropológicas, los aspectos culturales e incluso las interpretaciones provenientes de movimientos tan relevantes como el feminismo, hacen de este un fenómeno poliédrico en el que merece la pena introducirse. Sin olvidar, por supuesto, ya desde un punto de vista médico, su descripción biológica y sus posibles alteraciones, así como los medicamentos, tratamientos y remedios más o menos naturales que ayudan a mitigar sus síntomas. Toda esta información, explicada de manera rigurosa por especialistas en las diversas áreas implicadas, se ofrece con un estilo divulgativo y accesible que ayuda a que las lectoras o lectores que se aproximen al libro puedan disfrutar de este estudio sobre la menstruación en toda su amplitud.

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Esta publicación no puede ser reproducida, ni total ni parcialmente, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, ya sea fotomecánico, foto químico, electrónico, por fotocopia o por cualquier otro, sin el per miso previo de la editorial.

© Del texto: los autores, 2023

© De esta edición: Universitat de València, 2023

Producción editorial: Maite Simón

Diseño interior: Inmaculada Mesa

Maquetación: Celso Hernández de la Figuera

Corrección: David Lluch

Diseño de la cubierta: Celso Hernández de la Figuera y Maite Simón

ISBN: 978-84-1118-131-0 (papel)

ISBN: 978-84-1118-132-7 (ePub)

ISBN: 978-84-1118-133-4 (PDF)

Edición digital

A Concha Colomer, in memoriam

Ni contigo ni sin ti tienen mis males remedio; contigo porque me matas y sin ti porque me muero.

Antonio MACHADO

Índice

Introducción,Francisco Donat

1. Naturaleza femenina y menstruación: Genealogía de una construcción histórico-cultural,Josep L. Barona

1. Masculinidad y feminidad en la cultura clásica: la génesis de la sociedad patriarcal

2. Argumentos sobre la inferioridad fisiológica de la mujer

3. El significado fisiológico y simbólico de la sangre menstrual en el periodo clásico

4. Humor engendrador (la maternidad) y humor patógeno (la mujer venenosa)

5. La transición hacia la modernidad

6. La sexualidad femenina y el saber médico en la Revolución Industrial

7. De la sangre a las hormonas y los genes: algunas reflexiones finales sobre las biopolíticas del cuerpo y la medicina

8. Comentario final

9. Referencias bibliográficas

2. La menstruación desde una aproximación psicológica,Amparo Bonilla

1. Notas para repensar la menstruación

2. Diferencia sexual: simbolización, cuerpo y subjetividad

3. Mitos, silencios y mentiras científicas

4. Vivencias y experiencias: lo personal y lo político

5. Referencias bibliográficas

3. Análisis antropológico de la menstruación: Del tabú al estigma, expresiones culturales y activismo,María Isabel Blázquez

1. Un acercamiento al tema del tabú

2. Expresiones culturales acerca de la menstruación

3. Las visiones de las propias mujeres

4. Las activistas de la menstruación

5. Referencias bibliográficas

4. La menstruación desde el punto de vista biológico,Francisco Donat

1. Qué es la menstruación

2. Los protagonistas del fenómeno

3. La menarquia y la menopausia. principio y final de la menstruación

4. Cambios en el organismo de las mujeres

5. Referencias bibliográficas

5. Alteraciones de la menstruación,Francisco Donat

1. El dolor durante el ciclo menstrual

2. Los trastornos del ritmo

3. Las alteraciones en la cantidad de menstruación

4. El síndrome premenstrual

5. Referencias bibliográficas

6. Cuidados durante la menstruación,Lourdes Margaix

1. Autocuidados

2. Lucha contra el dolor

3. Sangrado excesivo: fitoterapia

4. Referencias bibliográficas

ÍNDICE ANALÍTICO

AUTORÍAS

Introducción

Francisco Donat

Desde los inicios de su vida profesional, quien trabaje en la salud de la mujer se concienciará de la importancia de la menstruación y de la relación de las mujeres con ella. Mucho más que uno de tantos fenómenos biológicos de la fisiología humana, que también lo es, aparece como un hecho con profundas implicaciones socioculturales y como una notable experiencia de la psicología individual. Su presencia constante durante un largo periodo de la vida de la mitad de la población mundial, con unas manifestaciones muy evidentes y muy llamativas, la ha convertido, a lo largo de la historia, en un foco de interés, de atracción y de rechazo, en un intento constante de comprenderla y de interpretarla. Al hilo de este interés se han ido creando construcciones socioculturales en forma de mitos y tabúes, con actitudes y posicionamientos desconocidos en otros procesos biológicos del cuerpo humano. A su vez, esta red de conceptos y de ideas sociales y culturales que se van modificando con el tiempo ha condicionado una serie de respuestas individuales en las vivencias y los sentimientos de las personas que menstrúan, ante un fenómeno que, visto así, trascendería el ámbito puramente biológico. De esta manera, lo que es un hecho natural de la fisiología femenina se convierte en algo complejo, de carácter poliédrico, donde los ámbitos biológico, psicológico y social, interactúan constantemente y van creando, para bien y para mal, variaciones y matices en las características de la menstruación y en la manera de vivirlas.

En la actualidad asistimos a un interés renovado por la menstruación. En efecto, existen corrientes de pensamiento e investigación en torno a esta, lideradas sobre todo por investigadoras e ideólogas que, desde campos de pensamiento psicosociales y socioculturales, y fundamentalmente desde posiciones ideológicas feministas, abordan el hecho en sus vertientes antropológica y psicológica, reivindicando su carácter de hecho natural, si bien asumiendo su amplia variabilidad como parte de su esencia. Este enfoque, cada vez más presente en los medios de comunicación, coexiste con otra corriente de investigación biológica menstrual protagonizada predominantemente por profesionales de la salud. Esta corriente se sustenta sobre todo en una ideología biomédica, basada en un enfoque biologicista y con tendencia a medicalizar el fenómeno. Ambas corrientes de análisis deberían discurrir en paralelo y alimentarse mutuamente, porque el hecho tiene esa triple magnitud: biológica, psicológica y social. Sin embargo, no es así; más bien parecen constituir puntos de vista enfrentados, entre los que, con frecuencia, surge la polémica.

En medio de esta polémica, las mujeres que experimentan el hecho menstrual demandan información a los dos enfoques. El ciclo menstrual, con sus luces y sus sombras, forma parte de la vida cotidiana de las mujeres y cada persona elabora sus estrategias de relación con este. A ellas va dirigida este ensayo. El verso de Machado que hemos elegido para presentar esta obra expresa, simbólicamente y con hipérbole incluida, esta posición dual compartida por todas: «ni contigo ni sin ti, tienen mis males remedio: contigo porque me matas, y sin ti porque me muero». Y, en efecto, la presencia de la menstruación debe ser vivenciada por la mayoría de las mujeres como una prueba de normalidad y de salud, pero al mismo tiempo se experimentan durante ella incomodidades y molestias de diferente intensidad.

Digamos, en fin, que la menstruación, en tanto que hecho biológico diferencial entre los sexos, se ve hoy sometida a otra polémica más, relacionada con las diversas situaciones de identidad sexual presentes en las ideologías queer y LGTB, desde las cuales, personas que se sienten mujeres y no menstrúan, o que menstrúan y no se identifican como mujeres, rechazan la correspondencia entre menstruación y feminidad, transcendiendo así el plano biológico.

Así pues, y con la intención de contribuir a mejorar el conocimiento sobre la menstruación, este ensayo se ha estructurado con un enfoque multidisciplinar que pretende recoger las diferentes perspectivas actualmente existentes sobre el tema. Es un ensayo, pues, dirigido a las que no conocen el tema, o saben un poco y quisieran saber más. Desde luego, albergamos la esperanza de que las y los especialistas encuentren algo de interés en la obra, y también de que, por ejemplo, amplíe su mirada sobre la menstruación, pero no son el público a quien va dirigida. Por lo tanto, las fuentes en las que se fundamenta el libro provienen más bien del conocimiento asentado que de las investigaciones punteras en curso, por lo que no debe ser considerada como una revisión de la bibliografía más reciente. Por otra parte, y para mantener las particularidades de cada enfoque, hemos optado por organizar la bibliografía por capítulos, y no en un listado común. El libro es un ensayo de divulgación, con perspectiva holística, en el cual, siempre desde una perspectiva de género, conviven capítulos de alta tensión ideológica (1, 2 y 3) con otros de alta tensión biológica (4, 5 y 6), con lo que se intenta reproducir esa dualidad conceptual que tiene el tema. Por ello lo calificamos de análisis multifocal.

Nos pareció que la primera cuestión debía ser: ¿de qué manera se ha interpretado el hecho a lo largo de la historia? Para responderla, en el primer capítulo se realiza un análisis histórico que reflexiona sobre el posicionamiento de las sociedades y los individuos ante el hecho menstrual, y se ponen en evidencia actitudes e interpretaciones diversas, y en ocasiones exageradas, que se han dado a lo largo de la historia.

La siguiente cuestión que se plantea es: ¿cómo influye la menstruación en la configuración del pensamiento de las mujeres y de qué manera se elaboran las adaptaciones individuales a este fenómeno singular? Con este enfoque, en el segundo capítulo se plantea un análisis tanto desde la psicología individual como desde la psicología social, considerando sus repercusiones sobre las personas menstruantes y reflexionando sobre de qué manera las influencias sociales y culturales condicionan una experiencia personal de un hecho que presentamos como natural, pero que las sociedades, y por ello las personas, pueden no verlo como tal.

La cuestión siguiente, en pura lógica, debe ser: ¿cuáles y cómo son estas construcciones y actitudes socioculturales en torno a la menstruación, y por qué son estas y no otras? Este es el tema del tercer capítulo, un análisis antropológico que valora las repercusiones socioculturales desde una perspectiva actual, las reacciones de la sociedad ante el fenómeno y las construcciones y los posicionamientos de las sociedades ante el tema. Todo ello desde un punto de vista feminista.

En el cuarto capítulo se exploran y actualizan los aspectos biológicos que determinan el fenómeno, analizando un corpus de conocimientos que, si bien hoy en día son amplios, no están en absoluto completos en su totalidad porque existen espacios oscuros que la ciencia todavía no comprende. Aun así, lo que se sabe es mucho y fascinante.

La menstruación ni es limpieza, ni purificación, ni mecanismo de descarga, ni el fracaso de ningún destino reproductivo. Es, simplemente, un fenómeno cíclico consistente en la descamación de un endometrio previamente crecido por influjos químicos del ovario, que, de no producirse una fecundación, decrecen bruscamente, descamándose toda la membrana que había crecido. Si hubiera habido fecundación, el ovario seguiría segregando y sustentando la membrana endometrial durante toda la gestación, por ser ahí donde se aloja el embrión.

Cómo se pueden alterar estos mecanismos biológicos, trastornando el bienestar y la salud de las mujeres que menstrúan, constituye el contenido del quinto capítulo, lo que es asimismo analizado desde los conocimientos actuales de la medicina, expresados mediante un lenguaje divulgativo y poniendo en contexto estos conocimientos con los análisis de los otros capítulos, con objeto de contrarrestar el sesgo biomédico que domina su análisis.

Finalmente, en el sexto y último capítulo se ofrece un análisis del abigarrado campo de los recursos disponibles para favorecer y mantener la normalidad menstrual o, en su caso, para manejar los problemas y las alteraciones, elaborado no solo desde la perspectiva de la medicina científica tradicional, más dada a los tratamientos farmacológicos de eficacia demostrada con evidencia científica, sino también analizando críticamente otros enfoques: naturalistas, homeopáticos, higienistas y de autocuidados, con el mensaje implícito de promover el protagonismo de las mujeres en la gestión de su propia menstruación.

Digamos, en definitiva, que esta no pretende ser una obra científica al uso, dirigida a especialistas de alguna de las áreas mencionadas, sino una síntesis actualizada de conocimientos sobre la menstruación dirigida a las mujeres. Nuestra intención e ilusión ha sido contribuir al conocimiento de las mujeres sobre su propio cuerpo, ofreciéndoles informaciones que les permitan posicionarse ante este fenómeno natural y gestionarlo. Un intento, en fin, de coaligar y armonizar todos los puntos de vista sobre este hecho, siempre al servicio del bienestar de las mujeres.

Recientes investigaciones (Botello-Hermosa, 2019)1 han puesto de relieve que el grado de desinformación sobre la menstruación entre las jóvenes actuales sigue siendo importante. Estas evidencias de falta de información o de información errónea, que se analizan en el tercer capítulo, constituyen, en nuestra opinión, uno de los argumentos fundamentales que justifican esta obra.

Digamos, antes de concluir, que desde este intento de contribuir al autoconocimiento y a la autoayuda de las mujeres en relación con su ciclo menstrual, ofrecemos al final del sexto capítulo una bibliografía de autocuidados menstruales.

Invitamos, pues, a las lectoras a introducirse en el análisis de un hecho que forma parte de su fisiología, con la esperanza de contribuir a que lo conozcan y comprendan mejor.

* Quisiera expresar mi reconocimiento a todas mis amigas, compañeras de trabajo, alumnas y pacientes –Amparo, Maribel, Pape, Salud, Concha, Marisa, Reme, Tula, Marina, Pepa, Miriam, Laura, Lourdes, Susi, M.ª José, Rosa, M.ª Ángeles, Begoña…–, porque a través de mi convivencia con ellas aprendí a conocer, a respetar y a admirar a las mujeres. Y, sobre todo, gracias a Óscar, porque me enseña a vivir cada día.

1. Referencias bibliográficas del capítulo 3.

1 Naturaleza femenina y menstruación

Genealogía de una construcción histórico-cultural

Josep L. Barona

1. Masculinidad y feminidad en la cultura clásica: la génesis de la sociedad patriarcal

Con independencia de que sea verosímil la existencia alrededor del Mediterráneo de unas sociedades matriarcales anteriores a las invasiones guerreras de los pueblos indoarios que emigraron hacia zonas climáticamente más benignas desde Asia central, lo cierto es que las sociedades mediterráneas de la Antigüedad tuvieron una organización y una cultura patriarcal en todas partes, desde los hititas y persas, hasta los egipcios, íberos, fenicios, sumerios, babilonios y muchos otros que dieron lugar a los primeros imperios emergentes de la revolución urbana y comercial del Neolítico. Nos han llegado numerosos testimonios materiales del culto a la naturaleza y a la fertilidad, del culto a divinidades femeninas y de algunas mujeres relevantes, pero si algo caracteriza a la sociedad patriarcal desde la Antigüedad es una estructura de poder dominada por hombres, tanto en la dimensión social como en las relaciones personales. El poder pertenece a los hombres y se transmite a través de estos, ostentan la jefatura de la unidad familiar y son los líderes políticos y religiosos. En definitiva, somos herederos, desde la Antigüedad, de un sistema sociocultural en el que la hegemonía de la autoridad y el poder son masculinos y se transmiten por linaje patrilineal, mientras que las mujeres, los niños, los bienes y las propiedades constituyen elementos subordinados y subalternos.

Conviene recordar que la sociedad griega antigua era esclavista y, según las aproximaciones históricas, la esperanza de vida media rondaba en torno a los 30 años, con una elevada mortalidad infantil, de manera que quienes superaban esa etapa crítica podían alcanzar los 40 años. Las mujeres contraían matrimonio entre los 14 y los 17 años, lo que supone unos quince años de vida fértil, en los que tenían varios embarazos, de los cuales entre dos y tres hijos lograban sobrevivir hasta la edad adulta. Había un cierto equilibrio demográfico favorecido no solo por la elevada natalidad y mortalidad, sino también por prácticas de control de natalidad, aborto, métodos de sexualidad no procreativa, relaciones homosexuales y ciertas formas de prostitución y de sexualidad extramatrimonial que tenían como protagonistas a las hetairas. En el siglo II a. C., Polibio expresaba su preocupación por la baja natalidad y el descenso de la población en Grecia. Los testimonios de Demóstenes acerca de las relaciones con cortesanas y concubinas aportan la idea de que se daba una dicotomía en las prácticas sexuales, en las cuales las esposas estaban destinadas a la procreación y a la custodia de los bienes, los hijos y la casa.

En relación con el control demográfico, tanto Platón en la República como Aristóteles en la Política atribuían al Estado la función de vigilar la procreación y aplicar la eugenesia activa cuando el número de hijos era excesivo o cuando se engendraban tarados. Son conocidas las políticas de exterminio de personas con taras físicas que se aplicaban en Esparta, y también la Biblia da testimonio de este tipo de prácticas políticas de exterminio selectivo en su relato sobre el rey Herodes. La sociedad griega poseía una organización profundamente patriarcal. El concepto de oikos, que se refiere a la economía doméstica, no solo incluía a los esposos e hijos, también a los esclavos y las propiedades (animales, tierras, casas, etc.), todos configurando una unidad fundamental para la supervivencia. En ese sentido, la mujer/ esposa aparece claramente domesticada (recluida al ámbito doméstico) en el contexto de las oligarquías urbanas de las polis o ciudadesestado helénicas, lo cual es consecuencia de la diferenciación de roles y de estatus por razones de género: el hombre aparece como protagonista de la vida pública (social, política, filosófica, científica, médica, artística) y la mujer como núcleo del ámbito doméstico. Vemos, pues, que el sistema de familia está orientado a la continuidad del modelo económico y social de la polis, solo garantizado si se controla la evolución de la población, buscando el descendiente varón y procurando que ninguna mujer permanezca soltera, fuera del sistema reproductivo.

Este modelo de familia patriarcal no fue muy distinto en Roma, donde imperaba un padre de familia omnipotente rodeado por una serie de miembros de la familia subordinados a él, tanto los miembros naturales como los esclavos, las amas de cría, los tutores, los hijos adoptivos y demás población plebeya. De hecho, la sociedad se dividía en tres estamentos: patricios (nobles), plebeyos y esclavos. También la mujer se desposaba muy joven, con la peculiaridad de que eran frecuentes el divorcio y el repudio de la mujer por su esterilidad o su relación conflictiva con el marido. Por otra parte, la literatura romana ofrece abundantes testimonios de la preocupación por la fertilidad y el crecimiento demográfico. El moralista estoico Lucio Anneo Séneca defendía aplicar la eugenesia a la progenie monstruosa, a los hijos débiles o anormales, a los que recomendaba asfixiar por ahogamiento. Al parecer era frecuente el uso de remedios anticonceptivos y plantas abortivas, así como el abandono de los hijos. El matrimonio era fruto de un acuerdo familiar pactado en términos económicos, como una dote, que no decidía la esposa, sino el padre. La mujer pasaba de la dependencia del padre a la del marido. En caso de ser repudiada, volvía a la tutela paterna o quedaba abandonada a su suerte, a veces acabando en la mendicidad o la prostitución.

El protagonismo del hombre en la vida pública y social, en la política, el arte, la guerra, la ciencia y la cultura, ha tenido en nuestra tradición, como contrapartida, la exclusión de la mujer. Esa exclusión de lo público puede definirse como domesticación, es decir, la reclusión en el ámbito doméstico y la responsabilidad de la economía (oikos), el cuidado de los hijos, de los animales y del orden doméstico. La legitimación de este orden social tiene raíces ideológicas profundas que se remontan a la concepción de la naturaleza como una realidad construida desde la polaridad: hombre/mujer; día/noche; bondad/ maldad; virtud/pecado; luz/oscuridad. Una dualidad que compartían las filosofías naturales de la Antigüedad, creando arquetipos de masculinidad y feminidad como identidades contrapuestas, coherentes con el orden social patriarcal.

En la tradición helénica, los pensadores más influyentes, como es el caso de Aristóteles, Platón o Galeno, tradujeron esas identidades masculina y femenina en términos biológicos. Construyeron así, con argumentos biológicos, una supuesta inferioridad fisiológica de la hembra con respecto al macho que se daría en todos los animales, también en los humanos. Aristóteles definía a la hembra como mas occasionatus, esto es, un macho no acabado e imperfecto. Precisamente esa imperfección se traducía en atributos psicológicos y morales que hacían de la mujer un ser inferior, consagrado al hogar y a la maternidad y sometido por el orden natural a la dominación masculina. El orden social quería ser expresión coherente del orden natural, y era además legitimado por el orden sagrado y religioso. La concepción del cuerpo y de su funcionamiento elaborada por Galeno de Pérgamo y conocida como humoralismo galénico sintetizó la visión médica de esta doctrina. La ciencia no es objetiva ni neutral y, en este caso, el del galenismo, con una fuerte influencia de las ideas de Aristóteles, elaboró y difundió una doctrina de los temperamentos según la cual la idiosincrasia humoral masculina representaba la fuerza, la inteligencia, la acción, el espíritu generador, mientras que la femenina se identificaba con la sensibilidad, el afecto, la materialidad, la maternidad y la pasividad. Cualidades, humores y temperamentos relegaban a la hembra al rol doméstico de madre.

El otro fundamento esencial para consolidar esta construcción histórico-cultural de la feminidad se encuentra en la religión. La inferioridad biológica y social de la mujer fue definitivamente reforzada en nuestra tradición cultural judeocristiana por la inferioridad espiritual. La transición del politeísmo –más o menos compatible con las filosofías naturales antiguas– hacia un monoteísmo patriarcal construido en torno a la idea del «dios padre» todavía reforzó más la subordinación de la hembra al macho. Cristianismo, judaísmo e islam comparten raíces de esta religiosidad, cuya ideología profundamente misógina forma parte esencial de su dogma. La antropología cristiana –reivindicada por algunos como verdadera seña de identidad occidental y europea– no solo estableció desde los primeros concilios que iluminaron la patrística, y también a partir de las ideas de Pablo de Tarso y Agustín de Hipona, la inferioridad espiritual de la mujer, sino que también llegaron a privarla de alma, elemento esencial para identificar la condición humana, poniendo en cuestión su identidad espiritual y la capacidad de salvación. Muchos debates teológicos, que llegaron hasta los primeros siglos de la modernidad, tuvieron que transcurrir hasta que la mujer –siempre humana y espiritualmente inferior– recibiera al menos el reconocimiento de una espiritualidad humana gracias a la figura del gran referente femenino del cristianismo: María, la madre de Cristo.

No es casual que en todas las mitologías patriarcales la mujer, llamada Eva o Pandora, estuviera estigmatizada como origen del mal, de la enfermedad, del dolor y de la muerte. La mujer curiosa e inconstante, sensible y de inteligencia escasa. La mujer culpable de romper el orden sagrado instaurado por Dios-Padre, pecadora, seductora, personificación del mal. En las sociedades clásicas, el poder patriarcal se fundamentaba en una sólida concepción de la condición humana legitimada por elementos religiosos, filosóficos y biológicos que contribuyeron a dar coherencia a la inferioridad fisiológica, social y espiritual de la mujer con respecto al hombre.

Degradada a una condición de inferioridad, el contacto del hombre con la mujer siempre rebajará y pondrá en peligro la perfección del macho, sea en la dimensión espiritual, sea en la física, por lo que algunos médicos veían en la mujer un agente transmisor de enfermedades (venéreas), un riesgo, y los sacerdotes, una amenaza para la perfección espiritual, una justificación para proclamar la excelencia del celibato. Las religiones monoteístas patriarcales han mirado a la mujer desde el miedo, desde el peligro, desde la amenaza. También las filosofías naturales, como el platonismo, que describía el útero como un animal que devora el miembro masculino, o la medicina, que entre sus categorías patológicas describía la histeria y el furor uterino como enfermedades propias de los genitales de la hembra.

La presencia de la mujer como ente individual, social, intelectual y espiritual ha sido tradicionalmente ocultada detrás de la subordinación al dominio masculino, al orden de la biología y al orden sagrado patriarcal. Cuando la feminidad ha buscado espacios de presencia fuera del ámbito puramente doméstico, entonces se ha convertido en un factor desestabilizador y subversivo. Hipatia es un ejemplo en la Antigüedad, así como Oliva Sabuco lo fue en el Renacimiento o Marie Curie en la sociedad contemporánea. Hay que añadir también el gran número de brujas, sanadoras, parteras y abortistas que fueron víctimas de jueces, médicos e inquisidores –instrumentos del poder patriarcal– y que sufrieron desde el anonimato de la historia a la tortura y las llamas de la hoguera.

2. Argumentos sobre la inferioridad fisiológica de la mujer

Antiguamente, la fuente de conocimiento sobre la vida y la morfología de los animales se centraba esencialmente en la caza y la pesca, debido a la necesidad de buscar alimentos para sobrevivir. También los animales formaban parte de la dimensión simbólica, y cada uno recibía un significado en las diversas construcciones culturales de la naturaleza: maligno, protector, sanador, venenoso. Los animales y sus tótems eran parte esencial de las formas más antiguas de religiosidad. Los animales se transformaron en objeto del conocimiento científico en dos momentos fundacionales de especial relevancia separados por un siglo de distancia. El primero lo encontramos en la filosofía de Anaxágoras, vinculada al saber naturalista jonio y al auge de la polis democrática de Atenas liderada por su amigo Pericles. Según Anaxágoras, la superioridad del hombre sobre los animales radica en su capacidad de acumular experiencia a través del trabajo realizado con las manos. Era patente su hostilidad hacia la tradición aristotélica y sacerdotal helénica, y hacia el pitagorismo, por lo que rechazaba la idea de un cielo poblado de divinidades astrales y lo suponía formado por fragmentos de cristales incandescentes. Según el testimonio de Plutarco, su principal doxógrafo o comentador, la sabiduría profana de Anaxágoras se basaba en el conocimiento sensorial, y por tanto en la disección del animal como fuente de conocimiento, no como la sabiduría sagrada del adivino, mago o sacerdote, que solo veía en el animal una representación simbólica encarnada de los signos enviados por las divinidades.

Ciertamente, la racionalidad científica representada en la Antigüedad por Anaxágoras contaba con precedentes como las disecciones que posiblemente practicó el pitagórico Alcmeón de Crotona. También se encuentran recomendaciones de disección y vivisección en los textos hipocráticos, pero en el siglo V a. C. la disección de cadáveres de animales era un acto excepcional, polémico y a veces considerado impío. La mentalidad científica de Anaxágoras supuso un primer punto de inflexión en las relaciones entre el hombre y el animal, principalmente considerado como objeto de caza para alimento o como sujeto de culto.

Sin embargo, la génesis de una racionalidad científica metódicamente orientada a obtener conocimiento a partir de la observación de los animales se encuentra en la Historia animalium, de Aristóteles. En el capítulo de este texto dedicado al origen de las venas, Aristóteles manifiesta su discrepancia con los médicos hipocráticos y defiende que el conocimiento científico solo puede basarse en la observación del animal vivo o muerto, sacrificado en la carnicería o ante los dioses. La morfología animal solo puede estudiarse mediante la disección del cuerpo con un procedimiento establecido y orientado al conocimiento. Con Aristóteles, el animal deviene objeto de conocimiento científico mediante la experiencia disectiva y vivisectiva.

Por su parte, el saber fisiológico clásico se fundamentaba en conceptos generales derivados del aristotelismo. Uno de ellos es la noción de movimiento, que esencialmente iba asociada a la idea de transformación o cambio, el paso de la potencia al acto, del poder ser al ser en todas sus dimensiones: sustancial, cuantitativa, cualitativa o espacial. Otro concepto esencial era la idea de naturaleza (physis), que en términos aristotélicos representaba el principio o la causa del movimiento y el reposo. Importa destacar que el concepto de physis describe tanto el cosmos en su conjunto como la naturaleza particular de cada individuo (animal, vegetal o humano). Desde esa dimensión metafísica, la physis o naturaleza es lo que hace que la semilla se transforme en árbol o el huevo fecundado configure el embrión de un animal. Este fundamento intelectual permite comprender mejor la construcción cultural de la naturaleza humana y, claro está, también la de la naturaleza femenina.

A comienzos del siglo V a. C., Zenón de Elea defendió una doctrina sobre la naturaleza basada en la existencia de cuatro cualidades primarias: calor, sequedad, frío y humedad. De la combinación y transformación de esas cualidades primarias procedería la naturaleza de las cosas. Para construir un relato acerca de la naturaleza humana, la medicina helénica vinculó esas cuatro cualidades primarias de Zenón con cuatro humores corporales, postulando el predominio de cada una de las cualidades durante una estación del año: la sangre (mezcla de calor y humedad) sería el humor predominante en primavera; la flema o pituita (mezcla de frío y humedad) predominaría en invierno, mientras que la bilis amarilla o cólera (mezcla de calor y sequedad) lo haría en verano, y, por último, la melancolía o bilis negra (mezcla de frío y sequedad) se volvería abundante en otoño. La medicina hipocrática asoció estos cuatro humores a los cuatro órganos principales del cuerpo humano. La sangre estaría producida por el hígado, vitalizada por el corazón y distribuida por las venas; la flema se asociaba al cerebro, la melancolía al bazo y la bilis amarilla o cólera al hígado. La salud perfecta consistiría en el equilibrio (eucrasia) o mezcla perfecta y temperada de los cuatro humores, mientras que la enfermedad se entendía como discrasia o ruptura del balance o equilibrio humoral, no solo en la proporción, sino en la cualidad. La salud es esencialmente armonía o equilibrio. De este modo, la corrupción humoral (humor deteriorado o en mal estado) era causa de enfermedad. Según los casos, el equilibrio se interpretaba como armonía o como simetría. En su dimensión más inmediata, la enfermedad se explicaba como una plétora o exceso de humor, cuyo remedio consistiría en la evacuación mediante purgantes, laxantes, vomitivos y sangrías o ventosas.

En la obra de Galeno de Pérgamo (siglo II d. C.) encontramos la síntesis más influyente de la cultura médica helénica. A lo largo de más de un centenar de tratados, Galeno sistematizó el modelo biológicomédico predominante durante la Edad Media y los primeros siglos de la Edad Moderna. Los fundamentos de su pensamiento se encuentran en la filosofía natural de Platón, en la racionalidad científica de Aristóteles aplicada al estudio de la vida, en la anatomía alejandrina y en su propia experiencia disectiva y vivisectiva. La fisiología de Galeno se basaba en la existencia de una diferenciación sustancial entre los seres vivos y la materia inanimada, que se sustentaba sobre la existencia de un alma o psykhé, elemento rector del organismo y la vida, el calor innato de los animales y una serie de facultades o potencias (dynaméis) acordes con el nivel de perfección de los seres vivos. Siguiendo la filosofía natural de Platón, Galeno distinguía tres tipos de funciones localizadas en cada una de las cavidades orgánicas: las funciones naturales o vegetativas (digestión y asimilación de los alimentos, y generación o reproducción), con asiento en la cavidad abdominal; las funciones vitales, derivadas del aparato cardiorrespiratorio y localizadas en la cavidad torácica (sensación y motilidad), y otras como la inteligencia, el entendimiento y la memoria, localizadas en los ventrículos cerebrales. Estas funciones estarían vinculadas a la acción de tres almas: vegetativa, sensitiva y racional, localizadas respectivamente en el hígado, el corazón y el cerebro, almas que operarían a través de los espíritus naturales, vitales y animales.

La fecundación, la embriogénesis y la herencia biológica eran cuestiones muy presentes en las filosofías de la naturaleza helénicas. Algunos asuntos aparecen de forma constante en el pensamiento biológico helénico: uno es el origen y la naturaleza de la materia generativa y el patrimonio hereditario que transmite; otro, la determinación del sexo y los factores que establecen la semejanza entre padres e hijos. La doctrina más antigua es la conocida como doctrina seminal encéfalo-mielógena, que conocemos a través de los fragmentos de la obra de Alcmeón de Crotona, el médico pitagórico más antiguo del que hay referencias. En su concepción del cosmos corporal, el cerebro ocuparía el lugar principal y por eso sería el órgano productor de la semilla reproductiva. Probablemente esta idea era compartida por los pitagóricos y tal vez procedía de culturas orientales que también la propugnaban. Para dar verosimilitud a esta idea encontramos en el texto hipocrático De natura hominis la referencia a una comunicación directa entre el cerebro y los testículos a través de la médula espinal. Siguiendo la lógica de la polaridad, tan extendida entre las culturas clásicas de la Antigüedad, Alcmeón entendía la fecundación y el desarrollo embrionario como una lucha de fuerzas contrarias entre el esperma masculino y el femenino. La cantidad y la diferencia en potencia, calidad o fuerza serían los factores fundamentales que determinarían el sexo y los rasgos físicos y psicológicos. Al espesor del semen masculino se contraponía la fluidez del femenino, considerado por eso más ligero y débil. Decía Galeno en su tratado fisiológico De usu partium: «El esperma de la mujer, además de contribuir a la generación animal es útil también para estos fines: al excitar a la mujer al acto venéreo y al abrir el cuello de la matriz durante el coito, el esperma es de una utilidad nada despreciable».

Hipón de Regio, sin embargo, fue un paso más allá y negó la capacidad generativa del esperma femenino, cuya función sería simplemente la de nutrir al embrión. Según esta doctrina, la determinación del sexo dependería de la hegemonía del semen más fuerte.

Además de estas ideas biológicas, en la construcción cultural del género hay que tener en cuenta que la sociedad griega asociaba la masculinidad al calor y la perfección, mientras que la feminidad significaba frialdad e imperfección. Asumiendo esas ideas, Empédocles propuso otra versión que tendría una amplia influencia en la medicina occidental. Según sus ideas, el sexo viene determinado por la cantidad de calor con el que se forma el embrión en el útero de la madre, de manera que el esperma que se deposita en un útero caliente formará un macho, mientras que si el útero es frío formará una hembra. Hay que recordar que la idea de calor iba asociada en la cultura griega a fecundidad e inteligencia, mientras que el frío se asociaba a la esterilidad y la sensibilidad. De ahí que la polaridad calor/frío contribuyera también a concebir a la hembra como un ser sexualmente pasivo y receptor.

La medicina hipocrática incorporó estas ideas de Empédocles añadiendo a la dualidad calor/frío las características de sequedad y humedad, de manera que elaboró una doctrina de los temperamentos según la cual calor/inteligencia/sequedad serían los atributos del sexo masculino, mientras que frialdad/sensibilidad/humedad serían los femeninos.

Otro aspecto que también sirvió para explicar las diferencias de género fue el significado simbólico de la derecha y la izquierda, que popularmente se asociaban respectivamente a los atributos de fuerza y habilidad, o debilidad y torpeza. A pesar de la simetría de los animales, los filósofos griegos insistían en la polaridad/dualidad, atribuyendo una parte buena y otra mala; una fuerte y la otra débil. Asumiendo las ideas de Parménides de Elea, los médicos hipocráticos concebían el útero como un órgano dividido en dos partes anatómicas, de manera que los machos se forman en la parte derecha (más caliente por su proximidad al hígado), y las hembras en la izquierda, que es más fría. De este modo, la doctrina de la doble simiente masculina y femenina, que explicaba la fecundación como fusión del semen de ambos sexos, fue volviéndose más compleja hasta crear una explicación de la diferenciación sexual en la que la masculinidad se asociaba a la perfección y la feminidad a la imperfección. En el texto pseudogalénico De spermate su autor indica:

Si el semen cae en la parte derecha de la matriz, el niño es macho… Pero si se juntan allí un semen viril débil y un semen femenino más fuerte, el niño, aunque salga macho, será frágil de cuerpo y de espíritu. Puede suceder también que de la asociación de un semen débil y de otro femenino fuerte nazca un niño dotado de los dos sexos. Si el semen cae en la parte izquierda de la matriz se forma una hembra… y si prevalece el semen macho se tratará de una mujer viril y fuerte, y a veces velluda. Puede también ocurrir en este caso que, a consecuencia de la debilidad del semen femenino, nazca un niño provisto de los dos sexos.

Por otra parte, la doctrina de la doble simiente permitía interpretaciones coherentes sobre la transmisión de los caracteres hereditarios. Según una doctrina ampliamente divulgada que tenía como referente las ideas de Parménides, si el esperma masculino procedía principalmente de la parte izquierda del cuerpo del padre, tendería a formarse descendencia masculina, y si procedía de la derecha, entonces nacerían hembras. Si el esperma de la madre procedía de la parte derecha, al ser el de la mujer más débil, entonces el nuevo ser se parecería al padre; si procedía de la izquierda, se parecería a la madre. De este modo podían darse todas las posibles combinaciones: hijos que se parecen al padre, hijas que se parecen al padre, así como hijas o hijos con las características de la madre.

La representación microcósmica del individuo dio sustento al punto de vista de los atomistas, que aceptaban la existencia de la doble simiente masculina y femenina. Demócrito concebía el esperma como una sustancia que contiene la síntesis perfecta de todos los átomos del cuerpo del individuo, lo que servía de punto de partida para la doctrina denominada panspermia, que derivó en variantes concretas entre los naturalistas medievales y modernos. Según la panspermia, el semen es una síntesis perfecta del individuo que lo produce, de forma que el sexo y la herencia son el resultado de la lucha entre el semen masculino y el femenino, que se funden y uno de ellos –el más potente– se impone al otro. Como Demócrito concebía el esperma como un conjunto de átomos, la cantidad de materia seminal también era fundamental para explicar la herencia, no solo por la fuerza del semen, sino también por la cantidad.

A partir de las ideas de Hipón de Regio se fue configurando la doctrina de la simiente única. Hipón defendía que el esperma procede solamente del macho, siendo la hembra el receptáculo donde el embrión se forma y desarrolla. Era una idea alternativa y contraria a la doctrina de la doble simiente. Después de Hipón la encontramos en uno de sus más fervientes defensores, Anaxágoras (siglo V a. C.), quien también creía que la diferenciación sexual estaba determinada por el esperma masculino, de manera que el esperma procedente de la parte derecha del macho engendraría descendencia masculina, mientras que el de la izquierda formaría hembras.

La doctrina de la semilla única masculina alcanzó su máxima elaboración e influencia con el filósofo más importante de la biología antigua: Aristóteles. Principalmente en su obra De generatione animalium (Sobre la generación de los animales), desarrolla una doctrina sobre el origen del esperma, la fecundación, la generación y la herencia de los animales. Para explicar el origen de la materia seminal adoptó la doctrina de las semillas hematógenas, postulada unas generaciones antes por Diógenes de Apolonia (siglo V a. C.). En contra de la pangénesis, que concebía el esperma como una síntesis perfecta de todas las partes del microcosmos corporal de los animales, la doctrina de las semillas hematógenas defendía que la materia seminal procede de la sangre a través de un proceso de elaboración que le aporta el grado máximo de perfección y sutilidad. El resultado es una sustancia espumosa, el esperma, que posee la cualidad del calor en su grado máximo.

La fecundación no requiere, según Aristóteles, la mezcla del esperma masculino y femenino, como pensaban Alcmeón de Crotona y los médicos hipocráticos, sino que es el semen masculino el portador del principium formans, principio del movimiento y la generación, necesario para engendrar la vida. La hembra solo aporta el principio de la materialización. Aristóteles define el sexo masculino como el que engendra en otro, y el femenino como el que engendra en sí mismo. Aplicando a la fecundación y al desarrollo embrionario su peculiar visión de la causalidad –que distingue entre causa material, formal, eficiente y final–, Aristóteles afirmaba que el esperma masculino aporta la causa formal y eficiente del nuevo ser, mientras que la hembra solo aporta la causa material. Decía Aristóteles en De generatione animalium:

Ahora bien, como el flujo menstrual es la secreción que corresponde en las hembras al líquido seminal de los machos, y como, por otro lado, no es posible que en un mismo ser se produzcan dos secreciones espermáticas, es evidente que la hembra no contribuye a la emisión de esperma en la generación: si lo emitiese, no tendría menstruaciones… Algunos imaginan que la hembra emite su parte de esperma en el coito, porque el placer que experimenta algunas veces es comparable al de los machos y porque emite, al mismo tiempo, una secreción líquida: pero este líquido no es espermático, es una secreción local propia de cada mujer.

Aristóteles intentó verificar este modelo teórico mediante la observación y el razonamiento, el método aristotélico por excelencia. La ausencia de testículos en ciertas especies animales le hizo pensar que esas estructuras anatómicas no debían desempeñar un papel relevante en la producción seminal, y por eso les atribuyó la función de regular el calor del esperma al enlentecerse la circulación de este al pasar por los testículos. Aristóteles pensaba que el semen se engendra en el conducto deferente, en el punto de encuentro de la vena y la arteria espermáticas, y que está formado por pneuma y calor. El semen masculino dirige el desarrollo y el orden de formación del embrión mediante el principium formans, principio formativo, que ordena la materia en la matriz de la hembra y que constituye la forma inmaterial, el alma que reúne los atributos de cada especie animal. Su pensamiento embriológico se denominó doctrina epigenética y, de acuerdo con ella, es el principium formans del varón o espíritu generativo el que va dando forma sucesivamente a una materia aportada por la hembra, que es originariamente amorfa, o carente de orden formal. La formación del embrión es la secuencia ordenada de las partes constitutivas del individuo de la misma especie que sus progenitores. Las partes no están preformadas en la semilla, sino que se van formando por la influencia de una fuerza inmaterial, principio generativo o formativo o alma.

Aristóteles tenía una concepción cardiocéntrica del organismo animal y humano. Pensaba que el centro de la organogénesis es el corazón, del que depende el desarrollo del embrión. Cumple esta función por ser la sede del calor innato y del principium formans, calor y alma que recibe del semen del progenitor masculino. Dicho de otro modo: el cuerpo, la materialidad corporal, depende de la madre, mientras que el alma o espíritu formativo procede del padre, que la modula. Ambos determinan la individualidad, la herencia y el sexo. Aristóteles creía que la formación perfecta del embrión o entelequia da origen a un animal masculino. Engendrar una hembra es el resultado de una realización incompleta o inacabada. El macho es el animal bien acabado, mientras que la hembra es un ser imperfecto, resultado de un desarrollo incompleto u obstaculizado.

La formación insuficiente o defectuosa que acaba dando origen a una hembra puede deberse bien a la debilidad del principium formans del progenitor, bien a la resistencia de la materia que aporta la hembra frente al principio formador. Según el grado de obstaculización o déficit de fuerza del semen, Aristóteles consideraba diversas posibilidades, desde el impedimento absoluto hasta desarrollos defectuosos o incompletos. Resultado de ello eran todos los posibles cruces de características hereditarias: hembra semejante a la madre, hembra semejante al padre, macho semejante al padre o semejante a la madre, o incluso a sus antepasados más remotos.

Era común la idea de que la hembra posee mayor deseo sexual que el macho al ser atraída por el calor (icono de perfección) de este, y desear de él la perfección que le falta. La actividad heterosexual suponía intercambio de calor: pérdida de perfección en el macho y ganancia para la hembra. Consecuencia de esta construcción cultural era la idea de que la naturaleza femenina transmite imperfección y enfermedad a través del acto sexual, puesto que la hembra roba perfección al macho. Algunos autores han visto en esta idea una ética proclive a la homosexualidad, dado que el intercambio se daría en este caso entre individuos con el mismo grado de perfección o imperfección.

3. El significado fisiológico y simbólico de la sangre menstrual en el periodo clásico

La doctrina humoral de la medicina clásica helénica identificaba la salud con la armonía o el equilibrio perfecto de los cuatro humores: sangre, flema, cólera y melancolía, producidos por órganos específicos y almacenados y distribuidos por el cuerpo. El organismo fabricaría esos humores a partir de los alimentos y los consumiría de acuerdo con las necesidades nutritivas y las actividades de los órganos. El estado perfecto sería el equilibrio entre los humores y entre lo producido y lo consumido. No obstante, dada la condición de inferioridad atribuida a las hembras y su función en la construcción material de la descendencia, la teoría humoral explicaba la menstruación como una plétora o exceso de humor. Siendo la hembra más fría, húmeda e imperfecta, el funcionamiento normal de sus órganos corporales no tendría la intensidad necesaria para consumir todos los humores producidos. Se generaría así un exceso de humor que se iría acumulando hasta ser expulsado periódicamente cada mes. Los textos latinos se referían a la menstruación como purgationibus mulierum o menses, es decir, humor que se purga cada mes. La mayor frialdad femenina se traduciría en menor calor y, por tanto, menor consumo humoral. Ello aportaría mayor sensibilidad o impresionabilidad, pero generaría un exceso humoral que dará significado fisiológico a la menstruación, el embarazo, la formación del feto y la lactancia.

Si tenemos en cuenta que, en todo el proceso reproductivo, la hembra era considerada como causa material –es decir, aquella que aporta la materia necesaria para la formación del embrión y el feto–, esa materialidad se vinculaba directamente a la menstruación. Cuando la mujer no está embarazada expulsa el exceso de humores, la sangre que sirve para construir la corporalidad del nuevo ser que se forma en su vientre. Cuando se produce el embarazo, esa sangre deja de expulsarse mensualmente para emplearse en la formación del feto. Esa es la razón por la cual se interrumpe la menstruación con el embarazo. Es más, para la supervivencia y la alimentación del recién nacido, que no puede alimentarse por sí mismo, esa plétora humoral se utilizará durante la lactancia, al producir la leche materna que alimenta al recién nacido. Para la medicina clásica helénica y también para el galenismo medieval y la medicina protomoderna, la menstruación era el resultado del exceso humoral necesario para formar materialmente al feto y alimentar al recién nacido. Por ello la menstruación es el principal signo de fertilidad femenina, el anuncio de una posible maternidad cuando se da la menarquia y la expresión de una nueva etapa en la vida de la mujer. En la infancia, la mujer no procrea, como tampoco en la vejez. El término menarquia procede del griego μήν, μηνός, ‘mes’, y αρχή, ‘principio’, es decir, la llegada de la menstruación es el anuncio de que la mujer inicia su etapa de fertilidad. Todo ello indica que, en la cultura clásica, la naturaleza femenina y la condición de mujer están fuertemente condicionadas por la biología. La menstruación es algo más que un fenómeno fisiológico explicable desde la doctrina humoral; por el contrario, es el rasgo distintivo y más esencial de la condición femenina, asociado a su capacidad de procrear, a la maternidad. Todo ello tejió una red compleja de ideas, argumentos y valoraciones acerca de la naturaleza femenina y su función social.

Bajo la influencia del aristotelismo y de otras corrientes de la filosofía natural helénica, la medicina clásica griega asumió con argumentos biológicos la inferioridad fisiológica de la hembra con respecto al macho. A lo largo de la Edad Media se introdujeron numerosos matices e interpretaciones de detalle que no invalidaron el fondo de la doctrina. En su texto De coitu, el renombrado traductor Constantino el Africano señala que el semen es almacenado y transformado en los testículos, donde su calor se hace más sutil, el frío más denso, la sequedad más moderada y la humedad que recibe le da abundancia. Desde allí es expulsado hacia el exterior. El predominio de una de esas cualidades en los testículos determina el aspecto, el sexo, la pilosidad y demás cualidades del embrión. Como el esperma supone la esencia de los miembros sanos y su expulsión vacía el cuerpo de espíritu vital, se produce cansancio y debilidad tras el coito, además de tristeza, contracciones, olores desagradables, cefaleas, etc.

El semen es una sustancia húmeda, pura, cálida; el esperma, según Galeno, es spiritus y humor spumosus. El humor es espumoso a causa del movimiento, como ocurre en el mar durante una tempestad. Fuera del recipiente adecuado, el espíritu del semen se desvanece (Constantino el Africano: De coitu, siglo XII).

En algunos textos médicos medievales se planteaba el debate sobre la existencia de esperma femenino, que no solo es el fundamento de la doctrina de la doble simiente, sino que forma parte de los orígenes del pensamiento indoeuropeo y lo encontramos en los vedas hindúes y en diversos textos brahmánicos. La participación del esperma femenino en la fecundación y formación del embrión era un argumento contra el aristotelismo, que negaba cualquier participación de la hembra más allá de aportar la materia. Por lo general, el punto de vista de los médicos hipocráticos y galénicos coincidía en aceptar la idea de la doble simiente, aunque siempre consideraron que el semen femenino era de inferior calidad, «como una segunda secreción del masculino», semejante al líquido prostático. No podía ser de otro modo al ser la hembra inferior, un mas occasionatus, un macho inacabado, en palabras de Egidio Romano.

4. Humor engendrador (la maternidad) y humor patógeno (la mujer venenosa)

El cristianismo medieval adoptó una moral represiva contraria al placer y, como se expresa en el relato del Génesis al tratar sobre el pecado original, la aceptación del sacrificio y el dolor como consecuencia de la culpa y el pecado. Promulgó también el ideal de la virginidad y el celibato como estado de perfección. Desde sus orígenes, la Iglesia ejerció un férreo control sobre la moral sexual, algo que escapó de las manos del Estado o del ámbito de competencias de la medicina. Se produjo la progresiva satanización de toda práctica sexual ajena a la procreación. De este modo, el celibato monacal y la abstinencia sexual se consideraron ideal de perfección, mientras que la práctica sexual iba asociada a la pérdida de perfección moral y física. Otro tanto puede decirse de la búsqueda del placer, algo considerado como antinatural y demoníaco, como se expresa en el Antiguo Testamento, en el relato que narra el castigo de Dios a Onán.

La herencia de los saberes clásicos se discutió desde la óptica del cristianismo en el contexto de la sociedad feudal medieval. El difícil sincretismo entre medicina helénica y cristianismo desplazó el interés más hacia la generación que hacia la anatomía o la fisiología, aunque la doctrina predominante fuese el galenismo. En la iconografía anatómica medieval, la representación de los órganos sexuales de la hembra es la de los del macho invertidos. La anatomía salernitana –practicada en la escuela médica del monasterio benedictino de Salerno desde el siglo XII– veía en los testículos la sede de la facultad generativa y restaba importancia a la matriz o al pene, considerados meramente instrumentos al servicio de esa facultad generativa. El escroto protector y los conductos seminales colaborarían en la purga y el transporte del semen. El tratado salernitano De spermate (siglo XII) recoge la representación del útero de siete cuernos: tres a la derecha, donde se engendran los machos, tres a la izquierda, donde se engendran las hembras, y una celda al fondo que engendraría hermafroditas.

En la tradición árabe medieval, la obra más difundida, el Canon de medicina, de Avicena (Ibn Sina), al tiempo que reafirmaba la necesidad del semen femenino y la fisión de las dos simientes para la fecundación y el desarrollo del feto, persistía también en la idea de la inferioridad anatómica y fisiológica de la hembra. Afirmaba Avicena (Canon, libro III, fen. 20, tr. I, c.1):

El instrumento de la generación es la matriz en la mujer, que ha sido creada similar al instrumento de la generación en el hombre, es decir, la verga y lo que la acompaña. Sin embargo, uno de esos instrumentos es completo y está dirigido al exterior, mientras que el otro es reducido y retenido en el interior, constituyendo en cierta forma el reverso del miembro viril. La envoltura de la matriz es como el escroto, el cuello como la verga. En las mujeres se encuentran dos testículos igual que en los hombres, pero en estos son más grandes, están proyectados al exterior, tienden a adoptar la forma esférica; en las mujeres son más pequeños, de una esfericidad algo aplanada y situados en el interior de la vulva.

La doctrina de la doble simiente aparece en numerosos textos árabes medievales de Ali Abbas o Avicena y, aunque inicialmente encontramos la idea de que el esperma se genera por hematogénesis –directamente de la sangre–, a partir del siglo XII resurge la doctrina encéfalo-mielógena. En consecuencia, una condición fundamental de la fecundidad femenina es el placer que precede y acompaña a la eyaculación o emisión de semen. Esta cuestión aparece como tema de controversia. Averroes afirmaba haber conocido testimonios de embarazos sin emisión de semen por parte de la mujer, y cita a una vecina que quedó embarazada en un baño donde un hombre había derramado su semen. Esta anécdota es citada frecuentemente por los aristotélicos para defender que el placer femenino, es decir, la eyaculación de la hembra, no es necesario para el embarazo.

Del periodo entre los siglos IX y XIII se conocen en torno a un centenar de tratados árabes sobre higiene sexual, la mayoría basados en la obra del autor clásico griego Rufo de Éfeso. Vemos que en ellos se aconseja la práctica sexual como una vía de evacuación de humores que, de ser retenidos, se corrompen y generan un veneno mortal que provoca en las mujeres histeria y catalepsia. Con la unión sexual, la hembra se apropia del calor del macho, lo que incrementa su grado de perfección a costa de la pérdida de perfección del macho, y por eso cuanto más siente el calor que recibe, más lo desea.

La controversia acerca de la sexualidad femenina tuvo idénticos argumentos en la medicina cristiana medieval. El anatomista Mondino de Luzzi afirmaba que los testículos femeninos (testes muliebri) no son auténticos testículos y solo sirven para formar la humedad (flujo vaginal) que produce el placer femenino. Además, con el auge del aristotelismo fue imponiéndose la idea de que la herencia y la determinación del sexo no dependen de la cantidad de esperma que se funde en la mezcla, sino de la energía de la vis generativa y de la resistencia que opone la materia femenina a dejarse configurar. Sin embargo, en este asunto hubo pluralidad de opiniones, ya que algunos médicos galenistas creían que también el esperma femenino participaba en la formación de las partes seminales, es decir, huesos, nervios y arterias, mientras que la sangre menstrual formaría la carne y la grasa. Estos consideraban el esperma femenino como una sustancia intermedia entre el semen masculino y la sangre menstrual, semejante al líquido prostático.

El influyente obispo y teólogo Alberto Magno (siglo XIII) relató que un monje había muerto tras haber deseado a una mujer 66 veces antes de maitines, y la autopsia había mostrado una serie de signos dramáticamente patológicos: se le había vaciado el cerebro, reducido su tamaño y destruido los ojos (Quaestiones super de animalibus XV, Q. 14). También afirmaba que, cuando el hijo era masculino y mostraba los rasgos de su padre, esto era expresión de la «victoria total del semen sobre la materia femenina». Alberto Magno intentaba conciliar las ideas de la tradición médica con el aristotelismo y el cristianismo, y por eso afirmaba que la mujer posee en exceso la cualidad fría que impide la cocción completa de sus humores. Por eso su semen no es más que pura materia.

Por su parte, el filósofo, médico y traductor escocés Miguel Escoto distinguía dos posibles temperamentos femeninos. Uno de ellos se caracterizaría por flujo menstrual escaso, elevada emisión de esperma, pechos pequeños –lo que equivale a poca secreción láctea– y elevado placer sexual. El otro temperamento, por flujo menstrual abundante y regular, facilidad para el embarazo, pechos grandes, leche abundante, naturaleza fría y palidez. Algunos autores han visto en esta dualidad los arquetipos de la cortesana y de la madre de familia. En numerosos textos medievales se reiteraban las causas por las que las prostitutas no concebían y algunos autores, como el filósofo francés Guillaume de Conches (siglo XII), llegaban a afirmar que «aunque en la violación el acto comienza desagradando, finalmente, dada la sensibilidad de la carne, encuentra el consentimiento».

Sobre la dualidad sexual y la equivalencia entre los órganos reproductores masculinos y femeninos, los anatomistas de los siglos XIV y XV seguían asumiendo las analogías galénicas entre el prepucio del hombre y los labios de la mujer, así como la comparación entre el clítoris y el pene.

El término menstruación deriva del latín mens-mensis, que significa ‘mes’. Trótula, matrona de Salerno, afirmaba que el flujo menstrual regula el temperamento femenino. Mientras que en el hombre el exceso de calor se regularía con la sudoración, en la mujer la humedad excesiva se equilibraría con la menstruación (también llamada flores): «pues de la misma manera que los árboles no producen frutos sin flores, así también las mujeres sin flores se ven privadas de su función de concebir».

Desde la época de Plinio el Viejo, en el siglo I, se observa una visión maligna de la sangre menstrual. Se difunde la idea de que el contacto con la sangre menstrual impide que germinen los cereales y agría los mostos, hace morir la hierba, que los árboles pierdan sus frutos y que el hierro se oxide, desata el allioli, vuelve a los perros rabiosos o produce la lepra. Detrás de estas imágenes tan negativas vemos la proscripción de la mujer que menstrúa, una mujer transmisora de veneno con su sangre retenida y con los efluvios venenosos que transfiere con su mirada, capaz de producir el mal de ojo o fascinación. Cuando menstrúa, la mujer puede empañar espejos con la mirada. Su naturaleza maligna y venenosa se asociaba al basilisco, un animal fantástico del bestiario medieval cuya mirada se decía capaz de provocar la muerte: «El basilisco es un animal venenoso que emite por sus ojos humores ponzoñosos que salen y se propagan hasta el objeto visto y hasta los ojos del hombre, donde encuentran la piel y poros sutiles; estos humores, al introducirse en los cuerpos, los infectan… Lo mismo se ha de decir de la mujer que menstrúa…».

Esta construcción cultural tuvo gran auge durante la Edad Media y condujo a pensar que la menstruación retenida provocaba una especie de autoenvenenamiento y los síntomas de la histeria, de manera que la única salida lógica para la salvación de la mujer era la maternidad. Vemos aquí una dualidad en cierta manera contradictoria en relación con el significado de la sangre menstrual, que aparece a la vez como venenosa y como fecunda; se representa como origen de la muerte y de la vida, lo que planteaba profundos interrogantes a médicos y teólogos. Por otra parte, en el imaginario colectivo cristianomedieval, la sangre menstrual iba ligada a la magia y aparecía como un componente habitual de toda clase de filtros de amor entre las pócimas de las brujas. Muchas de estas creencias han pervivido bajo diversas formas en la tradición popular valenciana. Se han descrito en la Ribera procedimientos como donar la gotà durante varios meses con una mezcla de sustancias sedantes como la adormidera diluida en forma de bebida, que produce relajación y alucinaciones. En la Safor, algunas pócimas mágicas incluían sangre menstrual para conseguir el enamoramiento temporal o para toda la vida. En relación con la retención de la sangre menstrual, resulta muy común la idea de que la mujer segrega un veneno ante el que ella es inmune.

La sociedad medieval muestra una doble moral y una dicotomía de roles sexuales que no solo se manifiestan entre los sexos, sino también entre lo privado y lo público. Los saberes sobre la sexualidad de la mujer se concentraban en dos tipos femeninos: el de la alcahueta, que arreglaba encuentros entre hombres y mujeres, y el de la comadrona, especialista en partos, filtros, embarazos y fertilidad. Ambas solían ser viejas expertas que contemplaban habitualmente el acto sexual y aconsejaban a las mujeres. Se trata de una cultura extraacadémica que, sin embargo, dio origen a textos populares como el Ars muliebri, o arte de las mujeres, o De secretis mulierum (mulieribus), un género ajeno al saber médico, popular y femenino. En muchos casos explicaban el arte de engatusar y muchos de sus planteamientos se fundamentaban en ideas tomadas del aristotelismo. Muchos de estos textos incluían recomendaciones para quedar embarazada o para eludirlo: posturas especiales, orinar después del coito o dar saltos para evitar que se fijara el embrión. En definitiva, se trataba de una literatura popular no académica. En el contexto de la rígida moral cristiana y de la sociedad patriarcal medieval, toda forma de anticoncepción estaba vinculada a la brujería y se consideraba como un saber subversivo, pecaminoso y demoníaco, lo que otorgó relevancia a la figura de la bruja. Sea como fuere, lo cierto es que eran muy excepcionales los embarazos en mujeres mayores de 30 años. Esta cultura subversiva contenía abundantes elementos mágicos sobre la sexualidad y la anticoncepción; hablaba del uso de filtros amorosos, alimentos que influían en la sexualidad (por ejemplo, flatulentos para favorecer la erección), pociones mágicas esterilizantes, abortos, brebajes afrodisiacos… En muchos sentidos, la batalla contra la magia y la brujería era una batalla contra la anticoncepción y la sexualidad no procreativa. El cristianismo no se había movido ni un ápice de las doctrinas de Pablo de Egina y Agustín de Hipona, y los penitenciales publicados por los obispos en la Edad Media definían la procreación como la principal función de la mujer, condenando «toda emisión fuera del vaso», en referencia a las formas de sexualidad no procreativa.

La sociedad medieval desarrolló una moral de pecado y falta en relación con la homosexualidad y contra toda práctica no procreativa. En Bocardo de Worms (siglos X-XI), el delito de fornicación incluía el coitus interruptus y la sodomía, así como toda práctica no acorde con la naturaleza, definida como «el uso de un órgano para algo distinto de lo que es su función». El obispo de Worms aconsejaba interrogar a las mujeres sobre homosexualidad femenina, masturbación, bestialismo, incesto, aborto y prácticas de anticoncepción. A partir del siglo XI, en los pontificales –libros de la Iglesia católica que contenían los rituales presididos por el obispo– se incluía la condena a la anticoncepción, tal y como la formulase en el siglo IV Agustín de Hipona. Encontramos, en textos de Graciano y Pedro Lombardo, la condena a toda práctica que impidiese la inseminación. «El mal del adulterio supera al de la fornicación, pero es superado, a su vez, por el del incesto. En efecto, es peor acostarse con su propia madre que con la mujer de otro. Pero aún hay algo peor que todo esto y es el acto contra natura, cuando un hombre quiere usar uno de los miembros de su mujer no creado para ello». Tanto en los pontificales como en los decretales