Eso que llaman amor - Susan Andersen - E-Book
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Eso que llaman amor E-Book

Susan Andersen

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Beschreibung

Para ser un hombre al que había fantaseado con estrangular, Jake Bradshaw era agradable a la vista. De hecho a Jenny Salazar le daban ganas de usar las manos para otra cosa. Salvo que aquel era el hombre que había abandonado a su hijo, Austin, al que Jenny adoraba como si fuera suyo, para convertirse en reportero gráfico. No podía regresar sin más y llevarse a Austin. Jake era poco más que un chaval cuando se convirtió en padre. Cierto, había soñado con escapar de aquel pueblo, pero también estaba convencido de que el niño estaría mejor con sus abuelos. Pero ahora deseaba, necesitaba, enmendar ese error. Pensaba quedarse en Razor Bay solo hasta que pudiera convencer a Austin de que se fuera a Nueva York con él. El problema era que, con la irresistible y protectora Jenny en su vida, y en su cama, corría el riesgo de no querer marcharse nunca…

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2012 Susan Andersen. Todos los derechos reservados.

ESO QUE LLAMAN AMOR, Nº 31 - abril 2013

Título original: That Thing Called Love

Publicada originalmente por HQN.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-3030-1

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Agradecimientos

Este libro está dedicado con cariño a todos mis amigos de la industria; tanto los viejos como los nuevos.

A Jen Heaton, la cual, a pesar de tener una vida muy ocupada, siempre encuentra tiempo para sugerirme ideas, para ponerme los pies en la tierra y mejorar mi trabajo, además de ser una gran amiga.

A las M&Ms. Meg Ruley y Margo Lipschultz; la mejor agente y la mejor editora del mundo.

A Robyn Carr, a Kristan Higgins y a Jill Shalvis, por sus comentarios diarios, por sus risas y por compartir conmigo las lágrimas.

Y a todas las lectoras, sin las cuales estaría escribiendo esto solo para mí. Gracias por vuestra lealtad, vuestros correos y vuestra amistad en Facebook.

Y un agradecimiento especial para la brillante Robin Franzen, enfermera, que me permitió tener la varicela y me perdonó por ello.

Prólogo

23 febrero

Razor Bay, Washington

–Dios, Jenny, ¿es que no van a irse nunca a casa?

Jennifer Salazar oyó aquella pregunta medio furiosa y medio suplicante por encima de la conversación procedente del comedor. Fuera el viento soplaba con fuerza proveniente de Canadá, persiguiendo a la lluvia desde las Montañas Olímpicas, que se alzaban imponentes al otro lado del canal.

Jennifer apartó la vista de las gotas de lluvia que se convertían en prismas contra los cristales del porche y miró hacia el pasillo.

Austin, de trece años, estaba de pie entre ella y la puerta de la cocina que conducía al salón. Iba encorvado, y sus hombros anchos, ocultos bajo aquella chaqueta negra, parecían desproporcionados con el resto de su cuerpo desgarbado y enclenque.

Jennifer se acercó a él y lo abrazó con fuerza. Austin le devolvió el abrazo.

–Se irán –le aseguró al adolescente–. Y creo que dentro de poco, a juzgar por lo rápido que está cambiando el tiempo –se apartó y le dirigió una sonrisa–. Pero Emmett era toda una institución. La gente quiere presentarle sus respetos.

Austin era lo más cercano que tenía a un hermano, pero últimamente no sabía cómo tratar con él. Era frustrante ver su dolor mientras intentaba asimilar la pérdida del abuelo que le había criado. La muerte de Emmett Pierce había seguido a la de la abuela de Austin, que había muerto pocos meses antes que su marido.

Austin se mostraba muy inestable. Tan pronto se comportaba como un niño normal como se enfurecía o entristecía. Y el resto del tiempo se dedicaba a quejarse. Emmett y Kathy lo habían malcriado hasta el punto de regalarle por su trece cumpleaños una lancha motora a la que ella se había opuesto.

–Juro que le pegaré un tiro al próximo que me llame «pobre chico» –murmuró–. Y Maggie Watson me ha pellizcado las mejillas como si tuviera cuatro años.

Jennifer no sabía si compadecerle por aquella desconsideración o si reírse por el tono indignado de su voz.

–Supongo que solo quieren darte el pésame, pero no saben qué decir.

–¿Y creen que yo sí lo sé? ¿Se supone que debo decir que no pasa nada cuando me dicen que mi abuelo está en un lugar mejor? Porque sí que pasa. Además, ¿quién pensaría que me hace ilusión ser el «pobre chico» para un grupo de personas que me conocen desde que nací? Y desde luego no pienso ponerme a hablar de mis sentimientos –se le quebró la voz y se aclaró la garganta furioso–. Mis sentimientos son… son…

–Son tuyos y de nadie más –le dijo ella con comprensión. Tenía cierta experiencia. Solo era unos pocos años mayor que él cuando su propio mundo se desmoronó.

–Exacto –murmuró Austin.

Al darse cuenta de que había dado un paso atrás para no tener que mirar hacia arriba, Jenny se masajeó los músculos de la nuca y sonrió.

–Sigo sin acostumbrarme a que seas más alto que yo. Mucho más alto. La última vez que lo comprobé me sacabas seis u ocho centímetros. Pero hoy llevo tacones de ocho centímetros y aun así sigues siendo más alto.

Por primera vez desde la muerte de Emmett la semana anterior, Austin le dirigió aquella sonrisa incondicional que hasta hacía poco había sido su seña de identidad; esa sonrisa encantadora que le arrugaba los ojos verdes y formaba pequeños hoyuelos a los lados de la boca.

–Odio tener que decirte esto, Jenny, pero hasta los grillos son más altos que tú.

–Qué listillo eres –Jenny le dio un golpe en el brazo, pero no quería dejar el tema–. ¿Pero en qué momento creciste tanto? Juraría que ayer no eras tan alto –había empezado a temer que Austin acabaría siendo tan bajo como ella. A ella no le hacía ninguna gracia haber acabado midiendo un metro cincuenta y ocho en un mundo de piernas largas, y eso solo si se estiraba al máximo. No podía evitar pensar que el mismo resultado para un chico sería aún más duro.

Pero teniendo en cuenta que el chico parecía haber crecido seis centímetros o más de la noche a la mañana, lo mejor sería no preocuparse.

El buen humor de Austin desapareció y simplemente se encogió de hombros ante la pregunta.

–¿Qué pasará conmigo ahora, Jenny?

–Bueno, para empezar, dado que en el testamento de Emmett se me concedía la custodia temporal, vivirás conmigo en el complejo. O, si lo prefieres… –de pronto se vio asediada por la incertidumbre– supongo que podría mudarme aquí contigo.

–¡Dios, no! –el chico negó rotundamente con la cabeza–. Ya fue horrible quedarme aquí cuando murió la abuela. Y al menos estábamos preparados para eso.

Cierto. La anciana había estado delicada durante los dos últimos años.

–Pero con el abuelo… –Austin se secó una lágrima subrepticiamente y después la miró con el ceño fruncido al ver que se había dado cuenta–. Sigo esperando que aparezca cada vez que me doy la vuelta, ¿sabes? Preferiría estar en tu casa.

–Entonces estarás en mi casa –a Jenny tampoco le habría importado llorar y desahogarse. Echaba mucho de menos a Kathy y a Emmett. Habían sido muy buenos con ella, y perderlos tan seguidamente había resultado un duro golpe.

Sin embargo debía mantenerse fuerte por el bien de Austin.

–Fui a ver al abogado de la herencia para hablar de la custodia permanente, pero él quería esperar un poco. Está haciendo lo posible por localizar a tu padre –confesó tras una pausa. Aunque habría preferido guardarse esa información por el momento, Austin tenía derecho a saber.

El chico apretó los labios y entornó los párpados.

–Como si a él le importara una mierda.

Jenny no se sintió capaz de reprenderle por su lenguaje, porque en los años que hacía que le conocía, su padre no había mostrado el más mínimo interés por él.

–Al parecer está en una sesión de fotos para National Explorer en alguna parte. Parece que nadie sabe el lugar exacto por el momento, pero el señor Verilla dijo que esperaba localizarlo pronto.

–Sí, esperaré sentado a que aparezca –contestó Austin con su sarcasmo adolescente. Pero sus ojos furiosos habían adquirido aquel brillo de dolor que adoptaban cada vez que salía el tema de su padre.

Y, por un instante, Jenny quiso ponerle las manos encima al hombre que había decepcionado a aquel chico tantas veces durante los últimos años. Resultaba muy frustrante no poder hacerlo.

Sin embargo lo que sí podía hacer era intervenir cuando Kate Ziegler asomó la cabeza por la puerta de la cocina, fijó sus ojos llorosos en Austin y dijo:

–Oh, pobre, pobre ch…

Jenny se dirigió hacia Kate con tanta autoridad que la mujer se detuvo a mitad de la frase y dio un paso atrás.

–¡Señora Ziegler! –exclamó Jenny agarrando a la mujer del hombro para llevarla de vuelta al comedor–. Quería darle la enhorabuena por la maravillosa ensalada Ambrosia que ha traído. Si no me equivoco, ha sido lo primero en acabarse.

Cuando la mujer se dirigió hacia la mesa, Jenny sonrió a Austin por encima del hombro.

Le rompió el corazón que, aunque el chico intentó devolverle la sonrisa, no lo consiguió.

Capítulo 1

Jake Bradshaw llegó al pueblo casi dos meses más tarde, a las tres menos cuarto de la tarde de un soleado día de abril.

Aunque Jenny no llevaba la cuenta ni nada de eso.

¿Quién llevaba la cuenta de algo así? Estaba demasiado ocupada metiéndose en sus propios asuntos, lavando la ventana de encima del fregadero de la cocina y pensando que las persianas del Sand Dollar, la lujosa casita situada frente a su bungalow al otro lado del aparcamiento, necesitaban una capa de pintura, cuando sonó el timbre de la puerta. Miró el reloj, después miró su camiseta recortada y sus vaqueros gastados y suspiró. ¿Por qué nadie se presentaba sin avisar cuando iba vestida para matar?

La ley de Murphy, suponía. Se encogió de hombros, dejó el trapo que estaba usando, detuvo el iPod, se quitó los auriculares y fue a abrir la puerta. Ya había acabado el día de escuela y probablemente fuese algún amigo de Austin, aunque el chico no estaba en casa en aquel momento.

Cuando abrió la puerta y vio al hombre situado al otro lado, se le quedó la mente en blanco. Qué equivocada estaba. No se trataba de ningún adolescente. Era un completo desconocido, algo que no se veía con frecuencia en esa época del año, al contrario que durante la temporada turística veraniega.

Y aquel hombre era un dios.

Bueno, no realmente, pero era lo más parecido a un dios. Su pelo, que al principio le había parecido rubio, era en realidad de un castaño claro que podía haberse aclarado con el sol o que era el producto de algún estilista de moda.

Apostaría por lo primero, dado que todos los hombres que conocía elegirían la castración antes que ser vistos en un salón de belleza con pedazos de papel de aluminio en la cabeza. Y aunque podía decir con sinceridad que nunca había conocido a un auténtico metrosexual de la gran ciudad, estaba bastante segura de que aquel tipo no iba a ser el primero.

Sus manos bronceadas parecían demasiado ajadas y su piel algo curtida por el clima. Sus hombros parecían musculosos enfundados en aquella chaqueta gris de traje, bajo la que llevaba una sudadera con capucha color verde aceituna y una camiseta gris. Además sus muslos sólidos resaltaban gracias a unos Levi’s que parecían haber visto días mejores.

No podía verle los ojos debido a las gafas de sol, pero tenía los labios más sensuales que había visto jamás en un hombre; carnosos, pero bien definidos. Si ella hubiese sido otro tipo de mujer, casi habría podido imaginarse aquellos labios besándola…

–¿Está tu madre en casa?

–¿En serio? –de acuerdo, no fue la respuesta más educada. Pero, por favor. No solo había empezado a imaginar lo que podrían hacer aquellos labios, sino que Marvin Gaye había empezado a cantar Let’s Get It On en su cabeza. Y el hecho de que él se dirigiera a ella como si fuese una niña fue como arrastrar la aguja del tocadiscos sobre un disco de vinilo.

Tras una mirada de sorpresa, el hombre se quedó mirándola más detenidamente. Y entonces sonrió.

–Oh. Perdona. Por un momento tu estatura me ha desconcertado. Pero no eres una niña.

–¿Eso crees?

Él sonrió aún más.

–Supongo que no soy el primero que comete ese error.

«Está bien, contrólate», se dijo Jenny a sí misma. ¿Cuál era su problema? Normalmente no deseaba a hombres desconocidos. Y llevaba en el negocio hotelero desde los dieciséis años, por el amor de Dios. De modo que su reacción natural no era ponerse sarcástica con la gente.

«Al menos no con la gente que no conozco».

Se encogió de hombros mentalmente. Porque incluso aunque tuviera por costumbre desear a desconocidos o ser sarcástica, aquel tipo podría ser un huésped del hotel. Estaban en la peor parte de la temporada baja, y por eso se había sentido tranquila dejando a Abby en la recepción mientras ella se tomaba el día libre. Pero Abs aún estaba verde, y no le costó trabajo imaginársela dando indicaciones sobre uno de los mapas del complejo para ayudar a un completo desconocido a encontrar su casa, situada en la parte trasera de los terrenos del hotel Brothers.

–¿Hay algo que pueda hacer por usted? –preguntó con una sonrisa cordial.

–Sí –contestó él–. Me dijeron que aquí podría encontrar a una tal Jenny Salazar.

–Ya la ha encontrado.

–He venido por Austin Bradshaw, por el tema de su custodia.

Jenny sintió un vuelco en el corazón, pero simplemente dijo:

–No me parece abogado.

–No lo soy. Pero el señor Verilla dijo que tenía que hablar con usted.

Jenny suspiró y dio un paso atrás.

–Entonces supongo que será mejor que entre. Tendrá que disculpar el desastre –dijo mientras le hacía pasar–. Me ha pillado en mitad de mi día de limpieza.

Cuando llegó al salón se volvió hacia él y vio que se había quitado las gafas de sol y estaba colgando una de las patillas del cuello de su camiseta. Apartó la vista de su cuello fuerte y bronceado y lo miró a los ojos por primera vez.

Sintió un escalofrío. Solo había otra persona en el mundo con los ojos de aquel verde tan pálido; el mismo tono verdoso que las pozas del canal Hood adquirían en verano.

Austin.

Experimentó de inmediato una rabia profunda y visceral.

–Déjeme adivinar –dijo con voz fría–. Usted debe de ser Jake Bradshaw.

Al mirarlo ahora no vio aquel rostro imponente ni el abundante sex appeal. En su lugar recordó todas las veces en las que Austin pensaba que su padre llamaría o aparecería, y la decepción todas y cada una de esas veces.

–Muy amable por su parte dignarse al fin a concederle a su hijo un minuto de su valioso tiempo.

Durante más de diez años, Jake había tratado con todo tipo de personas. Hacía mucho tiempo que había perfeccionado el arte de que las cosas le resbalaran. Sin embargo por alguna razón el desprecio de aquella pequeña mujer le afectaba.

No tenía ningún sentido. Esa mujer medía un metro sesenta y su pelo oscuro y brillante, recogido con dos trenzas de niña pequeña, no transmitía vibraciones de persona adulta. Tenía pocas curvas, piel clara y unos ojos marrones tan oscuros que hacían que la parte blanca pareciese azulada en comparación. Sus cejas también eran oscuras, y en la nariz tenía un ligero bulto a la altura del puente.

–¿Quién diablos se cree que es, señorita?

De acuerdo, no era lo que había pensado decir. Pero estar de vuelta en Razor Bay, el lugar en el que había pasado casi todos sus años de adolescencia queriendo escapar, le ponía un poco nervioso. Además, después de un viaje de treinta y dos horas desde Minahasa hasta Seattle, pasando por Manila y Vancouver, estaba tremendamente cansado. Por no mencionar la tensión ante la idea de ver a su hijo después de todos esos años. De ser plenamente responsable de él por primera vez.

Se le podía perdonar por haber reaccionado así al desprecio que notaba en la voz de aquella mujer, otra persona más que creía que podía darle consejos sobre su hijo.

Sin embargo logró tragarse los sentimientos negativos y moderar su tono al peguntar:

–¿Y por qué cree que tiene derecho a juzgarme? –él ya se había juzgado bastante, no necesitaba el odio de una desconocida.

Observó como la mujer se cruzaba de brazos y levantaba la barbilla.

–Bueno, vamos a ver –dijo con frialdad–. Tal vez porque soy la mujer que ha estado en la vida de Austin durante los últimos once años. Y porque es la primera vez que le veo.

Jake quiso gruñir por lo injusto de aquella acusación. ¿Pero acaso no llevaba razón? Durante el viaje de vuelta había tenido varias conversaciones consigo mismo y se veía obligado a admitir que había tenido una visión muy sesgada de su ética paternal durante mucho tiempo. Pero no pensaba defenderse ante la señorita Salazar, no solo por una cuestión de orgullo, sino porque no quería explicarle su caso a una desconocida.

No podía ensuciar el recuerdo de los abuelos de Austin. Aquello no solo se parecería a algo que habría hecho su propio padre, al que no le había importado en absoluto que su hijo hubiera querido a las personas a las que él estaba difamando, sino que además toda aquella introspección le había hecho darse cuenta de que había pasado demasiados años culpando a Emmett y a Kathy por hacer el trabajo del que él mismo había abdicado.

Habían protegido a Austin. Y aunque le doliese que lo hubieran hecho a sus espaldas… bueno, no podía quejarse.

A la altura de la isla Midway había dejado de defenderse a sí mismo y había admitido que Emmett y Kathy le habían dado mucha más rienda suelta de la que se merecía antes de decidir finalmente expulsarlo de la vida de Austin.

Pero eso no era lo importante, al menos en ese momento. Lo importante era que por fin estaba haciendo lo que debería haber hecho mucho tiempo atrás: dar un paso hacia delante.

Aunque eso no impedía que la mujer que tenía delante le sacara de quicio. Dio un paso involuntario hacia ella.

–El caso es que yo soy el padre de Austin y ahora estoy aquí.

Al parecer eso no era lo que ella había esperado oír, porque parpadeó lentamente y se quedó mirándolo.

Aquel gesto debió de durar dos segundos como mucho, pero fue suficiente para hacerle darse cuenta de que estaba mucho más cerca de ella de lo que había pretendido. También fue consciente de que, salvo por el parpadeo, se había quedado muy quieta. ¿Habría advertido su ira contenida? Jake se enderezó y maldijo en silencio. ¿No pensaría que iba a golpearla?

Dio un gran paso hacia atrás y se metió las manos en los bolsillos de los vaqueros.

Se hizo el silencio, se oyó entonces la puerta trasera y, a juzgar por cómo la señorita Salazar se tensó, Jake supo exactamente quién era. El corazón empezó a acelerársele y se quedó mirando hacia la cocina.

–Hola, Jenny –dijo una voz masculina desde la otra habitación–. Ya estoy en casa –se abrió la puerta del frigorífico, después se cerró y se oyó como la tapa de algo golpeaba sobre una superficie dura–. ¡Tío, déjame alguna galleta!

–Te la cambio por ese cartón de leche –dijo otro joven.

–¡Será mejor que uséis vasos! –gritó Jenny a modo de advertencia–. Si no, sois hombres muertos.

Se oyó ruido de vasos y un armario que se cerraba. Después se hizo el silencio antes de que dos chicos entraran corriendo.

El que iba delante era un moreno desgarbado que tenía exactamente la misma constitución huesuda que había tenido Jake a su edad.

Oh, Dios. Se le secó la boca y se esfumó su capacidad de ser consciente de todo lo que ocurría a su alrededor; una habilidad perfeccionada durante los años, pues de lo contrario habría acabado devorado por una serpiente o cualquier otro animal más fuerte que él. Todo lo que había en la habitación dejó de existir, y solo quedó su hijo.

Suyo.

Sobrecogido por la alegría, por el terror, por el dolor y el arrepentimiento, Jake se quedó mirándolo. Y sintió algo en el pecho que no había experimentado nunca, mientras el pánico se aferraba a sus entrañas. Dios. Estaba temblando.

No había creído que le importaría tanto, no pensaba que le afectaría de esa forma. ¿Sería eso el amor?

La idea le produjo un escalofrío. No.

No podía ser. Primero, él era un Bradshaw, y la manera en que entendían el amor los hombres Bradshaw era tan retorcida que le daba mala fama a esa emoción. Segundo, uno tenía que conocer a la persona antes de poder quererla.

Tomó aliento. Probablemente no fuese más que el asombro porque el chico hubiera crecido ya tanto. Jake lo recordaba con dos años, con cuatro. Incluso con seis, que era la edad que tenía cuando Kathy le envió la última foto.

Pero aquel no era un niño pequeño; era casi un adolescente. No era que Jake no supiera qué edad tenía, claro.

Simplemente no lo había visualizado en su cabeza.

Hacía mucho tiempo que se había convencido a sí mismo de que estaba haciendo lo correcto, de que Austin estaba mejor con sus abuelos, que podrían darle la vida estructurada y estable que él no podía. Y había estado en lo cierto.

Pero ahora, enfrentado a todo aquello que había dejado escapar sin pensárselo dos veces, su despreocupación se le clavaba como cristales rotos en las entrañas.

Ajeno a los pensamientos y emociones que amenazaban con abrumar a Jake, el chico fue directo hacia Jenny sin prestarle la más mínima atención.

–¿Puedo pasar la noche en casa de Nolan? –preguntó–. Su madre ha dicho que sí –miró fugazmente a Jake antes de volver a mirar a Jenny–. Va a pedir pizza a Bella T, y Nolan tiene un nuevo juego para la XBox que vamos a probar.

De pronto el chico se quedó mirando a Jake fijamente. Dio un paso hacia él y Jake sintió que el corazón, ya de por sí acelerado, iba a salírsele por la boca.

–¿Quién diablos eres tú? –preguntó Austin con actitud arrogante, aunque era evidente que sabía la respuesta.

Jake tragó saliva e intentó aparentar calma en mitad del caos que tenía lugar en su interior.

–Tu padre –contestó dando un paso hacia delante–. Yo…

El adolescente hizo un sonido como si aquella fuera una respuesta equivocada, y Jake frenó en seco.

–Ni hablar. Por si no lo sabes, y deduzco que no porque es la primera vez que te veo –dijo Austin con desprecio en todas y cada una de sus palabras–, tengo trece años. No necesito ni quiero un padre –se volvió hacia Jenny y la miró con rabia–. ¿Entonces puedo pasar la noche donde Nolan o qué?

Jake observó como Jenny extendía la mano para acariciarle la mejilla al chico, pero se detuvo al imaginar que Austin no soportaría aquella muestra de compasión. Así que asintió y dijo:

–Claro.

Sin decir una palabra más, y sin volver a mirar a Jake, el adolescente se dio la vuelta y desapareció con su amigo por una de las puertas del salón. Cuando reapareció menos de un minuto más tarde, estaba metiéndose un cepillo de dientes en el bolsillo de los vaqueros. En la otra mano llevaba unos pantalones de franela.

–¿Necesitas dinero para la pizza? –preguntó Jenny.

–No –respondió el otro chico–. Mi madre se encarga.

Sin prestar atención a Jake, Austin se dirigió hacia la cocina seguido de Nolan.

–¡Eh, espera un momento! –Jake dio un paso hacia delante, pero los dos chicos ya estaban saliendo por la puerta de atrás.

Jake no sabía si sentirse decepcionado o aliviado. Fuera lo que fuera, estuvo a punto de caer al suelo de rodillas. Dios, debía de haberse imaginado aquel encuentro unas cien veces desde que recibiera la noticia de la muerte de Kathy y Emmett. Sin embargo no había imaginado aquello. Había ido preparado para la rabia de su hijo, para las preguntas incesantes que no sabía si podría responder.

¿Pero cómo se preparaba uno para el desprecio más absoluto?

–¿Es una broma? –le preguntó a Jenny–. ¿Dejas que se vaya sin más?

–¿Qué esperabas? –preguntó ella con frialdad–. Austin acaba de descubrir que su padre, el hombre que nunca estaba aquí cuando lo necesitaba, por fin se ha dignado a aparecer. ¿No crees que tal vez necesite tiempo para asimilarlo?

Sí. Suponía que sí. El propio Austin lo había dicho; tenía trece años. No le faltaba mucho para ser un adulto. Jake había perdido la oportunidad de ser padre.

No. Nada de eso. A Austin le quedaban por lo menos cinco años para ser medianamente adulto, y mucho más para ser un adulto completo. Sí, llegaba tarde, pero aquella era su oportunidad para ser el hombre que debería haber sido. Y lo más importante de todo era establecer una relación con su hijo.

Pero dada la reacción de Austin, era evidente que no iba a resultar fácil. Pero a él no le daba miedo el trabajo duro.

«Aun así. Es una pena que el chico sea demasiado mayor para comprarle un pony», pensó.

Se aclaró la cabeza y centró su atención en Jenny.

–Estoy de acuerdo. Necesita tiempo para asimilarlo. Pero vamos a dejar las cosas claras. He hablado con mi abogado, y voy a recuperar mis derechos como padre.

–No –contestó ella, mirándolo como si acabara de decirle que disfrutaba mutilando cachorros.

–Sí. Mi abogado está redactando los documentos en este instante. Solo tengo que firmarlos cuando regrese a Manhattan. Entonces Austin estará donde tiene que estar. Conmigo –de acuerdo, tal vez no fue muy sensato decirle eso; a juzgar por su mirada, a Jenny no le habría importado fingir un accidente antes que permitir que eso sucediera.

No. No era un brillo asesino lo que veía en sus ojos. Parecía derrotada. Perdida. Triste.

Sabía exactamente lo que sentía, así que suavizó el tono.

–Mire, no pretendo agarrar a Austin y salir corriendo –cierto que su reacción al enterarse de la muerte de los Pierce había sido justo esa; regresar, ordenarle a Austin que hiciera las maletas y llevárselo al lugar donde él se había construido una vida, al menos durante la parte del año que pasaba en el país.

Pero no iba a ser ese hombre. No iba a ser su padre.

–No he venido para desestabilizarlo de esa manera. Sé que necesita tiempo para aceptarlo, para conocerme.

Jenny respiró aliviada, y a él le molestó aquella necesidad de tranquilizarla. Sería mejor para todos los implicados que nadie albergara falsas esperanzas.

–No se equivoque –dijo con toda la frialdad que pudo–, mi vida está en Nueva York y nos mudaremos ahí. Me quedaré aquí para darle tiempo a mi hijo para acostumbrarse a la idea. Mientras lo hace, averiguaré qué hay que hacer con la herencia de Emmett.

Vio la sospecha en los ojos de Jenny y entornó los suyos en respuesta.

–No vaya por ahí. No busco el dinero de Austin. Tengo suficiente.

–¿Y debería creerle porque…?

¡Dios! ¿Por qué aquella mirada y aquel tono le daban ganas de acercarse a ella, de acorralarla y ver cómo se enfrentaba a él?

Aquel impulso le sobresaltó, ¿porque de dónde había salido? Nunca en toda su vida había maltratado ni amenazado a una mujer.

Y al ver su expresión feroz estuvo a punto de resoplar. Probablemente Súper Ratón llamaría al sheriff si veía que estaba a punto de dar un paso en falso. Y haría bien, teniendo en cuenta que era una mujer sola en su casa con él; un desconocido en quien no confiaba.

Pero la guinda del pastel sería que su hermanastro Max apareciera para arrestarlo. Seguro que el muy bastardo disfrutaría metiéndolo en la cárcel.

Tomó aliento.

–No hace falta que me crea, pero dado mi interés por ser amable con los demás, le haré un regalo –sacó su cartera y extrajo una tarjeta, que le entregó a Jenny–. Es mi ayudante. Llámela, dele su número de fax y ella le enviará mi último extracto bancario. Tenemos varios asuntos que resolver, y robarle a mi propio hijo no es uno de ellos.

–¿Qué quiere de mí? –preguntó ella cruzándose de brazos.

El tono racional de su voz sirvió para aliviar parte de la tensión que sentía.

–Obviamente Austin le tiene aprecio. Quiero que sea la mediadora entre nosotros.

Ella se rio en su cara.

–¿Por qué diablos pensaría que voy a hacerlo?

–Porque, aunque estoy dispuesto a quedarme aquí durante dos meses o los que sea para permitirle terminar el año escolar, al final nos mudaremos a Manhattan –se pasó una mano por el pelo–. Le apartaré de todo lo que conoce, y sé que no será una decisión muy aplaudida. Si le tiene aprecio, hará que la transición sea más fácil para él. O puede seguir enfadada conmigo y hacerlo más difícil. Supongo que depende de usted.

Jenny se quedó mirándolo durante unos segundos.

–De acuerdo. Lo pensaré –dijo entornando los párpados–. Por el bien de Austin. Decida lo que decida, no lo haré por usted.

–¿No me diga? –murmuró él, pero simplemente extendió la mano para sellar el trato. Los dedos delgados de Jenny eran cálidos, pero firmes.

Jake no estaba preparado para la descarga eléctrica que recorrió su cuerpo, pero disimuló la reacción y respondió con su sonrisa para todo.

–Confíe en mí, no lo había pensado ni por un minuto.

Capítulo 2

Después de que Jake Bradshaw se marchara, Jenny caminó desde el sofá hasta la chimenea, y de ahí a la ventana, sin detenerse un segundo en cada uno de esos puntos. El salón, ya de por sí pequeño, parecía estar encogiendo por momentos.

No tenía ni idea de cuánto tiempo había pasado cuando al fin se detuvo junto a la ventana. Se quedó mirando más allá del complejo hacia The Brothers, dos picos gemelos situados en las Montañas Olímpicas por los que el hotel recibía su nombre.

–Oh, Dios –se pasó las manos por el pelo y se golpeó la frente tres veces contra el cristal de la ventana–. ¿Qué diablos voy a hacer?

No se le ocurrió nada. Ella, que siempre había tenido un plan desde que enviaran a su padre a la cárcel teniendo Jenny solo dieciséis años. Sin embargo en aquel momento no se le ocurría nada. En su cabeza solo oía ruido blanco, el estómago le daba vueltas y se sentía incapaz de hilar más de dos pensamientos consecutivos.

Necesitaba a Tasha.

Solo con pensar en su mejor amiga se sintió mejor, de modo que corrió al dormitorio, recogió el bolso de encima de la cómoda, donde siempre lo dejaba, y se dirigió de nuevo hacia la puerta.

Por el camino se miró en el espejo de cuerpo entero que tenía en el interior de la puerta del armario.

–Santo Dios –se había olvidado de que aún llevaba puesta la ropa de limpieza. Por no mencionar que no llevaba ni pizca de maquillaje.

Volvió a dejar el bolso sobre la cómoda, se quitó las zapatillas y las metió en el armario. Se bajó los vaqueros y se sacó la camiseta por encima de la cabeza. No estaba de humor para arreglarse mucho, pero sin duda podía hacerlo mejor.

No le llevó nada de tiempo ponerse unos pantalones de pana ajustados, un jersey rojo y sus botas de cuero negras con seis centímetros de tacón. Se pintó los labios de rojo y se puso algo de rimel. Después se quitó las gomas de las trenzas y se cepilló el pelo.

Le dio el visto bueno.

Dos minutos más tarde ya estaba saliendo por la puerta, poniéndose una chaqueta de estilo militar mientras se dirigía hacia el paseo marítimo que seguía la orilla hacia el pueblo.

El viento le revolvió la melena cuando bordeó el hotel, así que sacó una boina de punto del bolsillo de la chaqueta. Se la puso en la cabeza y sujetó los mechones sueltos que se le metían en los ojos. El día era más tormentoso que frío, y la ventaja del fuerte viento era la claridad del aire, ahora que las nubes se habían ido. Las Montañas Olímpicas se alzaban imponentes a unos tres kilómetros, al otro lado del canal embravecido, con sus picos cubiertos de nieve resplandeciente sobre el cielo azul.

Un poco más adelante se encontraba la bahía de la que el pueblo de Razor Bay tomaba su nombre. El paseo marítimo acababa en la calle del puerto, el principio del barrio de los negocios, con sus escaparates de colores alineados en torno a la ensenada. En el interior de la bahía el viento apenas se notaba y el agua del canal estaba tranquila gracias al abrigo que proporcionaban los tres lados de tierra.

Alguien golpeó en el cristal cuando Jenny pasó frente al café Sunset, y les devolvió el saludo a Kathy Tagart y a Maggie Watson, que estaban sentadas a una mesa en el interior del local. Pasó frente al alquiler de bicicletas y de motos acuáticas de Razor Bay, que ahora estaba a oscuras debido a que solo abría los sábados y domingos en esa época del año. El edificio que había al lado, de color azul, verde y aguamarina, era la pizzería de Bella T, hacia donde se dirigía.

Abrió la puerta y el olor a salsa de tomate la envolvió como una manta caliente. Era un poco pronto para la clientela de la cena, pero había una pareja mayor que no conocía sentada a una de las mesas de la ventana, así como un grupo de adolescentes charlando y riéndose, apiñados en torno a dos mesas que habían juntado cerca del salón de juegos. Al acercarse al otro mostrador, la puerta de esa sala se abrió y se cerró, y pudieron oírse los ruidos de las máquinas de videojuegos que había tras ella.

Tasha, que estaba troceando algo bajo el mostrador de pedidos, levantó la cabeza y sonrió al verla.

–¡Vaya, amiga! –exclamó–. No esperaba verte esta tarde. Pensaba que pasarías tu día libre comiendo palomitas de chocolate y leyendo novela román… –su sonrisa se esfumó y bajó la voz cuando Jenny se acercó–. ¿Qué sucede? ¿Es Austin?

–No. Austin está bien –dejó escapar una carcajada que amenazaba con convertirse en otra cosa–. Bueno, tal vez «bien» sea decir demasiado, teniendo en cuenta que su padre está en el pueblo y está decidido a llevárselo a Nueva York con él.

–¿Qué? –Tasha dejó el cuchillo, se limpió las manos en el delantal blanco y negó con la cabeza–. No, espera. Vamos a la mesa del fondo para tener un poco de intimidad. ¿Quieres un tinto?

–Oh, Dios, te lo agradecería mucho.

–Marchando una copa de vino tinto –seleccionó una copa ancha y sirvió una copa del vino de la casa más generosa que de costumbre–. Aquí tienes, cariño –se la acercó a Jenny con una mano y se sirvió ella otra copa menos generosa. Después se quedó mirando a su amiga–. ¿Cuándo fue la última vez que comiste algo?

–En el desayuno, creo –sinceramente, no se acordaba.

–Deja que te prepare una porción –dijo Tasha mientras se daba la vuelta.

–No sé si puedo tragar –contestó Jenny, pero su amiga ya había sacado una porción de masa del frigorífico y estaba extendiendo la salsa por encima.

–Si esto es tan malo como parece, vas a necesitar carburante. Tengo beicon canadiense y piña de la que te gusta, aunque no entiendo cómo alguien puede comer piña en la… –decidió olvidarse de aquella vieja discusión–. Lleva las copas a la mesa y yo llevaré la comida.

–¡Joder, tío! –exclamó una voz masculina, que hizo que la pareja mayor se quedase mirando con la boca abierta al grupo de adolescentes.

Jenny ni siquiera se dio la vuelta. En su lugar, observó como su amiga sacaba la pistola de cañón ancho que guardaba bajo el mostrador. Después se volvió ligeramente mientras Tasha apuntaba al adolescente y apretaba el gatillo.

La pelota de ping-pong que salió disparada de la pistola impactó en la nuca del adolescente que había blasfemado y rebotó varias veces sobre el suelo de linóleo.

–¿Pero qué…? –el adolescente se llevó la mano a la nuca, se apartó de la mesa y miró a Tasha con cara de indignación.

Pero en cuanto la tuvo a la vista, pareció olvidarse de lo que estaba pensando.

Por primera vez desde que descubriera la identidad de Jake Bradshaw, Jenny tuvo ganas de reírse. Tasha tenía ese efecto en los hombres. A Jenny siempre le había resultado interesante, porque no era por el cuerpo de su amiga; Tasha estaba lejos de ser una diosa. Era larguirucha y desgarbada, con unos pechos de tamaño normal y pocas caderas. Pero con sus ojos azules grisáceos, con su labio superior carnoso y aquellos rizos rubios prerrafaelistas, tenía el aspecto llamativo y la presencia de cualquier modelo de un cuadro de Michael Parkes.

Hacía que los hombres se detuvieran a su paso.

A la mirada que le dirigió al adolescente en aquel momento le faltaba su cordialidad habitual.

–Este es un lugar familiar –dijo sin alzar la voz–. Así que modera tu lenguaje o vete de aquí. Solo tienes una advertencia.

El chico vaciló, como si estuviera tentado de defender su hombría con la actitud desafiante típica de los adolescentes. Sin embargo tragó saliva y dijo:

–Sí, señora. Perdón.

–Sí, perdón, Tasha –dijo Brandon Teller, sentado al lado del chico que había blasfemado–. Es la primera vez que mi primo viene aquí. No conocía las reglas.

–Pues ahora ya las conoces –dijo Tasha con una sonrisa–. Y como admiro que un hombre no tenga miedo a disculparse, te diré que lo has llevado mejor que la mayoría. Bienvenido a Bella T.

Sin embargo, cuando Jenny y ella se llevaron el vino y la comida a la mesa del fondo, preguntó en voz baja:

–¿De verdad? ¿Cuándo me he convertido en «señora»? –hizo un gesto con la mano antes de que Jenny pudiese responder–. Da igual. Eso no es lo importante. Quiero verte comer un poco.

–No creo que…

–Inténtalo.

Así que Jenny levantó la porción de pizza y dio un pequeño bocado. Le producía tantas náuseas la idea de que Jake se llevase a Austin al otro lado del país que tenía miedo de vomitar. Pero los sabores de la pizza explotaron en su lengua y aquello le resultó reconfortante.

La pizza para ella era Tasha, y Tasha había sido su mejor amiga desde su segundo día en el instituto de Razor Bay, al interponerse entre ella y unos chicos que intentaban atormentarla por el escándalo protagonizado por su padre con el caso Ponzi.

También había descubierto que la madre de Tasha hacía que su amiga tuviese peor fama que ella en la escuela. Pero eso solo hizo que Jenny la admirase más, porque la mayoría de las adolescentes, y algunos adultos, habrían preferido mirar para otro lado en vez de defender a una completa desconocida.

Así que le dedicó una sonrisa a su amiga mientras alcanzaba su copa de vino.

–¿Te he dicho últimamente lo orgullosa que estoy de ti? Lo has conseguido, Tash. No solo preparas la mejor pizza del mundo, sino que has hecho de este lugar un auténtico éxito –Bella T llevaba abierto solo diez meses, pero había despegado desde el principio, no solo con los turistas durante la época estival, sino también con los lugareños.

Tasha sonrió.

–Te dije hace mil años que iba a ser así.

Y así había sido, la primera vez que le había preparado a Jenny una pizza casera en la casa prefabricada de su madre. La misma noche en que le había contado su sueño de tener algún día su propia pizzería.

Desde el principio ambas habían compartido su determinación por dejar atrás sus circunstancias. Pero Jenny se había quedado asombrada al descubrir que su nueva amiga, que solo le sacaba seis meses, tenía un plan de negocios detallado en el cajón de la ropa interior. Ella, sin embargo, vivía al día, intentando sacar buenas notas en la escuela y mantener a su madre gracias al trabajo como limpiadora después de clase en el hotel Brothers, que era lo que la había llevado a Razor Bay. Jenny admiraba todo lo que Tasha había conseguido y se alegraba de su éxito. Porque nadie trabajaba más duramente.

Con el acuerdo tácito de las buenas amigas, charlaron de todo durante la comida salvo de lo que había llevado a Jenny a la pizzería. Finalmente, Tasha agarró la jarra de vino que había llevado a la mesa y rellenó ambas copas.

–Pareces un poco más relajada –le dijo–. Así que respira hondo e intenta darme los detalles sin alterarte otra vez.

–Pides demasiado –respondió Jenny–. No sé si eso es posible –pero respiró profundamente como su amiga le había aconsejado y le contó todo lo que había ocurrido desde que descubriera quién era Jake Bradshaw.

–Maldita sea –murmuró Tasha cuando terminó–. ¿Qué vas a hacer?

Jenny resopló.

–No lo sé. Ha ignorado a Austin toda su vida; nunca se me había ocurrido que pudiera aparecer. Pero no solo ha aparecido, sino que tiene intención de destrozarle la vida a Austin apartándolo de todo lo que conoce. Dios, solo quiero…

Se quedó mirándose las manos y respiró profundamente otra vez antes de mirar a su amiga y dedicarle una media sonrisa.

–Sería agradable poder decir que estoy siendo altruista, que solo me preocupa el bienestar de Austin. Pero, Dios, Tash, pensaba que me quedaría con la custodia permanente. No puedo soportar la idea de que se vaya tan lejos.

–Claro que no. Has estado en su vida desde que tenía, ¿qué? ¿Dos años?

–Tenía casi tres y medio cuando empecé a estar verdaderamente unida a él.

Su amiga se encogió de hombros.

–Suficiente –estiró los brazos por encima de la mesa y le estrechó las manos–. Y tal vez no llegue a eso. Has dicho que Bradshaw va a quedarse aquí hasta que termine la escuela, ¿verdad? Tal vez se aburra de jugar a ser padre y se vaya antes de junio –frunció el ceño–. Sí, sé que es horrible desear algo así.

–Lo sé –Jenny se llevó la mano a la frente, porque empezaba a dolerle la cabeza–. No es que yo no lo haya pensado. Pero es difícil olvidar lo mucho que Austin ha fantaseado con tener a su padre. Es una situación sin salida. Está garantizado que uno o los dos saldremos heridos con todo esto. Pero tengo que pensar como una adulta. Porque por mucho que me duela perder a Austin, me da más miedo que Bradshaw se gane su perdón y después haga justo lo que tú has dicho y le destroce el corazón al chico.

Sin embargo, nada más pronunciar aquellas palabras, pensó en ese brillo que había advertido en los ojos de Jake Bradshaw al ver a su hijo por primera vez. No estaba segura de qué era exactamente, pero le había pillado por sorpresa porque no esperaba que un tipo que había ignorado a su hijo desde que naciera pudiera albergar emociones tan fuertes.

Pero después desechó esa idea. ¿Y qué? Probablemente fuese impaciencia por tener que estar allí, por tener que lidiar con Austin y con ella.

–Si dice la verdad –dijo lentamente–, Jake Bradshaw se quedará con la custodia legal de Austin.

–No sé por qué iba a mentir al respecto, dado que es algo que puede comprobarse fácilmente –respondió Tasha.

–Eso pienso yo también, porque te aseguro que voy a comprobarlo. Pero, si es así… Bueno, tiene razón en eso de que, si le tengo aprecio a Austin, tendré que hacer que el cambio sea fácil para él.

Tasha asintió.

–Lo siento, Jen. Pero creo que tienes razón. Mira –se inclinó sobre la mesa–, hoy no puedes hacer nada al respecto, y no quiero que te vayas a casa a darle vueltas a la cabeza. Has dicho que Austin va a pasar la noche donde Nolan, ¿verdad?

–Sí. Una parte de mí está aliviada por no tener que fingir delante de él. Pero me conoces demasiado bien. Porque, por mucho que me gustaría decir que te equivocas con lo de darle vueltas a la cabeza, tengo la sensación de que esta noche en casa se me va a hacer eterna.

–Pues no te vayas a casa. Después de las siete la cosa está bastante tranquila en la pizzería. Puedes quedarte por aquí hasta entonces, o hacer recados, o lo que sea, y después regresar. Le diré a Tiff que cierre esta noche. Y tú y yo nos vamos al Anchor. Allí siempre hay algo que hacer. Podemos emborracharnos o echar monedas en la gramola y darles una paliza a los dardos. ¿Qué te parece?

Realmente no estaba de humor para ir al bar del pueblo, pero tampoco quería irse a casa a dar vueltas de un lado a otro. Además estaba segura de una cosa; estar con Tasha la ayudaría.

–Trato hecho. Creo que me quedaré aquí hasta que estés lista. Así tendré tiempo para pensar si quiero jugar a los dardos o emborracharme.

Capítulo 3

Jake no podía tranquilizarse. Había dado una vuelta con el coche por la zona para ver los lugares que recordaba y descubrir qué cosas habían cambiado; le sorprendió ver que eran muchas. De vuelta en el hotel, había explorado su suite, cosa que había tardado solo cinco minutos en hacer, y también el terreno del complejo hotelero de sus antiguos suegros, que al menos le había llevado algo de tiempo. Había llamado al servicio de habitaciones para que le llevaran la cena, porque estaba demasiado alterado para sentarse en el comedor.

Pero eran solo las seis y media y la habitación se le caía encima. Tenía que salir de allí.

Agarró su sudadera, se la puso y se abrochó la cremallera. Después se puso la cazadora mientras se dirigía hacia la playa. Caminaría hasta el pueblo para ver si podía matar el tiempo.

Apenas miró la cadena montañosa situada al otro lado del canal que hacía que los turistas se detuvieran asombrados. Con la cabeza agachada para protegerse del viento y las manos en los bolsillos, caminó con decisión por el paseo marítimo, una de las novedades que había descubierto.

Poco después llegó a Razor Bay y descubrió que prácticamente no había nadie en las calles.