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Este es el relato sorprendente de Juan Eduardo Rojas Vásquez, menor de siete hermanos, todos hijos de un matrimonio de campesinos en los alrededores de Parral, Chile. El golpe militar del 11 de septiembre de 1973 le puso un fin trágico a su niñez. Su hermano Sergio fue encarcelado. Su hermano Gilberto y su padre fueron arrestados y desaparecieron para siempre. Esto produjo un giro fundamental en la vida del joven Juan. Se hizo adulto de la noche a la mañana, comenzó a vincularse con grupos de activistas y se organizó bajo el techo de la iglesia católica para dar con el paradero de sus parientes desaparecidos. La situación se puso cada vez más tensa. Juan tuvo que abandonar el país y emigró en 1979 a Alemania Federal. Allí, dispuesto a salir adelante, se esforzó por aprender el idioma, consiguió trabajo y fundó una familia. Juan se mantuvo siempre muy aferrado a sus raíces chilenas. Fue director de un grupo chileno de danzas y participó como mediador en conflictos de familias internacionales. Hasta el día de hoy, todos sus intentos por averiguar el paradero de su padre y hermano han sido infructuosos. Un testimonio conmovedor y un positivo ejemplo de integración a la sociedad alemana.
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Seitenzahl: 71
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Despedida
Mi vida en Chile
Mi familia
La vida en el campo
Nuestra casa
A los más chicos no se les pega
Fiesta de San Antonio
En la escuela rural
Un rumor pérfido
Todo cambió
13 de octubre 1973
¿Qué hacer?
Linares
Trabajo juvenil
Mi primer romance
Mis actividades
Las arpilleristas
Sergio
De Catillo a la Colonia Dignidad
Consulta Nacional
La situación se empeora
Difícil decisión
Mi vida en Alemania
La llegada
Asilado
Empezar de nuevo
Visita a la patria
Nuevas metas
La cueca
Mediador cultural
A mi querido padre
Es el primero de agosto de 1979. Lentamente subo la escalera del avión y me doy vuelta para despedirme. ¡Adiós, Chile! Atrás quedan seis años de inseguridades y temores. El 13 de octubre de 1973 mi vida cambió radicalmente y al final me vi obligado a abandonar el país. Mi familia pensó que yo partía a Alemania para hacerme una operación a los oídos y que regresaría pronto. Los verdaderos motivos de mi viaje no se conocían y nadie se imaginó que me ausentaría por mucho tiempo.
Yo estaba feliz de irme y de recuperar mi amplia libertad. ¿Pero qué me esperaba en Alemania, al otro lado del mundo? ¿En un país donde no había estado nunca y cuyo idioma tampoco conocía? ¿Qué diría mi madre al verme desaparecer? Los recuerdos de mi infancia se me vinieron a la memoria. Pensé con tristeza en las bellezas de Chile que ya no volvería a disfrutar.
mi padre y mi madre
Nací el 15 de octubre de 1958 en las cercanías de Parral. Mi madre, Margarita Felisa Vásquez Gatica, nacida el 16 de enero de 1917, me tuvo a la edad de 41 años. Fui el menor de sus siete hijos y me bautizaron con el nombre de Juan Eduardo. Mi hermana mayor, Ana Julia, ya tenía dieciséis años y Gilberto Antonio, mi hermano mayor, tenía catorce. Después venían Luis Antonio con doce y Sergio Antonio con diez años. Mi hermana Margarita Rosa tenía cinco y mi hermano Miguel Enrique era un año y medio mayor que yo.
Entre los antepasados de mi madre había algunos indígenas que vivieron en las montañas. Mi padre fue Miguel Rojas Rojas, nacido el 16 de noviembre de 1920. Él tenía raíces españolas y, como fue hijo natural, nunca conoció a su padre. Tanto él como mi madre eran analfabetos. Vivíamos en una zona donde antiguamente no había escuelas. Ella apenas podía leer y escribía su nombre con dificultad, mientras que mi padre no podía siquiera eso y firmaba con la huella dactilar.
Ellos contrajeron matrimonio en 1942. Nosotros nunca los tuteamos porque era considerado una falta de respeto.
Juan Eduardo
Vivíamos en el campo a unos 15 kilómetros de Parral, en una zona de vinos donde también abundan las cerezas, naranjas y los membrillos. Los niños, sin embargo, gozábamos comiendo maqui, una fruta típica del sur de Chile. Crecí rodeado de bosques de alerces, pinos, cipreses y araucarias. La tierra era fértil y existían grandes potreros para los animales. Había cultivos de trigo, porotos y maíz, pero lo que más se cultivaba era la remolacha, que se procesaba a unos 40 kilómetros de distancia, en las fábricas de Linares. De niño odiaba escarbar remolachas, un trabajo que consistía en aflojar la tierra alrededor de las plantas con un azadón. Pero tenía que hacerlo, porque era mi obligación.
La vida de los campesinos en la zona central de Chile era bastante dura en aquel entonces. Como no poseían tierras, trabajaban de inquilinos en los fundos de los terratenientes y por lo común sus familias eran muy numerosas. Mi padre trabajaba en el fundo Palomar Parral, uno de los más grandes del sector. Allí había gran cantidad de animales: vacunos, ovejas, cabras, cerdos, pollos y caballos, que el patrón entrenaba para participar con ellos en las carreras del Club Hípico de Santiago. Algunos inquilinos trabajaban sembrando, cultivando y cosechando la tierra, mientras otros se dedicaban al cuidado de los animales y hacían todo tipo de trabajos suplementarios. El patrón era un hombre muy enérgico y estricto, que siempre andaba con un chicote en la mano para golpear a quienes no hacían las cosas en forma debida. La gente no tenía otra alternativa que aceptarlo, porque era su única fuente de trabajo. Mi padre estaba a cargo de la cocina en la casa patronal y uno de sus tantos trabajos era fabricar la mantequilla.
Las familias de los inquilinos vivían repartidas por el fundo y nuestros vecinos más cercanos estaban a medio kilómetro de distancia. Se vivía en la soledad más absoluta, sin electricidad, sin agua corriente y sin calefacción. Teníamos un pozo en el patio y subíamos el agua en un balde amarrado a una soga.
En invierno nos despertábamos con los agujeros de las narices ennegrecidos de tanto respirar el humo de los braceros y las chonchonas.
Nuestra casa era de adobe y tenía techo de tejas, lo cual era muy moderno en aquel entonces, pues generalmente las casas de los inquilinos tenían techo de mimbre. Había solo dos piezas y una antesala que nos servía de comedor y sala de estar. En una de las dos habitaciones dormían mis padres y en la otra todos los hermanos, de a dos por cama. Cocinábamos en el patio, con un horno de barro y una antigua cocina a leña.
Recuerdo que a los siete años tuve que encender el horno nuevo que nos instalaron cuando el viejo dejó de funcionar. Como era la primera vez que lo hacía estaba muy nervioso y no me percaté de que ya estaba caliente. Entonces me acerqué a la boca del horno con trozos de leña untados en parafina. La llama me produjo serias quemaduras, pero afortunadamente la señora del patrón me llevó a la clínica de la ciudad más cercana para que me curaran.
Mi mamá era muy cariñosa conmigo. Mi padre, en cambio, era estricto y nos pegaba a menudo. En una oportunidad, mientras mi hermana recogía la mesa se le cayeron los platos de la mano y se hicieron añicos en el suelo. Mi padre se levantó para pegarle, pero uno de mis hermanos se interpuso:
¡Esto no puede seguir así! – le gritó.
Tú nunca más vuelvas a meterte en mis cosas – contestó mi padre, enfurecido.
Fue un santo remedio. Desde ese día nunca volvió a pegarle a mi hermana, pero al cumplir los dieciocho años fue mi hermano quien recibió la zurra de su vida, que lo hizo despedirse para siempre del sueño de la infancia. “Ahora sabes lo dura que es la vida”, le dijo mi padre. Creo que a él le deben haber pegado mucho en su infancia y que esto fue simplemente la continuación de esa tradición.
Yo fui el que menos golpes recibió, porque si mi padre me levantaba la mano, mi madre salía en mi defensa gritándole: “A los más chicos no se les pega”. Esto despertó la envidia de mis hermanos mayores, que comenzaron a pegarme cuando mi mamá no los miraba. Además, me contaban historias terroríficas en las noches. Sabían que eso me daba mucho miedo y me revolvía el estómago, lo que me obligaba a correr en medio de la noche a un baño que quedaba al fondo del patio. Era un trayecto largo y lleno de sombras. Muchas veces no alcancé a llegar y me hice en los pantalones, muerto de miedo.
Un día, uno de mis hermanos me dijo que si me frotaba los ojos con ají verde se me pondrían verdes también. En mi inocencia yo se lo creí. Pero los ojos se me hincharon y comenzaron a arder. Fue una verdadera tortura. Como correspondía, mi hermano recibió una paliza, pero eso no impidió que diera a conocer la anécdota por todas partes.
Como en casa no había dinero, teníamos que fabricarnos los juguetes. Recuerdo que un día hicimos una carretela con restos de cercas, pedazos de metal y unas ruedas viejas. Nuestro auto era una varilla de mimbre con un manubrio de alambre. A veces jugábamos con los hijos del patrón, pero casi siempre terminabamos mal porque eran muy mandones y nosotros nos negabamos a cumplir sus órdenes. Ellos iban a un colegio en la ciudad y nosotros asistíamos a la escuela rural. Nos veíamos poco. A mí me gustaba más entretenerme con los animales, andar a caballo en pelo o correr tras los corderos y los terneros.