Juego sucio - Susan Andersen - E-Book
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Juego sucio E-Book

Susan Andersen

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Beschreibung

Cuando estaban en el instituto, Cade Gallari había anunciado públicamente que se había acostado con Ava Spencer, "la chica gorda", para ganar una apuesta. Una década más tarde, Ava ya no era la chica ingenua y soñadora que una vez había sido; y se propuso demostrarlo cuando Cade, más guapo que nunca, regresó a la ciudad con una oferta que no pudo rechazar. Convertido en productor de documentales, Cade iba a rodar un programa sobre la misteriosa mansión que Ava había heredado. Y quería que ella fuese su asistente personal. Ava era lo suficientemente profesional como para estar a su disposición sin darle todo lo que deseaba. Como tenerla de nuevo en su cama. Pero no contaba con la determinación de Cade. Porque él nunca se había olvidado de ella, y no le importaba jugar sucio con tal de conseguir una segunda oportunidad…

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2011 Susan Andersen. Todos los derechos reservados.

JUEGO SUCIO, Nº 10 - mayo 2012

Título original: Playing Dirty

Publicada originalmente por HQN.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Internacional y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-0118-9

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Este libro está dedicado a mi pequeño rincón de la gran comunidad de Facebook; sobre todo a las damas (y algún caballero) de la página de admiradores de Susan Andersen. Me hacéis reír, me hacéis pensar y he de decir que hacéis que me sienta mucho más importante de lo que realmente soy. La voluntad de abrir vuestros corazones a mi curiosidad insaciable me deja sin palabras. Sois los mejores.

Susan

AGRADECIMIENTOS

Estoy en deuda con Virginia Bogert, de Producciones Laughing Dog por la información tan valiosa sobre el día a día de una productora de documentales. Agradezco el tiempo que me diste, tus maravillosas ideas y tu paciencia con mis preguntas interminables.

Espero haber hecho justicia a tu información, pero si hubiera alguna inexactitud, es solo cosa mía.

Prólogo

Querido diario,

No sabía que pudiera sentir tanto dolor y seguir viva.

Edificio de la escuela superior

Hace trece años

Ava Spenser se acercaba bailando por el pasillo hacia la cafetería; meneaba las caderas lentamente y sus hombros rollizos se movían al son de la versión de Iris de las Goo Goo Dolls, que sonaba en su cabeza. Imaginaba que podía haber elegido algo más rápido, ¿pero qué importaba? Estaba disfrutando del momento, se sentía bien.

Muy, muy bien.

–¡Ava! ¡Espera!

Miró hacia atrás y vio a sus dos mejores amigas abriéndose paso entre un grupo de rezagados que, como ella, llegaban tarde al comedor. La música de su cabeza se paró mientras esperaba a que la alcanzaran, y fue sustituida por los ritmos monótonos de la hora de comer en la escuela: el chirrido de los zapatos sobre el linóleo, las puertas de las taquillas que se cerraban, la risa de los niños pequeños en el patio de la escuela de primaria, que competía con los gritos de los adolescentes al otro lado de la puerta del comedor.

–¿Qué pasa, jovencita? –preguntó Poppy mientras se acercaba. Las pulseras de su muñeca tintinearon al deslizarse por su brazo cuando lo levantó para recogerse un rizo que se le había soltado–. Pareces excepcionalmente feliz.

–En serio –convino Jane–. No todos los días te vemos bailando por el pasillo.

–Me siento muy bien –de hecho, si se hubiera sentido mejor, habrían tenido que bajarla del techo como si fuera un globo de helio–. Creo que incluso me siento preciosa.

Y aquello resultaba increíble. Generalmente se sentía atractiva, a veces incluso guapa, ¿pero preciosa? Eso no le ocurría casi nunca. Dada su lucha constante con el peso, no era un adjetivo que su familia le atribuyese. Sus padres normalmente la reprendían por no hacer lo suficiente por librarse de esos kilos de más.

–Oye, claro que eres preciosa –protestó Jane.

–Sí. «Tiene una cara muy bonita» –citó Ava textualmente–. «Qué pena que sea tan rolliza/gordita/corpulenta » –era una conversación que había oído en más de una ocasión.

–Conoces a Janie lo suficiente como para saber que no insinuaba eso, Av –dijo Poppy–. Ha dicho que eres preciosa, y lo eres.

–Os quiero a las dos por decirlo, pero esa serías tú, Poppy, no yo –con su melena rubia nórdica y esa seguridad en sí misma, Poppy estaba dentro de su propia categoría. Podría haber sido de las chicas populares de la escuela si le hubieran importado en lo más mínimo ese tipo de cosas. Ava pensaba con orgullo que Poppy podía haber liderado ese grupo. Janie y ella, por el contrario, nunca habrían logrado la aprobación.

No era que Jane no fuese atractiva, pero era una belleza tranquila que pasaba desapercibida. Tenía pelo castaño y brillante, unas piernas muy bonitas, pero la ropa que llevaba hacía que los góticos pareciesen coloristas. Además, era un cerebrito, cosa que la gente popular era demasiado estúpida para apreciar.

Ava se encogió de hombros mentalmente. Ni a Janie ni a ella les importaba. La gente popular solía ser idiota, y ellas tres tenían algo mucho mejor que ganar un concurso de popularidad en el instituto; se tenían las unas a las otras. Estaban muy unidas. Se habían conocido en aquella misma escuela en cuarto curso y desde entonces habían sido inseparables.

Sin embargo, Ava deseaba tener alguna talla menos, como Janie y Poppy. Normalmente se sentía celosa al saber que, por muy bonita que fuera su ropa, siempre parecía una salchicha embutida, mientras que sus amigas llevaban sus Old Navy falsificados como si fueran modelos.

Aquel día, sin embargo, no importaba. Porque la noche anterior Cade Gallari la había besado, la había tocado y le había hecho el amor. Y desde que había abierto los ojos esa mañana, se había sentido casi en los huesos, completamente deseable y, sí, preciosa.

Tampoco era que su primera incursión en el sexo hubiera sido completamente maravillosa. A decir verdad, los preliminares habían sido increíbles, pero la parte de la penetración… bueno, eso había sido incómodo y había durado tampoco que a ella no le había dado tiempo a cruzar la línea de meta. Pero era su primera vez, así que tampoco esperaba que los ángeles se pusieran a cantar o algo por el estilo.

Aun así, Cade la había hecho sentir especial. Entre besos le había dicho lo hermosos que eran sus labios, lo bonito que era su pelo, lo suave que era su piel y lo increíbles que eran sus pechos. Y después de eso la había abrazado como si fuera lo más preciado del mundo.

Lo cual no impedía que estuviera alucinada por haberlo hecho con él. Jamás se lo habría imaginado. Hasta hacía seis semanas habría jurado que no cabía ni la más remota posibilidad, dado que no recordaba una sola vez en la que Cade no hubiese sido un auténtico grano en el trasero. Se conocían desde que eran pequeños, y al mismo tiempo no se conocían en absoluto. Pero lo poco que había conocido de él…

No le había gustado. Cade formaba parte de ese grupo que disfrutaba ridiculizando a cualquiera que no encajara en sus estándares, y eso era el noventa por ciento del cuerpo estudiantil. Así que cuando les había tocado juntos en el proyecto de ciencias del señor Burton, Ava se había sentido desconcertada. ¿Gallari y ella? ¿En un proyecto que contaba un cuarto de su nota?

Cuando ambos tenían ocho años, Cade la había tirado del pelo y la había pisado en clase de baile. En décimo curso había mirado bajo su falda desde debajo de las gradas y después le había contado a todo el mundo que llevaba bragas rosas. Antes de la noche anterior le horrorizaba que Cade pudiera ver sus muslos gordos y que después se riera con sus amigos.

Sin embargo, durante el último mes y medio había visto otro lado de Cade; un lado dulce, divertido y considerado que jamás hubiera creído que existiera. Y sentados el uno frente al otro en la biblioteca o en la cafetería mientras trabajaban en el proyecto, había comenzado a crecer una atracción insidiosa. Pronto estaban los dos sentados en la oscuridad de su coche, simplemente hablando, sin querer acabar el día.

Hasta que una noche, Cade la había besado. Y tras superar aquella barrera, ya no hubo marcha atrás. Cada vez que la había besado en las dos últimas semanas, cada vez que sus manos exploraban nuevos territorios, ella simplemente se derretía y se sentía incapaz de ponerle fin.

Y la noche anterior simplemente no fue capaz de decir que tenían que parar.

–¡Está bien, ya basta! –Poppy se detuvo frente a las puertas de la cafetería y agarró a Ava del brazo–. ¿Qué pasa contigo?

Ella se rió.

Intentó guardarse la noticia.

Pero finalmente cedió, porque eran como una hermandad, y se lo contó todo.

–Lo he hecho, Poppy. Estaba segura de que me iba a graduar, o incluso a morir, siendo virgen, pero anoche yo… –sintió el calor subiéndole por el pecho y de pronto le dio vergüenza decir las palabras en voz alta.

Jane se quedó con la boca abierta.

–Oh, Dios mío –dijo lentamente–. ¿Lo has hecho?

Ava asintió.

Poppy parecía perpleja.

–¿Con quién? –entonces entornó los párpados–. ¡Oh, por favor, dime que no ha sido con Cara de Culo Gallari!

–¡No le llames así! –de acuerdo, ella era la que había empezado a llamarlo así, pero aun así–. Mirad, quiero contároslo todo, y lo haré. Pero después de clase, cuando no corramos el riesgo de que nos oigan.

–De acuerdo, está bien –convino Poppy–. Pero en cuanto salgamos de aquí, tengo algunas preguntas que hacerte, hermana –soltó a Ava, abrió la puerta y las tres entraron al caos y al bullicio de la cafetería.

Las bandejas y los platos hacían un ruido estrepitoso, las voces reverberaban por las paredes, y los estudiantes parecían en constante movimiento mientras caminaban entre las mesas en busca de un sitio en el que sentarse. Tras sortear a un par de deportistas que se lanzaban una pelota de béisbol de un lado a otro, Ava buscó a Cade con la mirada. No quiso parecer demasiado evidente cuando no lo localizó de inmediato, así que siguió a sus amigas hacia la barra de la comida.

Había agarrado ya una bandeja cuando advirtió que el volumen de las voces había disminuido. Aquello nunca estaba tranquilo, sin embargo, salvo por algunas conversaciones en las mesas más lejanas, el bullicio habitual había dejado paso al silencio. Ava miró por encima del hombro y vio que todos estaban mirándola.

Alguien se rió.

Ella sonrió con incertidumbre, y ni siquiera entonces se dio cuenta de que era el objeto de burla de alguien. Cuando Dylan Vanderkamp, uno de los amigos más idiotas de Cade, se levantó, la miró riéndose y agitó un fajo de billetes que tenía en la mano, Ava tuvo la sensación de que aquello no era algo bueno.

–Aquí tienes, Gallari –dijo Dylan–. Doscientos pavos –extendió el brazo por encima de la mesa–. Una apuesta es una apuesta. Dijiste que podías tirarte a la gorda y lo has hecho –miró a Ava de arriba abajo y sonrió con desprecio–. Yo diría que te lo has ganado.

«¿Era una apuesta?», gritó una voz en su cabeza. «¿Soy la gorda con la que se ha acostado por una apuesta?». Notó que se le dormían las manos y que las piernas le temblaban, y le entraron ganas de vomitar.

Dylan se echó a un lado y por primera vez vio a Cade, que estaba sentado con cara de aburrimiento. La miró y, por un momento esperanzador, Ava creyó que iba a darle un manotazo al dinero de Vanderkamp. Pero simplemente levantó una mano lánguida y aceptó el fajo de billetes.

–Gracias –dijo mientras se lo guardaba en el bolsillo delantero de sus vaqueros.

Ava sintió que todo en su interior se congelaba. Al mismo tiempo, aquellos ojos que esperaban ávidamente una reacción parecían quemar allí donde la miraban.

Pero Ava no podía quedarse allí de pie, aguantando los comentarios burlones del grupo de neandertales de Cade. Quizá sintiera como si tuviera una piedra de dos toneladas en el pecho, y solo deseaba hacerse invisible, pero sus amigas y ella siempre habían sabido devolvérselas a esos idiotas. Embaucada por las palabras dulces de Gallari, se había olvidado de con quién estaba tratando.

Pero acababa de acordarse. Y tenía que controlarse como fuese.

Estuvo a punto de reírse con amargura. Porque el muy mentiroso y traicionero había logrado su objetivo. Aun así, si Ava iba a hundirse, al menos lo haría causando algún daño.

–Creo que debería quedarme con parte de ese dinero –consiguió decir a pesar del nudo que tenía en la garganta–. Un polvo con Cade el rapidillo ha estado a punto de hacerme odiar el sexo de por vida. Si eso no hace que me merezca un premio, entonces no sé qué lo hará.

Fue un ligero bálsamo para su corazón herido que algunas personas se rieran a costa de Cade para variar. No era suficiente, habría preferido que el pene se le secase y se le cayese, pero tendría que servir. El nudo en su garganta seguía creciendo y no se sentía capaz de articular una sola palabra más.

Como si lo supiera, Poppy le puso una mano de apoyo en la espalda.

–Sí. ¿Qué es lo que nos ha dicho, Jane?

Jane se encogió de hombros.

–Que si alguna vez superaba el trauma de la torpeza de Gallari y reunía el valor para volver a intentarlo, sería con alguien que supiera lo que hacía.

Cade pareció no inmutarse, pero Ava obtuvo la satisfacción de ver un poco de rubor en sus mejillas.

Habría disfrutado aún más viéndolo experimentar una fracción de su humillación. Se sentía destrozada, como si la hubieran desgarrado por dentro. Nunca lo perdonaría por engañarla de ese modo.

Tragó saliva, se dio la vuelta y estampó un cuenco de gelatina con fuerza sobre su bandeja. No podría comer ni un pedazo.

Pero no tenía intención de huir de Cara de Culo Gallari. Aunque en su interior una parte de ella acabase de morir.

Capítulo 1

No sé si acabo de tomar una decisión muy inteligente, o si he cometido el mayor error de mi vida.

Nueve de noviembre, en la actualidad

El muy bastardo llegaba tarde. Ava Spenser maldijo al hombre al que estaba esperando mientras daba vueltas de un lado a otro del recibidor de la mansión Wolcott, frotándose los brazos con fuerza para que le entraran en calor. El lugar llevaba cerrado varias semanas, y entre el viento que se colaba por las ventanas y la tormenta de lluvia que había azotado hacía poco, Ava estaba congelada.

Habría encendido la calefacción, pero no tenía mucho sentido. Si el tipo se dignaba a aparecer, Ava le enseñaría la mansión desde el desván hasta la bodega. Y aunque Jane mantenía climatizados el salón delantero y el armario oculto de la sala de estar de la señora Agnes del piso de arriba para preservar las colecciones Wolcott, que no estuvieran a la venta o prestadas a los museos, haría falta un día entero para calentar el resto. Y aunque había encendido todas las luces de la casa, el calor ilusorio que daban las lámparas no lograba reemplazar al calor de verdad.

De pronto se carcajeó con cierto nerviosismo. Como si ese fuera el problema más importante. Porque no se trataba de cualquier tipo. Se trataba de Cade Calderwood Gallari.

Ava no podía creer que hubiera accedido a eso. Así que sí, estaba concentrándose en las nimiedades para no pensar en él. Porque era demasiado tarde para echarse atrás.

¿Verdad?

Se quedó petrificada por un segundo. ¡No, no lo era! Agarró su bolso y caminó por el pasillo hacia la cocina. La puerta exterior era la ruta directa hasta donde había aparcado su Beeper. ¿Cade llegaba tarde? Ella se marchaba.

Los faros de un coche iluminaron la pared desde la entrada a la cocina e hicieron que se detuviera en seco.

–Mierda.

Demasiado tarde.

Hizo un pequeño baile para aliviar la tensión y respiró profundamente para intentar calmarse. Tras exhalar una última vez, asintió con determinación.

–Muy bien. Es hora de ponerse los pantalones de chica adulta.

Se obligó a ignorar su enfado por la tardanza de Cade, y por el hecho de que respirase. «Han pasado trece años. Es agua pasada, alguien que ya no importa. Que no ha importado desde hace mucho tiempo», pensó. Así que probablemente no serviría de nada echarle un rapapolvo nada más llegar.

Pero la tentación estaba ahí.

Lo observó a través de la ventana de la puerta de atrás mientras subía los escalones y se detenía bajo la luz del porche, y su enfado resurgió con fuerza. Intentó controlarse una vez más, tomó aire de nuevo y estiró el brazo para abrir la puerta.

El picaporte giró antes de que ella pudiera abrirla, y Cade entró en la cocina sacudiéndose como un perro mojado, lo que hizo que de su pelo castaño salieran volando gotas de lluvia en todas direcciones. Ava miró más allá de él y vio que había empezado a diluviar de nuevo.

–¡Madre mía, está lloviendo a cántaros! –le dirigió su sonrisa Gallari marca registrada; dientes blancos y labios agrietados. Pero en esa ocasión, Ava advirtió que aquellos ojos azules entre pestañas oscuras ocultaban algo. Cautela, tal vez. Algo más frío y peligroso que la sonrisa que durante años había invadido sus sueños.

Le fastidiaba que sintiera su impacto como si fuera una coz en el esternón. ¿Por qué le pasaba eso cada vez que le ponía los ojos encima? Aquel aceleramiento inmediato y visceral de su corazón. Era idéntica a la reacción que había tenido cuando estaba con el Cade adolescente; e incluso después de todo lo que sabía sobre él, de todo lo que había hecho, verlo seguía provocándole el mismo vuelco en el corazón.

Pero se congelaría el infierno antes de sentirse tentada de actuar según ese impulso. Así que arqueó una ceja y dijo:

–¿Y tú te llamas oriundo de Seattle?

–Se me había olvidado lo rápido que cala la lluvia por aquí.

Ava le dirigió una sonrisa educada.

–Supongo que es lo que tiene vivir en el sur de California –fingió que miraba el reloj–. Dime por qué debería concederte mi tiempo, y mucho menos alquilarte la mansión para un documental.

–Muy bien. Nada de formalismos. Siento llegar tarde. Ha habido un accidente en la I-5 y han tardado un rato en restablecer la circulación.

Ava asintió con la cabeza y vio como Cade miraba a su alrededor. De pronto pareció contrariado.

–Ha sido reformada.

Cuando Ava lo miró directamente a la cara en esa ocasión, la encontró menos inquietante.

–No esperarías que estuviera igual que en los años ochenta.

–Supongo que tenía esa esperanza.

–En cuanto Poppy, Jane y yo la heredamos, hicimos que quitaran esa horrible terraza interior y sí, reformamos toda la casa. Esperábamos venderla, no alquilarla; y ni siquiera hemos llegado a un trato –arqueó las cejas–. ¿Qué es lo que quieres?

–Como ya te dijo por teléfono mi ayudante de producción, quiero hacer un documental sobre el misterio Wolcott. Pero más que eso, deseo hacer un retrato de Agnes Wolcott.

–¿Pero por qué? Quiero decir que sí, los diamantes Wolcott se han convertido en una leyenda urbana local, pero no creo que la historia sea famosa en todo el país.

–Puede que no, pero yo me crié en este pueblo y desde siempre me ha fascinado ese misterio –sus ojos azules se iluminaron con entusiasmo–. Lo tiene todo, Ava; una vieja mansión, una fortuna en diamantes que nunca se recuperó, un asesinato… y una mujer que me parece más admirable cuanto más investigo.

A Ava le gustaba aquella última parte. Lo que no le gustaba era él.

–¿Y por qué debería importarme lo que deseas?

–Porque puedo hacerle justicia a una mujer a la que sé que querías. Y porque os daré a tus amigas y a ti treinta de los grandes por usar la casa seis semanas, pagaré los gastos secundarios durante el tiempo que Producciones Tierra Quemada esté aquí y volveré a dejar los jardines como estaban en los años ochenta.

La mansión era una carga económica para sus amigas y para ella, y sin duda él lo sabía. Ava quería escupirle a los ojos, pero pensó en sus amigas. Poppy y Jane nunca se habían quejado, pero sabía que aquel lugar era un derroche de dinero para ellas también. Así que se tragó la rabia, preguntándose si estaría tomando la peor decisión de su vida, y dijo:

–De acuerdo.

–¿Lo harás?

–Sí –al fin y al cabo no tendría que verlo–. Dile a tu ayudante que me llame para darle el número de mi abogado; puedes enviarle los contratos, y si le parece bien, entonces trato hecho. ¿Quieres echar un vistazo antes de irte? Ya que parecías preocupado por las reformas que hemos hecho, estaré encantada de mostrártelas. Creo que estarás de acuerdo en que nuestro equipo hizo un trabajo excelente al preservar el espíritu del diseño original.

–Una cosa más –dijo él–. Quiero contratarte como conserje y asistente de la compañía.

Ella se rió en su cara.

–No. ¿Quieres que te enseñe la casa o no?

–Olvídate de la casa…

–Muy bien. Envíale los papeles a mi abogado –se dio la vuelta para marcharse.

–Mira. Te pagaré dos de los grandes a la semana más una prima de cincuenta mil dólares si el documental sale a tiempo y se ajusta al presupuesto.

–Lo cual no ocurrirá, ¿verdad?

–La prima es una oferta legítima, Ava. Enviaré mis propios contratos para que tu abogado los estudie, y verás que yo tengo mucho más que perder que tú.

«No importa. Porque no va a ocurrir», pensó ella. Pero no pudo evitar maldecirlo en su cabeza. Con la crisis económica no solo se habían resentido sus ingresos, sino también las finanzas de muchos de los clientes que utilizaban su negocio de servicio de conserjería y asistencia personal. Y como una de los miles de hipotecados afectados por el desastre de los tipos de interés, se enfrentaba a una última cuota muy elevada para terminar de pagar su piso.

Pero preferiría perder su casa a tener que pasar seis semanas en compañía de aquel bastardo.

«¿En serio?», le preguntó su conciencia. Tenía que admitir que aquello resultaba bastante idiota. Podía ser la respuesta a sus oraciones. Y tampoco era que tuviese miedo a caer bajo su hechizo. Eso ya había sucedido antes.

–Podrías asegurarte de que le hago justicia a la señora Wolcott –dijo él suavemente.

Ava resopló derrotada.

–De acuerdo. Dependiendo de la evaluación de mi abogado, lo haré, para asegurarme de que le haces justicia a la historia de la señora A –y aunque también lo hiciera por el dinero, él no tenía por qué saberlo–. ¿Quieres que te enseñe la casa? Podemos empezar con el comedor del otro lado del recibidor.

Se dio la vuelta y sintió la mano de Cade en su antebrazo. El calor traspasó la manga de su abrigo y Ava se retorció bruscamente para liberarse.

–No me toques –dijo intentando mantener la calma.

Cade la soltó y dio un paso atrás.

–Solo quería decirte, antes de que empecemos, lo mucho que siento lo que sucedió en el instituto. Fui un…

–Olvídalo –le interrumpió ella. No deseaba revivir los desagradables detalles de su pasado con él–. Yo lo he hecho.

–¿De verdad? –preguntó él con una ceja levantada y un brillo de sorpresa en sus ojos cobalto.

Ava asintió con firmeza. Le había parado los pies las otras veces que había intentado disculparse con ella durante los años, pero si reconocer su arrepentimiento iba a servir para que no hablaran del pasado, entonces de acuerdo. Le concedería su maldita redención.

–¿Entonces me perdonas?

«No. Claro que no», pensó ella. «Cuando el infierno se congele».

Pero le dirigió una sonrisa serena, sabiendo que desde ese momento en adelante tendría que actuar con profesionalidad.

–Vamos a dejar el pasado en paz, ¿de acuerdo? –sin esperar una respuesta, lo condujo hacia el comedor y se centró en los negocios–. Como puedes ver, nos hemos tomado grandes molestias para preservar la integridad de la época en la que se construyó la mansión Wolcott…

Ava se reunió con Jane y con Poppy la tarde siguiente en el Torrente de Azúcar, su cafetería y pastelería favorita del vecindario. Cuando se sentaron las tres a la mesa, tomó aliento y respiró profundamente.

–Anoche hice algo que espero que os parezca bien –les dijo a sus dos mejores amigas. Vaciló un instante y luego continuó–. Accedí a alquilarle la mansión a Cade Gallari.

De acuerdo, su táctica de dar la noticia deprisa como si estuviera quitando una tirita, obviamente fue demasiado abrupta, porque Jane se quedó con los ojos como platos. Después su amiga golpeó la mesa con ambas manos, se medio levantó de su silla y acercó su cara a la de Ava.

–¿Que se la has alquilado a quién?

Ava ignoró a las dos mujeres de la mesa de al lado, que se habían quedado mirando a su amiga cuando esta alzó la voz, y se centró en sus amigas. Sabía perfectamente que la habían oído bien. Aun así, lo repitió.

–A Cade Gallari.

–Dime que estás de broma –tal vez la voz de Poppy sonara más calmada que la de Jane, pero cuando su amiga dejó la taza de café sobre la mesa, la expresión de sus ojos marrones parecía igual de incrédula–. ¿Por qué íbamos a dejar que ese imbécil se acercara a nuestra herencia?

Era una pregunta lógica. La señora Agnes, la anciana fría que había empezado a invitarlas a las tres a tomar té en la mansión una vez al mes cuando tenían doce años, la misma que les había regalado sus primeros diarios y les había inculcado la costumbre de escribir en ellos, se había convertido en amiga y mentora. En el caso de Ava y de Janie, había sido más maternal que sus propias madres. Y al morir hacía un año y medio, había dejado un gran vacío.

Pero incluso después de morir les había dado una gran sorpresa, y Ava, Jane y Poppy se habían quedado de piedra al descubrir que les había dejado su finca. Tal vez la señora A estuviese retorciéndose en su tumba ante la idea de que Cade pisara su casa. Había ayudado tremendamente a Ava a recoger los pedazos después de su traición.

Se quedó mirando a su amiga, sintiéndose algo atribulada.

–Yo tampoco le habría permitido usar la mansión Wolcott, Poppy, si hubiera tenido otra opción. Pero no la tengo. Dije que sí porque el mercado de las casas con nuestro precio está estancado y estamos hasta arriba de gastos entre la luz, los impuestos, el mantenimiento del jardín y todo lo que va unido a una casa así de grande. Pero pagará bien por el privilegio.

Les explicó los términos.

–Y pagará aún más si decidimos alquilarle algunas de las colecciones de la señora Agnes para que las use en la producción; algo que le dije que tendría que hablar contigo, Janie. Sabéis que produce documentales sobre misterios sin resolver, ¿verdad?

Sus amigas se miraron con cara de culpabilidad y Ava se rió. Sintió que la tensión en el cuello, en los hombros y en la espalda comenzaba a liberarse.

–Relajaos. No dudo de vuestra lealtad; habéis boicoteado siempre todas las cosas de Gallari. Pero tendríamos que vivir en Mongolia para no habernos enterado de la fama que se ha ganado.

–De acuerdo. Confieso que vi una de sus películas –confesó Poppy, y levantó las manos en actitud de rendición cuando Ava y Jane se quedaron mirándola con la boca abierta–. Yo no la elegí. Jason se la descargó una noche de Netflix. Ese cuyo nombre no pronunciamos no se menciona en nuestra casa, así que Jas no podía asociar al realizador del documental con el tipo al que vio molestándote en aquel bar de Columbia el año pasado. Murphy acababa de decirle que tenía que ver la producción.

Ava se centró en el cartel que había junto a la zona infantil e intentó controlar su curiosidad. A los niños sin supervisión se les dará un café y un cachorro gratis, leyó. Normalmente eso siempre le hacía gracia, pero en aquel momento las palabras simplemente rebotaron en su cabeza como pelotas de pimpón en una caja; hasta que finalmente, incapaz de evitarlo, se rindió a su necesidad de saber.

–Muy bien, me rindo. ¿Está a la altura de toda esa fama que le precede?

–Sí –contestó su amiga–. Lo siento, Av, pero así es. Nunca me han gustado los documentales del tipo dramatización, porque las interpretaciones normalmente son lamentables. Pero al parecer, Gallari se está ganando cierta reputación como descubridor de estrellas. Muchas veces ha escogido a talentos desconocidos gracias a programas universitarios y después han tenido mucho éxito.

–¿Y eso cómo lo sabes? –preguntó Jane–. ¿Es que ahora eres la fan número uno de Gallari?

–¿En serio? –preguntó Poppy–. ¿Podrías ser más ofensiva, Janie? Claro que no lo soy. Jase se quedó tan impactado con el documental que insistió en ver los extras.

–Dios mío –murmuró Ava–. ¿Tan bueno era?

Mientras veía a Jane darle la mano a Poppy para disculparse, no pudo evitar preguntarse cómo se sentía por los logros de Cade. Por un lado, no lloraría si fracasaba en todo lo que emprendía.

Por otro lado, su éxito podría ayudar a su economía y a la de sus amigas.

–Eso me temo –contestó Poppy–. Tiene buen ojo para el talento. Pero solo usaba las reconstrucciones en pequeñas dosis. Las entrevistas eran lo verdaderamente bueno. Aun así, ¿por qué diablos iba a querer grabar uno en la mansión Wolcott, sabiendo que nos pertenece a nosotras ahora? A no ser… –de pronto se irguió en su silla.

–Dios mío, Av. ¿Has dicho que iba a dejar los jardines como estaban en los ochenta?

–Por supuesto –Jane también se incorporó–. El asalto en el que murió el hombre de la señora Agnes y desaparecieron los diamantes Wolcott.

–Ese sería el misterio sin resolver –convino Ava.

En 1985, mientras remodelaban la sala de estar y el dormitorio de la señora Agnes, su colección de joyas de diamantes había sido robada. Una noche, seis meses más tarde, Henry, «su hombre», como Agnes se refería a él, oyó un ruido, salió del despacho en el que estaba trabajando y se encontró con Mike Maperton, el carpintero jefe de la obra, dentro de la mansión. Henry dio la alarma, pero Maperton lo mató antes de que pudieran acudir en su ayuda. Se dio por hecho que el obrero estaba sacando las joyas del lugar en el que las había escondido, pero estas nunca se recuperaron.

Jane sonrió con malicia.

–A mí siempre me dio la impresión, cada vez que la señora A se refería a Henry, de que era mucho más para ella que un simple factótum u hombre de negocios o lo que fuera.

Poppy se encogió de hombros.

–A todas nos daba esa impresión. ¿Adónde quieres ir a parar?

–No lo sé, pero me imagino la historia en un documental. Y odio admitirlo, pero sería agradable no tener que preocuparnos por el dinero durante un tiempo. Pero la señora A era única, así que, a no ser que Gallari contrate a Maryl Streep para interpretarla, no me imagino a la actriz que pudiera hacerle justicia.

–Me gustaría hablar con vosotras de algo relacionado con la señora A, pero primero debería deciros que… eh… accedí a trabajar para él la próxima semana, y después otras seis semanas más durante la producción, que comienza a primeros de año.

–¿Es que has perdido la cabeza? –preguntó Poppy, pero mantuvo la voz tranquila para evitar que las niñas que estaban cerca comiéndose sus magdalenas pudieran oírla.

–Puede ser –era difícil ofenderse cuando ella había estado repitiéndose la misma pregunta desde que se despidiera de Cade la noche anterior–. Probablemente. Mi primer impulso cuando se me acercó fue el mismo de siempre; escupirle en el ojo o sacarle los dos –estiró los hombros y miró de una amiga a la otra–. Pero eso no es más que un reflejo.

–Pues a mí me funciona –dijo Jane con tono seco.

Ava negó con la cabeza.

–Es agua pasada, Janie. Lo he superado. Pero sabes lo mal que ha estado mi economía durante el último año. Así que, cuando me hizo una oferta que no podía rechazar como conserje personal de la producción, no la rechacé.

Janie y Poppy se quedaron mirándola sin sonreír, con cara de preocupación, y Ava suspiró.

–¿Qué? ¿Creéis que soy demasiado frágil para manejar la situación?

–No, claro que no –dijo Jane–. Pero no confío en ese bastardo. Estábamos ahí la última vez que se puso cariñoso contigo y tuvimos que verte luchar por recomponerte.

–Fue un proceso lento –convino Poppy– e hizo falta mucho pegamento para volver a recomponer todas las piezas. Y encima tuviste que afrontarlo sola en la mayor parte porque él arruinó nuestros planes para después de graduarnos.

«Sí, y marcharme al campamento para gordos no ayudó a acelerar el proceso», pensó Ava amargamente. Aunque eso era más culpa de su madre que de Cade. Aun así, la verdad era que, si no se hubiera quedado tan destrozada por su traición, algo que su madre no parecía haber advertido, probablemente se habría atrincherado hasta ganar esa batalla. Así que, para todos los efectos, era culpa de Cade.

–Así que supongo que al menos yo estoy un poco preocupada por ti –continuó Poppy–. Trabajaste como una loca para volver a ser tú misma y no quiero ver que todo ese trabajo se va por la borda por culpa de Cara de Culo Gallari.

–Yo tampoco. Y no lo permitiré. Nunca lo perdonaré, Poppy. Nunca. Pero estoy cansada de huir de él. Porque tienes razón. Trabajé demasiado duro como para seguir haciendo eso. Y no me sorprende que dudes de mi capacidad para afrontarlo…

–¡Yo no dudo! Ya lo hiciste una vez y te enfrentaste a él en el peor momento de tu vida. Dejaste claro que puedes defenderte sola.

–Sin embargo, desde entonces, he sido más reactiva que activa cada vez que me he encontrado con él. Así que tal vez sienta que tengo algo que demostrar; aunque sea a mí misma. Y no me ayuda el haberme mirado en el espejo esta mañana y haber tenido un momento «gorda ».

–Maldita sea, Av –dijo Jane–. ¿Cuándo vas a dejar eso atrás? Llevas doce años con la talla treinta y ocho.

–Que tú no paras de recordarme que sería una cuarenta si comprara la ropa en las tiendas menos caras donde compra la mayoría de las mujeres –sabía que su amiga bromeaba cuando decía eso, pero no podía negar que Jane tenía razón.

–Por favor –dijo su amiga–. Sabes que solo digo eso porque estoy celosa de que tengas los pechos grandes. Yo también quiero tener los pechos grandes algún día –señaló el jersey de cachemir verde esmeralda de Ava y su falda de tubo negra–. ¡Mírate!

–Lo sé –contestó Ava tras echarse un vistazo–. ¿Esto me hace parecer rechoncha?

–Oh, por el amor de Dios, Spencer, déjalo ya –dijo Poppy–. Como ha dicho Janie, has mantenido tu tipo durante gran parte de tu edad adulta. Y sabes que los hombres se quedan con la boca abierta cuando pasas por delante. No es porque seas gorda, amiga.

–De acuerdo. Lo siento –Ava se sacudió las manos y agarró su taza de café; después la sostuvo un instante en el aire mientras les dirigía a sus amigas una sonrisa amarga–. He recaído durante un minuto. Vaya. He recorrido tantas veces el camino de la inseguridad que seguramente se habrá quedado un surco. Pero ahora estoy bien.

–Es el maldito Gallari, que aparece de la nada y te desestabiliza.

Ava se encogió de hombros. Verlo de nuevo había contribuido, por supuesto, pero realmente era la conversación telefónica que había mantenido con su madre, en la que Jacqueline había hecho sus comentarios habituales sobre su peso. ¿Por qué su madre siempre estaba tan segura de que podía adelgazar más? No importaba que fuese una chica robusta con caderas y huesos grandes que podría morirse de hambre y aun así no dejar el cadáver de una sílfide.

Pero ella sabía lo que valía. También sabía que se lo había ganado por perder más de diecisiete kilos.

Dio un trago al café, dejó la taza en la mesa y, sin soltarla, se inclinó hacia sus amigas para intentar que comprendieran por qué había accedido a hacer lo último que esperarían de ella.

–Mirad, yo tampoco es que desee ser la conserje personal de Cade. Pero es un trabajo que puedo hacer con los ojos cerrados y me pagará mucho por ello, además de un suplemento si el documental se ciñe al calendario y al presupuesto.

–Aunque sus intenciones sean buenas, ¿cómo vas a afrontar el hecho de verlo día sí, día también?

–Siendo lo más profesional posible. Recordándome a mí misma que, si todo va bien, podré terminar de pagar mi casa.

Recordó la conversación con Cade la noche anterior y sonrió.

–Una de las cosas por las que estoy entusiasmada es que le dije a Cade que hablaría con él y con su guionista sobre la señora A para crear un personaje lo más auténtico posible. Así que decidme lo que os gustaría que incluyeran.

Tras una conversación entusiasta sobre su mentora, Ava miró el reloj y se apartó de la mesa.

–Sé que es una noticia bomba y siento dárosla así, pero voy a reunirme con Cade de nuevo esta tarde en el despacho de mi abogado para repasar los puntos de mi contrato y hablar más detalladamente de mi puesto. Hasta que no hayamos dejado todo claro, no pienso firmar nada –se puso en pie y miró a sus amigas–. ¿Estamos de acuerdo?

–Claro que lo estamos –Poppy se levantó también y le dio un abrazo a Ava–. Simplemente no quiero que vuelvan a hacerte daño.

–Eso no va a ocurrir –prometió ella.

–No te olvides de la cena en mi casa la semana que viene –añadió Jane, poniéndose en pie también para darle un abrazo–. Y ándate con cuidado con ese hombre, ¿entendido?

–Así lo haré –respondió Ava mientras se ponía el chaquetón de lana. Se levantó el cuello y agarró la bufanda de colores que la madre de Poppy le había hecho–. Os quiero, chicas.

Se dirigió hacia la puerta, pero se detuvo para dirigirles a sus amigas una sonrisa por encima del hombro.

–¡Y no os preocupéis! Voy a ganar mucho dinero con este trabajo.

Capítulo 2

Nunca creí que pudiera acostumbrarme a estar en la mansión como dueña tras la muerte de la señora A. ¿Por qué entonces me siento tan extraña siendo de pronto una forastera?

Nueve semanas más tarde

–¿Ha llegado ya?

Beks Donaldson, la ayudante de producción de Cade, tardó en apartar su atención de la tabla que estaba realizando en la mesa de la cocina de la mansión Wolcott. Cuando por fin giró el cuello para mirarlo, Cade estuvo tentado de señalarles la esfera del reloj con el índice; aquel horrible gesto del «el tiempo es dinero» que su padre solía utilizar con él. Maldición. Había jurado que nunca le haría eso a nadie.

Molesto por estar perdiendo el control, descubrió que no ayudaba el hecho de que Beks pareciese estar harta.

Pero lo único que su ayudante dijo antes de devolver la atención a su tabla fue:

–No.

Cade también advirtió que Beks se abstuvo de recordarle que había interrumpido su trabajo hacía menos de diez minutos para hacerle exactamente la misma pregunta.

–Llega tarde –gruñó, mirando las puntas de las plumas del escudo de Harley-Davidson que Beks llevaba tatuado en la nuca, y que asomaba por encima del jersey.

–Ajá.

De acuerdo, estaba siendo un idiota. Pero maldecía a Ava Spencer igualmente por hacerlo esperar. Consideró la posibilidad de dirigirle a Beks una mirada de advertencia, pero ella ni siquiera se molestó en girarse de nuevo. Así que tuvo que conformarse con un:

–Házmelo saber cuando llegue.

–Tú mandas, jefe.

Cade regresó a la sala donde estaba trabajando y descubrió que no podía concentrarse en absoluto.

Nunca perdía la capacidad de concentrarse en lo referente al trabajo. Había vertido demasiada sangre y demasiado sudor para hacerse un hueco en la industria como para permitirse ese lujo.

Tampoco era que no comprendiese cuál era el problema; sabía perfectamente en qué momento se había equivocado. Era una persona activa, acostumbrada a barajar todas las posibilidades de antemano para evitar contratiempos durante la producción. Generalmente, para cuando empezaban a trabajar, ya había anticipado cualquier imprevisto. Pero había cometido un error con Ava aquella noche de noviembre.

Sí, le debía una disculpa por ser un imbécil en el instituto.

Pero teniendo en cuenta que había intentado ofrecérsela en muchas ocasiones durante los últimos diez años, no había existido necesidad de lanzarse nada más estar cara a cara. Su frialdad aquella noche había hecho que Cade se deshiciera en disculpas en vez de esperar a lograr la atmósfera emocional adecuada, una habilidad que había adquirido al comenzar su carrera y que le resultaba muy útil en casi todas las situaciones.

El problema era que lo había apostado todo en ese proyecto. Para conseguir fondos había tenido que aceptar un par de cláusulas en el contrato que normalmente habría evitado. Así que había aceptado sabiendo que tendría que convencer a Ava para que le alquilase la mansión Wolcott. Era eso o desechar el proyecto, porque si tuviera que construir decorados, se le acabaría el presupuesto antes de empezar. Y teniendo en cuenta que ya había firmado los malditos contratos, esa no era una opción.

Tampoco era que estuviera atado de pies y manos por completo. Nunca se lanzaba a ciegas a nada, así que había investigado antes de firmar y había decidido que merecía la pena correr el riesgo tras descubrir las dificultades económicas de Ava. Y si asegurarse la mansión hubiese sido su único objetivo, aquel habría sido un negocio como todos los demás.

Pero aunque se enorgullecía de contratar siempre a personal eficiente, para aquel proyecto no necesitaba empleados eficientes, necesitaba a los mejores. Aquello no era un problema cuando se trataba de gente de la industria. Había sabido perfectamente a quién contratar: los profesionales con los que más éxito había cosechado en el pasado. Aquellos cuya visión se asemejaba a la suya.

Sin embargo también contrataba siempre a alguien del lugar, alguien familiarizado con la zona que se encargase de la logística y de coordinar el alojamiento del equipo para que él pudiera centrarse única y exclusivamente en la producción. Para su desgracia, Ava no solo era una de las propietarias, sino que su nombre era el que con más frecuencia había aparecido cuando Cade había empezado a tantear el terreno en busca de una persona con contactos y que conociera la zona. Qué ironía.

El karma no estaba de su parte. Aun así había apostado por sí mismo. Porque aunque aquel proyecto era más arriesgado que todos los demás juntos, la recompensa era igualmente elevada.

El documental sobre Wolcott era su billete a cosas más grandes y mejores. Eso sumado a sus anteriores éxitos y tal vez, solo tal vez, conseguiría convertir en película el guión en el que llevaba tres años trabajando. No tendría un presupuesto de superproducción, pero eso significaba que podría hacerlo como quisiera.

Bueno, o eso o se convertiría en el hazmerreír si su apuesta fallaba y Ava Spencer decidía usar la mansión y su posición para vengarse. Tenía que admitir que era una preocupación que le había rondado por la cabeza desde que firmaran los contratos. Aun así no sabía cómo iba a hacerlo, dado que ella necesitaba el dinero casi tanto como él necesitaba el documental para triunfar.

Sin embargo, había sido muy ingenuo por su parte no considerar siquiera la posibilidad de que Ava tuviera otros planes antes de darle carta blanca en el proyecto más importante en el que había trabajado. Lo cual era sorprendente teniendo en cuenta que la ingenuidad no había formado parte de su personalidad desde el día en que descubrió que su padre no era realmente su padre.

–¡Jefe!

Agradecido de que Beks lo hubiera sacado del pozo al que sin duda ese último pensamiento le habría conducido, Cade se acercó a la puerta y asomó la cabeza al pasillo.

–Dime –aquel tema era como machacar en hierro frío.

–Tu conserje está aquí.

No había razón para que su corazón se acelerase de pronto. Le ordenó que volviera a su ritmo normal y murmuró:

–Ya era hora.

Después se dirigió hacia la cocina.

–¿Alguna vez has pensado en dedicarte a la interpretación? –oyó que preguntaba Beks mientras se acercaba–. Porque eres clavada a esas actrices increíbles que dominaban el panorama en la época dorada de Hollywood. Con el mismo glamour y las mismas vibraciones.

Cade se detuvo en la puerta y vio a Ava quitarse el abrigo de aspecto caro mientras sonreía a su ayudante de producción.

Beks tenía ese efecto en la gente. Si escondía alguna pequeña inhibición en todo su cuerpo, aún tenía que descubrir cuál era. De hecho tendría que devanarse los sesos para encontrar un solo caso en el que aquella joven se hubiera molestado en censurar sus pensamientos antes de exponérselos al mundo.

Aunque Cade tenía que admitir que tenía razón en su comentario sobre Ava. Entre su melena pelirroja tan propia de los años treinta y aquel cuerpo voluptuoso tan de los años cuarenta, tenía el glamour retro de una estrella de la época dorada de Hollywood. La impresión quedó reforzada cuando terminó de quitarse el abrigo y dejó ver un vestido de cachemir negro que realzaba unas curvas espectaculares por encima y por debajo del cinturón rojo que se ceñía a su cintura.

Cade sintió una atracción primaria y se acercó más a la puerta.

Entonces ella echó la cabeza hacia atrás y se carcajeó. Él se detuvo en seco. Porque recordaba aquel sonido. Lo recordaba de aquella época pasada, antes de tomar una de las peores decisiones de toda su vida.

–¿Actriz yo? Te aseguro que nunca he pensado en dedicarme a eso –contestó Ava antes de carcajearse de nuevo–. De verdad, jamás lo he pensado. No podría actuar con naturalidad ni aunque mi pelo estuviese en llamas.

–Lo cual parece sugerir tu color –dijo Beks.

–Sí, bueno, es la maldición de las pelirrojas. Confía en mí, si tuviera la opción, preferiría tener el pelo negro como el tuyo. Pero nadie que me conozca me pondría en la misma frase que la palabra «actuar». Soy muy eficaz cuando se trata de hacer que la vida de los demás sea cómoda. ¿Pero ser chispeante delante de la cámara? Eso no es lo mío.

–Sí, yo tampoco sé actuar –admitió Beks–. De lo contrario, haría lo posible por convertirme en una estrella.

Cade se echó a un lado para que Ava no lo viera y la miró mientras ella observaba la piel blanca y el pelo negro de Beks, que ella llevaba recogido con trenzas. Ava sonrió ligeramente al fijarse en el maquillaje gótico y en los labios rojo sangre, que representaban un gran contraste con el uniforme de colegiala católica y los calcetines blancos hasta las rodillas que Beks llevaba bajo las botas de cuero negro con seis centímetros de plataforma.

Ava sonrió más aún y dejó ver sus hoyuelos.