La Cópula - Salvador Rueda - E-Book

La Cópula E-Book

Salvador Rueda

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Beschreibung

Novela que desborda sensualidad por los cuatro costados, se articula en torno a Rosalía, hija de un rico comerciante de joyas que se retira a vivir a los montes andaluces. Poco a poco, Rosalía va despertando a la vida y a los placeres carnales que solo puede proporcionarle David, antiguo empleado de su padre.

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Seitenzahl: 129

Veröffentlichungsjahr: 2021

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Salvador Rueda

La Cópula

NOVELA DE AMOR

Saga

La Cópula

 

Copyright © 1906, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726660203

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

I

Rosalía era la unigénita de un riquísimo moro, perezoso y soñador, y de una andaluza bautizada en Sevilla. Del padre heredó la mocita la intuición artística, el pensar vago y flotante, la somnolencia que hacía resbalar su alma por idealidades aúreas, como el amor á la luz, al color, á la brillantez y á cuanto llena el alma de halago y la preña de visiones sensuales. El raudal de caliente sangre mora que la casi mujer llevaba en las venas, caldeaba su cerebro constantemente como si fuese un narcótico de placer, una morfina inefable.

De la madre, tenía la concepción pintoresca, fija en el acto por la imágen plástica que esculpe; el sentido rápido de lo cómico, que, á sus solas, desahogaba en frescos borbotones de risa. Reíase á solas para no desprestigiar nada de la vida, que ella hubiera dado algo de su sér por remediar. También tenía la virtud de la limpieza; no ya la que viste de claridad cuanto toca, sino otra de orígen más alto, la que bruñe por medio de la estética el alma. Esa limpieza que es derrame de luz interior, daba á Rosalía la condición suprema, la de un corazón templado en la luz viva de la belleza.

No ejercía el arte, lo amaba, y ni siquiera sabía ella que lo amaba: en el génesis de mujer tan especial, la sensibilidad era lo más despierto, la afinación de sentidos, el temblor constante en que la tenían siempre cuanto suena y refulge, atrae y enamora.

Cuando su padre dejó al fin su gran negocio de piedras preciosas, que le había dado un enorme caudal, se retiró á unos montes andaluces con su hija, único sér que le quedaba de su familia. Y al verse Rosalía frente á la Naturaleza y á la vista de tantos mundos presentidos, el de los insectos, el de los árboles, el de las aguas, el de los sonidos, el de las luces á cielo abierto; cuando ella columbró aquella inmensidad, pensó morir de alegría. Abierto su espíritu á la vida como los miles de ojos de una esponja, todo se grababa en ella día por día, desde la mosca hasta el astro. Se iba haciendo de un fecundo tesoro de alegrías fuertes, de las que perduran, nutren y ayudan á vivir, de una serie de embriones de pensamientos hondos, sólidos, aprendidos en las invariables lecciones de la Naturaleza.

Por entonces, ya se embebecía la imaginativa jovenzuela en las lecturas de libros de arte; pero, al ponerse en contacto con los modelos de que estaban sacados los libros,— personas, paisajes y cosas—tiró con altísimo instinto estético los volúmenes y se arrojó con toda su alma y de un modo instintivo en los orígenes y fundamentos de la belleza. Así, sin intermediarios que le dieran encerradas en la palabra impresa, las emociones y las ideas, ella las tomaba directamente con el polvillo vírgen que poseen. Se enseñó á amarlo todo, el velo de impalpables átomos virginales que cubre todas las cosas, alas, frutos, hojas, y amó por inspiración la gran idea madre, fuente inacabable de todas las ideas. En el plano blanco, metafísico, de su alma, y en la complicadísima enredadera de sus nervios, se iba cincelando, hora tras hora, la eterna Lección.

En aquella inconsciencia intuitiva de la mocita árabe-andaluza, la lógica echaba raíces; la reflexión se engrandecía; las ideas nuevas ensanchaban el cerebro; y las vibraciones infinitas prismatizaban el alma. Atolondrada y á la vez reflexiva, con anticipos de mujer de cerebro formado y con mariposeos de niña loca, adquiría una nutrición enorme, porque las ideas capitales aprendidas, no en los libros, sino en la madre común, son filones que jamás dejan adivinar la terminación del oro.

Este era el boceto de persona que empezaba á diseñarse en Rosalía. El vaso, el cuerpo donde se encerraba el espíritu, era alto, delgado, aéreo con la armonía y la ligereza que tienen al andar las mujeres de Sevilla. Su cuello era cenceño; las orejas exageradamente reducidas; la mata de pelo, espesa, negra, brutal, pelo para hacer tres cabelleras; la nariz aguileña; los ojos rasgados y verdes, llenos de vaguedades y ensueños, ojos de profundidades sin fondo; la frente curva y redonda como una patena; las mejillas aterciopeladas, y en medio de la soñadora faz árabe, unos labios gruesos, redondos, que incitaban á chuparlos, labios de un carmín alarmante, especie de doble grito rojo del sensualismo.

II

Aprendido de su mismo padre desde pequeña, llegó Rosalía á saber el árabe, y de saber el árabe vulgar, pasó á conocer el árabe literario, el árabe elegante de los poetas. Cuando pudo dominarlo bien, se amplió su alma con un goce nuevo, el de la poesía hiperbólica sembrada de imágenes deslumbradoras. Aquellos libros no le parecieron enfadosos como los demás: al contrario, cada estrofa se le antojaba un trabajo comprimido de piedra preciosa, especie de apretada estalactita que se compone de millones y millones de gotas convertidas en piedra. Luego, las imágenes de los poetas de su raza, eran tan vivas como si fuesen recortadas de relámpagos, y se complacía ella en la soledad, en ver rutilar una hipérbole presa á la poesía como una trémula mariposa atravesada por un alfiler: aquella intensidad de vida y de visión, la enloquecía.

Como quien se tiende boca abajo al borde de un estanque para ver pasar por el fondo el inmenso parpadeo sideral, ella tendía el alma sobre los libros forjados á golpe de ritmo, para ver pasar por sus páginas las estalladoras imágenes de los poetas. Aquel centelleo cegador de la frase, aquellas explosiones de luz le hacían temblar con un placer á otro ninguno igualado, y le hacían ver que hay todavía una cosa superior á la naturaleza misma, y es la propia naturaleza grabada por imágenes inalterables dentro de la cadencia del verso.

La piedra de toque suprema para saberse si un temperamento humano es artista hasta la médula del espíritu en punto á literatura, no es penetrarse de la idea, no es ejercitar el raciocinio, no es abarcar la síntesis, no es ver claramente la brújula con que señala el autor: es sencillamente sentir la imágen por ella misma, dejarse alumbrar interiormente por su luz como por un relámpago que hace oscilar de goce todos los matices del alma, bíen como hace oscilar el sol toda la gama de una perla. Así era Rosalía: nadie la enseñó á sentir la imágen en la poesía, porque eso no se puede enseñar, como no puede enseñarse por profesor ninguno el sentimiento del color en la pintura ni el sentimiento del ritmo en la estrofa.

De lo más complicado y misterioso del instinto artístico, nace esa cualidad suprema, y quien la tiene, domina y siente toda la vida, de la cúpula al pie, porque ese sentimiento es el punto más alto que lo divino ha podido dar á las almas. Más allá de ese temblor estético, no hay nada, y sólo se tropieza con Dios.

Rosalia, placa de una vibración absoluta, no podía leer las novelas escritas sola mente con el cerebro, ni las poesías hechas conforme á las recetas de los profesores, en que no falta un solo tilde y está faltando todo, el temperamento.

No podía ver un cuadro en que los colores estuviesen de cuerpo presente, es decir, muertos, más aún, nonnatos, sin estar legítimamente paridos por la emoción divina. Casi todos los escritores y casi todos los libros, eran para Rosalía, sin ella querer explicarse el por qué, pasta sorda, cauchú sin vibraciones, goma sin sonidos, yesca tísica, nada. Pero algunos de los poetas que ella leía, cincelaban sus imágenes con tanta emoción como si llevaran el espíritu en carne viva; cada adjetivo, era el temblor de una llama; cada verbo, tenia la fuerza de un rayo; cada hipérbole, era un encandilamiento: la imágen quedábase hormigueando para siempre en los ojos interiores como la imágen inalterable del sol.

Elevada la literatura á esa intensidad, cuyas metáforas eran alaridos penetrantes que jamás se borran, sí la amaba con todo su corazón Rosalía. En ver á una flor mecerse igual que una candela en el aire, y en releer la imágen sobre aquella flor hecha por un poeta para darle vida inmortal, llevábase la jóven largas horas, considerando cómo, por ejemplo, un edificio de robustos mármoles lo derriba el curso de los siglos, y cómo una idea santificada y hecha cristal eterno por el ritmo, los siglos no pueden desvanecerla. ¡Oh arte prodigioso de la poesía, lo único que no muerden ni roen las eternidades!

Claro es, que todo esto lo pensaba la casi mujer, no con la valentía de un cerebro formado, grande en transcendencia; sentíalo y pensábalo entre intuiciones vagarosas. Más adelante las concretaría sacándolas de su pensamiento, como quien saca astros terminantes de una nebulosa.

¡Qué embriaguez la suya enmedio de la naturaleza! Solamente viendo su imaginación prodigiosa los miles de rizados diversos que hacían los distintos vientos en el mar, la ocupaba días enteros y la hacía mecerse como en un columpio mágico. Cuando bajaba, en sus correrías, á la playa y se hacía pasear sobre una lancha bordeando la costa, tendíase sobre la borda de la embarcación con la cabeza llena de adormideras divinas, con el cerebro destilando gotas de opio y tejiendo y destejiendo sueños, que en el fondo eran de una realidad sorprendente. Aquel peine invisible del viento, que peinaba la superficie del agua á cuadros, á círculos, á rayas, de miles de maneras y ciñéndose á miles de dibujos, la sumían en un narcótico de oro. El velo de hebras salobres, tejiendo el haz marino y rizándolo y desrizándolo de nuevo y desbaratándolo otra vez para describir las líneas de geometrías no soñadas; aquellas ruecas invisibles que hilaban é hilaban las hebras del plegado eternamente vario, era uno de sus goces predilectos. Miraba los millones de escalas de átomos del agua, vibrar arriba, en la superficie, componiendo cualquier trazado de rizos, y veía esas mismas escalas de átomos líquidos llegar á lo hondo llevando impresas las ondulaciones, los mandatos del viento, y poco á poco trasmitir al plano de arenas del fondo, el dibujo de arriba, como se trasmite una idea por miles de telégrafos, ó un cánon por medio de millones de lápices que repiten automáticamente la misma red lineal.

Esta inmensa tela de Penélope del mar, haciéndose y deshaciéndose eternamente para adaptarse á infinitos temblores del viento, para ceñirse á multitud de dibujos variados, para pleglarse á millones de modelos distintos, fascinaban la fantasía de la joven de tal manera, que al saltar á la playa después de algunas horas de estudiar el rizado infinito, se tambaleaba borracha materialmente de sueños, como si su cerebro fuese una ancha copa de morfina.

Y lo particular era que el maravilloso rizamiento, no constituía sólo una mágica fiesta de sensibilidad para Rosalía, sino que aprendía de ella docilidad, adaptación, agilidad, obediencia, transmisión, órden, lógica, dibujo, geometría, tonalidades y cientos y cientos de principios sólidos y perennes con que fortalecía, y ampliaba, y engrandecía su sér.

Y ese provecho fecundo, esa lección perenne, la sacaba esta maga divina, no sólo de cuanto veía, sino de cuanto escuchaba, de cuanto pasaba por su olfato sutilísimo, y por su tacto, el cual hacía de las diez yemas de sus dedos todo un profesorado.

El cordaje nervioso de la jóven templado estaba al unísono de todas las cosas de la naturaleza, y cualquier sonido, cualquier matiz, cualquier olor, cualquier estremecimiento, iban á resonar en su organismo, como el más leve soplo del viento hace gemir las cuerdas de un violín prodigioso.

III

Un día, esta gran intuitiva, al dejar el lecho, regó de amapolas de sangre las sábanas, y saltó á tierra hecha mujer. Durante el sueño, la fisiología no paró de hacer su misterio, y al romper el sol, estalló del capullo la soberana rosa de carne. Los átomos, que no paran durante los siglos, que son los más tenaces trabajadores de la Creación, vinieron cincelando y cincelando durante años en aquel cuerpo, hasta formar una estatua de hermosura. Se alegró el padre de Rosalía de aquel desplegamiento, porque enfermo como se hallaba, á la hora menos prevista dejaría de vivir, y era un gran consuelo para él dejarse en el mundo, ya fuera de la primera evolución material, á su hija, coronada, además, por una inmensa fortuna.

La abrazó conamor tiernísimo, nacido de los huesos y se miró en aquellos ojos profundos de Rosalía, que semejaban dos fuentes de misterios. Luego se entretuvo en enredarla, jugando, en su propia cabellera fúnebre y enorme, gozando el viejo con aquel prodigio, especie de compacto cortinaje de hebras de ébano. Era un espectáculo siempre nuevo, en verdad, mirar aquel torrente de cabellos: parecía como si hecha un desbordamiento de hilos largísimos, se le saliera la fantasía por la excelsa redondez de la cabeza.

Enfundado con noble abandono en una costosa bata y con su gorro árabe de borla ingrávida que le barría los hombros hundidos y caducos, el moro gustaba jugar con su hija como le gustará á la nieve jugar con una llama. Comprendía que Dios había dado demasiada imaginación á la jóven, que la había hecho demasiado sensible y quebradiza, como si la fraguara con tentáculos de caracol y con películas de cristal. Además la encontraba demasiado taciturna; pero en eso se equivocaba el padre. Las largas horas que en silencio pasaba la jóven con los ojos fijos en la naturaleza, eran horas de clarísimas fiestas interiores, de despilfarros de goce exquisito, de éxtasis ensoñadores en que la ya mujer veía con clarividencia maravillosa la gran armonía de la Creación. Dotada de una enorme aneurisma espiritual, de una dilatación sensible como una atmósfera, pudiera parecer, comparada con el tipo humano corriente,—topo y turbio—alguna enferma de fantasía; pero la seguridad lógica con que á la vez que soñaba analizaba por instinto; la solidez robusta de pensamiento con que veía las líneas del dibujo general del mundo, la contrapesaban y hacían de ella una saludable, una vigorosa, que no oscilaba por exceso de velámen. De haber sido un hombre, un narrador, por medio de la pluma, de las emociones bellas de un siglo, Rosalía hubiese sido un genio: pilares de observación intuitiva y grandes candelas de fantasía contaba para ello. Pero Rosalía no se inquietaba con el deseo de hacer la emoción medalla externa, imágen visible, hipérbole real. Rumiaba sus largas letanías de ensueños sin dar consistencia plástica á nada, sin dejar como colecciones de insectos fijos con alfileres, sus imágenes clavadas también por los alfileres de oro del estilo. Todo aquel río de imágenes, de cosas admirables, de peregrinas visiones, pasaba sin ser visto de nadie: nacía en ella, yen ella volvía á esconderse, como ciertos ríos enigmáticos.