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La presente obra pone de manifiesto la necesidad de meditar críticamente acerca de nuestra investigación en comunicación, con la finalidad práctica de clarificar conceptos, avanzar en el camino analítico y crecer en relevancia, valor real y transferencia a la sociedad. En la época de la soberanía de los rankings y los factores de impacto, la adaptación de las humanidades y las ciencias sociales al pensamiento positivista, la concepción instrumental del conocimiento, etcétera, buscamos mediante este trabajo colectivo promover un espacio de debate legítimo y flexible para una ciencia de la comunicación multidimensional, creativa y libre. De este modo, este libro aspira a ser una llamada a la reflexión desde el elenco de autores que lo conforman y las agudas perspectivas de sus textos.
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Seitenzahl: 905
Veröffentlichungsjahr: 2025
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Aarón Rodríguez Serrano (Madrid, 1983). Doctor en Comunicación Audiovisual, Máster en Historia y Estética de la Cinematografía, Máster en Nuevas Tendencias y Procesos de Innovación en Comunicación y Graduado en Filosofía. Profesor en distintas universidades españolas desde 2006, ha firmado numerosos artículos científicos y es autor de libros como Espejos en Auschwitz: Apuntes sobre cine y holocausto (Editorial Shangrila, 2015), Apocalipsis pop! El cine de las sociedades del malestar (Ed. Notorious, 2012), Un fantasma recorre la pantalla: Cine y sujeto postmoderno (El genio maligno, 2011).
Samuel Gil Soldevilla (La Rioja, 1988). Doctor Internacional en Ciencias de la Comunicación, Máster en Nuevas Tendencias y Procesos de Innovación en Comunicación, Licenciado en Publicidad y Relaciones Públicas y Graduado en Teología. Ha realizado estancias en la Universidad de Westminster (2016) y Roehampton (2017), forma parte del grupo de investigación ITACA-UJI, es miembro de la AE-IC y ha publicado en diversas revistas científicas y libros sobre comunicación.
Junto a los editores, firman esta obra como autores el impulsor del proyecto Javier Marzal Felici y los reconocidos especialistas: Enrique Bustamante, Josep Maria Català, Santos Zunzunegui, Imanol Zumalde, Francisco Sierra, Marta Rizo García, María Soler, Leonarda García, Virginia Villaplana, Bernardo Díaz, Ana Jorge Alonso, Ruth de Frutos, Ramón Martínez, Ramón Reig, Manuel Goyanes, Enric Saperas, Victoria Tur-Viñes, Patricia Núñez-Gómez, Fernando Canet, Manuel Martínez, Carmen Caffarel-Serra, Juan Antonio Gaitán, Carlos Lozano, José Luis Piñuel, José Manuel Pérez Tornero y Miquel de Moragas.
CONSELL DE DIRECCIÓ
Direcció científica
Jordi Balló (Universitat Pompeu Fabra)
Josep Lluís Gómez Mompart (Universitat de València)
Javier Marzal (Universitat Jaume I)
Santiago Ramentol (Universitat Autònoma de Barcelona)
Direcció tècnica
Anna Magre (Universitat Pompeu Fabra)
Joan Carles Marset (Universitat Autònoma de Barcelona)
M. Carme Pinyana (Universitat Jaume I)
Maite Simon (Universitat de València)
CONSELL ASSESSOR INTERNACIONAL
Armand Balsebre (Universitat Autònoma de Barcelona)
José M. Bernardo (Universitat de València)
Jordi Berrio (Universitat Autònoma de Barcelona)
Núria Bou (Universitat Pompeu Fabra)
Andreu Casero (Universitat Jaume I)
Maria Corominas (Universitat Autònoma de Barcelona)
Miquel de Moragas (Universitat Autònoma de Barcelona)
Alicia Entel (Universidad de Buenos Aires)
Raúl Fuentes (ITESO, Guadalajara, Mèxic)
Josep Gifreu (Universitat Pompeu Fabra)
F. Javier Gómez Tarín (Universitat Jaume I)
Antonio Hohlfeldt (Universidade Federal do Rio Grande do Sul, Porto Alegre, Brasil)
Nathalie Ludec (Université Paris 8)
Carlo Marletti (Università di Torino)
Marta Martín (Universitat d’Alacant)
Jesús Martín Barbero (Universidad del Valle, Colòmbia)
Carolina Moreno (Universitat de València)
Hugh O’Donnell (Glasgow Caledonian University, Regne Unit)
Jordi Pericot (Universitat Pompeu Fabra)
Sebastià Serrano (Universitat de Barcelona)
Jorge Pedro Sousa (Universidade Fernando Pessoa, Porto, Portugal)
Maria Immacolata Vassallo (Universidade de São Paulo, Brasil)
Jordi Xifra (Universitat Pompeu Fabra)
BIBLIOTECA DE LA UNIVERSITAT JAUME I. Dades catalogràfiques
Noms: Rodríguez Serrano, Aarón, editor literari | Gil Soldevilla, Samuel, 1988- editor literari | Universitat Autònoma de Barcelona. Servei de Publicacions, entitat editora | Universitat Jaume I. Publicacions, entitat editora | Universitat de València. Servei de Publicacions, entitat editora
Títol: Investigar en la era neoliberal : visiones críticas sobre la investigación en comunicación en España / Aarón Rodríguez Serrano y Samuel Gil Soldevilla (eds.)
Descripció: Bellaterra (Barcelona) : Universitat Autònoma de Barcelona. Servei de Publicacions ; Castelló de la Plana : Publicacions de la Universitat Jaume I. Servei de Comunicació i Publicacions ; València : Publicacions de la Universitat de València, [2018] | Col·lecció: Aldea global ; 39 | Inclou bibliografia
Identificadors: ISBN 978-84-490-8040-1 (UAB, paper) | ISBN 978-84-490-8041-8 (UAB, pdf) | ISBN 978-84-17429-35-5 (UJI, paper) | ISBN 978-84-17429-36-2 (UJI, pdf) | ISBN 978-84-9134-304-2 (UV, paper) | ISBN 978-84-9134-313-4 (UV, pdf)
Matèries: Comunicació – Investigació – Espanya
Classificació: CDU 316.77:001.891(460) | IBIC JFD 1DSE
© del texto: los autores y las autoras, 2018
Edición
Universitat Autònoma de Barcelona
Servei de Publicacions
08193 Bellaterra (Barcelona)
ISBN 978-84-490-8040-1
ISBN ebook: 978-84-490-8041-8
Publicacions de la Universitat Jaume I
Campus del Riu Sec
12071 Castelló de la Plana
ISBN 978-84-17429-35-5
ISBN ebook: 978-84-17429-36-2
Universitat Pompeu Fabra
Departament de Comunicació
Roc Boronat, 138
08018 Barcelona
Publicacions de la Universitat de València
C/ Arts Gràfiques, 13
46010 València
ISBN 978-84-9134-304-2
ISBN ebook: 978-84-9134-313-4
Primera edición: octubre de 2018
Esta publicación no puede ser reproducida, ni total ni parcialmente, ni grabada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, ya sea fotomecánico, electrónico, por fotocopia o por cualquier otro, sin el permiso previo de los editores.
Maquetación / Corrección
Josep Porcar / F. Xavier Llopis
Depósito legal: CS-1021-2018
Introducción. Reflexiones en torno a la naturaleza y a la calidad de la investigación en comunicación. Investigar en el contexto de la expansión del pensamiento neoliberal
Javier Marzal Felici, Aarón Rodríguez Serrano y Samuel Gil Soldevilla
1. La investigación en el contexto académico contemporáneo
2. ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? La desafección entre las ciencias sociales y las humanidades
3. Estructura de la obra
4. Agradecimientos y créditos
A modo de prólogo. La investigación en comunicación en España. Luces y sombras, críticas y esperanzas
Enrique Bustamante
1. Comunicación y cultura
2. Vicios endémicos, desviaciones neoliberales
3. Mantener, alimentar activamente la esperanza
Sombras al final del túnel. La crisis del pensamiento en las ciencias de la comunicación
Josep Maria Català Domènech
1. Preliminares
2. ¿Existen las ciencias de la comunicación?
3. ¿Adiós a la universidad?
4. ¿Hasta dónde es real la realidad?
5. ¿Un giro ecológico de la comunicación?
6. ¿La ciencia piensa?
7. ¿Hasta dónde es fiable la conciencia del investigador?
8. ¿Es la interfaz un recurso para un nuevo humanismo?
9. ¿Conclusiones?
La era del saber fungible
Santos Zunzunegui e Imanol Zumalde
1. Introducción
2. La tiranía del dato y el paradigma numérico
3. Narración y creencias: reivindicación de las ciencias humanas
4. El desafío de la interpretación frente al cambio de paradigma
5. Interpretaciones a la carta (el lector en su laberinto)
6. Los mandatos del texto y los límites de la interpretación
7. Modas epistemológicas y saber fungible
Capitalismo cognitivo y comunicología. Crítica de la práctica teórica en España
Francisco Sierra Caballero
1. Introducción
2. Marco lógico: ‘in media res’
3. Comunicología y colonización de la práctica teórica
4. Empirismo y acriticismo. Mapa del campo
5. Conclusiones
El estatuto epistemológico de la comunicación. Consensos, disensos y retos para investigar la comunicación
Marta Rizo García
1. El estatuto epistemológico de la comunicación, un debate de naturaleza problemática
2. La comunicación como fenómeno, objeto y campo de estudios
3. La interdisciplina y la transdisciplina en las reflexiones sobre el campo de la comunicación como objeto de conocimiento
4. Las posibilidades de la comunicación como ciencia: revisión de algunos posicionamientos disciplinares
5. El debate sigue vigente: algunos cuestionamientos finales
Los estudios de comunicación entre las humanidades y las ciencias sociales. Una aproximación desde el Ranking de Shangai
Javier Marzal Felici, Aarón Rodríguez Serrano y María Soler Campillo
1. Introducción
2. Propuesta de trabajo, metodología y objetivos de investigación
3. Resultados
4. Conclusiones y futuros objetivos de la investigación
El capitalismo académico y sus tendencias discursivas. Análisis de las condiciones exógenas y endógenas de la investigación en comunicación en España
Leonarda García Jiménez y Virginia Villaplana-Ruiz
1. Introducción
2. La comunicación y su lugar en las ciencias sociales y las humanidades
3. Hegemonía científica y capitalismo académico
4. Tendencias de la cultura científica en comunicación
5. Historia de los estudios de comunicación en España
6. Tendencias epistemológicas y discursivas de la investigación en España
7. Conclusiones
Modelos no convergentes. La investigación en comunicación en el Reino Unido, Francia, Italia y España
Bernardo Díaz Nosty, Ana Jorge Alonso, Ruth de Frutos García y Ramón Martínez García
1. Introducción
2. La evaluación en Francia
3. La evaluación de la investigación en comunicación en Italia
4. La investigación en comunicación en el Reino Unido
5. Reflexiones finales
La paciencia, madrastra de la ciencia (o de cuando se perdió la identidad de la investigación en comunicación)
Ramón Reig García
1. Introducción
2. El problema
3. Algunos efectos perversos: ¿qué identidad poseen nuestras investigaciones?
4. Como éramos ‘corruptos’ y malos investigadores, que JCR y el inglés nos rediman
5. ¿A quién pertenecía JCR?
6. ¿A quién pertenece hoy –2017/2018– JCR?
7. Conclusiones
Diversidad nacional de los consejos editoriales en revistas de ciencias de la comunicación
Manuel Goyanes
1. Introducción
2. Comités editoriales: una lucha por conservar lo macro y valorar lo micro
3. Metodología
4. Resultados
5. Discusión y conclusiones
La investigación comunicativa en España en tiempos de globalización. La influencia del contexto académico y de investigación internacionales en la evolución de los estudios sobre medios en España
Enric Saperas Lapiedra
1. El contexto internacional: multilateralismo geopolítico frente a unilateralismo mediático
2. La formación de un nuevo marco institucional para los profesionales de la investigación comunicativa
3. Un paradigma dominante en tiempos de globalización: el predominio de un modelo estándar de investigación en la disciplina de la comunicación
4. La investigación comunicativa en España y el reto de la internacionalización
5. ¿Cómo investigamos la comunicación en España? Algunos rasgos generales de la investigación comunicativa en España
La descoordinación de la investigación en comunicación en España. Un estudio de la actividad de los grupos académicos españoles en comunicación
Victoria Tur-Viñes y Patricia Núñez-Gómez
1. Introducción
2. Metodología
3. Resultados
4. Conclusiones
Una visión crítica de la investigación en comunicación audiovisual. El estudio de las narrativas antiheroicas en las series televisivas
Fernando Canet Centellas
1. Introducción
2. Descripción de las revistas y de la muestra de artículos objeto de estudio
3. La investigación empírica en el estudio de la recepción de las narrativas antiheroicas
4. No solo la recepción sino también la creación de las narrativas antiheroicas: una propuesta de metodología holística no excluyente
5. Conclusiones
La investigación sobre comunicación en España (1985-2015). Contexto institucional, comunidad académica y producción científica
Manuel Martínez Nicolás
1. Introducción
2. La transformación del contexto institucional de la investigación comunicativa
3. Cambios en la estructura y las prácticas de la comunidad científica
4. Características de la producción científica sobre comunicación
5. Última reflexión
La investigación en comunicación en España. Un problema para sus investigadores
Carmen Caffarel-Serra, Juan Antonio Gaitán Moya, Carlos Lozano Ascencio y José Luis Piñuel Raigada
1. Introducción: para qué sirve a la sociedad la investigación en comunicación y a qué se enfrentan sus investigadores
2. Cómo somos los investigadores en comunicación en España
3. Nuestra actividad investigadora, subordinada a la docencia y al corporativismo académico
4. Conclusiones para no concluir
El malestar en la investigación en comunicación en España. Lo que reclaman los investigadores a partir de un análisis Phillips 66
Samuel Gil Soldevilla, Aarón Rodríguez Serrano y Javier Marzal Felici
1. Introducción: la necesidad de compartir opiniones y perspectivas
2. Metodología: Phillips 66 y dinámicas de trabajo
3. Análisis: materiales y discurso
4. Resultados: las voces de la investigación en comunicación
5. Conclusiones: entre el malestar, la reivindicación y el impacto real
6. Reflexiones finales
Investigar, innovar, explicar, criticar y evaluar en materiade comunicación
José Manuel Pérez Tornero
1. Introducción
2. La expansión científica y la multiplicación de la complejidad
3. La explosión de la comunicación científica
4. La emergencia de un sistema científico global y cambiante
5. La relación ciencia-sociedad: un cambio en la tradición
6. Nuevas posibilidades
7. Autonomía científica o democratización de la ciencia
8. La autonomía de la comunidad científica
9. La nueva comunicación científica
10. Las deficiencias del sistema de indexación e indicadores de impacto en revistas
11. Posibles mejoras en el sistema de evaluación de revistas
12. El valor del libro y del ensayo en la investigación
13. La acreditación y la evaluación de la actividad del profesorado
14. Cómo mejorar la evaluación de los investigadores
15. Una nueva política científica y universitaria
Investigación y cambios en la comunicación
Miquel de Moragas Spà
1. Investigar en un contexto
2. Agenda de la investigación, temas, prioridades, lagunas
3. Métodos de análisis y nuevas aproximaciones interdisciplinares
4. De la comunicación de masas a la red global. Cambios acelerados en la comunicación
Referencias bibliográficas y documentales
Currículo de los autores y autoras
JAVIER MARZAL FELICI, AARÓN RODRÍGUEZ SERRANO, SAMUEL GIL SOLDEVILLA
Universitat Jaume I
Desde hace algunos años, en el ámbito académico de los estudios de comunicación está creciendo, de forma muy notable, una seria preocupación sobre la evolución de la investigación en España. Muchos investigadores y docentes españoles coinciden en señalar que la carrera académica e investigadora se ha convertido en una auténtica pesadilla en nuestro país, probablemente por una manifiesta falta de sentido común entre no pocos responsables académicos y políticos.
Si la adaptación al contexto de la LOU y la LOMLOU ha sido realmente difícil, aunque en algunos aspectos necesaria, la publicación del Real decreto ley 14/2012, de 20 de abril, de medidas urgentes de racionalización del gasto público en el ámbito educativo, marcó un punto de inflexión en la concepción de la carrera académica. Como es sabido, esta normativa aumenta notablemente la dedicación docente del profesorado, incrementa las tasas universitarias de manera escandalosa y regula la carrera académica, vinculándola a la obtención de sexenios o tramos de investigación, que se obtienen tras procesos de evaluación que realiza la CNEAI, recientemente integrada en la ANECA. Lamentablemente, la evaluación de la producción científica es percibida, con frecuencia, como una suerte de acción punitiva. En contextos académicos como es el caso de las humanidades y las ciencias sociales, donde se ubican los estudios de comunicación, se constata que se ha ido imponiendo un modelo de evaluación importado de los campos de las ciencias naturales y experimentales, donde cada vez tiene más relevancia la publicación de artículos científicos en revistas indexadas por bases de datos como Journal Citation Reports (JCR), de Clarivate Analytics (antes Thomson Reuters), o Scopus, de Elsevier (en menor medida).
La profesora Elea Giménez Toledo ofrece en su magnífico estudio Malestar. Los investigadores ante su evaluación (2016), un análisis muy completo de los numerosos problemas a los que se enfrentan los/las investigadores, en el marco de un sistema altamente competitivo, no exclusivo del contexto español, sino de carácter internacional, cuya obra hemos tenido oportunidad de reseñar con amplitud en el último número de la revista adComunica. Revista Científica de Estrategias, Tendencias e Innovación en Comunicación (n.º 14, de julio de 2017, disponible en http://www.adcomunicarevista.com). Giménez recoge la crítica de muchos académicos hacia el actual sistema que otorga excesiva importancia a los indicadores de calidad de los medios de difusión, antes que a las propias investigaciones, y así se hace eco de la Declaración de San Francisco (2013) y del Manifiesto de Leiden (2015), que advierten del riesgo de utilizar este tipo de indicadores como única medida para evaluar la calidad de la investigación, y la necesidad de reivindicar el libro como vehículo de transmisión del conocimiento, especialmente en humanidades y ciencias sociales que, por razones muy diversas, ha perdido mucha relevancia en las últimas décadas. La autora subraya una idea esencial: en la vorágine de la evaluación de la producción científica, parece olvidarse que «…el énfasis, quizá, debiera ponerse en otro plano: en el de las aportaciones reales de la investigación a la sociedad» (Giménez 2016: 77). Obviamente, creemos conveniente señalar que también es transferencia todo tipo de investigaciones que pueden tener un impacto, incluso aplicaciones en los campos de la educación y de la cultura, de gran trascendencia en ciencias humanas y sociales.
Jordi Ibáñez se refiere a la evaluación de la producción científica en España, de una manera mucho más «incorrecta políticamente», al afirmar que la mediocracia actual resulta muy beneficiosa para evaluados y evaluadores, gracias a que los actuales sistemas de evaluación y promoción determinan de antemano a qué congresos hay que asistir, qué artículos hay que escribir y en qué revistas han de publicarse, cuántos puestos de gestión hay que ocupar y, en definitiva, «todo, menos el criterio del interés o la originalidad, o la consistencia real de lo que se presenta para ser evaluado» (Ibáñez 2016). Algunos académicos como Ramón Reig denuncian el entramado de intereses económicos que se oculta tras la «soberanía» del Journal Citation Reports (JCR) de Clarivate Analytics, que ha contribuido a consolidar una forma de «pensamiento único» en la manera de concebir la investigación científica en comunicación, cuya hegemonía ha impedido el desarrollo de una comunidad científica iberoamericana (Reig 2014). Tampoco se nos puede escapar que la hegemonía (en los rankings) de unas ventanas de publicación sobre otras –sean revistas científicas, pero también editoriales de libros científicos–, bien entre las propias revistas y las diferentes propuestas editoriales que representan las colecciones de libros, responde a la existencia de escuelas de pensamiento y formas de entender la propia actividad investigadora que representan, en ocasiones, visiones absolutamente antagónicas, incluso incompatibles entre sí. En un ámbito académico como es el caso de las humanidades y las ciencias sociales, resulta imposible adoptar posiciones neutras, carentes de sesgo ideológico-científico, algo que convierte en muy compleja la evaluación de la producción científica, que hay que enmarcar en el contexto político de la academia universitaria (Bourdieu 2004, 2008).
Son numerosos los estudiosos que vinculan la evolución de la universidad y, en general, de otras instituciones públicas –como los medios de comunicación de servicio público– hacia un modelo mercantilizado, con la expansión del pensamiento neoliberal (Callinicos 2006; Hill y Rosskam 2009; Couldry 2010; Ventura 2012; Klikauer 2013; Phelan 2014; Díez, Guamán, Jorge y Ferrer 2014; Pardo 2014; Pardo 2016; Ergüll y Cogar 2017; Fernández, García y Galindo 2017). En efecto, se constata que en la universidad se ha producido una lenta pero imparable transformación en la concepción misma del conocimiento y, por extensión, de la naturaleza misma de la investigación científica. En el contexto del capitalismo avanzado, se ha ido imponiendo una concepción instrumental del conocimiento, muy especialmente en el campo de las humanidades y de las ciencias sociales. Las claves para entender esta evolución son la eficiencia, la utilidad, la aplicación práctica y el «pensamiento positivista»: solo tiene valor y merecen ser financiadas aquellas investigaciones y conocimientos que puedan ser explotados mercantilmente y así permitan generar un retorno/beneficio económico-material al «sistema».
En el contexto de las humanidades y de las ciencias sociales, no cabe duda de que los estudios de comunicación han conocido en los últimos años un desarrollo y una expansión sin precedentes. Hoy en día el término comunicación lo envuelve todo y como objeto de estudio puede ser difícil de concretar, por su carácter multidimensional. La identidad de la investigación en comunicación como campo, e incluso como ciencia, sigue en un continuo proceso de redefinición cuyo dominio y desarrollo es transversal, y en donde confluyen distintas disciplinas y tradiciones teóricas diferentes. De este modo, se pone de manifiesto la necesidad de meditar críticamente acerca de nuestra propia investigación en comunicación, concretamente en el ámbito español, con la finalidad práctica de clarificar conceptos, avanzar en el camino analítico y crecer en nuestros aportes a la sociedad.
Sin un sólido consenso colectivo acerca de las prácticas científicas de nuestro campo, hemos adoptado modelos de las ciencias de la naturaleza, los cuales se han consolidado como cauce también para la comunicación y autoimponiéndonos fronteras limitantes. Creemos que este contexto nos debe llevar a cuestionar la naturaleza de la producción científica en nuestro campo que, en gran medida, está fuertemente burocratizada, incluso mecanizada, dirigidos por protocolos de evaluación asfixiantes que nos empujan a complacernos en obtener impactos en los journals más que en la sociedad. En la época de la adhesión al dato bruto, la aproximación cuantitativa y al paper como formato contenedor, buscamos mediante este libro colectivo promover un espacio de debate legítimo y flexible para una ciencia de la comunicación multidimensional, creativa y libre. De este modo, Investigar en la era neoliberal. Visiones críticas sobre la investigación en comunicación en España aspira a ser una llamada a la reflexión mientras avanzamos hacia modelos rigurosos en las metodologías y formas, pero frágiles en relevancia, valor real y transferencia.
Resulta pertinente recordar que desde hace décadas en el mundo académico de la comunicación nos enfrentamos a un problema recurrente: la adscripción de nuestra actividad docente e investigadora en el mapa del conocimiento general, como en el caso de los sistemas de clasificación internacionales elaborados por la UNESCO –Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura–, adoptados para describir los campos de la ciencia y de la tecnología. Como hemos mostrado en otro lugar, es urgente avanzar en el diseño de un mapa de «la geografía gnoseológica del campo de la comunicación, qué tipos de espacios científicos se pueden identificar en su seno, y cómo se interrelacionan entre sí, más allá de la especialización de cada investigador, en [este] campo concreto del saber» (Marzal-Felici, García-Jiménez y Humanes 2016: 65-79), como territorio de cruce de saberes, muy fértil para el desarrollo de la interdisciplinariedad, en definitiva, de diálogo entre diferentes tradiciones de pensamiento –la semiótica, la teoría del discurso, la teoría crítica, la economía política de la comunicación, los estudios culturales, las aproximaciones sistémicas, etcétera–, como propugnan distintos estudiosos (Craig 1999 2016; Bernardo Paniagua 2006; Marzal 2007; García-Jiménez 2016).
En los últimos años, y para muchos se trata de un síntoma de la madurez científica del campo de las ciencias de la comunicación, han proliferado estudios que analizan la evolución de la investigación española, en especial en forma de artículos científicos, unas veces prestando atención al auge de trabajos de carácter empírico frente a la tradición teórico-crítica (Soriano 2008), al índice de impacto de las revistas de comunicación (Castillo y Carretón 2013), a la evolución de la autoría múltiple y de la internacionalización (Fernández-Quijada y Masip 2013: 15-24), a la multidisciplinariedad de las revistas de comunicación españolas y extranjeras como tendencia (Mañana y Sierra 2013), a los procesos de institucionalización y de profesionalización de la investigación en comunicación (Saperas Lapiedra 2016), o a la revisión de temas y tendencias de investigación –como las políticas de comunicación (Casado y Fernández-Quijada 2013), a la investigación sobre mujer y publicidad (Navarro y Martín 2013), a los objetos de estudio más estudiados y la solidez de las metodologías empleadas en las revistas de comunicación (Martínez Nicolás y Saperas Lapiedra 2011), a la presencia y evolución de la producción española en el Social Sciences Citation Index de Clarivate Analytics (Masip 2011), etcétera–, con frecuencia desde perspectivas bibliométricas y circunscritas a la revista como ventana de publicación.
En este contexto, nos parece especialmente importante reflexionar sobre la evolución de la naturaleza de la investigación en comunicación en los últimos años. Como han señalado diferentes autores (Carrasco-Campos y Saperas Lapiedra 2016; Goyanes 2017; Díaz Nosty y de Frutos 2017), se está imponiendo en el campo de la comunicación una manera de hacer ciencia cada vez más estandarizada, poco permeable a la innovación (Goyanes 2017), y que responde a la consolidación e institucionalización de un canon investigador único, de marcado carácter funcionalista e instrumental, que prima los aspectos metodológico-procedimentales sobre la reflexión teórica, con una enorme fuerza (auto)replicante, basada en el empirismo cuantitativo que, con frecuencia, termina cultivando la tautología, la irrelevancia y la descripción mecánica, dejando así de lado la comprensión, la evaluación o, incluso, la intervención en el estudio de los fenómenos comunicativos, fuera de los intereses de la agenda investigadora (Carrasco-Campos y Saperas Lapiedra 2016; Piñuel y otros 2017).
Los primeros textos que componen el segundo tomo del célebre Verdad y método de Hans-Georg Gadamer trazan un extraordinario recorrido por los mecanismos íntimos que han generado la desafección entre «ciencia» y «humanidades» hasta convertir sus propios nombres en categorías aparentemente antagónicas e irreconciliables. Sería sensato, quizá, partir de una postura sugerentemente crítica (Gadamer 2015: 47):
Nuestras reflexiones explican por qué es tan precaria la situación de las ciencias del espíritu en la era de las masas. En una sociedad superorganizada cada grupo de intereses influye en la medida de su poder económico y social. Y evalúa también hasta qué punto los resultados de la investigación científica favorecen o perjudican ese poder. En este sentido, la investigación ve siempre amenazada su libertad, y el investigador de la naturaleza sabe que sus conocimientos difícilmente se abrirán paso si son contrarios a los intereses dominantes. La presión de la economía y la sociedad se deja sentir en la ciencia.
Ciertamente, la actualidad parece enfrentar dos grandes relatos: por un lado, el de una ciencia más o menos pegada a las necesidades sociales cuyos intereses y objetivos emergen directamente del progreso de las sociedades occidentales y se despliegan de manera natural en paralelo al avance historiográfico de los tiempos. Por otro, el de unas actividades universitarias improductivas –centradas, por supuesto, en el ámbito de las humanidades– que demostraron su inutilidad para frenar las grandes catástrofes del siglo XX y que ahora se nutren injustamente de las partidas presupuestarias dedicadas a la investigación, parapetándose tras un romanticismo nostálgico. Basta con leer los comentarios que los anónimos y apasionados ciudadanos incorporan a las noticias publicadas sobre educación e investigación para entender el hondo calado que décadas de repetición insomne de este mantra –que podríamos bautizar, con cierta ironía contemporánea, como «Las humanidades nos roban»– ha ido provocando sobre el tejido social. Ahora bien, al bautizar ambas posturas como grandes relatos no solo miramos de reojo a Lyotard (1984), sino que además, invitamos a poner ambas posturas en crisis. Ni la «ciencia» deja de ser una construcción esencialmente mitológica con sus puntos negros y sus presiones socioeconómicas,1 ni las humanidades trabajan aleatoriamente y sin método alguno. Como despliega la autora Mieke Bal en un hermosísimo libro (2009), las humanidades se autoexigen –como disciplina y como praxis– su propio trayecto metodológico y riguroso que toma formas propias y ofrece resultados bien concretos. No hace falta siquiera defender una posición tan extrema como la de Feyarbend (2003), ni volver a enzarzarse de nuevo en el interminable debate sobre la legitimación del método científico como único camino seguro al conocimiento. Bal demuestra que la investigación en humanidades no toma la fórmula de la receta, sino la de una suerte de viaje y, por lo tanto, que aspira a llegar a un destino determinado a partir de unos pasos y unas paradas más o menos firmes.
De hecho, y continuando con la metáfora del viaje, las humanidades han resultado ser –contra lo que dice el lugar común– un buen compañero de viaje para las ciencias. No únicamente desde la pregunta constante por su legitimación, por sus efectos sociales, sino por su capacidad para preguntarse por las fronteras y los dinteles de la reflexión, por su necesidad constante de derribarlo y de encontrar –he aquí el corazón de la paradoja– su mayor prueba y su indicador máximo de rigor en el diálogo con las otras disciplinas. ¿Y si el método definitivo de las humanidades fuera, precisamente, ese? Ese gesto dialéctico, esa necesidad de sentarse en el recibidor del vecino para importunarle con preguntas más o menos incómodas donde lo que se pone realmente en juego es la propia actividad del pensar –la conocida máxima socrática, «yo únicamente sé que no se nada»–, y aquello que propiamente implican las palabras y las reglas de nuestra convivencia (Pardo 2004). Cuando Wittgenstein se enfrenta con los rasgos arquitectónicos de la modernidad (Arenas 2011), o cuando Deleuze pone en crisis los modelos matemáticos recreativos en la novena serie de la Lógica del sentido (1989), en realidad están practicando una metodología donde el rigor de lo pensado nada tiene que envidiar a los supuestos papers de las disciplinas más aparentemente verificables. Idea que, a su vez, circula en una estimulante dirección opuesta en tanto la física cuántica ha modificado la escritura de la poesía en las últimas décadas (Fernández Mallo 2009). Estamos en un campo que no ha dejado de formularse de muy diferentes maneras (Alvira, Clavell y Melendo 1982: 22):
Los mismos científicos, al buscar la plena inteligibilidad de su objeto de investigación, pasan frecuentemente de la ciencia particular a consideraciones de carácter filosófico […]. El afán de independencia absoluta de las ciencias respecto de todo conocimiento filosófico, introducido por el positivismo, no ha podido nunca realizarse del todo (Alvira, Clavell y Melendo 1982: 22).
La palabra clave, tan difícil de conjugar con los intereses de las revistas académicas con mayor impacto, es transversalidad. Optar por un enfoque unidireccional del saber –y del método– limita inevitablemente las dimensiones del pensamiento. Miquel Siguan i Soler lo dejó escrito con toda claridad: «Toda pregunta posibilita y al mismo tiempo limita el ámbito de la respuesta. Todo método científico abre unas puertas a costa de cerrar otras. Y no digamos toda escuela y toda teoría. Ejercicio de humildad que conviene repetir a menudo» (Anguera 1997: 13).
En el fondo, lo que emerge frente a nosotros es un debate que no ha dejado de formularse en los últimos cincuenta años, que enfrenta directamente a los partidarios de una ultraespecialización (marcada por los intereses del mercado y por los momentos concretos de la técnica imperante en la disciplina de turno) frente a la posibilidad de la universidad como lugar para un conocimiento global y transversal –que sería, después de todo, lo propio del saber humanístico–. Los dos polos del debate, como se han caracterizado habitualmente en un planteamiento maniqueo y peligrosísimo en términos sociales, es el del sujeto cualificado –para asumir un único rol productivo, bien definido y marcado por una inevitable fecha de caducidad–2 frente al improductivo perseguidor de la Gelehrsamkeit, esa categoría tan querida por Schleiermacher (1959: 117-206) que podríamos traducir como erudición, ese ideal inalcanzable en el gusto por entender –y extender– el conocimiento como una totalidad, una base sólida de miradas y aproximaciones que garantiza que el estudiante pueda moverse con comodidad entre la música, la biomedicina, la hermenéutica y la física cuántica. Esta «unidad del todo» –die Einheit des Ganzen– es la pesadilla de los profetas de los actuales planes de estudio que comprenden la universidad como una suerte de escuela profesional al servicio de las grandes corporaciones. Idea, por lo demás, tan antigua como la propia reflexión sobre el valor de la universidad. El propio Schleiermacher afirmaba ya en 1808: «Las propuestas que aspiran a transformar las universidades, convirtiéndolas en escuelas especializadas emanan de personas que actúan sin reflexionar, contaminadas de un sentimiento pernicioso» (1959: 281).
Su rechazo, además, se escuda en dos lugares comunes: el primero, eminentemente práctico, es que debido a la complejidad de los saberes, resulta imposible «especializarse en todo», proponiendo a la contra una suerte de «complejo de castración» intelectual en el que resulta mucho mejor saber muy poco de un ámbito minúsculo –y, como hemos dicho, perecedero–. El segundo es que la erudición está muy bien para los tiempos libres y el ocio de cada uno, pero no para que lo pague la ciudadanía y mucho menos para que se concrete en asignaturas que de poco o nada le interesan a la «empresa».
El primer punto es especialmente complejo en la medida que parece –véase al respecto el último trabajo del antropólogo Thomas Hylland Eriksen (2016)– que nos encontramos en un momento histórico en el que la transversalidad se ha desplazado a favor de un totum revolutum construido en torno a la velocidad de acceso a la información donde lo importante no es el acceso a los datos, sino su pura y simple comprensión –en el límite, su lectura misma y el tiempo que no tenemos para acometerla–. La ultraespecialización nos permite redactar papers citando compulsivamente las mismas quince referencias con un pequeño margen de actualización y exigiéndonos la inversión de tiempo para saber «qué está de moda investigar» y no cuál es la esencia o la urgencia de aquello que «está de moda».
Lo que nos lleva directamente al segundo problema. Sería fantástico que nuestros alumnos –y nosotros mismos– pudieran cultivar su Gelehrsamkeit en su tiempo libre, pero sabemos que en el tablero de juego del neoliberalismo esto es simple y llanamente imposible. Como hemos desarrollado en otro lugar (Rodríguez Serrano y Sánchez 2011), el interés del capital pasa necesariamente por anular los tiempos de ocio de los trabajadores y situar, en su lugar, actividades de ocio productivo: salidas de empresa, afterworks y todo tipo de asuntos camuflados bajo las perversas máscaras de la responsabilidad social corporativa (Rodríguez Serrano 2015: 239-242). Nosotros, como profesores, lo vemos constantemente dentro del aula. En un momento en el que nuestros estudiantes tienen mayor acceso a los grandes fondos de la cultura universal, parecen cada vez menos preparados para realizar una lectura activa –ya no digamos crítica– sobre toda esa herencia que tienen a golpe de clic. Es un problema de experiencia y de capacidad de análisis, dos etiquetas que son inseparables del conocimiento humanístico. La paradoja ya fue esbozada, de manera cómica pero certera por Slavoj Žižek, cuando acuñó el célebre concepto de interpasividad (2002) refiriéndose al hábito de coleccionar textos culturales compulsivamente para no acceder nunca a ellos. Y, va de suyo, no es un problema que afecta a los discentes, sino también a los docentes. Transportando la metáfora al ámbito académico, nuestros discos duros se llenan de libros escaneados en PDF que no leeremos jamás porque estamos demasiado ocupados aplastados por la burocracia académica y su exigencia de coleccionar evidencias cuantitativas del propio pensamiento.
Llegados a este punto, parece inevitable preguntarse si la reivindicación de la actividad humanística dentro de las universidades tiene que hacerse atendiendo a su productividad económica real o, por el contrario, como un simple deber ético y profesional que nosotros mismos, como profesionales de la enseñanza –esto es, porque creemos que somos académicos y no sofistas–, estamos todavía muy lejos de cumplir. En el primer caso encontramos ejemplos como el de Adela Cortina, que en un célebre artículo publicado en El País hace ya unos años se atrevió a afirmar que «la necesidad de las Humanidades no decae, sino que aumenta, y no solo porque nos ayudan a vivir nuestra común humanidad con un sentido más pleno, sino porque incrementan esa soñada productividad que tiene su peso en euros».3 A esta postura, sin duda loable y bienintencionada, se puede contraponer una postura mucho más apocalíptica –pero que nos llevará, como veremos en el próximo epígrafe, algo más lejos–. En efecto, George Steiner ya afirmó –en el contexto de las humanidades y del bendito Gelehrsamkeit–, que «ser un hombre de letras se ha vuelto una cosa muy sospechosa» (Steiner 2006: 93). Pocos autores han reflexionado al respecto en nuestro país con la claridad de José Luis Pardo, que hace bien poco afirmaba en el mismo periódico:
Por tanto, la pregunta no es por qué debería el Estado financiar esas tareas, sino por qué, hasta hace poco, las financiaba sin cuestionar su «utilidad» y sin que ello generase ningún rechazo social hacia la poesía o la epistemología que obligase a recordar cada semana sus muchas «ventajas» […] No somos nosotros quienes tenemos que justificarnos ante la sociedad, sino que son precisamente quienes están desmantelando el sistema educativo quienes tienen que explicar por qué lo hacen. Y no les debe resultar tan fácil cuando tienen que maquillar ese desmantelamiento con una oratoria inflamada que encarece a los cuatro vientos la importancia de las humanidades en los discursos de las efemérides culturales. ¿Será solamente una cuestión de dinero? […] No lo creo. Los estudios de filosofía y letras tendrán muchos inconvenientes, pero son, créanme, baratísimos.4
En efecto, el problema de las humanidades –y de la importancia de que la comunicación quede claramente localizada en un diálogo interdisciplinar con ellas–, es que están vinculadas a conductas, gestos, descubrimientos, palabras y enunciados que quedan fuera del marco de significación neoliberal –esto es, del «valor»– y se entroncan directamente con la experiencia del mundo, recordando así a los estudiantes que no son máquinas productivas, sino, volviendo a Deleuze y a Guattari, máquinas deseantes (Deleuze y Guattari 1985). No está de más recordar que el deseo (por ejemplo, el «deseo de hacer bien las cosas» o «el deseo de aprender») sea la condición previa a cualquier «valor» y «aprendizaje», y ya puestos, a cualquier «sentido».
Por lo tanto, nos vemos obligados a volver a la segunda postura que proponíamos hace apenas unos párrafos: recordar que el diálogo con las humanidades es un ejercicio de humildad que exige nuestra disciplina y que problematiza –«que da un sentido»– a nuestra actividad en el aula. Ciertamente, ni nosotros podemos saberlo todo ni podremos transmitirlo todo, pero las humanidades reactivan ese deseo casi amoroso del gesto de enseñar (Recalcati 2016) al situar el enfoque humano –ético, y por lo tanto, crítico– en el centro. Ese, y no otro, es el «valor» que hemos heredado de los studia humanitatis que arrancaron con Cicerón. Por lo demás, no nos cabe la menor duda de que aquellos que precisamente prefieren una aproximación in/no-humana de la enseñanza, lo encuentren muy poco valioso.
En mitad de la interminable –y, como hemos sugerido, quizá engañosa5– oposición entre la «ciencia» y las «humanidades» emerge la resbaladiza etiqueta de las «ciencias sociales». Etiqueta volátil –líquida, que diríamos hoy siguiendo el capricho de los tiempos–, a medio camino entre lo que podríamos llamar la nostalgia de los hechos y la voluntad de verdad –volveremos más adelante a esta idea.
Como siempre, el enfrentamiento abierto entre posiciones encontradas genera una engañosa sensación de pertenencia –ya lo apuntaba Freud (1984)–: el primer paso para generar cohesión grupal es construir de la nada un enemigo común. En esta dirección, no hay que dejarse engañar por posturas tan radicales como las que enuncia –pondremos un único ejemplo– Wallerstein (1997: 13) en su más que discutible Historia de las ciencias sociales:
A través del tiempo, ciertas personas alrededor del siglo XVIII, empezaron a cuestionar la diferencia entre el teólogo que decía su verdad –y en ello poseía su autoridad– y el filósofo que hacía lo mismo. Esas personas comenzaron a llamarse científicos. Postularon que la verdad se descubre empíricamente y que no es deducible de leyes naturales ni de ordenamientos divinos.
Este mismo autor, un poco más abajo, llega a celebrar explícitamente la expulsión de las humanidades de la universidad ya que con ellas «hubiera sido una institución más o menos moribunda» (1997: 13). Lo que Wallerstein plantea en su trabajo –entramos, de nuevo, en el territorio del relato– es la forja de una nueva raza de defensores del saber que, deseando arrancar el conocimiento de las manos de los teólogos y los filósofos, emergió con las luces de la modernidad para declarar la democratización y la expansión del saber –mediante las reformas universitarias surgidas de la Ilustración–, generando así un marco donde florecería el positivismo como clave metodológica para acceder a la verdad de la experiencia humana. Y en este caso, por cierto, verdad tiene una acepción nada novedosa y prácticamente anterior al surgimiento de la dialéctica: la de la perfecta adecuación del nombre (o el enunciado) con la cosa nombrada. De tal manera que si, por ejemplo, un científico social es capaz de hallar un patrón estadístico sobre un gesto social –un gesto que tiene que ver con la sociedad, con la convivencia, o incluso con la naturaleza de lo que somos–, puede declararlo como verdad en tanto la cifra porcentual se adecua correctamente a la realidad. Los límites de ese método son propiamente metafísicos –las acciones destinadas a encontrar un saber que «queda fuera»–, y por lo tanto, deben ser expulsados de esos nuevos centros de pensamiento verdadero (las universidades) y, va de suyo, de sus partidas presupuestarias.
Ciertamente, la postura de Wallerstein –y de aquellos que, desde las ciencias sociales, creen estar haciendo un favor a la universidad y a la investigación al cargar contra las humanidades– es históricamente falsa y existencialmente peligrosa. Si nos retrotraemos en el tiempo a ese hipotético momento de «triunfo de las humanidades y de la teología» vinculado a la universidad medieval, veremos que las cosas no ocurrieron con esa simplicidad enunciada. De hecho, lo que Wallerstein y los que piensan como él suelen olvidar es que las humanidades no surgieron –como las ciencias sociales– como disciplinas universitarias al calor del poder político, teológico y económico del momento. Muy al contrario, como demuestra Jordi Llovet, las humanidades emergieron precisamente de manera casi clandestina y como oposición al poder universitario dominante (Llovet 2011: 34-35):
No es extraño que las primeras críticas a la enseñanza «superior» medieval las protagonizaran los humanistas, una buena parte de los cuales nunca llegaron a formar parte de los claustros universitarios –aunque se habían formado, de alguna manera, en ellos–, y que desplegaron su actividad en cenáculos y academias urbanas, al margen de las intuiciones sabias «oficiales».
Ese «poder universitario dominante» era, precisamente, el que consideraba una amenaza a todo aquello que oliera a libertad, a emancipación y a defensa de una todavía inexistente «ciudadanía». Y se ejercía en actos tan elocuentes como, cuando en pleno siglo XII, diversas universidades europeas decidieron apoyar el auge de las llamadas «disciplinas lucrativas» –esencialmente, medicina y derecho– subsumiendo los estudios de la Grammatica dentro del paraguas general de la Logica (Barthes 1990: 110).
Contra lo que defienden las lecturas más simplistas de la historia de las ciencias sociales, los convulsos años de la escolástica y la fundamentación cristiana de la universidad –al menos, en el campo de acción europeo– estuvieron muy lejos de deplorar la búsqueda del «bien social» o del «conocimiento aplicado». Por supuesto, no se nos escapa que los intereses político-teológicos del momento seguían dominando cada uno de los pasos de la institución –y, por tanto, de las «academias de humanistas». Hay un dato que debemos tomar muy en serio en los estudios de comunicación para entender la dimensión de la escisión entre ciencias sociales y humanidades que estamos viviendo: el momento de su surgimiento histórico y su alineación –por parte de la teoría de su época– en una esfera técnica digna de una afilada sospecha. Veremos qué quiere decir esto y cómo influye actualmente en la investigación en nuestro campo.
A menudo tendemos a olvidar que los primeros fenómenos de la llamada «comunicación de masas» surgieron básicamente al mismo tiempo que se desplegaba la evolución entre primera y segunda revolución industrial, mientras se desarrollaba en la concepción de lo humano esa brecha entre el tiempo, el trabajo, el ocio y los marcos de nuevo dominio productivo del capital. Simplificando mucho la cuestión, y en líneas generales, hay una línea subterránea que, desde las humanidades, pone en duda los efectos y los procesos de significación de los medios de comunicación sobre lo humano y que, al mismo tiempo, comprende que la prensa, la radio o –posteriormente– el cinematógrafo se pueden considerar como aliados de esa nueva técnica que, con su afán de dominar todos los campos de lo real –y de convertirlos, dicho sea de paso, en pura mercancía y en puro valor económico–, pone en peligro la experiencia misma del mundo. Este tipo de estudios parece sugerir –y sigue siendo, sin duda, una hipótesis provocadora– que se necesitó una primera fase técnica para hacer surgir al proletariado como actor histórico y una segunda para controlarlo y ordenarlo en torno a posibles patrones de consumo.
No nos referimos únicamente a la Escuela de Frankfurt, sino en un sentido mucho más problemático, a ese contemporáneo debate en el que, desde las primeras décadas del siglo XX, se consideró a los medios de comunicación como un enemigo directo de los valores humanistas y a sus teóricos, a la vez, como aliados directos de esos procesos de alienación y embrutecimiento. Se generaba así una situación paradójica, creándose un territorio de nadie: expulsados de las posibilidades del auténtico saber –no hay más que recordar el profundo desprecio con el que Heidegger retrataba a esos falsos poetas que «suministraban guiones para películas y operetas» (Heidegger 2015: 400)–, pero también expulsados de las lógicas positivistas del método científico entendido en todo su rigor, era cuestión de tiempo que los estudios de comunicación entendieran que su lugar común eran las llamadas «ciencias sociales». Y, lo que es más grave, que se utilizara la pura idea del utilitarismo de la comunicación como brújula principal para desarrollar políticas de innovación e investigación.
Al contrario de lo que sugiere el lugar común, quizá no sea una mala idea aceptar la indefinición del objeto de estudio «comunicación», ni su transversalidad, ni su capacidad para dialogar en igualdad de condiciones con los diferentes métodos de acceso al saber. En primer lugar, porque hacerlo significaría lastrar nuestra propia disciplina, negar la capacidad de nuestros colegas para realizar una investigación de altura hacia el hombre y hacia el proyecto mismo del hombre. En segundo lugar, porque implica defender la idea de que las universidades no son simplemente lanzaderas de «talento», espacios para think tanks, start ups y tantos otros anglicismos de moda como el lector desee. Antes bien –y para eso sirve también, pese a que algunos se sientan indignados, el dinero público que la ciudadanía invierte en ellas– las universidades son espacios guardianes de una serie de posiciones ante el saber destinados a generar un tejido social, justo y rico. Espacios, por cierto, bien conscientes de su propio fracaso en el siglo XX y, por eso mismo, doblemente alerta: ante sus propios vicios y carencias –bien conocidos por todos– y ante las empresas que confunden comprar cátedras con aplastar el pensamiento.
Sabemos que corren tiempos difíciles y que la condena contra el pensamiento humanista en el campo de la comunicación ya ha sido legalmente decidido –véanse, por ejemplo, las draconianas condiciones de acreditación a las figuras de titular y catedrático aprobadas hace pocos meses–. También sabemos que estamos siendo acusados de realizar una investigación que busca explícitamente corromper a la juventud –convirtiéndoles en máquinas deseantes y no en máquinas productoras–, que escandaliza a los buenos ciudadanos –léase la cursiva, si se quiere, en su sentido político– y que no alcanzará jamás ese estatuto tan definitivo de la verdad absoluta que es, en fin, la que se mide en el apartado «conclusiones» de todo buen artículo puntuado en el primer cuartil del índice JCR de turno. Precisamente por eso intentamos ser profesores y no, simplemente formadores. Y, precisamente por eso, nuestro modelo sigue siendo aquellos maestros ingenuos, humanistas, que en plena Edad Media, «afrontando los peligros de los largos viajes, bajaban radiantes de las abadías góticas con unos libros bajo el brazo […] Los señores feudales se reían de ellos sin saber que de aquellos libros acabarían surgiendo la palabra y la libertad» (cit. en Llovet 2011: 37).
El presente volumen se extiende como camino y punto de encuentro reflexivo desde donde dialogar nuestro propio ser como investigación en comunicación, concretamente a partir de las estimulantes perspectivas que han tenido a bien manifestar sus autores en los dieciocho capítulos que confeccionan esta obra.
En primer lugar, Josep Maria Catalá relaciona la crisis de la investigación con la crisis de la universidad, con el ánimo de insuflar nuevas energías a las investigaciones contemporáneas. A continuación, Santos Zunzunegui e Imanol Zumalde se refieren a la rentabilidad imperativa aplicada al conocimiento y reflexionan sobre los efectos de estos criterios productivistas frente a otros fundamentos epistemológicos como la semiótica. Por su parte, Francisco Sierra expone los problemas empírico-teóricos del proceso de industrialización que envuelve la tarea de pensar sometida a factores y lógicas totalizadoras de capitalización y tecnocratismo. Por otra parte, Marta Rizo analiza los posicionamientos en torno a la naturaleza científica de la comunicación y su estatuto epistemológico. El capítulo de Aarón Rodríguez, Javier Marzal y María Soler, se pregunta sobre los estudios de comunicación y sus etiquetas genéricas a partir del Ranking de Shangai en un paisaje que se dibuja entre las humanidades y las ciencias sociales. Seguidamente, las doctoras Leonarda García y Virginia Villaplana profundizan en las condiciones exógenas y endógenas que han marcado a la investigación de la comunicación en España durante las últimas décadas.
A estas aportaciones les sigue el capítulo de Bernardo Díaz, Ana Jorge Alonso, Ruth de Frutos y Ramón Martínez en donde se aborda un estudio comparado de las prácticas de investigación y los criterios de evaluación en el Reino Unido, Francia e Italia. Las intensas ideas de Ramón Reig, en una llamada urgente de atención, analizan el contexto del business, de la frenética moda del paper y del impacto, donde la actividad investigadora en comunicación queda tutelada por intereses privados. La aportación de Manuel Goyanes examina la diversidad nacional de los consejos editoriales de una selección de revistas en ciencias de la comunicación, propone una agenda que desafía el statu quo y discute cómo esas acciones promoverían un campo intelectual más plural y diverso. El capítulo de Enric Saperas aborda la historicidad de la ciencia y describe su relevancia actual en el paradigma estándar dominante de la investigación comunicativa. Seguidamente, Victoria Tur y Patricia Núñez presentan, describen y catalogan 213 grupos académicos españoles de investigación en comunicación y sus diversas y divergentes líneas de estudio. Por su parte, Fernando Canet, desde la óptica de las series televisivas, explora sus narrativas y propone una metodología que aborde el proceso comunicativo en su conjunto.
En el siguiente capítulo, el doctor Manuel Martínez Nicolás reconstruye el proceso de transformación institucional en el que se apoya la investigación española sobre comunicación, tanto en su estructura como en la orientación de la producción. Los investigadores Carmen Caffarel, Juan A. Gaitán, Carlos Lozano y José Luis Piñuel exponen los resultados de una encuesta realizada a la comunidad científica española que investiga en comunicación, señalando numerosos datos que actúan como espejo en el que descubrirnos. Avanzando en la obra, Samuel Gil, Aarón Rodríguez y Javier Marzal presentan, a modo de diagnóstico, las opiniones e ideas de cuarenta y seis investigadores en comunicación sobre objetivos de estudio, líneas de trabajo, programas de evaluación, reivindicaciones académicas, convocatorias de financiación y difusión de resultados, entre otras aportaciones. El penúltimo capítulo, desde la reflexión de José Manuel Pérez Tornero, afronta los efectos, retos e incertidumbres que impone la digitalización y la emergencia de un nuevo sistema científico. Finalmente, Miquel de Moragas cierra este volumen con un capítulo que analiza varias perspectivas que tienen que ver con los estudios de comunicación, teniendo como objetivo el empoderarse de los nuevos recursos de información en una tarea que, desde la investigación, es cada vez más sugestiva e ineludible.
En primer lugar, los editores de esta obra deseamos expresar nuestro agradecimiento a los autores y autoras que participan en esta obra. Asimismo, debemos hacer referencia a las instituciones y entidades que han hecho posible su publicación. Por un lado, el libro ha recibido financiación de los proyectos de investigación «La crisis de lo real: la representación documental e informativa en el entorno de la crisis financiera global» (P1·1A2014-05) y «El sistema de investigación en España sobre prácticas sociales de comunicación. Mapa de proyectos, grupos, líneas, objetos de estudio y métodos» (CSO2013-47933-C4-4-P), dirigidos como investigador principal por el Dr. Javier Marzal Felici, financiados respectivamente por la Universitat Jaume I de Castellón (Plan de Promoción de la Investigación 2015-2017) y el Ministerio de Ciencia e Innovación del Gobierno de España (Plan Nacional de I+D+i014-2016/2017), respectivamente. Finalmente, queremos agradecer al comité científico de la colección Aldea Global su confianza y apuesta por la publicación de esta obra colectiva.
1. No podemos dejar de recomendar al respecto La fuga de Dios: Las ciencias y otras narraciones, publicado recientemente por el astrofísico Juan Arnau (2017).
2. Sería necesario replantearse cómo los lugares comunes de la «educación líquida» (Bauman 2008) no están ocultando, en realidad, los intereses de los centros universitarios privados, con su interés obvio en que cada década los saberes que imparten queden técnicamente desfasados y así obligar a los alumnos a pasar de nuevo por caja con la forma de desmesurados –y a menudo, improvisados y banales– másteres más o menos oficiales y títulos propios de todo tipo. Bajo el discurso de la «educación durante toda la vida» y la «necesidad de reciclarse» hay un clarísimo programa económico y de segregación social: los que pueden permitirse pagar para incorporar a sus currículos las disciplinas «a la moda» y los que no.
3. Nos referimos a «El futuro de las humanidades» en El País, 4 de abril de 2010.
4. «¿Hay que defender las humanidades?» en El País, 12 de agosto de 2016.
5. Engañosa, porque la oposición no es tanto entre ciencias y letras, como entre conocimiento e intereses económicos, o en el límite, educación y neoliberalismo.
ENRIQUE BUSTAMANTE
Presidente de la Asociación Española de Investigación de la Comunicación (AEIC)
La investigación en comunicación ha dado un salto cualitativo en las dos últimas décadas en España. Pero sigue arrastrando vicios estructurales, agravados con la crisis financiera y las orientaciones hegemónicas adoptadas, que ponen en cuestión su relevancia y su compromiso social. En esta situación, el esfuerzo de recopilación de temas y autores realizado desde la Universidad Jaume I en este volumen sobre Investigar en la era neoliberal me parece altamente encomiable y necesario para cartografiar nuestro campo de estudio, para poner de relieve sus peores desviaciones generales en las ciencias sociales pero también singulares, y para marcar las orientaciones y los retos de futuro.
Mi agradecimiento institucional pues a los editores, Aarón Rodríguez Serrano y Samuel Gil Soldevilla por este amplio trabajo que recopila y sintetiza esas «visiones críticas sobre la investigación en comunicación en España» que comenzaban en los últimos años a aflorar en muchos autores, pero que carecía de una sistematización coordinada y panorámica. Mi agradecimiento también a los autores de sus sucesivos capítulos, especialmente por su acertada combinación entre séniores, cuyo mérito no es menor al mantener una visión crítica al final de su carrera académica, investigadores de edades intermedias con experiencia y jóvenes que comienzan a sufrir en persona el deterioro de las condiciones de docencia e investigación. En una apreciable medida, este volumen sienta las bases para ese libro blanco de la investigación en comunicación que la actual directiva de la AEIC ha venido reclamando como elemento esencial para una defensa crítica de nuestra profesión.
Resultaría inútil por mi parte enumerar los objetivos y los múltiples capítulos de este libro, sus temáticas y autores, que la introducción de los editores y de la alma mater del trabajo, Javier Marzal, ya explican cumplidamente. Prefiero por ello intentar ayudar a fijar en forma casi telegráfica, lo que he llamado «luces y sombras» de la investigación en comunicación. Sombras múltiples ciertamente, como se detalla en muchos de estos textos; luces también vistas en la perspectiva de los avances realizados en los últimos treinta-cuarenta años y desde el enamoramiento y las esperanzas sostenidas que algunos hemos mantenido inconmovibles sobre la comunicación social, sobre las humanidad en última instancia.
En las tres últimas décadas, hemos visto cómo la comunicación ha pasado de una concepción restrictiva y limitada, –el periodismo, los mass media–, a situarse en el centro del funcionamiento neurálgico de todo el desarrollo de las sociedades contemporáneas, de las sociedades del conocimiento. En permanente renovación, en interacción con la innovación de la convergencia telemática, la comunicación social atraviesa transversalmente hoy todas las actividades sociales. Además, las NTIC han venido a poner de manifiesto con renovada fuerza la evidencia de que la comunicación está indisolublemente vinculada a la cultura contemporánea, como dos resortes inseparables de la producción, circulación y uso de los bienes simbólicos en la sociedad. Un movimiento mundial cada vez más potente reivindica por ello la cultura y la comunicación como «pilares esenciales» de un desarrollo sostenible e integral para la humanidad.
Esto no significa apelar a las ciencias de la comunicación con pretensiones imperialistas, sino concebirlas justamente como encrucijada de caminos disciplinares múltiples, que se enriquece cada día con las aportaciones realizadas desde las perspectivas diversas de las ciencias sociales, pero también como objeto de estudio singular y específico, sin el cual la tecnología carece de sentido alguno.
La docencia en comunicación parece haber reaccionado a ese cambio sustancial en los años noventa y en el nuevo siglo XXI en relación con la situación de penosa emergencia y penuria de los años setenta y ochenta: conformada en España como carrera universitaria a partir de los oscuros mimbres profesionales y autoritarios de las escuelas oficiales, despegada de toda relación con la cultura y con las demandas sociales, solo se irá renovando con la aportación de nuevas generaciones más abiertas a la democracia y a la investigación, más permeables al ambiente académico internacional.
Los años noventa y los dos mil traerán el despegue e incluso una cierta explosión de los estudios universitarios de comunicación. Hasta el punto de que, según evaluaciones recientes, en 2014-2015 funcionaban en nuestro país 95 titulaciones, en 59 centros diferentes, con unos 50.000 alumnos, más de 4.500 docentes y unos 10.000 graduados por curso (FONTA). Aunque puedan surgir dudas sobre la racionalidad de este despliegue a escala territorial y en relación con las especializaciones demandadas, o sobre la proliferación de minicentros de escasa infraestructura y solidez académica, parece evidente que refleja un notable éxito en la institucionalización de los estudios de comunicación, con su inseparable corolario en la investigación.
La investigación y sus publicaciones en el campo de la comunicación han seguido en paralelo este ascenso rápido. En una estimación reciente se calculaba así que existían (2014) más de 180 grupos consolidados de I+D en España, aunque en un mapa desequilibrado a nivel regional (concentración especial en Madrid y Barcelona) (FONTA). Y todas las recopilaciones recientes han dado cuenta del importante incremento de las publicaciones periódicas científicas y proyectos editoriales, de su densidad de artículos y monografías publicados, sobre el creciente grado de internacionalización conseguido, episódico e individual todavía en los años ochenta.
Sin embargo, los ya numerosos balances realizados sobre los objetos, perspectivas y métodos de esa masa intelectual detectan también serias desviaciones y defectos endémicos, que vienen desde los años noventa pero parecen perpetuarse: el «productivismo cuantitativo» privilegiado frente a las aportaciones originales al conocimiento; el predominio descriptivo, experimental, «contenidista» (centrado en los contenidos de los medios y no en sus actores: creadores, emisores, editores o productores, usuarios); y curiosamente también la eterna centralidad de los objetos periodísticos frente a la reseñada trascendencia transversal de las nuevas redes. Asimismo y congruentemente con esas conclusiones, se han señalado los déficits conceptuales y teóricos habituales, el escaso rigor metodológico, la falta general de un compromiso social, incluyendo la despreocupación por la transferencia a la sociedad de los resultados (MapCom; A. Castillo; M. Martínez Nicolás; E. Saperas).
Sería fácil atribuir a la banalidad de los tiempos modernos esas desviaciones, pero ello implicaría olvidar que junto a las evidentes virtudes de la formalización de la carrera universitaria y científica, potenciados desde la aparición del programa Academia y del Espacio Europeo de Educación Superior convenido en Bolonia –protocolos, valoración por pares, agencias independientes–, se han deslizado vicios estructurales que refuerzan en ocasiones los defectos históricos, al impulso de una visión neoliberal de la sociedad.
En una enumeración de síntesis, necesariamente incompleta, podríamos así destacar:
a) La proliferación de indicadores cuantitativistas de la investigación, sin espacio para la evaluación de la calidad o de la originalidad, que impulsa una productividad muchas veces imposible; frecuentemente, rodeados de una avalancha de protocolos formalistas que asfixian la innovación.
b) La traslación de la evaluación de las aportaciones originales de la investigación al supuesto impacto y calidad de sus soportes de difusión, según normas burocráticas muchas veces alejadas de todo concepto de calidad. Y la promoción así de un pensamiento de circulación autista, en el que la finalidad principal es la lectura y cita por los colegas, penalizando en la práctica la transferencia de conocimientos a la sociedad que, oficialmente, se dice perseguir.
c) La cesión de la soberanía científica española (CSIC, ANECA) y europea a index