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La participación popular constituye uno de los elementos más novedosos de la política contemporánea. A partir de la Revolución francesa, la sociedad europea experimentó un proceso de politización acelerado que terminaría transformando la naturaleza misma de la política. Las clases populares irrumpieron como un actor clave en el equilibrio institucional para dar origen a un nuevo espacio político mucho más participativo que irá construyéndose al hilo de los acontecimientos y en el que se forjarán las primeras nociones políticas de aquellos que acababan de llegar siguiendo la estela de proclamas y banderas. Además, la política no llegaba sola, sino acompañada de la acción y de la necesidad. No era tanto ideología o ideario como ideas asociadas a momentos que requerían la intervención. La política ofrecía justificación y explicaciones para lo que estaba sucediendo y daba sentido a las acciones en las que los individuos se veían implicados. Lo político, en tiempos de guerra y de revolución, lo invadía todo, porque en contextos confusos y agitados como aquellos las acciones se cargaban rápidamente de significación política. De este periodo de formación del espacio político contemporáneo trata este libro y, en particular, de la manera en que las clases populares transitaron por él, concentrando la atención en tres grandes ejes –la guerra, el patriotismo y el pueblo– que ofrecen la posibilidad de identificar la política popular en un momento de gestación y reconocer como políticos comportamientos que, de antemano, no estaban definidos como tales.
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Seitenzahl: 1051
Veröffentlichungsjahr: 2025
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LA DIMENSION POPULARDE LA POLITICAEN LOS ORIGENESDEL MUNDO CONTEMPORANEO
HISTÒRIA / 216
DIRECCIÓN
Mónica Bolufer Peruga (European University Institute / Universitat de València)
Francisco Gimeno Blay (Universitat de València)
M.ª Cruz Romeo Mateo (Universitat de València)
CONSEJO ASESOR INTERNACIONAL
Pedro Barceló (Universität Potsdam)
Peter Burke (University of Cambridge)
Guglielmo Cavallo (Università della Sapienza, Roma)
Roger Chartier (Collège de France)
Rosa Congost (Universitat de Girona)
Vincent Debiais (EHESS)
Sabina Loriga (EHESS)
Antonella Romano (CNRS)
Adeline Rucquoi (EHESS)
Jean-Claude Schmitt (EHESS)
María Sierra (Universidad de Sevilla)
Françoise Thébaud (Université d’Avignon)
LA DIMENSIÓN POPULARDE LA POLÍTICAEN LOS ORÍGENESDEL MUNDO CONTEMPORÁNEO
Pedro Rújula
El presente libro ha sido realizado en el marco del proyecto de investigación,
«La dimensión popular de la política en Europa meridional y América Latina, 1789-1898»,
(PID2019-105071GB-I00) del Ministerio de Ciencia e Innovación..
Esta publicación no puede ser reproducida, ni total ni parcialmente,
ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información,
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electrónico, por fotocopia o por cualquier otro, sin el permiso previo de la editorial.
© Los autores y las autoras, 2025
© De esta edición: Universitat de València, 2025
Publicacions de la Universitat de València
https://puv.uv.es
Ilustración de la cubierta:
El 2 de mayo de 1808 en Madrid o «La lucha con los mamelucos», detalle.
Museo del Prado.
https://commons.wikimedia.org/wiki/
File:El_dos_de_mayo_de_1808_en_Madrid.jpg
Coordinación editorial: Amparo Jesús-Maria Romero
Diseño de la cubierta: Celso Hernández de la Figuera
Corrección: Letras y Píxeles, S. L.
Maquetación: Celso Hernández de la Figuera
ISBN: 978-84-1118-622-3 (papel)
ISBN: 978-84-1118-623-0 (ePub)
ISBN: 978-84-1118-624-7 (PDF)
Edición digital
INTRODUCCIÓN, La dimensión popular de la política en los orígenes del mundo contemporáneo, Pedro Rújula
ILA GUERRA
La sustancia política de las armas. Movilización popular en la España de 1808, Pedro Rújula
El ejército liberal. Entre la miseria económica y el aprendizaje de la política (1814-1824), Víctor Sánchez
«Los mismos perros con distintos collares». Milicia Nacional y Voluntarios Realistas entre revolución y contrarrevolución (1820-1833), Álvaro París
La guerra realista (1820-1823). Una experiencia de politización popular contrarrevolucionaria, Ramon Arnabat
Los voluntarios bonapartistas en las guerras de independencia hispanoamericanas, 1815-1830, Alessandro Bonvini
Las tropas del carlismo, Xosé Ramón Veiga
«Más brillante es la espada que las cadenas». El conflicto armado como espacio y tiempo de politización en Europa (1848-1849), Ignacio García de Paso
IIEL PATRIOTISMO
«El más moral de los instintos». Patriotismo católico durante la guerra de la Independencia, Francisco Javier Ramón Solans
La patria en el lenguaje político napolitano de la revolución de 1820, Dario Marino
El iturbidismo popular, Josep Escrig Rosa
La popularidad del patriotismo regional. Del panteón nacional a los panteones provinciales de los hombres célebres en España, 1844-1868, Jordi Roca Vernet
El «hambre popular» de la Corona. Los viajes reales y el recurso al pueblo en la legitimación moderna de la monarquía española, 1814-1868, David San Narciso
Entre Marianne y La Pepa. La constituyente italiana en la cultura visual del largo 48, Gian Luca Fruci
Revolución nacional y movilización popular en la Italia del Risorgimento (1810-1871), Carmine Pinto
IIIEL PUEBLO
Del pueblo mártir a los mártires del pueblo (Europa del Sur, siglos XVIII-XIX), Pierre Marie Delpu
El pueblo en los funerales políticos (España, 1808-1868), Pierre Géal
Cuando reina la incertidumbre. Rumores y política en los albores de la guerra de la Independencia, Mónica Garcés
Los abanicos como objetos políticos: aireando poderes y revueltas (1789-1824), María Zozaya-Montes
El primer carlismo y el pueblo. Política romántica, cuestión militar y debate constituyente (1833-1845), Andrés María Vicent Fanconi
Instruir al «pueblo» para legitimar la República. Textos, objetos e imágenes durante el Sexenio Democrático, Hernán Rodríguez-Vargas
Paradoja constitucional de la política popular, José M.ª Portillo Valdés
La dimensión popular de la políticaen los orígenes del mundo contemporáneo
Pedro Rújula
Universidad de Zaragoza
Es difícil de saber lo que entendían por política aquellas gentes comunes que se vieron inmersas en la vorágine de cambios que agitaron Europa desde finales del siglo XVIII. De lo que, seguro, se dieron cuenta fue de que su relación con el poder se estaba transformando y de que estaban aumentando sus posibilidades de participar en los asuntos públicos. El ritmo de los acontecimientos fue tan rápido que apenas hubo tiempo para asimilarlos. La mayoría de las veces los protagonistas tomaron conciencia de lo que estaba sucediendo de manera directa, por propia experiencia, sumergidos en el fluido de los hechos. La inmediatez y la emergencia guiaron sus pasos y alimentaron la conciencia de estar protagonizando una época extraordinaria.1 Sin que nadie lo hubiera previsto de antemano, se estaba configurando un espacio político nuevo en el que los individuos de las clases populares iban a tener cada vez más cosas que decir.
Esta participación popular constituye uno de los elementos más novedosos de la política contemporánea. Durante estos años, la sociedad vivió un proceso de politización acelerado de tal profundidad que transformó la propia naturaleza de la política. Hasta entonces el poder había sido fundamentalmente una cuestión de élites que, por supuesto, iban a continuar defendiendo su posición con uñas y dientes.2 La verdadera novedad fue que, al mismo tiempo, se abrieron posibilidades de participación para otros actores, muchos de ellos procedentes de las capas medias y bajas de la sociedad cuyo protagonismo hubiera sido inimaginable apenas unas décadas atrás.
La ocasión llegó con la Revolución francesa. Fue a partir de entonces cuando se dejó notar la profunda crisis de legitimidad que estaban atravesando las monarquías y, con ellas, todo el entramado jurídico del Antiguo Régimen.3 Crisis, pero no hundimiento ni quiebra, lo que inauguró un tiempo de tensiones y grandes cambios en el orden político visibles no solo en los regímenes de matriz revolucionaria, sino también en los que pretendían hacer sobrevivir las viejas fórmulas de poder.4 Con el telón de fondo de la guerra civil,5 instituciones como la Monarquía o la Iglesia y sectores sociales privilegiados como la nobleza intentaron seguir ocupando el poder y mantenerse entre los que dictaban las reglas de los nuevos tiempos, aunque para conseguirlo tuvieran que hacer algunos ajustes.6 Moverían sus principios si era necesario antes que renunciar a un liderazgo social que no solo ejercían por costumbre sino que, además, consideraban como propio. Otras élites económicas y sociales, marginadas o limitadas hasta la fecha en su acceso al poder, como la burguesía, se incorporaron con fuerza y no solo hicieron oír su voz, sino que aportaron principios jurídicos nuevos que contribuyeron decisivamente a la transformación del sistema político.7 Sin coordinación, pero en concurrencia, ambas, las antiguas y las nuevas élites sociales, protagonizaron y dirigieron las principales respuestas ante los retos que planteaba la revolución.8
Sin embargo, estas élites no tardaron en darse cuenta de que algo había sucedido que les iba a impedir ejercer su liderazgo en solitario. Tanto revolucionarios como contrarrevolucionarios asumieron que desde entonces iban a necesitar el respaldo popular y atraer hacia sus modelos a las clases populares, activando procesos acelerados de politización que les permitieran consolidar sus proyectos. Es aquí donde radica una de las principales novedades de la política contemporánea, la necesidad que tuvieron los regímenes revolucionarios y posrevolucionarios de construir nuevos consensos, implicando en ellos a amplios sectores de la sociedad. Dicho de otra manera, uno de los fenómenos más originales de la política moderna será que, por primera vez en la historia, las clases populares, el pueblo, entendido en los términos genéricos del lenguaje de la época, se convirtió en protagonista activo fundamental para hacer viable el poder.
En un contexto donde la densificación del espacio político era cada vez más visible,9 las élites dirigentes tomaron conciencia de cuánto necesitaban la fuente de legitimidad popular, aunque entre sus planes no estuviera instaurar un régimen de soberanía popular.10 De hecho, la forma en la que debía implementarse esta participación popular se hallaba muy poco definida. Era evidente que necesitaban reforzar el apoyo de las clases populares al régimen, pero no estaba nada clara la forma de llevarlo a cabo. Es así como se produjo una coyuntura inédita que permitió abrir vías de participación popular a la política, no tanto por voluntad de los dirigentes como por necesidad y oportunidad.11 Bien es cierto que los regímenes de base liberal implementaron técnicamente mejor los caminos hacia la participación a través de elecciones, del reconocimiento de la libertad de expresión o franqueando el acceso universal al ejército o a la administración.12 Pero también la respuesta de las monarquías absolutas demostró una gran capacidad de adaptación reforzando los mecanismos corporativos de participación popular, facilitando la movilización a través de las armas y activando la defensa del rey y de la religión como portadores de valores de estabilidad e identidad.13
Es así como nació un espacio político de participación popular que no había sido definido de antemano, sino que se fue construyendo al hilo de los acontecimientos.14 En él se fueron forjando las primeras nociones políticas de aquellos que eran alentados a tomar un nuevo protagonismo. La política no llegaba sola, sino prendida de la acción y de la necesidad. No era tanto ideología o ideario como ideas asociadas a momentos que requerían la intervención. La política ofrecía justificación y explicaciones para lo que estaba sucediendo, y daba sentido a las acciones en las que los individuos se veían implicados.15 Lo político, en tiempos de guerra y de revolución, lo invadía todo, porque en contextos confusos y agitados como aquellos las acciones se cargaban rápidamente de significado político.
Así las cosas, es evidente que la política popular no era la de las élites. La significación y la intención de las acciones no era la misma para quienes las habían instigado o consentido que para quienes las protagonizaron desde abajo. La alteración de la relación entre clases populares y poder supuso una remoción de los vínculos introduciendo tensiones entre quienes requerían la participación popular con voluntad de someterla a sus proyectos y aquellos que, implicados en acciones de naturaleza política, pugnaban por mantener su autonomía y conseguir objetivos propios.16 Es así como se fue formando un complejo repertorio de acciones, símbolos, ideas… que, mediados por la experiencia, fueron trabando interpretaciones sobre el poder y la sociedad en tiempos de crisis y sobre el papel que correspondía a cada uno en ese mundo que estaba surgiendo.17
Aunque pudiera pensarse que toda acción política nueva estaba vinculada al proyecto revolucionario, en realidad no fue así. Los protagonistas pusieron mucho más énfasis en participar del poder que estaba en proceso de recomposición que en su naturaleza revolucionaria. Una de las características de la política popular es que creció tanto en el campo de la revolución como en el de la contrarrevolución.18 Se dieron, por supuesto, importantes avances en la implementación de fórmulas nacidas en el campo liberal y revolucionario, pero en paralelo también se produjo una ampliación de la participación en el ámbito de las monarquías contrarrevolucionarias donde los ejércitos, las milicias o la propaganda produjeron niveles muy elevados de movilización. Con el paso del tiempo se irán definiendo las fronteras y las trincheras.19 La experiencia hará que los grupos forjen una identidad más sólida y se definan las líneas propias de las culturas políticas.20
Este proceso de incorporación de nuevos actores a la política sin apenas experiencia previa y en condiciones excepcionales constituye un momento específico de la política contemporánea que tuvo lugar entre finales del siglo XVIII y la revolución del 48. Es una fase en la que el nuevo espacio político está en formación y todo parece posible teniendo en cuenta los grandes cambios que se estaban produciendo. Por otro lado, para muchos de ellos fue también el tiempo del aprendizaje de la política en el que estaban descubriendo posibilidades de participación que desconocían y que les ofrecían un protagonismo cuyos límites estaban aún por descubrir. Es de este periodo de formación del espacio político contemporáneo del que trata el presente libro y, en particular, de la manera en que las clases populares transitaron por él. Con ánimo de centrar la investigación se han seleccionado tres grandes vías de aproximación al fenómeno en virtud de su relevancia para el proceso estudiado. Estas vías son la guerra, el patriotismo y el pueblo.
La guerra impregna todas las generaciones que transitaron desde el Antiguo Régimen hasta el mundo contemporáneo.21 A través de ella se produjo el primero de los aprendizajes políticos de muchos de los individuos que no pertenecían a las clases dirigentes. Las primeras nociones de política se recibieron con las armas en la mano, en condiciones de movilización y marcadas por la inminencia de un combate. Esta forma de concebir la política no tenía tanto que ver con las instituciones parlamentarias como con el renovado protagonismo que los conflictos modernos habían otorgado a las clases populares.22 Era un aprendizaje de la política que nacía de la experiencia y proporcionaba una percepción política del mundo a través del protagonismo individual.
Las armas, por lo tanto, son una realidad que condiciona las nociones de poder que se están difundiendo en el medio popular (Pedro Rújula). Resulta clarificador explorar la lectura política que hicieron los soldados de las guerras a las que se vieron arrastrados (Víctor Sánchez). También comprobar que Milicia Nacional y Voluntarios Realistas tenían más en común de lo que, a primera vista, podría parecer (Álvaro París). La guerra civil será el crisol de la cultura política contrarrevolucionaria, la realista en el Trienio Liberal (Ramón Arnabat) y la carlista en la década de los treinta (Xosé Ramon Veiga). Los voluntarios recorrieron los conflictos revolucionarios y contrarrevolucionarios, a este y al otro lado el Atlántico, llevando con ellos una cultura de la guerra cada vez más profesionalizada (Alessandro Bonvini). Esta dimensión transnacional es muy visible en el contexto revolucionario de 1848, cuyos protagonistas vivieron en barricadas, milicias y ejércitos un intenso proceso de politización (Ignacio García de Paso).
El estudio del fenómeno del patriotismo ofrece especial interés en las coyunturas de cambio marcadas por la revolución. Tanto a favor como en contra de ella, surgieron fórmulas colectivas que buscaban la cohesión reforzando políticamente los vínculos de pertenencia. Fueron las experiencias ligadas a la comunidad las que nutrieron políticamente las explicaciones que amplios sectores populares de la sociedad necesitaban para hacer frente a la incertidumbre del momento. La comunidad no era una realidad nueva, sino que constituía una forma preexistente de identidad política. Lo que sucede en el tránsito a la época contemporánea es que esta relación se reformula, que el patriotismo muta a través de la monarquía y la nación ofrece una nueva forma de experimentar la comunidad. Las nociones de lo político extraídas de su visión de la comunidad son un ingrediente fundamental para entender la política popular, tanto en su interpretación de la situación como en los procesos de movilización de los que participan.
Observamos este fenómeno a través de la religión como un factor clave en la construcción de percepciones identitarias de la política, en particular de los procesos de nacionalización (Javier Ramón). El análisis de una amplia muestra de documentos de época pone de manifiesto la relectura del concepto de patria llevado a cabo por los revolucionarios liberales napolitanos de 1820 (Dario Marino). También en México el apoyo recibido de las clases populares por Iturbide durante el primer imperio mexicano habla de una forma específica de patriotismo forjado desde abajo (Josep Escrig). En la nómina de fracasos hay que anotar el del patriotismo regional, incluso el más conservador. Resultó imposible el desarrollo de panteones de hombres célebres regionales porque el moderantismo y la monarquía bloquearon las posibilidades de representar simbólicamente a la nación por temor al potencial movilizador del patriotismo nacional progresista y popular (Jordi Roca). Por su parte, los viajes reales mostraron durante el periodo isabelino aquel «hambre popular» que caracterizó los ceremoniales nómadas de una monarquía que tuvo que hacerse popular en busca de una nueva legitimidad nacional (David San Narciso). El desarrollo de la opinión pública y la cultura visual de los europeos de mediados de siglo hicieron posible la comparación política entre experiencias tan distantes como la Revolución francesa o la Constitución de Cádiz con el 48 italiano (Gian Luca Fruci). Finalmente, el triunfo del proyecto nacional italiano solo se verá culminado por el éxito en la segunda mitad del siglo XIX, precisamente cuando el Risorgimento sea capaz de integrar las fuerzas populares como un actor político de primera línea (Carmine Pinto).
El común denominador de los procesos políticos que tuvieron lugar en la transición al mundo contemporáneo es el recurso al pueblo como elemento legitimador del poder. Un pueblo que se construye a partir de distintas narrativas en conflicto que intentan explicar lo que está sucediendo. Para el absolutismo restaurado y para las nuevas monarquías que buscan su espacio en los nuevos Estados liberales, el pueblo es la fuente natural e histórica de la Corona. En su visión orgánica de las instituciones, el nuevo pueblo que se moviliza en favor de la monarquía era expresión política de un fundamento tradicional especialmente activo en aquella coyuntura de crisis. Para los nuevos poderes de matriz revolucionaria el pueblo es un actor nuevo que aparece sobre la escena para representar su propio papel, que es, al mismo tiempo, expresión de una voluntad colectiva y fundamento de las nuevas instituciones. Un pueblo que se construye entre acciones, rituales, símbolos e ideas que contribuyen a definir su identidad y refuerzan el sentimiento de pertenencia.
En esta línea, surgirán fenómenos que contribuyen a dar cuerpo a la idea, como es el caso de los mártires, tanto individuales como colectivos, que se convertirán a lo largo del siglo XIX en un eficaz instrumento de politización popular (Pierre Marie Delpu). Muy ligado a este se presenta el caso de los funerales políticos, donde el pueblo se hace visible participando de rituales que se van democratizando a lo largo de la centuria (Pierre Géal). El pueblo también aparece movido por los rumores que hicieron posible el levantamiento del 2 de mayo de 1808 madrileño en contra de las instrucciones de las autoridades (Mónica Garcés). Las ideas movilizadoras se soportan también en los objetos, algunos de ellos tan aéreos y cotidianos como los abanicos cuyos países podían ser un instrumento de difusión de mensajes políticos al alcance de la población (María Zozaya). Corrientes contrarrevolucionarias como el carlismo se presentaron como expresión política del pueblo descalificando al liberalismo como artificioso e ilegítimo (Andrés Vicent). En el caso del proyecto político republicano, la instrucción popular se presentó como una forma de legitimación, lo que llevó al uso de canales de comunicación orientados específicamente a modelar la opinión pública del pueblo (Hernán Rodríguez Vargas). Por último, resulta una paradoja que el propio pueblo que sirve a lo largo del XIX para legitimar el poder en las constitucionales liberales sea alejado de la primera fila de la política, interponiendo entre él y el poder un obstáculo jurídico como fue la nación (Txema Portillo).
Estas tres vías de aproximación ofrecen la posibilidad de identificar la política popular en un momento de gestación y reconocer como políticos comportamientos que no estaban definidos de antemano como tales. No es posible entender lo que sucede en la política sin atender a estas maneras de actuar que nacen de los márgenes o del exterior de la definición oficial del poder y de las instituciones, pero que resultan decisivas a la hora de dar estabilidad a los diversos proyectos. Lo político, desde la dimensión popular estudiada, se presenta como mucho más amplio, plural, participativo, dinámico, informal…, pero al mismo tiempo denota una enorme energía porque contribuye al proceso de formación del espacio político contemporáneo y, sobre todo, porque representa un papel central en la construcción de los consensos que hacen posible el funcionamiento de cualquier régimen político.
1 Haim Burstin: Révolutionnaires. Pour une anthropologie politique de la Révolution française, París, Vendémiaire, 2022, pp. 55-60.
2 Jean Philippe-Luis: Aguado o la embriaguez de la fortuna. Un genio de los negocios, Zaragoza, Prensas de la Universidad de Zaragoza, 2023, pp. 14-21.
3 Carmine Pinto y Pedro Rújula: «“Introduzione” al monográfico “La monarchia dopo la rivoluzione. Europa e America Latina tra restaurazione borbónica e guerre civili (1814-1867)”», Memoria e Ricerca 62(3), 2019, p. 396.
4 Carmine Pinto: La guerra per il Mezzogiorno. Italiani, borbonici e briganti, 1860-1870, Bari, 2019, Laterza, p. 5.
5 Jordi Canal y Eduardo González Calleja (eds.): Guerra civiles, una clave para entender la Europa de los siglos XIX y XX, Madrid, Casa de Velázquez, 2012.
6 Juan Pro: La construcción del Estado en España. Una historia del siglo XIX, Madrid, Alianza Editorial, 2019, pp. 133-146; y Jimena Tcherbbis: La causa de la libertad. Cómo nace la política moderna en tensión con el poder de la Iglesia, Buenos Aires, Siglo XXI, 2023, p. 77.
7 Juan Sisinio Pérez Garzón: Historia de las izquierdas en España, Madrid, Catarata, 2022; y Pablo Sánchez León: De plebe a pueblo. La participación política popular y el imaginario de la democracia en España, 1766-1868, Barcelona, Bellaterra Edicions, 2022, pp. 131-132.
8 Pierre-Marie Delpu: Un autre Risorgimento. La formation du monde libéral dans le reoyaume des Deus-Siciles (1815-1856), Roma, École Française de Rome, 2019, pp. 32-36.
9 Pedro Rújula: «La densificación del universo político popular durante la Guerra de la Independencia», en Pedro Rújula y Jordi Canal: Guerra de ideas. Política y cultura en la España de la Guerra de la Independencia, Madrid, Marcial Pons, 2011.
10 Manuel Pérez Ledesma: «La invención de la ciudadanía moderna», en VV. AA.: El nacimiento de la política en España (1808-1869), Madrid, Editorial Pablo Iglesias, 2012, pp. 46-47 y Pablo Sánchez León: De plebe a pueblo. La participación política popular y el imaginario de la democracia en España, 1766-1808, Barcelona, Edicions Bellaterra, 2021, pp. 58-59.
11 Pedro Rújula: Religión, Rey y Patria. Los orígenes contrarrevolucionarios de la España contemporánea, Madrid, Marcial Pons, 2023, y Pablo Sánchez León: De plebe a pueblo. La participación política popular y el imaginario de la democracia en España, 1766-1808, Barcelona, Edicions Bellaterra, 2021, pp. 58-59.
12 Maurizio Isabella: Southern Europe in the age of revolutions, Princeton, Princeton University Press, 2023, pp. 301 y ss.
13 Javier Ramón Solans: «Presentación» al dossier «Nación y catolicismo en el siglo XIX», Ayer 132, 2023, p. 18; y Pedro Rújula y Javier Ramón Solans: «Paradojas de la reacción. Continuidades, vías muertas procesos de modernización en el universo reaccionario del siglo XIX», en Pedro Rújula y Javier Ramón Solans (coords.): El Desafío de la Revolución. Conservadores, reaccionarios y contrarrevolucionarios (siglos XVIII y XIX), Comares, Granada, 2017, pp. 1-10.
14 Javier Fernández Sebastián: «Política antigua-política moderna. Una perspectiva histórico-conceptual», Mélanges de la Casa de Velázquez 35(1), 2005, pp. 165-181.
15 Pedro Rújula: «Contrarrevoluciò primerenca al Trienni Liberal. Saragossa, 14 de maig de 1821», Reçerques 80, 2022, pp. 5-30.
16 James C. Scott: Los dominados y el arte de la resistencia, Tafalla, Txalaparta, 2003, p. 277.
17 Álvaro París: «Antiliberalismo popular y protestas del pan en el Madrid absolutista (1823-1833)», en Carlos Hernández Quero y Álvaro París (eds.): La política a ras de suelo. Politización popular y cotidiana en la Europa contemporánea, Granada, Comares, 2023, pp. 54-55; Pierre M. Delpu: Les nouveaux martyrs. XVIIIe-XXe, París, Passés composés, 2024; Enrico Francia y Carlota Sorba (eds.): Political Objects in the Age of Revolutions, Material Culture, National Identities, Political Practices, Roma, Viella, 2021.
18 Fenómeno también reconocible en América, como muestran Manuel Chust e Ivana Frasquet: Tiempos de revolución. Comprender las independencias iberoamericanas, Madrid, Taurus / Mapfre, 2013, pp. 135-136.
19 Ronald Fraser: La maldita guerra de España. Historia social de la Guerra de la Independencia, 1808-1814, Barcelona, Crítica, 2006, p. 679.
20 Miguel Ángel Cabrera y Juan Pro (coords): La creación de las culturas políticas modernas, 1808-1833, Marcial Pons-Prensas de la Universidad de Zaragoza, 2014; M.ª Cruz Romeo y María Sierra (coords.): La España liberal, 1833-1874, Madrid, Marcial Pons-Prensas de la Universidad de Zaragoza, 2014; Simon Sarlin: Le légitimisme en armes. Histoire d’une mobilisation internationale contre l’unité italienne, Roma, École Française de Rome, 2013, p. 24.
21 Pierre Serna, Antonino De Francesco y Judith A. Miller (eds.): Republics at War, 1776-1840. Revolutions, Conflicts, and Geopolitics in Europe and the Atlantic World, Hampshire, Palgrave, 2013.
22 David A. Bell: La primera guerra total. La Europa de Napoleón y el nacimiento de la guerra moderna, Madrid, Alianza Editorial, 2012.
Movilización popular en la España de 1808
Pedro Rújula
Universidad de Zaragoza
Primavera de 1808. España vive un momento de profunda inestabilidad. Desde hace meses las tropas imperiales están atravesando la península ibérica camino de Portugal. Ya son más de 100.000 los soldados que han cruzado la frontera francesa y muchos de ellos han comenzado a tomar posiciones lejos del itinerario previsto. La propia capital, Madrid, puede verse amenazada. La tensión está en el ambiente, pero las autoridades insisten en que no hay nada de qué preocuparse, que se trata de fuerzas amigas.1
Sin embargo, la inestabilidad se extiende y alcanza a la monarquía. El motín de Aranjuez, a mediados de marzo, provoca la caída y prisión del hombre fuerte de los últimos años, Manuel Godoy, y la abdicación del propio rey, Carlos IV. El beneficiario de toda esta escalada de tensión fue el príncipe de Asturias, que consiguió neutralizar a sus adversarios y acceder al trono como Fernando VII. Pese a todo, su debilidad es enorme, fundamentalmente por dos razones. Por un lado, porque carece de ejército para hacer frente a las fuerzas napoleónicas que se encuentran ya instaladas en suelo español. Y, por otro, porque su legitimidad surgida de un motín popular es muy escasa.
Para resolver esta situación, Fernando VII necesitaba un elemento exterior que le diera fuerza y le ayudara a consolidar su posición en el trono. Por eso buscó la complicidad del emperador. El apoyo de Napoleón podía producir, al mismo tiempo, dos efectos. De un lado, neutralizar el peligro de las tropas imperiales dispersas por la península que se podían tornar hostiles en cualquier momento. Y, de otro lado, ser el espaldarazo que necesitaba Fernando para legitimar definitivamente su acceso al trono. Solo la desesperada necesidad que tenía el rey de obtener el respaldo de Napoleón permite explicar las peligrosas y precarias condiciones en las que realizó el viaje al encuentro de este. Los engaños y las falsas informaciones hicieron el resto. El encuentro se produjo finalmente en la ciudad francesa de Bayona a principios de mayo. Napoleón nunca llegó a tratar a Fernando VII como rey y, después de exigirle que reconociera a su padre como legítimo titular de la Corona, lo confinó con algunos de sus hombres de confianza en el castillo de Valençay, donde fue acogido por el príncipe de Talleyrand.2
La jugada de Napoleón había sido impecable. Sin apenas ejército –las fuerzas españolas más prestigiadas se encontraban combatiendo con los ejércitos imperiales en Dinamarca a las órdenes del marqués de La Romana– y descabezada la monarquía borbónica en España, podía permitirse el nombramiento de un nuevo rey, José I.3 La capacidad de respuesta del aparato central de la monarquía, en aquella situación, era prácticamente nula. ¿Qué sucedió? ¿Qué es lo que dificultó el control efectivo de la península tras la salida de Fernando VII de la escena? ¿A qué se debió que Napoleón se encontrara con un grave problema que se alargó en el tiempo y que no cesaría hasta que las últimas tropas imperiales salieran de la península en 1814? Una pieza clave para entender todo lo sucedido es el armamento de los vasallos de la monarquía, un hecho que terminó transformando en términos políticos la relación entre individuo y monarquía.
El uso de las armas en la monarquía hispánica había sido históricamente muy restrictivo. Desde los tiempos de Felipe II estaban prohibidas las armas cortas de fuego y las armas blancas cuya cuchilla tuviera una longitud superior a cinco cuartas de vara.4 A medida que las armas de fuego se iban desarrollando fueron objeto de nuevas prohibiciones. Es el caso, primero, de los arcabuces, y luego de los pistoletes de menos de cuatro palmos de vara de cañón. El uso de estas armas en peleas era castigado con la pena de muerte y la pérdida de los bienes, y la simple posesión, con pena de destierro y confiscación de la mitad de sus bienes. Posteriormente, se añadió que estas prohibiciones eran universales y no podían verse limitadas por fueros específicos. Además de al uso, el control se extendió también a la fabricación y comercio, en concreto de pistolas y arcabuces menores de cuatro palmos, «en consideración de la paz, seguridad, defensa universal y estado público que ofenden y turban las pistolas y su introducción».5
Especial interés tiene lo legislado en el siglo XVII sobre la relación entre la posesión de armas en el ámbito privado y la del ejército, «porque la introducción y uso de las pistolas y carabinas cortas fuera de los ejércitos y expediciones es más perjudicial y ofensivo a la causa pública […] porque con ellas […] les serán de mayor terror, inquietud y vejación».6 La superioridad de los militares sobre la población civil se basaba en que los súbditos de la monarquía permanecieran desarmados. Pero su función solo se cumplía al servicio de la monarquía, así que la limitación también les afectaba a ellos, tanto oficiales como soldados, cuando salían de los cuarteles. Los militares no pueden «traer ni tener fuera del Ejército en los alojamientos, ni en nuestra corte ni en los demás lugares de nuestros Reinos, pistolas, carabinas o arcabuces menores de vara de cañón». Cuando las tropas debían desplazarse, al llegar al lugar de alojamiento, los oficiales debían recoger las pistolas y carabinas y encerrarlas en el ayuntamiento sin permiso para poder sacarlas hasta que las tropas no se pusieran en movimiento.
Al mismo tiempo, las autoridades quieren tener el control de las armas que hay en posesión de la población. Así, en 1663 se ordena que «todas las personas que tuvieren pistolas o arcabuces menores de vara de cuatro palmos de cañón, estén obligados a manifestarlas ante la Justicia ordinaria y Escribano del Ayuntamiento, y en nuestra Corte ante uno de nuestros Alcaldes y Escribano de Sala».7 El motivo es que fueran destinadas exclusivamente para la guerra. Por lo tanto, después de haber hecho la declaración, debían quedar bajo custodia de la autoridad para ponerlas en manos del ejército cuando fuera necesario.
Al llegar al siglo XVIII, la reglamentación en torno a las armas estaba bastante definida y se orientaba especialmente a impedir que los civiles dispusieran de cualquier tipo de ellas; las largas por ser de guerra y las cortas por ser peligrosas para la convivencia. Los conceptos que eran objeto de control y castigo por parte de las autoridades son «fábrica, introducción, uso y retención». Estaba prohibido el uso de puñales o cuchillos, en especial los denominados rejones o jiferos. Pero la principal atención desde hacía tiempo se había dirigido a reglamentar las armas de fuego que comenzaban a reducir su tamaño y podían ser transportadas por los particulares. En referencia a estas, la monarquía manifestaba «ser nuestra intención y deliberada voluntad extinguir estas armas, castigando su uso y introducción con las penas de nuestras leyes y pragmáticas».8 Para impedir la existencia de estas armas se habían reglamentado visitas mensuales a los establecimientos donde se vendían o debían custodiarse. Pero, en realidad, la mayor atención de las autoridades se centraba en hacerlas desaparecer del espacio público.9 Bien es cierto que el rey había exceptuado de esta restricción a los recaudadores de sus rentas, que podían emplear las armas prohibidas, pero era la excepción.
La pragmática que limitaba el uso de las armas era tan restrictiva que, poco después de la llegada de los borbones al trono español, en 1716, debió publicarse una nueva donde se establecían algunas excepciones relativas a los militares.10 Estas excepciones afectaban a la oficialidad hasta el grado de coronel, incluido; podrían llevar en los viajes, y guardar en sus casas, carabinas y pistolas de arzón. A partir de esta graduación solo estaba permitido el uso de armas si formaban parte de una unidad militar o si estaban en misión. La excepción la constituían los soldados de caballería y dragones, que estaban autorizados a tener carabinas y pistolas de arzón en su alojamiento, aunque solo podrían utilizarlas si iban a caballo o cumpliendo órdenes de sus superiores. El control sobre las armas entre los soldados de infantería, los de extracción más popular, era muy estricto: «Todo soldado de infantería podrá tener su fusil en su alojamiento, de que se valdrá solamente para los ejercicios y funciones militares y para marchar en su compañía o con algún destacamento mandado de oficial; pero caminando solo, o con otros para dependencias propias, aunque vayan con licencia o pasaporte, no podrá llevar más armas que la espada o la bayoneta». En cuanto a las milicias, los oficiales y soldados de milicias de a caballo, podrían tener en sus casas carabinas y pistolas de arzón que podrían utilizar cuando fueran llamados a las armas, y lo mismo se concedía a los oficiales de milicias de a pie. Sin embargo, los soldados de milicias de a pie solo estaban autorizados a tener en casa un fusil, mosquete o escopeta de tamaño normal. La última de las categorías a las que se permitía tener armas en su poder era la de oficiales retirados del ejército. No obstante, se autorizaba a los militares el uso de armas reglamentarias en determinadas circunstancias, pero no «pistolas de faltriquera, u otras armas cortas o alevosas que prohíbe la pragmática».
Severamente reglamentado el uso de las armas de fuego, a lo largo del siglo XVIII se aprecia una preocupación creciente por la peligrosidad de las armas blancas cortas, haciendo referencia al «exceso con que en esta corte se usa de las armas blancas prohibidas, como son rejones, cacheteros y otras semejantes, y de las fatales consecuencias que de él se siguen, habiéndose cometido muchos homicidios alevosos».11 Este interés por detener el uso de armas lleva a ordenar «que ninguna persona, de cualquier estado o condición sea, lleve ni use de armas blancas, cortas, como puñal, rejón, jifero, almarada, navaja de muelle con golpe o virola, daga sola, cuchillo de punta, chico o grande, aunque sea de cocina ni de moda de faldriquera», y la misma prohibición se extendía a la fabricación y venta, amenazando a los infractores con penas de presidio y trabajos en las minas.12
Durante el reinado de Carlos III fueron sintetizadas en una sola todas las leyes sobre el control de armas blancas y cortas de fuego. Se prohibía el uso de «pistolas, trabucos y carabinas que no lleguen a la marca de cuatro palmos de cañón, puñales, jiferos, almaradas, navaja de muelle con golpe o virola, daga sola, cuchillo de punta chico o grande, aunque sea de cocina y de moda de faltriquera». Como excepción, se permitía
a todos los caballeros, nobles, hijosdalgo de estos mis reinos y señoríos […] el uso de las pistolas de arzón, cuando vayan montados en caballo, ya sea de paseo o de camino, pero no en mulas ni machos, ni en otro carruaje algunos, y en traje decente interior, aunque sobre él lleven capa, capingot o redingot con sombrero de picos; pero quedando en su fuerza la prohibición y sus penas para el uso de pistolas de cinta, charpa y faldriquera.13
En definitiva, toda la legislación previa al estallido de la Revolución estaba orientada en dos direcciones. De un lado, a reducir al máximo la existencia de armas blancas y cortas de fuego que pudieran ser utilizadas en actos de violencia cotidiana que alteraran la convivencia en pueblos y ciudades. De otro, a defender al ejército como instituto armado que monopoliza el uso de las armas, cuya eficacia reside en la superioridad de su armamento respecto al común de los civiles. Incluso entre los miembros del ejército, las restricciones del uso entre las clases populares encuadradas en él son manifiestas.
Pero con la Revolución francesa comenzaron a producirse algunos cambios en la política de las armas desplegada por la monarquía. La guerra contra la Convención republicana francesa de 1793 obligó a la monarquía a hacer frente a un conflicto exterior para el que no estaba preparada en términos militares y económicos.14 La dificultad de hacer frente a la guerra con recursos propios obligó a la monarquía a llevar a cabo un amplio proceso de movilización social. Esto suponía, por un lado, la aportación de recursos por parte de todos los estamentos privilegiados de la sociedad –clero y nobleza, fundamentalmente–, así como de otras instancias político-sociales que articulaban la sociedad del Antiguo Régimen –como los ayuntamientos, los gremios y otro tipo de corporaciones–. Pero, por otro lado, implicaba una amplia movilización popular basada en el armamento y encuadramiento en el ejército de sectores de las clases populares que, hasta la fecha, habían permanecido ajenos a la responsabilidad de participar en los conflictos de la monarquía.
Uno de los mejores ejemplos de cómo fue justificada la participación popular en la guerra fue el libro Soldado católico en guerra de religión, del padre Diego José de Cádiz.15 La obra tuvo una enorme repercusión en su época y sería reimpresa dos décadas después durante la guerra de la Independencia, lo que avala el éxito de su propuesta y la vigencia de su interpretación sobre el conflicto en el que se estaba viendo envuelta la monarquía española. La formulación inicial era sencilla: «Los agravios hechos a la Religión Católica, los sacrílegos, horrendos y execrables atentados con que es invadida e insultada por los impíos y malos franceses, obligan a todos; pero singularmente al soldado Católico a tomar las armas contra ellos». Conectaba, por lo tanto, el padre Cádiz, religión y política en una misma causa. Algo normal, ya que en su universo eran dos cuestiones que no podían existir separadas. Destruir la Revolución, que amenazaba a Dios y al rey al mismo tiempo, se convertía en una causa que multiplicaba su justicia. «Justo es no solo pelear por la santidad de la Religión y por su defensa, más también por los fueros de la República y de su Monarca».16 Además, argumenta, la Revolución, como enemigo, supone un cambio profundo. Se trata de un adversario diferente, de ahí la excepcionalidad de la movilización propuesta: «Entre todas las [guerras] que por igual motivo ha visto el mundo hasta el presente, no hay alguna que se le aventaje en lo grave de la justicia de su causa».17 Había, pues, que lanzarse a un combate en una escala sin precedentes: «Su sistema es el más impío, el más irreligioso, y el más irracional que jamás se ha visto». Un sistema cuyo nivel de corrupción es «la quinta esencia alambicada de cuantas le han antecedido en el presente y en pasados siglos».18
Y es en este punto donde aparece la necesidad de armar al pueblo, para defender la religión y la monarquía. Ante la amenaza que supone la Revolución contra los fundamentos de la sociedad, las monarquías movilizan a la población en su defensa: «es la justicia de los Reyes que, para seguridad de sus Tronos […], hacen tomar las armas a sus Soldados, y a todos cuantos tienen el celo de la justicia y de la ley».19 Es muy interesante la metáfora orgánica que sirve al padre Cádiz para presentar al rey como la cabeza de un cuerpo constituido por el pueblo, vinculando así los intereses de ambos. Para él, «un Pueblo sin cabeza ofrece a sus enemigos una ocasión oportuna para su total derrota».20 En los momentos que la Revolución amenaza la supervivencia de las monarquías absolutas, la reacción propuesta por el fraile capuchino era el armamento de los súbditos como fuerza de choque para una alianza renovada entre el altar y el trono. «Dios, la Iglesia, el Estado, el Mundo, y aun toda la naturaleza gritan y claman contra estos sus declarados enemigos. La espada que ciñes debe a todos vindicarlos. Figúrate que su felicidad está pendiente de ti solo, y que para ello no hay otra espada que la tuya, ni otro Soldado que tu sobre la faz de la tierra», le dice al soldado católico que pretende movilizar en la campaña contra la citada convención.21
Asignar responsabilidades militares a los vasallos en una guerra contrarrevolucionaria fue el primer indicio de que la monarquía estaba planteándose de una forma nueva los vínculos que le unían con sus súbditos. La guerra evolucionó de forma adversa, pero la monarquía se mantuvo en pie y controló desde arriba el rol asignado a los que debían tomar las armas. Los procesos identitarios ligados al conflicto permanecieron dentro del marco institucional y al servicio de los intereses del rey. De este modo, cuando fue necesario apagar el incendio de sentimientos de pertenencia puesto en marcha para insuflar ánimos a la sociedad y lanzarla contra el enemigo, se hizo sin dificultades. Todos volvieron a sus casas y la monarquía pudo mostrarse como una estructura eficaz en la movilización social contra la revolución. No solo la nueva nación revolucionaria era capaz de armar al pueblo en defensa de sus intereses, también la monarquía se había demostrado con recursos suficientes para sacar a los vasallos de sus casas, dotarles de un discurso que inspiraba sus voluntades y poner un arma en sus manos para combatir por una entidad colectiva que tenía a la cabeza al rey y como proyecto una sociedad armónica regida por los designios divinos.
Una larga década después, en 1808, la situación había cambiado bastante, tanto en Europa como en las relaciones entre España y Francia. La República francesa se había convertido en un imperio con el todopoderoso Napoleón al frente, y en España Carlos IV, el rey que apenas llegado al trono había emprendido la guerra contra la Convención, abdicaba en su hijo, Fernando VII, en el mes de marzo, en un intento de resolver así la inestabilidad que rodeaba la vida política de la corte madrileña. El nuevo rey, como hemos visto, buscó desesperadamente el apoyo de Napoleón para consolidarse en el trono, por eso asumió el riesgo de ir a su encuentro buscando una entrevista más allá de las fronteras españolas, en Bayona. La aventura se demostró fatal: Fernando VII nunca sería reconocido como rey y, además, quedó cautivo del emperador en el castillo de Valençay, donde permanecería casi seis años alejado de todo lo que sucedía en la península.
Por aquellas mismas fechas tuvo lugar el levantamiento madrileño del 2 de mayo.22 La población, en colaboración con algunos militares, se amotinó contra las fuerzas ocupantes y se desató un enfrentamiento en las calles de la ciudad. Las nuevas autoridades al mando del mariscal Murat aprovecharon la oportunidad que les proporcionaba la escena de un pueblo insurrecto para desarmar a la población. La orden, hecha pública el día del 2 de mayo, comenzaba por señalar la posesión de armas como una prueba de culpabilidad castigada con la muerte. «Serán arcabuceados todos cuantos durante la rebelión han sido presos con armas», decía el segundo de los artículos. Y, a continuación, se tomaban las disposiciones para desarmar a la población. «Art. 3. La Junta de Gobierno va a mandar desarmar a los vecinos de Madrid. Todos los moradores de la corte que, pasado el tiempo prescrito para la ejecución de esta resolución, anden con armas, o las conserven en su casa sin licencia especial, serán arcabuceados».23 La forma de neutralizar a la población y de someterla políticamente era comenzar por despojarles de cualquier arma que les permitiera poner en cuestión a los nuevos gobernantes. «De la conducta de los franceses se infiere que para consolidar el trono de la tiranía extranjera en España era una ventajosa y segura máxima la de tener a los españoles prohibidos del uso de cualquier arma bajo la rigorosa e infalible pena de muerte», argumentará la prensa gaditana algún tiempo después analizando el objetivo de este desarme.24 Y, en oposición, señalaba la importancia que, para la defensa de la soberanía de la nación, tenía el armamento de los ciudadanos a partir una determinada edad. Este desarme será interpretado como una ofensa, una humillación insoportable para un pueblo que sabía el verdadero valor de las armas y la carga de prestigio que transmitían al que las poseía, especialmente en ese momento tan crítico.
La monarquía había sido descabezada. Sin embargo, muy pronto se demostraría que, a pesar de las reformas borbónicas y la voluntad centralizadora de la nueva dinastía, seguían existiendo fuertes lazos que daban cohesión al territorio. Y esto se pondría de manifiesto en el proceso de formación de juntas que tuvo lugar en la primavera de 1808. Entonces, cuando la desaparición del rey debería haber provocado el hundimiento institucional de la monarquía, se produjo una reacción inesperada. Las órdenes llegadas desde Madrid fueron desobedecidas y las autoridades que se mantuvieron fieles, destituidas por movimientos con amplia participación popular. Invocando el nombre de Fernando VII y su legitimidad, se formaron por todo el país juntas que asumieron el poder político en el territorio. Estas juntas provinciales ostentaron temporalmente la soberanía real durante el tiempo que el titular de la Corona estuviera cautivo y lejos del país.25
Las nuevas instituciones políticas surgidas en esta situación de excepcionalidad necesitaban dotarse de fuerza para defenderse.26 Sabían que, sin tardar mucho, llegarían órdenes y tropas con la intención de someter los territorios a la nueva autoridad establecida por Napoleón, la del nuevo rey de España, José I. Por eso iniciaron un doble proceso, cuyo éxito sería vital para el futuro de las juntas. El primero de ellos fue la agitación política de la sociedad civil para producir una movilización entusiasta en defensa de las nuevas instituciones.27 El segundo de estos procesos fue el armamento de la población, para defender con sus propias vidas la decisión política de resistirse a la invasión francesa y luchar por los derechos de Fernando VII. Analicemos la importancia de esta doble acción de las juntas.
Las juntas se valieron del viejo discurso contrarrevolucionario, que había servido para movilizar a la sociedad contra la República francesa en 1793.28 Junto a los grandes discursos basados en la defensa del rey, de la religión y de la patria, fueron surgiendo argumentos que invitaban a la confianza para emprender la lucha contra los invasores. Se hizo hincapié en la valentía de los españoles, en la justicia de la causa y en la legitimidad de luchar contra unos ejércitos que habían traicionado la confianza. Pero el proceso de movilización no solo se rodeó de argumentos morales. También jugaron otros ligados a la fuerza y a la capacidad militar de un pueblo que, inspirado en aquellos sagrados principios, resurgía para defenderse a sí mismo. Aquí, las armas jugaron un papel fundamental para generar confianza y dotar de protagonismo a sectores sociales alejados de la política. Así se dirigía Palafox a los zaragozanos tratando de convencerles de la posición favorable que les permitiría enfrentarse a los enemigos: «La Providencia ha conservado en Aragón una cantidad inmensa de fusiles, municiones y artillería de todos calibres que no han sido vendidos ni entregados con perfidia a los enemigos de nuestro reposo».29 Providencia, armas, enemigos y tranquilidad pública, una fórmula que constituye una llamada a seguir los designios divinos, tomando las armas para defender una forma de vida contra los enemigos. Las armas se iban a convertir en un elemento de intermediación entre cielo y tierra, entre la tranquilidad pública y la amenaza exterior. Y, al empuñarlas, amplios sectores de la sociedad civil iban a asumir una responsabilidad pública que no habían desempeñado hasta la fecha. Se abría la puerta a preguntarse acerca de las implicaciones que debía tener este nuevo protagonismo en términos de derechos e, incluso, de reparto de poder. Como brazo armado de las juntas, los vecinos movilizados adquirieron una posición central en todo el proceso insurreccional de la primavera de 1808.
Como es sabido, las principales juntas surgieron en los lugares que todavía permanecían libres de ocupación francesa.30 Por eso los puntos principales de esta reconstrucción del reino desde el territorio fueron capitales de la periferia, como Oviedo, Zaragoza, Sevilla o Valencia, puesto que otras capitales como Madrid, Barcelona, Burgos o Pamplona estaban bajo control de las tropas imperiales y en ellas no fue posible ningún movimiento.31 Allí donde se crearon las juntas, el discurso movilizador y el armamento del pueblo fueron de la mano produciendo un efecto de atracción de las clases populares hasta la política. Y todo ello sin que tuviera lugar una transformación del marco político general, que seguía siendo el de la monarquía del Antiguo Régimen. El procedimiento fue muy similar en casi todos los lugares.
En Oviedo, al norte de la península, la población tomó la iniciativa el 24 de mayo de 1808. Lo que provocó la reacción fue la llegada de las primeras órdenes de Murat, que indicaban el cambio de poder en Madrid. El primer objetivo fue apoderarse de las armas que había en el depósito; 100.000 fusiles según algunas fuentes. Así relataba una carta particular lo sucedido: «pidieron armas, derribaron las puertas de la armería, las tomaron, y en menos de dos horas, entre estudiantes, canónigos, curas y paisanos tomaron más de seis mil las armas. Por la tarde se formó un ejército de tres mil, y se fueron a San Francisco a hacer el ejercicio».32 La carta continuaba subrayando la movilización de la sociedad, insistiendo en el papel que jugaban las armas. Así, señalaba, venían a alistarse de todos los pueblos con carros cargados de fusiles, «hasta el obispo ha pedido armas para todos sus familiares», decía. Y transmitía la dimensión del movimiento dando noticia de lo que sucedía en otros lugares: «En León y Santander tomaron los frailes las armas y ha sucedido lo mismo que aquí en cada provincia». En medio de este clima de exaltación, la Junta del Principado de Asturias declaró la guerra a Francia el 25 de mayo de 1808 y, a continuación, hizo un llamamiento a los asturianos a «morir en el campo del honor con las armas en la mano, defendiendo nuestro infeliz Monarca, nuestros hogares, nuestros hijos y esposas».33 La defensa de la monarquía y la de los intereses materiales de los asturianos corrían una misma suerte en ese acto de tomar las armas contra los ejércitos invasores. «Al arma, al arma, Asturianos», era la llamada a los civiles para movilizarse. La junta nombraría jefes militares de su confianza y organizaría las milicias hasta el momento de ponerse en marcha contra el enemigo. Uno de ellos, Alonso Arango y Sierra, comandante de armas de Avilés, pedía a los clérigos y a los propietarios que reclutaran civiles para la guerra en estos términos: «Pastores […] reunid vuestras ovejas, exhortadlas y conducidlas a los campos del honor. Generosos hacendados, que tanto influjo tenéis sobre los moradores pacíficos de vuestras aldeas, al ver que el fuego devorador abrasa las montañas, salid a preservar los valles del incendio, arrastrando con vosotros cuantos puedan contribuir a apagarlo».34 En cuanto al pueblo, era llamado a utilizar como arma todo lo que tuviera a su alcance. «Desechad los fusiles, acometedlos [a los enemigos] con instrumentos aún mas crueles, con los aperos de labranza, con aquellos que estáis acostumbrados a manejar», decía.35
En Zaragoza, había sucedido algo muy parecido por las mismas fechas. El 24 de mayo los labradores de la ciudad pidieron armas al capitán general de Aragón y, como este se las negó, se dirigieron al castillo de la Aljafería, donde se custodiaban 22.000 fusiles y se apoderaron de ellos.36 Los paisanos se hicieron con el control de la ciudad, encarcelaron al capitán general, de quien desconfiaban, y fueron a buscar a un fernandino reconocido que estaba en las inmediaciones de Zaragoza, José de Palafox, al que nombraron en su puesto. A partir de ese momento se publicó un reclutamiento general en el reino de Aragón de todos los hombres entre 16 y 40 años, sin diferenciación de clases. «No haya partidos. Acudamos indistintamente a las Armas. Formemos todos un Cuerpo y como hermanos, y verdaderos hijos, desde la edad de 16 á 40 años, sin excepción de clases espero se presentarán conmigo en el Campo del Honor».37 Muy pronto comenzaron a llegar a Zaragoza reclutas procedentes de todos los rincones del territorio aragonés. Allí fueron organizados, armados e instruidos para hacer frente a las tropas imperiales, que muy pronto estarían ante la ciudad. La consecuencia de este proceso de ideologización,38 armamento e instrucción fue que el 15 de junio, cuando llegaron a las puertas de Zaragoza las tropas del general Lefebvre-Desnouettes, fueron rechazados, y le obligaron a establecer un sitio sobre la ciudad que retrasaría muchos meses el avance de los ejércitos imperiales a través del valle del Ebro.39
Con distintos ritmos y protagonistas, hechos similares tuvieron lugar en otros rincones de la monarquía. El 23 de mayo, en Valencia, cuando llegó la gaceta con la noticia de las abdicaciones de Bayona, se produjeron gritos de «Viva Fernando 7º y mueran los franceses», y una algarada popular que reclamaba armarse obligó a las autoridades a tomar posición frente a las órdenes llegadas de Madrid. Como resultado de estas presiones, ese mismo día fue decretado un alistamiento general obligatorio.40 En Santander, el día 26, apareció «armado como por encanto el vecindario» tomando la iniciativa contra el enviado por Bessieres y el cónsul francés, y propiciando la creación de la junta. Poco después se decretaría un alistamiento general.41 En La Coruña, el 30 de mayo, gentes diversas, tanto de la localidad como otras venidas de fuera, asaltaron el parque de armas y se apropiaron de más de 40.000 fusiles. En los siguientes días se creó una junta que no tardaría en organizar su propio ejército.42 En Valladolid, «los últimos días de mayo el pueblo agavillado quiso exigir del capitán general se le armase y se hiciese la guerra a Napoleón».43
También en la isla de Mallorca el proceso fue el mismo.
Tiemblen pues las viles legiones del César raptor; y sepa este con espanto que los vasallos de Fernando han resuelto desmenuzar en sus manos el cetro de la fortuna. […] al arma pues, sin temor, valerosos isleños: que el obispo con sus sacerdotes dirijan al cielo, […] fervorosos votos al dios de las batallas […], que los jóvenes capaces de tomar las armas se reúnan al invencible jefe que los gobierna, y a los valientes militares de su mando, para organizarse, adiestrarse en el manejo de las armas, y estar prontos a obrar contra el enemigo.
Y a continuación, la Junta Gubernativa acordó un alistamiento general de todas las personas capaces de tomar las armas en defensa de la patria.44
Poco a poco, el levantamiento y el proceso de armamento de la población permitían proyectar una imagen de unanimidad en todo el reino. Así lo refleja una proclama de Santander, al afirmar que «todas las provincias de la Península se han puesto en armas; una sola voz, un mismo sentimiento anima toda la nación para expeler a tal vil canalla, nombrar nuestro Rey, y mantener nuestra Religión, nuestra dignidad y nuestra independencia».45
El mismo fenómeno tuvo lugar en el sur de la península. La capital clave de todo el proceso fue Sevilla. Allí, un inmenso gentío compuesto por militares y civiles asaltó el depósito de armas el día 26 de mayo. Al día siguiente se formó una Junta Suprema que no tardaría en ordenar el alistamiento general de todos los hombres entre 16 y 45 años, poniendo a los voluntarios presentados bajo las órdenes de la autoridad militar.46 El ejemplo de Sevilla fue seguido por otras capitales del sur peninsular. Así, Córdoba ordenaba, imitándolo, «armar a los naturales con orden, quietud y sosiego; hacer acopio de armas, pertrechos y municiones», y ponerse a las órdenes del comandante general.47 Jaén no tardaría también en reconocer la autoridad de la Junta de Sevilla. En algunos lugares, como en Jerez, las autoridades se mueven con cierto retraso y, conscientes de ello, señalan el camino que ya han abierto otros territorios en la toma de las armas. «Jerezanos […] Corred a uniros con vuestros intrépidos compatriotas. Delante de vosotros van ya los nobles asturianos, los leoneses, valencianos. España toda que tremola los pendones del honor para restablecer en su trono al amado Fernando VII», decían a comienzos de junio.48
En la isla de León, lugar emblemático por su proximidad a la ciudad de Cádiz, también tuvo lugar el mismo movimiento.
Españoles de este andaluz suelo, vasallos del Rey Fernando, si hemos de ser sacrificados en las guerras de la Francia, si hemos de salir a pelear por ella contra los pueblos que nos agraviaron, sacrifiquémonos y peleemos por no perder lo exquisito y acendrado de nuestro catolicismo, y por la justa defensa de nuestra inocente patria […] Invoquemos al Dios de nuestros ejércitos, armémonos con valor, resucite el genio de nuestros progenitores.
Y concluía diciendo: «Ya no tenéis impedimento alguno para satisfacer vuestros celosos y fieles deseos de alistaros para tomar las armas por la pureza y esplendor de nuestra santa religión, y por nuestro augusto y legítimo monarca el señor don Fernando VII, contra el tirano que pretende esclavizaros».49 Es muy significativo del doble sentido de toda la movilización que tuvo lugar impulsada por las juntas. De un lado, la defensa del orden tradicional articulada en torno a la tríada religión, rey y patria. De otro, la exaltación de los sentimientos colectivos en defensa de este orden apelando al pueblo para que tome las armas contra el invasor. Dos elementos presentes en casi todas las ocasiones que comportan factores de continuidad, pero también de una modernidad imprevisible.
Especialmente ilustrativo de esta primera oleada de armamento popular vivida en toda Andalucía es la proclama lanzada desde «Córdoba a los españoles» a comienzos de junio, que, elevándose por encima de la situación local, llamaba a tomar las armas a toda la sociedad, desde los jóvenes hasta los ancianos:
Provincias de España, llegó este momento: la Andalucía ha levantado el estandarte de la justicia, y ha proclamado a Fernando VII; millares de hombres han tomado las armas contra los franceses, y desde el anciano que se sostiene en su muleta, hasta el parvulito que apenas puede andar, respiran todos con entusiasmo feroz contra estos enemigos de su reino.50
Para dar confianza a los voluntarios se alardeaba de los múltiples apoyos de los que iban a disponer. «Considerable número de tropas regladas con generales y oficiales defiende también la misma causa. Municiones y armas de toda especie, dinero, pertrechos y víveres, todo está listo en abundancia, y una Junta Suprema de gobierno, congregada en la capital, todo lo dirige y organiza».51 Al mismo tiempo procuraba argumentos políticos para esta movilización, dotándola de una significación que trascendía la mera defensa de los intereses materiales inmediatos y directos de los habitantes: «Españoles, a las armas. Sed fieles a Dios, al Rey y a la Patria».52 Y, finalmente, aparecen los argumentos de índole práctica provocados por una invasión extranjera: «No perdáis momento para libraros de los males y opresiones que padecéis y os aguardan. Uníos a esta provincia y seguid su ejemplo. Vindicad vuestro honor, y no permitáis ser arrollados y esclavizados por un ejército acostumbrado solo a vencer por la pusilanimidad y degeneramiento de los pueblos que ha batido».53 A modo de conclusión, la proclama reforzaba el valor colectivo de esta movilización y dotaba de un protagonismo inédito al ente colectivo que toma las armas: «Todos temen el valor de vuestros brazos unidos, y el filo de vuestros puñales, pero, sobre todo, el dios de los ejércitos está a vuestro favor. Clamadle confiados y veréis a las águilas francesas caer a vuestros pies, confundido el orgullo que las exalta».54 Es importante este último aspecto. La ausencia del rey, que era quien dotaba de unidad a los habitantes de la monarquía, proporciona un protagonismo inédito a los vasallos armados, les configura como colectivo y les dota de un espíritu propio más allá de la propia Corona. Llevados por la necesidad del momento, sin darse cuenta, las juntas estaban sublimando la independencia política del ente colectivo al que dirigen sus proclamas, piden recursos y, sobre todo, llaman a tomar las armas. Las consecuencias de este despertar del valor de los individuos, que son capaces de hacer frente colectivamente a una invasión que representa todos los males imaginables en ese momento, estaban todavía por descubrirse.
En estas condiciones, no tardará en aparecer la idea de patriotismo vinculada a la toma de las armas. Al «espíritu de unión y el celo patriótico» remite una proclama publicada en Granada, subrayando el carácter colectivo de esta movilización mediante un lenguaje que promete posteriores desarrollos que desborden el marco de la monarquía absoluta: «Anímeos solo el valor, el ejemplo de vuestros antepasados, vuestra gloria nacional, la conservación de vuestra independencia y libertad, el celo de la Religión, que va a ser escandalosamente atropellada y escarnecida». Una combinación de elementos antiguos –religión, antepasados– y nuevos –gloria nacional, independencia, libertad– muy característica del momento que se está viviendo.
Tras la batalla de Bailén, el 19 de julio de 1808, cuando los ejércitos imperiales tuvieron que retirarse de buena parte de la península, se llevó a cabo el armamento de los habitantes en las zonas recientemente libres de ocupantes. Es el caso de Toledo, que el 8 de agosto hizo un llamamiento general de todos los varones entre los 16 y los 40 años, para alistarse voluntariamente en sus pueblos.