La muerte en un naipe - Jimena Tierra - E-Book

La muerte en un naipe E-Book

Jimena Tierra

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El 24 de enero del año 2003, Alfredo Galán Sotillo salió de su casa con la intención de dar una vuelta por Madrid y, cuando encontrara una condición favorable, matar a alguien. A cualquiera. Al llegar a una calle céntrica vio una portería abierta y entró. Allí encontró a un hombre dando de comer a su hijo pequeño. Le pidió que se arrodillara y, ante la mirada del niño, lo ejecutó. Aquella fue la primera de las nueve víctimas del que se convertiría en uno de los criminales en serie más buscados en España, apodado por la prensa como El Asesino de la Baraja. Armado con una pistola Tokarev TT-33 que trajo a España de su paso como militar por Bosnia, y a pesar de un exhaustivo seguimiento por parte de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, un cúmulo de casualidades lograron que eludiera la justicia. El 3 de julio del 2003 decidió entregarse en la comisaría de la Policía Local de Puertollano. El lugar que le vio nacer. Tras cambiar sus declaraciones en varias ocasiones, Alfredo Galán Sotillo fue condenado a un pago de 609.182 euros por daños morales y lesiones, así como a una pena de prisión de ciento cuarenta y dos años. En menos de diez años estará libre.

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Jimena Tierra (Madrid, 1979) es licenciada en Derecho, máster en Pericia Caligráfica y Documentoscopia y doctorando en Comunicación. Asimismo, cuenta con formación especializada en Gestión Cultural y Edición Profesional.

Escritora galardonada en poesía y relato, en el terreno novelístico destaca con los títulos Equinoccio y Cambio de Rasante, adaptados al sistema braille y traducidos al inglés.

Desde el año 2016 ostenta la dirección del grupo cultural Tierra Trivium coordinando la colección «Sangre y Tinta».

En la actualidad dirige el máster en Periodismo de Investigación y Crónica Negra (UDIMA) y ejerce docencia universitaria en Ciencias Jurídicas y Sociales (URJC). Además, es profesora de escritura creativa en materia de ficción criminal.

El 24 de enero del año 2003, Alfredo Galán Sotillo salió de su casa con la intención de dar una vuelta por Madrid y, cuando encontrara una condición favorable, matar a alguien. A cualquiera. Al llegar a una calle céntrica vio una portería abierta y entró. Allí encontró a un hombre dando de comer a su hijo pequeño. Le pidió que se arrodillara y, ante la mirada del niño, lo ejecutó.

Aquella fue la primera de las nueve víctimas del que se convertiría en uno de los criminales en serie más buscados en España, apodado por la prensa como el Asesino de la Baraja.

Armado con una pistola Tokarev TT-33 que trajo a España de su paso como militar por Bosnia, y a pesar de un exhaustivo seguimiento por parte de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, un cúmulo de casualidades lograron que eludiera la justicia.

El 3 de julio del 2003 decidió entregarse en la comisaría de la Policía Local de Puertollano. El lugar que le vio nacer.

Tras cambiar sus declaraciones en varias ocasiones, Alfredo Galán Sotillo fue condenado a un pago de 609.182 euros por daños morales y lesiones, así como a una pena de prisión de ciento cuarenta y dos años. En menos de diez años estará libre.

LA MUERTE ENUN NAIPE

Primera edición: Mayo del 2021

Para Josep Forment, siempre con nosotros

© Jimena Tierra, 2021

© de la presente edición, 2021, Editorial Alrevés, S.L.

Directora de la colección: Marta Robles

Diseño de la colección: Ernest Mateu

Editorial Alrevés, S.L.

Carrer de València, 241 4rt - 08007 Barcelona

www.alreveseditorial.com

ISBN: 978-84-17847-99-9

Código IBIC: BTC

Producción del ePub: booqlab

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización por escrito de los titulares del «Copyright», la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro, comprendiendo la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo públicos. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal). Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.

LA MUERTE ENUN NAIPE

— Jimena Tierra —

Colección dirigida y coordinada por

Marta Robles

— Barcelona 2021 —

 

 

In memoriam

JUAN FRANCISCO L., JUAN CARLOS M.,MIKEL J., JUANA DOLORES U.,GHEORGHE M., DOINA M.Y ANAHID C.

A los infortunados sobrevivientes

— . —

— Índice —

Prólogo

Ciertas anotaciones

GRUPO X DE HOMICIDIOSBRIGADA POLICIAL DE LA POLICÍA JUDICIALJEFATURA SUPERIOR DE POLICÍA - MADRID

1.    Viernes, 24 de enero

2.    El ojo en la mirilla

3.    Un hombre normal

4.    Dial M for Murder

5.    Miércoles, 5 de febrero

6.    Déjà vu

7.    Asesino con firma

8.    Sin conciencia

9.    Ritual

10.   Instinto de supervivencia

GRUPO DE HOMICIDIOS DE LA UNIDADORGÁNICA DE LA POLICÍA JUDICIALGUARDIA CIVIL

11.  Viernes, 7 de marzo

12.  Operación Ecuador

13.  Suposiciones

14.  Sombras ilusorias

15.  Encajando piezas

16.  Martes, 18 de marzo

GRUPO DE COLABORACIÓN ENTRE CUERPO NACIONAL DE POLICÍA Y GUARDIA CIVIL

17.  Vinculados

18.  Red Herrings

19.  Lo tenemos

20.  Cuatro

21.  Forma de andar

22.  Seis

23.  ¿Será él?

Agradecimientos

— Prólogo —

PARA MATAR NO HACE FALTA SER MALO...

Siempre me he preguntado qué resulta más temible, si el asesino que mata por celos, venganza o cualquier motivo concreto, o aquel otro que carece por completo de razones para matar y un buen día descubre que nada le resulta más placentero ni le otorga más poder que ser capaz de hacerlo. Desde hace tiempo tengo claro que este segundo ejemplar es mucho más aterrador que el primero. Porque si es cierto que el ser humano llevado al límite por cualquier circunstancia se puede convertir en alimaña, al menos queda el consuelo de creer que, si nadie lo pone en una situación extrema, también puede ser una buena persona durante toda su vida. Sin embargo, hay hombres y mujeres que, con independencia de dónde se encuentren o de cómo sea su existencia, desarrollan esa siempre tan incomprensible maldad injustificada. Puede que, rebuscando en ellos, los expertos acaben por encontrar, qué sé yo, la muerte de su animal de compañía o la de su progenitor, o una mala experiencia escolar, y concluyan que tal o cual «siniestro» episodio los llevaron a construir esos monstruos en los que se convirtieron, pero... la realidad es que hay personas malvadas como también las hay bondadosas. Como muestra, Alfredo Galán Sotillo, alias el Asesino de la Baraja. El mismo tipo que se cargó a seis personas con la Tokarev de sus tiempos de Bosnia... «Ah, claro —dirán muchos de ustedes—, Bosnia lo dejaría tan afectado como para ir por ahí disparando a cualquiera. De hecho, dijeron que tuvo muchos sufrimientos mentales y que había dejado de medicarse...» Es curioso cómo somos capaces de encontrarle explicación al mal. Aunque carezca de ella. Es muy duro aceptar que ni siquiera los propios naipes que abandonaba este asesino junto a sus víctimas obedecían a un plan. Hasta ese curioso detalle, como a las propias víctimas, lo eligió el azar. Seis, ni más ni menos. Otras tres salvaron milagrosamente la vida. Por pura suerte.

Es cierto que la madre de Galán murió siendo él un niño. Y también que fue un mal estudiante con mal carácter y algo introvertido, pero... ¿eso lo convertía en un asesino en potencia? ¿Cuántos otros hombres y mujeres han sufrido reveses mucho más terribles y no han matado a nadie? Este tipo mató porque un buen día pensó que podía salir a la calle y hacerlo, y deseaba saber qué sensación le causaba.

Lo más escalofriante de este caso, recogido con singular y estremecedora maestría por Jimena Tierra, en las páginas que van a leer a continuación, es esa inexplicable frialdad, esa maldad congénita que aguardaba en el interior de este hombre hasta que emergió a su exterior, sin motivo, solo porque la Diosa Fortuna lo decidió.

Galán se entregó, borracho, harto de jugar y preocupado porque alguien acabara adjudicando su «obra» a otro. Era lo único que le preocupaba. Si todo el caso resultó inquietante desde el principio, como van a descubrir, más aún lo fue una de las contundentes declaraciones del condenado: «Para matar no hace falta ser malo —declaró sin un ápice de arrepentimiento—, uno puede ser bueno y matar». ¿Así que ni siquiera se necesita ser malo para dejar actuar a la propia maldad? No me digan que no da miedo...

MARTA ROBLES

CIERTAS ANOTACIONES

Alfredo Galán Sotillo, apodado por la prensa como el Asesino de la Baraja, en la Comunidad de Madrid ejecutó a seis personas y lo intentó con otras tres. Mató a sus víctimas con una pistola Tokarev TT-33 que se trajo a España tras su paso como militar por Bosnia. Después de un exhaustivo seguimiento por parte de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, él mismo se entregó en el cuartel de la Policía Local de Puertollano el día 3 de julio del 2003.

A pesar de mi solicitud formal a Instituciones Penitenciarias, el criminal se ha negado a toda visita ajena. El texto tendrá como base sus propias declaraciones a través de las diligencias judiciales, la intervención del teniente de la Guardia Civil que llevó a cabo la investigación, manifestaciones de algunos miembros de la Policía Científica que participaron en la misión, actas sumariales y la propia sentencia condenatoria por parte de la Audiencia Provincial de Madrid. Todos los diálogos y maniobras expuestos en el manuscrito tuvieron cabida de manera literal.

Han sido publicados muchos de los nombres reales por la prensa informativa y documentales audiovisuales. Sin embargo, en la elaboración del libro se han omitido los apellidos de las víctimas y sustituido los nombres de pila de la inmensa mayoría de las fuentes consultadas con el propósito de guardar su anonimato. A excepción de D. Jesús Rubio López, capitán de la Guardia Civil jubilado y quien, en su momento, hizo un seguimiento íntegro del caso hasta su conclusión. Sin su esencial participación en aquel entonces ni su colaboración actual, este libro no tendría cabida.

Tras cambiar sus declaraciones en varias ocasiones, el Asesino de la Baraja fue condenado a un pago de 609.182 euros por daños morales y lesiones para las víctimas supervivientes y los familiares de las fallecidas, así como a una pena de prisión de ciento cuarenta y dos años. El arma con la que ejecutó sus crímenes, hasta la fecha, permanece en paradero desconocido.

En la actualidad cumple sentencia en el penal de máxima seguridad de Herrera de la Mancha (Ciudad Real). En menos de diez años quedará libre.

— . —

GRUPO X DE HOMICIDIOS

BRIGADA POLICIALDE LA POLICÍA JUDICIAL

JEFATURA SUPERIORDE POLICÍA - MADRID

 

 

 

La pauta total de la personalidad del psicópata es diferente de la del delincuente normal. Su agresión es más intensa, su impulsividad más pronunciada, sus reacciones emocionales más superficiales.Sus sentimientos de culpa, sin embargo, son su rasgo más distintivo.El delincuente normal tiene un sistema de valores interno, aunque no sea el correcto. Si viola su sistema, se siente culpable.

MCCORD Y MCCORD,The Psychopath: An essay on the Criminal Mind.

— . —

— CAPÍTULO 1 —

VIERNES, 24 DE ENERO

—El 24 de enero salí de casa por la mañana. Iba en mi Renault Megane, 6363 BSH, gris metalizado, con la intención de dar una vuelta por Madrid. Aparqué en una calle céntrica. Luego supe que era Alonso Cano. Empecé a andar pensando que, cuando encontrara una condición favorable, mataría a alguien. Cogí la pistola que llevaba debajo del asiento del coche. Sobre las doce y media de la mañana vi una portería abierta, en el número 89, de color marrón. Entré hasta el salón y vi a un hombre con un mono azul. Se quedó mirándome y yo saqué la pistola del bolsillo derecho de la chaqueta del chándal. A la izquierda había un niño de tres o cuatro años, sentado en una mesa. Estaba comiendo. Dirigí el arma a la cabeza del hombre y le dije: «De rodillas y mirando a la pared». El hombre, sin articular palabra, obedeció, mientras el niño observaba la escena. Puse la pistola a cuatro centímetros de la cabeza y apreté el gatillo. Se efectuó la percusión pero la bala no salió, por lo que monté de nuevo el arma. El hombre se dio cuenta de que iba a disparar y me dijo: «No, por favor». Yo volví a apretar el gatillo y cayó fulminado.

ALFREDO GALÁN SOTILLO

Elena del Carmen C. M. no se sorprendió al encontrar la puerta abierta de su domicilio. Junto con su pareja y su hijo, vivía desde hacía años en la portería del número 89 de la calle Alonso Cano y era habitual que cualquiera de ellos la dejara entornada para realizar gestiones rutinarias como atender a algún vecino o sacar las basuras. El sollozo del pequeño Alberto le hizo acelerar el paso hasta llegar al salón y allí fue donde lo encontró. Juan Francisco L. L. yacía tirado boca abajo e inmóvil sobre un charco de sangre. Estaba inconsciente. El niño, de dos años y medio, colocado en su silla infantil amarilla, con el vaso de ColaCao y su pajita a medio beber y el orinal de plástico en el suelo, no encontraba consuelo.

—Me he asustado mucho, ¡papá se ha caído y no se quiere levantar!

Elena del Carmen debía actuar con celeridad. Lo primero que le vino a la cabeza fue avisar a José María M. A. pensando que, al ser cirujano, aunque retirado, podría echarle una mano. El vecino bajó de inmediato a la portería, movió el cuerpo e intentó reanimar a su marido. Al constatar que nada podía hacerse por él, Elena del Carmen marcó el 061 dando la voz de alarma. Un equipo del IMSALUD salió escopetado de la calle Espronceda y, en menos de cinco minutos, se presentaron en la finca un médico y una enfermera. El cuerpo de Juan Francisco no tenía pulso.

—A bote pronto puede tratarse de una hemorragia interna que le ha producido un vómito de sangre. Vamos a avisar a la policía. Después, es muy probable que tengamos que llevárnoslo para que sea examinado. Ahora mismo, lo más importante es que no lo toque y trate de calmar al bebé. ¿Puede quedarse con algún pariente?

Eran más allá de las doce de la mañana del 24 de enero del 2003. Viernes laborable y el denso tráfico acostumbrado recorriendo las venas del centro de la capital. La noticia de la muerte de Juan Francisco L. L. había corrido como la pólvora entre familiares, amigos y vecinos, que se fueron acercando a la zona complicando el paso a los agentes. Los municipales se personaron en el domicilio y, al ver la situación, automáticamente dieron cuenta de ella al 091, a una patrulla del Grupo X de Homicidios del Cuerpo Nacional de Policía, funcionarios de Delitos Violentos, que no tardó en aparecer sembrando solemnidad a su paso. El inspector Comesaña se dirigió a la viuda con todo el tacto que pudo. Estaba acostumbrado a este tipo de situaciones, por duras que resultasen, y era consciente de que, en un caso de esta índole, es esencial hablar con los primeros testigos, aquellos que han hallado el cuerpo y pueden aportar información descontaminada de primera mano, opiniones vírgenes no alteradas por terceros. Aunque, dada la visible algarabía, preveía dificultad en su labor. A pesar de haberla trasladado a otra habitación para evitar estar en presencia del cuerpo, Elena del Carmen permanecía en estado de shock, sobrepasada por la situación.

Los agentes pidieron a los curiosos que salieran de la vivienda y la analizaron palmo a palmo. La puerta no presentaba signos de haber sido forzada. Rebasando la entrada, se accedía a un pequeño recibidor por el que, a través de un corto pasillo situado a la derecha, se accedía al baño y a una pequeña habitación de escasas dimensiones que constaba de una cama y dos armarios. Estaban perfectamente ordenados. Hacia el lado izquierdo se entraba en el salón, desde el que se iba a la cocina y a otra habitación en la que había dos camas pequeñas, una cuna, un armario, una estantería, una coqueta. Nada parecía haber sido manipulado.

Dentro del salón, también en orden, había un mueble bar, un colorido cuadro sobre un sofá lleno de cojines y, junto a él, una mesa con un ordenador apagado y un cenicero con los restos de un pitillo Fortuna. En la pared de la derecha a la puerta de entrada se ubicaba un aparador y, en el muro de la izquierda, varias sillas con ropa apilada y una mesa camilla que dificultaba el acceso a la cocina. En posición perpendicular a una boiserie de madera, con la cabeza a la altura de los cajones inferiores y en posición decúbito supino, estaba el cadáver. Un varón de aproximadamente metro setenta y cinco de estatura, pelo cano con entradas y bigote. Presentaba un vendaje en la mano izquierda. Vestía cazadora bomber negra, con el forro interior de color verde y de cuyo bolsillo asomaba un vigilabebés. Deportivas y calcetines blancos, un mono azul de trabajo bajo el que se dejaba entrever una camiseta roja y otra blanca, además de un cinturón de sujeción lumbar, con doble hebilla, desabrochado.

La inspectora jefe García-Casado, encargada de la dirección de Homicidios, así como el médico forense, hicieron su aparición minutos después. García-Casado observó con aprobación a todo un equipo moviéndose a la velocidad de la luz y acompañó al antropólogo en el examen superficial del cadáver. Lo primero que apreciaron fue un intenso hematoma en el ojo derecho de la víctima.

—Ha sangrado abundantemente por la nariz y por el ojo. No así por la boca. Tiene herida en el ángulo interno. Calculo que la muerte ha podido producirse hace tres horas y media o cuatro.

Con sumo cuidado, giraron el cuerpo colocándolo boca abajo. Precisamente, así era como lo habían encontrado Elena del Carmen y el cirujano José María M. A. antes de manipularlo para intentar su reanimación. El médico forense no tardó en apreciar un agujero en la base del cráneo, del que manaba sangre.

—Parece una herida incisiva que le ha roto el hueso. Hay que ver lo que dice la autopsia, pero apuesto a que se trata de etiología homicida. Hay pequeños cristales en el cuerpo. Podrían ser de unas gafas, o algo similar.

Uno de los agentes informó a la inspectora jefe que encima de la sillita de plástico del bebé había unas gafas graduadas a las que les faltaba el cristal derecho. Estaban manchadas de sangre.

La zona fue acordonada de inmediato y uno de los agentes se quedó fuera interrogando a los vecinos. Los técnicos de la Científica ya habían activado el protocolo de la inspección técnico-ocular y comenzaban a fotografiar la escena inmortalizando cada vestigio. Resulta crucial perpetuar la ubicación y el estado de cada objeto ya que, a diferencia de la volatilidad de la memoria, los retratos son fieles a la realidad. Y, lamentablemente, el peso de la burocracia judicial puede dar lugar a que un proceso se celebre varios años después del hecho acontecido. Un tiempo que, de forma inevitable, influye en el recuerdo humano.

En la cocina había dos sillas, tres vasos sucios en el interior del fregadero y el resto de enseres perfectamente colocados. Comesaña se fijó en medio cigarrillo apagado sobre el suelo. Marca Rex. Elena del Carmen se sorprendió. Su marido tenía muchas manías, pero no iba echando colillas sobre el parqué.

—Mi esposo fumaba Marlboro y Fortuna.

Comesaña llamó a un compañero para que colocara un hito junto al indicio. Este lo fotografió y lo recogió cuidadosamente con unas pinzas para evitar contaminarlo dejando cualquier tipo de marca. Lo introdujo en una pequeña bolsa y lo marcó debidamente para su envío al laboratorio de biología. Porque ese indicio, una vez analizado el ADN del filtro e introducido en la base de datos, podría transformarse en evidencia si coincidía con alguno de los previamente ya registrados en el sistema.

La comitiva judicial entraba en el domicilio cuando García-Casado le preguntó a Comesaña por la persona que había encontrado el cadáver. Necesitaba hablar con ella y ahondar en sus recuerdos más inmediatos. Saber si había visto u oído algo anómalo, conocer exactamente de dónde venía y adónde iba, analizar puntualmente cada uno de sus pasos hasta la llegada del Grupo. El agente le informó de los pocos datos aportados por Elena del Carmen, que se encontraba trabajando en la calle Robledillo cuando ocurrió todo. También enumeró cada uno de los movimientos realizados hasta la llegada de la inspectora jefe. Al parecer, ninguna de las personas arremolinadas en la puerta había visto u oído nada extraño. Ninguna cara desconocida. Ningún grito, ningún golpe. Ni siquiera una posible detonación. Uno de ellos había recordado que hacía ocho años Juan Francisco fue uno de los testigos del asesinato de la octogenaria Mercedes D. S. a manos de su joven cuidadora francesa en la quinta planta de ese mismo edificio. Al parecer, la victimaria pertenecía a una secta y, a pesar de que fue trasladada a dependencias policiales, inmediatamente tuvo que ser llevada por los facultativos del SAMUR a la Unidad de Psiquiatría del hospital Clínico con un fuerte shock nervioso. Juan Francisco, que, por aquel entonces, ya trabajaba en la portería de la finca, fue entrevistado por los medios de comunicación y aportó su opinión al respecto sin especial cautela. García-Casado escuchó con atención al agente, pero no consideró oportuno darle mayor relevancia.

El secretario judicial levantó acta mientras el cuerpo era cubierto con una manta térmica y trasladado al Instituto Anatómico Forense —Diligencias Procedimiento Abreviado 1466/2003—. García-Casado se dirigió a la viuda para preguntarle si tenía alguna idea de lo que podía haber sucedido.

—Mi marido es una persona muy segura y no deja entrar a nadie en casa. Desde luego, jamás pondría en peligro la vida de su hijo. Tampoco tiene ningún enemigo.

La inspectora jefe miró en derredor y observó el árbol de Navidad radiante de bolas y guirnaldas a pesar de estar prácticamente en el mes de febrero. La puerta no había sido forzada. Tampoco era algo llamativo en exceso, puesto que Elena del Carmen había comentado que era habitual que la dejaran entreabierta. Sin embargo, había una cartera y tres billetes sobre el mueble del salón, junto con algunos sobres cerrados. Era evidente que no se trataba de un robo.

La vivienda se había convertido en un escenario plagado de desconocidos moviéndose de un lado a otro, indagando en la intimidad de aquella familia destrozada. En uno de los cajones de la mesilla de noche encontraron una cajita metálica cerrada y, tras forzarla en presencia y con autorización de la viuda, los agentes hallaron unos tres mil dólares que el juez consideraría oportuno no requisar, de igual modo que las libretas de las cuentas corrientes que compartían Juan Francisco y Elena del Carmen.

García-Casado esperó novedades que no tardaron en aparecer. Dada la gravedad de la circunstancia, estaban interviniendo multitud de agentes pertenecientes a los Grupos V y X de Homicidios, y la inspectora jefe confiaba plenamente en sus aptitudes. Uno de los funcionarios encontró una vaina debajo de uno de los cojines del sofá, así como fragmentos de los herrajes del mueble de madera. Concretamente, de los tiradores. Tres de ellos estaban fracturados. Ahora solo quedaba dar con el proyectil.

El técnico guardó el casquillo en su bolsa correspondiente sin dejar ningún tipo de marca sobre el mismo. García-Casado leyó las facturas de suministros que estaban en el aparador con autorización de Elena del Carmen. La viuda de Juan Francisco L. L. estaba dispuesta a colaborar en todo cuanto fuera necesario. Uno de ellos era un recibo de la compañía telefónica Aunacable. La inspectora jefe solicitó a Comesaña que fuera pidiendo una orden judicial para solicitar a Madritel un listado detallado de las llamadas entrantes y salientes del número 91 535 XX XX perteneciente a la víctima, entre el 1 de noviembre del pasado año hasta el día 25 del mes en curso.

Con autorización de la viuda se mira el vehículo del finado: BMW 325, matrícula M-716X-XX; el cuarto destinado a la portería; y el cuarto de máquinas del inmueble, todo ello con resultado NEGATIVO.

El complejo policial de Canillas no era consciente de hasta qué punto aumentaría el trabajo de cada departamento durante los meses sucesivos. García-Casado se dirigió a la viuda buscando una empatía difícil de alcanzar y le preguntó exactamente por las funciones que realizaba su marido. Elena del Carmen las enumeró una por una. Entre ellas, la selección de la correspondencia y buzoneo en la finca.

La inspectora encargó a un agente que localizara a la funcionaria de Correos con la esperanza de que aportara alguna información adicional. Además, solicitó que alguien se encargara de interrogar a todos los vecinos que habían visto aquella mañana a Juan Francisco. Necesitaba conocer en qué estado se encontraba, de qué habían hablado, cómo había sido su comportamiento. Era una pieza clave analizar sus últimos movimientos. Cualquier detalle nimio podría llegar a ser crucial.

García-Casado le explicó a Elena del Carmen la necesidad de tomarle declaración en comisaría y practicarle una prueba de residuos de disparo en jefatura. La avenida Doctor Federico Rubio y Galí, n.º 55, estaba relativamente cerca en coche y era una formalidad tan indispensable como inocua. Como era de esperar, considerando su ánimo de colaborar a lo largo de toda la investigación, la viuda asintió sin necesidad de solicitar una orden al juzgado. De hecho, autorizó al Grupo a realizar cuantas visitas a la vivienda requiriesen para comprobar lo que fuera preciso.

—Vi a una cartera y pensé que, si se introducía en un portal, sería una víctima totalmente indefensa y un buen objetivo. Sin embargo, no se metió en el inmueble. Así que desistí.

Uno de los uniformados se dirigió a la inspectora jefe sosteniendo varias fotografías en las manos y la llevó a un apartado. En ellas aparecían diferentes mujeres jóvenes con rasgos sudamericanos, posiblemente tomadas en el domicilio del fallecido. Todas, semidesnudas. Ninguna era Elena del Carmen. García-Casado no se sorprendió lo más mínimo. Las incluirían en la investigación. Como todo lo demás.

— . —

— CAPÍTULO 2 —

EL OJO EN LA MIRILLA

—Estaba sentado junto a la tele, se me ocurrió y ya está. Era matar por matar.

ALFREDO GALÁN SOTILLO

El derecho a la intimidad personal y a la propia imagen forman parte de los bienes de la personalidad protegidos por el Código Penal y la propia Constitución Española. Concretamente, el artículo 18 garantiza el derecho al honor, a la intimidad personal y familiar y a la propia imagen quedando sustraídos a intromisiones extrañas, destacando la necesaria protección frente al creciente desarrollo de los medios y procedimientos de captación, divulgación y difusión de la imagen y de datos y circunstancias que pertenecen a la intimidad. Y, por «intimidad», el Tribunal Supremo viene entendiendo diversos conceptos que coinciden en la existencia de una esfera de privacidad que cabe considerar secreto en el sentido de ser facultad de la persona su exclusión del conocimiento de terceros.

La protección de estos bienes es tan potente que limita la actuación indiscriminada de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado. Incluso en la investigación de un crimen, si alguna de las decisiones indagatorias transgrede el derecho a la intimidad, deben inexcusablemente solicitar una orden al juez competente, que ha de ser quien determine la necesidad de esas gestiones en el ejercicio de sus funciones y apruebe esa violación concreta de la privacidad personal.

Afortunadamente, es habitual la buena conexión entre ambas instituciones puesto que buscan un mismo objetivo: averiguar la verdad. Espiar las conversaciones telefónicas o averiguar qué terminales han estado bajo un receptor en un espacio y tiempo concretos; entrar en un domicilio, abrir cajones y sobres, precintarlo; incautar documentos u objetos que puedan considerarse de cierta utilidad; indagar en las posibles grabaciones de la zona que hayan realizado cámaras de tráfico o entidades financieras.

El derecho a la intimidad, ante la existencia de un supuesto comportamiento ilícito, pasa a un segundo plano en función de la necesidad social existente. Aunque no por ello el hecho de que los sabuesos deban verse obligados a pedir aquiescencia a una instancia ajena deja de ser un trámite burocrático que entorpece sus movimientos.

Dicho esto, resulta curioso que los medios de comunicación tengan la facultad de soslayar la frontera de la privacidad priorizando el derecho a la información hasta aportar nombres y apellidos completos de los implicados, datos objetivos o interpretados a la ciudadanía. De hecho, a pesar de que en este texto no vienen reflejados, la identificación de las víctimas fue publicada íntegramente en diferentes medios impidiendo que una de las supervivientes adquiriese la condición de testigo protegida.

A eso de las seis de la tarde del 24 de enero del 2003, la portería de la calle Alonso Cano, n.º 89, continuaba con mayor actividad que nunca. Cada segundo cuenta en una investigación criminal y nadie puede permitirse el lujo de perderlo. Los agentes fueron interrogando, uno a uno, a todos los vecinos que habían visto aquella mañana a Juan Francisco L. L. A sus amigos. A sus familiares. A sus allegados. Ningún conocido debía quedar libre de una primera toma de contacto con el Cuerpo Nacional de Policía. Durase lo que durase.

Ante una circunstancia de este calibre, la inspectora jefe conocía la importancia de analizar el perfil victimológico de Juan Francisco. Por qué había sido elegido él y no otro. Qué es lo que lo hacía especial para su asesino. Y esa información únicamente la iban a extraer escudriñando la intimidad de la víctima desde una posición retrospectiva que partía de los momentos previos a su muerte y abarcaba hasta cuanto fuera preciso.

García-Casado, orden judicial en mano, declaró el precinto oficial de la vivienda y pidió a Elena del Carmen todas las llaves habidas en su poder. También procedió a la incautación de dos tarjetas de establecimientos comerciales, una factura del número de teléfono de la finca en el período comprendido entre el 25 de septiembre y el 24 de octubre, un trozo de papel en el que figuraba anotado a bolígrafo un nombre y un número de cuenta del Banco de Comercio de San Sebastián de los Reyes, y una agenda con las tapas de color marrón perteneciente a Juan Francisco. También se llevó una libreta del Banco Central Hispano, otra del BBVA y otra del Banco Guipuzcoano con el propósito de estudiar los movimientos bancarios reflejados con anterioridad.

Elena del Carmen no recobraba la serenidad en la sala de interrogatorios y la inspectora jefe le ofreció un té caliente para templarla. Los habitáculos en que la policía toma declaración a sus «invitados» lo son todo menos entrañables. Analizando los ojos vidriosos de la mujer ecuatoriana menuda y morena que tenía frente a ella, García-Casado podía ver a la legua que la reciente viuda no estaba relacionada con el crimen, aunque era algo que requería de corroboración inmediata. Hizo hincapié en que el único propósito de aquella charla era encontrar respuestas respecto al homicidio de Juan Francisco L. L. y le rogó sinceridad absoluta a su interlocutora. Le preocupaba que, si tenía algún problema con el papeleo respecto a su nacionalidad o alguna cuenta pendiente con la justicia, ocultara alguna información crucial para las pesquisas que acababan de comenzar. No era la primera vez que le ocurría, de manera que se mostró cristalina al respecto. Elena del Carmen C. M. iba a ser interrogada como testigo. Ninguna información aportada sería empleada en otro objeto que no fuera el de Alonso Cano, n.º 89. Conectó la grabadora para no perder detalle y dirigió el rumbo de la conversación comenzando a preguntarle por el tiempo que llevaba en España y desde hacía cuánto conocía a la víctima.

La ecuatoriana se mostró tan dispuesta en aquel instante como lo había estado a lo largo del día. No aparentaba temor, sino cansancio. Como si estuviera ante una confesión eclesiástica, no necesitó más preguntas para recorrer cada segundo de su pasado de la mano de aquella desconocida cuya única intención era la búsqueda desesperada de respuestas. Explicó que había dejado Ecuador en 1996 y conoció a Paco ese mismo año. Así es como se refería a él y García-Casado lo tuvo en cuenta. Se lo había presentado una compatriota llamada Adriana. Un año después tomaron la decisión de contraer matrimonio civil en la tierra de Elena del Carmen y establecieron su residencia en Madrid, en la calle Alonso Cano, n.º 89, donde él trabajaba como portero percibiendo una nómina de ciento treinta o ciento cuarenta mil pesetas. Era algo que habían acordado previamente. Juan Francisco estaba divorciado desde hacía unos seis años y tenía a todos sus hijos en España.

García-Casado le preguntó por las aficiones y manías del fallecido. Especialmente, cuando acababa su labor en la portería de la finca. Elena del Carmen, entonces, con una actitud conmiserativa que la inspectora jefe nunca había llegado a comprender a pesar del elevado número de situaciones similares que se había visto obligada a afrontar, soltó la primera bomba para la investigación.

La dicente tenía conocimiento de que su marido había sido alcohólico antes de conocerla a ella, si bien gracias a la Asociación de Alcohólicos Anónimos había logrado dejarlo hasta que hace unos dos años aproximadamente comenzó a salir y a tomar cervezas, argumentando a la deponente como justificación que necesitaba salir para dejar el ambiente del trabajo y la casa, saliendo durante el primer año una vez que terminaba su jornada laboral, sobre las ocho de la tarde, y regresando al principio sobre las once o doce de la noche, permaneciendo así durante varios meses.

La inspectora jefe tomó nota y se esforzó en controlar el excesivo interés que denotaba aquella información. La ecuatoriana explicó que la gota que colmó el vaso fue cuando la víctima empezó a llegar a la hora de trabajar ebrio y se volvía a marchar después de desempeñar su actividad laboral sin siquiera pasar por el domicilio conyugal. Al parecer, estaba completamente abatido por la vida y era incapaz de controlar sus impulsos respecto a la necesidad de ingerir alcohol. Sabía que, si no cortaba con aquella actuación de manera urgente, perdería la portería. Y era consciente de las implicaciones negativas que tendría deshacerse de su medio de vida.