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¿Conseguiría Gabriella todo lo que siempre había soñado? Chance McDaniel lo había tenido todo muy difícil desde que su mejor amigo lo había traicionado. El escándalo ya había estallado cuando apareció en escena Gabriella del Toro, la hermana de su amigo. La suerte de Chance estaba a punto de cambiar. Deseaba a aquella mujer bella e inocente y, de repente, seducirla se convirtió en su prioridad. Gabriella, que había crecido sobreprotegida y siempre había querido más, vio en aquel rico ranchero la oportunidad de ser libre. ¿Sería capaz de evitar la telaraña de engaños tejida por su propia familia?
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Seitenzahl: 184
Veröffentlichungsjahr: 2015
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2014 Harlequin Books S.A.
© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Los deseos de Chance, n.º 120 - agosto 2015
Título original: What a Rancher Wants
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-6819-9
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Capítulo Trece
Capítulo Catorce
Capítulo Quince
Capítulo Dieciséis
Si te ha gustado este libro…
–¡Dios mío! –susurró Gabriella del Toro.
Se acababa de cortar con el abrelatas. ¿Qué más le podía salir mal?
Su guardaespaldas, Joaquín, que estaba sentado a la mesa del desayuno, levantó la vista.
–Estoy bien –aseguró ella–. Es solo un corte.
Se miró la herida. No había pensado que preparar el desayuno de su hermano Alejandro pudiese ser tan complicado, pero en aquellos momentos todo era difícil. En Las Cruces, la finca que la familia Del Toro tenía al oeste de Ciudad de México, nunca había preparado nada más que té o café. La cocinera se había encargado siempre de las comidas y nadie había pensado en enseñarla a cocinar, salvo en una ocasión su tía, que había intentado enseñarle a hacer tortillas.
Pero la última vez que su padre los había llevado a ver a la hermana de su madre ella tenía siete años; habían pasado veinte.
Se limpió el corte bajo el chorro de agua del fregadero y se envolvió el dedo en una toalla mientras pensaba que era la hija de Rodrigo del Toro, uno de los hombres de negocios más poderosos de México. Además, era una de las diseñadoras de joyas más aclamadas de Ciudad de México. Transformaba trozos de metal y piedras preciosas en bonitas en joyas de inspiración maya.
Pero en aquel instante era el estereotipo de la típica heredera. Oyó levantarse a Joaquín y seguirla fuera de la cocina guardando las distancias. No había podido separarse de aquel hombre silencioso y corpulento desde que su padre lo había contratado para protegerla cuando Gabriella tenía trece años. Ahora tenía veintisiete, Joaquín Baptiste debía de rondar los cuarenta, y parecía estar más preocupado por su felicidad que su propio padre, e incluso que su hermano. Jamás había permitido que nadie le hiciese daño. El único problema era que salir con chicos teniéndolo tan cerca era complicado.
Gabriella fue al cuarto de baño a buscar una caja de tiritas mientras se lamentaba en silencio de su torpeza. Se había cortado la yema del dedo índice y eso iba a impedir que pudiese trabajar el alambre que utilizaba para sus joyas.
No obstante, allí no tenía el material necesario para trabajar, no había podido llevarse todas sus herramientas y, además, había pensado que solo se quedarían en los Estados Unidos el tiempo necesario para recoger a Alejandro.
Su pobre hermano. Y su pobre padre. La familia Del Toro siempre había vivido con el miedo a los secuestros, pero todos habían pensado que Alejandro estaría seguro en Texas. En Estados Unidos, los secuestros no eran tan habituales como en México, dijo Alejandro cuando Rodrigo maquinó aquel plan para enviarlo a Estados Unidos a «investigar» la empresa energética que quería adquirir. Alejandro se había negado a que lo acompañase Carlos, su guardaespaldas, y había convencido a su padre de que le permitiese hacer las cosas al modo estadounidense.
Lo que Gabriella seguía sin poder creer era que su padre hubiese accedido a que Alejando viviese solo, como habría hecho un estadounidense. Alejandro había adoptado la identidad de Alex Santiago y había viajado solo para instalarse en Texas hacía mas de dos años.
Y Gabriella había sentido celos de él. También quería ser libre, pero su padre no se lo había permitido. Así que había tenido que quedarse en Las Cruces, bajo la atenta mirada de su padre… y de Joaquín.
Había sentido celos hasta que habían secuestrado a Alejandro. Los secuestradores no habían exigido un rescate desorbitado, como era habitual, sino que no habían dado señales de vida. No habían sabido nada de ellos, ni de Alejandro, hasta que este apareció en la parte trasera de un camión con un grupo de inmigrantes ilegales.
Los secuestradores no habían tratado bien a su hermano. A pesar de que se estaba recuperando de las heridas, había perdido la memoria, lo que significaba que no podía dar ninguna información sobre su desaparición a la policía. El caso estaba en punto muerto. Personalmente, Gabriella tenía la sensación de que, dado que su hermano había aparecido, la policía ya no estaba dedicando tantos esfuerzos a encontrar a los secuestradores. No obstante, le habían pedido a Alejandro que se quedase en el país. Y su hermano tampoco parecía querer marcharse de allí. Se pasaba el día en su habitación, descansando o viendo partidos de fútbol.
De hecho, lo único que parecía recordar era aquello, su amor por el fútbol. No se acordaba de ella ni de su padre. Y solo habían conseguido hacerlo reaccionar cuando su padre había anunciado que iban a volver los tres a Las Cruces. Alejandro había saltado inmediatamente, negándose a moverse de allí. Después, se había encerrado en su habitación.
Así que Rodrigo había decidido que se instalasen en las habitaciones que hasta entonces había ocupado Mia Hughes, el ama de llaves de Alejandro. Su padre seguía dirigiendo su empresa, Del Toro Energy, al tiempo que utilizaba sus múltiples recursos para intentar identificar a los culpables del secuestro de Alejandro. Rodrigo no iba a permitir que quedasen impunes. Y Gabriella tenía la esperanza de que, cuando los encontrase, no haría nada que pudiese terminar con su padre en una cárcel de Estados Unidos.
En cualquier caso, no sabía cuánto tiempo iban a tener que quedarse los tres en aquella casa.
Joaquín la estaba esperando fuera del baño mientras se curaba la herida, y no se separaría nunca de ella, sobre todo, después de que hubiesen secuestrado a su hermano.
Gabriella pensó que estaba en Estados Unidos, y eso ya era algo. Aunque solo había visto el pequeño aeropuerto privado en el que habían aterrizado, el hospital y la casa de su hermano.
Estaba deseando poder hacer algo más que esperar y, aunque jamás habría imaginado que pensaría aquello, echaba de menos Las Cruces. A pesar de no tener permitido salir de la finca, allí tenía más libertad de movimientos que en Royal. En Las Cruces podía charlar con las empleadas, trabajar en sus joyas e incluso montar a Ixchel, su caballo azteca, acompañada de Joaquín.
Desde que estaba en Texas lo único que había roto la monotonía habían sido las breves visitas de María, la señora de la limpieza de Alejandro; Nathan Battle, el sheriff local; y Bailey Collins, la investigadora que llevaba el caso de su hermano.
Sinceramente, Gabriella no sabía cuánto tiempo más iba a soportar aquello.
Se tapó el corte y oyó que llamaban a la puerta.
Tal vez fuese María. A Gabriella le gustaba charlar con ella. Era todo un alivio poder tener una conversación normal con otra mujer, aunque hablasen solo de nimiedades.
Salió del cuarto de baño con Joaquín pegado a los talones y el timbre volvió a sonar.
Gabriella pensó que no podía ser María, no era tan impaciente. Lo que significaba que debían de ser el sheriff o la investigadora, y que su padre se pasaría la tarde quejándose de las injusticias de los Estados Unidos.
Resignada, Gabriella se detuvo delante de la puerta e intentó calmar su respiración antes de abrir. Por el momento era la señora de la casa y lo mejor era dar una imagen positiva de la familia Del Toro. Se miró en el pequeño espejo que había en la entrada y sonrió. Ya había hecho de anfitriona durante las cenas de negocios que organizaba su padre y se sabía bien el papel.
La persona que había al otro lado de la puerta no era ni el sheriff Battle ni la agente Collins, sino un vaquero, un hombre alto, de hombros anchos, vestido con una chaqueta vieja, camisa gris oscura, pantalones y botas vaqueros. Nada más verla, se quitó el sombrero y se lo pegó al pecho.
Y Gabriella se dio cuenta de que tenía los ojos más verdes que había visto en toda su vida.
–Buenos días, señora –la saludó el hombre con voz ronca, sonriendo de medio lado, casi como si se alegrase de verla–. Me gustaría hablar con Alex, si es que quiere recibirme.
Ella se dio cuenta, demasiado tarde, de que lo estaba mirando fijamente. Tal vez fuese porque últimamente no había visto a nadie nuevo. Pero la manera de mirarla de aquel vaquero hizo que se quedase de piedra.
Él amplió la sonrisa y le tendió la mano.
–Soy Chance McDaniel, me parece que no he tenido el placer de conocerla, señorita…
Aquello fue como un jarro de agua fría. ¿Chance McDaniel? Gabriella sabía poco de él, pero, según el sheriff Battle y la agente Collins, Chance había sido muy amigo de Alejandro y también era uno de los sospechosos de su desaparición.
¿Qué estaba haciendo allí? Y, sobre todo, ¿qué iba a hacer ella al respecto?
A sus espaldas, Joaquín se metió la mano debajo de la chaqueta y ella lo miró para indicarle que no hiciese nada y después sonrió al recién llegado.
–Hola, señor McDaniel. ¿Quiere pasar? –preguntó, sin darle la mano.
Él se quedó inmóvil un instante, después bajó la mano y entró en la casa.
Chance vio a Joaquín y lo saludó:
–Buenas, señor.
Ella sonrió, su voz profunda le ponía la piel de gallina.
Joaquín no respondió. Se quedó inmóvil como una estatua, sin apartar la mirada del recién llegado.
Era evidente que Chance McDaniel conocía bien la casa, porque fue derecho al salón, hasta que se dio cuenta de lo que estaba haciendo y se detuvo para girarse y mirarla.
–Lo siento, pero no me he quedado con su nombre… –le dijo, recorriéndola con la mirada.
Gabriella vestía una camisa blanca, pantalones negros ajustados y un jersey color coral que contrastaba a la perfección con el collar turquesa que llevaba al cuello y los pendientes a juego. Él parecía estar preguntándose si era la nueva ama de llaves, y ella pensó que no todas las mujeres hispanas que iban a Estados Unidos trabajaban en el servicio doméstico.
Si aquel hombre no hubiese sido sospechoso de la desaparición de su hermano, se habría presentado inmediatamente, pero, dada la situación, prefirió hacerlo esperar.
–¿Quiere un té? –le preguntó en tono amable.
En vez de parecer molesto, puso la misma sonrisa que debía de emplear para conseguir que las mujeres cayesen rendidas a sus pies.
–Con mucho gusto, señora.
Gabriella le hizo un gesto para que entrase en el salón y luego se fue a la cocina. Solo tardó un par de minutos en preparar una bandeja con las tazas y unas galletas. Mientras tanto, se mantuvo atenta, pero no oyó ningún ruido, al parecer su padre no había oído el timbre, tal vez fuese mejor así.
Porque si el señor McDaniel tenía algo que ver con la desaparición de Alejandro, quizás ella pudiese sonsacarle algo. Mientras que si su padre llegaba haciendo acusaciones, no sabía cómo podía terminar la escena.
Tenía la certeza de que su padre se pondría furioso cuando se enterase de que McDaniel había estado allí y ella no lo había avisado, pero Gabriella sabía que era una buena conversadora y que era atractiva, así que pensó que podía ocuparse sola del visitante. Además, Joaquín estaría con ella, así que no corría ningún peligro.
Chance McDaniel estaba sentado enfrente de Joaquín, ambos en silencio, pero se puso en pie nada más ver que volvía Gabriella.
–Gracias por el té –le dijo.
Ella dejó la bandeja encima de la mesa, pero ninguno de los dos tomó su taza. En su lugar, Gabriella lo miro fijamente y no pudo evitar preguntarse qué clase de hombre sería.
Se sentó enfrente de él y Joaquín se colocó a sus espaldas.
Chance, por su parte, volvió a sentarse sin dejar de mirarla a la cara.
Gabriella fue consciente de que su presencia la ponía nerviosa. Chance había dejado el sombrero en un extremo de la mesa. Tenía el pelo corto y rubio, ondulado, e iba muy bien afeitado.
Lo vio moverse incómodo en su sillón y Gabriella pensó que era el momento de empezar a hablar, no fuese que su padre irrumpiese en la habitación decidido a vengar a su hijo.
–Es un placer conocerlo, señor McDaniel. Alejandro me ha hablado de usted.
Chance se ruborizó y a ella le pareció que se ponía todavía más atractivo.
–Soy Gabriella del Toro –añadió–. La hermana de Alejandro.
–No sabía que Alex tuviese una hermana –admitió él después de unos segundos de silencio–, aunque supongo que hay muchas cosas que no sé de él. Tampoco sabía que su nombre era Alejandro.
Luego miró a Joaquín.
–¿Usted también es su hermano? –le preguntó.
Gabriella se echó a reír.
–¿Joaquín? No, él es mi guardaespaldas. Como comprenderá, señor McDaniel, la familia Del Toro debe tomar todas las precauciones posibles.
Él asintió.
–¿Qué tal está Alex? –añadió, pasándose una mano por el pelo–. Tenía la esperanza de poder hablar con él, si es que quiere verme.
–Alejandro todavía se está recuperando.
Luego se giró hacia Joaquín y le preguntó en francés:
–Devrions–nous dire à papa première ou Alejandro qu’il est ici?
Había decidido hablar francés para preguntarle a Joaquín si debían avisar primero a su padre o a Alejandro de la visita porque imaginaba que el ranchero no hablaría esa lengua, pero la sorprendió al responder con un acento horrible:
–Je peux dit moi.
Gabriella creyó entender que proponía avisar él personalmente de su llegada.
Volvió a sonreír.
–Habla francés.
Chance volvió a ruborizarse.
–No tan bien como usted, pero sí, estudié francés en el instituto. No obstante, hablo español mucho mejor.
Gabriella se sintió impresionada. Un texano que hablaba español, un poco de francés y que, además, tenía sentido del humor y era educado.
Entendió que su hermano fuese amigo suyo. A Alejandro le gustaban las personas amables y de trato fácil. Y a ella también.
Se preguntó qué clase de vaquero era Chance McDaniel. ¿Sabría montar a caballo? Le miró las manos. Estaban limpias, pero parecían ásperas. Era un hombre al que no le daba miedo el trabajo duro.
Gabriella se estremeció. Pensó que Chance McDaniel no se daría cuenta, pero vio que su mirada cambiaba, se volvía más profunda.
Y en ese instante supo que sí que era una amenaza. Aunque más para ella que para su hermano. Porque no había esperado que aquel hombre la mirase así.
Así que Alex tenía una hermana. Otra mentira más.
Chance quería estar furioso con el que había sido su amigo, pero no lo consiguió. En su lugar, se perdió en aquellos ojos de color chocolate.
Gabriella del Toro. Deseó decir su nombre en voz alta, pero no lo hizo. El tipo que había de pie detrás de ella era capaz de matarlo.
Se dijo que tenía que serenarse. Sabía que la familia Del Toro llevaba varias semanas en casa de Alex, Nathan Battle se lo había contado mientras se tomaban una copa juntos en el Club de Ganaderos de Texas. Pero no había oído ningún otro rumor. Nathan era una tumba en todo lo relativo al secuestro de Alex, y lo único que le había contado a Chance era que él no lo tenía en su lista de sospechosos.
Lo que significaba que la investigadora estatal todavía no lo había borrado de la suya.
Y, al parecer, la familia Del Toro tampoco. Chance tuvo que admitir que estaba impresionado con Gabriella del Toro.
Toda la situación era muy complicada. Alex estaba de vuelta, sano y salvo, pero no sabía quién era ni conocía a nadie en Royal. El pueblo todavía estaba en alerta y se sospechaba de cualquiera que hubiese podido tener algo que ver con el secuestro de Alex Santiago, incluido él.
–¿Y su guardaespaldas también habla francés? –preguntó, sin saber qué decir.
Quería volver a hablar con Alex y averiguar si había recordado algo. Por mucho que odiase admitirlo, era posible que el culpable estuviese en Royal. La otra opción era que se lo hubiese llevado alguna banda criminal mexicana.
–Por supuesto –respondió Gabriella–. Siempre ha estado en clase conmigo, así que es normal que haya aprendido conmigo y con el resto de niños de la casa.
–¿Tiene más hermanos?
–No, señor McDaniel –respondió ella riendo suavemente–. Mis tutores enseñaban también a los hijos de nuestros empleados. Éramos suficientes como para montar un colegio. Mi madre pensaba que era nuestra obligación educar a aquellos que trabajaban para nosotros.
Alex nunca le había hablado a Chance de su madre.
–Supongo que su madre debió de sufrir mucho cuando Alex desapareció.
El rostro de Gabriella se ensombreció, dejó de sonreír.
–Hace veintitrés años que falleció, señor McDaniel.
–Lo siento. No lo sabía.
Ella inclinó la cabeza, aceptando la disculpa, y el rostro se le volvió a iluminar. Tenía unos modales refinados, impecables.
De repente, Chance necesitó saber si Gabriella sabía montar a caballo. Alex había ido muchas veces a montar a McDaniel’s Acres, su rancho. Y le había hablado de que también tenía establos en su casa familiar, y de que le encantaba montar.
A Cara Windsor nunca le había gustado montar a caballo con él. No le gustaba el olor de los establos y le daban miedo los animales.
Chance pensó que le gustaría tener a alguien con quien poder montar, alguien con quien compartir las comidas… y la cama. No obstante, se había dedicado demasiado a trabajar en el rancho y en Royal ya quedaban pocas mujeres solteras. Además, la vida en el rancho era muy dura.
–¿Monta a caballo? –preguntó.
Y el guardaespaldas lo fulminó con la mirada todavía más, si es que era posible.
–Alex solía venir a mi rancho a montar –explicó.
–Sí –respondió ella, casi sonriendo.
Y aquello bastó para que a Chance le subiese la temperatura un par de grados.
–Debería venir a mi rancho, el McDaniel’s Acres. Esta zona de Texas es muy bonita, y la mejor manera de conocerla es a caballo.
Quiso pensar que le hacía la invitación solo para limpiar su imagen. Si no podía hablar con Alex y ver qué recordaba este, a lo único que podía aspirar era a hablar con su bella hermana. Necesitaba saber si toda su amistad con este había sido una mentira.
No obstante, tuvo que admitir que pasar algo de tiempo con Gabriella podía ser divertido.
–Me temo que va a ser imposible –respondió ella ruborizándose–. No voy a ninguna parte sin Joaquín.
El guardaespaldas la secundó con un gruñido.
–Puede venir también –le aseguró Chance–. Tengo una mula que podrá con él. Cuantos más, mejor.
–¿Cómo de grande es su rancho? –preguntó ella, inclinándose hacia delante.
Chance clavó la vista en el escote.
Si Alex hubiese estado allí, le habría dado un puñetazo por mirar así a su hermana.
–Unos 400 acres. Tenemos ganado y algunas gallinas, ovejas y cabras. Y alpacas. A los niños les encantan. Y, por supuesto, caballos. También alquilamos habitaciones, organizamos paseos a caballo. Estaré encantado de enseñárselo todo.
Era febrero y, aunque aquel invierno casi no había nevado, el aire todavía era bastante frío. Chance no supo por qué quería salir a montar con una mujer tan refinada como Gabriella del Toro con aquel tiempo.
Ah, sí, porque tenía la esperanza de averiguar algo más acerca de Alex.
Esperó que ella aceptase la invitación. Y esperó que realmente supiese montar a caballo. Sobre todo, esperó que no le fuesen a pegar un tiro. Chance bajó la vista a las manos de Gabriella. A pesar de su aspecto delicado, llevaba las uñas cortas y no lucía ningún anillo. Llevaba vendado un dedo.
–¿Se ha hecho daño?
Ella se ruborizó de nuevo y bajó la vista.
–Es solo un corte. Iba a prepararle una sopa a Alejandro.
Chance sonrió.
–Cuando venga a montar la invitaré a cenar. Franny Peterson es la mejor cocinera de Royal. Le encantará conocer a la familia de Alex. Siempre se han llevado muy bien.
Gabriella esbozó una sonrisa tensa.
–¿Alejandro iba mucho a su casa?
–Sí.
–¿Era…? –empezó, pero no pudo terminar la frase.
Chance se dio cuenta de que aquello debía de ser muy difícil para ella. Entonces se acordó de que no había ido allí para coquetear con la hermana de Alex, por divertido que le resultase.
–¿Cómo está? ¿Mejor?
–Está igual –respondió en tono triste.
Al parecer, le importaba mucho su hermano. Chance no supo por qué, pero aquello le gustó.
–¿Puedo verlo?
Joaquín se puso tenso y Gabriella respondió:
–No es buena idea, señor McDaniel. Todavía se está recuperando. Los médicos han dicho que necesita tranquilidad y oscuridad para que el cerebro se recupere del trauma.
–El señor McDaniel es mi padre, yo soy Chance. Todo el mundo me llama así, incluso Alex.
Ella lo miró fijamente con sus ojos marrones.
–No me parece sensato llamarlo por su nombre, señor McDaniel.
Chance no supo qué había hecho mal, pero se dio cuenta de que Gabriella estaba levantando un muro a su alrededor.
–Había pensado que, tal vez, si Alex me veía, podría recordar algo. Que tal vez me reconocería.