Un reencuentro perfecto - Sarah M. Anderson - E-Book
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Un reencuentro perfecto E-Book

Sarah M. Anderson

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Beschreibung

¿Podría recuperar el tiempo perdido? Nick Longhair se había marchado de la reserva sin mirar atrás y le había pedido a Tanya Rattling Blanket que lo acompañase varias veces, pero Nick no suplicaba. Cuando el trabajo lo llevó de vuelta a la tierra de sus ancestros, comprendió lo que había perdido a cambio de dinero y poder. Mientras él estaba en Chicago, Tanya había tenido un hijo suyo, al que no conocía. Decidido a darle lo mejor, Nick pensó que no volvería a marcharse, al menos solo, pero eso significaba volver a ganarse el amor de aquellos a los que había dejado atrás.

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Seitenzahl: 174

Veröffentlichungsjahr: 2013

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2012 Sarah M. Anderson. Todos los derechos reservados.

UN REENCUENTRO PERFECTO, N.º 1910 - abril 2013

Título original: A Man of Distinction

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Publicado en español en 2013.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-3024-0

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Capítulo Uno

Nick Longhair salió de su Jaguar, sus zapatos italianos crujieron al tocar el suelo de piedra blanca del aparcamiento de la sede central de la tribu Red Creek Lakota. El edificio había recibido una mano de pintura en los últimos años, pero el resto seguía siendo tal y como recordaba. Tenía las mismas ventanas estrechas, los mismos techos bajos y, en general, seguía siendo igual de deprimente.

Él llevaba dos años trabajando en uno de los edificios más caros de Chicago, con suelos de mármol, muebles de diseño y enormes ventanales con vistas al lago Michigan. Cosa que demostraba lo lejos que había llegado.

Miró a su alrededor y vio cojear a un perro que solo tenía tres patas. El resto de coches que había en aquel aparcamiento no eran Bentleys ni Audis ni Mercedes, sino polvorientas camionetas y coches viejos, con piezas de diferentes colores y plásticos en las ventanillas. Aquello no demostraba lo lejos que él había llegado, sino lo bajo que había caído.

Siempre había querido marcharse de la reserva. Todavía recordaba cómo había descubierto, viendo la televisión en casa de un amigo, que la gente vivía en casas grandes, en las que los niños tenían su propia habitación, con agua corriente y electricidad. La sorpresa había hecho que viese su niñez de manera diferente. No era normal tener una camioneta vieja con plásticos en las ventanillas. Ni era normal tener que compartir la cama con su hermano y su madre. Tampoco lo era tener que ir a por agua al arroyo y beberla con la esperanza de no enfermar. No era normal. Ni siquiera era aceptable.

Sonaba mal decir que una serie de televisión le había cambiado la vida a mejor, pero con ocho años se había dado cuenta de que había una vida diferente fuera de la reserva y que quería tener una casa grande, un coche bonito y buena ropa. Lo quería todo. Y se había esforzado mucho para conseguirlo.

Por eso se sentía fatal por tener que volver a la reserva. No estaría allí si no le hubiesen obligado a aceptar el caso. Tal vez hubiese debido dimitir, en vez de aceptarlo. No quería que se le volviese a pegar a la piel el olor de la pobreza. Le había costado años quitárselo. Pero era el mejor en lo suyo, en llevar demandas contra compañías energéticas. Era un caso que no podía rechazar. Era el tipo de caso que forjaba una carrera.

Sacudió la cabeza y se obligó a centrarse en lo que había ido a hacer allí.

Era el socio más joven de la historia del bufete Sutcliffe, Watkins and Monroe, y había ganado juicios contra BP por sus vertidos en el golfo, contra minas de carbón por contaminación de las aguas subterráneas e incluso contra centrales nucleares con medidas de seguridad laxas. En los últimos cinco años, se había vuelto muy bueno y muy rico defendiendo el medioambiente. Y se había hecho un nombre en aquel oficio.

Entonces, su tribu, Red Creek Lakota, había contratado a Sutcliffe, Watkins and Monroe para demandar a Midwest Energy Company por contaminar el río Dakota al utilizar la fracturación hidráulica para extraer gas natural. La tribu afirmaba que los productos químicos utilizados se habían filtrado a los acuíferos subterráneos y habían contaminado el Dakota, y quería que la empresa lo limpiase e indemnizase a las personas cuya salud se hubiese visto perjudicada a causa de dicha contaminación. Pero el caso se le quedaba grande a la abogada de la tribu, Rosebud Armstrong, que había solicitado la ayuda de alguien especializado en el tema. Y ese alguien era Nick.

Le había sorprendido que la tribu pudiese permitirse el lujo de pagar su bufete, pero recientemente habían construido una presa y gracias a los ingresos derivados de la venta de hidroelectricidad, la tribu estaba económicamente mejor que nunca. Y, cómo no, había escogido su bufete. No le habría sorprendido que Rosebud lo hubiese buscado a él, pero no podía evitar que le molestase. La tribu no había querido saber nada de él cuando había sido solo un chico pobre.

La cosa había cambiado al convertirse en alguien importante. Nadie lo había echado de menos cuando se había marchado, ni siquiera Tanya Rattling Blanket, su novia del instituto, pero en esos momentos lo necesitaban y querían que volviese a casa. Nick había sido informado de que el consejo tribal quería que trabajase desde allí. Así que no solo tenía que trabajar para unas personas que lo habían rechazado, sino que, además, tenía que volver a vivir con ellas.

Marcus Sutcliffe, el fundador del bufete, nunca rechazaba a un cliente, así que lo había obligado a aceptar el caso.

–Es tu gente –le había dicho con desprecio–. Ocúpate de ella.

Y, con un ademán, Marcus había vuelto a reducirlo a un indio. Sus victorias jurídicas, su título, sus años de experiencia y de dedicación al bufete no valían nada. Había luchado muchos años para que se le reconociese por lo que hacía, no por sus orígenes, pero, al parecer, todavía le quedaba mucho camino por recorrer.

Lo que no sabía Nick era si Rissa Sutcliffe, la hija de Marcus, pensaba igual que su padre. A él le parecía que no. Llevaba casi dos años saliendo con Rissa.

En cualquier caso, lo cierto era que si ganaba aquel caso se situaría el primero en la línea para suceder a Marcus cuando se jubilase, para lo que solo faltaban un par de años. Así que lo había aceptado con una sonrisa. Siempre era mejor eso que dejárselo a Jenkins, su rival en el bufete.

Así que no estaba allí por la reserva, sino por su carrera. Cuanto antes ganase aquel caso, antes podría volver a Chicago.

Respiró hondo, olía a hierba mojada y aquel era un olor que no encontraba en Chicago. La noche anterior se había sentado en el porche de su nueva casa y había hecho algo que había estado dos años sin poder hacer: observar las estrellas.

Tal vez le viniese bien pasar algo de tiempo alejado del bufete y de sus rencillas con Jenkins, que últimamente le ocupaban demasiado tiempo.

Y eso no era lo único que le preocupaba. Además, Rissa llevaba varios meses comprando revistas de novias y hablando de las ventajas y los inconvenientes de casarse en verano o en invierno. Incluso Marcus lo llamaba «hijo» cada vez más. En realidad, ese había sido su plan, casarse con la hija del jefe y hacerse con el negocio. Y sabía que lo habría conseguido.

Tenía que habérselo pedido a Rissa antes de marcharse, pero no lo había hecho. Siempre había disfrutado con su compañía, pero no podía hacerse a la idea de que iba a casarse con ella y volver a la reserva al mismo tiempo. Rissa no era excesivamente cara de mantener, pero requería ciertos cuidados: ir de compras, de balneario, tener servicio doméstico. Y él había disfrutado con ello, pero cuando la tribu había vuelto a su vida, aquel modo de vida tan caro le había parecido de repente demasiado artificial. Casi irreal. Como poco, falso. Hasta ese momento había tenido claro su plan, pero ya no sabía si quería a Rissa por quien era o por ser una Sutcliffe. Lo que significaba que corría el riesgo de ser el mayor hipócrita del mundo.

Así que había aceptado el caso y le había dicho a Rissa que les vendría bien estar una época separados para darse cuenta de si querían pasar el resto de sus vidas juntos. Esta se lo había tomado bastante bien y le había dicho que, entonces, no le importaría que saliese con Jenkins.

Y él, que siempre había estado a favor de las rupturas limpias, le había contestado que podía salir con quien quisiese y que, cuando él volviese, ya verían cómo estaba la relación. Él necesitaba alejarse de todos: de Jenkins, de Rissa y de Marcus. Y a pesar de pensar que estaba de vuelta en la reserva de manera involuntaria, en el fondo era un alivio estar allí. Aunque no fuese el mismo hombre que cuando se había marchado, todavía se sentía más él mismo estando allí.

El caso duraría un año, tal vez dos. Así que tendría tiempo de ponerse al día con su familia. También con Tanya Rattling Blanket, a la que hacía casi dos años que no veía. No obstante, sabía que seguía allí porque era una persona idealista que había decidido quedarse en la reserva cuando salían juntos. Y si ella seguía allí y él había vuelto, no había ningún motivo para que no pudiesen estar juntos.

Nick la recordaba como a una mujer inteligente, divertida y con una belleza natural incomparable. No se había dado cuenta de lo mucho que la había echado de menos hasta que no había entrado en el estado de Dakota del Sur.

Perdido en sus pensamientos, entró en la sede central de la tribu.

–Buenos días, señor Longhair.

Nick se quedó inmóvil al oír aquella voz. Levantó la vista y vio a Tanya sentada delante del mostrador, con una sonrisa falsa en los labios y una camisa rosa clara.

–¿Cómo está? –añadió esta.

Durante unos segundos, lo único que Nick pudo hacer fue mirarla. No la había visto desde la última vez que había estado en la reserva, para celebrar la graduación de su hermano pequeño. Tanya había estado también allí, más radiante que nunca. Lo habían celebrado juntos, una vez más, por los viejos tiempos. Y aunque habían pasado casi dos años, Nick se sintió como si hubiese sido la noche anterior. Se le aceleró el corazón. Cómo no se había dado cuenta antes de lo mucho que la echaba de menos.

–¿Tanya? ¿Qué estás haciendo aquí?

Ella forzó la sonrisa todavía más.

–Soy la recepcionista. ¿Quieres un café?

Habían salido juntos durante los años de instituto, pero después el contacto había sido esporádico. Intenso. Gratificante. Pero solo cuando él había vuelto a la reserva. Siempre se había alegrado de verla y aquella ocasión no fue una excepción.

Salvo que, esa vez, ella no parecía contenta.

¿Estaría enfadada porque no la había llamado? Aunque parecía furiosa y no era normal. ¿Y si le tiraba el café a la cara o, peor, a los pantalones?

–No, gracias.

Ella siguió fulminándolo con la mirada unos segundos más y luego le dijo:

–La señora Armstrong va a llegar tarde. Me ha pedido que te enseñe el edificio.

Cuando había estado allí, Tanya y él habían tenido la relación más intensa y apasionada de su vida. Al principio, en especial cuando habían empezado a tener sexo, Nick había soñado con llevársela de allí con él, pero Tanya no era de las que seguía a un chico hasta el fin del mundo. Y había querido que fuese él el que se quedase en la reserva. Habían discutido mucho de ese tema y después se habían reconciliado con un sexo tan espectacular que a Nick le habían dado ganas de darle la razón.

Pero al final el sexo y los sentimientos que tenía por ella no habían sido suficiente. Se había marchado. Ella se había quedado. Y ambos tenían que vivir con su decisión.

No obstante, eso no explicaba que estuviese tan enfadada. La última vez que la había visto lo había recibido con los brazos abiertos... y mucho más. El sexo había sido increíble. Y Nick había esperado el mismo recibimiento, pero era evidente que no lo iba a tener.

Se puso recto. Se le daba bien fingir que pertenecía a un lugar en el que, en realidad, no era bienvenido.

–De acuerdo, señorita Rattling Blanket –respondió.

No necesitaba que le enseñase el edificio, ya lo conocía, pero no se iba a quedar esperando en el recibidor, con semejante tensión.

Ella se levantó con la mirada agachada. Llevaba puesta una falda gris ajustada que se ceñía a unas curvas que Nick no recordaba. Sus pechos también parecían más generosos, el trasero más dulce. Llevaba el pelo retirado de la cara, pero suelto a la espalda. Nick tuvo que hacer un esfuerzo para no abrazarla. Si lo intentaba, lo más probable era que Tanya lo rechazara.

–Por aquí –le dijo, recorriendo el pasillo y abriendo una puerta a su derecha–. La sala de conferencias.

¿Por qué no se alegraba de verlo? Nick entró en la habitación. Su instinto le dijo que mantuviese las distancias, pero no pudo evitarlo. Su aroma lo envolvía. Cada vez la echaba más de menos. De repente, se preguntó cómo había podido sobrevivir dos años sin su olor, sin su voz, sin ver su rostro. ¿Cómo había podido sobrevivir sin ella?

–Quiero hablar contigo –le susurró al oído.

Tanya se ruborizó y él tuvo la sensación de que irradiaba calor. Ella también lo había echado de menos. Lo sabía por cómo se le dilataban las pupilas y cómo se le aceleraba la respiración. Conocía esa mirada. Siempre lo había mirado así, a menudo, antes de empezar a quitarle la ropa. Podía fingir que estaba enfadada con él por haberse marchado de la reserva, pero no podía negar la atracción que habían sentido desde que eran adolescentes.

Aunque era evidente que iba a intentar negarlo.

Tanya se aclaró la garganta.

–Como puedes ver, la mesa y las sillas son nuevas –le dijo, apartándolo–. Es el despacho de la consejera Emily Mankiller.

A Nick estaba empezando a molestarle que lo tratase como si fuese un extraño.

–Sé quién es Emily. Me ha contratado ella.

Tanya ni se inmutó. Le enseñó los despachos de los demás miembros del consejo y se detuvo al final del pasillo.

–Y este es tu despacho.

Abrió la puerta de una habitación tan pequeña que Nick se preguntó cómo habrían conseguido meter un escritorio en ella.

Menudo agujero. Sus compañeros de Chicago se habrían quedado horrorizados al verlo.

–Si es un armario.

–Era... un armario –lo corrigió ella–. Ahora es el despacho del asesor jurídico de la tribu. El ordenador es nuevo y, en teoría, está conectado con la impresora que hay detrás de mi mostrador.

–¿En teoría? ¿No tengo mi propia impresora?

Compartir impresora no era precisamente la mejor manera de mantener la confidencialidad del caso.

Ella lo fulminó con la mirada y Nick se sintió aliviado, mejor eso a que lo ignorase.

–Si no te gusta, puedes marcharte. Eso se te da muy bien.

Nick cerró la puerta con más fuerza de la necesaria y se giró hacia ella, que intentó retroceder, pero la pared no se lo permitió. No iba a dejarla escapar hasta que no obtuviese respuestas. Puso ambas manos a los lados de sus hombros, atrapándola. No la estaba tocando, pero podía olerla. Y eso ya le hacía sufrir.

–Ambos sabíamos que lo de aquella noche era solo esa noche. ¿Qué te pasa? Pensé que te alegrarías de verme.

Se aclaró la garganta. Tenía el pulso acelerado, lo mismo que ella.

–Me alegro de verte. Te he echado de menos –añadió.

–Han pasado dos años, Nick. Es evidente que no me has echado de menos lo suficiente como para venir a verme. Ni como para llamarme.

–¿Para qué te iba a llamar? No quisiste venir conmigo... ni querías el tipo de vida que podría haberte dado. Y yo no iba a volver a vivir a una maldita reserva. Pensé que te lo había dejado claro.

Ella lo fulminó con la mirada y Nick se dio cuenta de que la pasión que una vez había sentido por él había cambiado. Tanya consiguió apartarse de él y, cuando quiso darse cuenta, la estaba oyendo decir:

–¿Consejo tribal de Red Creek, en qué puedo ayudarle?

Y, demasiado tarde, Nick se dio cuenta de que había hablado con ella varias veces por teléfono y no la había reconocido.

Sorprendido, se sentó en su nuevo sillón e intentó discernir qué había sucedido. No había mentido, la había echado de menos. Tanto que si había aceptado aquel caso y había vuelto a casa había sido, sobre todo, para verla. Tanya siempre lo había comprendido mejor que cualquier otra mujer. Y eso no se olvidaba.

Pero la mujer que estaba al teléfono no era la misma chica de siempre. Había ocurrido algo en los dos últimos años. Aquella mujer ya no quería comprenderlo. Ni siquiera quería intentarlo.

El teléfono que había encima de su escritorio sonó.

–¿Dígame?

–La señora Amstrong está aquí, señor Longhair.

Tenía que admitir que era una buena recepcionista, no había ni rastro de ira en su voz.

–Ahora mismo salgo.

Mientras atravesaba el largo pasillo, Nick se centró. Rosebud Armstrong era la abogada de la tribu. Estaba allí para ponerlo al día del estado del caso. Él era abogado. Y muy bueno. El socio más joven de la historia de Sutcliffe, Watkins and Monroe, y pertenecía a la única minoría que lo había conseguido.

–¿Qué tal está Bear? –oyó que preguntaba Rosebud.

La curiosidad hizo que Nick redujese el paso. ¿Tendría Tanya un perro?

–Bien. Mamá lo mima demasiado, pero... ¿qué voy a hacer?

Nick pensó que algunas mujeres tenían una relación muy rara con sus perros.

–Es normal. ¿Qué tal el trabajo?

–Bien –respondió Tanya.

Y Nick se la imaginó sonriendo de manera forzada.

–Ya veo –le dijo Rosebud, y luego bajó la voz para añadir–: Ya sabes que mi oferta sigue en pie.

¿Una oferta? ¿Qué oferta? A Nick no le gustó aquello.

–Sabes que quiero quedarme aquí. He aprendido mucho, pero... Voy a ver cómo van las cosas y ya te diré.

A Nick le gustó aquello todavía menos. ¿Estarían hablando de él? No pudo aguantar más allí escuchando y salió al recibidor.

–Hola, Rosebud. Me alegro de verte.

–Nick –dijo esta, dándole la mano y un golpecito en el brazo, profesional y amistoso al mismo tiempo.

Le debía mucho a Rosebud. Ella lo había animado a estudiar derecho. Le había mostrado la manera de salir de la reserva.

–¿Qué tal te estás adaptando? ¿Te has acostumbrado ya a estar de vuelta?

Él supo que no debía mirar a Tanya, pero lo hizo. Esta tenía la vista fija en su ordenador.

–Ha pasado mucho tiempo –respondió sin más.

Rosebud lo miró de la misma manera que en la época en la que le había escrito cartas de recomendación para la universidad, con una mezcla de no lo estropees todo y de tú puedes hacerlo al mismo tiempo. Nick odiaba esa mirada.

–Han pasado muchas cosas desde que te fuiste.

–Ya he visto que habéis construido una presa enorme.

Rosebud rio de manera educada.

–No tienes ni idea. ¿Empezamos?

Tanya se miró el reloj, eran casi las cuatro y media de la tarde. Había pasado un minuto desde la última vez que lo había mirado. ¿Es que no se iba a terminar nunca el día?

Quería marcharse de allí antes de que Nick volviese a acorralarla en la sala de conferencias o en su despacho. Aunque no podía negar que había vuelto a sentir la atracción que había entre ambos, ni que decir tenía que no quería volver a sentirla.

No sabía por qué, si era porque hacía dos años que no estaba con un hombre, pero el caso era que había deseado que la besase. Cosa que no podía ocurrir. No podía, bajo ninguna circunstancia, volver a tener nada con Nick Longhair, ni siquiera una noche. No después de lo que había ocurrido la última vez. Y la anterior. De hecho, todas las anteriores. Tendría que estar loca para tener algo con él y esperar que no le rompiese el corazón. Y no estaba loca. Ya no.

Además, estaban trabajando en el mismo sitio y ella necesitaba el trabajo. Emily Mankiller la había contratado cuando Bear tenía dos meses. Y aunque pensaba que no la iban a echar sin un buen motivo, tenía la sensación de que debía demostrar lo que valía. Gracias a aquel trabajo podía tener su propia casa y no tenía que vivir con su madre.

Qué desastre. Había estado veintidós largos meses deseando que Nick Longhair volviese a su vida, como un caballero andante que acudiese a rescatar a una damisela en dificultades. No sabía si ella era una damisela, pero ser madre soltera era muy difícil. Y Nick había vuelto, pero no a rescatarla. Más bien, le parecía una amenaza.

Volvió a mirar el reloj. Otro minuto más. Quería ir a por Bear, marcharse a casa y cerrar la puerta con llave. Había soñado con que Nick volviese, pero, una vez allí, estaba asustada. ¿Qué haría cuando se enterase de la existencia de Bear?

Lo más probable era que no quisiese saber nada de él, ni de ella. Tal vez la acusase de haberse quedado embarazada a propósito, para cazarlo. O a lo mejor negaba ser el padre. Y la sacaría de su vida para siempre. En cierto modo, ya lo había hecho.