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Lo que el jefe deseaba… Como primogénito, Chadwick Beaumont no solo había sacrificado todo por la compañía familiar, sino que además había hecho siempre lo que se esperaba de él. Así que, durante años, había mantenido las distancias con la tentación que estaba al otro lado de la puerta de su despacho, Serena Chase, su guapa secretaria. Pero los negocios no pasaban por un buen momento, su vida personal era un caos y su atractiva secretaria volvía a estar libre… y disponible. ¿Había llegado el momento de ir tras aquello que deseaba?
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Seitenzahl: 209
Veröffentlichungsjahr: 2017
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2014 Sarah M. Anderson
© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Pasión escondida, n.º 142 - junio 2017
Título original: Not the Boss’s Baby
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-9773-1
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Capítulo Trece
Capítulo Catorce
Si te ha gustado este libro…
–Señorita Chase, ¿podría venir a mi despacho?
Serena se sobresaltó al oír la voz del señor Beaumont desde el interfono de su escritorio. Parpadeó y miró a su alrededor.
¿Cómo se las había arreglado para llegar al trabajo? Se miró el traje que llevaba y que no recordaba haberse puesto y se acarició el pelo. Todo parecía estar en su sitio. Todo parecía estar bien.
Excepto por el hecho de que estaba embarazada.
Estaba segura de que era lunes. Miró la hora en su ordenador. Sí, eran las nueve de la mañana, la hora en la que habitualmente se reunía con Chadwick Beaumont, presidente de la compañía cervecera Beaumont. Hacía siete años que era la secretaría del señor Beaumont, después de haber pasado en la compañía un año en prácticas y otro trabajando en recursos humanos. En ese tiempo, podía contar con los dedos de una mano las veces que se habían saltado las reuniones de los lunes por la mañana. No estaba dispuesta a permitir que un embarazo accidental alterara aquella rutina.
Durante el fin de semana, todo había dado un cambio. Ya sabía que no era cansancio ni estrés. Tampoco que estuviera pillando la gripe. Según sus cuentas, estaba embarazada de dos meses y dos o tres semanas. Lo sabía con seguridad porque esas habían sido las últimas veces que se había acostado con Neil.
Neil. Tenía que hablar con él para decirle que estaba embarazada. Tenía derecho a saberlo, a pesar de que no quería volver a verlo y sentirse rechazada de nuevo. Pero aquello era más importante que sus deseos.
–Señorita Chase, ¿pasa algo?
La voz del señor Beaumont sonó seria, pero no hostil.
–No, señor Beaumont –dijo apretando el botón del interfono–. Es solo un pequeño imprevisto. Enseguida voy.
Estaba en el trabajo y tenía que cumplir con su cometido. Necesitaba aquel empleo más que nunca.
Serena envió un mensaje a Neil diciéndole que tenía que hablar con él. Después, tomó su tableta y abrió la puerta del despacho de Chadwick Beaumont. Chadwick era el cuarto Beaumont que dirigía la cervecera, y su despacho apenas había cambiado desde los años cuarenta, poco después de que tras la derogación de la Ley Seca su bisabuelo John construyera la fábrica. A Serena le agradaba aquella habitación por su opulencia y su historia. Los únicos cambios que evidenciaban la llegada del siglo XXI eran la pantalla plana de televisión y los aparatos electrónicos. Al otro lado del escritorio, casi escondida, había una puerta que daba a un cuarto de baño privado. Serena sabía que Chadwick había instalado una cinta de correr y varias máquinas de hacer ejercicio, además de una ducha, pero nunca en siete años había entrado en la zona privada de Chadwick.
Aquella era el contrapunto de la pobreza que había marcado su infancia. Representaba todo lo que siempre había deseado: protección, estabilidad y seguridad, metas por las que luchar. Trabajando con tenacidad, dedicación y lealtad, ella también disfrutaba de cosas buenas. Quizá no tan buenas como aquellas, pero desde luego que mejores que las casas de acogida y las caravanas desvencijadas en las que había crecido.
Chadwick estaba sentado en su mesa, con la vista fija en el ordenador. Serena sabía que no debía referirse a él por su nombre de pila porque resultaba demasiado familiar. El señor Beaumont era su jefe. Nunca se le había insinuado. Trabajaba incansablemente para él y hacía horas extra siempre que era necesario. Su esfuerzo se veía recompensado. Para una niña acogida al programa de comidas gratuitas en el colegio, conseguir un bono de diez mil dólares y contar con una subida de salario del ocho por ciento anual eran regalos caídos del cielo.
No era ningún secreto que Serena haría cualquier cosa por aquel hombre. Lo que sí era un secreto era lo mucho que lo admiraba por su dedicación a la compañía. Chadwick Beaumont era un hombre muy apuesto, de dos metros de altura, que siempre llevaba su pelo rubio impecablemente cortado. Probablemente sería uno de esos hombres que, como el buen vino, mejoraría con el paso de los años. En ocasiones, Serena se quedaba absorta mirándolo, como si quisiera saborearlo.
Pero aquella admiración la mantenía en secreto. Tenía un trabajo estupendo y no estaba dispuesta a arriesgarlo por algo tan poco profesional como enamorarse de su jefe. Había estado con Neil casi diez años. Chadwick también había estado casado. Trabajaban juntos y su relación era exclusivamente laboral.
No sabía si el hecho de estar embarazada cambiaría las cosas. Si ya antes necesitaba aquel trabajo y el seguro médico que conllevaba, en adelante iba a necesitarlo mucho más.
Como de costumbre, Serena tomó asiento en una de las dos sillas que había ante la mesa de Chadwick y encendió la tableta.
–Buenos días, señor Beaumont.
–Señorita Chase –dijo Chadwick a modo de saludo, y recorrió su rostro con la mirada, antes de volverse al ordenador–. ¿Está bien?
Serena apenas tuvo tiempo de contener la respiración, antes de que Chadwick Beaumont fijara su atención en ella.
No, no se encontraba bien. Así que irguió los hombros y trató de esbozar una amable sonrisa.
–Estoy bien. Ya sabe, es lunes por la mañana.
Chadwick arqueó una ceja, mientras sopesaba su comentario.
–¿Está segura?
No le gustaba mentirle a él ni a nadie. Ya había tenido una buena dosis de mentiras gracias a Neil.
–Se me pasará.
Los ojos castaños de Chadwick permanecieron observándola durante largos segundos.
–Está bien –dijo por fin–. ¿Cómo se presenta la semana, aparte de las consabidas reuniones de siempre?
Como de costumbre, Serena sonrió ante su pregunta. Era el único comentario jocoso que le conocía.
Chadwick tenía reuniones con los vicepresidentes, almuerzos de trabajo y cosas por el estilo. Era un jefe que se implicaba mucho en la compañía. Serena tenía que asegurarse de que sus reuniones habituales no coincidieran con otros asuntos que surgieran.
–El martes a las diez tiene una reunión con los abogados para intentar llegar a un acuerdo. He pasado su reunión con Matthew a la tarde.
Serena tuvo la delicadeza de no mencionar que aquellos abogados eran los que llevaban su divorcio y que el acuerdo era con la que pronto sería su exexposa, Helen. El divorcio duraba ya muchos meses, más de trece según sus cálculos. Pero no conocía los detalles. ¿Quién sabía lo que pasaba en una familia de puertas para adentro? Lo que sí sabía era que todo aquel proceso estaba acabando con él.
Chadwick dejó caer los hombros y suspiró.
–Como si esta reunión fuera a ser diferente de las cinco últimas –comentó y, rápidamente, añadió–: ¿Qué más?
Serena carraspeó. Aquella era toda la información personal que intercambiaban.
–El miércoles a la una es la reunión del consejo de administración en el hotel Mónaco –dijo–, para estudiar la oferta de AllBev. La reunión de la tarde con los directores de producción ha sido cancelada. En su lugar, todos mandarán un informe.
AllBev era un conglomerado internacional especializado en fabricar cerveza. Habían comprado compañías en Inglaterra, Sudáfrica y Australia, y ahora habían puesto los ojos en Beaumont. Eran conocidos por apartar a los directivos, colocar a su propio ejército de directores y obtener el último céntimo de beneficios a costa de los trabajadores.
Chadwick gruñó y se recostó en su asiento.
–¿Es esta semana?
–Sí, señor.
Chadwick le lanzó una mirada significativa al oír aquel «señor» y Serena rápidamente se corrigió.
–Sí, señor Beaumont. Se cambió para ajustarla a la agenda del señor Harper.
Además de ser el propietario de uno de los mayores bancos de Colorado, Leon Harper era también uno de los miembros del consejo que más insistía en aceptar la oferta de AllBev.
Si Chadwick aceptaba o se imponía la decisión del consejo, se quedaría sin trabajo. Probablemente, la dirección de AllBev no querría mantener en su puesto a la secretaria personal del anterior presidente de la compañía. La invitarían a marcharse con una caja llena con sus pertenencias como único recuerdo de sus nueve años en la empresa. Y si no estuviera embarazada, no le costaría encontrar otro trabajo. Chadwick le podría facilitar una carta de recomendación. Era buena en su trabajo.
No quería volver a la vida que había tenido antes de empezar a trabajar en Beaumont. Volver a sentir que no tenía el control de su vida, que la gente volviera a tratarla como a un parásito. No quería criar a un hijo como se había criado ella, alimentándose gracias a la caridad o a lo que su madre encontraba en la basura a su vuelta de su turno en la cafetería, o sintiéndose inferior al resto de los niños del colegio sin saber muy bien por qué.
No, aquello no iba a ocurrir. Tenía suficiente para vivir dos años, incluso más si se mudaba a un apartamento más pequeño y cambiaba de coche. Chadwick no vendería el negocio familiar. Protegería la compañía y la protegería a ella.
–Harper, ese viejo zorro –murmuró Chadwick, devolviendo a Serena al presente–. Todavía no ha enterrado el hacha con mi padre. No parece entender que el pasado, pasado está.
Era la primera vez que Serena oía hablar de aquello.
–¿Se la tiene jurada?
Chadwick agitó la mano en el aire, quitándole importancia a su comentario.
–Todavía busca vengarse de Hardwick por acostarse con su mujer dos días después de que volvieran de su luna de miel, según cuentan las malas lenguas –dijo, y volvió a mirarla de nuevo–. ¿Está segura de que está bien? Está muy pálida.
–Yo… –comenzó, y decidió agarrarse a un clavo ardiendo–. Nunca antes había escuchado esa historia.
–Hardwick Beaumont era, en sus mejores tiempos, un fanático del sexo, tramposo y mentiroso –recitó Chadwick del tirón como si lo llevara grabado en su memoria–. Estoy convencido de que lo que ocurrió es lo que cuentan o algo muy parecido. Pero han pasado más de cuarenta años y Hardwick lleva muerto diez. Harper…
Suspiró y se quedó mirando por la ventana. A lo lejos, las Montañas Rocosas destacaban bajo la luz del sol primaveral. La nieve coronaba las montañas, pero no había llegado hasta Denver.
–Me gustaría que Harper se diera cuenta de que no soy Hardwick.
–Sé que usted no es así.
Sus miradas se cruzaron. Había algo diferente en sus ojos, algo que Serena no supo reconocer.
–¿De veras lo piensa?
Estaba adentrándose en territorio peligroso.
Lo cierto era que no lo sabía. No tenía ni idea de si el motivo por el que se estaba divorciando era por haber engañado a su esposa. Lo único que sabía era que nunca había flirteado con ella y que la trataba con respecto.
–Sí –contestó sintiéndose segura–, lo pienso.
Un amago de sonrisa asomó a sus labios.
–Siempre he admirado eso de usted, Serena. Es capaz de ver lo mejor de cada persona.
Sintió que se ruborizaba, aunque no estaba segura de si era por el cumplido o por la forma en que había pronunciado su nombre. Normalmente se refería a ella como señorita Chase.
Necesitaba cambiar de tema cuanto antes.
–El sábado a las nueve tiene la gala benéfica en el Museo de Arte de Denver.
Aquello no sirvió para borrar la medio sonrisa de su cara y la miró, arqueando una ceja. De repente, Chadwick no parecía tan cansado. Se le veía muy guapo. Bueno, siempre estaba muy guapo, pero en aquel momento su atractivo no se ocultaba bajo sus responsabilidades o preocupaciones.
Serena sintió que le ardía el rostro. No lograba entender por qué un simple cumplido había sido suficiente para que los latidos del corazón se le aceleraran. Ah, sí, el embarazo. Quizá fueran las hormonas.
–¿Para qué era, para un banco de alimentos?
–Sí, el banco de alimentos de Rocky Mountain. Es la obra benéfica elegida este año.
Cada año, la cervecera Beaumont daba una gran fiesta dedicada a alguna organización benéfica de la zona. Uno de los cometidos de Serena era gestionar el montón de solicitudes que llegaban cada año. Bajo el patrocinio de la cervecera, se llegaban a obtener treinta y cinco millones de dólares en donaciones, y por eso elegían una obra benéfica diferente cada año. La mayoría de las organizaciones sin ánimo de lucro podía operar con esa cantidad durante un período de cinco a diez años.
–Su hermano Matthew ha organizado este acto. Es fundamental para recaudar fondos para el banco de alimentos y su asistencia sería recomendable.
Chadwick nunca se había perdido una gala. Sabía que aquello tenía tanto que ver con promocionar la cervecera Beaumont como la organización benéfica.
–¿La ha elegido usted, verdad? –preguntó sin dejar de mirarla.
Ella tragó saliva. Era como si supiera que el banco de alimentos había jugado un papel importante en la supervivencia de su familia, que se hubieran muerto de hambre si no hubiera sido por las raciones de comida caliente que recibían cada semana.
–En teoría, elijo todas las obras de caridad. Es parte de mi trabajo.
–Lo hace bien –dijo, y antes de que Serena pudiera asumir aquel segundo cumplido, añadió–: ¿La acompañará Neil?
–Eh…
Solía ir a aquellos acontecimientos con Neil. A él le gustaba ir para codearse con gente influyente, mientras que lo que a Serena le gustaba era ponerse un elegante vestido y beber champán, cosas que nunca habría imaginado de niña.
Pero todo había cambiado, y mucho. De repente, sintió un nudo en la garganta.
–No, él… –balbuceó, tratando de contener las lágrimas–. Hace unos meses, decidimos de mutuo acuerdo poner fin a nuestra relación.
Chadwick arqueó exageradamente las cejas.
–¿Varios meses? ¿Por qué no me lo ha contado antes?
–Señor Beaumont, nunca hemos hablado de nuestras vidas personales –afirmó con rotundidad, quebrándosele ligeramente la voz al final de la frase–. No quería que pensase que no me las podía arreglar sola.
Era su empleada más competente, fiable y leal. Si le hubiera contado que Neil se había marchado después de que le preguntara por teléfono y le pidiera que dieran un paso más en su relación casándose y teniendo hijos, no habría dado la impresión de ser muy competente.
Chadwick le dirigió una mirada que ya conocía, la misma que ponía cuando rechazaba la oferta de un proveedor. Era una expresión mezcla de recelo y desdén. Tenía la fuerza suficiente para conseguir una nueva oferta con mejores condiciones.
Nunca la había mirado de aquella manera. Casi resultaba aterradora. ¿No la despediría por ocultarle su vida personal, no? De repente, se inclinó hacia delante, apoyó los codos en la mesa y su expresión se dulcificó.
–Si esto ocurrió hace unos meses, ¿qué ha pasado este fin de semana?
–¿Cómo dice?
–Este fin de semana. Es evidente que está disgustada, aunque tengo que reconocer que lo disimula muy bien. ¿Acaso… acaso le ha hecho algo este fin de semana? –preguntó entornando los ojos.
–No, no es eso.
Neil era un idiota mentiroso alérgico al compromiso, pero no podía dejar que Chadwick creyera que la había pegado. No quería dar detalles. Le costaba tragar saliva y parpadeaba con más frecuencia de la habitual. Si permanecía más tiempo allí sentada, acabaría llorando y viniéndose abajo. Así que hizo lo único que podía hacer: se levantó y, con toda la calma posible, salió del despacho. O, al menos, eso intentó. Acababa de tomar el pomo de la puerta cuando Chadwick habló.
–Serena, espere.
No se atrevía a darse la vuelta y mirarlo a la cara. No quería volver a encontrarse con aquella expresión de desprecio o con algo peor. Así que cerró los ojos, por lo que no vio cómo se levantaba de su asiento, rodeaba la mesa y se acercaba a ella. Lo que sí oyó fue el crujido de la silla al ponerse de pie y los pasos sobre la alfombra oriental. Luego, sintió su calor por la espalda al quedarse junto a ella mucho más cerca de lo habitual.
Le puso una mano en el hombro y la hizo volverse. No le quedó más opción que obedecer. Evitó mirarlo, pero él la tomó de la barbilla y la obligó a hacerlo.
–Serena, míreme.
Se sonrojó al sentir su caricia. Sí, eso era lo que estaba haciendo, mover sus dedos pulgar e índice sobre su barbilla a modo de caricia.
Abrió los ojos y se encontró su rostro a un palmo del suyo. Nunca habían estado tan cerca. Podía besarla si quería y no haría nada para detenerlo.
Pero no lo hizo. Teniéndolo tan cerca podía ver que el color de sus ojos era una mezcla de verde y marrón, con manchas doradas. Al mirarlo a los ojos, parte del pánico que sentía se desvaneció. No estaba enamorada de su jefe, no. Nunca lo había estado y no iba a estarlo ahora por muchos cumplidos que le dijera o caricias que le hiciera. Eso no iba a pasar.
Chadwick se chupó los labios mientras la observaba. Quizá estaba tan nervioso como ella. Estaban a muy poco de cruzar la línea que siempre habían mantenido.
–Serena –dijo en un tono de voz que nunca le había oído antes–. Sea cual sea el problema, puede confiar en mí. Si la está molestando, haré lo que sea necesario. Si necesita ayuda o…
Serena vio cómo su nuez se movía al tragar saliva. Luego, volvió a acariciarle la barbilla, haciéndola estremecerse.
–Si necesita algo, cuente con ello –concluyó.
Tenía que decir algo que sonara coherente, pero era incapaz de apartar la vista de sus labios. ¿A qué sabrían? ¿Estaría dispuesto a dejar que fuera ella la que llevara la iniciativa o la besaría como si llevara siete años deseando hacerlo?
–¿Qué quiere decir?
No sabía qué quería que le dijera. Debería ser una muestra de preocupación por parte de un jefe hacia un empleado leal, pero no lo parecía. ¿Acaso le estaba tirando los tejos después de tanto tiempo solo porque Neil era un idiota? ¿O porque era evidente que estaba atravesando un momento vulnerable y no pasaba nada más interesante?
La distancia que los separaba parecía haberse reducido, como si él se hubiera echado hacia delante sin que ella se hubiese dado cuenta. O quizá había sido ella la que se había aproximado.
«Va a besarme. Va a besarme y lo estoy deseando. Siempre he querido que lo hiciera».
No lo hizo. Simplemente volvió a acariciarle la barbilla como si estuviera memorizando cada uno de sus rasgos. Deseaba alargar los brazos, hundir los dedos en su pelo y atraerlo hacia su boca. Quería saborear aquellos labios y sentir algo más que aquella caricia.
–Serena, usted es mi mejor empleada, siempre lo ha sido. Quiero que sepa que, pase lo que pase en el consejo de administración, cuidaré de usted. No permitiré que salga de este edificio con las manos vacías. Su lealtad será recompensada. No le fallaré.
Todo el aire que había estado conteniendo, escapó suavemente en forma de suspiro.
Era lo que necesitaba oír. Todo su esfuerzo había valido la pena. Ya no tenía sentido su temor a vivir de la caridad o a declararse en bancarrota o a hacer fila ante un comedor social.
De repente, recuperó el sentido común. Había llegado la hora de mostrarle su agradecimiento.
–Gracias, señor Beaumont.
Algo en su sonrisa cambió, haciéndole parecer más perverso.
–Prefiero que me llames Chadwick. Señor Beaumont me recuerda a mi padre.
Al decir aquello, volvió a aparecer en su rostro el gesto de cansancio. Bruscamente apartó la mano de su barbilla y dio un paso atrás.
–Así que los abogados el martes, el consejo de administración el miércoles y la gala benéfica el sábado, ¿no?
Serena asintió con la cabeza. De vuelta a la normalidad.
–Sí.
Respiró hondo. Se sentía más tranquila.
–Te recogeré.
Fin de la tranquilidad.
–¿Perdón?
De nuevo, aquel aire de perversión volvía a adivinarse en su sonrisa.
–Voy a ir a la gala benéfica y tú también. Tiene sentido que vayamos juntos. Te recogeré a las siete.
–Pero la gala no empieza hasta las nueve.
–Iremos a cenar. Considéralo la manera de celebrar la elección de la obra benéfica de este año.
En otras palabras, no debía tomárselo como una cita, aunque fuera eso precisamente lo que parecía.
–Sí, señor Bea… –comenzó y, al encontrarse con su mirada, rápidamente se corrigió–. Sí, Chadwick.
Él esbozó una franca sonrisa que le quitó quince años de encima.
–Ahí está, no es tan difícil, ¿no? –dijo y se volvió hacia su mesa, poniendo fin al momento que acababan de compartir–. Bob Larsen vendrá a las diez. Avísame cuando llegue.
–Por supuesto.
No se atrevía a pronunciar su nombre de nuevo. Su cabeza estaba demasiado ocupada dando vueltas a lo que acababa de suceder.
Estaba a punto de salir por la puerta cuando la llamó.
–Serena, lo que necesites. Lo digo en serio.
–Sí, Chadwick.
Y con esas, cerró la puerta.
Aquel era el momento en el que Chadwick revisaba cada mañana los datos de marketing. Había designado a Bob Larsen vicepresidente de marketing, quien había contribuido a aumentar el prestigio de la marca. Aunque Bob rondaba los cincuenta años, sus amplios conocimientos en Internet y en las redes sociales habían servido para introducir el siglo XXI en la cervecera. La cervecera Beaumont estaba en Facebook y en Twitter, y no siguiendo las tendencias, sino liderándolas. Chadwick no sabía muy bien para qué servía SnappShot, aparte de para hacer fotos rayadas o granuladas, pero Bob lo había convencido de que era la plataforma adecuada para lanzar su nueva línea de cervezas según la estación.
–Tenemos que dirigirnos a todos esos amantes de la comida que se dedican a hacer fotos de lo que comen –le había dicho la semana anterior.
Sí, eso era en lo que Chadwick debería estar pensando. Pero ¿por qué estaba allí sentado, pensando en su secretaria?
No había dejado de dar vueltas a sus palabras ni a su aspecto cansado de aquella mañana. Parecía haber pasado el fin de semana llorando. No había contestado a su pregunta. Si aquel desgraciado hacía meses que había desaparecido de su vida, según ella de mutuo acuerdo, ¿qué había pasado durante el fin de semana?
La idea de que Neil Moore, jugador de golf profesional, le hubiera hecho daño a Serena le enfurecía. Nunca le había gustado Neil. Le parecía una sanguijuela que no estaba a la altura de Serena Chase. Chadwick siempre había pensado que se merecía a alguien mejor, alguien que no la dejara sola en una fiesta para ir a conocer a alguna estrella de la televisión, como le había visto hacer en al menos tres ocasiones.
Chadwick nunca había hecho nada inapropiado hacia Serena, pero se había dado cuenta de que otros hombres la habían intentado abordar en el antiguo despacho de Hardwick Beaumont solo porque era mujer. Chadwick no había vuelto a hacer negocios con aquellos hombres. Su padre, Hardwick, había sido un canalla tramposo y mentiroso, pero Chadwick no era así, y Serena lo sabía. Se lo había dicho ella misma.
Esa debía de ser la causa de que Chadwick hubiera perdido la cabeza y hubiera hecho algo que no había hecho en ocho años: tocar a Serena, ponerle la mano en el hombro y acariciarle la barbilla…
Durante unos segundos, había hecho algo que llevaba años deseando: interactuar con Serena en un plano que no tenía nada que ver con el laboral. Y durante aquel instante, había sido maravilloso sentir sus ojos marrones mirándolo. Había visto cómo sus pupilas se dilataban en respuesta a sus caricias, reflejo del deseo que él mismo sentía.