Marcada por lobos - Lena Valenti - E-Book

Marcada por lobos E-Book

Lena Valenti

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Beschreibung

Cami Bonnet tenía todo lo que quería. Su vida era tranquila, se dedicaba a su popular canal de cocina, ni quería ni necesitaba amoríos y se sentía segura dentro de su zona de confort, a pesar de formar parte de la sobrenatural Orden de Caín. Aún se le desconocía su gracia, esa habilidad con la que Lillith bendecía a sus hijas, pero esperaba que, con el tiempo, se le despertasen los recuerdos para ser un activo más para los suyos. Hasta que escuchó de nuevo los aullidos, los mismos que, de pequeña, la animaban a visitar las entrañas de las montañas, Esta vez, esos aullidos la iban a cambiar para siempre, y la adentrarían en una naturaleza de la que, aunque quisiera, jamás podría escapar. Una no huye de los lobos si está hecha para correr con ellos. La batalla continúa abierta, la Orden se organiza y cada gracia de las Bonnet les da más posibilidades para alcanzar su objetivo. Cada paso, cada decisión formará parte de una jugada estratégica para avanzar y comerle terreno al Inventor. Si la brújula Shipton marca el camino, llegó la hora de que entren nuevos jugadores a la partida

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Primera edición: julio 2021

 

Título: Marcada por Lobos

Saga: La Orden de Caín III

Diseño de la colección: Editorial Vanir

Corrección morfosintáctica y estilística: Editorial Vanir

De la imagen de la cubierta y la contracubierta:

Shutterstock

Del diseño de la cubierta: ©Lena Valenti, 2021

Del texto: ©Lena Valenti, 2021

De esta edición: © Editorial Vanir, 2021

 

 

Bajo las sanciones establecidas por las leyes quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro —incluyendo las fotocopias y la difusión a través de internet— y la distribución de ejemplares de esta edición y futuras mediante alquiler o préstamo público.

Índice

 

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capitulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Epílogo

 

 

 

 

Y Lillith dijo:

«Una mujer libre siempre corre con los lobos».

 

 

 

Prólogo

 

 

 

 

En los albores del tiempo, cuando se originó todo, el Creador inventó al hombre mediante el barro y la arcilla de ese mundo hermoso y sin igual que había ideado. Un mundo increíble, con mares, con vergeles naturales, desiertos, todo tipo de fauna y naturaleza, estrellas, galaxias y universos insondables. Era, sin atisbo de duda, el cónclave perfecto en el que iniciar un proyecto de vida. A ese mundo le dio vida y creó el Tiempo para que todo tuviera un ritmo evolutivo.

A su protagonista, a ese primer hombre que seguiría ese ritmo, lo llamó Adán. Pero Adán por sí solo no podía evolucionar, y decidió crear también, de la misma arcilla, a un ser femenino, llamado Lillith, para que entretuviera a Adán y siguiera sus premisas. Porque Adán era el hombre y era a él a quien se debía obedecer.

Pero la esencia de Lillith era distinta a la del primer hombre. El mundo que el Creador ofrecía a Lillith era una realidad de obediencia en la que Adán debía ser su amo. Lillith se negó a yacer bajo el yugo y el sexo de Adán, porque ella odiaba someterse pero, lo que más detestaba era ser consciente de que era libre y no serlo. Así que, aburrida del hombre y del mundo que el Creador le ofrecía, se opuso y se rebeló a ello, rechazando su vil juego y luchando por su propia liberación.

Pero al Creador todo aquello que lo desprestigiara y que osara a enfrentarse a él, le parecía una ofensa. Como castigo, la desterró a otra dimensión. Sin embargo, Lillith era inteligente y, sobre todo, estaba despierta y era la única que conocía el verdadero nombre del dios. Conocer su nombre la hacía inalcanzable para el Creador, porque si uno conocía el nombre de aquel dios, podía encontrar la manera de quitarle todo el poder. Ella podía viajar entre mundos y dimensiones, y decidió que, aunque podía encontrar la llave y escapar de esa cárcel en la que el Creador la había atrapado, se quedaría en ella para liberar y persuadir a otros y otras a que despertaran.

Lillith fue perseguida por el Creador, pero este nunca podía dar con ella, dado que la esencia de esa primera mujer conocía un lenguaje mucho más antiguo y de un lugar más lejano que aquel que el Creador había construido, y siempre se escapaba de su acecho. Gracias a su conocimiento de los entresijos de aquella dimensión, Lillith urdió un plan para ayudar a la segunda mujer del Creador a que despertara como ella. Porque, obviamente, llegó una segunda mujer para Adán. Eva. Eva era una mujer sumisa y hecha a medida de Adán y de los designios del Creador. A Lillith le iba a costar acceder a Eva si ella no tenía un poco de curiosidad antes sobre ese mundo en el que se encontraba encerrada. Por eso tomó la determinación de transformarse en serpiente y aparecer en las ramas del árbol del conocimiento cuyos frutos, manzanas rojas y suculentas, serían prohibidos y considerados pecados, dado que ofrecían respuestas y secretos sobre quiénes eran ellos y quién era el dios de aquel universo. La serpiente tentó a Eva, y esta mordió la manzana y se la ofreció también a Adán, temeroso al saber que Eva había violado las leyes de su Amo. Cuando el Creador descubrió la afrenta hacia él y su proyecto, decidió castigar impunemente a sus dos creaciones. Los expulsó del supuesto Paraíso y los abocó a una vida de tiempo, trabajo, sufrimiento y muerte hasta que fueran dignos de nuevo de su aprecio.

Y en aquel mundo con un espléndido sol y una mágica luna, pero lleno de trabajo, mortalidad y sacrificios, Eva y Adán procrearon como esperaba el Creador. Dos nuevos humanos ocupados por nuevas almas y esencias de otras dimensiones nacieron de su unión. Se llamaron Caín y Abel.

De todos es conocido que Abel era el bueno y Caín el malo. Abel era el bueno porque obedecía al Creador y hacía todo lo que tenía que hacer para complacerle. Mataba a animales para ofrecérselos, dado que al Creador le encantaban los sacrificios. En contrapartida, Caín no quería matar animales, él los amaba, así que le ofrecía al Creador flores y frutos de la tierra.

Abel no era malo, solo era obediente y hacía lo que se le decía porque amaba al Creador.

Caín, en cambio, respetaba y amaba aquel mundo pero no entendía porqué se debía sacrificar a seres vivos para complacer al dios. Pensar sobre ello le hizo despertar y darse cuenta de que vivía en un engaño. Un dios que exigía muerte para satisfacerle no podía ser un buen dios. Eva, Adán y Abel no eran sino peones de aquel maquiavélico matrix en el que se hallaba. Y él no era Caín, era otra cosa que no recordaba, pero aquella vida no era la real ni era la suya. Por ese motivo, para poner a prueba al Creador, Caín mató a Abel a sabiendas de que nada de aquello era verdadero y de que todo era un juego que sucedía impulsado por el tiempo del Creador, ajeno al verdadero Reino del que él y todas las almas atrapadas en su juego llegarían. Su acto, marcó a Caín para el resto de la historia de la humanidad como el primer homicida. El Dios Creador castigó a Caín y lo marcó para siempre con la oscuridad. Lo obligó a desear la sangre de por vida, para toda su inmortalidad. Le dio colmillos y le dijo que ya que él no había cazado ni matado en su nombre, ahora tendría que derramar la sangre de otros para existir. Y lo convirtió en el primer depredador, el más salvaje y frío de todos. Así nació el primer vampiro: Caín.

El Creador desterró a Caín al Nod, un submundo entre dimensiones plagado de misterio, y seres que él, en su creación, había despechado por no ser aptos para su mundo. Pero lejos de ser un castigo para Caín, el condenado comprendió que él se haría el Rey de ese mundo, igual que Lillith era Reina de la oscuridad y de los que eran como él.

Él podía. El Creador no era capaz de aniquilarlo porque Caín, despierto, ya era inalcanzable para él y no podía hacerle daño, aunque estuviera oculto y encerrado.

Lillith, que entonces podía abrir las puertas de todas las dimensiones del Creador, decidió ir en busca de aquel que, como ella, había descubierto el engaño. Lillith y Caín juntos, crearon varias razas de seres para dejarlos en la Tierra, mezclados con la humanidad, para ayudar a destruir esa cárcel del Creador y estimular a los humanos al despertar y liberarse de esa opresión de sus almas. Pero el Creador no se iba a quedar de brazos cruzados mientras otros querían sabotear a su mundo y a los suyos, así que usó sus propias armas y se valió de su magia para crear en la Tierra a otro grupo de humanos poderosos e iniciados que persiguieran todo tipo de herejías contra él, y cazaran a los culpables, encerrándolos o aniquilándolos para siempre. Los hijos de Caín y de Lillith, los Lilim, fueron perseguidos hasta su desaparición final, borrados de la faz de la tierra.

Sin embargo, lejos de dejarse hundir por la derrota y la pérdida, Lillith y Caín, cuyos objetivos eran claros e incansables y que no podían ser eliminados por el Creador, ya que ellos eran completamente libres, decidieron urdir otro plan. Entendiendo que tal vez los Lilim no podían triunfar solos en un mundo así, creyeron que el despertar total de la humanidad para salir de ese juego lleno de artimañas dependía de los mismos humanos. Solo una conciencia humana podía destruir esa invención divina, dado que el humano era el mayor invento del Creador. Por eso dedicaron su existencia a captar todas esas mentes humanas que se cuestionaran su propia realidad y su ser, y se presentarían ante todos aquellos que rechazaran las leyes de ese mundo y a su Creador.

A cada uno de esos humanos que Lillith captaba, le ofrecía un cáliz con sangre de Caín. Beberla tras renegar de ese universo falaz les ofrecería la inmortalidad, les otorgaría cambios y dones que debían aprender a controlar. Ellos serían los protectores de la verdad e intentarían ayudar a todos aquellos humanos que en su curiosidad intentasen abrir los ojos a la verdadera vida.

Todos a los que Lillith captaba, entraban directamente a formar parte de un grupo muy hermético llamado la Orden de Caín, conformado por vampiros originales hijos de la sangre de Caín y del mordisco de Lillith.

Desde entonces, los miembros de La Orden de Caín caminan en nuestra realidad, entre nosotros, y nos vigilan, expectantes, esperando a todos aquellos que intuyan la verdad y que quieran ir un paso más allá: vivirla.

Y vivirla implica cambios, mordiscos, sangre, guerra, decepciones, muertes, resurrecciones, despertares y conocer de primera mano la batalla más antigua y original de todos los tiempos. Una batalla que han negado y han tergiversado tanto que han hecho creer que se trataba solo de una burda ficción religiosa.

Pero la realidad siempre supera la ficción.

 

El pecado empezó con un mordisco.

Pero el mayor pecado de todos es no pecar.

Quien esté libre de culpa, que tire la primera manzana.

 

 

 

Capítulo 1

 

 

 

Edimburgo

En la actualidad

 

 

 

 

Erin acariciaba el collar de Alba, feliz de tener a su hermana ahí con ella, viva, emparejada y vampira. Alba había dejado su humanidad atrás, y su mortalidad. Su don estaba claramente bajo control y estrenaba colmillos. Por un momento, Erin pensó que Alba le reprocharía su nueva vida. Pero nada más lejos de la realidad: su hermana era, sin lugar a dudas, una mujer satisfecha con su nuevo papel dentro de su nuevo mundo. Ella y Daven encajaban de ese modo que encajaban las cosas mágicas. Y juntos eran hermosos e inspiraban confianza, fuego y dulzura.

Hacía dos días que Alba había regresado de Asturias.

La Orden se encontraba reunida en Blackford, todos, incluso Cami y Astrid, porque tenían cosas que debatir.

Cami no dormía bien, las pesadillas no la dejaban descansar y Eyra se estaba encargando de ir por las noches, sin cruzarse en ningún momento con Astrid, para darle infusiones para conciliar el sueño.

Y Astrid estaba preparando una web de registro de la Orden de Caín. Una web especial a la que solo, aquellos que vieran el sello de El Llamado que se había grabado en cada uno de los libros, los indicados, seguramente, se registrarían. Había un código QR invisible que solo un miembro de la Orden podía ver si conocía los sellos y sabía cómo revelar lo que había escondido. Los que lo hicieran, se dirigirían a la web que estaba preparando Astrid. Porque necesitaba concentrarse en algo, más que nunca.

Pero lo más importante que debían hablar en la reunión era lo que estaba pasando con la brújula Shipton. La noche anterior, uno de los sellos que señalaba sus agujas se había iluminado. La brújula tenía alrededor muchos sellos originales que representaban todos aquellos Lilim ocultos en la realidad y encerrados por el Inventor.

Viggo tomó la brújula y la mostró a todos dejándola en el centro de la mesa. Un sello de formas estrambóticas parpadeaba con una luz roja.

—La Legión del Inventor cada vez tiene más medios para atacarnos. Sus símbolos intentan anular los nuestros. Las familias de acólitos han conseguido durante mucho tiempo resguardar objetos poderosos que nos pertenecen. Gracias al grimorio de Olga hemos descifrado los apellidos de esas familias, pero estos han ido evolucionando a lo largo de los siglos. Queremos recuperar esos objetos —dejó claro—. Días atrás se rompió un límite y se abrió un velo al invocar físicamente a un demonio del Ínferus. Nosotros no tenemos jilgueros y nunca hemos estado en contacto con ellos. Pero nos tenemos los unos a los otros y tenemos a las Bonnet. Alba —señaló a la susodicha— consiguió devolver al Nixe a su lugar, a su dimensión. Pero este hecho, aunque haya tenido un final feliz, no deja de ser preocupante. Están abriendo la puerta —sentenció el vampiro—. Ya no les bastan sus peones. Van a empezar a echar mano de sus generales, sus tenientes, sus capitanes... Y empezarán a mover otras fichas, ahora que nosotros tenemos a mano otras informaciones. Se están dando prisa y saben porqué... La lectura que Erin ha hecho de este sello, que no deja de iluminarse en la brújula, se asocia a uno de los clanes de Lilim que nombraba el Grimorio que habían caminado por la tierra en otros tiempos y que habían coincidido con vampiros, brujas y otras entidades que se habían enfrentado a la Inquisición para conseguir la libertad y romper las cadenas de esta realidad. Y debemos sacarlas de donde sea que estén, porque les necesitamos. Ahora nos toca a nosotros y debemos poner todos de nuestra parte.

Cami, que estaba medio protegida entre Eyra y Astrid, asomó la cabeza para divisar el sello que decían que titilaba, mientras se mordía la uña del pulgar. Y entonces giró la cara, porque no quería saber más. Estaba agotada. Y, sin embargo, volvió a mirar la brújula, y su mano salió disparada hacia ella cuando lo único que pretendía era alejarse.

Todos se quedaron asombrados con su actitud. Pero dejaron que la sostuviera porque era la primera vez que Cami parecía querer inmiscuirse en los asuntos de la Orden.

Sin embargo, no quería. Pero esos tambores y esos ruidos la hipnotizaban.

—¿No los oís? —preguntó temerosa—. ¿Soy yo la única que los oye?

Astrid se acercó a Cami y la sujetó por los hombros.

—¿El qué, cielo? ¿Qué tenemos que oír?

A Cami aquella mezcla de percusión, ruidos y extraños sonidos la dejaron arrobada, sometida por la brújula de hermosa factura, mezcla de cobre, oro e intrincados fondos donde resaltaban sellos como si fueran puntos cardinales. El símbolo parpadeaba con fuerza, de un modo subyugante.

—Los aullidos —contestó, antes de poner los ojos en blanco y empezar a convulsionar.

Como cuando le daban los ataques epilépticos de pequeña.

 

 

 

Capítulo 2

 

 

 

En el pasado

Asturias

 

 

 

 

Era una niña. Siete años tenía la famosa noche en la que su supuesto sonambulismo la alejó del calor de su casa y la protección de su hogar. En su fuero interno, Cami sabía que mamá Olga le tenía prohibido salir por las noches al bosque. Y aunque era cierto que podía ser un poco sonámbula, esas salidas no se debían a su afección nocturna. Las hacía por voluntad propia.

Sabía que estaba mal desobedecer a mamá, y también sabía que la montaña no era lugar para ella, y menos bajo la atención de la luna. La casona en la que vivían en el pueblo se hallaba rodeada de territorio de caza, y los cazadores, mucho más salvajes que los propios animales, disparaban a cualquier cosa que se moviera entre árboles y matorrales. Y acumulaban denuncias —que dicho sea de paso nunca se atendían— en los Ayuntamientos de toda la Comunidad. Pero eso a ellos les daba igual, porque preferían las cabezas de los animales, las pieles, los colmillos, o sencillamente el ego que se les inflamaba al poseer cadáveres como trofeos, que la seguridad de los que allí pudiesen vivir. Por eso muchos salían con nocturnidad y alevosía, esperando sorprender a sus presas en su descanso. Porque así era más fácil.

No era la primera vez que mamá Olga le advertía y que cerraban su habitación con pestillo, dado lo proclive que era Cami en sus escapadas. Pero había algo dentro de ella que la obligaba a salir, incluso sin ser consciente de ello. Algo que, por mucho que tratase de comprenderlo, siendo pequeña como era, no podía controlar: una necesidad, un llamado, un susurro que la atraía a las entrañas del monte, a pesar de las amenazas, de las alertas en los carteles, de las prevenciones de su madre... Como si allí, afuera, hubiese algo que la reclamase. Las piernas de Cami se movían autómatas, su corazón latía con curiosidad y a gran velocidad para responder a ese llamado personal e intransferible. Algo la buscaba, algo pedía por ella, algo la quería ver y la necesitaba... Y era mucho más fuerte que el miedo y que todos los «no debería» que le repetían a diario. Para que su madre no se enfadase, recogería setas, dado que ella era la mejor encontrando las mejores, y si la reñía, le diría que había ido a recoger unas cuantas para su boticario y para hacer nuevas recetas. Se había preparado su bolsita que llevaba atada a la cintura, porque, si mentía, al menos quería preparar bien su relato.

Cami reconocía la masa forestal en la que se hallaba, porque aquella era su tierra y conocía bien el paisaje. Sabía que retomaría el camino a casa sin problemas, a pesar del frío que hacía y de la lluvia que empezaba a salpicar los árboles y la tierra húmeda.

Un aullido se le coló bajo la piel.

Lobos. Decían que el monte estaba plagado de lobos, de ahí que los cazadores usaran esa tierra como un parque de atracciones para ellos. Pero a la pequeña no le daban miedo los lobos. Le daban miedo los hombres con armas, los hombres que miraban a su hermana Alba como si fuera comida, los hombres que siseaban y silbaban cuando ellas, siendo aún unas crías, pasaban por delante. Ese tipo de hombres no le gustaban. Los lobos, los animales, feroces o no, en cambio, nunca le dieron miedo. Jamás.

El aullido se hacía más fuerte y más lastimoso. Ella no sabía hablar el idioma de los lobos, pero tenía la sensación de que realmente comprendía lo que le estaban diciendo.

Así que se apresuró. Corrió hacia el sonido animal y llegó al sitio que siempre solía visitar cuando esa llamada se repetía.

Porque se repetía. Muchas noches. Y ella siempre deseaba salir para verlos. Aunque supiera más bien poco de esos animales salvajes, Cami sabía que clamaban por ella. Y no tenía ni idea del porqué esto era así, pero así era.

La casona de las Bonnet estaba en las faldas de un cerro poblado de frondosos bosques de coníferas y abedules que crecían sobre superficie silícea, a unos tres kilómetros alejada de donde ahora se encontraba.

La niebla cubría los pies de Cami y el olor a fresco invadía su pequeña nariz. Una nariz con una habilidad pronunciada para detectar cualquier tipo de esencia o aroma. De ahí que su madre Olga le dijera cariñosamente que era una maravillosa elefanta, dado que del reino animal eran los que mejor olfato poseían.

Fue esa habilidad la que le hizo sorber por la nariz aquella esencia fuerte y familiar, que la hacía estremecer. Iba a dar con ellos. Esta vez sí.

Hasta que el sonido del crujido de una rama la hizo voltearse.

No esperaba encontrarse con esos dos hombres en su salida nocturna. De hecho, no esperaba encontrarse con nadie.

Eran dos. Uno más alto que el otro, el alto calvo y el más bajito de mejillas rechonchas tenía un colmillo de oro. Sujetaban rifles en las manos, y vestían con ropa militar, oscura y estampado de camuflaje. Cami solo llevaba su chubasquero amarillo, sus botas de lluvia de color negro y la ropa de chándal que había llevado ese día.

El encuentro con esos dos individuos la paralizó. Sus ojos ambarinos y amarillos se agrandaron por la impresión, e inmediatamente el miedo recorrió cada centímetro de su pequeño cuerpo.

Eran hombres. Eran cazadores. Eran malos.

Su madre las había advertido sobre algunos de los habitantes del pueblo. Decía que no eran de fiar y que si estaban cerca de alguno de ellos que nunca les hicieran caso y que se fueran corriendo. Que debían darse la vuelta y huir.

—Mira... —dijo el del diente de oro pasándose el antebrazo por la boca húmeda—. El bosque nos ha traído a Caperucita.

El otro hombre asintió y sonrió maliciosamente.

—¿Qué hace una niña como tú a estas horas en el bosque? ¿No te han dicho que está lleno de lobos? —entornó los ojos observándola de arriba abajo.

—¿Cuántos años tienes? —quiso saber el otro.

Cami había empezado a temblar.

—¿Te has perdido? ¿Te llevamos con tus padres?

Ella hizo negaciones con la cabeza. No iba a irse con ellos.

Inesperadamente, el más alto de los dos se abalanzó sobre ella y la tiró al suelo. Cami reptó como pudo y el cazador la sujetó por la pierna, de tal manera que le bajó el pantalón y le arañó el muslo con sus dedos. Cami gritó, levantó el pie y le propinó una patada con la suela en la cara para librarse de él. La pequeña fue lo suficientemente rápida como para huir de ellos y adentrarse todavía más en las profundidades del bosque.

El segundo se jactó de lo que veía.

—¿Será que tenemos nueva caza? —rio ayudando a levantarse a su compañero que seguía en el suelo con la huella de la bota de la chiquilla marcada en su afilada barbilla.

—Paso de los lobos —contestó el otro fijando su mirada aguileña en la muchacha que corría como si no hubiese un mañana—. Además, le hemos dado a uno de ellos. Ahora quiero ese trofeo con impermeable amarillo.

Ambos asintieron tácitamente, de acuerdo con su nuevo objetivo. Y procedieron a ir a la caza de Cami.

Cami les había sacado pocos metros después de sorprenderles con su patada. Pero pronto los tendría encima. Tendría que haber hecho caso a su madre y no salir de noche. Cruzó un pequeño riachuelo, y a trompicones esquivó arbustos y árboles como si de una carrera de obstáculos se tratase.

Hasta que se dio de frente con el motivo por el que, esa noche, se había atrevido a salir de casa.

Allí, ocultos tras las sombras que ofrecían el profundo hueco de lo que parecía ser una cueva, tres lobos gigantes, tres bestias, yacían tumbados sobre el mullido musgo. Uno de pelo grisáceo oscuro, otro blanco y otro marrón pardusco.

Uno de ellos estaba herido por un disparo, el más pequeño de pelo marrón. Lo cierto era que aquel, de los tres, era un lobo común, que poseía un tamaño típico y natural, y no el gigantesco de los otros dos. Aquellos parecían sacados de una película de fantasía.

El lobo negro se plantó ante Cami, con las orejas puntiagudas en alto, como si estuviera en guardia.

Debería estar aterrorizada pero, en vez de eso, sintió alivio al encontrarlos. Ella inclinó la cabeza hacia atrás para mirarlo. Olía a bosque.

El lobo negro no quería asustarla, así que, como le sacaba una cabeza y media, se agachó levemente para que ella no le temiera. Era una reverencia en toda regla y un gesto de humildad y generosidad ante alguien con un volumen seis veces más pequeño. Poseía un pelo espeso y abundante, que brillaba por la humedad y la lluvia que rociaba la naturaleza nocturna en el cerro. Sus ojos brillaban con un color amarillo que fascinaba a la pequeña, la cual estaba muy lejos de estar atemorizada.

Sabía que ellos no le harían daño. Nunca. Ellos no.

—Hola, lobito —susurró la Bonnet—. Me... me persiguen unos cazadores —dijo con voz trémula y los ojos llenos de lágrimas—. Me-me quieren hacer da-daño.

El lobo la estudió con detenimiento y dio una vuelta a su alrededor, olisqueándola, rozando su cabeza contra sus piernas. El lobo blanco, en cambio, continuaba mirándola, agachado, aún haciéndole una reverencia. El oscuro, el líder, volvió a enfrentarla, acercó su hocico a su diminuta cara y de repente, sacó su lengua y la pasó suavemente por su mejilla. Era un beso. El beso de un lobo.

Cami cerró los ojos y sonrió, y después hundió su manita en el cuello ancho y peludo del animal. Solo para acariciarlo.

Eran muy grandes. Del tamaño de un poni. Nunca había visto lobos así. Podría subirse al lomo de uno de ellos si quisiera y, si ellos se lo permitieran, por supuesto.

Entonces los lobos se removieron nerviosos al escuchar los pasos torpes de los cazadores acercándose al lugar donde ellos estaban protegiendo a su compañero herido. Y en donde ahora resguardaban a la pequeña.

El lobo negro empujó amablemente a Cami hasta el interior de la diminuta cueva, al ver la proximidad de esos hombres armados. Y tanto él, como el de pelo más claro, se interpusieron entre el cuerpo de la pequeña y los dos humanos que olían a maldad y a perversión.

—No me lo puedo creer... —dijo el que tenía el diente dorado—. La niña nos ha llevado hasta los lobos. El dios de la caza nos ha bendecido esta noche, sin duda. Tres lobos y una virgen.

—Es maravilloso. Nunca en mi vida había visto lobos así —dijo el segundo enorgullecido sujetando mejor el rifle contra su hombro—. Nos llevaremos a los cuatro trofeos a casa. Le di al más pequeño, y no podrá correr. Solo tenemos que hacernos cargo de los dos grandes y de la niña.

Cami se acuclilló, se estiró en el suelo al oír aquellas palabras, y se hizo un ovillo muy pequeñito, mientras el lobo de pelaje claro la cubría para darle calor. La pequeña se quedó mirando fijamente un punto en el suelo de la cueva. Había un dibujo extraño grabado en la superficie. Lo resiguió con un dedo de su mano y se llevó el dedo pulgar de la otra a la boca, para chuparlo e intentar tranquilizarse. No estaba a salvo del todo de esos hombres, pero los lobos cuidarían de ella. Eso esperaba. Pegó sus rodillas contra su pecho y dejó su mano sobre la serigrafía. Como si aquella le diese la calma que le hacía falta.

El lobo negro se colocó en posición de defensa. Frente a los cazadores. Les enseñó los blancos y puntiagudos colmillos para atemorizarlos.

Ellos apuntaron al imponente animal, preparados para disparar y matar. Pero entonces, escucharon la voz de una segunda niña tras ellos.

—Dejad en paz a mi hermana —dijo la recién llegada.

Los dos hombres no se lo podían creer. El del diente de oro empezó a reírse, mirando a la niña de unos ocho años, pelo rojo y ojos de color whisky que los desafiaba con gesto serio y severo, muy alejado del rictus de terror que la otra niña rubia formaba con sus expresiones.

—Ven aquí, bonita. ¿Cómo te llamas?

—Me llamo Alba. Y no disparéis a los lobos ni a mi hermana.

—¿Es tu hermana? ¿Pero cuántos años tenéis? ¿Qué hacéis solas en un bosque como este?

—Yo he venido a llevarla a casa.

—No. Os vendréis con nosotros —dijo el más alto apuntando de nuevo a los lobos—. Os llevaremos a las dos a nuestra casa y...

—No vais a llevar a nadie a vuestra casa. Cami se viene conmigo. Y a los lobos no les vais a hacer nada.

—Cállate, niña. Y mira —contestó el del diente de oro.

El cazador iba a apretar el gatillo.

—No, mira tú —lo cortó Alba—. Quiero que os apuntéis el uno al otro a la cabeza, y disparéis.

La voz suave, dulce y letal de una Alba entonces muy niña, traspasó las barreras mentales de esos individuos y los impelió a obedecerla.

Lo que pasó a continuación no tendría explicación para nadie, ni para los cazadores ni para Cami ni para los lobos, que contemplaban con mucho interés a la otra muchacha que había aparecido como por arte de magia en lo alto del cerro.

Los cazadores se apuntaron el uno al otro, primero con sorpresa. Después con resignación. Y, mirando a Alba con adoración como si estuvieran en presencia de un ángel y desearan morir complaciéndola, dispararon y sus sesos acabaron desparramados por la tierra plagada de musgo, piedra y raíces de viejos árboles.

Los lobos se echaron a correr en cuanto oyeron el disparo. Los hombres se mataron el uno al otro y cuando los lobos se dieron cuenta de que Alba empezaba a acercarse a ellos, a la cueva, decidieron escapar. El lobo de pelaje oscuro sujetó al pequeño lobo marrón herido por el pellejo del cuello y se lo llevó de allí. El lobo blanco se apartó del diminuto cuerpo de Cami y siguió al otro, hasta desaparecer entre la penetrante arboleda.

Cami estaba en shock. Asustada, cansada y con ganas de llegar a casa. Después de eso no saldría de su cama en días.

Cuando vio a Alba, la rubia, agotada por la adrenalina y el terror sufrido, se desmayó. Se quedó inconsciente. Porque siempre había sido muy aprensiva, y porque, aunque era una Bonnet, era solo una cría que había querido salir de noche para ir a correr con los lobos.

No correría con ellos esa noche, pero nunca olvidaría sus cuerpos gigantes, y cómo habían cuidado de ella y habían dado la cara por ella para protegerla de esos hombres malos.

Y tampoco olvidaría a Alba, asomándose a la cueva, sonriendo con el rostro un poco estucado de gotas de sangre de sus víctimas, para tomarla en brazos y cargar con ella a través de la montaña con la promesa de llevarla de nuevo a casa.

Nunca olvidaría esa noche.

O, al menos, eso pensaba.

Qué equivocada estaba.

 

 

 

Capítulo 3

 

 

 

Blackford

Salón de reuniones

 

 

 

 

Cuando Cami abrió los ojos, tenía el rostro lleno de embrujo de Erin a un palmo, mirándola fijamente, ahora, con sus ojos negros y grandes brillando con expectación, y satisfecha al verla consciente de nuevo. Cami ya sabía que cuando Erin bebía de Viggo sus ojos dejaban de ser rosados y retomaban su color original, como un indicador de batería.

Pensó en su desmayo. Ya había pasado por eso días atrás, después de sufrir las consecuencias del sello del recuerdo de su hermana, y no quería que le sucediese lo mismo. Así que se humedeció los labios con la lengua y dijo:

—¿Cuántos días llevo inconsciente?

Oyó una risa sesgada por encima de su hombro izquierdo y se encontró a Alba que llevaba consigo una copa de agua. Tenerlas a ellas tan cerca era como descansar debajo de un manzano, con aquel aroma tan rico y afrutado.

—Ninguno. Te has desmayado hace tres minutos —los ojos rosados de su hermana más letal y despampanante le sonreían con ternura. Era un espectáculo. Y si tenía los ojos rosados ahora en vez de los de color whisky era probablemente porque aún no había bebido del guapo de Daven. Ya lo haría, seguro. Porque esos dos, bueno, mejor dicho, las parejas vampíricas, en general, necesitaban beberse y morderse todos los días no solo para alimentarse, sino también para disfrutarse y poseerse como ellos hacían. Era increíble e intenso, aunque a Cami ese tipo de relación tan subyugante y entregada le diera demasiado respeto. A ella no le gustaría estar nunca en dependencia de nadie. Sus hermanas le habían dicho que no se trataba de depender, se trataba de elegirse todos los días y complementarse y, que eso, una mente aún humana y no despierta, no lo podría entender. Y tenían razón. Porque no podía imaginarse estar tan atada a alguien por propia voluntad. Y más en un tiempo en el que se hablaba de libertad e independencia femenina. ¿Qué necesidad había para encadenarse y sentir tanto hacia nadie?

Pero esas cuestiones ahora no le importaban en lo más mínimo, aunque fuera inevitable que acudieran a su mente cada vez que las miraba, tan felices, radiantes y, aunque fuera una contrariedad, empoderadas como nunca.

Se encontraba sobre el mullido sofá del salón central del castillo. La habían trasladado hasta ahí, ya que recordaba haberse dejado caer casi sobre el suelo. Se había desmayado. Como le sucedía de pequeña después de haber estado en contacto con aquellos lobos, cada vez que escuchaba sus aullidos. Entonces, cuando los oía, quería salir igual a la montaña, pero su cuerpo convulsionaba como si fuera presa de ataques epilépticos sin explicación médica alguna.

Hasta que un día, dejó de oírlos, exactamente, justo cuando a los once años le vino la menstruación. Sin embargo, después de años sin saber nada de esos lamentos lobunos ni de volverse a encontrar con uno de ellos, los había oído, más cerca y más reales que nunca. Y activó algo enterrado en su memoria, aunque días atrás el sello del recuerdo lo empezase a desenterrar y lo hiciera asomar en sueños, como le había pasado a Alba y como después de su transformación le sucedió a Erin.

Cami se cubrió el rostro con la mano e inspiró profundamente. Había una relación entre lo que le acababa de pasar y la brújula de Shipton, cuyos símbolos, uno en especial, el que palpitaba intermitentemente, no era desconocido para ella. Asombrosamente, no lo era, y eso la tenía descolocada.

—Bebe, bombón —le pidió Alba, ofreciéndole la copa de agua y ayudándola a incorporarse—. ¿Estás bien?

—Hacía mucho que no te pasaba eso —dijo Astrid, sentada a sus pies, en el sofá—. Ha sido como cuando te desplomabas cuando eras pequeña.

Su hermana, la más pequeña de todas, la observaba nerviosa e impaciente por verla totalmente recuperada. Astrid siempre sufría por ella, tenía un sentimiento de protección gigantesco hacia su hermana menor, como si estuviera a su cargo. Pero eso era así porque de todas, aunque no lo aparentase, Astrid era la más maternal. Aunque su aspecto de autosuficiencia, seguridad y competencia no dijese eso. Su pelo castaño oscuro y largo era liso, espeso y brillante. Y su flequillo recto siempre enmarcaba sus ojos alargados ligeramente hacia arriba y grandes, de ese color suyo tan peculiar, que hacía que uno dudase de si eran verdes o grises.

Cami la miró entre sus dedos abiertos.

—Estoy bien...

—Por poco te abres la cabeza —señaló Astrid—. Si no llega a ser por Khalevi, que ha corrido como el viento, ahora tendrías la cicatriz de Harry Potter en tu frente.

Cami buscó a Khalevi, que seguía sentado en la mesa como si eso no fuera con él, a diferencia del resto de vampiros, que formaba un cerco a su alrededor. Y eran verdaderamente intimidantes. El vampiro más vikingo de todos, con ese pelo trenzado pegado al cráneo y su larga melena rubia con los laterales rasurados, la miró de reojo y después continuó dando vueltas a su copa de Peccata Minuta. Khalevi siempre tenía ese aire con ella, provocador y distante al mismo tiempo, y la hacía sentirse incómoda. Ligeramente incómoda, como si tuviese la necesidad de justificarse ante cada palabra o paso que ella diera. Como si él la juzgase. Y no lo entendía. Porque ella a él no le debía nada. Nada absolutamente. Tal vez tendría el aspecto más inocente de las Bonnet o pareciera la más tímida. Pero no era débil ni tonta. Una cara bonita, como la de él, nunca la había afectado y ella no se iba a dejar amedrentar por su sex appeal o por su aspecto entre bárbaro y cool.

Khalevi era de esos tipos malotes, tan guapo como cualquiera de la Orden. Pero ella necesitaba más cosas para interesarse en un hombre. Por eso no tomaba en serio su sonrisa socarrona ni su aire gamberro y letal.

Aun así, no iba a negar su verdad: ella temía a los vampiros. Los temía desde siempre, incluso cuando era pequeña y no creía que existieran ni era consciente de toda la sabiduría ancestral que poseía. Los vampiros, los hombres y mujeres que mordían y bebían sangre, le daban pavor. Porque, una vez olvidó quién era, se grabó en su subconsciente el mito popular humano, la leyenda de que los vampiros bebían sangre y mataban. Una idea creada por la Inquisición para alejar a los humanos de su cercanía. Y sabía que no era verdad. Ahora lo sabía. Sabía quiénes eran, el porqué estaban ahí y de quiénes eran hijos e hijas. Pero una no olvidaba sus credos de siempre tan rápido. Ese reparo hacia ellos continuaba ahí. Casi como algo físico. Por eso sabía que nunca podría estar con uno de ellos. Como si, biológicamente, sus células rechazasen esa posibilidad.

Ahora ya no le caían mal. Porque sabía que eran infinitamente más fuertes y poderosos que ella, que podrían doblegarla y obligarla a cualquier cosa con una de sus órdenes, pero no lo hacían. Y por ese motivo, precisamente, los respetaba. Porque, por el momento, no las habían obligado a hacer nada que no quisieran. Es decir, no abusaban de su poder.

Lo que había sucedido con Erin y con Alba, nada tenía que ver con la obligación y todo con la causalidad de la acción y la reacción.

Cami medio sonrió para sosegar los ánimos de sus hermanas y tomó la copa de agua para beber de ella y aclararse la garganta. Debía decirles lo que había visto. Tenía que contárselo. No era una casualidad lo que le había sucedido, y todo tenía que ver con el símbolo de la brújula de Shipton.

—¿Qué te ha pasado? ¿Qué aullidos dices que oías? —insistió Astrid pasándole la mano por las tibias—. No hemos oído nada.

—Has visto algo —sentenció Eyra—. Hay algo nuevo en ti. Sabes algo.

La rubia vampira de pelo rizado y aspecto divino y peligroso, estaba con la cadera apoyada en el sofá tipo Chester, mirándola desde el respaldo, más lejos de Astrid que de costumbre. Eyra y Astrid tenían buena relación, o eso había creído, porque ahora no daba esa sensación. Cami quería entender qué había pasado para que de repente se originara un abismo tan grande entre ellas, aunque sabía que no lo descubriría, porque Astrid era una tumba en relación a sus asuntos más personales.

Eyra se cruzó de brazos, y al hacerlo, la chupa de cuero corta y de manga larga que llevaba se pegó a su espléndido abdomen. Esa vampira tenía estilo. Llevaba un jersey negro debajo, de cuello alto y vuelto, pero no muy largo, que mantenía su vientre al descubierto. Un vientre que mostraba el tatuaje de parte del cuerpo de una serpiente. No lo había visto hasta ahora. O puede que nunca se hubiera fijado. Cami sabía, por boca de Alba y Erin, que los vampiros de la Orden estaban marcados con el símbolo de Caín y la serpiente de Lillith: la mamba negra. Y que, según ellas, ese tatuaje cobraba vida en sus pieles. Fascinante e inquietante a la vez.

Cami apoyó la espalda en el respaldo del sofá y exhaló como si hubiese corrido un maratón.

—Tengo razón, ¿verdad? —insistió Eyra con una media sonrisa—. Te ha pasado algo al ver la brújula. Explícanoslo.

La orden de Eyra puso en guardia a Astrid, que parecía más sensible de la cuenta y respondió:

—No la presiones —la miró por encima del hombro—. Acaba de perder el conocimiento. Deja al menos que se recupere.

Fue el tono lo que acabó por hacer ver a Cami que había pasado algo entre ellas. Astrid podía ser ácida y siempre tiraba de su agudo humor para replicar a los demás, pero pocas veces era una borde. Lo que sucediera entre ellas se inició, seguramente, la noche en la que Alba reapareció en el salón de la casa después de haberla dado por muerta. Desde entonces, el espacio entre Astrid y la vampira, era escarcha.

Eyra, en cambio, no respondió al tono cortante de su hermana. Continuó como si oyese llover y siguió con su interrogatorio.

—No quiero presionarte. Pero cualquier dato es importante.

—Eyra tiene razón —apuntó Viggo, el líder de pelo blanco y ojos magenta, deseando escucharla—. Oyes lobos. Y nosotros, que tenemos un oído mil veces más fino que el tuyo, no hemos oído nada.

Cami no les iba a llevar la contraria. Necesitaba que le dijeran lo que le estaba pasando. Porque algo le sucedía. Desde luego. Al menos, ahora, recordaba completamente lo que sucedió la noche que desapareció. Y eso era mucho más de lo que había tenido en más de una década de ignorancia.

—El sello intermitente ha pasado del color rojo al verde fosforito —informó Daven sujetando la reliquia de la bruja—. Está claro que es un indicador de algo. Es un sello increado, desde luego.

Ella carraspeó y se dispuso a hablar con toda la serenidad de la que era capaz.

—Estos días no han sido fáciles para mí, después de que Erin hiciera piedra, papel y tijera con nosotras y ese sello del recuerdo. No he podido dormir nada bien. Me venían retazos inconexos de mi pasado que yo no recordaba haber vivido...

—¿Has visto a mamá? —quiso saber Astrid—. ¿Tienes algún recuerdo de ella?

Cami negó suavemente y se recogió el pelo rubio en una cola alta de caballo.

—No. No he visto a mamá —respondió alisándose la falda alta de cintura y corta, con estampación de cuadros blancos y negros. Miró que no se hubiera roto la blusa y que el lazo negro que adornaba el cuello de su camisa estuviera en su sitio.

—Sigues siendo una Gossip Girl, nena —le dijo Astrid guiñándole el ojo—. La eterna señoritinga femenina. Siempre estás bien y no se te ha roto nada. Quédate tranquila.

Cami quiso reírse de su tontería, pero traía entre manos algo muy serio y a lo que necesitaba encontrar una explicación.

—Vi lo que me pasó esa noche, en el cerro, cuando desaparecí. Lo he recordado —fijó sus ojos en los de Alba y asintió dándole las gracias—. Sabía que esa noche sucedió algo, por eso te preguntaba tanto después de que despertaras.

—¿No le explicaste lo que me contaste? —Erin observó a Alba.

—No he tenido mucho tiempo de hablar de nada después de mi viaje a Asturias —se defendió la de pelo caoba—. He estado un poco ocupada, ya sabes. Soy un vampiro y tengo hambre constantemente —le dijo en voz baja—. ¿Entiendes?

—Te he oído, shokjoladen —espetó Daven divertido—. Sí, y no lamento haberte tenido tan entretenida.

Alba se mordió el interior del carrillo para no reírse y Erin bizqueó.

—De verdad, qué pedantes son... —dijo Astrid—. ¿Qué has recordado, Cami?

—De pequeña oía a los lobos, como si me llamaran. Una noche, salí al cerro en su busca, porque quería verles, porque me estaban pidiendo ayuda. Los cazadores habían herido a uno de su manada, por eso me reclamaban. Sé que es una locura —admitió un tanto avergonzada agachando la cabeza—...

—Sí bueno, yo llamaba loco a Bram Stoker y estaba segura de que la Biblia era producto del consumo de setas alucinógenas. Y ahora resulta que no decía locuras ni tonterías... —incidió Astrid—. Y tus hermanas mayores tienen colmillos. Así que, prosigue, por favor —la animó con un ademán de su mano.

—En lo alto del cerro, a unos tres o cuatro kilómetros de nuestra Masía, había un lugar al que siempre iba cuando oía los aullidos. Llegaba hasta allí pero nunca encontraba a los lobos. Me escapaba más de una vez, y ni nunca me sucedió ni jamás encontré nada tampoco. Sin embargo, esa noche, todo cambió. Los cazadores que habían herido a uno de los lobos, dieron conmigo. No eran... no eran buenas personas —confirmó trémulamente.

—No. No lo eran —evidenció Alba tomándole la mano.

—Intenté huir de ellos. Pero uno de los cazadores se abalanzó sobre mí y me hirió en un muslo con sus uñas... le di una patada, me alejé y corrí hasta ese lugar al que siempre intentaba llegar cuando oía los aullidos. Y entonces los encontré. Eran tres lobos. Pero dos de ellos —enumeró como si estuviera en su recuerdo y pudiera verlos ante ella e incluso olerlos—... dos de ellos no eran lobos corrientes. Eran muy grandes.

—Sí... —susurró Alba recordando lo que ella, como si acabase de caer en ese detalle—. Es cierto. Eran tremendamente grandes.

—Como un poni —explicó Cami llevándose las manos alrededor del rostro—. Tenían una cabeza que hacía tres de las mías, eran más altos que yo, casi el doble y eso que entonces tenía siete años —narraba con asombro—… Cuando los vi, les pedí ayuda y ellos me cobijaron en el surco en la montaña en el que se recogían y resguardaban de los cazadores. Era como la entrada de una cueva. Y me protegieron con sus cuerpos. Yo entré casi en estado catatónico, en shock. Me hice un ovillo en el suelo... Los cazadores iban a matar a los lobos y querían llevarme a mí con ellos. Pero apareció Alba. Con su impermeable rojo y sus botas amarillas… —sonrió agradecida y con los ojos llenos de lágrimas—. Tú les ordenaste que se disparasen el uno al otro. Los ejecutaste. Y ellos te obedecieron sin rechistar.

Alba tragó saliva y no le llevó la contraria. Así sucedió.

—Los lobos salieron corriendo en cuanto Alba se acercó a la cueva.

—Normal. Se acojonarían al verla —dijo Daven orgulloso de su vampira ejecutora.

—Me cargaste y me llevaste a casa —prosiguió Cami—. Me salvaste esa noche. Pero, hasta ahora, no lo he recordado. ¿Cómo he podido olvidarme de algo así?

—Porque así debía ser —contestó Erin—. Mamá nos protegió para que no fuéramos descubiertas y ocultó nuestros verdaderos recuerdos, por nuestro bien.

—Perdón que interrumpa... —dijo Gregos jugando con la punta de una curiosa navaja que casi siempre llevaba en la parte trasera del cinturón—. Pero eso no explica por qué te has desmayado después de ver como el símbolo de la brújula Shipton parpadeaba. ¿Tiene alguna relación?

Gregos llevaba un moño alto. Era como una serpiente con esos ojos alucinantes, y su lengua bifurcada y sus piercings faciales. Pero, hermoso, para colmo, como todos los demás. Siempre vestía de negro, siempre igual e uniforme, como un ninja que quisiera camuflarse y pasar desapercibido entre todos. Se equivocaba, si esa era su intención, dado que no iba a pasar desapercibido jamás. Era imposible.

—Gregui tiene razón —apuntó Astrid.

Eyra alzó una ceja rubia con sorpresa y algo despectiva.

—¿Gregui? —repitió la vampira descruzándose de brazos—. Cuánta intimidad...

—Es un diminutivo de Gregos. Solo eso —contestó Astrid sin mirarla—. Pongo diminutivos a los que me caen bien.

—Ya —Eyra dejó ir el aire suavemente entre los dientes—. ¿Y qué es Gregos? ¿Un bebé? —afiló sus palabras—. Si a mí alguien algún día me llamase Eyri, le sesgo la yugular.

El susodicho sonrió sacando pecho y aguijoneó a su amiga, provocándola.

—Soy su colega —contestó Gregos sentándose al lado de Astrid—. Tú no lo eres, por eso no tienes diminutivo —le guiñó un ojo y pasó el brazo por el respaldo del sofá como si, en realidad, se lo pasara por encima de los hombros de Astrid.

«Gregos, capullo», pensó Eyra. Se quedó mirándolos incrédula a ambos, hasta que decidió que cualquier cosa iba a ser más importante que esos dos.

Khalevi achicó los ojos al mirar a su hermana y pensó que después tendría una charla con ella. Larga y tendida.

—Sí tiene que ver —dijo Cami enmudeciendo a todos—. No sé qué sentido puede tener. Es extraño, inaudito y me vuelve loca —dijo Cami angustiada.

—Eh, tranquila —dijo Erin sosegándola—. Todo es inaudito y extraño pero no podemos perder el control. Continúa, por favor.

La chica asintió y tragó saliva retorciéndose los dedos entre las manos.

—En la cueva en la que me esperaban los lobos, cubierto por el barro y las hojas muertas, había un símbolo serigrafiado en el suelo, entre el musgo. Era algo extraño. Yo lo repasé con los dedos hasta que me desmayé —la joven chef alzó el rostro y encaró a Viggo y a Erin—. Es el símbolo que está en color intermitente en la brújula. El mismo —sentenció.

 

 

 

Capítulo 4

 

 

 

Escocia. Montes Grampianos

Ben Nevis

 

 

 

 

Hacía mucho que no estaba sobre dos pies. Hacía tanto que, a su enorme cuerpo, musculoso y atrofiado, le estaba costando mantenerse erguido. Demasiado para que a su mente, aún perdida en su naturaleza animal, no le costase asimilar la nueva realidad que veían sus ojos humanos. Como si tuviera que aprender a encajar en ese mundo.

Y debía hacerlo. Debía recordar cómo moverse, cómo hablar y cómo pensar con raciocinio y no solo con el instinto que dominaba a su tótem.

Su parte animal jamás le abandonaría. Estaría ahí con él, siempre. Pero esta vez, se transformaría a su gusto. Porque el hechizo que lo había mantenido sobre cuatro patas, se había roto. Y eso solo podía significar una cosa: volvía a ser humano después de siglos de salvajismo oculto en los montes, recorriendo mundo, intentando seguir el rastro de los suyos, huyendo de cazadores... pero, por fin, llegaba el momento de que su clan saliera de su madriguera. Se había dado fin al encierro eterno. Y él, como líder, debía liberarlos.

Pero no lo podía hacer solo. Necesitaba ayuda y sabía de quién, y la necesitaba rápido, antes de que el Inventor se diera cuenta de lo que estaba pasando en su realidad.

Debía encontrarla. A ella.

Aunque le hubiese perdido el rastro años atrás. Él estaba allí por ella. La había olido y su instinto había ido en su busca hasta llevarlo a tierras escocesas.

En lo alto de un precipicio, donde aquel aroma le había golpeado de nuevo las fosas nasales después de haber estado tanto tiempo camuflado, se hallaba desnudo por completo, mirando a la enorme luna en tres cuartos que lo observaba y lo compadecía.

Debía tener un aspecto deplorable.

Pero poco le importaba su aspecto. Ahora luchaba por recordar su nombre humano y que no oía en siglos. Hasta que le vino a la mente.

Vael. Se llamaba Vael.

Y era el rey de su estirpe.

Se llevó la mano al pelo. Lo notó largo, espeso y lo observó con atención. Sus hebras onduladas y de un color castaño rojizo resbalaron entre sus dedos.

Se miró las manos. Las había echado de menos.

Sus pies desnudos y llenos de barro y hierba; su entrepierna. Por fin podía rascarse los huevos si le apetecía, sin hacerse daño con las pezuñas.

—¿Hueles la manzana? Ella no está muy lejos —dijo una voz muy ronca y masculina tras él.

Vael cerró los ojos, sonrió y, al hacerlo, dos hoyuelos se le marcaron en sus mejillas rasposas. Sus ojos amarillos como los de su lobo brillaron con satisfacción.

—Duncan, hermano mío —dijo alegre.

Un hombre rubio y de largo pelo como el de él, de facciones parecidas, se colocó a su lado, desnudo como una vez vino al mundo. Lo que los diferenciaba era que el rubio tenía un surco en la barbilla y los ojos negros. Pero poseían la típica retirada similar de los hermanos. Y la misma complexión hercúlea.

—Me satisface ver tu rostro —le dio una palmada cariñosa en la mejilla—. Y me gusta oírte hablar —reconoció Vael—. Y escuchar tu voz de nuevo. Pensaba que te costaría más recordar el idioma. Aullar y gemir es fácil. Hilar palabras no lo es tanto.

Duncan chasqueó con la lengua contra los dientes y contestó sincero:

—Y yo estoy feliz de verte a ti, hermano. Estoy hasta la polla de ir a cuatro patas obligadamente. La vida siendo un animal eterno ha sido muy dura, aunque el tiempo haya pasado más deprisa. Pero ha sido demasiado…

—Sí, todo ha sido demasiado —contestó carraspeando y mirando el valle a sus pies. A lo lejos, las luces de la civilización titilaban discordantes—. Ha sido una tortura.

Ambos se quedaron en silencio. Recordaban a su gente, recordaban su encierro y su maldición. La vida que ellos habían tenido en el exterior, obligados a la soledad, había sido miserable y triste. Viviendo y pensando como animales libres, pero sin poder interactuar con los demás como hubiesen querido. Sin poder matar a quienes hubiesen deseado.

—Necesitamos asearnos. Una tina —concluyó Vael.

—Necesitamos muchas cosas que no tenemos. Y estamos en cueros —señaló Duncan—. No podemos aparecer así ante nadie. Si vamos a la ciudad debemos pasar desapercibidos.

—Solo la necesitamos a ella —sentenció Vael.

Duncan negó con la cabeza.

—No vas a ir a por una mujer en pelotas. Necesitamos más cosas que conseguiremos por el camino. No tenemos dinero, no sabemos nada de la vida urbanita —enumeró—. No vamos a ir a por nadie sin antes encontrar ropa para cubrirnos. La gente normal no va desnuda.

—Nosotros no somos gente normal.

—Pero tenemos clase, hermano. Recuerda que la tenemos. Y que tenemos poder. Aunque ahora no podamos disponer de él.

—Sea como sea, antes de reclamar lo nuestro, debemos encontrar a la mujer. Ella nos ayudará.

—Sí. Pero no así. No somos bárbaros —aclaró Duncan.

—No del todo —Vael miró a su hermano de soslayo y sonrió satisfecho de tenerlo a él consigo. Nunca había necesitado a nadie más—. No tenemos tiempo para ser amables. Debemos ir a por nuestro objetivo y llevárnosla, con todas las consecuencias.

Juntos lo podían conseguir todo. Y a los dos les habían arrebatado mucho.

Había llegado el momento de recuperar lo que era de ellos. El camino iba a ser largo, pero nada comparado con siglos de maldición y transformación obligada.

Habían soportado la agonía solo porque estaban convencidos de que ese día llegaría.

—Descendamos la montaña y sigamos su olor —ordenó Vael dándose media vuelta.

Los dos hombres desnudos procedieron a descender el alto pico con la agilidad de los lobos.

No era difícil perseguir el aroma de esa mujer. Llevaba más de una década recordándolo día y noche.

Y ahora que por fin la volvía a olfatear, no la dejaría escapar porque, en esta ocasión, él era un hombre.

 

 

 

Castillo Blackford

 

 

 

Erin tomó la brújula y observó el sello. No era un sello increado. No podía serlo. Ella debería poder entenderlo si lo fuese.

—Sea lo que sea no puede ser un sello increado —dijo Viggo dando la razón al pensamiento de Erin.

—¿Por qué no? —preguntó Cami.

—Porque los sellos increados no se pueden grabar en ninguna superficie de la realidad del inventor —contestó Khalevi—. ¿Por qué crees que hacemos los sellos en el aire? Porque desaparecen y no son permanentes —se contestó a sí mismo.

—Bueno... ¿Y sabemos algo de los Lilim? —indagó Cami—. ¿Cuántos hay? ¿Tantos como indica la brújula? ¿Qué son?

—Cualquier cosa —adujo Viggo—. El bestiario imaginario de Lillith y Caín es muy extenso. Todos mágicos y poderosos. Y aun así, la Inquisición los pudo doblegar. Por ese motivo Lillith y Caín pensaron en la Orden. En humanos que renegaban de esta realidad para dar directamente en el ego del Inventor. Y, por ahora, seguimos aquí —dijo con orgullo—. Para proteger a las hijas de Lillith que, por lo visto, son las únicas que, revelando sus capacidades bajo nuestro amparo, pueden reactivar el plan de la Primera.

Erin se sentó al lado de su hermana con el artefacto entre las manos.

—La brújula fue creada por la madre nodriza Shipton, una bruja de Lillith poderosa de su tiempo que había despertado y que siempre estuvo en contra del Inventor y de su Inquisición. Hasta que la mataron. La Inquisición acechó a los Lilim, los inhabilitó, los persiguió y mató a todas esas personas que habían descubierto la verdadera identidad del Inventor y la naturaleza de su mundo y no vivían según sus credos y sus dogmas. Esenios, gnósticos, cátaros... todos desaparecieron, muertos en cruces y quemados en hogueras. Brujas, magos, druidas... Todos. Excepto los cátaros que la Orden logró proteger en el genocidio de Montsegur. Como mamá, que era una descendiente cátara. Y como los jilgueros que se encargaron de transcribir el conocimiento en este grimorio para que todo se supiera y se pudiera recuperar todo lo perdido. Pero yo no soy un jilguero. Y desconozco si hay alguno vivo o no. Soy una lectora de sellos. Y aunque puedo descifrar información aquí escrita, mucha de ella sigue siendo hermética para mí. Es como si todo se descifrara lentamente en mi cabeza y a cada paso que vamos dando. Así que no sé qué símbolo es, ni este —señaló el que parpadeaba—, ni los restantes—. No sé qué abre ni a quién oculta. Pero tenemos que averiguarlo. Es la pista sobre la que debemos caminar.

Alba asintió firmemente.

—Son los Lilim —dijo sin ninguna duda—. Como dijimos, necesitamos reunificarnos. Y la brújula nos va a ayudar a contactar con los demás. Porque necesitamos a los demás, os lo aseguro. Los acólitos están contactando con demonios. Demonios como los de las películas —insistió con vehemencia—. Como los de la brujería más oscura. Y las familias de acreedores tienen muchos más objetos que necesitamos, reliquias que, como la brújula, fueron importantes para los Lilim. Ellos están abriendo las puertas del Ínferus. El Nixe estuvo en nuestra realidad y me quería a mí —se colocó la mano en el pecho—. Un puto demonio de la perversión quería que fuese su pareja —asumió cada vez más concienciada—. No sé cuántos demonios hay en el Ínferus... pero si han abierto la puerta una vez, la abrirán otra. Y Lillith ya me advirtió. Ha empezado. Todo ha empezado —sentenció echándose todo su pelazo caoba hacia atrás—. ¿Qué tienen en mente? Pues no sé, imaginemos lo peor. Todas sus hijas poseemos una gracia. Mamá guardaba este collar —se tocó el collar de las tres serpientes entrelazadas—, un objeto pagano que perteneció a la mismísima Peython. Mamá guarda claves. Y no podemos acceder a ellas hasta que desbloqueamos nuestra cabeza. Yo poseo la gracia de Peython. Erin es lectora de sellos. Una gracia parecida a...

—La gracia de Tácita —dijo Erin—. Si todas las diosas conocidas poseían una virtud de Lillith, porque ella así lo quiso, pensando que podrían provocar el despertar general, mi don es el de Tácita —explicó Erin—. El de la elocuencia. Por eso soy escritora. Ella era también la diosa silenciosa, la de las palabras y el lenguaje, para quien no hay secreto. Por eso, porque hablaba de todo lo que sabía, le cortaron la lengua.

—Por bocazas —dijo Astrid en voz baja.

—Leo sellos increados —continuó Erin—, y es el lenguaje más hermético de todos. Un lenguaje que el Inventor no controla. Nuestras gracias nos ayudarán a avanzar con la Orden, pero no sé hasta qué punto nos sirven para seguir esta brújula y dar con los Lilim, porque os aseguro que no puedo entender los grabados. Y no sé el motivo.