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En 1978 una joven llamada Maria Turquand fue asesinada en una habitación de hotel. Se investigó a los sospechosos, pero el culpable nunca apareció. John Rebus siempre tuvo la sensación de que algún detalle importante se le escapaba a la policía. Ahora ha decidido recuperar el caso y parece que eso aún puede acarrear imprevisibles consecuencias. No es lo único que le preocupa al exinspector Rebus. Darryl Christie, aspirante a controlar las actividades delictivas en Edimburgo, ha recibido una paliza que lo ha dejado fuera de combate. Todas las miradas recaen sobre un viejo conocido de Rebus: el gánster Big Ger Cafferty, que asegura haberse retirado del negocio.
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Seitenzahl: 485
Veröffentlichungsjahr: 2018
Título original: Rather Be The Devil
© John Rebus Limited, 2016.
© de la traducción: Efrén del Valle Peñamil, 2018.
© de esta edición digital: RBA Libros, S.A., 2018. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.
www.rbalibros.com
REF.: ODBO172
ISBN: 9788491870036
Composición digital: Newcomlab, S.L.L.
Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Todos los derechos reservados.
Índice
PRIMER DÍA
1
SEGUNDO DÍA
2
3
4
TERCER DÍA
5
6
CUARTO DÍA
7
8
9
QUINTO DÍA
10
11
12
SEXTO DÍA
13
14
15
16
SÉPTIMO DÍA
17
18
19
20
OCTAVO DÍA
21
22
23
24
25
26
NOVENO DÍA
27
Rebus dejó el cuchillo y el tenedor encima del plato, que estaba vacío, y se recostó en la silla para estudiar al resto de los comensales del restaurante.
—Una vez se cometió un asesinato aquí, ¿lo sabías? —comentó.
—Para que luego digan que el romanticismo ha muerto.
Deborah Quant ignoró momentáneamente el bistec. Rebus estaba a punto de decir que lo cortaba con el mismo esmero que cuando utilizaba el bisturí con un cadáver, pero le vino a la mente el asesinato y le pareció que era un tema de conversación más oportuno.
—Lo siento —dijo Rebus, que bebió un sorbo de vino tinto.
En el restaurante vendían cerveza. Había visto a los camareros servirla en varias mesas, pero estaba intentando reducir el consumo.
Era un nuevo comienzo. De hecho, ese era el motivo por el que habían salido a cenar. Estaban celebrando una semana sin tabaco.
Siete días enteros.
Ciento sesenta y ocho horas.
(Quant no tenía por qué enterarse de que tres días antes había pedido un cigarrillo a un hombre que estaba fumando delante de un edificio de oficinas. De todos modos, había sentido náuseas.)
—Notas más el sabor de la comida, ¿verdad? —preguntó ella, y no por primera vez.
—Sí, claro —dijo Rebus, conteniendo la tos.
Quant parecía haber renunciado al bistec y estaba limpiándose la boca con la servilleta. Se encontraban en el Galvin Brasserie Deluxe, perteneciente al hotel Caledonian, aunque ahora se llamaba Waldorf Astoria Caledonian. Pero quienes se habían criado en Edimburgo lo conocían como Caledonian o «el Caley». Antes de cenar, Rebus le había contado varias historias junto a la barra: la estación ferroviaria contigua, que había sido derruida en los años sesenta; aquella vez que Roy Rogers subió la escalera principal con su caballo Trigger para que le hicieran unas fotos. Quant escuchó con atención y luego le dijo que podía desabrocharse el primer botón de la camisa. Rebus había estado pasándose un dedo por dentro del cuello para intentar dar de sí la tela.
—Qué observadora —dijo.
—Al dejar de fumar puede que ganes unos kilos.
—¿En serio? —respondió él cogiendo más cacahuetes del cuenco.
Quant había conseguido que los atendiera un camarero y estaba retirándoles los platos. La oferta de la carta de postres fue desestimada.
—Solo tomaremos café. Descafeinado, a poder ser.
—¿Dos descafeinados? —preguntó el camarero mirando a Rebus.
—Por supuesto —confirmó este.
Quant se apartó un mechón pelirrojo de la cara y sonrió.
—Lo llevas bien —dijo.
—Gracias, mamá.
Otra sonrisa.
—Venga, cuéntame lo del asesinato.
En el momento en que Rebus se disponía a coger el vaso, empezó a toser otra vez.
—Tengo que... —dijo señalando los lavabos.
Apartó la silla y se levantó frotándose el pecho. Una vez dentro del aseo, se acercó a un lavamanos, se inclinó hacia delante y expulsó un poco de mugre pulmonar, en la cual se apreciaban las habituales salpicaduras de sangre. Le habían asegurado que no había nada que temer. Más tos, más mucosidad. EPOC, lo llamaban. Enfermedad pulmonar obstructiva crónica. Cuando se lo contó, Deborah Quant frunció los labios.
—Tampoco es de extrañar, ¿no?
Y al día siguiente le llevó un frasco de edad indeterminada que contenía un trozo de pulmón en el que se distinguían los bronquios.
—Para que lo sepas —dijo ella y señaló lo que ya le habían mostrado en una pantalla de ordenador.
Quant le dejó el frasco.
—¿Es un préstamo o un regalo?
—Todo el tiempo que lo necesites, John.
Estaba limpiando el lavamanos cuando oyó la puerta.
—¿Te has dejado el inhalador en casa?
Rebus se volvió hacia Quant, que estaba apoyada en el quicio con los brazos cruzados y la cabeza ladeada.
—¿Puedes entrar aquí? —farfulló Rebus.
Los ojos azul claro de Quant escrutaron el lavabo.
—No hay nada que no haya visto ya. ¿Te encuentras bien?
—Mejor que nunca.
Rebus se salpicó la cara con agua y se secó con una toalla.
—El siguiente paso es un programa de ejercicios.
—¿Esta misma noche?
Quant esbozó una sonrisa aún más amplia.
—Si prometes que no te me morirás encima...
—Pero primero nos tomaremos nuestros deliciosos refrescos sin cafeína, ¿verdad?
—Además, tienes que cortejarme con una historia.
—¿Te refieres al asesinato? Ocurrió justo arriba, en una de las habitaciones. Era la mujer de un banquero a la que le gustaba tener algún que otro escarceo.
—¿La mató su amante?
—Era una de las teorías.
Quant se sacudió unas migas invisibles de las solapas de la americana.
—¿Es una historia larga?
—Depende de lo resumida que la quieras.
Quant meditó unos instantes.
—Lo que dure el trayecto hasta mi casa o la tuya.
—Entonces me ceñiré a lo más interesante.
Al otro lado de la puerta, alguien se aclaró la garganta. Era otro comensal que desconocía el protocolo. Se disculpó al pasar y eligió la intimidad de uno de los compartimentos cerrados. Rebus y Quant iban sonriendo al volver a su mesa, donde les aguardaban dos cafés descafeinados.
La inspectora Siobhan Clarke estaba en casa con un buen libro y restos de comida preparada cuando llamó su amiga Tess, que trabajaba en la sala de control de Bilston Glen.
—En circunstancias normales no te molestaría, Siobhan, pero, cuando me han dicho el nombre de la víctima...
Así que Clarke se dirigió a la Enfermería Real en su Vauxhall Astra. El hospital se encontraba en la parte sur de la ciudad y a aquellas horas había aparcamiento de sobra. Enseñó la placa en el mostrador de Urgencias y le indicaron dónde debía ir. Pasó por delante de varios cubículos y, si las cortinas estaban echadas, asomaba la cabeza. Una anciana con la piel casi translúcida le dedicó una sonrisa de oreja a oreja desde la camilla. Hubo miradas esperanzadas de pacientes y familiares. Dos enfermeros estaban tranquilizando a un joven ebrio al que le sangraba la cabeza. Una mujer de mediana edad estaba vomitando en un cuenco de cartón. Una adolescente gemía suave y regularmente con las rodillas pegadas al pecho.
Primero reconoció a la madre. Gail McKie estaba inclinada sobre la camilla de su hijo, acariciándole el cabello y la frente. Darryl Christie tenía los ojos cerrados y amoratados, la nariz hinchada y las fosas nasales cubiertas de sangre seca. Le habían inmovilizado la cabeza y el cuello con un soporte de gomaespuma. Iba vestido de traje y llevaba la camisa desabotonada hasta la cintura. Se apreciaban contusiones en el pecho y la barriga, pero respiraba. Una pinza en el dedo lo conectaba a una máquina que registraba sus constantes vitales.
Gail McKie se volvió hacia la recién llegada. Se había excedido con el maquillaje, y las lágrimas le habían dejado surcos en la cara. Llevaba el pelo teñido de rubio paja y recogido en un moño alto, y lucía joyas en ambas muñecas.
—Yo a usted la conozco —dijo—. Es policía.
—Lamento lo de su hijo —respondió Clarke, que se acercó un poco más a ella—. ¿Está bien?
—¡Mírelo! —dijo subiendo el tono de voz—. ¡Mire qué le han hecho esos desgraciados! Primero Annette y ahora esto...
Annette era solo una niña cuando falleció. Su asesino fue detenido y encarcelado, aunque no tardó en morir de una puñalada asestada por un preso que, se supone, había sido contratado por Darryl, el hermano de Annette.
—¿Sabe qué ha ocurrido? —preguntó Clarke.
—Estaba tirado en el camino de entrada de la casa. Oí el coche y me extrañó que tardara tanto. Las luces de seguridad se encendieron y volvieron a apagarse y no había rastro de él. Tenía la cena esperando en el fogón.
—¿Lo encontró usted?
—Sí. En el suelo, junto a su coche. Debieron de atacarle en cuanto se bajó.
—¿Y no vio nada?
La madre de Christie negó lentamente con la cabeza sin apartar la mirada de su hijo.
—¿Qué han dicho los médicos? —preguntó Clarke.
—Estamos esperando noticias.
—¿Darryl no ha vuelto en sí en ningún momento? ¿Puede hablar?
—¿Y qué quiere que diga? Sabe tan bien como yo que esto es obra de Cafferty.
—Es mejor que no saquemos conclusiones precipitadas.
Gail McKie resopló con desdén y se irguió al ver a un hombre y una mujer con bata blanca pasar junto a Clarke.
—Voy a pedir un escáner y una radiografía de tórax. Todo apunta a que la mitad superior del cuerpo se llevó casi todos los golpes.
La doctora calló de repente y se quedó mirando a Clarke.
—DIC —anunció esta.
—No es nuestra prioridad inmediata —dijo la doctora e indicó a su compañero que corriera la cortina para dejar fuera a Clarke.
Ella intentó escuchar desde el otro lado, pero había demasiados gemidos y gritos a su alrededor. Con un suspiro, regresó a la sala de espera. Dos agentes uniformados estaban pidiendo detalles a los paramédicos. Clarke enseñó la placa y preguntó si hablaban de Christie.
—Estaba en el suelo, en el lado del conductor, entre el Range Rover y la pared —explicó uno de los paramédicos—. El coche estaba cerrado y todavía llevaba las llaves en la mano. La verja es eléctrica y obviamente la había cerrado al entrar.
—¿Dónde ocurrió exactamente? —interrumpió Clarke.
—En Inverleith Place. Da a Inverleith Park, justo al lado del jardín botánico. Es una casa a cuatro vientos.
—¿Y los vecinos?
—Todavía no hemos hablado con ellos. Fue su madre quien avisó. No debía de llevar allí más de unos minutos...
—¿Llamó a la policía?
El agente sacudió la cabeza.
—Preguntó por nosotros —respondió el paramédico, que iba vestido de verde y, al igual que su compañera, parecía exhausto—. En cuanto lo vimos, nos pusimos en contacto con ustedes.
—¿Ha sido un día complicado? —preguntó Clarke al ver que se frotaba los ojos.
—No más de lo habitual.
—Entonces su madre vive con él —prosiguió Clarke—. ¿Alguien más?
—Dos hermanos más pequeños. La madre hizo todo lo posible por impedir que miraran.
Clarke se volvió hacia los agentes.
—¿Ya han interrogado a los hermanos?
Ambos negaron con la cabeza.
—¿Cree que ha sido un ataque profesional? —le preguntó la paramédica. Luego, sin dejar que respondiera—: Estaban esperándolo... Le golpearon con un bate de béisbol o quizá una barra de hierro o un martillo y después se fueron sin que nadie se percatara de nada.
Clarke la ignoró.
—¿Había cámaras? —preguntó.
—En las esquinas de la casa —confirmó el segundo agente.
—Bueno, algo es algo —dijo Clarke.
—Pero todos lo sabemos, ¿no?
Clarke se quedó mirando a la paramédica.
—¿Sabemos qué, exactamente?
—Que tenían intención de matarlo. O fue un aviso y, en cualquier caso...
—¿Qué?
—Big Ger Cafferty —respondió la mujer encogiéndose de hombros.
—No paro de oír ese nombre.
—La madre de la víctima parecía bastante convencida —terció su compañero—. Estaba gritando su nombre desde el puñetero tejado. Y alguna que otra blasfemia también.
—En este momento no son más que especulaciones —les advirtió Clarke.
—Pero hay que especular para acumular —respondió la paramédica, cuya sonrisa se disipó al notar la mirada de Clarke.
Rebus estaba sentado en la cama de la habitación de invitados. En su día, antes de que su mujer se la llevara, había sido el dormitorio de su hija Sammy. Ahora Sammy era madre y Rebus, abuelo, aunque no los veía demasiado. Los pósteres habían desaparecido de la habitación, pero, por lo demás, seguía más o menos intacta. El mismo papel de pared, el colchón de rayas y el nórdico doblado en el armario junto a una almohada individual, preparados por si algún visitante pasaba la noche allí. Sin embargo, no recordaba la última vez que eso había ocurrido, lo cual estaba bien, porque aquello derrochaba la misma calidez que un almacén. Había cajas encima y debajo de la cama, en lo alto del armario y a su alrededor. También cubrían media ventana, así que era imposible cerrar los postigos de madera. Sabía que debía hacer algo al respecto, como también sabía que nunca lo haría. Cuando él ya no estuviera, las cajas serían el problema de otro, probablemente de Sammy.
Al final había encontrado la caja que le interesaba y estaba sentado a su lado en una esquina de la cama. Brillo, su perro, yacía a sus pies. Octubre de 1978. Maria Turquand. Estrangulada en la habitación 316 del hotel Caledonian. Rebus llevaba poco tiempo trabajando en el caso cuando tuvo un encontronazo con un superior. Aunque lo habían dejado al margen, siguió interesándose por él, recopilando recortes de prensa y anotando información, sobre todo rumores de otros agentes. Uno de los motivos por los que lo recordaba era que, exactamente un año antes, dos adolescentes habían sido asesinadas tras una salida nocturna al pub World’s End. Su caso había avanzado poco o nada e iban a cerrar la investigación, pero, en 1978, hicieron un último esfuerzo agónico para ver si el aniversario despertaba los recuerdos o la conciencia de alguien. El castigo a Rebus por insubordinación fue una prolongada y solitaria estancia junto a uno de los teléfonos esperando a que sonara. Y lo hizo, pero solo eran bromistas. Entre tanto, sus compañeros deambulaban por el Caley, descansando para tomar té y galletas entre una entrevista y otra.
El nombre de soltera de Maria Turquand era Maria Frazer. Era una mujer con padres ricos y educación privada. Se había casado con un joven con buenas perspectivas de futuro. Se llamaba John Turquand y trabajaba en Brough’s, un banco privado que custodiaba gran parte del viejo dinero de Escocia; solo los clientes con bolsillos profundos y fiables poseían su chequera. La entidad era secretista, pero dejó de serlo a medida que fue abarrotando sus arcas y buscando nuevas oportunidades de inversión. Según trascendió, incluso había barajado la adquisición del Royal Bank of Scotland, el equivalente a que David dejara inconsciente a un hermano más corpulento de Goliat. El asesinato de Maria Turquand llevó a Brough’s a las portadas de los periódicos nacionales, y allí siguió mientras salían a la luz informaciones sobre la tempestuosa vida privada de la víctima. Había toda una retahíla de amantes, a los que normalmente recibía en una habitación del Caley. Algunas anotaciones de Rebus hacían referencia a nombres que había oído. Ninguno de ellos fue corroborado, pero incluían a un parlamentario conservador.
¿Lo sabía su marido? Por lo visto, no. En cualquier caso, tenía coartada, pues se había pasado el día reunido con el director del banco, sir Magnus Brough. El amante más reciente de Maria, un mujeriego y embaucador llamado Peter Attwood —que resultó ser amigo de su marido—, anduvo por terreno pantanoso una temporada, ya que no pudo justificar sus movimientos la tarde en cuestión hasta que apareció una nueva amante, una mujer casada a la que había intentado proteger.
«Muy decente por su parte», pensó Rebus.
Todo ello ya habría bastado para dar impulso a la historia sin la aparición fortuita de una estrella de la música en un papel secundario. Pero Bruce Collier también se hospedaba en el Caley con su grupo y su equipo, ya que el hotel se encontraba cerca del Usher Hall, donde tenía programada una actuación. A principios de los años setenta, Collier formaba parte de una banda de rock. Se llamaban Blacksmith y Rebus los había visto en directo. Estaba casi seguro de que tenía sus tres discos en algún sitio. Se armó un gran revuelo cuando Collier abandonó el grupo para emprender una carrera en solitario en la que optó por un sonido más dulce y versionó toda una serie de hits del pop de los años cincuenta y sesenta con un éxito cada vez mayor. Su concierto de regreso a su ciudad natal, con el que inició una gira por Gran Bretaña en la que agotó todas las localidades, congregó a periodistas y equipos de televisión de todo el país y del extranjero.
Buscando entre los recortes, Rebus encontró numerosas fotografías: Collier con el pelo cardado, vaqueros ajustados y bufandas de seda al cuello, capturado por la luz del flash cuando subía las escaleras del hotel, y paseando por su antiguo barrio hasta llegar a la casa de dos plantas en la que se crio. Al ser interpelado por la prensa, reconoció que la policía estaba preparándose para interrogarlo. El artículo iba acompañado de una fotografía de Maria Turquand (tomada en una fiesta) que había sido utilizada con frecuencia en las semanas posteriores a su muerte. En ella lucía un vestido corto con un pronunciado escote y, con un cigarrillo en una mano y una copa en la otra, estaba haciendo un mohín a la cámara. Muchas columnas hablaban de su «frenético estilo de vida», de la lista de amantes y admiradores, de las vacaciones en estaciones de esquí e islas caribeñas. Pocas mencionaban su final, el miedo que debió de sentir, el espantoso dolor que debió de atenazarle las vías respiratorias cuando eran aplastadas por las manos de su asesino.
Unas manos fuertes de hombre, según la autopsia.
—¿Qué haces?
Rebus levantó la cabeza. Deborah Quant estaba en el umbral, vestida con una camiseta blanca larga que guardaba en un cajón del dormitorio de Rebus para las infrecuentes noches en que se quedaba a dormir. Hacía casi un año que se veían, pero ambos habían descartado vivir juntos. Estaban demasiado anclados en sus viejas costumbres, demasiado habituados a sus rutinas y a estar solos.
—No podía dormir —respondió él.
—¿Es por la tos?
Quant se echó la larga cabellera hacia atrás y Rebus se limitó a encogerse de hombros. ¿Cómo iba a contarle que había soñado con tabaco y que se había despertado ansiando un poco de nicotina, un anhelo que ningún parche, chicle o cigarrillo electrónico satisfaría jamás?
—¿Qué es todo esto? —preguntó Quant dando un golpecito con el pie descalzo a una de las cajas.
—¿No habías entrado nunca aquí? Son solo... casos antiguos. Cosas que me interesaban en su momento.
—Pensaba que estabas jubilado.
—Y lo estoy.
—Pero ¿no consigues dejarlo atrás?
Rebus volvió a encogerse de hombros.
—Estaba pensando en Maria Turquand. Cuando empecé a contarte su historia, me di cuenta de que no recordaba algunas cosas.
—Deberías intentar dormir.
—A diferencia de otros, mañana por la mañana no tengo que trabajar. Eres tú la que debería estar durmiendo.
—Mis clientes no suelen quejarse si llego unos minutos tarde. Es una de las ventajas de trabajar con muertos. —Hizo una pausa—. Necesito un poco de agua. ¿Quieres algo? —Rebus negó con la cabeza—. No te alargues mucho.
Rebus la observó avanzar por el pasillo en dirección a la cocina. Se le había deslizado del regazo un recorte de prensa y había caído al suelo. Era de unos años después. Un ahogamiento en una piscina de Gran Caimán. La víctima estaba de vacaciones con unos amigos, entre ellos Anthony y Francesca Brough, nietos de sir Magnus. Había una foto del elegante exterior de la casa y una leyenda que explicaba que pertenecía a sir Magnus, recientemente fallecido. Rebus no sabía por qué había añadido esa posdata a la historia del asesinato de Maria Turquand, tan solo que la noticia había dado al periódico otra excusa para publicar una foto de Maria, que le recordó su belleza y lo mucho que le irritó que lo apartaran del caso.
Luego consultó los ejemplares de The Scotsman que había guardado la semana del asesinato: refugiados vietnamitas que llegaban para empezar una nueva vida; B. B. King en The Old Grey Whistle Test y La venganza de la Pantera Rosa en los cines; un anuncio del Royal Bank of Scotland en el que aparecía una foto de las Torres Gemelas; Margaret Thatcher visitando East Lothian antes de unas elecciones extraordinarias; la porquería amontonándose en Edimburgo durante la huelga de basureros...
Y en las páginas de deportes: «Los clubes escoceses no anotan ni un solo gol en Europa».
—Hay cosas que nunca cambian —murmuró Rebus para sus adentros.
Cuando lo hubo guardado todo en la caja con la inscripción «77-80», se sacudió el polvo de las manos y se quedó allí sentado escrutando la habitación y su contenido. Casi toda la documentación pertenecía a casos en los que había trabajado, casos que finalmente había resuelto. ¿Y qué representaba exactamente todo aquello? El destino de un policía. Sin embargo, la historia real, pensó, no estaba escrita, tan solo insinuada en los varios informes y notas garrapateadas. Los escuetos datos sobre arrestos y condenas solo contaban verdades a medias. Se preguntó quién le encontraría sentido a todo aquello, pero dudaba que alguien fuera a tomarse la molestia de hacerlo. Desde luego, su hija no. Echaría un vistazo rápido y lo tiraría todo a la basura.
«No consigues dejarlo atrás...».
Era cierto. Dejó el trabajo cuando le dijeron que no podían ofrecerle ninguna alternativa. Fue una jubilación anticipada, y sus habilidades ya no eran relevantes ni necesarias. Adiós. Brillo pareció captar el ambiente que reinaba en la habitación, levantó la cabeza y se la restregó a Rebus por la pierna hasta que este le regaló una caricia tranquilizadora.
—Tranquilo, chico. Todo va bien.
Luego se puso en pie, apagó la luz y esperó a que el perro saliera para cerrar la puerta. La tetera estaba hirviendo y Quant sirvió agua en una taza.
—¿Quieres uno?
—Mejor no —dijo Rebus—. Si no, tendré que levantarme a mear dentro de una hora.
—Para entonces ya me habré ido. Tengo una mañana ajetreada —señaló con la cabeza el teléfono de Rebus, que este había dejado cargando sobre la encimera—. Estaba vibrando.
—¿Ah, sí?
Rebus lo cogió y miró la pantalla.
—No he podido evitar ver que el primer mensaje es un recordatorio del hospital.
—Así es.
—¿Te harán más pruebas?
—Eso parece.
Rebus no apartó los ojos de la pantalla del móvil para evitar la mirada de Quant.
—John...
—No es nada, Deb. Como tú dices, son solo unas pruebas.
—¿Pruebas para qué?
—No lo sabré hasta que llegue.
—No pensabas decírmelo, ¿verdad?
—¿Y qué voy a decirte? Tengo bronquitis, ¿recuerdas? —Fingió toser y se dio un golpe en el pecho—. Simplemente quieren hacerme más pruebas.
Cuando introdujo el código vio que había llegado otro mensaje justo después del SMS automatizado del Servicio Nacional de Salud. Era de Siobhan Clarke. Rebus entrecerró un poco los ojos al leerlo.
«¿Has tenido contacto con Cafferty últimamente?».
Quant decidió castigarlo con un silencio. Sopló el té y bebió un sorbo.
—Tengo que hacer una llamada —susurró Rebus—. Es Siobhan.
Luego se dirigió al lóbrego salón. Encima de la mesita había una botella de vino medio vacía. El brillo que llegaba del equipo de música le indicaba que no lo había apagado. El último disco que puso fue Solid Air, de John Martyn. Y precisamente le pareció que estaba atravesando aire sólido cuando pisó la alfombra al acercarse la ventana. ¿Qué iba a contarle a Deb? ¿Que han visto una mancha en el pulmón y ahora todo son términos aterradores como «tomografía» y «biopsia»? No quería pensar en ello, y mucho menos verbalizarlo. Al final iba a pagar las consecuencias de toda una vida fumando. Una tos que no se iba; escupir sangre en el lavamanos; inhaladores por prescripción médica; enfermedad pulmonar obstructiva crónica...
Cáncer de pulmón.
No iba a incorporar de ningún modo a ese canalla en su vocabulario mental. No, no, no. Debía mantener el cerebro activo, concentrarse en otra cosa, no pensar en los deliciosos cigarrillos que había fumado allí mismo, muchos de ellos en mitad de la noche con un LP de John Martyn girando a bajo volumen. En lugar de eso, esperó a que Clarke respondiera e, ignorando su vago reflejo, contempló las ventanas del otro lado de la calle, todas ellas a oscuras o con las cortinas corridas. No había nadie en la acera ni coches ni taxis circulando, y el cielo todavía no dejaba entrever un solo atisbo del día.
—Podía esperar —dijo Clarke al fin.
—Entonces ¿por qué me mandas un mensaje a las cuatro de la madrugada?
—En realidad lo envié poco después de medianoche. ¿Estabas ocupado?
—Ocupado durmiendo.
—Pero ahora estás despierto.
—Igual qué tú. ¿En qué anda Cafferty?
—¿Has hablado con él últimamente?
—Hace dos o tres semanas.
—¿No se ha metido en ningún lío? ¿Sigue siendo un respetable exgánster de mundo?
—Venga, escúpelo.
—Ayer por la noche, a Darryl Christie le dieron una paliza delante de su casa. Los daños son dos o tres costillas rotas y varios dientes sueltos. No tiene la nariz fracturada, pero lo parece. Su madre no tardó ni un segundo en mencionar el nombre de Cafferty.
—Pero si Cafferty le lleva por lo menos cuarenta años al joven Darryl.
—Y también pesa más. Y ambos sabemos que, si lo hubiera considerado necesario, habría contratado a alguien.
—¿Con qué finalidad?
—No hace mucho, creía que Darryl había puesto precio a su cabeza.
Rebus meditó esto último. Una bala dirigida a la cabeza de Cafferty una noche que estaba en el salón de su casa, y el candidato obvio era Christie, su rival.
—Se demostró que estaba equivocado —dijo al cabo de un momento.
—Pero se animó, ¿no? A lo mejor recordó cuánto echaba de menos ser el pez gordo de la ciudad.
—¿Y de qué le serviría propinarle una paliza a Darryl Christie?
—Tal vez para asustarlo, incitarlo a que cometiera alguna temeridad...
—¿Eso crees?
—Tan solo estoy... especulando —dijo Clarke.
—¿Te has molestado en preguntárselo a Darryl?
—Va medicado hasta las cejas y pasará la noche ingresado.
—¿No hubo testigos?
—Sabremos algo más en unas horas.
Rebus presionó el cristal de la ventana con un dedo.
—¿Quieres que le saque el tema a Big Ger?
—Sería mejor que se encargara de este tema la policía, ¿no te parece?
—Ay. Por cierto, ¿todavía no te hablas con Malcolm?
—¿Qué te ha dicho?
—Poca cosa, pero tengo la sensación de que su ascenso en Gartcosh te cabreó.
—En ese caso, tu asombrosa intuición te ha fallado por una vez en la vida.
—Es posible, pero, si quieres que hable con Cafferty, solo tienes que pedírmelo.
—Gracias. —Rebus la oyó suspirar—. ¿Qué tal todo lo demás, por cierto?
—Matándome a trabajar, como de costumbre.
—¿Haciendo qué, exactamente?
—Todas esas aficiones a las que se dedica la gente cuando se jubila. De hecho, quizá podrías ayudarme con eso.
—¿Ah, sí?
Rebus se apartó de la ventana. Brillo estaba sentado detrás de él esperando otra caricia, que su amo sustituyó por una sonrisa y un guiño.
—¿Tienes acceso a los informes de los casos no resueltos? —preguntó.
Malcolm Fox detestaba el trayecto hasta el trabajo, sesenta y cinco kilómetros de ida y otros tantos de vuelta, en su mayoría por la M8. Algunos días parecía Los autos locos, con coches incorporándose al tráfico o tomando un desvío, camiones ocupando el carril rápido para adelantar a otros camiones, obras, averías y fuertes vientos acompañados de aguaceros. Tampoco tenía a quien quejarse. Sus compañeros de Gartcosh, el Campus de la Justicia Escocesa, se consideraban la flor y nata, y su edificio vanguardista así lo demostraba. Una vez que uno encontraba aparcamiento y mostraba su acreditación en la caseta del guarda, entraba en un complejo cerrado que se desvivía por parecer una flamante universidad para la élite. Su interior era espacioso, rebosante de luz y calor. Había salas de reuniones donde se daban cita los especialistas de diferentes disciplinas para compartir información confidencial. No solo estaban las distintas ramas de la División de Especialistas en Crímenes, sino también el Departamento Forense, la fiscalía y el ala de investigación criminal de la Agencia Tributaria, todos ellos bajo un feliz techo. No había oído a nadie protestar por lo mucho que se tardaba en llegar a Gartcosh y luego a casa, y sabía que no era el único que vivía en Edimburgo.
Edimburgo. Lo habían trasladado hacía solo un mes, pero todavía echaba de menos su viejo despacho del DIC. Sin embargo, allí no les importaba que hubiera trabajado en Asuntos Internos, la clase de policía al que odian los demás policías. Pero ¿conocía alguien el motivo de su traslado? Un agente corrupto lo había dado por muerto, y ese mismo agente había sido cazado por dos delincuentes profesionales, Darryl Christie y Joe Stark, y no se le había vuelto a ver. Los mandamases no querían que trascendiera la historia. A ello había que sumarle que la fiscalía se negaba a llevar a ninguno de los dos gánsteres a juicio cuando no se había encontrado el cuerpo.
—Un buen abogado defensor nos despedazaría —le habían dicho a Fox en una de las diversas reuniones secretas a las que asistió.
Así que le ofrecieron Gartcosh y no aceptaron un no por respuesta. Y allí estaba, intentando hacerse un hueco en la División de Grandes Delitos.
Pero no lo conseguía.
Recordó un viejo dicho de la oficina sobre el fomento de la mediocridad. Él no se consideraba mediocre, pero sabía que nunca había demostrado ser excepcional. Siobhan Clarke sí que lo era, y habría encajado a la perfección en Gartcosh. Fox vio su mirada cuando le dio la noticia, intentando disimular su perplejidad y resentimiento. Cuando Clarke se recompuso, le dio un tímido abrazo. Pero, desde entonces, su amistad se resquebrajó, y siempre encontraban alguna excusa para no ver una película o comer algo juntos. Y todo para que Fox pudiera recorrer sesenta y cinco kilómetros hasta allí y otros sesenta y cinco de vuelta hasta casa, un día tras otro.
—Tranquilízate —se dijo al entrar en el edificio.
Volteó los hombros, se enderezó la corbata y se abrochó los dos botones de la americana del traje que había comprado especialmente para su flamante puesto. También llevaba zapatos nuevos, que ya se habían ablandado lo suficiente como para que no necesitara ponerse tiritas en los talones a diario.
—¡Inspector Fox!
Fox se detuvo a los pies de la escalera y se volvió hacia el lugar de donde provenía la voz. Polo negro de manga corta con cremallera, insignia y dos acreditaciones con fotografía colgadas del cuello. Y, más arriba, una tez morena, cejas negras pobladas y cabello entrecano. Era el subcomisario Ben McManus. Por instinto, Fox se irguió para parecer más alto. Había dos subcomisarios en Gartcosh, y McManus estaba al mando de Crimen Organizado y Antiterrorismo. Su cometido no era el mismo que el de Grandes Delitos, asesinatos y cosas por el estilo, sino los casos comentados en voz baja o por medio de gestos, los casos que se investigaban tras una serie de puertas cerradas en otra parte del edificio, puertas que se abrían con una de las tarjetas magnéticas que McManus llevaba colgadas del cuello.
—¿Sí, señor? —dijo Fox.
El subcomisario le tendió la mano, agarró la de Fox cuando este se la estrechó y puso la que le quedaba libre encima de las dos.
—No nos han presentado como es debido. Me consta que Jen le ha tenido ocupado...
Jen era la jefa de Fox, la subcomisaria Jennifer Lyon.
—Sí, señor —repitió Fox.
—Se ha adaptado bien, según me han dicho. Sé que al principio puede resultar un poco desconcertante. Es un ambiente muy distinto al que estaba usted acostumbrado. Nos ha ocurrido a todos, créame. —McManus, que ya le había soltado la mano, estaba subiendo las escaleras con brío y Fox intentaba seguirle el ritmo—. Me alegro de que haya venido. Hablan muy bien de usted en la División Seis. —La División Seis era la ciudad de Edimburgo—. Y, por supuesto, su historial habla por sí solo, incluso lo que no queremos que vea nadie que no pertenezca a la Policía de Escocia.
McManus esbozó una sonrisa que probablemente pretendía ser tranquilizadora, pero a Fox solo le indicó que aquel hombre le quería para algo y había pedido que lo investigaran. Cuando llegaron a lo alto de las escaleras, se dirigieron a una de las salas de cristal insonorizadas que utilizaban para las reuniones privadas. Podían echar las cortinas si era necesario. Alrededor de la mesa rectangular había espacio para ocho personas, pero solo los esperaba una mujer.
Esta se levantó cuando entraron y se pasó un mechón rebelde de cabello rubio por detrás de la oreja. Fox calculó que tendría entre treinta y treinta y cinco años. Medía un metro setenta y llevaba una falda oscura y una blusa azul claro.
—Ah, incluso nos han traído café —anunció McManus al ver la cafetera y las tazas—. No estaremos mucho rato, pero sírvanse si les apetece.
Fox y la mujer captaron la indirecta y negaron con la cabeza.
—Soy Sheila Graham, por cierto.
—Lo siento —intervino McManus—, es culpa mía. Sheila, este es el inspector Fox.
—Malcolm —repuso Fox.
—Sheila es de la Agencia Tributaria —prosiguió McManus—. Probablemente no le han enseñado aún la parte del edificio donde trabaja.
—He pasado por allí unas cuantas veces —respondió Fox—. Hay mucha gente tecleando.
—Es algo así, sí —dijo McManus, que había tomado asiento e indicó a Fox que hiciera lo propio.
—Nos dedicamos a lo habitual —terció Graham con la mirada clavada en Fox—: alcohol y tabaco, blanqueo de dinero, delitos informáticos y fraudes. Es sobre todo contabilidad forense básica, aunque, en la era digital, de básica tiene poco. Se puede enviar dinero ilícito a la otra punta del mundo en un santiamén y abrir y cerrar una cuenta bancaria casi igual de rápido. Y eso sin adentrarnos en Bitcoin y la Internet Oscura.
—Ya me he perdido —dijo un sonriente McManus, que abrió los brazos en un gesto de derrota.
—¿Me van a trasladar? —preguntó Fox—. Me veo capaz de hacer un balance, pero...
—Tenemos muchos contables —respondió Graham con una sonrisa casi inapreciable—. Y ahora mismo están investigando a un hombre al que usted, por lo visto, conoce: Darryl Christie.
—Lo conozco, en efecto.
—¿Se ha enterado de lo que ocurrió ayer por la noche?
—No.
A Graham pareció decepcionarle la respuesta, como si, por algún motivo, Fox le hubiera fallado ya.
—Le dieron una paliza y acabó en el hospital.
—En el negocio en el que anda metido siempre hay un precio que hay que pagar —dijo McManus, que se había puesto de pie y estaba sirviéndose café sin ofrecer a Fox y Graham.
—¿Qué es lo que le interesa a la Agencia Tributaria? —preguntó Fox.
—¿Sabe que Christie es propietario de varias casas de apuestas? —Fox decidió no confesar que aquello también era nuevo para él—. Creemos que ha estado utilizándolas para blanquear dinero, el suyo y el de otros delincuentes.
—¿Como Joe Stark, de Glasgow?
—Como Joe Stark, de Glasgow —repitió Graham con un tono que dejaba entrever que Fox se había redimido un poco.
—Stark y sus muchachos aterrizaron en Edimburgo hace unos meses —explicó Fox—. Joe y Darryl acabaron trabando amistad.
—Hay otros aparte de Stark —terció McManus antes de beber un sorbo de café—. Y no solo en Escocia.
—Menuda empresa —comentó Fox.
—Casi con total seguridad, estaríamos hablando de millones —coincidió Graham.
—Necesitamos a alguien que esté sobre el terreno, Malcolm. —McManus se inclinó hacia delante—. Alguien que conozca el territorio pero nos mantenga informados.
—¿Con qué fin?
—Puede que en el interrogatorio por la agresión afloren nombres o información. Habrá muchos pollos sin cabeza corriendo por ahí mientras Christie se recupera. Entre tanto, debe de estar preguntándose si se enfrenta a un socio o a un enemigo.
—Es posible que empiece a pifiarla.
—Es posible —dijo Graham asintiendo lentamente.
—Entonces ¿vuelvo a Edimburgo?
—Como turista, Malcolm —advirtió McManus, agitando el dedo índice—. Cerciórese de que saben que trabaja usted para nosotros, no para ellos.
—¿Les digo que la Agencia Tributaria tiene a sus sabuesos husmeando el rastro de Christie?
—Mejor no —sentenció Graham.
—Trabajará usted para mí, Malcolm. —McManus ya se había terminado el café y se levantó. La reunión había concluido—. Y es natural que en Crimen Organizado queramos saber qué está ocurriendo.
—Sí, señor. ¿Y dice usted que le agredieron ayer noche? Imagino que la investigación acaba de empezar...
—Se encarga del caso... —Graham cerró un momento los ojos tratando de recordar el nombre—. La inspectora Clarke.
—Cómo no —dijo Fox con una sonrisa forzada.
—¡Excelente! —McManus dio una palmada, se volvió con brusquedad y abrió la puerta.
Fox se levantó, asegurándose así de que Sheila Graham estuviera prestándole atención.
—¿Hay algo más que deba saber?
—Creo que no, Malcolm. —Ella le entregó su tarjeta de visita—. La mejor manera de contactar conmigo es el teléfono móvil.
Fox también le ofreció su tarjeta.
—No sabía lo de las casas de apuestas, ¿verdad? —preguntó ella con unos ojos centelleantes—. Aunque su cara de póquer ha sido bastante buena...
Lo primero que advirtió Siobhan Clarke cuando aparcó delante de la casa de Christie fue que su tamaño y diseño eran prácticamente idénticos a los de la vivienda que tenía Cafferty en la otra punta de la ciudad. Era un edificio de piedra victoriano de tres plantas con grandes ventanas saledizas flanqueando la puerta principal y, a un lado, un largo camino que conducía a un garaje independiente. La verja estaba abierta, así que enfiló el camino y llamó al timbre. Ya había detectado las cámaras de vigilancia que describió el agente la noche anterior y había otra empotrada en la mampostería junto al timbre.
La recibió Gail McKie. Se encontraba en el vestíbulo y la puerta semividriada que tenía detrás daba al salón principal. Parecía que no había dormido; llevaba la misma ropa que en el hospital y el cabello le caía lánguido sobre los hombros.
—Si hubiera sabido que era usted, ni me habría molestado —dijo a modo de saludo.
Clarke señaló la cámara.
—Entonces ¿no la utiliza?
—Es de pega, como todas las demás. Estaban ahí cuando compramos la casa. Darryl siempre dice que hay que instalar cámaras de verdad.
—¿Cómo está?
—Volverá hoy a casa.
—Me alegro.
—Dos de los suyos han estado acosando a los vecinos.
—¿No quiere que intervenga la policía?
—¿Acaso les importa?
—A algunos de nosotros sí.
—Pues vayan a hablar con Cafferty.
—No digo que no lo hagamos en un futuro, pero primero tenemos que encajar las piezas, empezando por dónde encontró a Darryl.
—No servirá de nada. No vi a nadie.
—¿Darryl estaba inconsciente?
—Por un momento creí que estaba muerto.
McKie contuvo un escalofrío.
—¿Es posible que sus otros hijos vieran u oyeran algo?
La mujer negó con la cabeza.
—Se lo pregunté ayer por la noche.
—¿Puedo hablar con ellos?
—Están en la universidad.
Clarke pensó unos instantes.
—¿Podemos ir a echar un vistazo al camino?
McKie parecía reacia, pero entró en la casa y reapareció con un impermeable Burberry de color crema sobre los hombros. Luego echó a andar y señaló una de las cámaras de seguridad.
—Con su lucecita roja y todo. Parece de verdad, ¿eh?
—¿Se cometen muchos robos por aquí?
McKie se encogió de hombros.
—Cuando tienes lo que la gente desea, empiezas a inquietarte.
—A lo mejor Darryl pensaba que nadie entraría en su casa por ser quien es. —Clarke esperó, pero McKie no respondió—. Es una buena zona de la ciudad —apostilló.
—Ha cambiado un poco desde que llegamos.
—¿La casa la eligió Darryl?
McKie asintió. Habían llegado al Range Rover Evoque blanco, estacionado junto a la entrada trasera de la casa. Clarke señaló las luces de seguridad que había encima del garaje y la puerta.
—Quien estuviera esperándolo tuvo que activar las luces, ¿no?
—Es posible. Pero, si estás dentro con las cortinas echadas, no te enteras.
—¿Y los vecinos?
—Al estar cerca del jardín botánico hay muchos zorros por aquí. Siempre que veo una luz encendida en alguna casa, doy por hecho que es eso.
En el camino, junto a la puerta del conductor, había manchas de sangre secas. McKie apartó la mirada.
—Él no querría que se lo contara —dijo en voz baja—, pero lo haré de todos modos.
—Soy toda oídos —dijo Clarke.
—Hubo advertencias.
—¿Ah, sí?
—Una noche, Darryl aparcó el coche en la calle. A la mañana siguiente, le habían rajado las ruedas delanteras. Fue hace un par de semanas. Y la semana pasada ardió el cubo de la basura.
—¿A qué se refiere?
—Lo sacamos para la recogida y alguien le prendió fuego. Échele un vistazo usted misma.
El cubo de la basura se encontraba a la derecha de la puerta trasera. La tapa de plástico estaba retorcida y ennegrecida y parte de un lateral se había derretido.
—¿No dio parte de todo esto?
—Darryl dijo que seguramente era cosa de críos, aunque no sé si lo pensaba de verdad. Ningún otro vecino de la calle había recibido el mismo trato.
—¿Cree que iban a por él?
McKie se volvió a encoger de hombros y, con el gesto, el impermeable cayó al suelo. Se agachó a recogerlo, lo sacudió y volvió a ponérselo.
—¿Ha hablado con él desde anoche?
—No vio nada. Le golpearon en la cabeza cuando estaba cerrando el coche. Dice que cayó como una losa. Esos cabrones debieron de seguir pegándole cuando estaba inconsciente.
—¿Darryl cree que hubo más de un atacante?
—No tiene ni idea. Es deducción mía.
—¿Tiene conocimiento de algún otro incidente o amenaza? ¿Una nota tal vez?
McKie negó con la cabeza.
—Sea lo que sea, Darryl lo averiguará. —Miró fijamente a Clarke—. A lo mejor es eso lo que ustedes temen, ¿no?
—Señora McKie, sería muy poco inteligente que su hijo se tomara la justicia por su mano.
—Darryl siempre ha sido muy suyo, incluso de niño. Insistió en conservar el apellido de su padre en el registro de la escuela cuando ese capullo nos abandonó. Luego, cuando Annette murió... —Hizo una pausa y respiró hondo, como si estuviera controlando una fuerte emoción—. Darryl creció rápido. Rápido, fuerte e inteligente. Mucho más inteligente que ustedes.
El teléfono de Clarke empezó a vibrar. Lo sacó del bolsillo y miró la pantalla.
—Cójalo si quiere.
Pero Clarke negó con la cabeza.
—Puede esperar. ¿Podría comentarle una cosa a Darryl de mi parte?
—¿De qué se trata?
—Me gustaría hablar con él. Debería acceder a verme.
—Sabe de sobra que no le dirá nada.
—Aun así, me gustaría intentarlo. —McKie se lo pensó un poco y acabó asintiendo—. Gracias —dijo Clarke—. Puede que vuelva esta noche para hablar también con sus hijos.
—¿Le pagan más por trabajar hasta tarde?
—Ya me gustaría.
Gail McKie sonrió por fin, lo cual la hacía parecer más joven, y Clarke recordó a aquella mujer que posaba ante las cámaras y atendía preguntas sobre la desaparición de Annette en las ruedas de prensa. Habían cambiado muchas cosas desde entonces, y el que más había cambiado de todos era Darryl.
—¿Hacia las siete? —propuso Clarke.
—Ya veremos —repuso Mckie.
De camino a la verja, Clarke volvió a consultar el teléfono. Una llamada perdida. No habían dejado mensaje, pero reconoció el número.
—¿Qué carajo quieres, Malcolm? —dijo con un suspiro mientras se guardaba el teléfono en el bolsillo.
Rebus observó el cartel de EN VENTA que había delante de la casa de Cafferty, situada en una calle ancha y cubierta de hojas en Merchiston. Ya había recorrido el jardín y miró por las ventanas en las que no había cortinas ni persianas para cerciorarse de que la casa estaba vacía. La vecina de enfrente estaba curioseando desde una ventana del piso de abajo. Rebus la saludó y cruzó la calle, y la mujer abrió la puerta.
—¿Cuándo se ha mudado? —preguntó Rebus.
—Hará cosa de diez días.
—¿Tiene idea de por qué?
—¿Por qué? —repitió la mujer.
Obviamente, no era la pregunta que esperaba.
—¿O de cuál es su nueva dirección? —añadió Rebus.
—Alguien comentó que lo había visto en Quartermile.
Quartermile: el lugar que ocupaba la vieja Enfermería Real de Edimburgo, ahora remodelada.
—¿Sabe si le facilitó la nueva dirección a alguien?
—El señor Cafferty era muy discreto con sus cosas.
—Pero probablemente no sentó muy bien que entrara una bala por su ventana hace algún tiempo.
—Según me contaron, se cayó contra el cristal y lo rompió.
—No fue así, créame. ¿Cuánto pide? —preguntó Rebus inclinando la cabeza hacia la casa de enfrente.
—De esas cosas no hablamos.
—Entonces, a lo mejor llamo al agente.
—Pues llámelo.
Estaba cerrando la puerta, no apresuradamente, pero sí con esa educada resolución tan típica de Edimburgo, así que Rebus se montó en el Saab y marcó el número de la inmobiliaria.
—Precio a consultar —le dijeron finalmente.
—¿Acaso no estoy consultándolo?
—Si le interesa, puede concertar una cita para ver...
Rebus colgó y se dirigió a la ciudad. Había un aparcamiento subterráneo en el corazón de Quartermile, pero decidió estacionar en zona prohibida. Ahora había servicios en la zona: tiendas, un gimnasio y un hotel. A los viejos edificios de piedra roja y gris del hospital original se habían sumado algunas torres de cristal y acero, y las mejores viviendas estaban orientadas al sur, con vistas al parque de Meadows y la cordillera de Pentland. En la oficina de ventas, Rebus admiró una maqueta a escala del lugar e incluso hojeó un folleto. La empleada cogió una lata y le ofreció una chocolatina, que Rebus aceptó con una sonrisa antes de preguntar por el paradero de Cafferty.
—Me temo que no facilitamos esa clase de información.
—Soy amigo suyo.
—Entonces estoy convencida de que podrá localizarlo.
Rebus torció el gesto y sacó de nuevo el teléfono, en esta ocasión para escribir un mensaje.
«Estoy delante de tu nueva casa. Ven a saludar».
De vuelta en su coche, recordó los tiempos en que llenaba esperas como aquella con un cigarrillo, pero decidió ir al Sainsbury’s de Middle Meadow Walk e hizo cola para comprar un paquete de chicles. Ya casi había llegado al Saab cuando su teléfono empezó a vibrar. Era un mensaje entrante.
«Es un farol».
Rebus tecleó una respuesta: «Bonito Sainsbury’s, si puedes aguantar a los estudiantes».
Y esperó.
Transcurrieron otros cuatro o cinco minutos hasta que Cafferty salió por la puerta lateral de uno de los bloques más antiguos. Tenía la cabeza enorme, en forma de bola de cañón, y llevaba el pelo blanco rapado. Iba envuelto en un abrigo largo de lana negra y una bufanda roja. Debajo se adivinaba una camisa blanca con el primer botón desabrochado que dejaba entrever el vello del pecho. Sus ojos, que siempre parecían más pequeños de lo que deberían, eran igual de penetrantes que siempre. A juicio de Rebus, le habían prestado un buen servicio a lo largo de los años; eran un arma tan afilada y temible como cualquier otra de su arsenal.
—¿Qué coño quieres? —le espetó Cafferty.
—Una invitación a la inauguración de la nueva casa, quizá.
Cafferty se metió las manos en los bolsillos.
—No me ha parecido una llamada de cortesía, pero lo último que supe es que te habías jubilado. ¿Qué te traes entre manos?
—Nuestro viejo amigo Darryl Christie. Estaba acordándome de la última vez que hablamos de él. Tú mismo dijiste que todavía te quedaba pólvora.
—¿Y qué?
—Que alguien lo ha mandado al hospital. —Cafferty se mostró sorprendido, sacó una mano del bolsillo y se frotó la nariz—. ¿Has estado yendo a clases de interpretación? —preguntó Rebus.
—Primera noticia.
—E imagino que tendrás una coartada irrebatible para ayer noche.
—¿Eso no debería preguntarlo un policía?
—Estoy seguro de que lo harán. Han mencionado tu nombre en algunos mensajes.
—¿Darryl está intentando meter cizaña? —Cafferty asintió para sí mismo—. ¿Y por qué no iba a hacerlo? Es un gol cantado y yo probablemente haría lo mismo.
—De hecho, lo hiciste cuando esa bala entró por la ventana de tu salón.
—Bien visto. —Cafferty miró a su alrededor y se puso a olisquear—. Estaba a punto de tomar mi café de media mañana. Supongo que no pasará nada si te sientas cerca.
—¿Las cafeterías no estarán a rebosar de gente haciendo novillos?
—Seguro que encontramos un rincón tranquilo —dijo Cafferty.
Lo cual no ocurrió en las dos primeras donde entraron, sino en la tercera, un Starbucks de Forrest Road. Un espresso doble para Cafferty y un americano para Rebus. Había cometido el error de pedir uno grande. Al parecer, eso significaba una taza del tamaño de su cabeza.
Cafferty removió el azúcar en su diminuta taza. No habían encontrado un rincón, pero, con la salvedad de unos pocos estudiantes absortos en sus libros de texto y ordenadores portátiles, el lugar estaba tranquilo y su mesa era bastante discreta.
—En estos sitios siempre hay música —comentó Cafferty, observando los altavoces montados en el techo—. Y en los restaurantes y la mitad de las tiendas igual. Me pone de los nervios...
—Y ni siquiera es música de verdad —apostilló Rebus—. No como en nuestra época.
Ambos se miraron y esbozaron una sonrisa burlona, concentrándose en sus bebidas por unos momentos.
—Me preguntaba cuándo aparecerías —dijo Cafferty a la postre—. No por lo de Darryl Christie, sino en general. Te imaginé pasando por delante de mi casa a intervalos regulares, intentando pillarme haciendo algo por lo que pudieras llevarme a los juzgados.
—Pero yo ya no soy policía.
—Entonces para hacer un arresto ciudadano.
—¿Por qué has puesto a la venta tu antigua casa?
—Me sobraba espacio. Había llegado el momento de buscar algo más pequeño.
—Y luego está lo de aquella bala.
Cafferty negó con la cabeza.
—No tiene nada que ver con eso. —Bebió otro sorbo del espeso líquido negro—. Conque Darryl le ha tocado las narices a alguien, ¿eh? Son gajes del oficio. Ambos lo sabemos.
—Pero es un pez gordo en la ciudad, probablemente el más gordo, a menos que tú tengas otras informaciones.
—Eso no lo hace inmune.
—Sobre todo si el hombre al que apartó a la cuneta decide volver.
—A mí nadie me apartó a la cuneta —refunfuñó Cafferty irguiendo los hombros.
—Entonces te marchaste sin hacer ruido y estás encantado de dejar la ciudad en sus manos.
—Yo no diría tanto.
—¿Tienes algún nombre?
—¿Un nombre?
—Tú mismo lo has dicho: Darryl ha cabreado a alguien.
—Ya no es tu trabajo, Rebus. ¿Se les olvidó decírtelo?
—Eso no me impide ser un entrometido.
—Obviamente no.
—Y un hombre necesita aficiones. Ni me imagino cuál podría ser la tuya.
Cafferty lo miró fijamente y ambos se quedaron en silencio degustando sus bebidas hasta que Rebus alzó un dedo.
—Reconozco esta canción —dijo.
—Es Bruce Collier, ¿no?
Rebus asintió.
—¿Lo has visto alguna vez en directo?
—En el Usher Hall.
—¿En 1978?
—Más o menos.
—Entonces ¿recuerdas el asesinato de Maria Turquand?
—¿En el hotel Caley? —Cafferty asintió—. Fue el amante, ¿no? Obligó a su nueva querida a que mintiera como una bellaca y evitó la cadena perpetua.
—¿Tú crees?
—Es lo que pensaba todo el mundo, incluida la policía. Se trasladó aquí, ¿lo sabías?
—¿El amante?
—No, Bruce Collier. Me parece que lo leí en algún sitio.
—¿Sigue tocando?
—Sabe Dios. —Cafferty apuró el resto del café—. ¿Ya hemos terminado o sigues esperando a que confiese que le di una tunda a Darryl?
—No tengo ninguna prisa. —Rebus señaló la taza—. Me queda medio contenedor.
—Entonces te dejo aquí para que te lo acabes. Al fin y al cabo, eres un hombre ocioso. Ya va siendo hora de que lo aceptes.
—¿Y tú? ¿Cómo te entretienes?
—Soy empresario. Hago negocios.
—¿Todos ellos legítimos?
—A menos que tus sucesores demuestren lo contrario. ¿Qué tal está Siobhan, por cierto?
—Hace tiempo que no la veo.
—¿Aún sale con el inspector Fox?
—¿Intentas impresionarme, demostrar que sigues bien informado? Si es así, te recomiendo una revisión auditiva.
Cafferty estaba de pie poniéndose la bufanda.
—De acuerdo, don agente aficionado. Tengo algo para ti. —Se agachó hasta que su frente casi rozó la de Rebus, que seguía sentado—. Busca a un ruso. Ya me darás las gracias más adelante.
Y se despidió con una sonrisa y un guiño.
—¿Qué coño significa eso? —murmuró Rebus para sí frunciendo el ceño.
Luego se dio cuenta de que la canción que acababa de interpretar Bruce Collier era una versión de «Back in the USSR», de los Beatles.
—Busca a un ruso —repitió mirando fijamente el café, y de repente sintió la necesidad imperiosa de orinar.
Antes, Siobhan Clarke notaba un escalofrío nada más cruzar la puerta de la comisaría de Gayfield Square. Cada día llegaban nuevos casos y desafíos diferentes, y puede que incluso hubiera algo grande a punto de estallar, un asesinato o una agresión grave. Pero ahora, la Policía de Escocia contaba con una brigada propia para las investigaciones notorias, lo cual significaba que el DIC local quedaba reducido a un papel de apoyo. ¿Qué tenía eso de divertido? Cada día parecía haber quejas y cuchicheos, compañeros que contaban las jornadas que faltaban para la jubilación o que solicitaban la baja por enfermedad. Tess, de la sala de control, era una buena fuente de rumores, aunque esos rumores fuesen deprimentes.
Clarke no encontró sitio en la comisaría y tuvo que aparcar en zona azul. Así que, tras introducir la cantidad máxima, iba anotando un recordatorio en su teléfono mientras subía las escaleras que llevaban a la sala del DIC. En cuatro horas tendría que mover el coche o le pondrían una multa. Podía colocar un cartel de VEHÍCULO OFICIAL DE LA POLICÍA en el parabrisas, pero lo intentó una vez y a su vuelta descubrió que alguien le había rayado un lateral del coche.
Muy bonito.
La sala del DIC no era grande, pero tampoco es que estuviera abarrotada. Sus dos agentes, Christine Esson y Ronnie Ogilvie, estaban sentados delante de sus ordenadores. Esson tenía la cabeza gacha y solo se le veía el pelo, que llevaba corto y oscuro.
—Qué bien que hayas pasado por aquí —la oyó comentar.
—He estado en casa de Darryl Christie.
—Dicen que ha tenido un accidente grave.
Esson había dejado de teclear y estaba observando a su jefa.
—Todos sabemos que es un empresario respetable y tal —comentó Clarke, que se quitó la chaqueta y la colgó en el respaldo de la silla—, pero ¿podrías buscarme todo lo que tengamos sobre sus actividades y socios?
—Ningún problema.
Clarke se volvió hacia Ogilvie.
—Los de uniforme están hablando con los vecinos. Necesito saber qué han averiguado. Y asegúrate de que ven todas las grabaciones del circuito cerrado de televisión desde el anochecer hasta que llegaron los paramédicos.
Esson apartó la mirada de la pantalla.
—¿Morris Gerald Cafferty cuenta como socio?
—Yo diría que más bien todo lo contrario, a menos que descubramos otra cosa.
—¿Así que vamos a tomarnos esto en serio? —preguntó Ogilvie.
Estaba dejándose bigote y se pasó el pulgar y el índice por uno y otro extremo. Era pálido y desgarbado, y a Clarke siempre le recordaba a una planta de tallo largo a la que no le daba la luz del sol.
—Según la madre de Christie —respondió—, hace poco atacaron su coche y su cubo de la basura. Parece la típica escalada de violencia.
—Entonces ¿lo de ayer noche fue un intento de asesinato?
Clarke meditó unos instantes y se encogió de hombros.
—¿El jefe está en el armario de la limpieza?
Esson negó con la cabeza.
—Pero me parece oír sus delicados andares.
Sí, Clarke también podía oírlos. Eran las características suelas de piel del inspector jefe James Page, que estaban subiendo los últimos escalones y repiqueteando por el pasillo sin moqueta que llevaba hasta la puerta.
—Bien, está usted aquí —dijo al ver a Clarke—. Mire a quién me he encontrado.
Se apartó para que ella viera a Malcolm Fox. A Clarke se le puso la columna rígida.
—¿Qué te ha sacado de la montaña? —preguntó.
Page dio un apretón en el hombro a Fox.
—Por supuesto, siempre estamos encantados de ver a nuestros compañeros de Gartcosh, ¿no es así?
Esson y Ogilvie, incapaces de responder, se miraron, y Clarke cruzó los brazos.
—El inspector Fox necesita nuestra ayuda, Siobhan —anunció Page. Luego, volviéndose hacia Fox—: ¿O es una manera demasiado fuerte de expresarlo, Malcolm?
—Darryl Christie —dijo Fox dirigiéndose a todos.
Page estaba agitando un dedo en dirección a Clarke.
—Ya se imaginará lo contento que me he puesto cuando Malcolm me ha dicho que el ataque al señor Christie estaba siendo investigado por mis propios agentes. No tenía ni idea, Siobhan. —La falsa calidez de su voz se desvaneció al mirarla fijamente—. Ya hablaremos de esto en cuanto tengamos un minuto. —Fox estaba intentando disimular su bochorno por haber deslizado el nombre de Clarke, y ella esperaba que su mirada no atenuase en modo alguno aquella incomodidad—. Así que vamos a mi despacho a mantener una pequeña conversación, ¿les parece? —añadió Page, que dio a Fox una última palmadita antes de echar a andar.
El santuario de Page era un almacén reconvertido carente de luz natural y con el espacio justo para su mesa, un archivador y un par de sillas para las visitas.
—Siéntense —dijo una vez que se hubo acomodado.
El problema era que Clarke y Fox estaban tan juntos que sus pies, rodillas y codos casi se rozaban. Clarke notó que Fox se retorcía para intentar poner algo de distancia entre ambos.
—¿Por qué le interesa a Gartcosh una agresión? —preguntó Clarke para romper el silencio.
Fox no apartó la mirada de la mesa.
—Darryl Christie es un personaje conocido. Mantiene lazos directos con la banda de Joe Stark en Glasgow. Obviamente, lo tenemos en el punto de mira.
—Entonces ¿has venido a asegurarte de que hacemos nuestro trabajo?
—Soy un observador, Siobhan. Lo único que haré es pasar un informe.
—¿Y por qué no podemos hacerlo nosotros mismos?
Fox se volvió hacia ella y Clarke se percató de que estaba un poco ruborizado.
—Porque las cosas son así. Si todo es riguroso y, conociéndote, dudo que sea de otro modo, no habrá ningún problema.
—Malcolm, debe entender que puede resultar irritante que aparezcan supervisores sin previo aviso —interrumpió Page.
—Yo me limito a hacer mi trabajo, inspector jefe Page. Tiene que haber algún correo electrónico o mensaje de teléfono del subcomisario McManus en el que especifique cuál será mi cometido.
Fox miró el ordenador portátil de Page, que estaba cerrado encima de la mesa.
—McManus dirige Crimen Organizado —comentó Clarke—. Pensaba que tú trabajabas en Grandes Delitos.
—Me han tomado prestado.
—¿Por qué?