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Una historia de la existencia personal y profesional del autor, llena de anécdotas, aciertos y desaciertos, y hasta una u otras jocosidades. Un viaje por los distintos países donde desempeñó sus capacidades como embajador en Zambia, Nigeria, Mozambique y Reino de Lesoto; sus relaciones con personalidades nacionales e internacionales, en su bregar por la vida; y sus facultades de escritor, son recogidos en este libro: Mi abuela fue recogedora de café. Apuntes de mi vida. Se espera que sea una lectura amena para el lector interesado.
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Seitenzahl: 240
Veröffentlichungsjahr: 2025
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Edición y corrección: Lic. María Luisa Acosta Hernández
Diseño de cubierta: Jadier I. Martínez Rodríguez
Diseño, composición y conversión a ebook: Grupo CreativoRuthCasa Editorial
© Heriberto Feraudy Espino, 2024
© Sobre la presente edición:
RUTH Casa Editorial, 2025
Editorial de Ciencias Sociales, 2025
ISBN: 9789962250029 RUTH Casa Editorial
ISBN: 9789590626739Editorial de Ciencias Sociales
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Una historia de la existencia personal y profesional del autor, llena de anécdotas, aciertos y desaciertos, y hasta una u otra jocosidades. Un viaje por los distintos países donde desempeñó sus capacidades como embajador en Zambia, Nigeria, Mozambique y Reino de Lesoto; sus relaciones con personalidades nacionales e internacionales, en su bregar por la vida; y sus facultades de escritor, son recogidos en este libro: Mi abuela fue recogedora de café. Apuntes de mi vida. Se espera que sea una lectura amena para el lector interesado.
Heriberto Feraudy Espino. Escritor, investigador y africanista. Graduado en Administración Pública y Licenciatura en Ciencias Políticas (Universidad de La Habana). Se ha dedicado durante más de cuarenta años a los estudios de la africanía.
Ha realizado varias tutorías y cursos de postgrado e impartido cursos, seminarios y conferencias en Cuba, África, Washington, New York, México, República Dominicana, Ecuador, Venezuela y Brasil, y ha publicado en varias revistas y boletines nacionales e internacionales.
Fue director de África y Medio Oriente en el Instituto Cubano de Amistad con los Pueblos; vicedirector de África Subsahariana en el Ministerio de Relaciones Exteriores de Cuba; embajador de la República de Cuba en la República de Zambia, República de Botsuana, República Federal de Nigeria, República Popular de Mozambique y el Reino de Lesoto. También se ha desempeñado como Consultor de la Convención de Naciones Unidas para la lucha contra la Desertificación y la Sequía.
Entre sus obras publicadas se encuentran:Yoruba. Un acercamiento a nuestras raíces(ensayo; Editora Política, La Habana, 1993), Macuá (ensayo; Editora Manatí, Santo Domingo, República Dominicana, 2002), Irna (testimonio; Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 2008), Fabulosas Fábulas(libro de cuento infantil; Editora Selector, México, 1998), Fábulasdel Señor Tortuga(libro de cuento infantil; Editora Selector, México, 2000). De la Africanía enCuba. El Ifaísmo (ensayo; Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 2005), LaVenus Lukumí (relato; Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 2010), Sencillamente Nisia (testimonio; Ediciones Extramuros, La Habana, 2009), Yo vi la música. Harold Gramatges (Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 2009), África en la memoria (Editorial de Ciencias Sociales, 2012), ¿Racismo en Cuba? (Editorial de Ciencias Sociales, La Habana 2015), José Antonio Aponte. El precursor (dossier; RUTH Casa editorial, 2022). Sus libros han sido publicados en Cuba, México, República Dominicana, Venezuela.
En la República de Nigeria, fue condecorado con el título honorífico Chief Osi OlokunIjio of Ife, 1988. En La Habana, recibió el Premio Makandal, otorgado por el Proyecto Teatral Cimarrón, 2010. Obtuvo el Premio Biografía y Memorias, 2009, que concede la Editorial Nuevo Milenio y su sello Ciencias Sociales del Instituto Cubano del Libro, por su obra Yo vi la música. Harold Gramatges.
Es miembro de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC), la Unión de Historiadores de Cuba, la Asociación Cubana de las Naciones Unida, y la Cátedra de Estudios del Caribe. Asesor del Consejo Científico de la Casa de África en Cuba, vicepresidente de la Asociación de Amistad Cubano Africana y presidente fundador de la Comisión Nacional José Antonio Aponte.
Mi abuela era recogedora de café. Por recoger una lata de café maduro, creo que le pagaban veinte centavos. Tengo entendido que lo recogían en el monte. Un día, cruzando un rio tuvo un espasmo, porque la noche anterior se había pasado el peine caliente en el pelo, por lo que se le engarrotó la mano izquierda, la que se le invalidó para siempre. Esto ocurrió antes de 1940, cuando yo nací.
Mi abuela siempre usaba un pañuelo largo y negro en la cabeza, y nunca la vi con prenda alguna: ni cadena, ni manillas. Ella vivía sola; sola no, yo vivía con ella en un cuartitodonde iba a dormir todas las noches. Dormíamos en la misma cama, casi hasta el año 1959, cuando triunfó la Revolución. Yo no sé por qué dormía en casa de mi abuela materna, tal vez por falta de espacio donde vivían mis padres, mi hermano y mis tres hermanas. Yo sé que si dormíamos en la misma cama, era por el amor a mi abuela.
En lo que se podría considerar una salita, pernoctaba uno de sus hijos, que en realidad creo no lo era. Supe que ella lo había criado desde pequeño, se llamaba Jesús y era un verdadero ángel.
A Jesús no le conocí ninguna mujer, pero tengo entendido que tuvo un hijo con alguna. Trabajaba en una pescadería de La Plaza, así se le llamaba al mercado situado en el centro de la ciudad.
Cosas de la vida o de la colonización, cuando estaba de embajador en África fue que conocí que el diseño arquitectónico de las ciudades siempre estaba formado por un cuadrante integrado por la plaza del mercado, una iglesia, un parque y la sede del jefe de gobierno.
Cuando yo iba al mercado a hacer los mandados de la casa, siempre iba a ver a mi tío Jesús, así le llamaba y él me daba cabezas y ruedas de pescado, y unos que a mí me gustaban mucho y que todavía los estoy buscando sin encontrarlos.
El cuarto de mi abuela tenía una pared donde yo colocaba las postales de los santos que me regalaban en la Iglesia, recuerdo a San Juan Bosco y la Virgen La Milagrosa, entre otros.
A mi abuela le gustaba criar animales, siempre tenía una puerca. Recuerdo que una vez, una de estas llegó a parir nueve puerquitos, a los cuales yo les tuve mucho cariño. También criaba gallinas y siempre había un gallo. No sé por qué no había un perro, lo que sí existía era un gato.
Yo llegué a hacerle mucho rechazo a los gatos porque recuerdo que un día estaba en casa de un vecino de mi mamá oyendo los episodios Los Tres Villalobos, que eran tres hermanos: Machito, Rodolfo y Miguelòn Villalobos. Por entonces, en casa de mi madre no había radio y si había estaba roto. A mi me gustaban mucho esas aventuras, donde existía un personaje muy siniestro llamado “Zaquiri el malayo”. Me encantaba la forma en que hablaba, tenía un dicho que decía: Nunca deje que la violencia acabe con tu paciencia. También estaba el “Cojo Perdomo” que era muy malo.
El caso es que un día estaba concentrado escuchando las aventuras y de pronto se me acercó el gato de la casa de la vecina. Lo miré a los ojos, fijamente, y de pronto experimenté una sensación muy rara, algo parecido al terror. Pienso que lo peor es la mirada fija de un gato. Desde aquel instante nunca más me agradaron esos animales, a diferencia de los perros.
Yo tenía un perro al que le puse por nombre Kilito, nunca se me olvida cuánto lo quería, era melenudo de color blanco y negro, de la llamada raza “Sato”. Kilito me acompañaba todos los días a la escuela donde yo cursaba el cuarto grado, situada a casi dos kilómetros. Después que hacía mi entrada al colegio, él se iba para la casa y regresaba a la misma hora en que yo salía.
Un día un camión lo arroyó y recuerdo que mi papá casi quiso matar al camionero ¡como lloré a Kilito! Llevé a mi perrito a la orilla del río y allí encima de una loma cabía una tumba, y lo enterré. Hice una cruz con dos palitos y le puse EPD. A partir de Kilito siempre tuve perros, cuando ya era adulto.
Dice la gente que Nena Cajigal, que así se nombraba mi abuela, era tremenda espiritista, otros dicen que era santera, la mejor del poblado, y que era una bárbara haciendo brujería. Yo eso no lo sé bien, lo que sí recuerdo eran los altares que preparaba mi abuela, casi siempre cuando llegaba el día de San Lázaro, 17 de diciembre; o el de Santa Bárbara, 4 de diciembre; pero el más celebrado era el de San Lázaro. Ella los celebraba. Yo desempeñaba un papel importante en esas celebraciones que solo organizábamos ella y yo, era el encargado de confeccionar los papelitos con los nombres de las cosas que tenía que traer, o enviar la persona que se los sacara, y también el que preparaba el Altar.
En aquellos papelitos que yo salía a repartir los primeros días del mes de diciembre, apuntaba las frutas o las cosas que había que llevar días antes o el mismo día de la celebración: velas, tabacos, ajonjolí, maní, coco, mandarina, platanito, naranjas, agua de florida, aguardiente de caña, ron, etcétera.
Utilizaba bancos y cajones, y preparaba el altar desde abajo hasta arriba. Eran como escalones cubiertos con una sábana blanca donde se colocaban los diferentes santos. Arriba, en lo más alto, siempre se ponía a San Lázaro; luego, bajando, iban las imágenes de los otros Santos que estaban hechos de yeso o en fotos: San Pedro, Santa Bárbara, La Virgen de la Caridad, Jesucristo, Juan Bosco. Llamaba mi atención el hecho de que en casa de mi abuela no se celebraban Bembé.
El Bembé era una fiesta que se organizaba en algunas casas donde había toque de tambores. El más célebre era el de la casa de Angelito Arango, en la Loma del Chivo, cerca de donde yo vivía. Acudían gente de todos los barrios y de todos los colores, algunos bailaban al ritmo de los tambores y había hasta quien se “montaba”, es decir, entrar en trance y entonces aquello era todo un espectáculo, porque había gente que salía corriendo por temor al “montado” o al Santo que lo había agarrado.
En casa de mi abuela eso no ocurría porque mi abuela no daba fiestas, a ella esas cosas no le gustaban. La gente iba a visitar el altar y llevar sus ofrendas, se arrodillaban, se persignaban y nada más.
Una vez mi abuela, yo creo que para que me ganara unos quilitos (centavos), se las arregló para instalar una mesa en la puerta de la casa de mis padres, para que yo vendiera Prú y Rayao. El Prú es una bebida que se hacía y se hace de raíces fermentadas, y se le echa hielo y azúcar. El Rayao se formaba con hielo rayado y azúcar blanca, con una dosis de sirope agregado. Después supe que aquí en La Habana se le llama Granizado.
Otra cosa en la que yo ayudaba a mi abuela era en la venta de la Bolita (Lotería). Eran unas pequeñas tiras de papel impreso de diferentes precios, un pedacito valía cinco centavos y la tira entera veinte centavos. Yo salía a llevarlo a los distintos clientes, quienes me pagaban en el momento o después.
En mi adolescencia yo padecía de una enfermedad en los pies, que le llamaban hongos o eczema, todavía la padezco. El caso es que mi abuela decía que lo mejor para curar eso era el agua de mar. Por eso me llevó a Santiago de Cuba.
Por entonces, yo debía tener unos siete u ocho años de edad. En realidad no sé si verdaderamente mi abuela me llevó a Santiago de Cuba por los pies o porque quería ver a Celina y Reutilio, un dúo muy popular que interpretaba música campesina y del cual ella era fanática. Celina era la mujer más flaca que había visto en mi vida.
No imaginaba a mi abuela, Nena Cajigal, sentada en aquel teatro donde nos cogió un temblor de tierra por culpa de su capricho. Estaba ensimismado disfrutando del canto, cuando de repente sentí un temblor de tierra. La gente gritaba y corría, todos querían salir a la vez. Mi abuela, sin pánico en el rostro, me tomó de las manos y apresurados salimos. Nunca había visto moverse la tierra ni caer desde lo alto tantos tanques de agua. La estancia en Santiago fue breve, pero no la olvido por el mar, el temblor y la fiesta del carnaval.
Mi abuela era la estampa de la humildad viviente y no sé por qué siempre andaba con pasos cansados. A pesar de eso, ella siempre iba adelante y yo detrás. Ella no quería saber de mi abuelo y no sé por qué.
Mi abuelo era veterano de la independencia y siempre llevaba su medalla abrochada en su guayabera. Entre otras cosas, lo recuerdo por eso. Era un hombre alto, delgado, serio, lo que se decía de carácter; de hablar enérgico y pausado. Recuerdo su padecimiento por aquella pierna con un hueco en la piel, donde se aplicaba una pomada de color amarillo con una paleta de madera y por cuya lesión se veía obligado a utilizar una muleta y un bastón. Él ocupaba un cuarto en casa de mis padres. Me daba la impresión de que no recibía la atención adecuada por el reproche de mi madre, su hija, y de mi abuela. Se decía que sus dolencias físicas eran producto de un accidente que había sufrido en La Habana, donde fue a parar persiguiendo a una jovencita, después de haber abandonado a mi abuela.
Mi abuelo permanecía casi todo el día encerrado en su cuarto. A veces yo me asomaba a su puerta, y él se ponía contento y trataba de conversar conmigo. Por las tardes, antes del crepúsculo, solía salir al portal, que entonces se decía corredor, y allí charlaba con quienes al pasar lo saludaban. Siempre leía el periódico y estaba informado de los acontecimientos internacionales. Creo que en la familia, con quien más se comunicaba era conmigo, aunque yo apenas comprendía lo que me hablaba.
Otro de los recuerdos acerca de mi abuelo, es de cuando ejerció algún cargo de autoridad en la cárcel de Guantánamo. Yo lo visitaba, y mucho llamaba mi atención las flores sembradas en el exterior de aquel edificio.
La imagen que guardo de mi abuelo es, como se puede decir y se decía, de un negro fino, alto, elegante, de piel lavada, cabellera canosa, siempre bien vestido con cuello y corbata o guayabera; jamás lo vi en camisa de mangas cortas. En la casa, siempre andaba con pijama. En una época le dio por chupar caramelos o comer camaroncitos, decía que para matar el deseo de fumar.
Conservo en la memoria, cuando mi abuelo me narró un cuento:
Había una vez una gallina guinea y un palomo que hicieron una apuesta para ver quién se dormía primero. Después de muchas horas de insomnio, la gallina le decía al palomo: Chenche kubalé, chenche kubalé, compadre se duerme uté y el palomo le respondía: Akúnkúnkúnkun Balolo Balolo se duemé.
Sin lugar a duda, mi abuelo Gelacio Espino Collazo fue un hombre excepcional e incomprendido en su corta familia.
Yo conocí a mi abuela por parte de padre, Candelaria Feraudy, de piel cobriza y pelo bueno, como decían. Lo más nítido grabado en mi mente es cuando me obligaba a lavarme las manos. Al verme jugando por su casa, cercana a donde yo vivía, me llamaba y lo primero que hacía era poner a calentar agua en una palanganita, mojaba una pequeña toalla, y la pasaba por mis manos y rodillas. Era muy viejita y vivía en una casa vieja de madera, en compañía de una hija y dos nietas.
De mi adolescencia conservo una estampa singular en la memoria. De cuando me mandaban a la “casa de empeño”.
Yo no me explico cómo siendo mi padre empleado de la Base Naval de Guantánamo, trabajando como músico los sábados y domingos, y en ocasiones mi mamá lavando y planchando para la calle, me mandaban a la casa de empeño. Lo que más me molestaba era cuando tenía que llevar un par de zapatos, un traje o un pantalón para empeñarlos. Me molestaba, porque esto constituía un paquete envuelto en papel periódico; imagínense si una muchachita del barrio o amiga me veía entrando en la casa de empeño con eso, ¡que pena! Cuando esto ocurría, siempre tomaba mis precauciones para que no me fueran a pillar en tan triste acto. Yo prefería que me dieran, para empeñar, una cadena o un reloj, porque de esa forma me lo echaba en los bolsillos y entraba al lugar como si fuera a ver algo. Gracias que a los viejos nunca se les ocurrió empeñar el radio. ¡Se imaginan!
Cuando yo iba a la casa de empeño, ya los dueños me conocían y no me hacían el vale; esa fue otra ventaja, porque en la época que lo hacían yo me quería morir cuando se demoraban en ese proceso. El caso es que ese establecimiento estaba en un lugar muy céntrico y siempre corría el riesgo de que una persona conocida me viera.
Por lo general, con el dinero obtenido por lo empeñado, que casi siempre eran $1.20, mi madre me entregaba una lista para comprar en el mercado. En un papel estraza me apuntaba lo que debía comprar y cuánto había que invertir: Arroz, 8 centavos; manteca, 10 centavos; especias, 3 centavos. Las especias eran un paquetico que tenía tomate de cocina, ají, culantro, perejil. La lista incluía viandas y vegetales, carnes o pescados, y hasta algunas frutas como anón, papaya o platanitos. En ocasiones había que empeñar algo para pagar la electricidad y evitar que la cortaran.
Señores, hay costumbres que son del carajo. Yo, siendo ya todo un hombrazo, aquí en La Habana, iba a la casa de empeño de Marianao para empeñar prendas o trajes míos. Le ronca el mango.
Bueno, pero a pesar de la miseria y todo nunca me faltó vestir a la moda como uno de los más elegantes jóvenes de la barriada. Mi mamá se esmeraba en esto. Si la moda era vestir traje blanco de dril cien, ahí estaba yo vistiéndolo; si era traje de hacendado, así se le llamaba a un tipo de tela, ahí estaba Nevi (así me nombraban) con su traje de hacendado; si se trataba de traje de casimir y con sombrero, yo con mi casimir y mi sombrero. Que camisa de hilo con cuello duro y bolsillo bordado o pantalón de franela, así yo iba por la loma del chivo y otros barrios luciendo mi elegancia.
En Guantánamo existían tres asociaciones o sociedades llamadas “de color”; una se nombraba “Siglo xx”, que era exclusiva para mulatos, y otras dos para negros denominadas “Moncada” y “Nueva Era”, respectivamente, a esta última yo pertenecía; yo no, mi madre.
Recuerdo que en una ocasión, en la Nueva Era, se celebraba la fiesta de guajiros, que se organizaba todos los años. Para la vieja fue un verdadero dolor de cabeza lograr que yo fuera vestido como correspondía, no había dinero. No sé cómo se las arregló, pero el día de la fiesta ahí llegué yo montado en coche y todo. Así era mi vieja.
Otra de las tradiciones del pueblo era salir en una comparsa durante los carnavales. A mí no me faltó el traje de disfraz para integrar la Comparsa de la Cerveza Cristal. Mi mamá me compró la tela de satín y lentejuelas para que me confeccionaran la capa, camisa blanca de mangas largas, tela para un turbante y zapatillas blancas.
Cuando estaba en la Escuela primaria, me correspondió participar en la Parada, así le llamaban a las Bandas musicales de la escuela. Yo era el batutero, el que iba al frente dirigiendo con una batuta muy hermosa. Mi mamá tuvo que comprarme ropa blanca para este acontecimiento.
Ser miembro de los Boy Scouts constituía un rango de cierta categoría social para los jóvenes, pues allí estaba yo. Fui Guía de la Patrulla Águila Negra. Fue una breve etapa que disfruté. El bello uniforme verde olivo que me acomplejaba por los pantalones cortos y mis canillas; el sombrero que se utilizaba, importado de Londres; el bastón, una gran vara; la cantimplora; el cinturón; las medias largas; el cuchillo; la pañoleta, la Flor de Lis. Todos eran símbolos que me fascinaban. Además, las excursiones con sus casas de campañas y sus fogatas.
Otro rango de distinción entre los jóvenes de la época era pertenecer a la Agrupación de Ajefistas. Ingresé en la Asociación de Jóvenes Esperanza de la Fraternidad (AJEF), organización que era parte de la masonería, a la edad de quince o dieciséis años. Participé solo en la iniciación (así me sucedió en la religión donde comulgué una sola vez). Después de algunos pasos previos allí en los salones de la Logia, procedieron a vendarme los ojos, me pusieron a caminar, y a veces me lanzaban desde una altura hasta un vacío como si fuera un precipicio, no podía gritar ni quejarme. De esa forma tuve que pasar distintas pruebas hasta que fui aprobado. Quizás el proceso no haya sido así exactamente, pero es lo que más o menos recuerdo.
Siendo más joven, a mi mamá se le ocurrió que yo hiciera la Comunión. Aquello fue del carajo. Hubo que comprar un trajecito blanco, camisa blanca, corbata blanca, zapatos blancos, una vela grandísima y un librito de catecismo. El asunto es que el día de la Comunión, un domingo por la mañana, cuando llegamos a la Iglesia la vieja no tenía el peso que había que pagarle al cura. Ella en un tiempo había sido la máxima dirigente del Sindicato de las Trilladoras, y era muy respetada y considerada; tuve que ir casi corriendo a la sede de los sindicatos, enviado por mi madre, ver a un señor que era el dirigente del movimiento obrero y que me diera el peso para la Comunión. De esta forma aquel personaje se convirtió en mi padrino por un día.
Mi mamá era una mujer para respetar, y luego diré por qué. De mis recuerdos nunca olvido cuando viajé con ella a La Habana y el beso de despedida que me dio mi padre, mientras dormía. Para mí aquel instante es imborrable: La noche antes de la partida, por entonces yo dormía en la casa de mis padres; yo estaba acostado en la cama durmiendo y de repente siento que me dan un beso, era mi papá; me mantuve en silencio, como si nada hubiese ocurrido; ¡jamás en mi vida he olvidado aquel beso! Nada menos que de mi papá, siempre tan frío, al parecer indiferente, severo, sin cariños. ¡Que hombre aquel! ¡A pesar de todo, todo nobleza!
Mi mamá me trajo a La Habana cuando yo tenía diez años, en el año 1950. Nos hospedamos en un cuarto donde vivía mi tía con mi primo, en la calle Sitio.
Recuerdo que la vieja un día me llevó a uno de los famosos lugares donde se efectuaban los bailes populares, no sé si fue La Polar o la Tropical, uno de ellos; tocaba el Conjunto de Arsenio Rodríguez. En esa época, las agrupaciones bailables más famosas eran conocidas como “Los Tres Grandes”:Arsenio, Arcaño y Melodías del 40.
Mi mamá no era muy aficionada al baile, pero fuimos. Fue en esta ocasión que conocí al mejor tocador de son, al piano, Lily Martínez. La vieja me presentó y él se admiraba de ver al hijo de “mi compadre”, así se refería a mi padre de quien era gran amigo. Después del triunfo de la revolución lo visité en su casa, ya algo enfermo y casi abandonado, a pesar de sus grandes éxitos como pianista y compositor. Uno de los más grandes interpretes de la música popular en el piano y de los mejores compositores cubanos.
Durante un receso en que Lily conversaba con mi mamá, vi llegar a Arsenio Rodríguez, un mulato alto, muy gordo, vestido de traje y corbata, y con unos espejuelos oscuros, era ciego. Lily estaba sentado junto a su esposa, fumaba un largo tabaco y en el espaldar de la silla tenía colgado el saco que vestía. Le reprochó a Arsenio algo de lo que se había enterado: “Compadre, ya le he dicho mil veces que eso no se hace” y siguió descargándole. El asunto era que Arsenio, ciego y todo como estaba, le había propinado tremenda paliza a su esposa, creo que siempre lo hacía. Arsenio Rodríguez más tarde se fue a los Estados Unidos para operarse de la vista y nunca regresó. Al frente del conjunto quedó Félix Chapotín.
Cuando cumplí quince años mi mamá me compró una sortija de oro de diez quilates, con un polaco que vendía prendas a plazos, por las calles. Fue ella quien me compró, a un precio de seis pesos, el libro de Preparatoria, para ingresar en el Instituto de Segunda Enseñanza.
De verdad que mi mamá era mucha madre, a pesar de las surras que me daba de cuando en cuando. No olvido un domingo, después de haber llegado de casa de mi abuela, estaba yo muy bien vestido, como todos los domingos, y a la vieja se le ocurrió mandarme a botar la basura. Ahí mismo planté. !Qué va! ¡Yo así no boto la basura! ¡Para qué fue aquello! La vieja me dio una paliza que mis gritos hicieron despertar al viejo que también tenía un genio de cuatro pares, Lo que me cayó arriba fue para no contarlo. Ambos, el viejo y la vieja encima de mí. Por supuesto, nunca más me negué a botar lo que fuera y cómo fuera.
Del temperamento de la vieja también recuerdo lo siguiente: Creo que fue un 28 de enero o un 27 de noviembre, fechas en que los estudiantes del Instituto solíamos salir en manifestación contra el régimen de Fulgencio Batista. Bajamos por la calle Paseo gritando ¡Abajo la dictadura! ¡Abajo la tiranía!” Nos concentramos en el parque José Martí y allí recibimos los planazos de los machetes de los “Casquitos” como se le llamaba a los del Ejército. Del parque nos fuimos a tomar el Ayuntamiento, pero fue infructuoso el intento. Decidimos tomar la sede de la Federación de Trabajadores, la misma que dirigía aquel hombre que pagó mi Comunión. La tomamos. Se presentó el Ejército y la Policía con un jeep tratando de forzar la puerta del edificio donde nos encontrábamos. El periodista más famoso de la localidad o el único de aquella época, nombrado Maicanedo, así se le conocía, envió una relación de los estudiantes que habían asaltado la Federación a la radio, y que se mantenían asediados por los testaferros del régimen. Logramos salir de aquel lugar. Cuando llegué a la casa, mi mamá estaba planchando y escuchando la radio; de pronto dieron el parte y los nombres de los revolucionarios, entre ellos el mío. ¡Dios mío! La vieja sin vacilar un solo instante desconectó la plancha y allá va eso, si no la esquivo, pobre de mi cabeza. De repente era así, irascible. Del emberrinchamiento que tuve me fui al patio y en su presencia desenterré varias armas cortas que tenía escondidas. Lo hice solo por venganza, para que supiera quien soy yo y se pusiera peor, si le daba la gana. ¿Resultado? Tuve que irme para el monte, pero esa es otra historia.
Hay gente que decía que mi mamá se oponía a mis relaciones con Luz Divina porque era negra y ella deseaba que yo adelantara la raza, otros eran de la opinión de que la negativa se debía a que cuando la hice mi mujer, ya no era señorita. Pero todos eran infundios de “lomicheros”, así llamaba yo a la gente del barrio donde nací y me crié, la Loma del Chivo.