Mis recuerdos de Italia - Víctor Balaguer - E-Book

Mis recuerdos de Italia E-Book

Víctor Balaguer

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Beschreibung

Una obra de madurez en la que Víctor Balaguer hace un recorrido hacia el pasado y hacia la memoria. En el libro narra sus dos viajes a Italia. En el primero, el autor viajó como soldado y tomó parte de la guerra de la Independencia italiana. En el segundo, Balaguer viajó formando parte de la comisión nacional como diputado. Dos épocas muy diferentes, ambas vistas con nostalgia y alegría por los tiempos pasados. -

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Víctor Balaguer

Mis recuerdos de Italia

DE LAS REALES ACADEMIAS ESPAÑOLA Y DE LA HISTORIA

Saga

Mis recuerdos de Italia

 

Copyright © 1890, 2022 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726687880

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

AL LECTOR

La llegada á Barcelona y á Madrid en 1886 de una cohorte de periodistas italianos; la explosión de entusiasmo con que en ambas capitales fueron recibidos; las corrientes de cariño y de fraternidad que con este motivo surgieron, unidas á grandes manifestaciones de simpatía por una y otra parte; todo ello vino á enardecer mi vieja sangre, á despertar en mi corazón sentimientos que parecían dormidos y á evocar en mi memoria recuerdos que nunca debiera haber olvidado.

Esto fué lo que me decidió á escribir este libro, que tenía ya muy adelantado á mediados de septiembre de 1886, cuando sucesos de todos conocidos provocaron una crisis ministerial, siendo yo entonces uno de los llamados á ocupar un puesto en el nuevo gabinete.

Quedó el libro, entonces, interrumpido, y sólo pude continuarlo después de mi salida del ministerio, cuando vinieron los sucesos á darme el descanso, la paz y el sosiego de que carecí malaventuradamente durante los años de 1887 y 1888.

He dado, pues, la última mano á este libro de recuerdos de mi juventud, y con haber dicho ya á qué causas obedece su redacción, sólo me falta añadir algunas palabras para justificar mis propósitos.

Debo comenzar por hacer una confesión á mis lectores. Soy muy poco entusiasta del presente, al que nunca, en ninguna época de mi vida, tuve gran amor. Cuando joven, soñaba en el porvenir, y ahora, viejo ya, vivo en el pasado. Me place evocar mis recuerdos, y me place también escribirlos, sobre todo cuando creo que pueden ser útiles y de alguna enseñanza.

Los azares de mi aborrascada vida hicieron que me viese mezclado en grandes sucesos que con sus estrépitos han conmovido al país.

En tumultuoso tropel, á veces, acuden á mi mente las memorias de mi vida, y especialmente las de aquellos acontecimientos á que asistí como testigo ó en que hube de tomar parte como actor.

El incendio de los conventos y la matanza de los frailes, que es el suceso más lejano á que alcanzan mis recuerdos: las llamadas «Bullangas» de Barcelona, serie de continuadas y sangrientas turbulencias, con sus catástrofes y horrores, pero también con sus grandes alientos patrióticos: las revoluciones y pronunciamientos, con sus fiebres y sus entusiasmos: el sitio y bombardeo de Barcelona cuando la Junta Central, con sus inalardeados episodios épicos: la revolución de 1854 y mis gestiones en ella como representante de la Junta del Principado para ponerme de acuerdo con las Juntas de Zaragoza y de Valencia y con el duque de la Victoria: la guerra de la Independencia italiana, á que asistí, según voy á contar en este libro: el famoso banquete del 2 de mayo en Madrid, en que tomé parte como representante de Barcelona, y las juntas en casa de Olózaga, donde se inició la revolución: mis conferencias con el general Espartero en Logroño: las conspiraciones con sus peligros y la emigración con sus desmayos: las tentativas del general Prim para derribar al Gobierno: la revolución de 1868 y la caída del trono: mis gestiones como Vicepresidente de la Junta revolucionaria y como Presidente de la Diputación provincial de Barcelona, y mis trabajos para las Cortes Constituyentes: mi representación en estas Cortes: mis viajesáprovincias para sostener la candidatura del duque de Saboya, y después la misión confidencial que llevé á Alemania, al ir de representante de España al Congreso de Estadística que se celebró en el Haya: la proclamación de D. Amadeo como rey de España: mi viaje á Italia, con la comisión de diputados constituyentes, para ofrecer á aquel príncipe la corona, de que también me ocupo en la segunda parte de este libro: mis tres primeras épocas de ministro, con los carlistas en el campo, los filibusteros en la manigua, el motín en las calles y la discordia en nuestras filas: el triunfo de la República, y luego el advenimiento del rey D. Alfonso XII: mi propaganda por las provincias de Levante, que tanto agitó y conmovió á la prensa: mi cuarta época de ministro con la reina regente doña María Cristina, que ocupa los volúmenes XXIII y XXIV de la colección de mis obras: y, por fin, y para acabar de una vez, muchas otras singulares cosas, que yo me sé, que yo conozco, que me son familiares, que me reservo, y que pudiera y acaso debiera narrar para inhonesto goce mío, cuando no fuera para enseñanza de muchos y para restablecer en algo la verdad histórica, que anda á veces muy desconocida por lo encapuzada y maltrecha.

Y todavía hay recuerdos, de orden distinto, ciertamente, que en ocasiones dadas me apremian y persiguen, solicitando salir de la oscuridad en que yacen, postulantes y quimerizas minucias de amor propio. Son aquellas que se refieren al renacimiento literario de Cataluña y de Provenza, á los certámenes de Juegos Florales, á mi estancia en Avignon, á mis relaciones con Mistral y demás poetas provenzales, á los aniversarios y fundación de institutos para gloria de la patria, á las fiestas y asambleas literarias de gran resonancia á que asistí en Cataluña, en Valencia, en Galicia, en Lombardía, en el Piamonte, en París, y, á orillas del Ródano, en Provenza.

Así se explica, con el agobio de tantos años y la idea de tantas cosas, con la pesadumbre de tantos secretos y el conocimiento de tantos hombres, con la participación de tanto suceso y el recuerdo vivo de tanta catástrofe, y también de tanta gloria; así, repito, se explica cómo no fuera tal vez inútil ni desaprovechada idea la de escribir mis memorias, aun cuando no pertenezca yo al número de aquellos que merecen tenerlas, ni sean del fuste de los que deben escribirlas.

Pero, en fin, no se trata de esto ahora, sino de escribir un libro de impresiones y recordanzas de Italia.

Ocurrióseme decir alguna vez, en conversación familiar, y al amparo de honesta y perdonable chanza, que yo estuve dos veces en Italia, una como casi soldado y otra como casi rey.

Yalgo hay de ello, en efecto. La vez primera fuí á tomar parte en la guerra de la Independencia italiana. Era entonces periodista.

La segunda vez fuí formando parte de la comisión nacional nombrada por las Cortes españolas para ir á ofrecer la corona de este reino al duque de Aosta. Era entonces diputado constituyente.

A estas dos épocas hace referencia este libro.

V. B.

 

Villanueva y Geltrú, 18 de octubre de 1889.

_________

MIS RECUERDOS DE ITALIA PRIMERA PARTE

LA GUERRA DE LA INDEPENDENCIA

I

Alzamiento de Italia en 1848.—Carlos Alberto.—La batalla de Novara.—Abdicación de Carlos Alberto.—Proclamación de Víctor Manuel.

 

En 1848 pareció haber sonado la grande hora de la regeneración y de la independencia para Italia. El mundo todo pudo llegar á creer por un momento que aquella nación ilustre iba á ser, por fin, de allí en adelante, algo más que un riquísimo Museo abierto á la curiosidad y al estudio de los viajeros. Efectivamente, todo pareció agitarse y cobrar vida. El grito de ¡Viva Italia! lanzado desde las alterosas cumbres del Apenino, como si bajara del cielo, sonaba en las ciudades y en las villas, repercutía en los valles, era repetido por todos y en todas partes, y hasta parecía salir del fondo de las tumbas. Glorias, tradiciones, recuerdos, leyendas, historias, estatuas, cuadros, monumentos todos de aquel vasto Museo, todo se encarnó, todo se puso de pie. Milán se alzó terrible y sangrienta, haciendo estremecer al águila de las dos cabezas, que se retiró azorada. Venecia se incorporó sobre el espejo de sus lagunas, rompiendo sus opresoras cadenas al recuerdo de que su alado león fué un día el rey del Adriático. Nápoles, desperezándose y abandonando su indolencia, estalló más ignífera aún que el volcán que se eleva á sus puertas: el pueblo de las Vísperas rugió como la fiera que se arroja sobre su presa, y el Piamonte, convirtiéndose en espada de Italia, voló á los campos de batalla, arbolando su tricolor bandera iridiscente y proclamándose campeón y mantenedor del buen derecho y de la buena causa.

Desgraciadamente vino un día de luto, y este día se llamó Novara. La causa de la independencia sucumbió, y la infeliz Italia se retiró de los campos de Novara, cubierta de sangre, cegada por el humo del combate, bamboleante y exánime.

Al comenzar Italia entera su gloriosa guerra de emancipación para desprenderse del yugo de sus opresores, Carlos Alberto, entonces rey del Piamonte, se había puesto al frente del ejército italiano, marchando contra los austriacos. La victoria, que comenzó por sonreirle, se volvió de repente contra él. Vencedor en Goito, en Pastrengo, en Monzambano, en los campos de Peschiera y en otros varios puntos, vióse luego obligado á retroceder refugiándose en Milán, ante cuyas puertas no tardó en presentarse Radetzky, que mandaba entonces el ejército austriaco.

Carlos Alberto, viéndose en la imposibilidad de salvar la ciudad de Milán, concertó la capitulación con el jefe austriaco, retirándose con los restos de su ejército piamontés á la otra orilla del Tesino. Un armisticio quedó acordado, pero no tardó en ser roto. Se hizo inminente un nuevo choque, y se libró una batalla en los campos de Novara. La suerte de Italia dependía del éxito de esta batalla, que fué funesta para las armas de Carlos Alberto.

Italia quedó perdida. Carlos Alberto, que había combatido á la cabeza de sus últimos soldados, teniendo á su lado á sus dos hijos los duques de Saboya y de Génova; Carlos Alberto, á quien no hay duda que se vió buscar la muerte en aquel campo donde acababan de caer rotas y ensangrentadas sus banderas, diezmados y perdidos sus batallones, reunió á los generales que le quedaban y les preguntó con insistencia si era posible retirarse á la plaza de Alejandría para de nuevo emprender la campaña. Todos fueron de parecer que esta retirada era impracticable.

Entonces, ante esta decisión unánime, abdicó y ciñó con su corona la frente de su hijo Víctor Manuel, duque de Saboya.

En seguida de su abdicación, partió de Novara con sólo un ayuda de cámara, encontrando en el camino de Verceil un destacamento de austriacos quienes, atendida la oscuridad de la noche, estuvieron á punto de hacer fuego sobre su carruaje. Interrogado por el oficial que mandaba el destacamento, el rey se anunció como el conde de Barga, coronel piamontés, según noticias que creo fidedignas, y en apoyo de su declaración mostró un pasaporte librado por el comandante de la plaza de Novara. Detenido por algunas horas, mientras se esperaba al general Thurn, que no tardó en llegar, Carlos Alberto no pudo proseguir su camino sino después de un nuevo interrogatorio y con la seguridad dada por un soldado prisionero de que era efectivamente el conde de Barga. Sólo después de la partida del rey fué conocida de Thurn la verdad, quien exclamó entonces:

—¡Dios protege al Austria! ¿Qué hubiera dicho el mundo si mis soldados hubiesen muerto á Carlos Alberto?

Así que éste llegó á las cercanías de Niza hizo dar aviso al prefecto, que le procuró los medios de pasar la frontera sin que nadie tuviese de ello noticia.

—Mi primera idea, dijo el rey al prefecto, había sido la de pasar á Palestina, pero he debido renunciar para que no dijeran que acababa mi vida haciéndome fraile. He pensado después en Londres, y habría ido allí de buena gana; pero esto hubiera sido aumentar el número de los desterrados. Me he decidido, pues, por Oporto, ciudad bastante alejada del Piamonte para que se pueda sospechar que quiera mezclarme aún en los negocios públicos.

Estas palabras, según se cuenta, fueron pronunciadas por Carlos Alberto sin ninguna apariencia de emoción; pero habiéndole manifestado el prefecto la esperanza de mejores días para Italia y para él, su rostro extraordinariamente pálido se coloreó de pronto, y contestó con voz muy animada:

—En cualquier sitio y en cualquier tiempo que un gobierno regular levante su bandera contra el Austria, ésta puede estar bien segura de encontrarme como simple soldado en las filas de sus enemigos.

Tales fueron las postreras palabras pronunciadas por Carlos Alberto en la tierra de Italia. Sabido es que, enfermo ya cuando llegó á Portugal, murió en Oporto el 28 de julio de 1849.

Los hombres del Norte volvieron á fijar las estacas de sus tiendas en los fértiles campos de Lombardía; el Piamonte quedó reducido, como anteriormente, á un pequeño Estado; Milán se vió obligada á presenciar feroces escenas de bastonata; Venecia fué entregada de nuevo, como una esclava hermosa, al sibaritismo de los oficiales de uniforme blanco; Roma hubo de rendirse á sus dominadores eclesiásticos; Nápoles cayó destrozada por las bombas del rey Fernando, y las bayonetas extranjeras volvieron á pasear el lujo de su tiranía por todas partes.

Italia quedó nuevamente reducida á su primera condición de Museo. Los curiosos y los viajeros tuvieron libertad para ir á recorrerle y visitarle: sólo que, aquella vez, entre los monumentos, al pie de las estatuas y pórticos de mármol, solíanse encontrar charcos de sangre.

II

Tiranía y persecuciones en Italia.—Grupo de estudiantes en Barcelona. Lecturas de Silvio Pellico.

 

¡Pobre, infortunada Italia!

No hubo nunca nación más grande en el mundo; pero no hubo otra tampoco más infeliz.

Hoy nadie se acuerda ya de lo que pasaba en Italia por los años de 1848. Yo era entonces un muchacho, y recuerdo que las noticias que se recibían de allí, sobre todo de Lombardía, me hacían estremecer. Con los ojos del alma, y con un sentimiento superior á mi edad, iba siguiendo á aquel país en la vía dolorosa de sus amarguras y tristezas.

No hay medio de pintar la desolación de Lombardía al encontrarse otra vez bajo el yugo austriaco, después de la funesta jornada de Novara. Es imposible recordar todas las calamidades que el Austria hizo llover sobre las provincias lombardo-venetas, á pesar de las promesas de Radetzky cuando la capitulación de Milán.

Un rescripto, emanado de la autoridad militar de Verona, declaraba á los propietarios responsables de cualquier cartel revolucionario fijado en las paredes de sus casas: en Mantua y en Pavía se obligaba al público á ir al teatro y á los espectáculos, condenándole á indemnizar á los empresarios de las pérdidas que con su ausencia se les ocasionaba: se imponía contribuciones muy crecidas á los ricos, y sus palacios, convertidos en cuarteles, eran tristemente devastados por las tropas: los pueblos á que pertenecían los conscritos refractarios ó desertores, eran castigados con enormes multas: era conducido ante un tribunal de guerra, y fusilado en el acto, aquel en cuyo poder se encontraba un arma: las ejecuciones eran repetidas y numerosas; pasaron de cincuenta mil los habitantes del reino lombardo-veneto que se vieron obligados á emigrar. Brescia fué pasada literalmente á sangre y á fuego por el general Haynau, el mismo que tan funestamente célebre debía de hacerse luego en Hungría: en las plazas de Milán se levantaban públicos tablados donde se azotaba cruelmente á todos los que, hombres ó mujeres, se negaban á tomar parte en los festejos destinados á celebrar los días del emperador ó á conmemorar recuerdos del imperio: las cárceles de Verona. Mantua y Milán rebosaban de presos: las poblaciones en donde ocurría algún movimiento revolucionario quedaban obligadas á mantener, durante toda su vida, á las familias de los soldados muertos ó heridos; por fin, la cárcel de Spielberg, la espantable cárcel de Silvio Pellico, de Confalonieri y del marqués Pallavicini, se alzaba ante los pueblos oprimidos como fantasma sangriento y como sombría y aterradora amenaza para aquellos italianos que se atrevían á cometer el crimen de ser adictos y fieles á su patria.

Tal era entonces Italia, y á tales extremidades hubo de llegar. Cuna de la civilización europea, madre de las artes, de las ciencias y de las letras, patria de hombres que se llamaron Virgilio ó César, Dante ó Rafael, Petrarca ó Maquiavelo, Bocaccio ó Vico, Canova ó Galileo, Miguel Ángel ó Volta, Tasso ó Bellini, acabó por perder su nacionalidad, viendo á la Europa del Norte arrojarse sobre ella como hambrienta fiera.

No parecía sino que Dios hubiese querido castigar á aquel pueblo por haber dictado leyes al mundo. Desde antes de la Edad media estaba convertido el país en una especie de circo donde iban á luchar los contendientes de todo el mundo, y también en una especie de banquete, al cual, una tras otra, acudían las naciones europeas ganosas de tomar parte en el festín.

En la época de 1848 á que me refiero, yo era joven aun y estudiante, vivía en Barcelona, mi patria, y me juntaba con otros jóvenes como yo, entusiastas y amantes de Italia, á la cual nos inclinaba principalmente uno de nuestros amigos, hijo de un emigrado italiano. Llegamos á formar un grupo, al que nos permitíamos dar el nombre de Academia, y el hijo del emigrado se ofreció á enseñarnos el idioma del Lacio.

Nos reuníamos dos ó tres veces cada semana para tener lecturas en alta voz; buscábamos con afán periódicos italianos y noticias de aquel país; seguíamos el curso de las cosas, como si fuésemos de aquellas regiones y como si fuésemos también más entrados en años; sosteníamos á veces calurosos y apasionados debates sobre cosas referentes al país que tanto nos halagaba, y era nuestra lectura favorita Le mie prigioni de Silvio Pellico, libro entonces de gran boga, con lo cual y con saber que todos los del grupo blasonábamos de liberales, dicho queda hasta qué punto estallarían nuestro espíritu y nuestro corazón en manifestaciones de patriotismo y en derroches de entusiasmo.

No en vano ardía sangre latina en nuestras venas, y también sangre gibelina, que, al fin, éramos nietos de los héroes que un día, llamados por el toque de vísperas, fueron á rescatar á Sicilia, restaurando su trono y sus libertades, con aquel Pedro de Aragón el Grande, figura caballeresca y legendaria, de quien dice el excelso Dante en su Divina comedia que

d’ ogni valor portò cinta la corda.

III

Víctor Manuel, ilRe galantuomo.—El conde de Cavour.—Toma parte el Piamonte en la guerra de Crimea.

 

Las consecuencias más tristes del fatal desastre de Novara habían sido el martirio de la heroica Brescia, el bombardeo de Génova, el triunfo de la contra-revolución en Toscana, un exceso de reacción en Nápoles, la sumisión de Sicilia, y el terror en Venecia y en Lombardía, donde mandaba con autoridad suprema el mariscal Radetzky, á quien cierto día, después de una sangrienta hecatombe de patriotas en Milán, oyeron pronunciar estas palabras:—«Quince días de terror nos darán quince años de paz.»

El Austria estaba allí para velar por la conservación de lo que ella llamaba principio sagrado de autoridad, y por la observancia religiosa de los tratados de 1815. Había cuidado de enviar sus espías, sus polizontes, sus ejércitos, sus representantes allí donde era menester, y poco á poco el orden había vuelto á reinar de nuevo en Italia, el orden de Varsovia.

Mientras el Austria llenaba así sus destinos, una reducida nación, un pequeño pueblo, de quien ya nadie parecía hacer caso, el del Piamonte y Cerdeña, iba poco á poco marchando por la vía de la libertad y del progreso, teniendo á su frente un monarca noble y un ministro sabio y diligente. El espíritu de la península italiana se fué concentrando en aquel pueblo, las miradas del mundo comenzaron á fijarse en él, y no se tardó en adivinar que podría llegar á ser cabeza de Italia, como era ya esperanza de su independencia.

Contaba Víctor Manuel veintinueve años cuando su padre puso en su frente la corona manchada con el polvo sangriento de Novara.

Sobre este campo de batalla había dado Víctor Manuel pruebas reales de valor heroico y de intrepidez caballeresca, pero le faltaba darlas de habilidad en el terreno mucho más escabroso de la política.

La naturaleza le había dotado con cariño. Era de ademán imponente, de voz sonora, de fisonomía franca y abierta, robusto, apto para los ejercicios y fatigas de la caza y de la guerra, con modales llenos de atractivo, aire y aspecto marciales. En cuanto á lo moral, era de carácter energico, leal, ajeno al egoísmo, poco dado á la ostentación, de juicio sano y recto, perspicaz, dueño de sí propio, sereno en el peligro, con un profundo respeto á la fe jurada y un amor sincero á la cosa pública y á los intereses del país.

Estas cualidades eminentes, tan necesarias al jefe de un Estado constitucional, hiciéronle el ídolo de Italia y le convirtieron en objeto de verdadero culto, valiéndole el renombre de il Regalantuomo.

Víctor Manuel tenía una grande y noble ambición: la de asegurar la independencia de Italia y su unidad. Consagróse por completo á la causa italiana, pues demasiado comprendió al subir al trono que éste era el deber de la casa de Saboya, y que, al heredar la corona teñida con la sangre de Novara, aceptaba esta misión, que podía ser una gloria, pero que era evidentemente un peligro. Juró, pues, sepultarse bajo las ruinas de su trono con su familia y su dinastía, ó realizar su empresa; pero, educado en la escuela de la desgracia, instruido por las lecciones de la experiencia, debió prometerse, sin duda, no comenzar hasta llegar el momento oportuno.

Este momento, como veremos, no llegó hasta 1859.

En cuanto á su ministro, el conde de Cavour, fué, como hombre de Estado, una de las más caracterizadas y sobresalientes figuras de este siglo.

En 1850 estaba encargado Cavour de la cartera de comercio y de agricultura, y se esforzaba en ir preparando tratados comerciales con las demás naciones de Europa, y en ir conduciendo gradualmente á los Estados sardos hacia la adopción de las reformas que él consideraba indispensables para el porvenir del reino. Nombrado, además, ministro de Hacienda en abril de 1852, supo procurar á su país, por medio de negociaciones hábilmente conducidas, un auxiliar que debía servirle de mucho con el tiempo, la Francia. Por su solicitud, esfuerzos y cuidado, el Piamonte entró en el concierto europeo; el ejército piamontés combatió junto al francés en la campaña de Crimea; estableciéronse desde entonces afectuosas relaciones entre ambos países; Víctor Manuel y Napoleón III se unieron en estrecha amistad; y, finalmente, el primo del emperador de los franceses, príncipe Napoleón, se casaba con la hija del rey de los Estados sardos.

A la competencia y discreción de este verdadero hombre de Estado, el Piamonte, que parecía haber quedado reducido á la nulidad desde la rota de Novara, debió en gran parte su importancia y crecimiento. La lealtad caballeresca de Víctor Manuel, su espíritu de equidad y de justicia, el patriotismo del Parlamento, la habilidad de Cavour, el bien entendido sistema constitucional del país, más tarde los románticos exaltamientos de Garibaldi, de quien me he de ocupar mucho en este libro, todo se fué juntando para que el Piamonte reconquistase el rango que por un instante perdiera. A pesar de los enormes sacrificios que hubo de hacer en 1848 y 1849 y á pesar de su onerosa paz con Austria, la riqueza del país fué creciendo, y aquella pequeña y, al parecer, insignificante nación, figuró de pronto en primera línea. Bien se conocía que la Providencia la reservaba para altos destinos.

Llegó en esto el año de 1855 y con él la guerra de Crimea. El Piamonte envió el contingente de quince mil hombres para ayudar á los franceses y á los ingleses, y consiguió la gloria de que sus soldados se batieran como veteranos en Tractir, tomando parte en las operaciones contra Sebastopol.

Ya desde entonces Víctor Manuel pudo abrir su pecho á la esperanza. Los horizontes se ensanchaban á su vista.

____________

IV

Un artículo publicado en la Corona de Aragón, periódico de Barcelona. Rompimiento entre el Piamonte y el Austria.

 

Era yo en aquella época director del periódico titulado La Corona de Aragón, que veía la luz pública en Barcelona, y señalábase este periódico por contener una abundante sección de noticias relativas á Italia, manifestándose siempre favorable á los intereses y porvenir de la península italiana.

Como en 1848 había escrito una oda á los milaneses por su levantamiento heroico, oda que causó la suspensión del periódico literario en que hubo de publicarse, creí que era aquel el momento de expresar mis simpatías en favor de la unidad de Italia, y publiqué el siguiente artículo en el número de La Corona de Aragón, correspondiente al 13 de marzo de 1855:

Á Víctor Manuel.

«En nombre de la libertad, ante la cual todos »los pueblos son uno y todos los hombres herma- »nos, nos dirigimos hoy á tí, Víctor Manuel, á tí á »quien Dios parece haber predestinado para la gran »obra, á tí que puedes ser la mecha que prenda »fuego á la mina y haga brotar la llama en el ara »consagrada de la independencia italiana.

»¡Que nuestra humilde voz llegue hasta tí, Víc- »tor Manuel! ¡Que el débil acento que parte de »nuestros labios vaya á resonar en tus oídos y á »despertarte del letargo en que sumido yaces, como »si en olvido tuvieras la gloria de tu casa y des- »oyeras la voz paterna que te pide venganza desde »el fondo de su tumba!

»¿Qué esperas, oh coronado vástago de la casa »ilustre de Saboya?... ¿Qué esperas para abrir ca- »mino á tu bélico generoso entusiasmo, oh joven »nieto del héroe de San Quintín?

»Sacude el sueño, pues, vástago de héroes; sa- »cude tu letargo, y empuña con brío y resolución »la espada del gran Filiberto.

»Por la sola magia de una palabra puedes verte »rodeado de dos millones de combatientes. Pronun- »cia esta palabra, y, renovándose la fábula de las »piedras de Cadmo, verás brotar soldados por to- »das partes. Pronuncia esta palabra, y te desper- »tarás un día señor envidiado desde los Alpes hasta »los mares, de Turín á Venecia, de Génova á Pa- »lermo.

»Habla, y veinticuatro millones de habitantes »te aclamarán libertador de la patria en el dulce »idioma del Dante y del Petrarca, y las vírgenes »de Italia coronarán tu frente, al son de cántigas »de amores, con laureles de sus eternos jardines.

»¡Los momentos son propicios!... ¡El día de la »resurrección de las naciones ha llegado!... ¡Hu- »rra, hijo de Carlos Alberto! ¡Dios lo quiere! ¡Dios »lo indica, cegando con la demencia el entendí- »miento de los tiranos!

»¡Alzate apellidando libertad, rey del Piamonte! »La llave de Italia está en tu mano, y la libertad »te ofrece su auxilio. La Italia, que más temprano »ó más tarde ha de ser libre, te elige y te espera. »No frustres sus esperanzas, no pierdas la ocasión, »ya que, contigo ó sin tí, ha de volver á ser nación »un día el privilegiado país

»che l’Alpe e ’l mar circonda, e Appenin parte.

»Álzate y habla, tú que llevas el nombre glo- »rioso del invicto Manuel; habla, y, á tu voz, Lá- »zaro resucitará. ¿Dudas todavía en gritar: ¡Viva »la Italia una, independiente y libre?

»No vaciles, Víctor Manuel. La hora ha llegado, »la libertad te llama, el mundo te mira, é Italia es- »pera. Sé el jefe de la santa, de la inmortal cru- »zada. ¡Dios lo quiere!»

 

Tal fué el artículo que, con más entusiasmo que reflexión, de seguro, escribí y publiqué en mi periódico cuando se trataba de enviar una legión piamontesa á Crimea.

Los destinos se cumplieron. Era preciso que los soldados de Víctor Manuel pasaran por Crimea para ir á Milán, á Venecia, á Nápoles y á Roma.

El Austria había visto con recelo las relaciones amistosas de Francia y Cerdeña, así como la admisión de esta última potencia en los consejos europeos; y sus relaciones con el rey Víctor Manuel, que siempre fueron tibias, diplomáticas sólo, llegaron á enfriarse por completo.

En esto, el emperador Francisco José hizo un viaje á Italia, permaneciendo algunas semanas en Milán, sin que ningún enviado de Víctor Manuel fuese á cumplimentarle, según en semejantes circunstancias se practica entre soberanos de Estados limítrofes.

Al mismo tiempo, una polémica, que tomó en seguida carácter agrio, se suscitaba entre los dos gobiernos por el órgano de las Gacetas oficiales, y poco después las relaciones diplomáticas quedaban totalmente interrumpidas, gracias al voto favorable á las fortificaciones de Alejandría, dado por la Cámara de diputados del Piamonte el 16 de marzo de 1857.

En diciembre de 1858, el Austria comenzó sus armamentos, que no tardaron en presentar un carácter amenazador, despertando en Cerdeña las más naturales y legítimas inquietudes. A su vez, Víctor Manuel comenzó los suyos.

El emperador Francisco José envió entonces al rey del Piamonte la intimación de desarme, negándose á ello Víctor Manuel.

Ya desde aquel momento la guerra era inevitable.

___________

V

Mi poesía La cruz de Saboya.—Éxito que obtuvo en Barcelona.—El retrato de Víctor Hugo.

 

Volvió, pues, á surgir la cuestión italiana, y todas las miras se fijaron en el Piamonte.

Fiel á mis principios, á mis convicciones, á mis entusiasmos por Italia, escribí entonces en catalán, el idioma de mis padres y de mi infancia, una poesía que titulé La creu roja de Saboya (La cruz roja de Saboya).

El pendón de Cerdeña tiene una cruz roja; el de la casa de Saboya, reinante, una cruz blanca. Fácilmente se comprenderá, pues, el motivo que me empujó á decir La cruz roja de Saboya, suponiendo que la enseña de los reyes es la de su país, mejor que la de su estirpe.

Mi poesía lleva la fecha del 6 de enero de 1859, y fué escrita por consiguiente y publicada cuatro meses antes de que se declarase la guerra y cuando nadie pensaba aún que Francia se decidiese á poner, como Breno, la espada en el platillo de la balanza.

Voy á trasladarla á estas páginas, lo cual haré también con otras que siguieron á ésta, pues llegué á escribir una colección completa de cantos, destinados todos ellos á recuerdos históricos de la guerra de la Independencia italiana é hijos del entusiasmo del momento, ya que fueron inspirados en los lugares mismos y en el acto del suceso á que cada poesía se refiere.

Decía, pues, así La cruz de Saboya, compuesta, repito, antes de comenzar la guerra y antes de que se me pudiera ocurrir el pensamiento de pasar á Italia:

la Cruz de Saboya.

«Sobre los pliegues de un estandarle se ve brillar »una cruz, símbolo del amor de Dios. ¡Vientos de »Italia, ondead por los aires la cruz roja de Sa- »boya!

»Hijo del mártir de Saboya, Dios te llama. »¡Dios lo quiere! La causa es santa y tu espada la »escogida entre todas. ¡Que vea el mundo humi- »llada á tus pies el águila de las dos cabezas!

»¡Dios lo quiere! Hijo del mártir, despliega al »viento tu batallador pendón, aquel que Dios pro- »tege, pues lleva el sello de su gloria. Sólo tú, tú »sólo, puedes hacer que renazcan los laureles de »Peschiera para dar sombra á las tumbas de No- »vara.

»Tu nombre, tu solo nombre, que en voz baja »y al oído se repiten los oprimidos lombardos, fe- »bricitantes de entusiasmo; tu nombre, que es es- »trella y esperanza de libertad, hace hoy hervir el »corazón de todo un pueblo, así como un beso de »amor hace arder la sangre de una doncella, es- »tremeciendo su cuerpo.

»¿Por qué tardas? ¿Qué más esperas? ¿Por qué »tu espada no brilla ya á la luz del día? ¿No hay »por ventura nada en torno tuyo que te grite: »¡Venganza!?

»¡Qué! ¿No sientes arder tu frente, como si al »pasar la hubiese herido un rayo con su fuego?... »Mira que en tu corona de oro hay gotas de san- »gre, y son gotas, señor, de sangre de mártires.»

»Esa corona que hoy brilla en tu frente, tu pa- »dre, para podértela ceñir, la recogió de entre los »charcos de sangre de Novara.

»Púsola en tu frente una derrota gloriosa. Te »debes, pues, á ella y á tu nombre, y es fuerza que »la asegures con las palmas de la victoria.

»Hablen por fin, á tu corazón, los ayes y lamen- »tos que del fondo de su alma lanzan los oprimi- »dos lombardos, que no en vano eres tú el prome- »tido Mesías para los pueblos esclavos.

»Sé vencedor con ellos, y serás su escogido. »Levanta tu espíritu, y al propio tiempo que ven- »gador de tu padre, lo serás de Dios.

»Pero si la suerte malhadada quiere que sea »regado con tu sangre el laurel de la gloria y la »libertad te escoge para ser su mártir, serlo debes »sufrido y resignado, sin que la queja suba á tus »labios, que no en vano puso Dios una cruz en el »pendón de tus antepasados.

»Llegados son ya los días que marcaron los »profetas. Guía y conduce tus soldados á Milán, »ya que tú eres el Mesías prometido para el pue- »blo lombardo.

»Sobre los pliegues de un estandarte se ve bri- »llar una cruz. ¡Vientos de Italia, desplegad por los »aires la cruz roja de Saboya!

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»Sonó ya la hora. Cuando deje de imperar en »Lombardía la ley del austriaco, sentirás latir el »corazón de júbilo, tú, el que hoy vives proscrito »en Jersey.

»También á tí, también, te llama Italia. Vuela »allí, desterrado de Jersey, y al acariciar con tu »doliente mirada las ruinas gloriosas de aquel sue- »lo clásico, verás que perdió más que la vida el »pueblo que perdió su libertad.

»Los sauces y desmayos que crecen á orillas del »Adijio, balanceándose con tierna languidez, da- »rán entonces plácida y amorosa sombra á los dos »Víctor, dos reyes tocayos, el ungido de Dios y el »ungido del genio.

»Y si al llegar á Italia, movido por ardiente y »generoso entusiasmo, ¡oh proscrito de Jersey! en- »cuentras allí la pálida muerte que te aguarda, no »te importe. Morirás en la patria de Virgilio, como »Byron murió en la de Homero.

»¡Oh! No ha muerto, nó, la Italia, no ha muer- »to. Palpita y se estremece al oír á sus hijos que »se arrojan al campo apellidando libertad. Adalid »de Saboya, ¿qué haces, pues, en tu patria? ¿No »ves?... Hasta los muertos se levantan.

»¿No ves á esos cruzados? ¿Qué más aguardas? «Nuevo Godofredo, te dicen, ¿qué esperamos?» »Guíales pues á Milán bajo la sombra gloriosa »de tus banderas, que Milán es hoy tu Jerusalén.»

 

Esta poesía, pobre y desigual como es, pero hija de un corazón entusiasta y eco de un sentimiento general, tuvo cierta resonancia en Barcelona, donde la compuse.

Acogiéronla varios periódicos en sus columnas, se hizo de ella una tirada especial y numerosa por cuenta de algunos patricios, y, con gran sorpresa mía, no tardé en saber que los periódicos piamonteses la publicaban traducida al italiano. Dos versiones de ella circularon por Italia, una del ilustre poeta G. Prati, la otra debida al gran trágico Ernesto Rossi.

Gran honra hubo de ser aquella para mí, pero mayor todavía, por más inmerecida, me reservaba la suerte.

Por conducto de un cónsul piamontés recibí una escarapela italiana, que me enviaba el rey Víctor Manuel, y cierto día, venturoso día para mí, llegó á mis manos un pliego por el correo, dentro del cual hallé un retrato de Víctor Hugo y al pie del retrato una línea autógrafa y la firma del entonces desterrado de Jersey, el gran poeta del siglo y de las generaciones modernas.

Es de advertir que jamás había yo tenido relaciones directa ni indirectamente con Víctor Manuel ni con Víctor Hugo.

Ambos objetos, la escarapela del rey y el retrato del gran poeta, figuran hoy en una de las vitrinas de la Biblioteca-Museo de Villanueva y Geltrú.

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VI

Mi poesía ¡Despiértate hierro!—Efecto que producía en Barcelona la lectura de estas poesías.

 

Si mal no recuerdo, fué aquel año de 1859 el primero de la restauración de los Juegos florales en Barcelona, empresa en que anduve yo muy metido y en que tomé ciertamente más parte de la que luego me han querido reconocer; y creo que hubo de ser en una velada literaria dispuesta para preparar el terreno de aquella restauración, entonces muy combatida, donde leí mi segunda poesía catalana sobre Italia.

Púsele por título el célebre grito de guerra de los almogávares, ¡Desperta, ferro! y decía así, traducida á nuestra prosa castellana:

hierro, despierta.

«Italia, dulce Italia, la tierra de los poetas; Ita- »lia, bella Italia, la patria de los pintores, tus ri- »cas glorias flotan sueltas por el espacio, así como »un vuelo de mariposas sobre un plantel de flores.

»En tus grandes tiempos de gloria, enlutados »hoy por tristes recuerdos, bajo el dosel estrellado »de un cielo esplendidísimo, tus gondoleros can- »taban sus dulces barcarolas y tus trovadores sus »himnos de amor y libertad.

»En otro tiempo tus brisas, mensajeras de glo- »ria, llevándose á su paso tus cánticos de triunfo, »balanceaban por el aire los pliegues de tus ban- »deras, temidas en la tierra y señoras en la mar.

»Hoy, en cambio, tus dueños extranjeros enarbo- »lan su estandarte en Lombardía, que es el árbol »de tus duelos; hoy, en cambio, entonas tus him- »nos al son de tus cadenas, y tus brisas están im- »pregnadas de lágrimas y de sollozos.

»Si en otro tiempo los poetas, que todo el mun- »do te envidia, tenían por hogar el Capitolio, hoy, »en vez de ceñir sus frentes con el laurel de la glo- »ria, yacen mudos y aherrojados en las cárceles »de Spielberg.

»Italia, dulce Italia, la tierra de los poetas, la »patria de cien héroes conquistadores de reinos, »hoy sólo gozas, oprimida y esclava, en cantar »trovas amorosas, mientras silba en tus oídos el lá- »tigo de tus señores.

»Italia, ¿qué hace, dí, qué hace tu juventud »ilustre? ¿Sigue aún las indolentes costumbres de »pasados siglos? ¿Vive aún sibaríticamente entre »oro, y flores, y seda, con los pies sobre mosaicos »y la frente entre perfumes?

»¿Qué hacen esos pueblos de glorias ya mar- »chitas, viendo á sus tiranos repartirse tranquila- »mente sus despojos? ¿Qué hacen esas villas dor- »midas entre flores, con sus jardines babilónicos »suspendidos sobre la mar?

»Italia, dí, cuando el bronce toca á vísperas en »las viejas torres de tus históricos templos, á la »hora en que comienzan á bajar las pardas som- »bras, Italia, dí, ¿no sientes que se estremece la »tierra á este toque de vísperas?

»Hijos de Italia, ¿nada os recuerda ni nada os »dice el toque de la campana? ¿No habla á vuestro »corazón el sonido que el bronce extiende y pro- »paga? Es un toque que reclama exterminio, fue- »go y sangre. Italianos, las vísperas son vuestro »somatén.

»¡Somatén!... El bronce os llama. El combate »es lo único que puede dar alivio á vuestras pe- »nas, y Dios os llama á él por medio de la voz que »cada tarde oís partir de lo alto de las torres de »vuestras catedrales.

»Lanzad el grito de venganza, ya que cada tarde »os lanzan las vísperas su grito de guerra. ¡Al »arma todos! ¡Alzad en somatén la tierra!

»El látigo es el arma de vuestros dueños. Ya »está madura la espiga. ¡Hoz en mano, segadores!

»El austriaco que os desprecia, os roba los hi- »jos, os arranca vuestro oro y vuestra sangre. Pues »bien, id á él, á él, desplegando al viento la ban- »dera con la cruz blanca de Saboya y la cruz roja »de Cerdeña!

»¿No estáis viendo que la Italia es como Prome- »teo, y que el Austria es el buitre que rasga sus »carnes y devora sus entrañas?

»¿Os faltan armas? Robad las de vuestros tira- »nos; y si por ventura las encontrareis pesadas, »hijos de Italia, ved que pesan más aún los hierros »con que sujetan vuestras manos.

»Este es el momento. Llegó la hora. ¿Sois pa- »triotas? Pues sois soldados. Ya el acero siente »la añoranza de la sangre. En nombre de vuestros »antepasados, ¡vía fora! ¡vía fora, hijos de Italia!

»La providencia os ofrece la bandera tricolor »como signo de victoria. ¡Adelante con ella! ¡Com- »prad vuestra independencia aunque sea con san- »gre del corazón!

»Os debéis todos á la patria. El día en que, ce- »ñida la frente con el laurel de la gloria, hayáis »terminado con la tiranía y con el austriaco, sentí- »réis hervir en júbilo vuestro corazón. Entonces »será cuando oiréis rugir al león de San Marcos, »batiendo sus alas de piedra.

»Entonces será cuando podréis exclamar como »pueblo bravo: «Somos la patria.» Hoy no la te- »néis. Los esclavos no tienen patria.

»Ya entonces no tendrá esa voz de sollozos, que »hoy tiene, el bronce que late en los aires. Es que »entonces las vísperas serán las vísperas de la li- »bertad.

»¡Dios lo quiere! La causa es santa y el mundo »os contempla. ¡Adelante! Si el tudesco os intimi- »da, herid el suelo con el pie y brotarán los bata- »llones.

»El austriaco os desdeña, y os roba vuestros hi- »jos, vuestro oro y vuestra sangre. ¡Hurra, hijos »de Italia! Al arma todos, todos al arma, desple- »gando al viento, como signo de victoria, la ban- »dera con la cruz blanca de Saboya y la cruz roja »de Cerdeña!»

 

Nadie puede figurarse, en nuestra época de hoy, época de naturalismo en literatura y de utilitarismo en política, nadie puede figurarse el entusiasmo que entre los patriotas de entonces producía la lectura de estas poesías, siquiera fuesen tan desiguales y tan desmañadas como estas mías.

Es que entonces las poesías de este género se oían ó se leían con los oídos ó con los ojos del corazón.

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VII

Comienza la guerra entre Austria y el Piamonte.—Entusiasmo del pueblo piamontés.—Proclama de Víctor Manuel al ejército.—Lázaro, levántate!

 

Entretanto, mientras yo me entretenía y deleitaba con mis versos en Barcelona, las cosas iban adelantando con prodigiosa rapidez en Italia.

Tan pronto como el Austria dirigió al Piamonte la intimación de desarme, comprendió Francia que amenazaba á su aliado el peligro de una invasión, y comenzó á dar las órdenes oportunas al objeto de apresurar el movimiento de sus tropas hacia Italia. En efecto, Francia tomó el acuerdo de apoyar al Piamonte. Inmediatamente penetraban en él sus tropas escalonadas en la frontera, mientras que el resto del ejército francés iba directamente á Tolón y á Marsella para embarcarse con dirección á Génova.

El gobierno austriaco dirigió al Piamonte su ultimátum, fechado en Viena el 19 de abril de 1859 y entregado el 23 del mismo mes. Fué el 26 cuando el conde de Cavour dió la contestación negativa, y el emperador comunicó entonces al general Giulay la orden de invadir el Piamonte.

La invasión tuvo lugar inmediatamente. Los austriacos pasaron el Tessino, ocupando sin resistencia las provincias de Novara y Voghera, mientras que Víctor Manuel abandonaba Turín retirándose á esperar en la fortaleza de Alejandría la próxima llegada de los franceses.

Faltóle resolución entonces á Giulay. Hubiera podido marchar hacia Turín. Perdió, sin embargo, en inacción inconcebible un tiempo precioso, y mientras tanto llegaron los franceses.

Sólo habiéndolo visto y presenciado, como tuve de ello ocasión, puede formarse concepto del entusiasmo de las poblaciones piamontesas y de todos los pueblos de Italia en general. El despertar de Italia fué verdaderamente asombroso.

Llamados á una guerra santa, á una guerra de independencia, ningún pueblo se hizo sordo, ningún ciudadano retrocedió ante los sacrificios que de él se exigían y ante los peligros que amagaban. Aquella frase tan vulgar y tan repetida de levantarse el país como un solo hombre, tuvo en el Piamonte una aplicación exacta, real y positiva.

Jóvenes de familias ilustres y aristocráticas, de posición independiente, abogados, propietarios, artistas, médicos, estudiantes, profesores, todos, llenos de celo y de entusiasmo, volaban á tomar las armas, alistándose como soldados de la Santa Cruzada. Las filas de los Cazadores de los Alpes, nombre que se dió al cuerpo de tropas que mandaba Garibaldi, contaban, entre otras personas de importancia, á un príncipe, Belgiojosa, y á un consejero de Estado, Montanelli, que había sido primer ministro de Toscana en 1848; el regimiento de caballería de Novara tenía un nieto de Luis Felipe, el duque de Chartres.

De toda Italia brotaba gente; llegaban á Turín voluntarios de todas partes; Víctor Manuel había electrizado al país con su proclama al ejército, en la cual se leían las siguientes admirables frases:

Ioposso in piena coscienzia scioglere il voto fatto sulla tumba del mio magnanimo genitore. Impugnando le armi per difendere il mio trono, la libertá de’ miei popoli, l’ onore del nome italiano, io combatto pel diritto di tuta la nazione...

L’ anunzio che vi dó é anunzio di guerra. All’ armi dunque, ó soldati: io saró vostro duce…..

Durante las tres últimas semanas del mes de marzo se habían alistado en Turín 5,923 voluntarios: 3,091 del reino lombardo veneto, 1,315 del ducado de Parma, 953 de Módena, 478 de Toscana y 86 de otras comarcas. Algunos jóvenes de las más distinguidas familias de Florencia pidieron al gobierno sardo el permiso de servir reunidos en un cuerpo de caballería y fueron inscritos en el regimiento de Novara. Entre ellos estaban el conde Casanova, el sobrino del príncipe Corsini, el príncipe César Gori, de Siena, el conde Cadolini, el marqués Azolino, y con ellos un español llamado Suñer, residente en Italia.

Todos sentaron plaza de simples soldados.

Inmediatamente después de la proclama de Víctor Manuel, que despertó en todas las clases el más ardiente patriotismo, y que era tan elocuente llamamiento á las armas, efectuóse la salida de la guarnición de Turín para los campos de batalla, lo cual conmovió extraordinariamente al pueblo. Las tropas sardas se consideraban felices, y parecían orgullosas de la confianza que el rey depositaba en su disciplina y valor. Partían como si se dirigiesen á una fiesta. Salieron de la ciudad en medio de una gran ovación de vivas y de aplausos, pero también de lágrimas y de sollozos.

La defensa de Turín fué entonces confiada á la guardia nacional, bajo el mando superior del vizconde de Orbarso, quien, en una orden del día, llena á la vez de firmeza y de sentimiento, apeló al civismo y adhesión de la milicia ciudadana, que tan generosamente se unía al ejército para asegurar la libertad y la independencia de Italia.

Era todo aquello un delirio de entusiasmo.

Bajo la impresión de tales sucesos escribí yo entonces una nueva poesía catalana.

¡Levántate, Lázaro!

«Próxima á morir estaba la hermosa matrona. »Era bella como el sol que, al espirar la tarde, »arroja sus rayos, tanto más puros cuanto más pró- »ximos á extinguirse. En días lejanos tuvo un cetro »y una diadema que paseó triunfante por el mun- »do. Las más dulces brisas acariciaban entonces su »frente, dormía en un lecho de flores, y tenía hé- »roes y también reyes esclavos, para velarla en su »sueño. La gloria era un día eterno para ella, su »estandarte flotaba en todos los alcázares, sus na- »ves surcaban todos los mares conocidos, y las na- »ciones todas iban de rodillas á pedirle leyes.

»Hoy, triste, hostigada, como cierva infeliz á »quien se da caza sin tregua, deplora su negra »suerte, y ve con dolor á gentes extrañas acampar »en su tierra, que convierten en cuadra de sus ca- »ballos. Bien es cierto que la noble matrona tiene »á veces bélicos y sonrientes sueños, pero sus glo- »rias no son ya más que el polvo de oro extendido »por las páginas de su historia, y sus banderas, »que en otros días no conocían más camino que el »del triunfo, yacen hoy hechas girones sirviendo »de manta á los caballos austriacos.

»No hay misericordia para ella. Desfallecida, »condenada á muerte, ya en sus ojos amortiguados »no brilla un rayo de esperanza. Resignada á la »muerte, espera tranquila la hora fatal, y ve á las »naciones todas agruparse en torno suyo, congre- »gadas para asistir á su agonía. ¡Cuán hermosa es y »cuán bella en medio de sus dolores! Cuando más »oscura es la noche más brillan los astros. Arrebo- »zada en su manto romano, embelesadora, majes- »tuosa y soberbia, aun parece ser la reina y señora »del mundo. Como la mártir cristiana, saluda al »César que la condena á muerte; como la vestal »romana, quiere bajar viva á su tumba.

»Cubridla de flores y de perfumes. Vedla cómo »se acerca á su lecho de rosas para morir sibaríti- »camente; cómo se reclina en él indolente y volup- »tuosa, y cómo, nueva Cleopatra, descubre el seno »para brindárselo al áspid. La gracia y la hermo- »sura de sus rasgos van bañándose en suave pali- »dez; sus ojos, en donde se forjaba el rayo, se van »apagando, y va huyendo de ella la vida, pero de- »jándole la belleza.

»Ya queda inmóvil. Aparece ya rígida é inerte. »¿Es que el sueño eterno cerró sus ojos? Sólo »falta depositarla bajo la losa, eterna puerta del se- »pulcro. Examina el austriaco á la hermosa, se in- »clina con gozo sobre su cadáver, aplica su mano »al corazón, y dice:—Ha muerto.

»¡Muerta!... No, no. Una voz que baja de las »nubes exclama: ¡Lázaro, levántate! Es una voz de »guerra que hace estremecer el Lacio. ¡Lázaro, le- »vántate! Y á este grito, repetido por todos los ecos »que habitan en los Alpes, los muertos se incorpo- »ran en sus tumbas, como llamados por la voz del »Señor.

»No, no ha muerto Italia. Vedla sino. ¡Mirad »qué bella! Rosadas olas vuelven á teñir sus car- »nes. La generosa sangre, que tantas veces vertió »el hierro inhumano, hierve de nuevo en sus venas, »pronta á mayor sacrificio si es necesario. Ya se »reanima... Ya se agita... Ya oye y atiende... Ya »gira en torno los errantes ojos buscando á su ver- »dugo... Ya se entreabren sus pálidos labios y gri- »ta: ¡Libertad!... Ya mueve el brazo entumecido »y su mano busca á tientas el hierro... Y ya por fin, »erguida, soberbia, ardiente el alma y flameante la »mirada, se alza de pronto blandiendo por los aires »su espada vengadora.

»No, ya lo veis, no ha muerto Italia. Sólo »puede estar dormida la nación que hizo latir tan- »tos corazones con sólo su nombre; no ha muerto »la patria que fué siempre fuente de vida y que nos »dió á pléyadas poetas y artistas. El sol que aso- »ma hoy por el oriente se refleja con colores de »sangre en los cañones de los fusiles. Por doquiera »brillan bayonetas y por doquiera se oyen gritos »de entusiasmo. Si el Piamonte es hoy un hombre, »la Italia es un soldado.

»Los aires llevan, botando de peña en peña, del »Alpe al Apenino, el grito de ¡Libertad! Los hijos »todos de Italia, agrupados bajo un estandarte que- »rido, aguardan la hora. La guerra al tudesco es »una fiesta nacional. Pronto está todo el mundo. »Cada uno ocupa su puesto. ¿Qué hacen, pues? »¿Porqué se tarda?... ¡Dios! mío ¿Cuándo se dará »la señal de marcha?...

»Con mano febricitante empuña su fusil el sol- »dado. El entusiasmo tiene un nido en cada cora- »zón, cada alma es un altar de la patria, donde se »presta culto. ¿Cómo, pues, tarda tanto la señal? »El bersaglier aguarda impaciente y muerde sus la- »bios, reprimiendo el coraje, como muerde su freno »el impetuoso potro que anhela arrojarse á la ca- »rrera.

»¡Oh! No tardéis, no tardéis en dar la señal. »Italia es una mina cargada. Una chispa, sólo una »chispa, y saltará.

»Ya la juventud del Lacio olvidó sus sibaríticas »costumbres, y abandonó aquellas villas seductoras »donde sesteando entre goces y placeres, á orillas »del mar azul ó á la sombra de perfumados naran- »jos, pasaba su indolente vida ocupada sólo en »tejer guirnaldas para garridas doncellas.

»Hoy esa noble juventud italiana se recoge y »agrupa bajo la bandera tricolor, que arbola como »lábaro sagrado, y al lanzar á los aires su grito de »combate, hasta los príncipes y los hijos de los »reyes acuden á la guerra santa envueltos con el »capote del soldado.

»Si ayer aún agonizaba la que fué reina del »mundo, no tardará en ver lucir el sol de su glo- »ria. Al oir sus lamentos, las Tullerías se han es- »tremecido recordando las profecías de Napoleón »elGrande, y el heredero del grande hombre se »dispone á romper el cautiverio del Lacio. La »Francia se conmueve del uno al otro extremo, y »el segundo imperio quiere que el orbe retiemble »al paso de un huracán de combatientes.

»Allí van ya los franceses. La Historia, al ver- »les en marcha, abrió un nuevo libro para con- »signar sus hechos. ¡Salud, bravos mariscales, »los que sois herederos de la gloria! Los garibaldi- »nos, que estaban impacientes por combatir, os »precedieron ya en el camino de la victoria. Va »Garibaldi á su frente, y con él la tempestad.

»Allí va también el zuavo, el zuavo, que es »rayo de la guerra. Sus adversarios le ven llegar »azorados, como un monstruo salido de las entra- »ñas de la tierra, que lanza gritos salvajes y da sal- »tos de chacal. Su sable-bayoneta es el terror del »enemigo. Avanza ó retrocede, más raudo que el »pensamiento, y su aullido sólo causa espanto. »El zuavo no es un hombre, es un huracán.