Los trovadores. Tomo I - Víctor Balaguer - E-Book

Los trovadores. Tomo I E-Book

Víctor Balaguer

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Ensayo histórico que analiza la figura del trovador en España y estudia las obras de los trovadores más conocidos en el idioma castellano. Una obra repartida en cuatro tomos que reconoce y da valor a los orígenes de la literatura española, analizando la influencia de los poetas provenzales en la cultura catalana, castellana y portuguesa. Con un estilo ameno, pero concienzudo, Balaguer desgrana los inicios de la historia literaria española. En este primer tomo, se establece la historia general de los trovadores y sus géneros poéticos. Empieza también en este primer libro el análisis a las obras de trovadores, en orden alfabético, empezando por Adelaida de Porcairagues hasta Beltrán de la Tor.

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Seitenzahl: 609

Veröffentlichungsjahr: 2022

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Víctor Balaguer

Los trovadores. Tomo I

SEGUNDA EDICIÓN

Saga

Los trovadores. Tomo I

 

Copyright © 1883, 2022 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726687927

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

La primera edición de esta obra se publicó en Madrid, imprenta de Fortanet, 1878, en seis volúmenes, siendo editor el Sr. Dorregaray.

___________

Es propiedad del autor.

DICTÁMENES ACADÉMICOS.

Real Academia Española .—Iimo. Sr.: En cumplimiento de lo dispuesto por V. I. en su atenta comunicación de 7 de Noviembre último, la Real Academia Española ha examinado con especial detenimiento el tomo primero de la Historia política y literaria de los Trovadores, escrita por el Excmo. Sr. D. Víctor Balaguer. Este libro, así por lo interesante de la materia, como por el concienzudo y feliz desempeño, puede ser considerado como un estudio de alta importancia para la historia de la civilización española en los siglos que precedieron al renacimiento de las letras y de la cultura. Algunos escritores insignes han hecho notar entre nosotros la poderosa influencia que ejercieron los poetas provenzales en las letras de Cataluña, de Aragón, de Portugal y de Castilla. Pero nadie como el señor Balaguer ha acometido hasta ahora en España tan de lleno y con tanta copia de juicios y noticias la empresa de medir y aquilatar el alcance y carácter literario, moral é histórico de los cantores lemosines. El Sr. Balaguer entra con entereza y con crítico desembarazo en el ancho y luminoso campo que en esta materia han abierto en Francia, en Alemania y en Italia los Raynouard, los Villermain, los Fauriel, los Baret, los Wolf, los Díez, los Bartsch, los Meyer, los Gavani y los Cavedoni, y muchos más, que antes que nosotros han comprendido la trascendencia civilizadora para el continente europeo que en sí llevaban aquellas estrofas ingeniosas, de religión, de amor, de sátira y de guerra, que componían los trovadores y propagaban los juglares, cantándolas por do quiera, así en los pueblos y en los caminos como en los alcázares y en los castillos de los Reyes y de los magnates; aquellos cantares que tanto cautivaron á las gentes de la Edad media, y que fueron, á no dudarlo, la fuente primordial de las Cántigas de D. Alfonso el Sabio y de las obras inmortales de Dante y de Petrarca.

El Sr. Balaguer, hijo de Cataluña, que tan gloriosa parte tomó desde el reinado del Conde de Barcelona Berenguer IV, en la creación literaria de la poesía provenzal, escribe en todo el libro, y especialmente en el sabroso y nutrido capítulo De la poesía provenzal en Castilla, con un arranque y un entusiasmo que, mirando al juicio no relativo, sino absoluto, podrían acaso tenerse por un tanto apasionados. Pero ¿cómo no aplaudir una vehemencia que da al asunto tan vivo interés, tanto calor á la narración y tanta gallardía al estilo? En gran parte de la poesía occitánica han sido censuradas la monotonía amorosa y la afectación de la frase y de las idéas; pero ¿puede negarse que el espiritual impulso que ella difundía, contribuyó poderosamente á disipar las tinieblas intelectuales en que se hallaba durante el siglo x la Europa cristiana?

Es, pues, el libro del Sr. Balaguer una obra de amena lectura, y además, y muy principalmente, un estudio maduro y luminoso de historia literaria; y la Academia se complace en recomendarle al Ministerio de Fomento como fruto de largos y atinados estudios, como digno de especial consideración, y comprendido en las prescripciones del Real decreto de 12 de Marzo de 1875 y de la Real orden de 23 de Junio de 1876.

Lo que por acuerdo de la Corporación tengo la honra de comunicar á V. I., cuya vida guarde Dios muchos años. Madrid 3 de Enero de 1879.—El secretario, Manuel Tamayo y Baus.—Ilmo. Sr. Director general de Instrucción pública.»

___________

Real Academia de la Historia .—Ilmo. Sr.: La Real Academia de la Historia ha examinado el tomo primero de la Historia política y literaria de los Trovadores, por D. Víctor Balaguer, individuo de número de la Academia, que V. I. remitió en 7 del corriente á informe de este Cuerpo literario, junto con una instancia de D. Agustín Peinado, Administrador de dicha obra, pidiendo se adquieran por el Gobierno ejemplares de ella. Escrita está en hermosa y correcta frase castellana, lo cual, siendo catalán el Sr. Balaguer, patentiza cuán erradamente proceden los que, por negligencia en el estudio de nuestra lengua, pretenden disculpar sus incorrecciones con el gastado achaque de influencias provinciales; demuestra de una manera altamente satisfactoria para su autor cómo consiguen adunarse los vuelos de la poética fantasía y la mesurada y penosa investigación científica cuando concurren afortunadamente en el que acomete estas nobles empresas literarias, estro de poeta y criterio de historiador. No es el libro de que se trata pesada aglomeración de datos y hechos, útiles sí, pero seca y fatigosamente presentados, sino precioso arsenal de noticias interesantísimas para la historia de la literatura patria, quilatadas con juiciosa, aunque á veces un tanto apasionada crítica; apasionamiento no sólo disculpable, sino hasta digno de alabanza, porque está inspirado por un noble y digno sentimiento: el amor á la tierra, siempre bendita para los buenos hijos, donde abrimos por vez primera los ojos á la luz; amor tanto más digno de respeto, cuanto que lleva confundido en su origen el santo cariño que profesamos á nuestras madres.

El Sr. Balaguer, como hijo de Cataluña, como el más digno sucesor de aquella brillante pléyada de trovadores provenzales, que si puede decirse se extinguieron en las comarcas del Langüedoc, alientan siempre con mejores bríos en nuestros hermanos de allende el Ebro, poeta coronado en esos tradicionales jochs florals y puys de amor, donde alcanzó en buena lid, tras repetidos premios, el valioso título para un poeta de maestre del gay saber, no podía dejar de insistir en lo que tantas veces se ha venido sosteniendo acerca de la directa influencia de la literatura provenzal en la literatura castellana. Demasiado sabe el erudito Académico que semejante influencia, si puede sostenerse en el sentido de que todas las literaturas, como todas las diversas manifestaciones de la cultura intelectual de un pueblo, influyen unas en otras, fundiéndose y compenetrándose en una sola nacionalidad, anteponiéndose esta unidad de cultura y preparándolas á la unidad política, no puede sostenerse cuando se quiera afirmar que la musa de Castilla estaba completamente adormecida, cuando resonaban poderosos y en toda la brillante eflorescencia de su vigorosa juventud los cantos provenzales, ni que en la literatura castellana se reflejase el espíritu ni las tradiciones de la literatura provenzal. Ya lo ha dicho antes de ahora el nunca bastantemente sentido Académico Sr. Amador de los Ríos en su notabilísima Historia crítica de la literatura española, obra menos estudiada de lo que ser debiera en nuestra patria. No interrumpida, á pesar de las grandes conturbaciones que afligieron á España, la tradición latina eclesiástica, ni apagada tampoco en la muchedumbre aquella manera de entusiasmo poético, que la animaba durante la monarquía visogoda, hubieron de ser las hablas romances intérpretes de sus alegrías y dolores, desde el momento en que aparecen tomando por único tipo y norma los cantos religiosos, aprendidos en común bajo las bóvedas latino-bizantinas.

El Sr. Amador de los Ríos tiene demostrado, de una manera que no deja lugar á duda, con curiosísimos ejemplos tomados de antiguos himnarios y de otras fuentes literarias, que desde aquella remota época debió dar señales de vida la poesía popular castellana, como antes de Guillermo IX existió sin duda la lemosina en el suelo de la Provenza. No puede olvidarse, al tratar de tan importante cuestión, que si no abundan los documentos escritos de cantos populares hasta el momento histórico en que se supone escrito el Poema de mio Cid, los poemas de los Reyes Magos y la Vida de Santa María Egipciaca aparecen como intermedios entre aquellos cantos populares y los poemas del Cid; todos los cuales suponen un movimiento literario y poético que, nacido del pueblo, como nace siempre, se había de convertir en la que se puede llamar poesía erudita, ó acaso mejor culta; ni tampoco es lícito ya hoy desconocer el origen esencialmente castellano del romance popular español, nacido de los antiguos himnos eclesiásticos, que así en el Mediodía de Francia, en la Galia gótica, como en las dos Españas, se cantaban con diversos metros y ritmos, perfectos é imperfectos; reconociendo uno de los más vehementes defensores de la influencia provenzal en las literaturas modernas, y por ende en la española, Mr. Fauriel, que mucho antes de encontrar cantos provenzales eran numerosísimos los himnos eclesiásticos «ri- »mados con cierta variedad y artificio, y cantados por cle- »ro y pueblo en las solemnidades religiosas.»

Tampoco puede sostenerse que la literatura provenzal influyese decididamente en la castellana, cuando vemos el diverso espíritu que á una y otra inspiraba. Amatoria, galante, y más que galante erótica, y ¿por qué no decirlo? viciosa, reflejando, como el idioma la generación pagana de sus cantos, la poesía provenzal deifica el amor, pero casi siempre el amor de los placeres, el amor que cantaban los poetas romanos, y que tan bien ha sabido interpretar en uno de sus mejores poemas dramáticos el autor de la Historia política y literaria de los trovadores, mientras que la poesía castellana de la misma época es esencialmente religiosa y creyente, espiritualista y cristiana. Bien paladinamente lo conoció el mismo Mr. Fauriel, cuando en su Historia de la poesía provenzal (tomo I, cap. II) escribe estas palabras: «Entre los antiguos monumentos de la poesía »castellana, nada hay que pueda ser considerado como »imitación, ni áun vaga, de la poesía amorosa de los tro- »vadores.» «Diríase que los nobles castellanos, graves, »como lo eran naturalmente, y siempre en guerra con los »mahometanos, tuvieron en poco todas aquellas refinadas »convenciones de que los provenzales habían recargado el »amor.» «Cualquiera que sea la causa, ya el carácter na- »cional, ya las circunstancias especiales de su estado so- »cial y político, no se inclinó entre ellos la caballería á la »galantería sistemática del Mediodía de Francia.» «Con- »tinuó siendo lo que había sido al principio, religiosa y »guerrera.»

Todo esto lo sabe hasta la saciedad el ilustrado y juicioso autor del libro que motiva este informe; y por eso, aunque se nota cierto apasionamiento al tratar tan debatido punto, hoy puede decirse fuera de controversia, lo que hace con delicado tacto, limitándose á decir que «la poe- »sía castellana podrá no ser hija de la provenzal, pero que »es preciso reconocer en ella su influencia;» influencia que no se niega en absoluto, como no puede negarse que la castellana influyese á su vez en la catalana; poesía en la que se resume la provenzal, después de la absorción completa del Mediodía de Francia por los Barones de la lengua de Oil ó del Norte; debiendo á esa influencia castellana el carácter menos erótico que desde entonces toma, más espiritualista y creyente, con que ha llegado hasta nuestros días, y con el que aparece en la cristiana lira del Sr. Balaguer. Ambas literaturas son hermanas; y aunque hijas de diversos padres, si bien de una misma madre, se extendieron y dilataron por nuestra patria, juntándose al fin en una sola y vigorosa literatura, como dos ríos que, naciendo en opuestas montañas, corren por cercanos campos, acercándose y confundiéndose al fin en una sola y poderosa corriente.

Acaso no falte quien, considerando el libro bajo otro linaje de crítica, lo encuentre también apasionado en la manera de juzgar la terrible cruzada de los albigenses, que ahogó en un verdadero mar de sangre la cultura provenzal; pero téngase en cuenta que si aquella cruzada tuvo un móvil religioso, á que dieron no poco pábulo los trovadores dirigiendo contra Roma y contra los sacerdotes toda clase de injurias en sus violentos serventesios, considerados con razón por el Sr. Balaguer como la literatura periodística de la época, y si Inocencio III demostró en más de una ocasión su deseo de evitar la efusión de sangre y de que se hiciese verdadera justicia, ni los legados de éste obraron siempre de acuerdo con tan evangélicos propósitos, ni todos los cruzados iban movidos, hablando en puridad, por la defensa de la ortodoxia romana, sino por el deseo, largo tiempo contenido, de lanzarse sobre las ricas comarcas del Mediodía, como lo demuestra, entre otros muchos y elocuentes datos que se pudieran aducir, la conducta de Monforte distribuyendo cuatrocientos treinta y cuatro feudos entre Barones franceses, confiriendo los Obispados á eclesiásticos del Norte, y obligando á las doncellas á contraer matrimonio con jóvenes franceses, para sustituir por completo el elemento romano con un nuevo pueblo germánico. Disculpable es, por lo tanto, la indignación que se apodera del autor de esta obra al ocuparse de la cruzada de los albigenses, como una de las causas de la pérdida de aquella literatura, que halló generosa acogida en España y principalmente en Castilla, como declaran, haciendo digno alarde de buenos y agradecidos, los mismos trovadores que recibieron el beneficio.

El tomo que tiene delante la Academia, así en su discurso preliminar, en que trata el Sr. Balaguer de los trovadores, y de los diversos géneros de su poesía y sus principales caracteres, como en los capítulos destinados á dar á conocer la estructura y la crítica de cada uno de esos diversos géneros; lo mismo en los que dedica á estudiar la poesía provenzal en Castilla y León, y en Cataluña y Aragón, que á establecer las esenciales diferencias que había entre los trovadores y los juglares, citando á tal propósito las atinadas definiciones sobre la materia del Rey Sabio, que en los que destina á las Cortes y Puys de amor y á las biografías de los trovadores que por orden alfabético comienza en este primer volumen, contiene no sólo numerosas noticias, peregrinas por lo desconocidas, y otras, de que se tenía noticia, acertadamente ordenadas, sino también notables juicios críticos é históricos.

Esta obra, que habrá de constar de ocho volúmenes, viene á llenar un vacío en nuestra literatura contemporánea; debiendo contener trescientas biografías de poetas, en las cuales, como ya lo hace con las que contiene el primer volumen, se trascriben muchas obras de estos, ó completamente desconocidas ó del todo olvidadas, y entre ellas se ofrece hasta una gramática provenzal, inédita, de Ramón Vidal de Besalú; con todo lo cual no hay para qué encarecer, si ya no fuera garantía para ello el nombre de su autor, el gran servicio que esta obra está llamada á prestar á la historia literaria de nuestra patria.

El autor de ella ha conseguido quitarle toda aridez, haciendo el libro con tan espontánea habilidad, que una vez comenzada la primera página, por indiferente que sea el lector á estudios serios, no puede abandonarle sin llegar á la última; notándose bien que quien lo escribe siente en sus venas la misma sangre y en su mente la misma inspiración que animaba á los trovadores cuya historia escribe; como si al hacerlo no pudiera prescindir de sus poéticas prácticas; y hasta la terminación de más de un capítulo es una sentida tornada dirigida á personas de su especial afecto é inspirada por bellísimos sentimientos de cariño ó de gratitud.

Opina, por tanto, la Academia que el Gobierno debe auxiliar la publicación de la obra que motiva este informe, adquiriendo de ella el mayor número de ejemplares que le sea posible.

Lo que tengo la honra de comunicar á V. I. por acuerdo de este Cuerpo literario, con devolución del libro y de la instancia. Dios guarde á V. I. muchos años. Madrid 27 de Noviembre de 1878.—El Secretario, Pedro Sabau.—llustrísimo Sr. Director general de Instrucción pública, Agricultura é Industria.»

PRÓLOGO DEL AUTOR.

En el que bien pudiera llamarse albor de mi vida literaria, escribí la Historia de Cataluña y de la Corona de Aragón. Hoy, en el que bien puede llamarse ocaso de mi agitada vida política, escribo la Historia de los Trovadores .

Debiera haber sido al revés, que acaso entonces hubiera podido escribir ésta con más entusiasmo y aquélla con más meditación.

Duramente combate hoy alguno aquel pobre libro de mi juventud, escrito al calor de la misma, con una idéa de propaganda, que era entonces de necesidad, dadas las circunstancias porque atravesaba el país, con el desinteresado y patriótico propósito de recordar una historia nobilísima de libertad y de progreso, descuidada por unos, adulterada por otros, ignorada de muchos. Errores tiene, bien lo sé; errores de pluma, de olvido, y de imprenta algunos, que más tarde he notado; errores de entendimiento los más, que, por carencia de él, acaso no me sea dado notar nunca.

Hube de escribir aquella obra, como digo en alguna parte de ella, con la prisa de la mano y las entrañas de la necesidad, obedeciendo á esa presión devoraz de la imprenta, que traga sin piedad y sin contarlas las cuartillas del autor, y á las exigencias, por otra parte, legítimas del editor, que tiene para todo y sobre todo en cuenta sus intereses.

Escribí aquella obra, á cada paso lo repito en ella, para abrir camino y dar ejemplo, á fin de que otros refundieran, enmendaran y completaran lo pobre mío con lo bueno suyo, llegando así á elevarse un monumento á la patria historia y á convertir en llana y fácil vía lo que fué tortuosa y áspera senda en su comienzo; que quien pasa primero un vado, mal lo pasa y con peligro, pero lo enseña á los demás.

Yo sé bien que mi Historia llenó su misión especial, y me lo ha dicho el despertamiento histórico y literario de la joven Cataluña inteligente; pero esto no obstante, si Dios, como me ha dado amor al trabajo me diera ocasión propicia, hasta hoy solicitada en vano, habría de publicar una segunda edición de aquella obra, adicionada con datos y documentos que he logrado la suerte de adquirir, y purgada de errores que he tenido ocasión de notar, por impulso de propia conciencia unos, otros por observaciones benévolas de varios que al refutarme me honraron, debiendo ser por esto más atendidas, y también por las apasionadas de alguno que, no por serlo, merecen desatenderse, siquier hayan sido galopeadamente trazadas por nerviosa mano con el apremio del rubor y el atropello de la saña.

Pero áun así y todo, con sus faltas é incorrecciones, ofrezco aquella pobre Historia mía como un título de consideración á mi país, para que por mi amor me sean perdonados sus errores: que yo puedo decir á mi patria algo parecido á lo que uno de los trovadores, cuyas vidas se continúan en este libro, decía á su dama:

«Ni tu cariño me obliga, ni tu desamor me importa. Puedes, á tu placer, ser conmigo amante fiel ó ruín ingrata, que siempre yo te he de amar y te he de servir siempre.»

___________

Desterrado me hallaba en Francia,—y venimos ya al presente libro rogando á los lectores á quienes no les haya ocurrido pasar por alto la anterior digresión, que la anoten en la cuenta de las debilidades humanas, —desterrado, digo, me hallaba en Francia por los años de 1867 y 1868, y áun cuando no había nacido en mí la idea de escribir esta obra, ocupaba, sin embargo, esos tristes y eternos ocios de una emigración política, acaso por presentimiento, en recorrer archivos y bibliotecas, copiando cuantos manuscritos provenzales tenía ocasión de hallar. Así visité la biblioteca del Arsenal en París, donde hay verdaderos tesoros, y las bibliotecas y archivos de Tolosa, Carcasona, Beziers, Narbona, Montpeller, Arlés, Marsella, Aix y sobre todo Aviñón, donde, gracias á una hospitalidad generosa, pude permanecer más tiempo; así fuí acumulando materiales sin plan determinado, áun cuando conseguía por el pronto mi principal objeto de estudiar á fondo el provenzal; así me hice con una rica colección de copias, no pocas de las cuales debían convertirse en un trabajo inútil al encontrar más adelante impresas en el Raynouard, para mí entonces desconocido, gran parte de las poesías mismas que, á costa de muchos afanes y de mucho trabajo, había ido yo coleccionando.

Los sucesos políticos de 1868, abriendo á los proscritos las puertas de la patria y llamando á más activos servicios á los hombres de partido, interrumpieron de pronto mis trabajos, y entre el torbellino del huracán político en que entonces nos vimos envueltos, hube de olvidar mis notas, mis copias, mis manuscritos, hasta que una imprevista circunstancia vino á despertar mis recuerdos.

Un amigo querido, D. Fermín Canella Secades, catedrático en Asturias, y á quien por su mérito y servicios conocen cuantos aman las letras y la patria, tuvo la bondad de regalarme un día, como cosa verdaderamente curiosa, una obra que había pertenecido al insigne Jovellanos. Era el Saint Pelaye-Millot, con notas marginales escritas de puño y letra de Jovellanos; notas que, áun trazadas como están visiblemente al vuelo de la pluma y del pensamiento, prueban que aquel ilustre hombre de Estado se fijó mucho en la historia de los trovadores, más que por su importancia literaria, por su tendencia social y política.

Recordé entonces, á mi vez, los manuscritos de mi emigración, y concebí el plan de esta obra, aceptando la forma de Millot, pero dando á la parte política de la poesía provenzal la importancia que no le dan ni aquél ni ningún otro de los autores que he consultado; importancia, y carácter también, que mis estudios me habían ya revelado, haciendo nacer en mí la idea que ví luego confirmada por las notas de Jovellanos y por el discurso que pronunció en los Juegos florales de 1876 mi maestro y amigo D. Luis Cutchet.

Es esta la primera obra que bajo esta idea, plan y forma se publica en España, donde, generalmente hablando, y fuera de ciertas esferas, es bastante desconocido cuanto á trovadores se refiere.

Algunos escritores, sin embargo, hicieron con elevado criterio estudios sobre este asunto, y es deber mío citarlos, que á fuer de honrado, debo consignar aquí cuáles son las fuentes en que he bebido, y cuáles los autores que me han procurado los materiales para llevar á cabo un trabajo que más de una vez, por cierto, hube de interrumpir desalentado y pesaroso de haberlo emprendido.

Escribieron en España sobre este tema concreto, y debe ser citado en primer lugar, D. Manuel Milá y Fontanals, sabio profundo y maestro en estas materias, que, á tener valor para decir todo cuanto en este punto su ciencia le ha revelado, hubiera hecho inútil esta obra; D. José Amador de los Ríos, que en su excelente Historia crítica de la Literatura española, ha consagrado brillantes páginas á la literatura provenzal; Don Francisco de Paula Canalejas, que en distintos estudios, y con superior criterio, ha tratado de la poesía de los trovadores; D. José Coll y Vehí, autor de un libro sobre la Sátira provenzal, que sería perfecto si en él la pasión del hombre no dañara á la imparcialidad del crítico; D. Toribio del Campillo, que escribió un Ensayo sobre los poemas provenzales, y D. Pedro Vignau y Ballester, autor de unos estudios elementales acerca de la lengua de los trovadores.

Éstos, y las obras del canónigo Bastero y del obispo Torres Amat, son los autores españoles á que acudí más de una vez durante el largo espacio de tiempo que hube de emplear en este libro. Ignoro si alguien más se ha ocupado en España de estos estudios. Perdónese á mi ignorancia el error que pueda haber cometido dejando tal vez de consultar algún autor, cuya obra haya quedado para mí desconocida.

Pero los grandes trabajos que sobre estas materias se han realizado, siendo tan importantes para nosotros, los han emprendido los extranjeros. Confesarse debe así, y confesarse con rubor.

En Alemania hombres profundos y de mérito eminente, en Francia sabios estudiosos y de alta inteligencia, se han ocupado muy especialmente de recoger, traducir, comentar é ilustrar todo cuanto á la lengua y á la poesía de los trovadores pudiera referirse. A estos autores, que iré citando en las páginas de este libro, es á quienes se debe cuanto de más importante en este punto sabemos, y á esto me propongo añadir lo que me ha enseñado la experiencia á fuerza de estudios, si no aprovechados, larga y tenazmente seguidos, y lo que me han dado á conocer documentos preciosos y todavía inéditos, que mi buena suerte me permitió examinar.

Un sentimiento de gratitud me obliga, antes de terminar estas líneas, á citar otros dos nombres.

Son el de D. Cayetano Rosell, académico ilustre y literato distinguido, á quien debo el haber podido consultar, con todo el detenimiento y espacio necesarios para estos estudios, los libros y manuscritos de la Biblioteca Nacional á que he tenido precisión de acudir; y el de D. Francisco Abellá Raldiris, amigo mío muy querido, á quien largas ausencias de este país, y bienestar, fortuna y familia que en otros haya podido adquirir, no lograron que se olvidase de su patria ni de los suyos, mereciendo de él que, no sin sacrificios, me facilitase desde el extranjero, obras y documentos, sin consulta de los cuales este libro hubiera quedado más defectuoso todavía.

 

FEBRERO de 1878.

DISCURSO PRELIMINAR.

DE LOS TROVADORES.

I.

El origen de la literatura moderna se halla en Provenza.

Las luces pudieron apagarse en todas partes cuando la invasión de los conquistadores germánicos, pero no por completo en la Galia meridional, allí donde estaba la antigua Provintia romana, y allí donde esta civilización se había más profundamente introducido y con más fuerza arraigado.

Por débiles que fueran, estos restos de luz romana bastaron para que un día se efectuara aquella inmensa revolución del espíritu por la cual la Europa bárbara, despertando al rayo de la razón, vió encenderse la antorcha de las letras y de las artes, y brillar la aurora de la justicia y de la libertad.

Las letras habían arrojado un destello de luz, pero rápido y pasajero, en tiempo de Carlo Magno. Estaba reservado á los cantos de los trovadores, como en otro tiempo á la predicación de los apóstoles, el desparcimiento de aquella luz.

Se concibe perfectamente el efecto maravilloso que debían producir en aquella sociedad ignorante los primeros cantos compuestos en una lengua poética, que no era la de los invasores del Norte, sino por el contrario la que por un lado recordaba la época galo-romana, por otro despertaba el sentimiento de la independencia y de la patria, y por otro, en fin, hablaba al corazón y al entendimiento en nombre de una nueva sociedad cristiana y caballeresca.

El genio, como aletargado en el seno de una estúpida ignorancia, despertó de pronto á los sones de una lira seductora. Aquellos cantos fueron recibidos con trasportes de entusiasmo, y dióse á sus autores el nombre de trovadores, que expresa el talento de trovar, de inventar.

Recibida con este entusiasmo, la poesía provenzal tomó un rápido vuelo, y con sorprendente progreso fué invadiéndolo todo. Aparecía después de ese siglo x tan fatal para la historia del ingenio humano, cuando por una parte el error y por otra la anarquía habían hundido á la Europa en un verdadero caos de ignorancia, y fué un lazo que atrajo las miradas del espíritu. Habló al alma, habló al corazón, y despertó el sentimiento.

El primer trovador conocido es un príncipe, un duque de Aquitania, el conde de Poitiers, Guillermo IX; pero no puede dudarse que tuvo predecesores. Las gracias de su estilo suponen un arte ya cultivado y habla de un género de poesía, la tensión, como cosa de antiguo conocida.

El ejemplo del conde de Poitiers fué secundado por otros príncipes y altos barones. Puede decirse, pues, que la poesía provenzal nació en los palacios, envuelta en la púrpura.

Comenzaron los trovadores á multiplicarse, y las cortes, tan numerosas entonces como los castillos, les brindaban generosa y espléndida hospitalidad. Allí encontraban fortuna, placeres, consideración; y allí también, para alentarles, las cariñosas sonrisas, cuando no el ardiente amor de esas damas que un autor llamó las divinidades terrestres de la caballería, y á las cuales los poetas consagraban un culto que tenía algo de religioso.

Multitud de hombres, nacidos en pobre cuna, condenados á la oscuridad por la naturaleza y por la absoluta carencia de fortuna, pero que se sentían espoleados por el ingenio ó por el talento, se apresuraron á abrazar la carrera de trovador, y agradecida ésta, llevó á muchos de ellos á los más altos y encumbrados puestos de la sociedad por el camino de la fortuna y de los honores.

Bastaba ser un trovador de nombradía para que las cortes todas se abrieran ante él, recibiéndole con el mismo favor, agasajo y distinciones que á un príncipe de la sangre.

Los ecos de la poesía provenzal resonaban, pues, en todas partes; en las villas y aldeas, en los castillos, en los palacios, en las cortes de los más opulentos soberanos. Así fué divulgándose aquella literatura por todas las comarcas del Mediodía de Francia, donde no había una sola mansión señorial que no le diese entrada y hospitalidad fastuosa; así se extendió por las rientes llanuras y amenos valles de Italia, cuya lengua, no formada aún, debía encontrar en la de los provenzales y en su literatura el instrumento de que valerse y los modelos que imitar; así llegó hasta el corazón de Alemania; así se introdujo en Inglaterra donde el caballeresco Ricardo Corazón de león, que era á la vez trovador, le dió carta de naturaleza; así penetró en Francia, cuyos reyes hubieron de estremecerse en no pocas ocasiones al oir los serventesios bélicos de los trovadores; así se aposentó en Aragón y en Cataluña, haciéndose huéspeda habitual de sus monarcas, tres de los cuales pulsaron la lira y ciñeron el laurel de poetas; así invadió el Portugal, cuya rica literatura reconoce aquel origen; así entró en Castilla, donde príncipes como Alfonso el Sabio le prestaban solícita protección y en ella buscaban inspiración y modelo; así pudo llegar, en fin, hasta la misma Granada, corte opulenta de los árabes, á donde errantes y vagabundos juglares llevaron el eco de las canciones provenzales.

Pero á fin de que los lectores puedan formarse una idea aproximada de aquella época y de aquella sociedad que para los trovadores parece creada, hay que trazar un cuadro, siquiera sea á grandes rasgos, con el objeto de que puedan serles familiares usos, tradiciones, leyes y costumbres con que han de tropezar más de una vez en este libro.

II.

Para que se comprenda cuál era la verdadera patria de la literatura provenzal, es preciso comenzar por desprenderse de toda idea moderna sobre el actual estado geográfico de Europa, y trasladarse con la imaginación al siglo xii , reconstruyendo en la mente las comarcas de que vamos á ocuparnos, tal como se hallaban.

No existían en aquella época ni Francia, ni España, ni Italia, según hoy están formadas. Los herederos de Carlo Magno vivían hacia el Norte, del otro lado del Loire, ocupando los ducados de Normandía y Bretaña y los condados de Champagne y de Anjou; é independientes de estos reyes, sin apenas ninguna relación con ellos, extranjeros á su historia, raza, leyes y costumbres, se extendían hacia el Mediodía el ducado de Aquitania y los condados de Auvernia, Rodez, Tolosa, Provenza, Viena y otros muchos que, por medio del lazo del condado de Rosellón, y salvando los Pirineos que no eran entonces valla ni frontera para la lengua y la literatura, venían á darse la mano con el condado de Barcelona.

Todos estos Estados eran independientes y libres, cada uno con sus condes hereditarios, con sus señores y barones, verdaderamente soberanos en sus dominios.

Por lo que toca á España, los árabes ocupaban gran parte de su territorio, y sólo por un lado los reinos de Castilla, Navarra y Aragón, por otro el condado de Barcelona, y por otro el pedazo de territorio ibérico que debía ser más tarde el reino de Portugal, iban creciendo y progresando vigorosamente, gracias al aliento de sus príncipes y al valor de sus pueblos y barones.

En cuanto á Italia, sucedía lo propio, y dominaban en su parte Norte tres grandes casas feudales, con las que hemos de tropezar más de una vez en este libro, pues fueron centro y escuela de literatura provenzal, figurando también como trovadores algunos de sus ilustres miembros. Eran las casas de los marqueses de Este, de Malespina y de Montferrat.

La vasta extensión de territorio en que se hablaba la lengua vulgar ó romana, la verdadera patria de la literatura romana, se extendía entonces desde el Loire hasta el Ebro, comprendiendo la cuenca pirenáica, y por la costa del Mediterráneo, desde Tortosa, frontera entonces de los árabes, hasta las mismas rientes campiñas de la italiana Génova.

Ninguna afinidad existía entre Tolosa y París, mientras que eran íntimas las relaciones entre Tolosa y Barcelona. Un vecino de Tolosa tenía por bárbaro y no comprendía el lenguaje de un habitante de París, mientras que era hermano de un ciudadano barcelonés, cuya lengua hablaba, de cuya familia era, cuyos hábitos y costumbres conocía.

Marsella y Barcelona se miraban, como en un espejo común, en el mismo mar; las mismas brisas acariciaban sus frentes; al rayo del mismo sol se solazaban; tenían el mismo origen, la misma historia y la misma lengua: un conde de Provenza, batallador, político y poeta, fundaba en una colina de los Alpes su encantadora villa de Barceloneta, en recuerdo y por amor de Barcelona: cuando había en Aix, en Marsella ó en Aviñón alguna beldad de gran renombre, se hablaba de ella como de una vecina en la capital de Cataluña, según la frase feliz de Mistral, el autor de Mireio, en su admirable poesía á los trovadores catalanes:

Prouvenço e Catalougno, unido per l’ amour

meseleron soun parlá, si costumo e si mour;

e quan avian dins Magalouno,

quan avian dins Marsiho, a-z-Ais, en Avignoun,

quanco beutá de gran renoum,

n’ en parlavias à Barcilouno.

Nadie en aquellas comarcas, que sin embargo debían ser Francia más tarde, nadie se acordaba de la monarquía francesa del Norte, y todos miraban á los franceses como incultos y bárbaros. Era común oir á un clérigo francés, cuando se le presentaba algo para leer, contestar sencillamente y como la cosa más natural del mundo: Nescio litteras. Hasta en la época de Petrarca, este mismo ilustre poeta, á quien alguno ha llamado el último de los trovadores, recordando la ilustración de los provenzales, decía de los franceses: Esos bárbaros nunca entendieron, no digo los versos, pero ni la lengua de Homero.

Por lo que toca al idioma que en esta extensión de comarcas se hablaba, principalmente en lo que debe llamarse el corazón de la Provenza, bueno será decir algunas palabras para mejor inteligencia, como se ha hecho por lo que respecta al territorio.

Entre las lenguas formadas por la descomposición de la latina, dice el sabio Milá, adquirió en tiempos antiguos especial nombradía la que suele designarse con el nombre de provenzal, y que hablaron los pueblos comprendidos entre el Loire y el Ebro.

Es en efecto así; con la lengua característica que cada país se había formado ó conservaba de antiguo; con la latina principalmente como madre y fuente; con otras que por causa de nuevas invasiones, la de godos y árabes por ejemplo, vinieron á influir también, se formó la lengua que ha sido conocida con diversos nombres, dando lugar por esta diversidad á confusión y á errores de nota. Se la ha llamado romano-provenzal, catalano-provenzal ó provenzal buenamente, por haberse hecho el idioma general de la Provenza; romanizada, según la apellidaba Pablo Piferrer; lemosina, por haberle dado este nombre el trovador-gramático Ramón Vidal en consideración sin duda á los dos principales poetas lemosines Beltrán de Born y Giraldo de Borneil; y lengua de oc, con que dió nombre á una vasta comarca (Languedoc), para distinguirla de la lengua de oil, que era la usada en el Norte de Francia.

Sin embargo, en buena crítica, la denominación más ajustada y propia sería la de lengua romana. Así la llamaban los trovadores, por abreviación de romanz, nombre que se extendía á todos los dialectos neo-latinos. Jofre Rudel dice en una de sus poesías:

Tramet lo vers que cantam

en plana lengua romana

à n’ Vg lo Brun.....

Hay quien ha pretendido que el catalán fué el primer idioma que se formó, llevado á Provenza por los barceloneses cuando el casamiento de su conde Ramón Berenguer III con Dulce ó Dulcia, heredera de aquel país y de aquel condado, dando origen y nacimiento á la lengua de los trovadores. No seré yo quien sostenga esta tesis, difícil de mantener; pero sí creo que la influencia catalana contribuyó por mucho, ya que no á formar su lengua, á abrir nuevos caminos á su literatura, y á darle tendencias y descubrirle horizontes que antes no tenía.

No lo dicen así ni quieren pasar por esto los autores extranjeros que de estas cosas tratan; pero esto es, en mi sentir, la verdad, y por creerla tal, la digo.

III.

En los primeros años del siglo xii , el conde de Barcelona Ramón Berenguer III el Grande, se enlazaba con Dulce, la heredera del condado oriental de Provenza, contribuyendo no poco á este enlace el sabio y virtuoso Olegario, venerado hoy como santo en los altares, que había llevado ya á las comarcas provenzales, siendo abad de San Rufo, la influencia catalana.

La poesía, la literatura, vivían ya en Provenza, no cabe duda; pero tampoco la tiene el que después de aquel suceso es cuando comienza la época de esplendor y de gloria para las letras romanas. Es un hecho innegable que fué entonces cuando remontó su vuelo la literatura que llamaré provenzal, en justo tributo al hermoso suelo de Provenza, donde floreció y tuvo su corte.

La civilización de las provincias del Mediodía era entonces incomparablemente más adelantada que la del Norte, y no es de extrañar que la poesía, verdadera flor del sentimiento, se desarrollase en aquellos paises llenos de luz y de colores, donde el cielo es siempre azul y trasparente, donde los habitantes son sensibles á la armonía, amigos de las fiestas y las danzas, y donde las mujeres tienen toda aquella belleza, toda aquella gracia, todos aquellos encantos que los artistas encuentran en la Venus provenzal, por ventura hallada en Arlés entre las ruinas de su viejo coliseo.

La lira provenzal, como en otro tiempo la griega, cantó el himno de las victorias alcanzadas sobre la barbarie; se inspiró en la porfiada resistencia ofrecida por los pueblos del Mediodía á los reyes carlovingios, y también en las luchas terribles con los árabes de España; y templando luego la energía varonil de sus serventesios con las dulces modulaciones rítmicas de sus canciones de amores, fué de pueblo en pueblo, de fiesta en fiesta, de castillo en castillo, de corte en corte, embelleciéndolo todo con su contacto, como aquella hada misteriosa de las leyendas que á cada paso veía brotar flores en sus huellas. El arte del músico fué á dar fuerza al canto del trovador, músico también las más de las veces, y los juegos, momerías y danzas de los juglares que acompañaban á los más renombrados trovadores, servían, en cierta manera, como de aparato escénico á las canciones, á los serventesios, á las albadas, á las pastorelas y á las novas. Esta estrecha unión de la poesía con la música contribuyó, tan esencialmente como la misma diversidad de asuntos, á la introducción de aquellas distintas formas tan ricas, tan sabias y tan animadas y brillantes, que hacen sobresalir y resaltar entre todas las poesías la poesía de los trovadores provenzales.

A Guillermo de Poitiers, que es sin disputa el más antiguo trovador conocido, si bien queda ya dicho que debió tener predecesores, sucede toda una serie y toda una vía láctea de poetas, á los cuales dieron manifiesta protección los condes Ramón de Berenguer de Barcelona y Dulce de Provenza, continuándola después, sin debilitarse en ninguna época, los condes-reyes de Cataluña y de Aragón Alfonso el Casto, Pedro el Católico, Jaime el Conquistador y Pedro el Grande. En las páginas de este libro y en las biografías particulares de cada trovador se hallarán datos y detalles curiosos, bastantes á hacer comprender que la corte de los monarcas aragoneses y condes catalanes fué constantemente un centro de acción, de vida, de movimiento, de influencia, de propaganda para los trovadores y para sus obras, como también lo fué, y mayor todavía, en determinadas épocas, la corte de los mismos reyes castellanos. Vióse á muchos trovadores provenzales ser protegidos, amigos, confidentes, privados de los monarcas de la casa de Barcelona y de Castilla; vióse á la gran mayoría de aquellos, sobre todo á los de más renombre, pasar los Pirineos para venir á buscar aquí protección, refugio ó nueva inspiración para sus cantos; vióse á los reales herederos de Ramón Berenguer III mantener constantemente, como una herencia sagrada, la protección á las letras provenzales, y no es lícito dudar por lo mismo de la influencia catalana en la literatura provenzal.

Es de todo punto evidente que desde el enlace y entronque de la casa de Barcelona con la de Provenza, se establecieron corrientes nunca más interrumpidas entre los dos paises; no puede negarse que, de entonces más, fué peculiar á entrambas comarcas el cultivo de las letras, y que el movimiento literario se extendió, no desde el Loire á los Pirineos, como dicen en general los autores franceses, sino desde el Loire hasta el Ebro, hasta tropezar con la frontera de los árabes. La intimidad llegó á ser tanta con el tiempo, que Tolosa y Barcelona fueron hermanas; los poetas que brillaban en las cortes de los condes de Provenza y de Tolosa, eran los mismos que frecuentaban la corte de los condes-reyes catalanes; las relaciones llegaron á ser contínuas, los enlaces de familia constantes, los intereses comunes, y hasta vino el día en que un noble monarca aragonés, accediendo á los votos de la opinión pública expresados por los serventesios de los poetas, fué á verter su sangre y á perder su vida en los campos de Muret para sostener la independencia de aquel país y la causa abrazada por los trovadores.

Los príncipes de la casa de Barcelona habían llevado á Provenza una misión política y civilizadora, y sostuvieron con su poderoso influjo y con su vencedora espada la independencia y las libertades de aquel país privilegiado. Reservarse debe una plaza de honor en la historia de los progresos de la civilización y de la humanidad, por lo que corresponde á aquella época, á los condes de Barcelona. Con su administración, con su tolerancia, con su emprendedora iniciativa, con sus leyes, con ministros como aquel Romeo que ha sido héroe de peregrinas leyendas, con sus cartas á los pueblos, levantaron el espíritu de aquel territorio, abrieron nuevos horizontes, fundaron escuelas, protegieron y desarrollaron los intereses del país, siendo su época manantial fecundo de bienes para aquella su nueva patria, y pudiendo contar en esta misión levantada y civilizadora, con la inmensa influencia que ejercía en las masas la poesía provenzal, á la que, por su atrevida tendencia á hacerse intérprete de la multitud, se debe reconocer no poca analogía con la prensa de nuestros tiempos en determinadas circunstancias.

Es ley general y eterna de la humanidad que los grandes acontecimentos políticos desarrollan el movimiento literario de los pueblos, al que abren nuevas esplendorosas vías de luz y armonía con el choque que reciben las imaginaciones hasta aquel momento aletargadas, con la actividad que despiertan en los espíritus la gloria, el éxito, la grandeza del suceso, y con la conciencia que entonces adquiere el pueblo de sí mismo, de su valor, de su importancia y de sus propios destinos.

Esto le pasó á Provenza. Los príncipes de la casa de Barcelona fueron á comunicarle nuevo germen de vida y á despertar en ella todo lo que en ella había de noble, generoso, hidalgo y patriótico. Las nuevas ideas allí llevadas por los condes de la casa barcelonesa, fructificaron con rapidez en la ardiente imaginación de aquellas poblaciones meridionales, y bien pronto un nuevo estado social, sin análogo en la historia, y una civilización toda nueva, nacieron de su unión con los catalanes, que, activos, comerciantes y emprendedores, allí llevaron su actividad febril, su fuerza de voluntad, su rectitud de carácter, su sangre española y árabe, su inteligencia y su cultura, su acautelada prudencia en los consejos, su valor indomable en los combates.

Con los príncipes de la casa de Barcelona, con los Berenguers y los Alfonsos, vióse renacer á Provenza, despertar como de un sueño, modificarse su organización feudal, desarrollarse su constitución política y económica, comenzar su comercio, florecer su industria, irradiar su literatura, ser protegidas sus ciudades libres, reconocidos los derechos y fueros de sus ciudadanos, confirmadas y aumentadas sus libertades antiguas, y crecer sus municipios y levantarse al igual de esas grandes municipalidades catalanas que, llevando en sí el germen de la verdadera democracia, supieron hacerse admirar y aplaudir de la posteridad por su tradicional respeto á los monarcas, y por su ferviente amor á las públicas libertades.

Bajo la influencia de los príncipes oriundos de esta casa, todo progresó en el Mediodía de Francia, y las amplias pero prudentes libertades que se otorgaron á unos pueblos, que fueron reconocidas á otros, respetadas en todos, permitieron á los trovadores, esos grandes artistas y esos libres pensadores de aquellos tiempos, entregarse á todas las expansiones de su pensamiento, á todos los entusiasmos de su genio, y, lo que es más todavía, á todas las licencias de su arte.

Vióse entonces surgir y levantarse una sociedad nueva, una civilización especial, una nacionalidad meridional que nada tenían de común ni de parecido siquiera con la sociedad, la civilización y las nacionalidades del Norte de Europa.

IV.

Existía entre el Norte y el Mediodía una diferencia esencial y completa respecto á su manera de ser.

Mientras que en el Norte se elevaba una barrera insuperable entre el guerrero, que lo era todo, y el ciudadano, que no era nada, en el Mediodía la fórmula cristiana de igualdad de todos los hombres venía á ser una ley y un principio no consignados en ningún código y que ningún tribunal tenía obligación de hacer respetar, pero que todo el mundo obedecía y acataba sin que nadie atentara á ellos en aquella sociedad acostumbrada á estimar al hombre por algo más que por la fuerza y la materia.

Entre los septentrionales, que no debían tardar en aparecer con el tan animoso como encrudecido Simón de Montfort á destrozar la nacionalidad del Mediodía, toda la categoría del hombre consistía en su espada, es decir, en la fuerza. En el Mediodía, al contrario, la fuerza, es decir, la espada, sólo era útil en el instante de la lucha. El soldado no era el país. La industria, el comercio, las ciencias y las letras daban posición social á los ciudadanos que se elevaban por su propio valer, por sus méritos y por sus virtudes.

Así es como se explica la popularidad de aquella nobleza meridional, el amor de aquellos pueblos á sus reyes y la fraternidad é igualdad de clases que existían en aquella sociedad singular de la Edad-media, compuesta toda de hombres libres, con mútua estimación para sus cualidades respectivas, con respecto á las gerarquías sociales y con noción y conciencia en todos, así de su deber como de su derecho.

El ciudadano recibía al rey en su casa y lo sentaba á su mesa, tenía entrada franca en los palacios y los castillos, era amigo de los magnates y los asociaba á sus empresas mercantiles; el trovador, salido tal vez de la ínfima clase del pueblo, era tratado de igual á igual por los nobles y los barones, era dignatario de la corte, consejero y confidente de los reyes, y podía llegar á la riqueza, á la independencia social, y á veces también á las más altas dignidades de la Iglesia y del Estado.

Las biografías de los trovadores, en efecto, atestiguan la ausencia de todo privilegio de raza en aquella sociedad y en aquella nobleza.

Bernardo de Ventadorn, que es el verdadero tipo del poeta amoroso en la Edad-media, era hijo de un fogonero del castillo de Ventadorn. De oscuro criado del castillo, pasó á ser el paje y después el amigo de su señor el vizconde Ebles, que cultivaba también la poesía provenzal, aunque con menos éxito que su sirviente. Más tarde fué el amante de la vizcondesa Inés de Montluzó, su señora, á la que inmortalizó en sus versos con el nombre de Belvezer, y luego el favorito, el privado, y según parece también, el amante de aquella célebre Leonor de Aquitania, nieta de Guillermo de Poitiers el trovador, esposa que fué de dos reyes, el de Francia y el de Inglaterra, y madre de Ricardo Corazón de león.

Bonifacio el Calvo, proscrito de su patria por causas políticas, errante y sin hogar por el mundo, llegó á ser el amigo, el consejero, el privado de Alfonso el sabio de Castilla.

Elías Cairel, mancebo en una platería y criado de un armero, hizo largos viajes siendo embajador de los más altos personajes de su época.

Guido Folquet, hijo de un oscuro y arruinado caballero, soltó la lira de trovador para tomar el hábito del monje, se cubrió luego con la púrpura cardenalicia y acabó por ceñir la tiara, siendo Papa con el nombre de Clemente IV.

Otro Folquet, el de Marsella, ó por mejor decir el de Génova, pues ésta fué verdaderamente su patria, después de haber compuesto bellísimas canciones de amores que han quedado como modelo, después de haber sido el amante de la vizcondesa de Marsella Adelaida de Rocamarti, después de haber sido el amigo y el favorito de los reyes de Aragón y de Castilla, fué monje del Cister y obispo de Tolosa.

Por fin, Marcabrú el expósito, Perdigó el pescador, Elías de Barjols el buhonero, Pedro Vidal, hijo de un pellejero, Aimeric de Peguilhá, hijo de un trapero, y muchos y muchos otros, llegaron por su talento en el arte de trovar, no sólo á la meta de la gloria y de la fortuna, sino á la de los honores y dignidades.

Pero tuvo también aquella época otras cualidades características. Aquella sociedad abundosa de pasión y de vida, mitad provenzal y mitad española, mitad romana y mitad árabe, necesitaba dar esparcimiento á su actividad y á sus sentidos. El campo de batalla, el claustro y el castillo, es decir, la gloria, la esperanza cristiana y el amor, vinieron á ser para ella una especie de triple objetivo, siendo inspiración y lema para los cantos de los trovadores, lema que no fué otro por cierto que el de Patria, Fides, Amor, divisa selecta de los consistorios de Juegos Florales en nuestros tiempos.

Entre los modernos, fueron los trovadores los primeros en descubrir é instituir lo que bien puede llamarse la religión y el culto de la mujer. La mujer, poco menos que esclava en el Norte, era reina y soberana en el Mediodía. Imán de aquella sociedad de oro y de hierro, luz de aquellas generaciones pensadoras, vida de aquella multitud hidalga y galante, era el ídolo de los trovadores, la reina de los caballeros. Presidía las fiestas, vestían sus colores los paladines; una flor ó una cinta de su tocado daba la vida, un deseo suyo la muerte; era reina en los torneos, juez en las cortes de amores, premio en combates mortales, esperanza en certámenes literarios. Por ella se bajaba á la arena; por ella se emprendían lejanas y arriesgadas expediciones; por ella pulsaban su lira los trovadores; por ella se cantaba, se luchaba y se moría; por ella se sostenían combates á ultranza; por ella se realizaban aventureras y portentosas hazañas; por ella, también, se penetraba en la solitaria celda de aquellas góticas y misteriosas abadías, grandes panteones de piedra, donde se encerraban á llorar, vivos en su propia tumba, los pobres enfermos del alma.

En torno de ella, idealizándola, divinizándola, elevaron los poetas su coro de himnos inmortales que vivirán á través de las generaciones y de los siglos; por ella se entregaron los trovadores á actos que serían de la más desatinada demencia, si no pertenecieran al catálogo de las locuras sublimes del amor.

V.

Pero esto tenía relación con las costumbres singulares de la época de los trovadores, y con aquella caballeresca sociedad, de la cual hay que decir algo.

El sentimiento del amor era para los trovadores, y también para los caballeros, la cosa más seria y más importante del mundo. Era el amor el culto de su vida, y como dijo uno de aquellos poetas, el hombre que no amaba, para nada valía:

Nuls hom ses amor res non vau.

Estas ideas de amor eran entonces la ocupación principal de la alta clase y estaban consagradas por los principios de la caballería, cuya influencia fué tan grande en aquella época.

Dadas las noticias que de aquellos tiempos tenemos, el amor, que algunas veces era sólo un pretexto para la poesía y para la galantería, se practicaba de una manera que hoy no podrá menos de parecer extraña. Era el móvil de todas las acciones del hombre, y era también un sentimiento que dominaba á todos los demás, cediendo á su influjo el deber mismo. «El matrimonio no es una excusa legítima para el amor,» dijo Andrés el capellán en su Arte de amar, obra del siglo xii . Y en efecto, la frase de este autor se halla confirmada por las sentencias ó juicios que dictaron, presidiendo tribunales de cortes de amor, la condesa de Champagne, hija de Leonor de Aquitania, y la vizcondesa Ermengarda de Narbona. La primera de aquellas disposiciones establece que el amor verdadero, el amor puro, no puede existir entre personas casadas; y la segunda sienta que una dama, áun cuando esté casada, no tiene derecho á rechazar el amor conveniente de un caballero.

El matrimonio, en aquella época tan fácil de romper, no era para los grandes señores más que un negocio de interés, de cálculo, de engrandecimiento, y, como ha observado Gabriel Azais, no tenía más consistencia este lazo que el de los juramentos recíprocos de un sirviente de amor á su dama. Y por cierto que, según podrá verse más detenidamente en las páginas de este libro, hay fundados motivos para creer que estos juramentos de amantes estaban sujetos á un rito y á una ceremonia, como si verdaderamente fueran un matrimonio formal, ya que los votos se cambiaban al pié de los altares y eran recibidos por un sacerdote.

Pedro de Barjac, en una de sus canciones, le propone á su dama acudir á un clérigo para que disuelva sus compromisos, á fin de que cada uno quede en libertad de contraer nuevas relaciones y consagrarse á nuevos amores.

Estos enlaces, no siempre platónicos, se parecían tanto al matrimonio que, según sienta Andrés el capellán, ya citado, se fijaba hasta una viudedad de dos años al amante que sobrevivía al otro.

Conforme á las costumbres singulares de aquel tiempo, amor y poesía eran sinónimos. Leys d’amor, leyes de amor titularon los trovadores á su arte poética, su arte de trovar. El amor era para ellos un verdadero culto, el principio de toda virtud, de todo honor, de todo valor, de todo mérito, y la fuente virgen de la poesía. Ya lo veremos demostrado así con textos de sus propias obras.

Un trovador, al tratar de escoger á una dama para hacer de ella su musa, como después se dijo, para señora de sus pensamientos é inspiración y tema de sus cantos, como entonces se decía, se fijaba en la que más bella ó más digna le parecía. Poco importaba que fuese superior á él, noble, princesa ó reina; poco importaba que estuviese casada, si quier lo fuera con el propio señor á quien servía ó de quien era súbdito, pues que por lo común no se trataba de pretensiones serias, áun cuando hay ejemplos de que algunas veces estas relaciones platónicas y puramente galantes, sostenidas á la luz del día y á ciencia y paciencia del marido, acababan por tomar un carácter que solía no ser del agrado de aquel. Véanse si no las biografías de Bernardo de Ventadorn y de Peirol.

De todos modos, sin perjuicio de volver sobre este último punto, la cosa, por lo general, no pasaba de ciertos límites. El trovador aceptaba por dama de sus pensamientos á la hija, á la hermana, á la esposa, á la parienta de su propio protector en el castillo del cual residía, y cuanto mayor era la fama del poeta, mayor la gloria y el placer de la dama elegida, pues lo que entonces se deseaba sólo era la celebridad. La dama escogida se felicitaba de adquirir un servidor que tomaba á empeño hacer célebre su nombre, y no se cuidaba por cierto de la diferencia de rango, que la cualidad de poeta era ya un alto título de nobleza á sus ojos.

Comenzaban entonces los versos. El amante, algunas veces bajo nombres supuestos, como Belvecer, Mielz de domna, Conort, Delfi, etc., celebraba en sus canciones, que los juglares iban á cantar por las cortes y castillos, la gracia, la belleza, el talento, el amor de la que dominaba en su corazón; y cuando acaecía algún motivo de reyerta ó de querella entre los dos amantes, no era extraño ver á los caballeros más galantes y corteses del país pleitear la causa de la dama, y á las más bellas y distinguidas señoras ponerse del lado del amante para solicitar su perdón. Ejemplos repetidos de esto se hallarán en las Vidas de los trovadores.

Por lo común, según queda dicho, lo que en estas relaciones buscaba una dama, era su nombradía, y así se ve por infinitos textos de trovadores, que citarse pudieran:

«Mi dama, dice Folquet de Marsella, desea que mis cantos ensalcen su mérito, y con esto me honra, porque tan alta belleza necesita un sabio encomiador.»

E pueis li platz qu’ eu enanz sa valor

en mon chantar, dei n’ aver gran lauzor,

car sos pretz vol moult savi lauzador.

El mismo Folquet dice en otra canción:

«Si ella se digna aceptarme, no tardará en tener la recompensa, pues que haré célebre su raro mérito en los más altos lugares.»

Et es mercés, si ’l me deigna aculhir,

qu’ en maint bon loc fatz son ric pretz auzir.

«Ella quiere, exclama Rimbaldo de Vaqueiras, que yo ensalce en mis canciones su mérito y donosura.»

Quar vol qu’ ieu lau en más chansós

son pretz e sas belas faisós.

«Tan cabal es, señora, vuestro mérito, dice Guillermo de Saint Didier á la dama que le inspira, que nada os sentaría mejor que tener en vasallaje á un trovador que cantara vuestras alabanzas.»

E pois tan es vostre pretz cabalós,

be’ staing, domna, c’ asalz en seingnoratge

un trovador, que vos cant de plans dos.

A veces, como queda indicado, sucedía que, por ir las cosas más allá de los límites galantes, ó por infundados temores y recelos del marido, unas relaciones amorosas se convertían en catástrofes.

Se cuenta de un celoso barón que, deseando poner fin á las canciones de amores que Pedro Vidal hacía por amor de la castellana de San Gil, le mandó agujerear la lengua.

El vizconde Ebles de Ventadorn, al saber que su esposa había otorgado el premio de un beso al trovador Bernardo de Ventadorn, despidió á éste de su castillo y encerró á aquella en una torre, donde murió miserablemente.

El barón de Castell-Roselló hizo pagar con la muerte al dulce Guillermo de Cabestany el amor que por su esposa tenía, arrancándole luego el corazón y dándoselo á comer á su dama entre otros manjares, consiguiendo sólo que la enamorada castellana, al saber que había comido el corazón de su amante, se arrojase de lo alto de la torre de su castillo diciendo: «Tan sabroso ha sido para mí este manjar, que jamás otro alguno ha de quitarme el sabor que dejó en mis labios.»

Pero esto no era frecuente, ni eran estas las más generales costumbres.

Las relaciones amorosas y las aventuras galantes acostumbraban á tener más plácido y risueño desenlace.

Pedro Vidal, hallando dormida un día á Adelaida, la vizcondesa de Marsella, su señora, le hurtó un beso en los labios, de lo cual se sintió tan herida la dama, que el trovador, temiendo su venganza, se embarcó para Oriente; pero el propio marido, el vizconde Barral, templó el enojo de su esposa, hizo que ésta perdonara al poeta, y al regresar éste de Oriente, ordenó que su esposa le devolviera de buena gracia el beso por aquél hurtado.

Ramón de Miraval, caballero y trovador, amaba á Ermengarda de Castres, llamada por su sobresaliente hermosura