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Un exponente clásico de la novela moderna que presenta aspectos filosóficos y existenciales como la naturaleza humana o el miedo a la muerte. Su autor la calificó de "novela malhumorada", de "nivola", de "rechifla amarga". Con gran popularidad desde su publicación en 1914, cuenta la historia de Augusto Pérez, que se enamora de la joven Eugenia, y esto le sirve a Unamuno para exponer temas fundamentales de la existencia humana: el amor, el sentido de la vida, la muerte, el destino... (Edición de Lourdes Yagüe Olmos)
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Seitenzahl: 504
Veröffentlichungsjahr: 2024
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Introducción
El contexto histórico
Las corrientes literarias de la época y don Miguel de Unamuno
Miguel de Unamuno. Vida
La obra de Miguel de Unamuno
Criterios de esta edición
Bibliografía
Niebla
Prólogo
Post-prólogo
Niebla
Una entrevista con Augusto Pérez
Pirandello y yo
Historia de Niebla
Análisis de la obra
Génesis de niebla
Ediciones y traducciones
El título de la novela
¿Qué es una nivola?
Finalidad de la novela
Fuentes y relaciones
Estructura y resumen de la novela
Espacio y tiempo en la novela
Temas
Los personajes
El estilo. Recursos literarios y estilísticos
Actividades
Créditos
EL CONTEXTO HISTÓRICO
Cuando Miguel de Unamuno nació, Isabel II (1843-1868) estaba finalizando su reinado. Al fusilamiento de los militares sublevados del Cuartel de San Gil en 1866, siguió la revolución denominada «La Gloriosa», que forzó a la reina a exiliarse a Francia, instaurándose el Sexenio Revolucionario (1868-1874). El gobierno provisional fue presidido por Serrano y posteriormente por Prim. El 10 de octubre de 1868 se inició la guerra de Cuba. La Constitución de 1869 estableció la monarquía como forma de gobierno. Tras buscar posibles candidatos, las Cortes eligieron como rey a Amadeo de Saboya.
El reinado de Amadeo I (1871-1873) se inició con el asesinato de Prim, su principal valedor, a su llegada a España. Poco después tuvo que hacer frente a la Tercera Guerra Carlista, a la guerra de Cuba, al rechazo de los republicanos y de los partidarios de Alfonso XII y al de los conservadores que sintieron perjudicados sus intereses con su intento de abolir la esclavitud en Cuba. Todo ello, unido a un atentado en Madrid en julio de 1872, lo llevó a abdicar.
El 11 de febrero de 1873 las Cortes proclamaron la Primera República (1873-1874), presidida por Figueras, Pi y Margall, Salmerón y Castelar, sucesivamente. Fue una etapa de gran inestabilidad, marcada por el cantonalismo, la insurrección cubana y la pugna entre carlistas y alfonsinos por instalarse en el poder. El desalojo de las Cortes por el general Pavía, el 3 de enero de 1874, dio paso a la República unitaria del general Serrano, mas el posterior pronunciamiento del general Martínez Campos del 29 de diciembre trajo de nuevo la monarquía.
Con Alfonso XII (1874-1885), en quien había abdicado Isabel II en 1870, se restauró en España la monarquía hereditaria. Había recibido una educación humanista y militar en el exilio acorde con la misión a la que aspiraba para modernizar España y potenciar su prestigio en Europa. Cuando los carlistas reanudaron su ofensiva, el monarca acudió a animar a las tropas, dando una imagen de rey soldado, católico y constitucional. El fracaso en la lucha y el reconocimiento del general Cabrera a Alfonso XII como rey obligaron a Carlos VII a abandonar definitivamente el país y sus aspiraciones a la corona, en 1876. Los fueros de las Vascongadas fueron suprimidos. El 2 de julio de ese mismo año se aprobó una nueva Constitución en la cual se establecía el catolicismo como religión del Estado, si bien se ofrecía libertad para seguir otros cultos, al tiempo que se propiciaba la libertad de imprenta, de educación y de asociación. Tras diez años de lucha en Cuba, el Pacto de Zanjón (1878) trajo una aparente paz de casi veinte años. Por estos logros se le dio el nombre de «Pacificador», lo que no impidió que los anarquistas atentaran contra él en dos ocasiones.
En el gobierno se alternaron los conservadores (Cánovas) y los liberales (Sagasta), quienes, bajo una apariencia democrática, pactaban el poder y manipulaban las elecciones a su antojo con la ayuda de los caciques. El pueblo se sintió marginado y olvidado. El hambre y la miseria de los campesinos andaluces dieron lugar a los sucesos revolucionarios anarquistas de la Mano Negra, duramente reprimidos.
La muerte del monarca el 25 de noviembre de 1885 dejó pendiente el problema sucesorio, pues, aunque había casado dos veces —con María de las Mercedes de Orleans y, tras su muerte, con María Cristina de Habsburgo-Lorena—, solo había tenido con la segunda dos hijas (Mercedes y María Teresa) y dejaba a su esposa encinta. El 17 de mayo de 1886 nació el futuro rey Alfonso XIII.
Durante la regencia de María Cristina (1885-1902), liberales y conservadores siguieron alternándose en el poder tras el Pacto de El Pardo. La Ley de Asociaciones de 1887 dio paso a la libre sindicación. Las agrupaciones proletarias aumentaron en las grandes zonas industriales, al igual que el nacionalismo. Entre 1890 y 1895 las plazas españolas en Marruecos fueron hostigadas. El 7 de junio de 1896, un atentado anarquista en la procesión del Corpus en Barcelona dejó 12 muertos y varios heridos. Se detuvo a centenares de personas —entre ellas próceres catalanes—, acusadas de anarquistas y se inició el proceso de Montjuic, un juicio militar que condenó a muerte a sus cabecillas y a prisión a muchos otros. Este proceso, cuyo objetivo era acabar con el anarquismo obrero catalán, tuvo gran repercusión internacional, aumentó el desprestigio de España y fue la causa del asesinato de Cánovas a manos del anarquista italiano Michele Angiolillo.
Los conflictos en Cuba y Filipinas por la independencia se recrudecieron. Estados Unidos, que había iniciado su expansión colonial, envió el acorazado Maine a La Habana para apoyar a los insurgentes. El 15 de febrero, sufrió una explosión y se hundió en la bahía. La prensa estadounidense culpó a España de lo ocurrido, declarándose la guerra entre ambos países. La superioridad estadounidense, conocida de antemano por los políticos españoles, infligió una dura derrota a nuestros navíos y tropas. La firma del Tratado de París (diciembre de 1898), con el que se puso fin a la contienda, fue considerada por políticos e intelectuales como una gran humillación patria: sin embargo el pueblo la tomó con gran indiferencia y alivio, pues sus hijos eran enviados a la guerra —si no podían pagar la redención militar— para defender los intereses de una burguesía acaudalada que rehusaba el reclutamiento. España perdió los últimos reductos del Imperio.
Alfonso XIII accedió al trono el 17 de mayo de 1902. En 1906, el día de su boda con Victoria Eugenia de Battenberg, sufrió un atentado en la calle Mayor de Madrid, perpetrado por el anarquista Mateo Morral. Los partidos políticos siguieron turnándose en el poder y anteponiendo sus intereses y privilegios a la justicia social.
Durante su reinado se desarrollaron los nacionalismos vasco, catalán y gallego. La precariedad y el descontento de la clase obrera hizo que se radicalizara y desembocara en la Semana Trágica de Barcelona (julio de 1909) por el reclutamiento de soldados reservistas para la guerra de Marruecos, muchos de ellos padres de familia sin recursos que no podían pagar la cuota para librarse de él. La insurrección popular, extendida por toda Cataluña, fue reprimida con dureza. En 1910 se creó la CNT.
La neutralidad española ante la Primera Guerra Mundial (1914-1919) dividió a los españoles al enfrentarse los liberales y progresistas, partidarios de los aliadófilos, a los conservadores, defensores de los germanófilos. La guerra enriqueció a industriales vascos y catalanes, pero empobreció a comerciantes y trabajadores. Aumentó la inflación y el desempleo, se resintieron los salarios y se agravaron las diferencias sociales, acrecentándose aún más con la posterior recesión europea.
La Revolución rusa (1917) y los movimientos obreros europeos influyeron en los españoles, generando gran alarma en la burguesía. Las protestas, desmanes y huelgas se sucedieron, trayendo como contrapartida el pistolerismo de algunos empresarios en Barcelona. Todo ello, unido al desastre de Annual en Marruecos, propició el golpe de Estado del general Primo de Rivera el 12 de septiembre de 1923, la suspensión de la Constitución de 1876 y la imposición de una dictadura, que Alfonso XIII y los militares aceptaron.
Miguel Primo de Rivera gobernó mediante un Directorio Militar (1923-1925) y después un Directorio Civil (1925-1930). Admirador de Mussolini, con la colaboración de Francia terminó con la guerra del Rif en 1926. Su gobierno favoreció el crecimiento económico en España: se crearon CAMPSA (Compañía Arrendataria del Monopolio de Petróleos S. A.), la Compañía Telefónica Nacional de España y las Confederaciones Hidrográficas; se mejoraron las carreteras y ferrocarriles y se llevó la electricidad al mundo rural. La oposición de intelectuales republicanos —a la que ayudó el destierro de Unamuno, el encarcelamiento durante un mes de Gregorio Marañón y el cierre del Ateneo madrileño—, la falta de apoyo popular, las huelgas, los fracasados golpes militares de la noche del 24 de junio de 1926 en Tarragona (La Sanjuanada) y de enero de 1929 en Valencia, y la pérdida de la confianza real acabaron con su mandato. Se exilió en París el 27 de enero de 1930, donde falleció el 16 de marzo.
La sublevación militar republicana de Fermín Galán y Ángel García Hernández en Jaca (Huesca), seguida de la de Cuatro Vientos (Madrid) con el general Queipo de Llano y el comandante Ramón Franco, mostraron al monarca el descontento general, confirmado en las elecciones municipales del 12 de abril al triunfar en las grandes urbes republicanos y socialistas. Vistos los resultados, Alfonso XIII abandonó el país, proclamándose el 14 de abril la Segunda República (1931-1936).
A un Gobierno Provisional, presidido por Niceto Alcalá Zamora, le sucedieron un bienio reformista (1931-1933) de republicanos y socialistas, regido por Manuel Azaña y un bienio radical-cedista (1934-1936), en que gobernó el Partido Republicano Radical de Lerroux con la Confederación Española de Derechas Autónomas. Le siguió el Gobierno del Frente Popular (de febrero a julio de 1936), una coalición de izquierdas, que dio paso, tras el levantamiento del 17 y 18 de octubre, a la Guerra Civil, que terminaría con la victoria del bando nacional encabezado por Francisco Franco.
LAS CORRIENTES LITERARIAS DE LA ÉPOCA Y DON MIGUEL DE UNAMUNO
Durante la vida de Miguel de Unamuno se sucedieron en España varios movimientos literarios.
El Realismo en sus distintas vertientes (costumbrismo, realismo, naturalismo y espiritualismo) de la segunda mitad del siglo XIX y primeros años del siglo XX fue el primero de estos movimientos. Sus representantes eran ya escritores consagrados cuando Unamuno intentaba abrirse paso como escritor. Con los más tradicionales (Böhl de Faber, Alarcón, Coloma, Pereda y Valera), defensores de los valores éticos, morales y religiosos, compartió el interés por los usos y costumbres ancestrales y la búsqueda de la armonía entre el individuo y su comunidad. Con los liberales (Clarín, Pérez Galdós, Pardo Bazán, Blasco Ibáñez) su conexión fue mayor: eran aconfesionales y librepensadores, conocedores de la literatura y la filosofía europeas, interesados en la ciencia y el progreso, republicanos o admiradores del socialismo de Pablo Iglesias, muy críticos con el clero y algunos partidarios de una religiosidad menos dogmática que la católica. Unamuno ofreció a Galdós, cuando era gerente teatral, su obra Fedra, pero no llegaron a un acuerdo. A Vicente Blasco Ibáñez le unió en París su repulsa a la dictadura de Primo de Rivera.
El Regeneracionismo nació como reacción y consecuencia de la crisis finisecular y de la postración de España. Mallada, Costa, Macías Picavea, Silvela…, influidos por el Krausismo y la Institución Libre de Enseñanza, diseccionaron y analizaron los males de la patria y propusieron una serie de medidas y planes de acción para combatir la degeneración, la corrupción, la apatía, el pesimismo y la indiferencia en que habían caído los españoles: escuela y despensa; la necesidad de un cirujano de hierro; reformas en la educación; mejora de las carreteras y de la explotación agraria… Unamuno compartió parte de sus postulados y la convicción de que para levantar el país eran necesarios remedios políticos, sociales y económicos.
Modernismo y Generacióndel 98 fueron tomados por algunos críticos como dos movimientos literarios contrapuestos; el primero interesado en la estética y el segundo, en lo filosófico y existencial. Los borrosos límites entre ambos y la difícil adscripción de los escritores a uno u otro en ocasiones desaconsejan esta separación, aunque se siga manteniendo por motivos didácticos.
El Modernismo surgió como movimiento teológico en Alemania a mediados del siglo XIX, en un intento de compatibilizar los avances científicos con la religión. Su actitud de rebeldía frente a los dogmatismos influyó en todos los ámbitos europeos y americanos. El Modernismo literario surgió en América con Rubén Darío. Se introdujo en la Península al viajar este a España con motivo del cuarto centenario del descubrimiento de América, donde ya era conocido su libro de poemas Azul. Cuando el nicaragüense regresó a Madrid tras el Desastre del 98 como corresponsal de La Nación, se relacionó con Rueda, Villaespesa, Valle-Inclán y Juan Ramón Jiménez, admiradores suyos; años más tarde, lo haría con los hermanos Machado. Fue Rubén Darío quien dio a conocer a Unamuno en Buenos Aires al escribir un artículo en La Nación sobre su poesía y quien le abrió las puertas de este periódico para que pudiera publicar en él.
Los modernistas sintieron especial atracción por París, donde triunfaban los numerosos ismos (parnasianismo, simbolismo, impresionismo, prerrafaelismo, decadentismo, etc.). Fueron cosmopolitas cautivados por la bohemia, la belleza, el refinamiento, el arte, la estética y lo sensorial. Les atrajo la literatura francesa (Gautier, Leconte de Lisle, Baudelaire, Mallarmé, Verlaine, Rimbaud), la norteamericana (Poe, Whitman), la decadentista italiana (D’Annunzio) y la española (Bécquer). Se evadieron de la sórdida realidad cotidiana refugiándose en la Edad Media y el siglo XVIII o en lejanos lugares orientales. Con los años, su literatura fue más personal y comprometida. Les interesaron los nuevos ritmos en su poesía y la renovación del lenguaje.
El precursor de la Generación del 98 fue Ángel Ganivet, autor de Idearium español, con quien Unamuno entabló amistad cuando ambos preparaban oposiciones. El grupo se dio a conocer en revistas efímeras —Don Quijote,Germinal, Electra o Juventud— en las que compartieron espacio con escritores regeneracionistas, krausistas y modernistas. En Juventud se publicó el «Manifiesto de los tres», con el que Pío Baroja, José Martínez Ruiz y Ramiro de Maeztu intentaron promover la regeneración nacional. Para que sus propuestas tuvieran mayor repercusión, buscaron el respaldo de Unamuno, que ya gozaba de predicamento y popularidad, pero don Miguel no se adhirió al manifiesto por entender que el problema español radicaba más en la mentalidad de los españoles que en lo social o político.
Eran, en su mayoría, jóvenes idealistas de clase media provinciana, socialistas, ácratas o republicanos, llegados a Madrid desde la periferia para convertirse en escritores famosos. Autodidactas casi todos ellos, les unió el antidogmatismo, el rechazo de las teorías positivistas, la rebeldía, la sed de justicia social y el deseo de cambiar radicalmente la ideología española, cada uno con su propia personalidad. Creyeron necesario europeizar el país —Unamuno abogará posteriormente por españolizar Europa—, mas con el tiempo llegaron a la conclusión de que la regeneración debía venir del interior. Recorrieron España, contraponiendo su pasado y su presente, buscando la esencia y los valores que la pudieran hacer resurgir. Los encontraron en la austera y empobrecida Castilla —en su paisaje, en su literatura medieval, en los místicos, en Cervantes y en Calderón—, donde el tiempo había parecido detenerse. Confluyeron en su interés por los filósofos (Bergson, Nietzsche, Schopenhauer, Kierkegaard, Spencer, Kant, Hegel y Heidegger), los literatos extranjeros y los temas que trataron (políticos, religiosos, filosóficos y existenciales). Tras alejarse del catolicismo, evolucionaron hacia el agnosticismo, el ateísmo, la búsqueda de una religiosidad más intimista e incluso el esoterismo. Se sintieron arrojados a la vida y condenados a la muerte, lo que, con angustia, les llevó a plantearse el sentido de esta. Homenajearon a Larra, a Góngora y al Greco; se opusieron a la concesión del Premio Nobel a Echegaray. Decepcionados al no conseguir el fruto esperado por su esfuerzo en la sociedad, su radicalismo menguó con los años. A partir de 1905 tomaron rumbos diversos e incluso opuestos a los defendidos inicialmente. Su forma de expresión preferida fueron los artículos periodísticos, la novela, el ensayo, el teatro y la poesía.
Cuando todavía estaban en pleno apogeo los escritores anteriores, surgió una nueva generación nacida en torno a 1880, de gran formación intelectual, el Novecentismo o Generación del 14. Sus integrantes fueron Ortega y Gasset, Marañón, D´Ors, Pérez de Ayala, Miró, Azaña y Gómez de la Serna. Este movimiento, de influencia italiana, se introdujo en España a través de Cataluña con Eugenio D´Ors. Intentó imponer la modernidad en las artes y en la literatura y siguió con atención las vanguardias europeas.
Procedentes de la alta burguesía o de una clase media alta, los novecentistas recibieron una exquisita educación en colegios religiosos y estudiaron carreras universitarias, que ampliaron en el extranjero al amparo de la Junta de Ampliación de Estudios. Aunaron periodismo, política y literatura. Se expresaron en diarios o revistas (Prometeo, España, Revista de Occidente, La Pluma, La Gaceta Literaria) creadas por ellos mismos y en libros, desde donde irradiaron sus creencias políticas y sociales. Frente a los intelectuales de generaciones anteriores (Cossío, Clarín, Unamuno…), implicados en la labor de instruir al pueblo, los intelectuales novecentistas orillaron las fracasadas utopías y, desde su atalaya elitista, aspiraron a regirlo. Establecieron una clara diferencia entre una élite intelectual y reformadora, llamada a gobernar, y la masa que, cada vez más en ascenso, se rebelaba contra los dirigentes. Para Ortega y Gasset en España invertebrada, los problemas patrios son la falta de minorías capaces de vertebrar la nación, los separatismos, los particularismos de clase y la indisciplina de las masas. Partidaria de la europeización, esta generación defendió la renovación de los estudios universitarios y los viajes de estudio a otros países como forma de intercambio de ideas y cultura. En el arte, se decantó más por las emociones estéticas que las humanas. Tras perder la fe, los novecentistas criticaron con dureza la educación religiosa recibida y defendieron la laica. De ideas liberales, mayoritariamente republicanos, fueron muy críticos con la dictadura de Primo de Rivera e igualmente con Azaña durante la Segunda República, a pesar de haber participado en su advenimiento.
Los novecentistas admiraron al Unamuno luchador y quijote que defendía sus ideas y se oponía a los dictadores; el bilbaíno publicó en las revistas de estos e incluso rechazó la oportunidad que le brindó alguno de ellos de viajar al extranjero. Igualmente, se sintieron atraídos por las figuras de don Juan —al que analizaron aplicando las teorías de Freud— y don Quijote, que les inspiró numerosas reflexiones personales.
Otra nueva generación, coincidente con la dictadura de Primo de Rivera, fue la Generación del 27, cuyos componentes fueron Salinas, Guillén, Diego, García Lorca, Alberti, Aleixandre, Cernuda, Alonso, Prados y Altolaguirre, a los que se unirá posteriormente Miguel Hernández. Surgida en torno al periódico El Sol y la Revista de Occidente, fueron Ortega y Gasset, Gómez de la Serna, Giménez Caballero y Guillermo de la Torre quienes les pusieron en contacto con las vanguardias europeas y les ofrecieron la oportunidad de publicar. Coincidieron en la Residencia de Estudiantes, en la que el liberalismo, la pasión por la cultura y su gusto por la naturaleza orientó su estética y gustos literarios. Se reafirmaron como grupo en 1927 con el tricentenario de la muerte de Góngora. Admiraron la obra de Rubén Darío y de Juan Ramón Jiménez; se sintieron atraídos por Bécquer y la literatura popular andaluza, que aunaron con las vanguardias y su amor a los clásicos españoles, el cancionero popular y el romancero. De la poesía vanguardista e intelectual fueron evolucionando hacia otra más humana y comprometida. Casi todos tomaron partido por la República.
Unamuno coincidió con ellos en la Residencia de Estudiantes, donde se alojaba desde 1911 cuando viajaba a Madrid, ya que le permitía también relacionarse con los profesores y otros residentes. Esta Institución publicaría entre 1916 y 1918 sus Ensayos. A pesar de su diferencia de edad, la Generación del 27 dio en varias ocasiones muestras de respeto y admiración a Unamuno; le ofrecieron participar en el homenaje a Góngora —que don Miguel declinó— e incluso algunos le llegaron a proponer para la presidencia de la República. Unamuno influyó en alguno de estos poetas, como Lorca.
MIGUEL DE UNAMUNO. VIDA
Miguel de Unamuno nació en Bilbao el 29 de septiembre de 1864. Sus padres fueron Félix María de Unamuno Larraza, quien había emigrado a México en busca de fortuna, y María Salomé Crispina Jugo Unamuno, una sobrina suya huérfana, diecisiete años menor que él. Miguel fue el tercero de los seis hijos que tuvo el matrimonio.
Al quedar huérfano de padre en 1870, su infancia la marcaron su madre y su abuela Benita, ambas fervientes católicas. De ellas heredó su atracción por el misterio y el interés por lo religioso y la vida de los santos. De su padre le quedaron pocos recuerdos, más allá de su imagen (por los retratos conservados en la casa), su biblioteca y su incipiente vocación por la filología.
Sus primeros estudios los realizó en el colegio de San Nicolás. En Recuerdos de niñez y mocedad, don Miguel evoca el impacto que le causaron en 1874 las primeras bombas carlistas del sitio de Bilbao, que él observó desde el balcón de su casa y que plasmaría en Paz en la guerra.
Simultaneó sus estudios de bachillerato en el instituto con la lectura de filósofos, escritores religiosos y literatura romántica y popular. En estos años sufrió su primera crisis personal. Su interés por el misticismo le llevó a creerse llamado por Dios para ser sacerdote y santo, pero la atracción que, desde temprana edad, sintió por Concha de Lizárraga, una amiga de la infancia, le hizo desistir de su empeño.
En estos años afloró también su espíritu rebelde. Al suprimir Cánovas los fueros vascos, escribió con un amigo una carta anónima amenazando a Alfonso XII. Leyó a Pi y Margall, referente del republicanismo federal y detractor de la monarquía, que presidió brevemente la Primera República.
En 1880 falleció su abuela Benita. Se trasladó a Madrid para estudiar Filosofía y Letras. La capital le pareció deprimente y tristísima, un enjambre de zánganos, burócratas y pretendientes. Le turbaban los ruidosos cafés y las tertulias, en las cuales solo se hablaba de política, toros y teatro. Se refugió en la religión, los estudios, el Ateneo madrileño y la escritura, añorando su tierra, a su familia, a sus amigos y a Concha.
En la universidad descubrió el krausismo, el positivismo y el racionalismo; se interesó por el vasco y la legendaria Vasconia. Comenzó a estudiar alemán. El Ateneo le descubrió a Darwin y la filosofía de Spencer, Hegel y Kant. Su mente se llenó de dudas, su fe se resquebrajó y sufrió una nueva crisis religiosa. Abandonó la misa dominical y se alejó de los dogmas católicos, al tiempo que iría adquiriendo una fe racionalista, militante y combativa de carácter revolucionario.
Leyó su tesis doctoral (Crítica del problema sobre el origen y la prehistoria de la raza vasca) en 1884; estudió con ahínco el vascuence; recogió material para crear un diccionario etimológico vasco-castellano, y proyectó con un amigo una historia del pueblo vasco que quedó en proyecto.
A su regreso a Bilbao, se encontró la ciudad industrializada, llena de «maquetos». Las huelgas y los enfrentamientos de los mineros con las fuerzas armadas le hicieron tomar conciencia de los problemas sociales. Con otros amigos recogió el vascuence conservado en algunos pueblos y escribió artículos periodísticos.
Para mantenerse y poder formar un hogar, impartió clases de latín y psicología, se presentó a diversas oposiciones (Psicología, Lógica y Ética; Metafísica; Latín) sin éxito y dio clases particulares de español a extranjeros. Realizó un breve viaje a Francia, Italia y Suiza, invitado por su tío Félix de Aranzadi, antes de contraer matrimonio, el 31 de enero de 1891, con Concha Lizárraga. En 1893 sacó la cátedra de Lengua y Literatura griegas de la Universidad de Salamanca, ciudad donde encontraría la tranquilidad y estabilidad ansiada, aunque nunca olvidaría el Bilbao de su infancia.
Entre 1892 y 1899 nacieron sus hijos Fernando (1892), Pablo Gumersindo (1894), Raimundo Jenaro (1896) —afectado de hidrocefalia tras contraer una meningitis a los pocos meses de nacer—, Salomé (1897) y Felisa (1899). Para mantener a su familia tuvo que complementar la labor docente con la periodística.
En 1894 entró en la Agrupación Socialista de Bilbao y se ofreció para traducir artículos del alemán, francés, inglés o italiano para el semanario La Lucha de Clases. Posteriormente publicaría también en El Socialista, La Revista Socialista, La Nueva Era y La Ilustración del Pueblo. Sus escritos generaron duras críticas en Bilbao y Salamanca hacia su persona, con gran pesar de su madre. Presionado por algunos correligionarios y desilusionado con el dogmatismo marxista y con la actividad del partido, abandonaría la Agrupación Socialista tres años después.
La necesidad de aumentar sus ingresos le impulsó a potenciar su faceta de traductor. Contactó con José Lázaro Galdiano, quien en 1801 había creado la revista La España Moderna. Para él tradujo textos del alemán e inglés y en 1895 publicó unos artículos con el título En torno al casticismo que tuvieron gran repercusión. Dos años después dio a la imprenta Paz en la guerra (1897) y recorrió las tierras salmantinas, interesado por su paisaje, sus vocablos, sus costumbres y su idiosincrasia.
Esta actividad febril, el agravamiento de la salud de su hijo Raimundo Jenaro, unido a las preocupaciones domésticas y a ciertos problemas cardiacos, le sumieron en una nueva y profunda crisis personal, que plasmó en un Diario íntimo en 1897, de la que saldría con la ayuda de su mujer y sus amigos. Quebró su racionalismo al constatar que los conocimientos científicos no satisfacían su ansia de inmortalidad. Se obsesionó con la muerte y con el qué sería de su conciencia tras fallecer. Anheló la inmortalidad ante la conciencia dolorosa de la temporalidad humana. Intentó recuperar la fe perdida acudiendo a libros religiosos y al Evangelio; renegó de la vanagloria, a la que suponía causante del castigo divino, y decidió mostrarse «en carne y hueso» ante los demás. Mas no pasó de querer creer, pues la razón se lo impidió. Y aunque siguió rechazando los dogmas, por influjo del protestantismo liberal conservó un vago sentimiento de lo divino. Tras la crisis, que le había apartado temporalmente de las preocupaciones sociales, decidió convertir la utopía en realidad potenciando su faceta de agitador de almas y renovador de la moral ciudadana.
La guerra de Cuba, que en su opinión solo beneficiaba a algunos comerciantes, unida al proceso de Montjuic le hicieron de nuevo implicarse activamente en política. Encabezó una campaña nacional e internacional de intelectuales contra este juicio militar que, sin garantías jurídicas, condenó a muerte a sus cabecillas, llevando a prisión a próceres catalanes, entre ellos a su amigo Pedro Corominas, y luchó en los periódicos —siguiendo el caso Dreyfus— en favor de los condenados. Se le consideró un anarquista platónico.
En 1900 fue nombrado rector de la Universidad de Salamanca. Sus traducciones y artículos aparecieron en las revistas y periódicos más prestigiosos: La España Moderna, El Progreso, El Imparcial, Blanco y Negro, El Heraldo de Madrid… y La Nación de Buenos Aires. Abandonó sus ideas regeneracionistas anteriores. Ya no creía necesario europeizar España; se interesó por el progreso espiritual. En 1901 confiesa a un amigo que su fondo es ante todo anarquista, aunque detesta el sentido dogmático y sectario en que se toma esta definición.
Durante su etapa de rectorado nacieron sus hijos José (1901) y María (1902). En 1902 falleció Raimundo Jenaro, con apenas seis años. Poco después vendrían al mundo dos hijos más, Rafael (1905) y Ramón (1910).
Fue una etapa de gran actividad creadora. Se interesó por la filosofía, la novela, el ensayo, la poesía, la filología y la política. Alternó su actividad de conferenciante con la creación de nuevos libros: Amor y pedagogía, La vida de don Quijote y Sancho, Poesías, Recuerdos de niñez y de mocedad. Probó suerte en el teatro con La esfinge y La difunta. Y quiso estrenar sin éxito La venda, El pasado que vuelve y Fedra.
Deseó dejar su impronta en la enseñanza y en la universidad. El socialismo se convirtió para él en una nueva religión defensora de la dignidad humana y liberadora a través de la cultura, la solidaridad y el pacifismo. Prodigó su faceta de conferenciante por todo el país para despertar y agitar conciencias con sus discursos laicos. En Bilbao indignó a sus paisanos al abogar por la utilización del castellano y afirmar que el vasco iba camino de convertirse en venerable reliquia, sin que se pudiera impedir su extinción. En otras ciudades, irritó a los eclesiásticos que juzgaron su discurso ofensivo para la religión católica e inadecuado para el rector de la Universidad de Salamanca. Se opuso a la concesión del Premio Nobel a Echegaray por representar a una España caduca y caciquil. En ocasiones defraudó al no plegarse a lo esperado de él. Para unos era un excéntrico, antipático y desequilibrado; para otros, un valiente por decir lo que pensaba.
Su fama en Argentina y Chile le permitió mantener su independencia de la prensa patria. En 1908 falleció su madre, doña Salomé, mientras se encontraba en Portugal.
Su poema «Salutación a los rifeños», escrito tras el desastre del Barranco del Lobo, causó indignación por defender a estos frente a los intereses europeos. Los sucesos de la Semana Trágica de Barcelona (1909) tampoco le dejaron indiferente.
Con El sentimiento trágico de la vida, Unamuno entra en una etapa agónica, caracterizada por el desgarro interior y la lucha entre la razón y la vida; el saberse finito y el deseo de trascender; la angustia por el dejar de ser al morir; la necesidad de un Dios que le asegurase la inmortalidad.
En 1914 salió a la luz Niebla. En agosto fue destituido como rector de la Universidad de Salamanca, lo que percibió como una injusticia y atacó a María Cristina de Habsburgo-Lorena y a Alfonso XIII por no impedirla.
Durante la Primera Guerra Mundial fue un firme defensor de los aliados —presidió la Liga Antigermanófila Española y la Liga de los Derechos del Hombre—, a pesar de su anterior admiración por la cultura germana. Su posicionamiento le generó la enemistad de la derecha. Comenzó a escribir artículos para la revista España, Semanario de la vida nacional, creada por José Ortega y Gasset. Publica en La Nación «Una entrevista con Augusto Pérez», donde publicita y comenta Niebla.
En septiembre de 1917 viaja a Italia, como parte de una expedición, para comprobar la realidad del conflicto bélico, regresando avergonzado por la inacción de España. Elegido concejal del Ayuntamiento de Salamanca en noviembre, al año siguiente, con el apoyo de Pablo Iglesias, se presentó sin éxito a los comicios generales. Emprendió una campaña contra el monarca y se planteó abandonar España.
En 1919, se presentó por el Partido Republicano Radical de Barcelona a las elecciones, mas no consiguió ser diputado. Se opuso a la transformación del palacio de Anaya en cuartel militar, enfrentándose a sus compañeros de universidad y a los salmantinos, que no aceptaron que un vasco quisiera influir en la voluntad de la ciudad que lo había acogido. Su carácter se fue agriando y sus posturas políticas se radicalizaron. En 1919 irritó a Primo de Rivera con su escrito «El ejército no es un casino».
Por los artículos «El archiducado de España», «Irresponsabilidades» y «La soledad del rey», fue procesado en Valencia y condenado a dieciséis años de prisión y una multa, condena que no se ejecutó al salir en su defensa Luis Simarro, presidente de la Liga Española para la Defensa de los Derechos del Hombre y del Ciudadano y gran maestre del Gran Oriente Español. Don Miguel, que se negó a pedir el indulto por considerar injusta la condena, exacerbó aún más sus críticas al Gobierno. Al fracasar su nuevo intento de ser diputado republicano por Bilbao y Madrid, se refugió en la literatura.
Perseguido por la censura, que mutilaba sus escritos y secuestraba las ediciones de los periódicos en que aparecían, Unamuno lo denunció en el extranjero, pero los directores le exigieron que moderara sus críticas para evitarles perjuicios.
En 1920 fue nombrado decano de la facultad de Filosofía y Letras y un año después vicerrector de la Universidad de Salamanca. Sus duros ataques a Primo de Rivera, a Alfonso XIII y a la religión hicieron que el dictador lo desterrara a Fuerteventura en febrero de 1924. Ese mismo día se decretó también el cierre del Ateneo madrileño.
En la isla gozó de libertad. Le llegaron cartas de apoyo; instruyó a su familia con respecto a sus publicaciones; recibió la visita de amigos, entre ellos Delfina Molina, una admiradora argentina enamorada de él, y su editor Henry Dumay, con quien planificó su evasión. El 5 de julio de 1924 huyó de Fuerteventura. Le habían concedido la amnistía, pero no quería aceptarla para no tener que agradecer nada al Gobierno, ni vivir en un país sin libertad, así que huyó a París antes de que se la comunicaran oficialmente.
En la ciudad del Sena permaneció trece meses. Recibió el apoyo de Jean Cassou, que tradujo al francés sus obras, y se relacionó con Blasco Ibáñez (en cuyo semanario España con Honra colaboró), Fernando Ortega y Gasset y otros exiliados. Siguió conspirando contra el poder. En 1925 se trasladó a Hendaya para estar más cerca de España. El alejamiento de su familia y los problemas económicos le deprimían, pero siguió escribiendo sin descanso. Le mortificaba la idea de que su situación impidiera a sus hijos hacer su vida y darle nietos, por tener que auxiliarlo; no quería mendigar ni transigir. Así, agradeció la traducción a otros idiomas de algunas de sus obras y dio a la imprenta La agonía del cristianismo, Cómo se hace una novela y algunos artículos que publicó en el extranjero o con el seudónimo «Augusto Pérez». Se representaron con éxito Raquel encadenada y Nada menos que todo un hombre, pero la censura en nuestro país seguía prohibiendo sus libros.
En España mantenía el apoyo de los intelectuales. Los homenajes que se hicieron a Ganivet en 1925 con motivo del traslado de sus restos a Granada, se convirtieron en actos de exaltación a su figura. Cuando en abril de 1926 asignaron su plaza de la Universidad a otro catedrático, se produjeron numerosas protestas, a las que se sumó el Ateneo madrileño. La Generación del 27 le invitó a colaborar en el tricentenario de la muerte de Góngora, aunque declinó la invitación alegando no haber tenido ocasión de «com-prender», «con-sentir» ni «con-geniar» con su obra, por impedírselo el «gongorismo», pero, sobre todo, por su firme decisión de no publicar en España mientras gobernase Primo de Rivera. Su estancia en Hendaya a la espera de un cambio político le consume y deprime; acusa un cierto desengaño por la política.
Al caer la dictadura, regresó a España en noviembre de 1930, entre la aclamación popular. Se le restituyó su cátedra. Se mostró orgulloso de los jóvenes, de quienes se consideraba padre espiritual, y de su contribución al advenimiento de la República. Sin embargo, su entusiasmo ya no era el de antaño. Encontró al español falto de «ilusiones», por lo que creyó preciso devolverle la fe.
En 1931 se publicó San Manuel Bueno, mártir. En las elecciones de abril de 1931 fue elegido concejal por la Conjunción Republicano-Socialista, proclamando el día 14 de ese mes la República en Salamanca. Entre 1932-1933 participó como diputado en la nueva Constitución. Fue nombrado académico de la RAE en 1933, aunque nunca llegó a ocupar el sillón asignado.
El 15 de mayo de 1934 muere su mujer Concha Lizárraga, apoyo incondicional de su vida. Al jubilarse, fue nombrado rector vitalicio de la Universidad de Salamanca y se creó una cátedra con su nombre. Se propuso su candidatura para el Premio Nobel de Literatura y se le nombró Ciudadano de Honor de la República. Pero don Miguel se sentía solo y aislado. Decepcionado por la actuación del nuevo Gobierno, criticó duramente a Azaña por el caos y la violencia existente durante su mandato; participó en un mitin de la Falange y se sumó a los sublevados en la plaza Mayor de Salamanca. Azaña lo apartó de su cargo, aunque el Gobierno de Burgos lo restituyó.
Se arrepintió rápidamente de su apoyo al bando nacional, sobre todo al conocer la suerte que habían corrido sus amigos republicanos. El enfrentamiento con Millán-Astray, en el paraninfo de la Universidad con motivo de la Fiesta de la Raza, lo confinó en su casa bajo arresto domiciliario. Le retiraron los títulos aunque le respetaron la vida. Murió el 31 de diciembre de 1936.
LA OBRA DE MIGUEL DE UNAMUNO
Miguel de Unamuno fue un empedernido lector de ensayo, filosofía y literatura europea. En su obra, de marcado carácter personal, en la línea de Rousseau, Amiel y Senancour, muestra su verdad, sus paradojas y sus contradicciones.
Se sentía predestinado a abrir los ojos a los demás, remover sus conciencias, ayudarlos a conseguir la libertad y la felicidad. Identificaba la paz espiritual con la mentira y la somnolencia. Tomando como divisa «la verdad antes que la paz», quiso combatir la abulia, el sueño y la modorra de sus compatriotas —para él, hermanos de la muerte—, despertando al dolor y a la agonía a cada uno de sus lectores para que se sintieran «vivos».
Tocó todos los géneros literarios: ensayo, novela, teatro, poesía, crítica, filología, política, etc., e iba pasando de unos a otros volcándose en todos ellos como desahogo, en un deseo de dejar constancia de su existencia y obtener la gloria y la inmortalidad ansiada. Todo ello envuelto en poesía porque, según afirmaba, «Todas mis obras, buenas o malas, pretenden ser literarias, de fantasía, de poesía, si queréis». En ellas —como indica Blanco Aguinaga— puso de manifiesto su doble alma agónica y contemplativa.
Ensayo
A modo de soliloquios en primera persona, Unamuno vierte en sus numerosos ensayos sus inquietudes, dudas, contradicciones, paradojas o verdades. Se ocupa de la enseñanza del latín, la regeneración del teatro español, la educación, la intelectualidad y espiritualidad de los españoles, la lectura e interpretación del Quijote, España y su identidad, el casticismo, la lengua española y vasca…
En torno al casticismo (1895), publicado en La España Moderna, está formado por cinco ensayos breves («La tradición eterna»; «La casta histórica. Castilla»; «El espíritu castellano»; «De mística y humanismo» y «El marasmo actual de España»), que reunió en un libro en 1902. En ellos muestra su preocupación por el desfase de España con respecto a Europa. Para don Miguel, los pueblos y los hombres son hijos de sus obras. Para conocernos, es preciso conocer nuestra historia, pues de toda ella va quedando un poso o sedimento que conforma la eterna esencia, la sustancia de la historia y la nuestra, el espíritu de España, lo que nos permitirá contactar con el verdadero espíritu de la «Humanidad».
Identifica «castizo» con lo puramente español y Castilla con España. En su opinión, el inicio de lo que sería la grandeza de España desde los Reyes Católicos, fue obra de Castilla, de su austeridad, su moral y su mentalidad. Pero, como muestra su literatura, produjo una comunidad de individualistas exacerbados, acorde con el pensamiento imperial, autoritario y represivo. Con la decadencia nacional, su espíritu fosilizado perdura en el tradicionalismo reaccionario castizo que se opone al progreso y a la europeización, aunque aún perdura en el pueblo la tradición eterna, sustancia del progreso.
Para el autor es fundamental el concepto de intrahistoria. «Las olas de la Historia, con su rumor y su espuma, que reverbera al sol, ruedan sobre un mar continuo, hondo, inmensamente más hondo que la capa que ondula sobre un mar silencioso y a cuyo último fondo nunca llega el sol. […] Los periódicos nada dicen de la vida silenciosa de los millones de hombres sin historia que a todas horas del día y en todos los países del globo se levantan a una orden del sol y van a sus campos a proseguir la oscura y silenciosa labor cotidiana y eterna, esa labor que […] echa las bases sobre que se alzan los islotes de la Historia. Esa vida intra-histórica, silenciosa y continua como el fondo mismo del mar, es la sustancia del progreso, la verdadera tradición, la tradición eterna, no la tradición mentira que se suele ir a buscar al pasado enterrado en libros y papeles y monumentos y piedras». Por ello, anima a estudiarla, europeizándola, para regenerar al país.
En 1899 Unamuno leyó en el Ateneo madrileño Nicodemo el fariseo, que forma parte de unas Meditaciones evangélicas, escritas a raíz de su crisis religiosa, en el que ya aparecen los temas recurrentes de su obra. Nicodemo, un rico e influyente judío, que ha oído hablar de Jesucristo, decide ir en la noche, a escondidas, a verlo y hablar con Él. Cuando escucha de su boca que, quien no naciere otra vez, no verá el reino de Dios, le pregunta qué puede hacer si no tiene fe, dado que esta se debe a la gracia, y cómo ha de nacer de nuevo si no es posible desandar lo andado y, aun pudiéndose hacer, ya no sería él sino otro. Jesús le responde que el nacimiento al que se refiere es el del espíritu.
En Vida de Don Quijote y Sancho (1905) ensalza la figura del caballero manchego, símbolo vivo de lo superior del alma castellana, con quien se identifica por su lucha para conseguir la inmortalidad a través de la fama y su deseo de imponer de forma desinteresada su visión cristiana de la vida sobre el mundo racional. Unamuno expone lo que a él le sugiere la lectura de la novela porque, según él, lo importante no es lo que el autor quisiera decir en el texto, sino lo que el lector interpreta en su recreación.
Tras la crisis de 1897 deja en segundo plano los problemas de España para ocuparse de su propia consciencia; adquiere una visión trágica de la vida, le obsesiona su total acabamiento, la conciencia de la nada, como antes de nacer, y la nada en la que nos convertiremos. De la necesidad de regeneración colectiva para conseguir el progreso social y económico del país, pasa a una preocupación por el desarrollo espiritual de los españoles.
En Del sentimiento trágico de la vida (1914), trata el tema de la inmortalidad y el conflicto entre razón y fe. A través del dolor, el hombre toma conciencia de sí mismo, de su limitación temporal, ante la que se rebela y ansía ardientemente conseguir la inmortalidad. Concibe la angustia humana como algo positivo al hacer que se enfrente en el hombre su racionalidad con la fe. La necesidad de creer es consecuencia de la certeza de que se dejará de existir, de la aniquilación total, y del deseo de perdurar. Si la razón nos conduce hacia el escepticismo y la desesperación, estos nos encaminan de nuevo hacia la fe, que ya no es tanto creer sino el acto volitivo de querer creer.
La agonía del cristianismo (1925), producto de otra crisis personal durante los años del exilio y escrita para ser traducida al francés, surge, según su autor, para dar respuesta a las preguntas «Y después de esto, ¿para qué todo?, ¿para qué?». Unamuno entiende el término «agonía» en su sentido etimológico de «lucha», la pugna por conciliar razón y fe y combatir el desasosiego que esta produce en el hombre.
Estas dos obras fueron incluidas por la Iglesia en su «Índice de libros prohibidos» en 1957. Al comenzar la Guerra Civil, empezó a escribir El resentimiento trágico de la vida. Notas sobre la revolución y la guerra civil españolas, publicada póstumamente en 1991. Es una reflexión sobre los trágicos acontecimientos acaecidos en España tras el alzamiento nacional. Se lamenta de la devastación del país, del resentimiento y odio de ambos bandos, los «hunos» y los «hotros». Todo se desmorona a su alrededor. La guerra le hace repensar su obra y su propia visión de España.
Novela
Excepto en Paz en la guerra, la novela de Unamuno se aparta de la tradicional. Don Miguel prescinde prácticamente del paisaje y del tiempo por el propósito de dar a sus novelas «la mayor intensidad y el mayor carácter dramáticos posibles, reduciéndolas, en cuanto quepa, a diálogos y relatos de acción y de sentimientos, ahorrando lo que en la dramaturgia se llama acotaciones», ya que el lector «está pendiente del progreso del argumento, del juego de las acciones y pasiones de los personajes, y se halla muy propenso a saltar las descripciones de paisajes por muy hermosos que en sí sean». En Tres novelas ejemplares y un prólogo, confiesa que todos sus personajes los ha sacado de su alma, de su realidad íntima. Son personajes «de carne y hueso», en ocasiones entes de ficción, a través de los cuales muestra su drama interior, coincidente en muchos casos con el drama del autor, o problemas de su personalidad. En ellas predomina la abstracción, el esquematismo y la desnudez; son, siguiendo sus palabras, «dramas íntimos, en esqueleto».
Paz en la guerra (1897), entre el realismo y la novela histórica al estilo de Galdós, muestra la intrahistoria de su pueblo en el marco de la última guerra carlista, el sitio y bombardeo de Bilbao que él presenció en su niñez. Unamuno dedicó doce años para su documentación y en ella hay «pinturas de paisaje y dibujo y colorido de tiempo y de lugar». En las siguientes, don Miguel cambiará la forma de novelar: del personaje colectivo pasará al personaje individual, y de buscar ingente documentación para volcarla en la novela —lo que él llama forma de novelar «ovípara», típica de los escritores que empollan un huevo (una idea) durante tiempo hasta que se desarrolla— pasará «a lo que salga», dejando que texto y personaje se fueran haciendo a lo largo del relato según fuesen fluyendo.
Amor y pedagogía (1902) es una sátira del positivismo científico, que crea intelectuales carentes de sentimientos y emociones, haciéndolos infelices. Don Avito Carrascal desea tener un hijo para, aplicando sus teorías pedagógicas en plan científico, convertirlo en un genio. Siendo él la «forma», busca meticulosamente a la futura mujer y madre, la «materia», que identifica al principio con Leoncia Carbajosa. Mas, en la lucha entre ciencia e instinto, se enamora de Marina del Valle, que representa la naturaleza, el amor y la tradición (la intrahistoria), con la que se casará y tendrá dos hijos. Avito planifica minuciosamente la educación de Apolodoro con la ayuda de don Fulgencio mientras desatiende la de Rosa por ser mujer. El experimento fracasa porque Marina, subrepticiamente, llena a su hijo de amor, ternura y tradición. La pedagogía de don Avito trae la desgracia a Apolodoro, quien, al enamorarse de Clarita y dejarle esta por otro, no pudiéndolo soportar, termina ahorcándose. Tras la muerte de sus vástagos, Marina acoge en su seno a su marido como si fueran madre e hijo.
El público vio en ella una mezcla absurda de bufonadas, chocarrerías y disparates; sus personajes desdibujados y su estilo seco y descuidado. Para ahorrarse críticas, Unamuno decidió llamar en adelante a sus novelas «nivolas», definiéndolas como «relatos dramáticos acezantes, de realidades íntimas, entrañadas, sin bambalinas ni realismos en que suele faltar la verdadera, la eterna realidad, la realidad de la personalidad», y las dirigió al lector y no a los lectores, al que habla «como en confesonario». Inicia así don Miguel la forma «vivípara» de novelar, que define como aquella en que el escritor no se sirve de notas ni de apuntes, sino que el argumento lo gesta en la cabeza, pensándolo y repensándolo hasta que, sintiendo verdaderos dolores de parto, se sienta, toma la pluma y pare, es decir, comienza la primera línea y, sin volver atrás ni rehacer lo hecho, la continúa hasta el final. Geoffrey Ribbans afirma que Amor y pedagogía «puede ser descrita casi como un primer borrador de lo esencial de Niebla».
De Niebla, publicada en 1914, nos ocuparemos posteriormente.
En Abel Sánchez. Una historia de pasión (1917), a la que denomina novela y no nivola, recrea la historia bíblica de Caín (el médico Joaquín Monegro) y Abel (el pintor Abel Sánchez). Junto a la envidia trata el tema de la identidad personal, lo que proyecta a nivel nacional. Joaquín envidia y odia a Abel porque ya desde el colegio le eclipsa y le priva de amigos, fama y amor —Helena lo desdeña y prefiere a su compañero—. Joaquín casará con Antonia y, con el tiempo, su hija Joaquina y Abel, el hijo de su amigo, formarán también una familia. Pero, aunque al nieto de ambos le hayan puesto su nombre, el niño prefiere a su abuelo Abel. A punto de morir, arrepentido, suplica el perdón de todos. La obra no destaca por su argumento, sino por la introspección, a partir de los fragmentos de la memoria o confesión que Caín deja a su hijo, y la forma de relatarlo.
En la revista literaria La Novela Corta, en 1920 publicó Tulio Montalbán y Julio Macedo, que trata de la personalidad, de cómo el mito puede matar a la persona de carne y hueso. Elvira vive con su padre Manuel Solorzano atada al caserón y a la isla canaria de sus antepasados ansiando dejarla. En su aislamiento se ha enamorado de Tulio Montalbán, un joven que, al enviudar pronto, dedicó su vida a liberar a una pequeña república americana de un tirano y cuya desaparición lo transformó en leyenda. Elvira ha leído su biografía en un libro de la biblioteca de su padre y ha quedado prendada de él. A la isla llega un día Julio Macedo para iniciar una nueva vida. Atraído por la joven, desea desposarla, pero esta lo rechaza al no reconocer en él a su ídolo, quien, fingiendo su muerte y huyendo de su pasado, había desaparecido para evitar convertirse, con el tiempo, de libertador en tirano. Cuando Julio descubre a Elvira su verdadera identidad, comprueba que ella ama al héroe mitificado y no a su persona. Y aceptando que no puede luchar contra su propio mito, se suicida. La joven recibe un paquete con las Memorias de Tulio Montalbán, que quema sin leer. Padre e hija conversan sobre si, para perpetuar el linaje Solorzano, Julio hubiese aceptado renunciar a su propio apellido. Manuel lo cree imposible porque ningún hombre puede renunciar a ser quien es.
Bajo el título de Tres novelas ejemplares y un prólogo aparecen Dos madres, El marqués de Lumbría y Nada menos que todo un hombre, novelas cortas publicadas anteriormente en revistas y cuyo prólogo también lo consideraba como otra novela más. En la primera, la estéril y frustrada Raquel fuerza a su amante don Juan a casarse con Berta para conseguir el hijo que ella no puede engendrar. En la segunda, la determinación de la mujer de acceder a una posición por medio del varón provoca la amargura de este. En la tercera, presenta los conflictos matrimoniales de Julia Yáñez y Alejandro Gómez, un rudo indiano que hace infeliz a su mujer porque solo parece apreciar el dinero. La llegada del hijo no cambia la situación. Solo cuando esta enferma gravemente él descubre lo mucho que la quiere y, al perderla, decide morir junto a ella.
El título Tres novelas ejemplares y un prólogo evoca a Miguel de Cervantes. Las llama así porque son «ejemplo de vida y de realidad», muestran una realidad íntima, creativa y de voluntad, el profundo misterio del alma y del ser donde se forjan las pasiones humanas de sus personajes, «en puro querer ser, o en puro querer no ser». Los protagonistas anhelan ser algo distinto de lo que son. Para Unamuno son tragedia pura con un mínimo de ambientación, de realismo externo y con un fondo predominantemente filosófico y hasta religioso.
En La tía Tula (1921), la virgen madre, retoma el tema de la maternidad. En palabras del autor, La tía Tula es la «historia de una joven que, rechazando novios, se queda soltera para cuidar a unos sobrinos, hijos de una hermana que se le muere. Vive con el cuñado, a quien rechaza para marido, pues no quiere manchar con el débito conyugal el recinto en que respiran aire de castidad sus hijos. Satisfecho el instinto de maternidad, ¿para qué ha de perder su virginidad?». Tula, a quien le atraen los hombres pero rechaza el contacto sexual, casa a su hermana con Ramiro, con el que tendrá tres hijos. Rompe con su novio, se instala en la casa de su hermana y poco a poco va adueñándose de la crianza —para Unamuno, «criar es crear»— de sus sobrinos. Al morir esta, Ramiro le propone esposarse con él, lo que rehúsa porque, para ella, el hombre es el zángano de la colmena, empujándolo a los brazos de Manuela, la criada, a la que dejará embarazada. Tula le obliga a casarse con ella e irá apropiándose también del cuidado de los dos vástagos que tiene con ella. Al morir ambos, Tula rechaza otra proposición matrimonial, satisfecho ya su deseo maternal en el hogar con sus cinco «hijos».
Cómo se hace una novela (1927) surge del deseo de eternizarse como desterrado y proscrito, contando cómo se hace una novela, y como no hay novela más novelesca que una autobiografía, su personaje central será él mismo, Jugo de la Raza.
Paseando entre los puestos de libros, a las orillas del Sena, atrae la atención de Jugo de la Raza uno que, al hojearlo, le llena de pavor, pues el protagonista afirma que el lector, al llegar al final de su dolorosa historia, perecerá con él. Preso de angustia, huye despavorido y siente la tentación de arrojarse al Sena. Ya en casa, reflexiona sobre lo ocurrido, jurándose no regresar allí nunca más. Pero el libro le sigue atrayendo tanto que vuelve para comprarlo. Desoyendo las advertencias del protagonista, prosigue la lectura hasta que, sintiéndose morir, se desmaya. Unamuno señala que, si hubiese escrito la novela, le habría hecho recobrar el conocimiento y quemar el libro para que, arrepentido, quisiese encontrar otro ejemplar a fin de conocer el final de la historia y, al no lograrlo, viajara paseando su angustia por Europa hasta encontrarlo. Ya con este, regresaría a París para leerlo. Dudando de si hacerlo o no —si morir o vivir—, decidiría leer hasta intuir su final, que Unamuno no pensaba aclarar porque «lo acabado, lo perfecto, es la muerte y la vida no puede morirse». Tiempo después, piensa otro final para la novela: Jugo de la Raza abandonaría el libro, regresaría a la tierra de su infancia y, dejando de ser un lector contemplativo, se haría actor de su propia vida.
En paralelo a la escritura de esta proyectada novela, entremezclándose con ella, está la del autor, convertido en personaje, el cual hace partícipe al lector de su vida real, que ocupa mucho más espacio que la historia ficticia. Se siente no solo desterrado de su patria, sino también de la eternidad. Y aunque hubiera perdido la razón, como afirman algunos, tiene la certeza de no haber perdido la verdad. La novela de Unamuno es en realidad una amalgama de géneros: autobiografía, ensayo, diario y poesía, con la que se critica el régimen de Primo de Rivera. Tampoco la novela de su vida tiene fin porque su obra es él mismo, haciéndose día a día, como la obra del lector es él mismo, haciéndose momento a momento, convirtiéndose en autor de ella.
San Manuel Bueno, mártir, y tres historias más (1930) reúne junto a la que encabeza el título otras novelas publicadas con anterioridad: La novela de don Sandalio, jugador de ajedrez; Un pobre hombre rico o El sentimiento cómico de la vida y Una historia de amor. En ellas, muestra la congoja —unas veces trágica y otras cómica— de la conciencia de la propia personalidad de sus personajes.
San Manuel Bueno, mártir (1931), situada en Valverde de Lucerna, narra la vida de don Manuel, contada por Ángela Carballino, a petición del obispo de la diócesis de Renada, como parte del proceso para la beatificación del sacerdote, a quienes sus feligreses consideran santo. Don Manuel, que mantuvo oculta su pérdida de la fe, dedicó su vida a reforzar la de sus feligreses para que estos fueran felices y no tuvieran que pasar por el dolor y la agonía que él padeció al sentirse finito y no creer en la vida eterna. Su labor pastoral la continuó su amigo Lázaro, hermano de Ángela, que había vuelto de América convertido en un ateo. La narradora, su madre y todo el pueblo están convencidos de que don Manuel obrará el milagro de su conversión, volviéndolo al redil. Efectivamente, Lázaro comienza a asistir a misa los domingos y va a comulgar. Pero su «conversión» no ha sido como todos la imaginan. Don Manuel le ha contado su «secreto» y lo ha ganado para su causa, prolongando su labor en el pueblo y su existencia en su recuerdo y en el de sus feligreses. A la muerte de este, Ángela recoge el testigo y será ella la que mantenga viva la memoria de ambos. Cuando ya se queda sin fuerzas, un manuscrito en el que ha plasmado sus remembranzas llega a Unamuno, quien, al convertirlo en novela, inmortaliza a los tres para siempre.
A su regreso a España, Unamuno observa al español falto de ideales e ilusiones, y aunque sigue creyendo que razón y fe, consuelo y verdad son incompatibles, considera que hay que devolverle la «fe», de ahí que prefiera mantenerlo en un sueño que le haga feliz antes que mostrarle una realidad desasosegante.
En La novela de don Sandalio, jugador de ajedrez (1930), una novela epistolar, simbólica y sin argumento, retoma el tema de la identidad. Conocemos la relación del narrador con don Sandalio a través de las cartas que este envía a su amigo Felipe, en las que le cuenta que juega al ajedrez en el casino con un hombre al que apenas conoce, para quien los peones, alfiles, caballos, torres, reinas y reyes del ajedrez tienen más alma que las personas que los manejan. Cierto día desaparece. Su recuerdo le persigue aunque apenas sepa nada de su contrincante. En el casino se entera de que se le ha muerto un hijo; después, de que está en la cárcel; más adelante, de su muerte. Pero el narrador prefiere preservar la imagen que se hizo de él mientras jugaban. Un juez le pide testimonio del jugador, mas ¿qué sabe del ajedrecista? ¿Le importa otro don Sandalio que no sea el jugador? ¿Qué imagen tendría de él su contrincante en el ajedrez? Para Unamuno, «don Sandalio es un personaje visto desde fuera, cuya vida interior se nos escapa, que acaso no la tiene; es un personaje que no monologa como tantos otros personajes novelescos o nivolescos» pero que establece con su contrincante un monodiálogo a través del juego del ajedrez.
Un pobre hombre rico o El sentimiento cómico de la vida muestra la parte cómica o burlesca de la vida. Emeterio abandona su pensión porque Rosita, animada por su madre, desea conquistarlo por su posición económica. Tiempo después encuentra a esta casada con otro pupilo —un pobre hombre sin recursos— y embarazada. Siente celos, pero le reconforta seguir manteniendo su libertad. Próximo ya a la jubilación y soltero, añora el amor de esta. Un encuentro fortuito con la hija de Rosita les reúne de nuevo. Intenta conquistar a la joven por su dinero, mas ella prefiere a su novio. Emeterio terminará, como un pobre hombre rico, casándose con Rosa, manteniendo al matrimonio de su hijastra, a su futuro «nieto», y lamentándose de haber malgastado sus mejores años por huir del compromiso y «ahorrarse».
En Una historia de amor, Ricardo, hastiado de su noviazgo con Liduvina, se cree llamado a predicar la palabra de Dios. Para forzar la ruptura de su compromiso, le propone fugarse con él, sin pensar que ella estaría dispuesta a aceptar su proposición para reavivar su amor. La tibieza de él pone fin a la aventura y, recluidos ambos en un convento, él aspirará a la santidad mientras que ella se lamenta de su frustrada maternidad. Cuando el destino los vuelve a unir, al acudir Ricardo a predicar al convento donde se halla Liduvina, el amor acabará triunfando.
Teatro
Unamuno acudió al teatro en busca de una mayor difusión de sus ideas y para aumentar sus ingresos. Pero, a pesar de su empeño y del éxito aceptable de algunas de sus obras, no obtuvo el aplauso deseado ni logró estrenar todo lo que escribió. Él mismo confesaba que no le gustaba el espectáculo y que cuando un drama o una comedia eran muy celebrados, leía el texto pero no acudía a verlo. Le disgustaba el teatro comercial; él no escribía «para que los espectadores y las espectadoras pasen el rato, mascullando acaso chocolatinas», sino para quienes «conmigo se arriman alguna vez al brocal del pozo sin fondo de nuestra conciencia humana personal, y de bruces sobre él tratan de descubrir su propia verdad, la verdad de sí mismos». Se lamentaba de que se afirmara que el teatro de ideas, opuesto al de sentimientos, no era para nuestro pueblo. Para él, lo que rechazaba el público eran los sentimientos intelectuales «porque ni siente la inteligencia ni entiende el sentimiento. No tiene más que instintos». Como señala Senabre, entre la creación de sus obras y su publicación o estreno a veces transcurren muchos años y algunas no vieron la luz o las transformó en otro género literario.
Aunque su teatro es más propio para ser leído que representado, Unamuno aportó a la escena pasión, intensidad y sentimiento trágico, aunque le perjudicaron su excesivo esquematismo, la abstracción, la falta de acción, la exagerada reducción de personajes, la eliminación de todo elemento escénico ornamental y su lenguaje, más ensayístico que dramático. El diálogo o el monodiálogo a través del cual sus personajes expresan sus ideas le interesaron más que la puesta en escena.
Se acercó al drama con La esfinge (1898): Ángel, un tribuno popular, lucha entre el deseo de inmortalidad y el de vivir en paz y sosiego. Su mujer le incita a que, ya que no le da hijos, le dé un nombre, la inmortalidad. Perdida la fe y obsesionado por la muerte, abandona todo para hacerse anacoreta. En La venda (1899) trata simbólicamente el problema de la fe frente a la razón para encontrar la verdad. Una ciega de nacimiento visita diariamente a su padre, su apoyo en la incertidumbre de sus tinieblas, idealizando la realidad hasta que recupera la vista. Para el dramaturgo es clave la escena en la cual María, tras haber recuperado la vista, ha de ir a la casa de su moribundo padre y no acierta el camino hasta vendarse de nuevo los ojos. Su hermana Marta le quita la venda para que vea a su progenitor antes de morir, pero vuelve a ponérsela porque su mundo es el de las tinieblas, en él ve y vive. Les siguieron La verdad (1899); dos obras breves de un acto cada una —la farsa La princesa doña Lambra (1909) y el sainete La difunta (1909)—, y El pasado que vuelve (1910), donde recrea la historia de la saga familiar de los Rodero, a través de cuatro generaciones.
Fedra (1910), obra en tres actos, estrenada en el Ateneo madrileño, es una recreación y actualización de las obras de Eurípides y Racine. Unamuno la define como una «tragedia de una desnudez extrema, de un mínimo de personajes y escenas, llevado todo a la suma sobriedad y a la mayor concentración posible». Fedra, que no ha tenido hijos de su matrimonio —de lo que se lamenta su marido Pedro—, se enamora de su hijastro Hipólito, quien la rechaza. Por despecho, lo acusa ante su marido de haberla querido seducir, e Hipólito debe abandonar el hogar. Al no poder resistir su ausencia, se suicida tras haber contado la verdad a su cónyuge y pedido perdón a Hipólito por haberlo enemistado con su padre. Estalla entonces la tragedia; también él está enamorado de su madrastra.
Soledad (1921) y Raquel encadenada
