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Conjunto de textos escritos por Lope de Vega con Marta de Nevares (Marcia) como inspiración principal. En ellas se ensalza el amor del poeta por Marcia, con historias que van de la risa al llanto, del drama a la tragedia, tanto en prosa como en verso o en otros subgéneros como el monólogo o la epístola.
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Seitenzahl: 247
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Lope de Vega
Saga
Novelas a Marcia Leonarda
Cover image: Shutterstock
Copyright © 1624, 2021 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726618679
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.
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Novela
A la señora Marcia Leonarda
No he dejado de obedecer a vuestra merced por ingratitud, sino por temor de no acertar a servirla; porque mandarme que escriba una novela ha sido novedad para mí, que aunque es verdad que en el Arcadia y Peregrino hay alguna parte de este género y estilo, más usado de italianos y franceses que de españoles, con todo eso, es grande la diferencia y más humilde el modo.
En tiempo menos discreto que el de ahora, aunque de más hombres sabios, llamaban a las novelas cuentos. Estos se sabían de memoria y nunca, que yo me acuerde, los vi escritos, porque se reducían sus fábulas a una manera de libros que parecían historias y se llamaban en lenguaje puro castellano caballerías, como si dijésemos «hechos grandes de caballeros valerosos». Fueron en esto los españoles ingeniosísimos, porque en la invención ninguna nación del mundo les ha hecho ventaja, como se ve en tantos Esplandianes, Febos, Palmerines, Lisuartes, Florambelos, Esferamundos y el celebrado Amadís, padre de toda esta máquina que compuso una dama portuguesa. El Boyardo, el Ariosto y otros siguieron este género, si bien en verso; y aunque en España también se intenta, por no dejar de intentarlo todo, también hay libros de novelas, de ellas traducidas de italianos y de ellas propias en que no le faltó gracia y estilo a Miguel Cervantes. Confieso que son libros de grande entretenimiento y que podrían ser ejemplares, como algunas de las Historias trágicas del Bandello, pero habían de escribirlos hombres científicos, o por lo menos grandes cortesanos, gente que halla en los desengaños notables sentencias y aforismos.
Yo, que nunca pensé que el novelar entrara en mi pensamiento, me veo embarazado entre su gusto de vuestra merced y mi obediencia; pero por no faltar a la obligación y porque no parezca negligencia, habiendo hallado tantas invenciones para mil comedias, con su buena licencia de los que las escriben, serviré a vuestra merced con esta, que por lo menos yo sé que no la ha oído, ni es traducida de otra lengua, diciendo así:
En la insigne ciudad de Toledo, a quien llaman imperial tan justamente, y lo muestran sus armas, había no ha muchos tiempos dos caballeros de una edad misma, grandes amigos, cual suele suceder a los primeros años por la semejanza de las costumbres. Aquí tomaré licencia de disfrazar sus nombres, porque no será justo ofender algún respeto con los sucesos y accidentes de su fortuna. Llamábase el uno Otavio, y el otro Celio.
Otavio era hijo de una señora viuda, que de él y de una hija que se llamaba Diana, y de quien toma nombre esta novela, estaba tan gloriosa como Latona por Apolo y la Luna. Acudía Lisena, que este fue el nombre de la madre, a las galas y entretenimientos de Otavio liberalmente; y con mano escasa y avara a su hija Diana, vistiéndola honestamente, de que a ella le pesaba mucho, porque es ansia de las doncellas lucir su primera hermosura con la riqueza de las galas; y engáñanse en esto como en otras cosas, porque a la frescura de las rosas por la mañana basta el natural rocío, que cortadas, han menester el artificio del ramillete, donde tan poco duran como después ofenden. No erraba Lisena en componer honestamente su hija, que una doncella en hábito extraordinario de su estado no es mucho que desee cosas extraordinarias y sea más mirada de lo que es justo. Diana mostraba alegría en la obediencia y con discreción notable no excedía un átomo sus preceptos; de suerte que ni en misa ni en fiesta pública fue jamás vista de la curiosidad ociosa de tantos mozos, ni hubo en toda la ciudad quien pudiese decir lo que ahora de muchas, con no poca reprehensión del descuido de sus padres, que les parece que, alabándolas y enseñándolas, se han de vender más presto.
Celio no los tenía, y era dotado de grandes virtudes y gracias naturales; pienso que con esto he dicho que era pobre y no muy estimado de los ricos. Solo Otavio no se hallaba sin él, y era tanta su amistad que, comenzando en otros por envidia, acabó en murmuración y no poco disgusto de sus parientes, que se quejaron a Lisena de que en las conversaciones públicas los dejaba en viendo a Celio, y muchas veces sin despedirse. Lisena, ofendida del desprecio de sus deudos y del amor y estimación de Celio, riñole un día más declaradamente que otras veces, y para daño de todos.
Otavio, sintiendo la aljaba de aquellas flechas, y que con siniestra información deseaban quitársele, honestamente obediente, le dijo que si supiera qué partes tenía Celio para ser amado y estimado, de ninguna suerte le hubiera reprehendido, antes bien expresamente le mandara que no se acompañara con otro; y que habiendo conocido la deslealtad de otros amigos, la poca verdad, la inconstancia, el poco secreto y bajas costumbres, se había reducido a querer tratar y conversar el caballero más noble, más discreto, más fácil, más leal, verdadero, secreto y de mejores costumbres que había en Toledo; y que mirase que, después que andaba con él, no le había dado disgusto ni sacado la espada; porque Celio era pacífico y tan prudente y cuerdo, que componía todos los disgustos que a los demás caballeros se ofrecían, y que con su entendimiento había solicitado tanta autoridad entre ellos, que le tenían envidia de que él le favoreciese y con tan justa razón se le inclinase.
Atenta estuvo Lisena y sin responder a Otavio, porque conoció que era verdad lo que le decía, y jamás había oído cosa en contrario; pero más lo estuvo Diana que, oyendo tantas alabanzas de Celio, sintió una alteración súbita, que blandamente le desmayaba el corazón y le esforzaba la voluntad; quería defender a su hermano y decir algo de lo que había oído de Celio, y por no dar conocimiento de lo que ya le parecía que requería secreto, recogió al corazón las palabras, al alma los deseos y dijo con las colores del rostro lo que calló la lengua.
Pasados algunos días, cierta señora de título, prima suya, y algunas hermosas damas, sus amigas, se fueron a holgar y entretener, más que a visita de cumplimiento, en casa de Lisena, dándoles ocasión la paga y fianza que Diana había hecho a su hermano, que la víspera de la fiesta de su día le habían colgado, uso notable de España, y de tiempos inmemoriales usado en ella.
Rogó Otavio a Celio que se fuese con él aquella tarde a su casa, que bien podrían estar donde aquellas damas no les viesen. Y así, se entraron en una recámara que había sido de su padre, pieza bien apartada de la conversación de aquellas señoras. Pero no lo fue tanto como Otavio había imaginado, porque con el alboroto de los huéspedes y el no fiarse todas las cosas de las criadas, Diana fue a sacar de un camarín algunos vidrios o regalos que para tales ocasiones tienen tales personas. Sintiendo que entraba su hermano, detuvo algo turbada el paso. Detúvose también Celio, y cuando ya Diana salía, Otavio había entrado en la recámara. Quedó atrás Celio, y poniendo ella los ojos en él, sacó todos los deseos del alma a las colores del rostro con tan grande aumento de su hermosura como flaqueza de su ánimo. Celio cuanto pudo se llegó a ella, que fue lo más que pudo con su turbado atrevimiento, y al pasar Diana le dijo:
-¡Qué deseada tenía yo esta vista!
A quien ella respondió con agradable rostro:
-No estáis engañado.
Aquí me acuerdo, señora Leonarda, de aquellas primeras palabras de la tragedia famosa de Celestina, cuando Calisto le dijo: «En esto veo, Melibea, la grandeza de Dios». Y ella responde: «¿En qué, Calisto?» Porque decía un gran cortesano que si Melibea no respondiera entonces «¿en qué, Calisto?», que ni había libro de Celestina, ni los amores de los dos pasaran adelante.
Así, ahora en estas dos palabras de Celio y nuestra turbada Diana se fundan tantos accidentes, tantos amores y peligros, que quisiera ser un Heliodoro para contarlos o el celebrado autor de la Leucipe y el enamorado Clitofonte.
Admirado Celio de la respuesta amorosa, donde la esperaba tan áspera en castigo de su atrevimiento, quedó como fuera de sí, entre la animosa esperanza y la grandeza de la empresa. Entró en la recámara disimulado, y habló con Otavio fingido, alabándole las armas, el aseo y cuidado con que estaban puestas las espadas de diversos maestros, cortes y guarniciones, de que tenía muchas. Hizo Celio armar de la gola al tonelete a Otavio, y él se armó de unas armas negras. Concertaron de ensayarse para un torneo. Notables invenciones tiene amor para hallar lugar a sus esperanzas, pues con ella le tuvo para venir a su casa de Otavio muchas veces, y Diana también para verle y desearle y para que un día, dichoso al parecer de entrambos, pudiese darle un papel con una sortija de un diamante. Diana le recibió con notables muestras de agradecimiento y gusto; y después de haberse escondido de todos, le besó y leyó mil veces, que decía así:
PAPEL DE CELIO A DIANA
Hermosísima Diana, no culpes mi atrevimiento, pues todos los días ves en tu espejo mi disculpa. Yo no sé por qué ventura mía vine a verte; pero te puedo jurar por tus hermosos ojos, que antes de verte te amaba, y que pasando por tus puertas se me turbaba el color del rostro, y me decía el corazón que allí vivía el veneno que había de matarme. ¿Qué haré ahora, después que te vi y que me aseguraste de que agradecías este amor que, por ser tan justo, está a peligro de no ser agradecido? Pero en confianza de aquellas palabras, que apenas creen mis oídos que fueron tuyas, si no las asegurasen los ojos de que te vieron cuando las decías, y el alma de la novedad y ternura que sintió oyéndolas, que me des licencia para hablarte, que no sé si tengo qué decirte; pero, si me la concedes, sabrás que te aseguras de tu honor y que te vengas de mi atrevimiento.
¡Qué poco ha menester la voluntad a quien conciertan las estrellas para corresponder a la que desea! No se puede encarecer con palabras lo que sintió de las que esta carta le dijo a los oídos del alma el enamorado Celio; y así, contenta y enternecida Diana más de la verdad y llaneza que del artificio del papel, le respondió así:
Celio, mi hermano Otavio tuvo la culpa de amaros con los encarecimientos de vuestra persona y partes; perdónese a sí mismo de haberme puesto en obligación de tanto atrevimiento. En lo más, que es amaros como mi estado puede, yo os obedezco; en daros lugar a hablarme, no es posible, porque los aposentos donde duermo caen a los corrales de unas casillas de alguna gente pobre, y por ninguna cosa del mundo me atreveré a dar disgusto a mi madre y hermano, si tan desigual libertad de mis obligaciones llegase a sus oídos.
No le faltó ocasión para dar este papel a Celio, ni él la tuvo en su vida de tanto gusto, porque sabía que en las casillas que le decía vivía el ama que le había criado. Hízole dos o tres visitas, y la última fue rogarle que se fuese a vivir a su casa en mejores aposentos, porque se dolía de que estuviese tan mal acomodada. Ella, pensando que le obligaba el amor del pecho en el conocimiento de mayores años, fue fácil de persuadir y de pasarse. Quedó Celio con la llave de aquellos aposentos, y mostrándosela a Diana le daba a entender por señas que ya estaban por suyas, y ella segura de sus temores.
Vino la noche, y Celio fue a ver si su Sol amanecía, que con no menor cuidado, en sintiendo pasos en los corrales, cuyos ecos se hacían en su alma, abrió una ventana y luego una celosía, poniendo el rostro en el marco, llena de amor y miedo. Reportado Celio de la primera turbación y desmayo, que le había cubierto de dulce sangre el corazón y de alegría los ojos, le dijo tan tiernas, tan suaves, tan enamoradas razones que apenas acertaba Diana a responderle, porque oprimía la lengua la vergüenza y la novedad oscurecía el entendimiento. Allí los halló el alba, que él apenas la esperaba después del sol, y ella como desde alto le miraba.
Pasaron de esta suerte algunos días sin atreverse a más que a encarecimientos de su amor y sentimientos de su soledad en su ausencia. Distaba la ventana del suelo catorce o dieciséis pies, con cuya ocasión Celio le pidió licencia una noche para subir a ella. Diana fingió que se enojaba mucho y, no pesándole de la licencia, le preguntó que cómo había de traer una escalera a una casa en que ya no vivía nadie sin grande escándalo. Celio respondió que como ella le diese licencia, él subiría sin traerla. Concertáronse los dos con pacto que no había de pasar de la ventana. ¡Oh amor, qué de cosas niegas que deseas! ¡Bien haya quien te entiende! Sacó una escala de cuerda Celio, que algunas noches había traído para la que tuviese dicha, y alcanzando un palo, que no sin malicia estaba cerca, ató en él los cabos y, arrojándole a la ventana, después de haberla prevenido, le dijo que le atravesase en ella. Ella, toda turbada, le acomodó temblando; y apenas Celio le halló firme cuando fiando a los pasos portátiles el cuerpo, se halló en las manos de Diana que, con la disculpa de tenerle para que no cayese, se las previno. Besábaselas Celio con la misma del cuidado, agradecido a su salud y vida: que es amor tan cortesano, que lo que hace por necesidad vende por agradecimiento. Miraron por todas partes cuidadosamente, temerosos de que la ventana podía ser vista; y asegurados de que era imposible, o porque ellos deseaban que no se lo pareciese, más cerca se descubrieron las voluntades y los principios de los deseos amorosamente, cual suelen las enamoradas palomas regalar los picos y con arrullos mansos desafiarse. Algunas noches duró en estos amantes la conversación referida secretamente, porque Diana no daba lugar a lo que Celio con eficaces ruegos pretendía y con juramentos exquisitos le aseguraba. Aquí se me acuerdan las líneas del amor escritas de Terencio en su Andria: ya Celio de las cinco tenía las cuatro. Notablemente le atormentaba el deseo. ¡Qué retórico se mostraba, qué ansias fingía, qué promesas, qué encarecimientos buscaba! ¡Qué dulce representante de sus penas variaba la color del rostro y se quejaba en consonancias tiernas! Pidiole, finalmente, un día tan resueltamente licencia para entrar dentro que, habiendo callado Diana, con poca resistencia de su parte estuvo en su aposento y, puesto de rodillas, le pidió con fingidas lágrimas perdón de su atrevimiento. Dígame vuestra merced, señora Leonarda, si esto saben hacer y decir los hombres, ¿por qué después infaman la honestidad de las mujeres? Hácenlas de cera con sus engaños y quiérenlas de piedra con sus desprecios. ¿Qué había de hacer Diana en este atrevimiento? ¿Era Troya Diana, era Cartago o Numancia? ¡Qué bien dijo un poeta:
Tardose Troya en ganar,
pero al fin ganose Troya!
Desmayose la turbada doncella. Celio la recibió en los brazos y puso con respeto y honestidad en su cama, donde sirvieron sus propias lágrimas de agua para el desmayo y de fuego para el corazón. Porque a la manera de los que medio despiertos las noches del invierno sienten que llueve, así Diana, entre el sueño del desmayo y lo despierto de la voluntad, sentía las lágrimas de Celio sobre su rostro. Vuelta de todo punto de este accidente, la volvió a pedir perdón, que no pudo negarle, porque ya le pesaba que se le pidiese; pero rogándole que le cumpliese la palabra que le había dado luego que entró en su aposento, de que se iría sin ofensa de su honor y de su gusto. Celio, que ya ni la podía obedecer, ni creía que la resistencia sería mayor que la ocasión, dispúsose a ser Tarquino de menos fuerte Lucrecia: y entre juramentos y promesas venció su fama, quedando en justa obligación de ser su esposo. Aquí los dos confirmaron de nuevo su amor, no sucediendo a Celio lo que al forzador de la hermosa Tamar, porque creció su deseo la ejecución, y no dejó la hermosura dejar entrar el arrepentimiento.
Luego se conoció en el alegre caballero su buena dicha, pues con su poca hacienda dio librea a sus criados que, cuando amor gana, ni es escaso del barato, ni piensa que puede volver a perder lo que una vez posee. Preguntole a Diana Celio si su madre venía a su aposento algunas veces, y ella le dijo que no; con que tomó licencia de quedarse en él algunos días, y ella de retratarle en su pecho con más espacio, de suerte que ya no pudo dejar de decírselo, y con muchas lágrimas mostraba estar arrepentida, temiendo que Lisena y su hermano conocerían por tan público efecto la infamia de la causa. A esto se le llegaba lo que se diría en toda la ciudad de su recogimiento y apariencias, y entre sus parientas y amigas, que a la hipocresía de su honestidad tenían empeñado el crédito. Celio le proponía los caminos que había para remediar el daño, que el de matar el hijo no cayó en su pensamiento. Pero viendo que pedirla por mujer era enemistarse con Otavio, y que no se la había de dar por ser tan pobre, se determinaba a pedirla por el juez eclesiástico; mas ella resistía a este consejo, con parecerle que lastimaba más su honra, pues descubría amores y conciertos para este efecto. (Si mirasen a estos fines las doncellas nobles, no darían tan desordenados principios a sus desdichas).
Dejó finalmente Celio en manos de Diana su determinación, por no faltar a la amistad de Otavio pidiéndola por mujer, y porque ella no consentía en que la justicia interviniese a su casamiento. Mil veces se maldecía Diana por haber dado lugar a Celio en su deshonra, puesto que le amaba tiernamente y, como dice en su lenguaje el vulgo, veía luz por sus ojos. Él, entre tantas confusiones, ya en una determinación, ya en otra, porque un ánimo dudoso fácilmente se muda de un consejo en otro, como lo dijo Séneca, resolviose a decirle un día que si se resolvía a dejar la casa de su madre, que él la llevaría a las Indias y se casaría con ella. La desesperación de Diana fue tanta, que aceptó el partido y le pidió llorando que la llevase donde no viese los extremos de su madre ni las locuras de su hermano, aunque en el primer monte la matase. Celio, por ventura no menos arrepentido, puso los ojos en el peligro y, aconsejado del temor, dio traza en la partida, porque ya se le conocía a Diana el nuevo huésped del pecho que, como era la casa propia, se iba ensanchando en ella. Tenía Celio dos hermosos caballos, que le servían de rúa y de camino: el uno aderezó de brida, y en el otro hizo poner un rico sillón y, con gran cuidado, dos vestidos de camino de un color y guarnición, uno para él y otro para Diana. Estuvo Celio algunas noches con ella, diciéndole todo lo que prevenía para su partida, de que recibía notable gusto, porque imaginaba que se excusaba de tan graves pesadumbres; y considerando que no había de volver más a su casa y deudos, no quiso dejar de aprovecharse de algunas cosas, así por esto como por lo que podía sucederle, que es varia la fortuna y pocas veces favorece a los amantes fuera de sus patrias. Tomó a Lisena las llaves y sacó de sus cofres las más ricas joyas que tenía, con alguna cantidad de escudos, y así junto lo puso y guardó en un cofrecillo que tenía desde sus tiernos años.
Llegó la noche en que habían de partirse, y Celio se vistió aquel día muy galán, de negro, para mayor seguridad de Otavio; pero, como si le hubieran dicho su intento, no se apartó de él un punto, aunque le dijo dos o tres veces que tenía que hacer cosas forzosas. Ya eran las nueve, y Otavio no se apartaba del lado de Celio, y queriendo por fuerza irse, con notable y extraordinaria importunación, le llevó consigo. Entraron en una casa de juego, de estas donde acude la ociosa juventud: unos juegan, otros murmuran y otros se olvidan de los cuidados de sus casas que, con la seguridad de que no han de venir, no suelen estar solas. Celio, cercado de un temor triste (porque si le dejaba había de enviar algún paje para saber dónde iba, y si le esperaba había de perder la ocasión de sacar a Diana), resolviose a la paciencia y disposición de la fortuna, pareciéndole también que sería bastante disculpa para Diana el no haberse podido apartar de Otavio.
Diana, que no estaba descuidada de lo que había de hacer ni de lo que había de llevar, vistiose las nuevas galas y, tomando las llaves secretamente, se puso a esperar a Celio a un balcón que sobre la puerta había. Dieron las doce, hora en que siempre venía su hermano de jugar o de otros pasatiempos juveniles, y estando llena de mortales sospechas y congojas vio con la claridad de la luna venir un hombre de buen talle y disposición, con un sombrero de tafetán de falda grande, pluma blanca y alguna cosa de oro que como trancelín de diamantes a su parecer resplandecía; y así en esto como en lo demás le pareció a Celio. Pasó el hombre sin advertir en nada y ella, temerosa y ciega, le ceceó dos veces. Volvió el hombre el rostro y, viendo tan buena traza de mujer y en casa tan principal, acercose a ella sin hablarla, con miedo de lo que podía sucederle. Diana le dijo entonces:
-¿Es ya hora?
Y él respondió:
-Cualquiera es buena.
Entonces, sin advertir en su voz con la engañada imaginación de la que esperaba, le dio el cofre, diciendo:
-Aguardad a la puerta.
El hombre, conociendo que el recado no venía para él y que la mujer aguardaba a otro, ciego de la codicia, se fue huyendo, temeroso de que si ella se desengañaba daría voces. Diana, sin hacer ruido, llegó a la puerta, abriola con gran recato y, no viendo a Celio, pareciole que por más seguridad se había ido la calle arriba. Y siguiendo su engaño, salió fuera de la ciudad, donde viendo tan solos los campos y los árboles se quiso volver mil veces; pero temiendo que ya en su casa estaría su hermano, y que con haber hallado la puerta abierta toda sería confusión y alboroto, no creyendo que Celio, caballero tan principal, tan enamorado y tan obligado, se infamaría en la codicia de aquellas joyas, viendo que ya daban las dos de la iglesia mayor, pasó el puente de Alcántara y comenzó a caminar por la aspereza de aquellas peñas, aunque cubierta de un sudor mortal y de mil pensamientos y sospechas, apartándose lo más que podía del camino real hasta llegar a un monte, donde mil veces estuvo por quitarse la vida, si no lo impidiera el justo temor de perder el alma.
Los caballeros que jugaban en esto y algunos disgustos, que nunca al juego faltan, estuvieron hasta las tres de la noche divertidos. A esta hora se fue Otavio a su casa, y le acompañó Celio, procurando al despedirse que le oyese Diana para que aquello fuese disculpa de su tardanza. Admirado Otavio de que su puerta no estuviese cerrada a tales horas, satisfizo a sus voces un criado que por agradarle y haberle sentido estaba abierta. El criado buscó las llaves y, no habiéndolas hallado, se estuvo en vela hasta que con el mismo se levantó Otavio primero que la mañana; y habiéndole hallado despierto le respondió que el no haber tenido con qué cerrar la puerta le tenía allí, porque del lugar en que solían estar siempre le faltaban las llaves. Receloso Otavio del criado, hizo llamar en el aposento de una dueña, mujer de virtud y confianza, y preguntándole por las llaves, y ella, medio dormida, admirándose, dieron causa a que el resto de la casa se alborotase y una doncella entrase en su aposento de Diana, que no hallándola en él, y la cama compuesta, por alguna sospecha que traía, dijo llorando:
-¡Ay, mi señora y mi bien! ¿Por qué no llevasteis con vos a vuestra desdichada Florinda?
La madre y el hermano entraron a estas voces, y conociendo que faltaba Diana de su casa y de su honra, Lisena cayó en tierra y Otavio sin color, con turbadas razones, examinaba a los criados, mirando a todas partes como loco. Florinda sólo dijo que tres o cuatro días la había visto llorar tan tiernamente que, aunque estaba tratando de otras cosas, se le caían de los ojos las lágrimas con entrañables suspiros y congojas.
Ya estaba declarado el día y el daño, cuando enviaron a dos monasterios donde tenía Diana dos religiosas tías; en todos respondieron que no sabían de ella, y asimismo todas las parientas y amigas, de quien en un instante toda la casa estaba llena. De este rumor, de estas voces y de estas diligencias salió la fama por la ciudad, y los envidiosos amigos, si hay amigos envidiosos, comenzaron a decir que Celio se la había llevado, y aún otros a afirmar que la habían visto.
Feniso, criado de Celio, oyó esto en los corrillos del Ayuntamiento y en la nave que llaman de San Cristóbal y, siendo hombre de buena opinión, osó decir que mentía cualquiera que hubiese dicho que Celio había hecho semejante traición a Otavio; y volviendo las espaldas a los murmuradores, iba diciendo: «A las tres de la noche se apartaron Celio y Otavio; y yo dejo a Celio durmiendo, que vendrá presto a volver por su honra.»
Despertó Feniso a Celio, que oyendo lo que pasaba, quedó fuera de sí por largo espacio y, conociendo cuánto le convenía volver por su persona, se vistió aprisa y con turbados pasos y descolorido rostro pasó por todas las partes donde Feniso le dijo que le culpaban, de cuya vista quedaron los que le murmuraban corridos, atribuyendo su tristeza a la amistad que tenía con Otavio, tan conocida de todos.
Hallole Celio en el portal de su casa, y mirándose los dos estuvieron así parados sin hablarse, sintiendo cada uno su dolor, que aunque era grande en Otavio, era mayor en Celio. Esforzose cuanto pudo y, tomándole las manos a Otavio, que le temblaban, convertidas en hielo, le dijo:
-¿Qué me pudiera haber sucedido que me diera tanta pena, aunque hubiera perdido la honra? ¡Ay, Otavio, que vuestro dolor me tiene traspasada el alma!
Otavio, aunque valiente caballero, se desmayó en sus brazos, enternecido de verle con lágrimas en los ojos. Lleváronle a su aposento, donde a los sentimientos de Celio, volvió en su primer acuerdo. Aquí, fingido el culpado, le preguntaba eficazmente las diligencias que se habían hecho. Todo lo refirió Otavio por extenso, y Celio dijo que, pues en la ciudad no estaba, sería bien acudir por todos los caminos a buscarla, y que él sería el primero. Y esforzando a Otavio, le dio la palabra de no volver a Toledo sin ella o saber que hubiese parecido; y dándole los brazos se fue a su casa donde, como estaba apercibido, halló fácilmente en qué partirse, y siendo ya de noche, con solo su criado Feniso, salió de la ciudad llorando y pidiendo al cielo que le guiase a la parte donde Diana estaba, con tales suspiros, enamoradas ansias y congojas, que enternecía las peñas y los árboles, y entre los altos montes por donde corre el Tajo respondían los ecos.
Diana amaneció en un valle cortado por varias partes de un arroyo que, entre juncos y espadañas, mostraba pedazos de agua, como si se hubiera quebrado algún espejo. Sentose un poco, y habiendo bebido y refrescado el pecho de las congojas de tan afligida noche, mientras se descalzaba para pasarle, dijo así:
-¡Ay vanos contentos, con qué verdades os pagáis de las mentiras que nos fingís! ¡Cómo engañáis con tan dulces principios, para cobrar tan breves gustos con tan tristes fines! ¡Ay Celio! ¿Quién pensara que me engañaras? Mira lo que paso por ti, pues he llegado, por haberte querido hasta aborrecerme; pues no hay cosa ahora más cansada para mí que esta vida que tú amabas. Pero bien creo que, si me vieras, te lastimara el alma lo que paso por ti.
Miró a este tiempo sus mismos pies y, acordándose cuán estimados eran de Celio, enternecida, no pasó el arroyo y llorando se quedó un rato medio dormida al son del agua y de la voz de un pastor que, no lejos de donde ella estaba, cantó así:
Entre dos álamos verdes
que forman juntos un arco,
por no despertar las aves,
pasaba callando el Tajo.
Juntar los troncos querían
los enamorados brazos,
pero el envidioso río
no deja llegar los ramos.
Atento los mira
Silvio desde un pintado peñasco,
sombra de sus aguas dulces,
torre de sus verdes campos.
Esparcidas las ovejas
en el agua y en el prado,
unas beben y otras pacen
y otras le están escuchando.
Quejoso vive el pastor
de las envidias de Lauso,
más rico de oro que el río,
más necio en ser porfiado.
Así le aparta de Elisa,
como a los olmos el Tajo,
fuerte en dividir los cuerpos,
mas no las almas de entrambos.
Tomó Silvio el instrumento,
y, a las quejas de su agravio,
los ruiseñores del bosque
le respondieron cantando:
«Juntaréis vuestras ramas,
álamos altos,
en menguando las aguas
del claro Tajo;
pero si hay desdichas
que vencen años,
crecerán con los tiempos
penas y agravios».