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"El peregrino en su patria" representa un hito en la evolución de un género que estaba obligado a una metamorfosis. A partir de Lope se puede hablar de una nueva etapa, pues la adaptación a los gustos españoles y el refuerzo del mensaje religioso supondrán el epicentro de la llamada novela bizantina barroca o de peregrinos, comenzando así un período de esplendor para el género.
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Seitenzahl: 921
Veröffentlichungsjahr: 2016
Lope de Vega
El peregrino en su patria
Edición de Julián González-Barrera
INTRODUCCIÓN
La génesis
El libro
Una declaración de intenciones
La tradición bizantina
El héroe
El camino hasta Lope: la resurrección de la novela griega
Leyendo «El peregrino en su patria»
El género
Técnicas
Motivos
Una interpretación
HISTORIA DEL TEXTO
ESTA EDICIÓN
BIBLIOGRAFÍA
EL PEREGRINO EN SU PATRIA
Libro primero
Libro segundo
Libro tercero
Libro cuarto
Libro quinto
Créditos
A mis padres,mis armas de Vulcano
Sevilla, diciembre de 1603. Recluido en el húmedo estudio de su casa de la popular collación de San Vicente, Lope arreglaba los papeles que servirían de marco y presentación a El peregrino en su patria. Como era costumbre, pensaba reutilizar lo que pudiera de otros preliminares, por lo que enseguida eligió un retrato suyo con el lema Hic tutior fama, que ya había sido publicado en La hermosura de Angélica el año anterior. No debió quedar muy conforme, pues decidió añadirle una sentencia de Demóstenes, a modo de declaración: Nihil prodest adversus invidiam vera dicere, es decir, «Contra la envidia no sirve de nada decir la verdad». Una frase que como en otras tantas ocasiones desnudaba al autor frente a su público, pero cuyo origen, motivo y explicación se remontarían tiempo atrás, en concreto hasta 1597, verdadera génesis de nuestra novela.
Por aquel entonces, como escritor el Fénix de los Ingenios se encontraba en la recta final de su juventud, o mejor dicho ya menguaba el «primer Lope»1. No tuvo que ser la más feliz de las épocas. Acabada la pena de destierro, había regresado a la Corte el año anterior, aún bajo la impronta de la muerte de su mujer, Isabel de Urbina2, y sin decidir todavía dónde fijar su residencia, viviendo a caballo entre Toledo y Madrid3. En semejante clima de incertidumbre, por aquel entonces, abandonada la poderosa Casa de Alba, estrena un mecenas más modesto, entrando al servicio del marqués de Malpica como secretario. El horizonte era inestable. Cierto es que había conseguido asentarse como el más importante dramaturgo de su tiempo, pero una sombra alargada se cernía sobre el negocio teatral. En la Corte, la presión de los cenáculos teatrófobos crecía según la salud del Rey Prudente declinaba, por lo que era cuestión de tiempo que aquella amenaza se convirtiera en realidad. A pesar de que su trabajo para los corrales de comedias era lo que ponía el plato de comida en su mesa, Lope fue capaz de presagiar el peligro y fijar un nuevo rumbo. Una intuición feliz, pues Felipe II decretaba el cierre temporal de los corrales madrileños el 6 de noviembre de 1597, para guardar el luto por su hija Catalina Micaela, y después a nivel nacional el 2 de mayo de 1598. El maná cómico parecía agotarse. No hay ninguna comedia fechada en 1598 y de las cuatro del año siguiente al menos tres de ellas son contemporáneas o inmediatamente posteriores a las dobles bodas reales de 1599. Sin embargo, el Fénix no había estado de brazos cruzados. En aquel bienio se estrena como novelista pergeñando la Arcadia (1598), así como LaDragontea (1598) y el Isidro (1599), en un intento de virar su carrera hacia una consagración definitiva4. En un segundo esfuerzo llegaría otra tríada de obras no dramáticas: La hermosura de Angélica (1602), El peregrino en su patria (1604) y la Jerusalén conquistada (1609)5. Todas de timbre culto y cada una de ellas escrita con el mismo propósito.
Deseoso de desprenderse de aquel halo de poeta de corrales que le había proporcionado una posición lucrativa, pero poco prestigiosa, Lope buscaba el reconocimiento general como poeta culto. No le bastaba con ser el dominador del romancero nuevo. Sus enemigos, con Góngora a la cabeza, habían vuelto su imagen de genio desbocado en su contra. Según sus adversarios, la musa castellana del Fénix no tenía la capacidad para domeñar la ciencia poética, por lo que debía limitarse a los géneros considerados como bajos o humildes. Herido en su orgullo, Lope puso en marcha un plan para arañar hasta el último aplauso. No se trataba de abandonar el teatro comercial, nada más lejos de la realidad, sino de buscar otras fuentes de ingresos, a través de géneros tan populares como la novela pastoril o la materia caballeresca, y al mismo tiempo de acrecentar su figura como primer poeta de España. Ganado el respeto del vulgo, ahora perseguía la felicitación de las élites, es decir, Lope quería más, ambicionaba un triunfo incontestable.
A la luz de los acontecimientos, aquel primer intento tuvo que dejarle un sabor agridulce en la boca. Si bien tanto la Arcadia como el Isidro habían cosechado un notable éxito de público y crítica6, lo cierto es que La Dragontea sufrió toda clase de avatares, que incluso amenazaron su puesta en circulación. Problemas legales y políticos (en aquella época venían a ser lo mismo), que nunca llegarían a resolverse, a pesar de la porfía lopesca7. Argumentos desde el umbral de las Musas, pero igualmente válidos para el solaz de sus enemigos, que aprovecharon la polvareda levantada para hacer escarnio literario de lo que parecía al menos un poema inconveniente, inoportuno y desventurado. Bastaría recordar los versos de Luis de Góngora:
Señor, aquel Dragón de inglés veneno,
criado entre las flores de la Vega
más fértil que el dorado Tajo riega
vino a mis manos; púselo en mi seno.
Para ruido de tan grande trueno
es relámpago chico, no me ciega.
Soberbias velas alza, mal navega.
Potro es gallardo, pero va sin freno.
La musa castellana, bien la emplea
en tiernos, dulces, músicos papeles,
como en pañales niña que gorjea.
¡Oh, planeta gentil, del mundo Apeles
rompe mis ocios, porque el mundo vea
que el Betis sabe usar de tus pinceles!
(1985: 262)
Es de justicia reconocer que el poeta cordobés sabía golpear donde más duele, pues había convertido a ese potro gallardo, pero sin freno, en víctima de su propia fama. Aquel blasón poco honroso de «poeta que no borra» le acompañaría el resto de su vida, para bien o para mal8. Lejos parecía quedar la pretendida imagen de poeta culto, es decir, científico, capaz de acicalar su texto de la más alta erudición. En líneas generales, la noción de poeta científico fue una llamada del Humanismo a cultivar todas las artes que había tenido su eclosión en el siglo XV, pero que había quedado un tanto en el olvido hasta finales del Quinientos, cuando en España se refrenda con las palabras del Pinciano9, y que el mismo Lope correría a defender en la Arcadia:
[...] como si las obras de los antiguos Virgilio, Homero y otros no estuviesen llenas de moral y natural filosofía, que ésta es la principal maestra de los conceptos y bellas invenciones, y llenas también de mil discreciones de tiempos y lugares en que se les conoce ser grandísimos cosmógrafos y astrólogos (Vega, 1975: 268).
A pesar de los sinsabores de La Dragontea, el Fénix no se dará por vencido y continuará con su estrategia. Incansable al desaliento, a comienzos del siglo XVII sacará a la luz una nueva trilogía de género culto, sin otra relación entre ellas que la de compartir el mismo propósito: conquistar el Parnaso español.
A la luz de los datos con los que hoy contamos no sabemos a ciencia cierta cuándo se escribió El peregrino en su patria, aunque desde luego ya estaba listo en noviembre de 1603, como certifica la Aprobación firmada por Tomás Gracián. A partir de aquí entramos en el terreno de las hipótesis. Para Avalle-Arce, su último editor moderno, la novela se tuvo que componer «en 1600, con retoques en 1603» (Vega, 1973: 16), a partir de una serie de conjeturas deslavazadas entre sí, que intenta salvar de alguna forma estirando la horquilla, añadiendo la adenda de esos «retoques en 1603».
A nuestro juicio, no creemos posible una redacción temprana. De hecho, uno de los principales argumentos esgrimidos por Avalle-Arce, la doble alusión a Madrid como corte española en el libro IV, no tiene valor probatorio alguno, pues, por un lado, es una clara cronología interna —los hechos narrados en el Peregrino transcurren durante el año santo de 1600— como un inventario general de las grandes Cortes del mundo: «a todas las naciones son notorios los nombres de las cortes de los reyes, como París en Francia, Roma en Italia, Constantinopla en Asia y Madrid en España». Por otra parte, la inclusión del soneto «Ni sé de amor ni tengo pensamiento» en el libro V, que se puede leer a su vez en La quinta de Florencia, es un testimonio irrelevante, pues que la comedia tenga una posible datación entre «1598-1603, probablemente hacia 1600» (Morley y Bruerton, 1968: 255) no implica ni que 1600 sea su fecha exacta de composición ni que comedia y novela se escribieran al unísono. Por último, cuando en el auto El viaje del alma, que cierra el libro I, se dice: «mil y seiscientos hasta nuestros tiempos» tampoco evidencia que fuera aquel el año de redacción del Peregrino, acaso del auto, más si cabe cuando el reloj interno de la obra señala 1600, como ya hemos apuntado.
Sin embargo, sí sería plausible plantear una hipótesis donde la fecha de publicación y el tiempo de escritura corriesen mucho más próximos. En el libro III existen dos pasajes que en nuestra opinión podrían servir para recortar el compás cronológico. Primero, la inclusión de la epístola autobiográfica a la Serrana hermosa —dedicada a Micaela de Luján, como es sabido—, que tuvo que ser escrita probablemente hacia 1602, marca un hito interesante, al menos como terminus post quem. Segundo, la alusión a la rota de Ostende también merecería un análisis: «Lisardo estaba en Flandes con el archiduque Alberto, de cuyas prendas no ha dado pequeña satisfacción la Rota de Ostende». Como se señala, el sitio de la ciudad aún continuaba por aquel entonces, pues Ostende no se rendiría a las tropas españolas hasta el 20 de septiembre de 1604, ya publicado el Peregrino. Sin olvidar además que el Archiduque estaría al mando de las operaciones hasta octubre de 1603, cuando cede el mando al general Spínola —el mismo de Las lanzas de Velázquez—, quien lograría finalmente tomar la plaza. Esto quiere decir que cuando Lope escribe estas líneas no se ha producido aún el cambio en la vara de mando, por lo que el otoño de 1603 sería el terminus ante quem, al menos del libro III. Por consiguiente, si tenemos en cuenta que estamos ante una novela de cinco libros, sería razonable creer que si, como acabamos de demostrar, el Fénix pudo escribir el libro III entre 1602 y 1603, de aquel mismo impulso creador compusiera toda la obra, pues en noviembre de 1603 sabemos que ya estaba terminada. No habría por tanto dos fases de redacción, como aventuraba Avalle-Arce, y, desde luego, más plausible parece pensar que el Peregrino se escribió en su justo momento, es decir, pocos meses antes de ser llevado a la imprenta.
La portada del libro, tan recargada, contumaz y simbólica, muestra a un Lope desafiante, lejos de cualquier pose defensiva o victimista. Grabada en cobre y representando un plano en el fondo con el título de la obra, podemos ver al caballo Pegaso sobre la cornisa de unas pilastras. Detrás ondea una cinta con el siguiente letrero: Seianus mihi Pegasus, es decir, «Para mí el [caballo] sejano es un pegaso». Como es bien sabido, el pegaso encarna la inspiración que se eleva a los cielos10. Según reza la leyenda, el caballo de Seyo fue un animal maldito, que según Aulo Gelio llevaba a la muerte a todos sus dueños (véase n. IV.52). Abajo, en el pedestal izquierdo aparece una Envidia en actitud de querer atravesar un corazón con una daga, con el lema: Velis nolis Invidia, que se podría traducir como «Quieras o no quieras, Envidia»; en el centro, el fallido escudo de armas de Lope con sus diecinueve torres, que ya se viera antes en la Arcadia; y, a la derecha, en el pedestal tenemos un peregrino con un bordón en una mano y un áncora en la otra, con la inscripción: Aut unicus aut peregrinus, esto es, «O único o peregrino». Peregrino en el sentido de algo extraordinario o fuera de lo común.
La semántica de lo peregrino como ‘raro’ y ‘extraordinario’ ya se había establecido en el manierismo italiano, donde ‘pellegrino’ [...] se fue convirtiendo cada vez más en la contraseña preferida para la valoración ética y estética (Ehrlicher, 2012: 214).
Si leemos este jeroglífico de tres piezas como un conjunto: «Para mí el caballo seyano es un pegaso. Quieras o no, Envidia, [yo soy] único o peregrino», estamos ante una actitud reivindicativa, acaso soberbia, pues el Fénix responde a la Envidia con altanería. No solo se considera como un poeta único, sino que se cree capaz de llevar hacia las estrellas lo que para otros es fracaso o perdición segura.
Unas hojas después, todavía en los preliminares, nos topamos con un retrato de Lope grabado en madera rodeado por un marco. En la parte inferior de nuevo el supuesto blasón familiar de los Carpio; en la superior una calavera coronada de laurel y una inscripción: Hic tutior fama, que se traduce como: «Aquí [en la muerte] su fama está más protegida». Alrededor del marco, dividida otra vez en tres partes, se lee la siguiente sentencia: Nihil prodest adversus invidiam vera dicere, que significa: «Contra la envidia no sirve de nada decir la verdad». Lope no solo evita atemperar su mensaje anterior, sino que parece reafirmarse, porque dentro de sus obras, es decir, bajo la protección de sus versos, se siente a salvo de la envidia, a la que percibe como un mal inevitable, pues nada sirve contra ella, ni siquiera la verdad. Para completar el cuadro, debajo del escudo una cita de Cicerón: Quid dificilius quam reperire quod sit omni ex parte in suo genere perfectum?, es decir, «¿Qué hay más difícil que encontrar algo que en su género sea perfecto en todos sus elementos?». Toda una declaración de intenciones. Sin embargo, no habría que caer en el error de entenderlo como un arranque de soberbia, sino todo lo contrario. Lope se defiende atacando, como ocurría siempre que era provocado; lo hacía por aquel entonces y lo hará prácticamente hasta el final de su vida11, pero bastaría con estudiar alguna de sus controversias más trascendentales para darse cuenta de que en realidad se trata de una reacción natural o propia a una ofensa sufrida, nunca una actitud de (falsa) superioridad sobre el resto de poetas.
La dedicatoria al marqués de Priego no tiene mayor interés que el de atestiguar que hubo al menos un encuentro personal en Córdoba, aprovechando la estancia de Lope en Sevilla. Lo verdaderamente interesante radica en el prólogo, donde parte y reparte a maledicentes, ignorantes y plagiarios. En un discurso trufado de erudición, donde incluso se atreve a incrustar sentencias latinas dentro de frases castellanas, pululan Aristóteles, Platón, Cicerón y hasta los Proverbia Senecae. En una primera parte, se lamenta de forma mordaz de que ningún trabajo tenga recompensa en aquellos tiempos, pues siempre acechan críticos, que «por envidia o malicia o ignorancia» se atreven a condenar lo que desconocen. Cierto es que el tono general es desdeñoso, aunque circunspecto, pero en el desprecio no puede ocultar el daño que provocan estos censores, como si fueran modernos Eróstratos:
Yo no conozco en España tres que escriban versos, ¿cómo hay tantos que los juzguen? Los que desean hacerse famosos, murmurando rodean, escribiendo atajan, que no es gloria la de Eróstrato, y Catón dijo que más quería que los romanos dijesen: «¿Por qué no han puesto estatua a Catón?», que no «¿Por qué se la han puesto?».
En la segunda mitad dirige su atención hacia otra clase de enemigos, aquellos que imprimen obras ajenas con su nombre y sin su permiso. Un ultraje que merecía respuesta y esperaba remedio, por lo que el Fénix enseña músculo proporcionando una lista de comedias, que pasaría por ser exhaustiva aunque el propio autor reconozca que olvidó algunas, a la que incluso añadiría más títulos en la edición de 1618, la última en vida de Lope. Un catálogo ordenado por los autores de comedias a los que les había vendido cada pieza12. Una lástima que no hubiera habido más ediciones, porque muy probablemente aquella lista se hubiera visto ampliada. Si antes el pulso era más bien belicoso, hastiado de verse como un juguete en manos de los críticos envidiosos, ahora adquiere un tono entre el paternalismo y la resignación, interpelando a sus lectores para que eviten otras comedias, pues no son suyas, y de paso recordarles a los que le tienen afición (y también a los que no tanto) que su fama es consecuencia de su «honesto trabajo», como demuestra el tener tantos seguidores, porque «algunos hay, si no en mi patria, en Italia y Francia y las Indias, donde no se atrevió a pasar la envidia». Porque con la lista de títulos no se termina el prólogo. Lope continúa avisando a sus aficionados de casa de que sus comedias han pasado por tantas manos y papeles que ni siquiera él se atreve a llamarlas suyas, y a los de fuera que sus obras no respetan los preceptos del arte. Libertades que justifica amparándose en el gusto de los españoles, aquel vulgo que sería la piedra angular de su Arte nuevo unos años más tarde. A continuación, retoma su queja hacia los envidiosos maledicentes, que ni siquiera han escrito nada propio, salvo unos pocos versos, como si lo producido con esfuerzo pudiese valer más que lo creado con naturalidad:
Dicen que mucho, luego malo, y que aquello poco es para eternos siglos, como dijo aquel poeta que en tres días había compuesto tres versos. A tan falso argumento respondan los teólogos, los letrados, los filósofos que escribieron tan innumerables sumas.
Para cerrar el prólogo, Lope plantea un juego conceptista donde el Peregrino —novela— y el peregrino —autor— se entremezclan en un ejercicio de falsa humildad, pues, antes de salir a garrotazos con los «perros que muerden», prefiere regalarles el «pan de su limosna», es decir, la metáfora canina empleada para referirse a quien solo usa la elocuencia para injuriar a otros —recuérdese el adagio de Erasmo: caninae facundiae—, que contaba con una larga tradición clásica (Sall., Hist. IV, 54, 1; Quint., Inst. XII, 9, 9; Lactant., Div. Inst. VI, 18, 26). La misma clase de censores a la que llevaba repudiando desde el jeroglífico de la portada.
A la par, entreverada entre prólogos y dedicatorias se encuentra la habitual ristra de poemas laudatorios, donde destacarían un par de composiciones: un soneto de Camila Lucinda y un poema en quintillas firmado por un peregrino, que tanto en un caso como el otro deben ser de puño y letra del propio Lope, pues Micaela de Luján —Camila Lucinda— era analfabeta y el disfraz de peregrino había sido la imagen elegida para presentarse ante los lectores.
El peregrino en su patria fue la primera novela bizantina barroca, como ya anticipara González Rovira en su excelente monografía (1996: 209). No entendida como un territorio virgen, sin deudas o esquemas, sino como un punto de partida donde Lope pudo innovar marcando distancias con las autoridades clásicas, sobre todo Heliodoro, aunque teniendo presente a los modelos inmediatos del siglo XVI, como Núñez de Reinoso o Jerónimo Contreras13.
El molde del género bizantino era el campo de batalla ideal para poner a prueba su condición de poeta culto. La invención de la imprenta y la consecuente aparición de un mercado editorial vino aparejada de un fuerte debate sobre la responsabilidad del escritor sobre su obra y las posibles consecuencias sobre lectores poco preparados o especialmente vulnerables, como mujeres y niños. Para una amplia mayoría, el consejo de Aristóteles, Horacio y San Agustín era más necesario que nunca: la literatura no solo debía entretener al lector sino enseñarle una moral intachable: el cum dignitate otium ciceroniano o mezclar lo útil con lo dulce, como nos recuerda Lope en el prólogo: «Pero sean cual fueren, este es el Peregrino. No carece su historia de algún deleite, porque Tulio dijo: Lectionem sine ulla delectatione negligo, ni de algún provecho, por obedecer a Horacio: Qui miscuit utile dulci».
No hubo género a salvo de la crítica de censores, teólogos y moralistas, ni siquiera la poesía bucólica, pero sin lugar a dudas fue la novela la que centró todas las miradas, en buena medida por la inmensa popularidad de los libros de caballerías, que eran vistos como peligrosos por la rigurosa sociedad contrarreformista. Una y otra vez atacaron la falta de verdad de los hechos narrados, plagados de hechizos, ilusiones y engaños, cuando no una sensualidad más que evidente14. Incluso los humanistas condenaron aquellos relatos, aunque por distintas razones, pues los consideraban huérfanos de la herencia clásica en la medida que eran contrarios al dogma aristotélico de la verosimilitud15, lo cual sería un error a la larga, ya que no supieron calibrar la importancia que tendría la novela como género arquetípico de la modernidad (Rico, 2002: 154).
En medio de aquel escenario tan controvertido, la recuperación de la novela bizantina en el siglo XVI supuso encontrar un género capaz de armonizar ambas posturas, puesto que, por un lado, se satisfacía al gran público, que rechazaba la literatura devota como forma de ocio, y, por otro, se contentaba a los predicadores más severos al ofrecer la moralidad inmaculada de Heliodoro. Verosimilitud y moralidad eran los pilares fundamentales de la novelística griega, garantes últimos de su éxito. El ambiente exótico de palacios portentosos, urbes increíbles y tierras remotas, además de las aventuras, trabajos y desdichas que padecía la pareja protagonista aseguraban el deleite de los lectores mientras que la virtud de sus actos, especialmente la defensa de la castidad, lograba el beneplácito de los cenáculos más rigurosos, aquella castidad tan fuertemente ligada a la honra familiar, epicentro de la sociedad española de la época. Frente a una estrategia que buscaba la tensión constante entre lo inesperado y lo maravilloso, existía un orden moral que aseguraba el suspense, la coherencia interna y, consecuentemente, el interés del lector. El amor de aquellos jóvenes, que nacía de una contemplación platónica de la belleza, pero que se consumía bajo una tensión sexual reprimida, afrontaba toda clase de asechanzas, pruebas y peligros que les deparaba la Fortuna o la Providencia divina, según el caso. Todo por alcanzar el fin, deseo y premio último: el matrimonio. Una purificación por el sufrimiento que hará suya la Contrarreforma como lección ascética para el buen cristiano.
La propagación de la materia bizantina fue vertiginosa. Desde que se descubriera un primer manuscrito en la biblioteca de Matías Corvinus y se publicara una princeps bajo el título de Historiae Aethiopicae libri decem (Basilea, 1534), el éxito fue inmediato, como atestiguan sus tempranas traducciones y la interminable caterva de elogios16. Al otro lado de los Pirineos, Jacques Amyot le otorga validez como modelo ejemplar en su prólogo a la traducción francesa de Las etiópicas (1547) de Heliodoro, escudándose en el consejo de Santo Tomás de Aquino y su tantas veces traído Ludus est necessarius ad conservationem humanae vitae:
La imbecilidad de nuestra natura no puede sufrir que el entendimiento esté siempre ocupado a leer materias graves y verdaderas [...] Por lo cual, es menester algunas veces, cuando nuestro espíritu está turbado de algunos infortunios, o cansado de mucho estudio, usar de algunos pasatiempos (Heliodoro, 1954: lxxvii).
En las páginas de sus Poetices libri septem (1561), Julio César Escalígero califica a Las etiópicas del modelo más espléndido17. Asimismo, Torcuato Tasso la considera como una variedad en prosa de la épica, y en nuestro país Alonso López Pinciano defiende en su Philosophía antigua poética que la novela bizantina es una épica de carácter fabuloso que debe ser incluida dentro de la epopeya, porque «los amores de Teágenes y Cariclea de Heliodoro y los de Leucipa y Clitofonte de Achilles Tacio son tan épicos como la Ilíada y la Odisea» (1998: 461). El entusiasmo de López Pinciano por el género bizantino es tan grande que no duda en situar al novelista de Émesa a la misma altura que Homero y Virgilio por la manera de utilizar el comienzo in medias res en sus relatos: «Heliodoro guardó eso más que ningún otro poeta, porque Homero no lo guardó con ese rigor, a lo menos en la Ilíada, ni aun en la Ulysea si bien se mira; y, si miramos a Virgilio, tampoco comenzó del medio» (ibíd.: 482-483).
Otra controversia de la que el género bizantino saldría como claro vencedor sería el debate de corte neoaristotélico sobre la distinción entre historia y poesía. Para muchos humanistas, los libros de Heliodoro y Aquiles Tacio eran paradigmas de una historia sin referentes reales, pero que aun así seguirían siendo verosímiles en términos de decoro, estilo y ejemplaridad. Una verosimilitud que potencia la admiratio del lector, a pesar de lo maravilloso del relato. Así lo explicaba el Fénix en el libro IV del Peregrino:
¿A quién parecerá creíble el [argumento] que yo sigo? Tanto más, obligado a que sea cierto cuanta diferencia tiene la licencia de la poesía a la verdad de la historia. El ir suspenso el que escucha, temeroso, atrevido, triste, alegre, con esperanza o desconfiado, a la verdad de la escritura se debe, o a lo menos, que no constando que lo sea, parezca verosímil.
Sin embargo, a pesar de tanto reconocimiento lo cierto es que la prosa griega tuvo una recepción limitada en España, a juzgar por el mediocre impacto que alcanzaron sus títulos más conocidos18. Comparado con las treinta ediciones francesas, solo siete ediciones de Las etiópicas y dos de Leucipa y Clitofonte parecen un bagaje escaso. En nuestro país tanto Heliodoro como Aquiles Tacio quedaron como autores de prestigio para una minoría académica, aunque será principalmente en las primeras décadas del siglo XVII cuando el género bizantino se revitalice impulsado por las aportaciones de Lope de Vega, primero, y Cervantes, después19. Incluso cruzó los límites entre géneros, metamorfoseándose en otros moldes literarios, como el teatro, surgiendo la comedia bizantina20. De cualquier manera, la mayoría de las alusiones a estos autores clásicos están reducidas a un período de tiempo muy corto, por lo que se trataría más bien de una moda literaria entre las élites humanistas.
Sobre la fortuna del Peregrino en el Siglo de Oro en particular, podríamos hablar de un éxito mediano, sin grandes números, pues la novela conocerá hasta cinco ediciones en vida de su autor:
Sevilla, 1604.
Barcelona, 1604.
Barcelona, 1605.
Bruselas, 1608.
Madrid, 161821.
Cifras nada desdeñables, pero muy lejos de su rival en el espejo, el Persiles cervantino, que ya había superado aquellos números el mismo año de su publicación22. Fuera de nuestras fronteras su fortuna no fue menor, ya que El peregrino en su patria fue adaptado y traducido con premura, como atestigua la traducción francesa de Vital d’Audiguier, con el título de Les diverses fortunes de Panfile et de Nise (París, 1614)23, la primera de todas. Asimismo, en las Islas Británicas hallamos The Pilgrime of Casteele (Londres, 1621), traducción anónima24, mientras que en alemán también llegaría una traducción en vida de Lope: Der Wunderseltzamen abenteuerlichen Geschichten des Panfils und der Nise (1629)25, aunque en realidad estaría hecha a partir de la traducción francesa.
La novela bizantina tiene como protagonista absoluto al peregrino de amor, un nuevo caballero andante que como arquetipo de la condición humana, frente al pícaro o el pastor, representó al héroe por antonomasia de la Contrarreforma. Un género considerado como ideal y ejemplar ante el fracaso del mundo maravilloso de los libros de caballerías, tan inverosímil como dañino. Para el Concilio de Trento (1545-1563) se trataba de un instrumento efectivo para transmitir los dogmas de la fe católica. Heredero del peregrino medieval, que por un voto piadoso recorría el mundo en redención de sus culpas o pecados, se convierte en un héroe errante que vaga fuera de su patria26. Frente a lo particular de las aventuras del caballero andante se colocaría lo universal de los avatares del peregrino:
Así como el caballero andante es el ideal heroico del mundo medieval, y el cortesano el arquetipo ejemplar de hombre del Renacimiento, el peregrino es el paradigma del hombre del Barroco y el ideal del caballero cristiano (Vilanova, 1989: 332).
En el Antiguo Testamento aparece con insistencia el concepto de la vida humana como una errante peregrinación sobre la tierra, que probablemente tuviera su raíz en el carácter nómada del pueblo judío, pues ya en el Génesis se nos cuenta cómo Abraham tuvo que emigrar a Egipto para no pasar hambre (Gn 12, 10) o cuándo el Faraón le preguntó la edad a Jacob y esta fue su respuesta: «Los años de mi peregrinación son ciento treinta. Pocos y malos han sido los años de mi vida, y no han llegado a los años de la vida de mis padres en los días de su peregrinación» (Gn 47, 9)27. La identificación entre años vividos y peregrinados constituye acaso el mejor epítome del pensamiento contrarreformista.
A partir de aquí surge como natural la idea de la existencia humana como un amargo peregrinaje de la cuna a la sepultura. Un viaje hacia la vida eterna donde el alma está desterrada de la patria celestial y busca regresar a casa, es decir, volver a Dios, como dejó escrito San Pablo (2 Co 5, 1-8). Un concepto, todo sea dicho, que no es exclusivo de la cristiandad, pues remite al mito del origen celeste del hombre, su caída en desgracia y el posterior intento de retornar a la divinidad. Es el homo viator. Desde Jerónimo de Contreras en adelante, este lamento de angustia será la piedra angular sobre la que pivotará la novela bizantina barroca:
El extranjero, peregrinante fuera de su patria, se convierte en definición del alma religiosa que debe ser probada para dar testimonio de su unión con Dios; la prueba tiene por finalidad una verificación y también un conocimiento al término de la experiencia que se certifica en el periasmos: la fe-fidelidad en medio de la aflicción y la tentación (Lara Garrido, 2004: 118).
Como fuentes literarias primigenias, los antecedentes remotos recaerían en Ulises y Eneas —sobre todo el primero—, pues al fin y a la postre es la Odisea el modelo canónico de la novela de viajes. En la epopeya homérica se establece como ejemplar el paradigma del peregrino errante por tierras remotas, indomable ante la adversidad y sin otro deseo que el de volver a casa. Un héroe épico desnudado a su condición de padre y marido en cada una de sus escenas familiares, con virtudes y flaquezas, que se acabará erigiendo como prototipo del hombre sabio, ingenioso y prudente. «El triste y desnudo peregrino», como lo llamaba Torquato Tasso28. Un espejo donde la Contrarreforma creerá ver la figura del peregrino acosado por la confusión del mundo, que sigue el camino hacia la salvación guiado por la fe, la Providencia y la gracia divina. Un tanto de lo mismo se podría decir del piadoso Eneas, si seguimos su viaje desde Troya hasta el Lacio, donde padecerá toda clase de peligros, trabajos y aventuras lejos de su patria, por lo que también será bautizado como peregrino. En uno de los sonetos laudatorios a nuestra novela, don Juan de Arguijo los evoca a ambos en términos idénticos:
Con heroica grandeza el sabio griego
cantó de aquel astuto peregrino
el luengo discurrir, cuyo camino
tuvo por fin de Ítaca el sosiego.
Y del ilustre dárdano, que el ruego
de Elisa desdeñó y a Italia vino,
los varios casos resonó el latino
plectro, que celebró de Troya el fuego.
Del uno y otro a la sublime gloria
un Peregrino en su fortuna aspira
por la voz dulce y cortesano aviso
del culto Lope, que en su nueva historia
tales sucesos canta con la lira
del peregrino que lo fue en Anfriso.
Bajo la égida de la astucia de Ulises y la piedad de Eneas, el Humanismo embarcará a este nuevo héroe en una peregrinatio amoris con la guía de los ideales platónicos, las virtudes estoicas y las creencias cristianas, de tal manera que el heroísmo del caballero medieval acabará fundido con la discreción del cortesano renacentista en un solo molde, símbolo de la condición humana.
Antes de la publicación de La historia deClareo y Florisea de Alonso Núñez de Reinoso (1552) ya se pueden rastrear en España diversos puntos de encuentro con la novela griega. La imagen del peregrino de amor ya había sido empleada por Petrarca para aludir al poeta caminante, solitario y desdeñado, pero será Boccaccio quien escribirá una novela para semejante protagonista: Il Filocolo (c. 1336), una versión a lo pagano del cuento medieval de Floris y Blancaflor, donde Floris emprende una peligrosa peregrinación por el Oriente en busca de su amada. Una historia llena de aventuras bajo un sustrato bizantino tan evidente que el propio Boccaccio lo reconoció atribuyendo la autoría a un sacerdote griego llamado Ilario. Para muchos la primera novela de peregrinos en Occidente. Una precursora de aquella mezcla de lo maravilloso y lo ascético propia de los libros de caballerías, por lo que Floris y Blancaflor fue enseguida catalogado por algunos críticos como un relato caballeresco breve.
Sin embargo, en nuestra opinión, el verdadero punto de inflexión sobrevendría siglos más tarde, con Il libro del Peregrino de Giacomo Caviceo (1508), que fue traducido al castellano por Hernando Díaz con el título de El peregrino y Ginebra (1520), y cuya autoría pretendió usurpar en vano. Un libro que sería reeditado hasta cinco veces hasta que fuera incluido en el Index inquisitorial de 1559. El desenlace fatal de la peregrinación de estos amantes, cargado de fuerte intención simbólica, llega tras una larga concatenación de artificios propios del género (principio in medias res, historias interpoladas, etc.), así como los argumentos tradicionales de la prosa griega (separación, naufragios, cautiverio, etc.). Asimismo, Caviceo introduce algunas novedades en la estructura de la novela, como la inclusión de ermitaños con largos discursos estoicos, que se harán un hueco posteriormente en la novela bizantina española, primero en la Selva de aventuras de Contreras (1565) y después en El peregrino en su patria de Lope, por exponer los títulos más paradigmáticos. Otros elementos que fueron señalados por la crítica, como las digresiones moralizadoras con que Ginebra intenta aquietar la pasión sensual del peregrino, no lo serían tanto al menos de forma directa, pues ya Cariclea tuvo que contener los arrebatos amorosos de Teágenes:
Cuando Cariclea sentía que Teágenes en alguna cosa quería salir de los términos del decoro y mostrar alguna desenvoltura, le refrenaba con traerle a la memoria el juramento, y él sin dificultad se dejaba meter por camino y se moderaba, siendo tan cencedor de sus apetitos y deleites, cuanto era cencido del amor (Heliodoro, 1954: 181).
Considerada como la primera manifestación de la prosa griega en España, se puede decir que con Núñez de Reinoso comienza la andadura de la novela de aventuras en nuestro país, aunque para ciertos estudiosos su fuerte hibridismo lo alejaría del género. Sin embargo, su impacto estético y comercial fue minúsculo: La historia de Clareo y Florisea nunca fue reeditada29 y apenas se han observado trazas en obras posteriores, acaso en el Persiles30. A decir verdad, tampoco se puede hablar de una obra completamente original, pues se trata de una traducción parcial del Leucipa y Clitofonte de Aquiles Tacio. A medio camino entre la traducción y la reescritura, Núñez de Reinoso reconoce que partió del texto incompleto de Lodovico Dolce, que había sido el primer traductor al italiano31 de la obra de Tacio:
Habiendo en casa de un librero visto entre algunos libros uno que Razonamientos de amor32 se llama, me tomó deseo, viendo tan buen nombre, de leer algo en él; y leyendo una carta que al principio estaba, vi que aquel libro había sido escrito primero en lengua griega, y después en latina, y últimamente en toscana; y pasando adelante hallé que comenzaba en el quinto libro. [...] Por lo cual acordé de, imitando y no romanzando, escribir esta mi obra [...] en la cual no uso más que de la invención y algunas palabras de aquellos razonamientos (Núñez de Reinoso, 1997: 95).
La historia de Clareo y Florisea está compuesta de treinta y dos capítulos, de los cuales solamente los diecinueve primeros están basados en Leucipa y Clitofonte. El resto del libro pasa por ser una creación original y recuerda más a un libro de caballerías que a una novela bizantina, en concreto, a los llamados relatos caballerescos breves, donde un viaje azaroso termina con el reencuentro de los amantes y el deseado matrimonio. En definitiva, una fragmentación que para críticos como Cruz Casado se constituiría en su principal defecto:
Una lectura atenta del Clareo y Florisea nos produce una sensación de fragmentarismo, de obra inacabada, constituida por materiales de acarreo muy diversos y sujeta a posibles modificaciones que no alterarían sustancialmente el conjunto. En este fragmentarismo intervienen, sobre todo, la falta de un final y de un principio en la narración (Cruz Casado, 1994: 30).
En esta última parte se cuentan las aventuras de Isea —la Melita de Aquiles Tacio— que se convierte en la auténtica protagonista y cronista de los hechos. El hecho de que Núñez de Reinoso haga de este personaje secundario el narrador principal es un detalle al que pocos estudiosos le han dado la importancia suficiente, pues su testimonio le otorga mayor verosimilitud al relato, pues esté fuera o dentro de la acción, el lector le considerará siempre como un testigo presencial de la historia y, por tanto, sentirá más su desesperanza:
Salvo en muy contadas ocasiones, [Isea] es narradora omnisciente de hechos que no ha presenciado y de sentimientos íntimos de los demás personajes. La narración en primera persona se caracteriza sobre todo por la presencia reiterada del yo y la expresión patética. El confiar la voz narrativa primera a un personaje abocado a la frustración y la desesperanza [...] es fruto de una voluntad estética (Marguet, 1999: 11).
En el Peregrino de Lope no tenemos narradores en primera persona, salvo en momentos puntuales, cuando personajes secundarios como Celio o Finea toman la palabra para contarnos sus rocambolescas desdichas, pero en ocasiones el narrador-autor se inmiscuye en la acción novelesca como si fuera uno más33, haciéndonos partícipes incluso de las confidencias secretas de los enamorados:
Acuérdome en este punto de haber oído decir muchas veces a Pánfilo, ya descansado de estas fortunas, que en su vida había hecho por Nise cosa más fuerte que resistir la voluntad de Flérida, porque fuera de tan altos beneficios, era singularmente hermosa.
Esto no sería suficiente para determinar que haya influencia directa de Núñez de Reinoso sobre Lope34 —parece lógico exigir algo más—, pero no deja de llamarnos la atención de cómo uno y otro emplean el mismo recurso para conmover al lector y arrastrarlo hacia el interior del relato. Como ya había dejado escrito Cicerón, en todo discurso el orador debe satisfacer la tríada docere, delectare, movere para persuadir a su auditorio35, y mediante aquella inserción oportuna de un narrador homodiegético, que se transforma en exterior o interior a conveniencia, ambos autores pretendían el mismo propósito: ganarse la buena voluntad del público, especialmente el femenino, para poder así influir en sus afectos, atraer o desviar su atención según el caso y predisponerlo para aprender la doctrina moral que encerraban sus libros. Un juego de voluntades que ponen sobre el tablero con interesante acierto:
Isea escribe su obra desde el aislamiento como forma de consuelo, pero consciente de que sólo un público principalmente femenino es capaz de identificarse con ella porque comparten una misma sensibilidad (González Rovira, 1996: 172).
Un segundo detalle que atrae nuestra curiosidad es el hecho de que ambos autores prometan una segunda parte. Una secuela que por supuesto nunca llegaría y que probablemente jamás tuvieran intención de escribir, pues, en realidad, se trata de un convencionalismo heredado de otros géneros, como los libros de caballerías o la novela pastoril, lo cual lo hace todavía más sugerente porque reforzaría el carácter híbrido de lo bizantino, un rasgo especialmente marcado en época barroca, sobre todo a raíz del Clareo y Florisea, que abrió las puertas a la experimentación:
Vergara, general en todo género de representaciones y Pedro de Morales, cierto, adornado y afectuoso representante, hicieron después otras dos llamadas El Argel fingido y Los amantes sin amor, que con otras fiestas se remiten a la segunda parte.
Por último, una tercera y última característica que entroncaría ambos títulos —aunque nos seguimos resistiendo a hablar de influencias, cuanto menos directas— sería el patetismo de los personajes a la hora de expresar sus sentimientos. Un rasgo que va a definir a todo el género desde Núñez de Reinoso en adelante. Un recurso directo, desnudo y primario en las formas, que a veces roza lo dramático, pero que vuelve a buscar la sintonía con la sentimentalidad de los lectores del Siglo de Oro:
El patetismo evidente de estos fragmentos, parlamentos de personajes o monólogos, se refleja en el uso de figuras de alocución como el apostrophe y de pregunta como la interrogatio y la subiectio y todas las afectivas, en particular la exclamatio. Por no entrar ya en la llamativa sintaxis de estilo basada en la anáfora y la constante recurrencia de períodos bimembres y trimembres en isocola o figuras paralelísticas (Fernández Mosquera, 1997: 80).
Una exteriorización de las pasiones que no responde a la tradición de la prosa griega, donde impera más la sugestión, sino a otros lugares, como la novela sentimental, de la que es tributaria.
La Selva de aventuras de Jerónimo de Contreras es el último eslabón de importancia antes de llegar a Lope, pues con esta novela se consolida el género bizantino en España. Al contrario de lo que había sucedido con Lahistoria deClareo y Florisea, la novela de Contreras cosechó un éxito notable, como demostrarían sus cerca de veinte ediciones en algo más de medio siglo y al menos una traducción francesa que gozó de varias reimpresiones36. Antes de analizar posibles influencias habría que ponderar el escollo de que la Selva de aventuras presenta dos versiones con finales completamente distintos37. La novela aparece publicada por vez primera en Barcelona, dividida en siete libros, para después ser impresa en Castilla en una nueva versión de nueve (Alcalá, 1582). A partir de entonces ambas versiones se difunden de manera alterna. Resulta paradójico comprobar cómo la crítica ha prestado mayor atención a la princeps que a la segunda, cuando en realidad esta última, al estar más cerca a las fechas del Peregrino lopesco, tendría que ser la auténtica referencia38. Al fin y al cabo, la estancia de Lope en Valencia coincide con la salida a la luz de una de las ediciones de la segunda Selva (1589), por lo que posiblemente conociera el libro.
La narración se construye a partir de una peregrinación donde el héroe de nuestra historia, Luzmán, se marcha por curiosidad y para olvidar, como en la tradición pastoril de influjo petrarquista, pero cuyos pasos le encaminarán hacia un verdadero viaje de aprendizaje espiritual:
Una aventura espiritual que consiste en la formación cristiana del individuo, en una dirección claramente estoica. Por ejemplo, la organización de la experiencia de Luzmán en siete libros, número que en la tradición cristiana medieval aparece en numerosas obras de formación ascética, destaca como libro central el cuarto, donde abundan las historias morales por encima de las amorosas (González Rovira, 2004: 189).
Un camino ascético sobrevenido —pues a Luzmán no le ata ningún voto o promesa religiosa—, que le llevará por lugares apartados, pero no desconocidos para el español del Quinientos: Portugal, Italia, Argel —sin olvidar la propia España—. Ya no hay cabida para ciudades remotas, como Bizancio o Alejandría, o tierras de leyenda como la Ínsula de la Crueldad, por donde habían deambulado los personajes de Núñez de Reinoso. En la Selva de aventuras se nos muestra una geografía cercana, mas con ciertas dosis de exotismo, que acabará marcando las novelas siguientes, especialmente El peregrino en su patria, donde la acción también se desplaza a escenarios lejanos, pero familiares para el lector barroco, como Ceuta, Marsella, Perpiñán, Lisboa o Roma, porque quizás, como advirtiera González Rovira, «el mundo de su novela pretende ser no ya verosímil, sino verdadero» (2004: 138).
Otro de los elementos innovadores que la Selva de Contreras aportará al género, y, por ende, a Lope, será la inclusión de material no narrativo, es decir, textos tanto poéticos como dramáticos que, siendo ajenos o colaterales a la historia principal, podrían desgranarse de la novela sin perjuicio alguno de la acción. Si centramos el análisis en la Selva, Alberto Navarro llegó a considerar estos pasajes como un «mero pretexto para publicar poesías previamente escritas» (1990: 65); en el caso de Lope, bien podría ser algo parecido, dadas las difíciles circunstancias que rodeaban la impresión de sus obras dramáticas a primeros de siglo, sin embargo, no es menos cierto también que la narrativa nunca fue un terreno propicio para el Fénix, pues es aquí donde se transparentan sus carencias y muestra su lado humano, por decirlo de alguna manera, muy lejos de ser un «monstruo de la naturaleza», como lo llamaría Cervantes años más tarde. Por este motivo, desde un principio Lope acreditó una tendencia a moldear sus narraciones bajo la horma de sus comedias, aprovechándose del gusto barroco por la metamorfosis de género. Un deslinde agresivo entre novela y teatro que ya se demostró harto suficiente con las Novelas a Marcia Leonarda39 y qué decir de La Dorotea, que el propio Lope bautizara como «acción en prosa»:
Demás que yo he pensado que tienen las novelas los mismos preceptos que las comedias, cuyo fin es haber dado su autor contento y gusto al pueblo, aunque se ahorque el arte; y esto, aunque va dicho al descuido, fue opinión de Aristóteles (Vega, 2002a: 183-184).
Salvedad importante sería advertir que Lope no consideraba el género bizantino como novela en un sentido estricto40, pero el razonamiento permanece incólume. Por lo tanto, en nuestra opinión, creemos que el recurso de intercalar los autos sacramentales sería un intento por acicalar la historia con textos con los que el Fénix se sentía seguro, es decir, el ejemplo de la Selva de aventuras más que un modelo o inspiración (Rubiera Fernández, 2002: 113) fue la excusa para acercar el Peregrino a territorio amigo. En concreto, cuatro autos sacramentales: El viaje del alma, Las bodas entre el Alma y el Amor divino, La Maya y El hijo pródigo, a cuya representación asisten los propios personajes de nuestra historia, para evadirse por un rato de sus desdichas. Aquel otium cum dignitate que estaba detrás de cualquier auto lopesco, porque, aunque estamos de acuerdo con Celina Sabor de Córtazar cuando refiriéndose a los autos del Peregrino los considera de interés teológico poco profundo (1983: 978-982), la estudiosa argentina parece olvidar que en Lope nunca existió intención alguna de subirse al púlpito, como sucederá más tarde con Calderón de la Barca y su generación, sino de convertir el mensaje eucarístico en una fiesta barroca, donde otros elementos, como la escenografía o la música41, jugaban también un papel fundamental:
El clarín inicia muchos de estos autos; las chirimías culminan la apoteosis eucarística del final. La misma polimetría supone también una variación musical, pero la música como tal es un ingrediente indispensable. El oído, sentido de la fe, el único que no engaña, es un receptor privilegiado en el espectáculo sacramental (Izquierdo Domingo, 2014: 179).
Tan palpable es este matiz, que en ocasiones el Fénix marca distancias incluso con las convenciones primarias del género. Ya Javier Rubiera, haciendo suya la idea de Philip Martin y continuando el pensamiento de Avalle-Arce, trató de separar a Elhijo pródigo del resto, al no considerarlo estrictamente como un auto sacramental, sino como una parábola dramatizada:
Todas estas diferencias temáticas, métricas, musicales, escenográficas y de tono hacen que sea difícil incluir esta «representación» de El Hijo Pródigo en un mismo subgénero con las otras tres [...] y que la acercan más al modelo compositivo de la comedia (Rubiera Fernández, 2002: 120).
Otro punto de encuentro estaría en aquellos personajes que se cruzan en el camino de los protagonistas para compartir sus experiencias con ellos. Vivencias en su mayoría de corte amoroso y final desgraciado que sirven de advertencia de lo que les puede pasar si no siguen la senda de la virtud, ya sea por el cumplimiento de los votos de castidad o la superación de cualquier otra prueba moral a la que se vean sometidos. Si en el Peregrino el mejor paradigma lo conformaría Everardo, en la Selva la historia de Garindo es la más ejemplar, a pesar de sus rasgos hiperbólicos. Casado diez veces sin amor, cuando finalmente consigue amar, ella se suicida por no poder soportarle, porque para Contreras el amor humano que no sigue los preceptos cristianos, que lo encaminan libremente al matrimonio, está condenado al fracaso.
Un último lugar común entre ambos títulos sería el papel que juega la Providencia en el desarrollo de la acción narrativa. Los héroes se ponen en manos de Dios una y otra vez a lo largo de todo el libro. En la Selva son continuas las invocaciones a la divinidad, reforzando el carácter ascético de aquellas aventuras, donde la Providencia cristiana estará puesta en valor respecto a la Fortuna pagana. En semejante encrucijada solo se puede prever un único vencedor. Como sucederá con el resto de novelas de peregrinos barrocas existe un rechazo frontal a la Fortuna, siendo solo la guía o intervención de Dios la única fuerza capaz de resolver las penalidades que azotan a los jóvenes enamorados.
Si bien se trata de una novela que muy pocos confiesan haber leído, acerca del Peregrino la crítica ha hecho correr ríos de tinta, sobre todo en torno a dos ejes primordiales: primero, la idea u objetivo que Lope pudo tener en mente cuando decidió enfrentarse al papel en blanco, y, segundo, la toma de conciencia profesional, reflejada en aquel largo catálogo de comedias. Ya mostramos la intencionalidad de la obra cuando explicamos su génesis, por lo que no repetiremos aquí lo dicho en otros lugares. A propósito de la segunda ya avanzamos algo en la introducción, aunque conviene remarcar que el Peregrino está considerado como una cima fundamental en la carrera literaria del Fénix y quizás más allá, pues por primera vez en la Historia de la Literatura española tenemos un autor que asume, defiende y pretende dirigir la otra cara de su oficio como creador: la comercial. Y lo deja por escrito siglos antes de la aparición de los primeros escritores profesionales y en un tiempo, momento y lugar donde cualquier poeta, incluido el Fénix de los Ingenios, necesitaba la protección de un mecenas para poder salir adelante. Enfurecido por las maquinaciones de envidiosos, maledicentes y falsificadores, Lope sale a la palestra para defender su legado artístico:
La esperanza del premio dice Séneca que es consuelo del trabajo. ¿Quién hay que le espere en este tiempo? ¿O quién escribe? Si como dice Aristóteles: Delectatio perficit operationem, si no debe entenderse por la que el entendimiento recibe.
Un quejido de orgullo; no obstante, la lista de comedias podría interpretarse tanto como un puñetazo en la mesa como una pataleta infantil, porque a decir verdad Lope no podía hacer nada para evitar la usurpación de su nombre, ni siquiera defender legalmente sus obras, porque los derechos de autor en el Siglo de Oro eran prácticamente inexistentes y las malas prácticas podían ser inmorales, pero nunca ilegales42. Sin embargo, la verdadera trascendencia de este corpus residiría en que supone la primera piedra de una larga lucha que situaría a Lope como un escritor avant la lettre, pues es muy difícil encontrar una conciencia de autor semejante en el Seiscientos. Una porfía por sus derechos legales que le llevará hasta la fecha emblemática de 1617, cuando consigue por vía judicial el control y supervisión de cualquier comedia suya que fuera publicada. Un triunfo agridulce contra el impresor Francisco de Ávila —en realidad derrota43—, porque, si bien se le reconocía la propiedad de sus obras incluso después de ser vendidas, no se le concedía ningún tipo de beneficio económico por las ventas de sus Partes de comedias44.
A las claras parece evidente que no se debe discutir la amplia relevancia de ambos asuntos, pues trascienden incluso la figura de quien escribió esas líneas; no obstante, en demasiadas ocasiones se ha prestado más atención a la intencionalidad de Lope o la lista de comedias del prólogo que a las páginas del interior, como si las circunstancias en las que fue escrito fueran más importante que su propio contenido. No se trataría de su mejor libro, es cierto, pero tiene una singularidad especial por la que no se merecía ese largo ostracismo de más de cuarenta años sin una nueva edición45.
Una de las primeras cuestiones que se plantea quien se enfrenta a las páginas del Peregrino es tratar de identificar el género que tutela la trama narrativa. A pesar de que a simple vista parece una pregunta fácil de responder, lo cierto es que con el paso del tiempo se ha ido convirtiendo en un debate encendido, alimentado quizás por postulados estériles, que confunden la categoría con su evolución diacrónica. Sin lugar a dudas, El peregrino en su patria es una novela bizantina, barroca si queremos ser más específicos. A nuestro juicio, plantearse otras posibilidades sería un craso error. No queremos negar tampoco el problema teórico. La complejidad de ciertos temas, motivos y argumentos que configuran un género tan particular como el que se nos presenta puede, desde luego, generar una duda razonable. Lope intenta insuflar aires renovadores a unos mimbres antiguos, pero en ningún caso serían remotamente suficientes para descuadrar la novela:
Sólo desde la exacta definición del modelo en su silueta mitémica, que constituye el gran atractivo de novedad que a partir del redescubrimiento humanista impulsa su resurgir, es factible establecer, mediante la correspondencia de totalidades, en qué grado y de qué manera la creación del Fénix asume la poética del género, adoptando soluciones que confirman, transgreden o niegan determinados supuestos (Lara Garrido, 2004: 100).
Sea o no un ejercicio de innovación, en ningún caso se trata de una «novela mosaico», como enunció Rafael Osuna allá por la década de los setenta (Osuna, 1972: 329). No fue el único. Por aquel entonces salía a la luz la última edición del Peregrino hasta la fecha y su editor también le negaba la etiqueta de bizantina a la novela:
Desde el punto de mira conceptual estas nuevas novelas [Peregrino y Persiles] están imantadas por la religión católica y no el azar [...] son, en su esencia, experiencias religiosas. Esta es la característica esencial de la novela de aventuras del XVII español, y en esta medida ya no se puede llamar novela bizantina (Vega, 1973: 30).
Si bien podemos estar de acuerdo con la primera parte del razonamiento, no creemos que la conclusión sea la más acertada. Como ya hemos señalado, Lope —y más tarde Cervantes— intentaron imitar a Heliodoro desafiando el principio de auctoritas. No había otra manera. Bajo la égida de la emulación, el poeta barroco que aspiraba a alcanzar el timbre de poeta culto debía consumar la máxima Arte natura perficitur. Si la naturaleza de una época era distinta a la precedente, el arte debía adaptarse a las normas de los nuevos tiempos. Así de elocuente lo explicaba Alfonso Sánchez, en el Apéndice a la Expostulatio Spongiae (1618), para defender precisamente las obras del Fénix:
En verdad, las obras de los poetas reflejan la naturaleza, las costumbres y las cualidades de la época en la que se escribieron, de la misma manera que se observan las reglas de la métrica, aunque en éstas se permite a los instruidos innovar y descubrir nuevas posibilidades. [...] En las obras narrativas hay un planteamiento propio, a veces rústico, a veces urbano, a veces erudito e iletrado a la vez, y, sin embargo, la narración es una y la misma, diferente per se en razón de la variedad de los personajes, porque la naturaleza reclama que el hombre docto mantenga suspensos en la narración a los mismos que el rústico hace reír. Pero, ¿esas son las cosas que dices contra Lope? ¡Qué error! [...] La naturaleza se perfecciona con el arte (González-Barrera, 2011: 313).
Emular, que no destruir o hacer tabla rasa. El peregrino en su patria fue un intento de equipararse a Heliodoro, marcando claras distancias con Las etiópicas, pero tratar a ambas obras como si pertenecieran a géneros totalmente independientes sería como afirmar que no se le puede llamar tragedia a una pieza dramática que no incluya un coro.
En semejante reforma tuvo un papel substancial la tendencia hacia la experimentación del período barroco, cuando las fronteras entre géneros se iban diluyendo poco a poco, y donde surge un fenómeno que impregnará todo el siglo XVII: el hibridismo46. Como ya hiciera en otros lugares de su narrativa, Lope decidió tirar por el camino que le resultaba más cómodo, es decir, la inclusión de material dramático con el que intentar renovar el género. La hibridación entre novela y teatro es tan fuerte en Lope que incluso se pueden hallar paradigmas a la inversa, es decir, tramas narrativas que acaban metamorfoseándose en argumentos de comedias (González-Barrera, 2015: 104). En suma, un proceso de orfebrería sobre el que ya otros repararon:
El Peregrino es un caso de virtuosismo literario y en algunos respectos semejante a las comedias de Lope (Castro y Rennert, 1968: 151).
Por influjo de su genio peculiar, [Lope] funde la novela bizantina con la comedia de capa y espada y crea la verdadera novela española de aventuras del siglo XVII (Vilanova, 1989: 368).
A nuestro juicio, no hubo estudioso que lo entendiera mejor que Javier González: «El peregrino en su patria es, en el fondo, una novela bizantina protagonizada por personajes de comedia» (2004: 148). De cualquier manera, aceptada la premisa quedaría por ponderar el peso real del teatro en el Peregrino. Para nosotros tendría un peso más llamativo que trascendente porque el armazón sobre el que se construyó la novela seguiría siendo plenamente bizantino47.
Técnicas
Sin ningún reparo, el Fénix emplea de forma intencionada las tres técnicas fundamentales de la prosa griega. Para empezar, la novela comienza bajo el principio in medias res, como no podía ser de otra forma, probablemente el rasgo definitorio del género, tomado del ejemplo de Homero y Virgilio, que comenzaron sus relatos más allá del devenir natural de los acontecimientos. Un comienzo abrupto que suele restablecerse con el relato de alguno de los personajes, que mediante el recurso de la analepsis completiva recupera para el lector el orden natural de la historia. Así, en el Peregrino, entre los restos de un naufragio que el mar ha arrastrado hasta la orilla, encuentran a un hermoso joven moribundo sin que se nos explique nada de aquel misterioso náufrago o de las circunstancias que ocasionaron su desgracia.
Por otra parte, la suspensión es otra de las técnicas del género para conseguir atraer el interés del lector. Un cambio brusco en el orden natural del relato que provoca la duda, temor e incertidumbre del lector, a quien se le oculta la suerte de alguno de los protagonistas, causando su admiración y el consiguiente deseo de seguir leyendo. En el caso de Pánfilo y Nise, nuestra pareja protagonista, son innumerables las ocasiones donde esto ocurre, dejándonos con la intriga, es decir, con el suspense por lo que puede haber sido de ellos.
Por último, relacionado con lo anterior, tenemos el recurso de la doble focalización, que consiste en alternar el devenir de la historia llevando el relato hacia uno u otro personaje, normalmente como consecuencia de la separación de los jóvenes enamorados. Una serie de acontecimientos que continúa la línea argumental, pero no necesariamente de manera simultánea. En el Peregrino, Pánfilo y Nise pasan más tiempo separados que juntos, por lo que el cambio en el foco de atención es continuo. De esta forma se provoca la sugestión del lector, captando su curiosidad y causando una tensión dramática que se intenta llevar hasta la última página.
Motivos
La defensa de la castidad, otro estandarte de la novelística griega, es la piedra angular de la peregrinación de los amantes, pues se trata del único voto que Nise le exige a Pánfilo como conditio sine qua non para escaparse con él. Como otras heroínas del género llevará su celo hasta las últimas consecuencias, pues la virginidad femenina representaba el epítome de su honor y, por extensión, de la honra familiar. Por ende, siguiendo el modelo bizantino, en la novela española de peregrinos es la mujer la que impone el juramento al hombre. En el libro III leemos:
Nise, a quien ya parecía más imposible vivir sin Pánfilo que la tierra sin agua, el mundo sin aire, el fuego sin materia y el armonía de los cielos sin su primero móvil, llorando le dijo que la llevase consigo, y que dondequiera que él quisiese le seguiría, con tal condición de que le hiciese un solemne juramento de no gozarla menos que estando casado con ella.
Otro motivo recurrente será el matrimonio concertado en contra de la voluntad de los hijos, que provocará la huida en secreto del hogar familiar y la consecuente peregrinatio llena de azarosas aventuras. Alrededor de este argumento se genera una dialéctica teológica entre la obediencia paterna —«Honrarás a tu padre y a tu madre», cuarto Mandamiento— y el libre albedrío filial, que suele resolverse a favor del segundo después de haber hecho penitencia por incumplir el primero, porque bien parece que todas estas desgracias —piratas, naufragios, esclavitud, etc.— tienen la apariencia de castigo por desafiar la autoridad paterna. En el Peregrino, los jóvenes enamorados huyen para eludir el matrimonio concertado de Nise, sin saber que era el mismo Pánfilo el marido elegido por su padre, lo cual, aparte de su carga irónica, refuerza el mensaje. El género plantea así un sistema de pecado, castigo y redención para defender el sacramento del matrimonio, reformado en profundidad por el Concilio de Trento.
