Obras completas de Luis Chiozza Tomo XV - Luis Chiozza - E-Book

Obras completas de Luis Chiozza Tomo XV E-Book

Luis Chiozza

0,0

Beschreibung

"Las cosas de la vida trata de aquello que nos importa: de las dificultades, de las alegrías, de los sinsabores y de los sufrimientos que conforman cotidianamente los distintos momentos de nuestra relación con los otros y con nosotros mismos. El amor, el trabajo, la pareja, la relación con los hijos, la familia, la vejez, la enfermedad, la muerte, constituyen temas o dramas que, como dice el autor en el prólogo, "fácilmente se nos vuelven difíciles" sin que lleguemos a percibir, muchas veces, en toda su magnitud, la influencia que tienen en nuestra manera de sentir y de vivir la vida. Configuran historias habituales que en algunas circunstancias llegan a culminar en una enfermedad. El libro, penetrando en la intimidad de esos temas, nos ofrece, en un lenguaje claro y comprensible, sumamente atrayente, una imagen conmovedora de la intrincada trama que conforman nuestras relaciones humanas. El autor describe los sentimientos que fundamentan nuestras costumbres, nuestra cultura y nuestros valores; se ocupa de las vicisitudes de la amistad y de los recuerdos y proyectos que en ella se comparten, y se interna en los secretos del malentendido, la soledad, la decepción, el desgano y el aburrimiento que comprometen nuestro trabajo y nuestros momentos de esparcimiento y ocio. El Dr. Luis Chiozza escribe, a partir de una vasta experiencia en el campo de la psicoterapia, estas "composiciones sobre lo que nos importa" de una manera que, lejos de ser taxativa y concluyente, invita, desde una posición intelectual solvente y honesta, a las reflexiones del lector sobre buenas y malas maneras de vivir la vida.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 509

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Luis Chiozza

OBRAS COMPLETAS

Tomo XV

Las cosas de la vida

Composiciones sobre lo que nos importa

(2005)

Chiozza, Luis Antonio

Las cosas de la vida: composiciones sobre lo que nos importa . - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Libros del Zorzal, 2012.

E-Book.

ISBN 978-987-599-251-1

1. Psicoanálisis.

CDD 150.195

Curadora de la obra completa: Jung Ha Kang

Diseño de interiores: Fluxus

Diseño de tapa: Silvana Chiozza

© Libros del Zorzal, 2008

Buenos Aires, Argentina

Libros del Zorzal

Printed in Argentina

Hecho el depósito que previene la ley 11.723

Para sugerencias o comentarios acerca del contenido de

Obras Completas, escríbanos a:

[email protected]

www.delzorzal.com.ar

Índice

Las cosas de la vida.Composiciones sobre lo que nos importa

(2005) | 9

Prólogo | 11

I. Uno | 13

El camino de los sueños | 13

El territorio del alma donde uno es uno | 14

Acompañado y solo | 16

Gente como uno | 17

Las cosas de la vida | 18

II. Formar pareja | 19

Dos | 19

El yugo y el acople armónico | 20

La presencia de un tercero | 21

Los celos y la inestabilidad | 22

El amor | 24

El matrimonio | 27

La gracia y la desgracia | 29

La infidelidad y el engaño | 30

Las relaciones extraconyugales | 32

Con el ánimo de “ser para siempre” | 35

La evolución y el cambio | 36

Las dificultades genitales | 38

La unión irreversible | 40

III. Entre padres e hijos | 44

La concepción de un hijo | 44

El lugar que un hijo ocupa | 46

El niño idolatrado | 48

Nuestros hijos | 50

La autoridad de los padres | 54

La transmisión de la experiencia | 56

El derecho a los bienes parentales | 59

La separación de los hijos | 61

Los hijos adultos | 65

La evolución de la familia | 67

Nuestros padres | 69

Los padres que supimos conseguir | 73

Cuando los padres mueren | 76

IV. El trabajo y la vida en sociedad | 79

El trabajo y el dinero | 79

Vocación y profesión | 83

El empleador y el empleado | 86

El arte, el deporte y el juego | 89

El descanso y la diversión | 92

El ocio y el opio | 94

Convivencia y sociedad | 97

Los otros y la gente | 99

La trama de la vida | 101

Urbanidad y política | 102

V. La cultura y los valores | 106

La cultura como producto y como proceso | 106

Naturaleza y cultura | 108

El valor espiritual de la cultura | 110

El malestar en la cultura | 112

La cultura como saber, como deber y como poder | 114

La evolución de la cultura | 115

Reiteración y cambio | 119

La enfermedad de la cultura | 123

El valor afectivo en la cultura | 128

VI. La enfermedad y el drama | 132

Los dramas que vuelven | 132

El alma y el cuerpo | 134

Una breve incursión en el mundo de Freud | 137

Las últimas afirmaciones de Freud | 140

Cien años después | 143

Una nueva imagen del hombre | 146

Los destinos del drama | 150

La historia que se esconde en el cuerpo | 153

VII. La muerte que forma parte de la vida | 159

¿A quién le interesa la muerte? | 159

La muerte en la vida | 160

El proceso que denominamos morir | 162

La parte del alma que se apaga en el morir | 163

Los recursos que usamos para negar la muerte | 166

El temor a la muerte | 168

La importancia de lo no vivido | 170

El dolor por lo que muere | 171

¿Cuál es el secreto que la muerte oculta? | 172

VIII. El malentendido | 177

Sobre el hablar y el decir | 177

Las palabras como representantes | 180

Las palabras y las cosas | 184

La importancia de lo sobreentendido | 192

Sobre los modos del decir | 196

Las formas del malentendido | 198

IX. El camino de vuelta a la salud | 203

Cuando la enfermedad nos aqueja | 203

¿Por qué enfermamos? | 205

Estamos hechos de la sustancia de los sueños | 207

La oportunidad que precede al enfermar | 208

La complicidad con el pretexto | 212

La oportunidad que la enfermedad nos otorga | 215

Hay cosas que no valen lo que vale la pena | 217

La recuperación del recuerdo | 219

X. Recuerdos y proyectos | 223

Aquí y ahora | 223

Los dos compartimentos del alma: ahora y entonces | 225

Entre la nostalgia y el anhelo | 227

Recuerdos y proyectos convividos | 229

Recuerdos encubridores y proyectos fallidos | 230

El dolor que vale la pena que ocasiona | 232

XI. La recuperación de las ganas | 235

Las ganas de tener ganas | 235

Una vida que no es vida | 237

El aburrimiento, la amargura y la descompostura | 241

La búsqueda de reconocimiento | 244

Soledad y desolación | 248

Los orígenes de la descompostura | 251

El drama de la descompostura, la angustia y la desolación | 253

El espacio en el cual pueden florecer las ganas | 256

XII. La soledad, la decepción y la esperanza en la convivencia | 261

La crisis cultural actual | 261

El auge de un individualismo malsano | 266

El contacto con el mundo | 268

La desolación en la convivencia | 270

La decepción y la esperanza | 274

Convivencias mejores y peores | 277

XIII. Acerca de las relaciones íntimas | 282

La esencia de la intimidad | 282

Los preceptos con los que no se juega | 285

La compatibilidad de los estilos | 288

La contabilidad que no cierra | 290

La forma en que los amigos se pierden | 292

XIV. Sobre buenas y malas maneras de vivir la vida | 298

Decálogo del marino | 298

1. Es necesario aligerar la carga para realizar un buen camino | 301

2. Hay que estimar la derrota y volver a trazar el rumbo cada día | 302

3. Cuando se debe cambiar de rumbo, cada oportunidad es la última | 304

4. Es necesario renunciar rápidamente a lo que ya se ha perdido | 305

5. No hay que olvidar la luz del sol en la oscuridad de la tormenta, ni olvidar el temporal cuando el mar está en calma | 305

6. Cuando la mar es muy dura, el objetivo es flotar.Pero es necesario conservar la estropada para gobernar el timón | 306

7. El puerto de destino es una conjetura | 308

8. El canto de las sirenas debe escucharse atado | 309

9. En la nave se afirma la rémora. Luego de haber aparejado es necesario zarpar | 310

10. Navegar es necesario, vivir no | 311

Bibliografía | 313

Las cosas de la vida.Composiciones sobre lo que nos importa

(2005)

Referencia bibliográfica

CHIOZZA, Luis (2005a) Las cosas de la vida. Composiciones sobre lo que nos importa.

Primera edición en castellano

L. Chiozza, Las cosas de la vida. Composiciones sobre lo que nos importa, Libros del Zorzal, Buenos Aires, 2005.

El capítulo VIII de esta obra es una versión modificada de “El malentendido” (Chiozza, 1986c [1984]), y el capítulo XIV amplía el contenido de “En la búsqueda de los principios del vivir en forma” (Chiozza, 1984f).

Prólogo

Los libros, como las personas, tienen su historia, y éste no es una excepción. Su historia comienza, por decir alguna fecha, unos veinte años atrás, junto con el deseo de transmitir una experiencia surgida desde un ángulo de observación muy particular, constituido por el ejercicio de la psicoterapia durante muchos años y por la realización de unos dos mil quinientos estudios (que llamamos “patobiografías”) de pacientes que atravesaban una enfermedad o una situación vital crítica. La reflexión teórica acerca de esa experiencia y acerca de ese ángulo de observación culminó en 1986 en la publicación de un libro, ¿Por qué enfermamos?, que despertó mucho interés. Sin embargo, y tal vez justamente por eso, desde entonces yo deseaba escribir este otro, dedicado a “las cosas” que, entre las que habitualmente nos presenta la vida, nos enferman. Por tal motivo, este libro estuvo a punto de llevar como subtítulo “en los umbrales de la enfermedad”, pero en realidad no habla de la enfermedad más de lo que habla de las otras cosas de la vida. El libro, en verdad, se ocupa de las cosas que nos importan, de las dificultades, de las alegrías, de los sinsabores y de las penurias que tenemos con ellas. Se comprende que así sea, porque ¿qué otras cosas que las que nos importan podrían formar parte de por qué enfermamos? El subtítulo pasó a ser, entonces, “composiciones sobre lo que nos importa”, y en realidad los capítulos son composiciones que en lugar de ser, como en la escuela primaria, sobre la primavera, son sobre los distintos temas (o, si se prefiere, “dramas”) que configuran las cosas que “fácilmente” se vuelven difíciles y a las cuales, por ser típicas, es decir reconocibles, llamamos las cosas de la vida. Esto tiene su ventaja, porque el lector podrá leer este libro como le venga en ganas, ya que cualquiera de sus capítulos puede ser apreciado sin grave merma en la comprensión de lo que dice aunque no se hayan leído los demás. No obstante, el conjunto tiene una unidad de sentido, de modo que también es cierto que el contenido de cada capítulo se enriquece finalmente con la lectura de los otros. Con el deseo de que su lectura fuera lo más descansada posible, he omitido distraer al lector con notas y con referencias bibliográficas que, por otra parte, podrá encontrar, si lo desea, sin mayor dificultad.

Este libro fue concebido y gestado en el calor de una estrechísima colaboración con los colegas del Centro Weizsaecker de Consulta Médica y del Instituto de Docencia e Investigación de la Fundación Luis Chiozza, por quienes siento una gratitud que es muy difícil de expresar en palabras. Contribuyeron a su nacimiento, en las tareas editoriales, Leopoldo Kulesz, Paola Lucantis, Lucas Bidon-Chanal, y mi hija Silvana en el diseño de la tapa. También siento por ellos gratitud. Los libros, una vez publicados, como los hijos que nacen, ya no son de uno, porque disponen de una vida propia. Le deseo entonces a este libro, que escribí con esmero y cariño, que se encuentre con el interés y la simpatía del lector. Mi más ferviente deseo es que sea capaz de merecerlos.

Agosto de 2005.

I. Uno

El camino de los sueños

Discépolo afirma que “uno busca lleno de esperanzas el camino que los sueños prometieron a sus ansias”, y uno se siente conmovido por esa frase que condensa, en tan pocas palabras, un significado tan rico. Uno busca, no se limita a esperar, y lo hace “lleno de esperanzas”, dado que, como dice el proverbio, “la esperanza es lo último que se pierde”, y si uno hubiera perdido la esperanza habría dejado de buscar. Sorprende en cambio que lo que uno busca sea un camino. Hubiéramos dicho que buscamos cosas. Sin embargo es cierto que, tal como lo ha escrito Porchia, “las cosas, unas conducen a otras, son como caminos, y son como caminos que sólo conducen a otros caminos”. No se trata, por último, de cualquier camino, sino precisamente de aquel que los sueños nos hicieron creer que era posible. Los sueños cumplen el cometido de presentarnos, realizados, nuestros buenos o malos propósitos, aquellos que, desde el fondo del alma, conforman nuestras ansias.

La sabiduría popular no ignora que es en los sueños donde algo se le ocurre a uno por primera vez, por eso se suele decir: “esto no se me hubiera ocurrido ni en sueños”. Cuando Calderón de la Barca afirma que la vida es sueño, agrega: “y los sueños, sueños son”, para que uno no se olvide de que existe esa contrapartida que se llama realidad, y comprenda que la mayor parte de la vida se vive, casi sin que uno se dé cuenta, en un sueño que no se realiza. Fue Prometeo, con su tormento hepático, el primero en distinguir entre los sueños, según lo expresa Esquilo, los que han de convertirse en realidad. Tal como lo afirma Próspero, estamos hechos de la sustancia de los sueños, pero la realidad, como el estrecho orificio de una aguja, deja pasar un solo sueño cada vez. Por eso Paul Valéry hace decir a su Sócrates: “he nacido siendo muchos y he muerto siendo uno solo”.

El territorio del alma donde uno es uno

En los tiempos que corren, en los cuales todo el mundo se apresura por demostrar que no pretende inferiorizar a la mujer, hay una fuerte presión en EE.UU., para que cada vez que uno se refiera a “he”, en sentido genérico, se escriba “he/she”, de acuerdo con lo cual, en nuestro idioma, deberíamos escribir “él/ella” y “uno/una”, o tal vez, como escribió una vez Vargas Llosa humorísticamente, history/herstory. ¿Pero cómo podría evitarse la sospecha de parcialidad frente al hecho ine­vitable de que siempre una de las dos palabras precederá a la otra? La cosa mueve a risa, porque si se eligiera alternar el orden de precedencia en cada uso del cacofónico binomio, igualmente habría que decidir cuál se pondrá delante la primera vez. Escribamos entonces “uno”, ya que es innecesario recurrir a un artificio burdo para disipar una supuesta sospecha de desvalorización del sexo femenino, cuando el texto entero de una obra permite establecer un juicio fundamentado en parámetros mejores.

Al lado de lo que designamos con la palabra “uno”, existo yo, existes tú, y existe él (también nosotros, vosotros y ellos). Cuando digo “yo”, me siento diferente a todos, y cuando digo “tú” es porque te encuentro ahora, diferente a mí, y dado el hecho de que estás presente, no necesito declarar tu sexo en el pronombre con que te designo. En ese entonces, en el cual te hablo así, tú y yo no somos “uno”. Cuando no estoy contigo, cuando te busco, te evito o te recuerdo, cuando me refiero a ti y estás ausente, te pienso como “él” o como “ella” y allí tampoco somos “uno”. Él, o ella, son la imagen o el modelo con el cual te busqué o te buscaré, te evité o te evitaré, te reconocí o te reconoceré. Tú, como yo, configuras el presente; él o ella, ahora ausentes, pertenecen a un presente que fue, o que será, un presente que es pasado o es futuro en nuestra hora actual.

Somos “típicos”. Por eso, cuando Discépolo dice “uno” nos representa a todos en la medida en que cada uno es semejante a otro. Esa posibilidad de ser “uno” en la diversidad, nuestra “universidad”, es lo que nos hace universales, como si fuéramos un dispositivo de uso múltiple, que puede ser conectado con aparatos de distintas marcas. Aunque cada uno es una pieza única, irreproducible en su original combinatoria de virtudes y defectos, es, hasta cierto punto y por fortuna, intercambiable. Por eso, aunque algún día uno se muere, “el mundo sigue andando”.

Tanto tú como yo somos entonces “uno”, y también él, o ella, en quienes uno piensa. Por eso, en la medida en que uno se comunica se “une”, se siente parte de una comunidad de “unos” comunes, que son “como uno”; y en la medida en que no lo logra, se siente aislado y solo. Por eso también, cuando uno piensa en “uno” (el “uno” para quien fue escrito este libro), uno no tiene edad, porque lleva dentro el recuerdo del niño que fue (aunque todavía sea niño) y también el fantasma del viejo que mañana será (aunque ya sea viejo). En ese momento uno no tiene estado civil, ni profesión, ni sexo; nada que lo individualice, porque cuando uno dice “uno”, uno se mueve en el territorio del alma en el cual uno siente lo que siente el otro. Es conmovedor encontrarse con un semejante o, para decirlo mejor, que uno se encuentre con uno en el otro, pero es grato hasta un cierto punto, porque también hay orgullo y autoestima en el hecho de sentirse distinto. Cuando uno se siente aislado y solo, se siente único y excepcional, original e irremplazable. Uno sufre por sentirse incomprendido, pero no corre el riesgo de ser intercambiable ni de quedar disuelto, de manera anónima, en el conjunto de una comunidad que, muchas veces, ni siquiera parece reconocer la particular manera de ser que cada uno tiene.

Acompañado y solo

Uno puede estar físicamente solo y sentirse sin embargo acompañado. Suele ser así cuando uno está en paz consigo mismo, es decir, en paz con las personas con las cuales uno construyó su propia historia. El nene que juega en la arena de la plaza se siente acompañado por la madre que lo mira sentada en un banco, a varios metros de distancia. Como decía un viejo gallego, amigo de mi padre, es bueno estar solo, pero “llevándose bien”. “Llevarse bien” consigo mismo es llevar dentro del alma esa mirada de sonriente beneplácito cuya complacencia es el fundamento esencial de toda compañía. También es cierto entonces que uno puede sentirse solo mientras está con alguien o, peor aún, rodeado de gente. Benedetto Croce decía, según señala Ortega, que un “pesado”, un “latoso”, es el que nos priva de la soledad sin hacernos compañía. Una cosa es “estar solo” como Robinson Crusoe, y otra, “sentirse solo” en el medio de una multitud. Hemos aprendido, desde el psicoanálisis, que cuando nos sentimos solos nos sentimos siempre abandonados por alguien, y que ese alguien no es cualquiera, ni puede ser representado por cualquiera; es alguien que ha adquirido en nuestra vida un significado importante, alguien a quien “dedicamos”, conciente o inconcientemente, nuestra vida, o también, para decirlo con otras palabras, es el magistrado en cuyo juzgado radica el expediente de nuestro juicio, esperando sentencia.

Se constituye de este modo una situación paradojal: la compañía surge, por un lado, del encuentro con lo igual, mientras que, por otro lado, para lograr que el otro desee nuestra compañía procuramos mostrarnos diferentes, es decir, “originales”. Uno se ve forzado a navegar entre ambos escollos; en un extremo, ser “distinguido”, un ser irremplazable, “extra-ordinario”, que debe pagar el precio de quedarse solo, y en el otro extremo, ser común, un ente “ordinario” completamente sustituible que, como un antihéroe, cosecha el beneficio de sentirse acompañado en el seno de una masa humana. Algunas “personalidades” como, por ejemplo, Woody Allen, “navegan” en esa doble condición que los hace extraordinariamente populares. Todos sabemos que Woody Allen es un hombre distinguido por su éxito, mientras que los personajes que representa legitiman nuestra común debilidad. Con frecuencia uno encalla en alguno de los dos escollos, y sin embargo sigue siendo cierto que la unidad no destruye la diversidad, sino que, por el contrario, es la diversidad misma la que enriquece y fecunda la unidad.

Gente como uno

Pero, entonces, cuando uno dice “uno”, no habla para referirse simplemente a lo que uno tiene de común, a lo que se llama una identidad de género. Uno habla también, y ante todo, para referirse al reconocimiento de algo nuevo que surge en el encuentro de otro “como uno”. Dos o más almas de “gente como uno” que trascienden las fronteras de un solo individuo, para formar el espíritu de una convivencia que hace que uno se sienta diferente a como, hasta ese momento, se había sentido. Desarrolla y descubre, entonces, facetas de uno mismo que sólo presentía.

No es lo mismo decir “gente como uno” con el significado de “toda la gente”, mala o buena, que decirlo con el significado de “sólo la gente como uno es gente”. Tampoco es lo mismo que decirlo dándole a la palabra “gente” el significado de “sólo algunos son gente”. Son tres experiencias diferentes, y cada una de ellas puede ser despreciable o valiosa. En la primera uno piensa, de manera justa o injusta, que todos los seres humanos son ligeras variantes de lo que uno es; en la segunda uno desprecia, con razón o sin ella, lo que se diferencia de uno, y en la tercera uno reconoce entre los otros, sea de verdad o apoyado en apreciaciones erróneas, algunos semejantes. Sin esta última experiencia, uno no podría referirse a uno, se encontraría trágicamente limitado a tener que decir siempre “yo”. Sin esta última experiencia, este libro, cualquier libro que se pudiera escribir, como una botella con el mensaje de un náufrago, que se pierde en el mar, no encontraría jamás destinatario. Hay algo allí, en el espíritu de esa comunidad a la cual nos referimos con la palabra “uno”, que podemos comparar, aun en el caso de que sólo involucre a dos personas, con la que surge en una buena orquesta sinfónica. El músico que allí se siente “uno” no deja de sentirse un músico entre otros similares, mientras que, al mismo tiempo, su particular individualidad queda conservada en la manera en que contribuye a la imprescindible diversidad que constituye la orquesta, y que culmina en la maravilla de una sinfonía.

Las cosas de la vida

Entre las cosas que a uno le suceden, hay algunas que son cosas de la vida. Con esto se suele decir que son cosas habituales, que les suceden a muchos, que no son acontecimientos insólitos, y también que son cosas que ocurren, que uno no las hace, sino que a uno “se las hace” la vida.

Sea cual fuere la responsabilidad de uno con respecto a lo que le sucede, las cosas de la vida son típicas, son siempre las mismas, y existen en el panorama del futuro de uno, como existen, en el mapa de una ruta, valles, ríos, colinas, estaciones y posadas. Uno no sabe, a ciencia cierta, cuáles serán las que le tocará vivir, pero sabe que no podrá recorrer la ruta sin penetrar en algunas.

II. Formar pareja

Dos

El número dos inaugura la idea misma de lo que es un número como representante de la cantidad que mide una pluralidad, ya que la unidad, que representa una totalidad indivisa, se opone, en rigor, a la idea de un número. Por eso suele decirse que el dos es el número que se pensó primero, mientras que el cero, inexistente en los números romanos, es el último. Para lograr dos es necesario uno más uno, pero cuando se trata de personas, no constituye una suma elemental, porque dos personas no pesan, no gravitan, ni aun físicamente, exactamente el doble de lo que pesa una. Esto se ve mejor si, en lugar de sumar uno más uno, formamos el dos con uno y una. No sólo atribuimos un sexo, o el otro, a cosas tan sustantivas como el cuchillo y la cuchara, sino que formamos de ese modo, otorgándoles un género sexual, dos grupos importantes con las palabras mismas. Las palabras no se agrupan a partir de otras cualidades que permiten diferenciar a los objetos, como por ejemplo el ser o no comestibles. No cabe duda, entonces, de la importancia fundamental que tiene, para el alma humana, el hecho, obvio, de que “una” es femenina y “uno” masculino.

Entre las cosas de la vida hay una que en nuestro idioma se designa con la expresión “formar pareja”. La expresión lingüística señala que una pareja hay que formarla; y cuando se logra constituirla, cada uno de los dos que forman “una” transforma en ella su modo de vivir y de sentir la vida. El término “pareja” mantiene, de manera implícita, una inconveniente ambigüedad. Porque alude a la condición de “par”, y ocurre que, si en algún sentido una pareja es un par, no se parece a un par de pesos, de clavos o de fósforos, se parece mejor a un par de zapatos o de guantes, ya que se trata de un par complementario, que se constituye propiamente en razón de ser “dispar”. Frente a todo lo que un ser humano tiene de común con otro, esa diferencia “que los complementa” podrá verse pequeña, pero sin asumirla plenamente no se puede “formar bien” una pareja. En cuanto a la cuestión, que en nuestros días despierta una polémica, de si es posible constituir una pareja en una relación homosexual, sólo diré que una respuesta afirmativa lleva implícito, de todos modos, que sus integrantes participan en esa relación desde roles que, aunque se ejerzan en forma alternativa, son complementarios.

El yugo y el acople armónico

Habitualmente, cuando se trata de un matrimonio, hablamos de “cónyuge”, palabra que alude, en su significado etimológico, al hecho de compartir un yugo, como la yunta de bueyes que tiran de una misma carreta. De este modo podríamos decir que, entre las formas de constituir una pareja, hay una que, en su sentido extremo, consiste en compartir la condición, solidaria o recíproca, de subyugado o sojuzgado. Estas dos últimas palabras también derivan de “yugo”. Aunque puede aducirse que el término “cónyuge” se refiere sobre todo a tirar “juntos” del yugo, alude siempre al hecho de “tirar de un yugo”, y la experiencia muestra que cuando un vínculo se consolida, de manera predominante, sobre la base de compartir una misma penuria, cuando esa penuria que llenaba la vida de los cónyuges termina y los deja de pronto frente a frente, su relación ingresa en una grave crisis, ya que sólo puede perdurar si se reconstruye sobre bases distintas. No parece entonces la palabra “cónyuge” una elección feliz, porque, como sucede con la palabra “esposos”, señala la existencia de una esclavitud compartida. Reparemos en que las esposas que usa el policía para que no escape su preso también se llaman “esclavas”. La palabra “consorte”, que por su origen significa compartir la misma suerte, parece mucho mejor, pero se usa muy poco.

Decimos, de los animales, que se acoplan o que copulan, pero no nos parece apropiada, en nuestro idioma, la palabra castellana “copla” para designar a una pareja humana. Los italianos, en cambio, usan habitualmente la palabra equivalente coppia, y los franceses couple.Sin embargo, mientras que la expresión “vínculo conyugal” (especie de “conyugado”) remite inconcientemente a la esclavitud de la pareja, la expresión “acople” tiene connotaciones de armonía. Cuando la unión funciona bien, se trata de un acople como el que se da entre los átomos que forman moléculas estables, o como el que se encuentra en el caso de las estrellas dobles, que, unidas en sus campos gravitacionales, se comportan como un cuerpo único en su relación con los cuerpos del entorno. El término “casal” (otra palabra que alude, en castellano, a esa condición de armonía, de afinidad, de amalgama o de correspondencia entre complementarios, que conduce al casamiento) sólo se usa en nuestra lengua cuando se trata de animales.

La presencia de un tercero

Hemos visto innumerables veces que la forma en que cada ser humano intenta formar una pareja proviene de la experiencia que ha vivido frente a la pareja de sus padres. Es una influencia inevitable, que hasta se manifiesta a veces en el intento compulsivo de hacer precisamente lo contrario de lo que se ha visto en ellos. Comprender esas primeras experiencias infantiles nos enseña, además, que la pareja no se forma como un vínculo de dos sino de tres, porque ese niño que cada uno fue frente a sus padres, contemplando desde “afuera” algo que en ese momento sólo ocurre entre otros dos, perdura todavía dentro de nosotros cada vez que nos unimos en pareja. Así se configura en cada pareja, y de modo inconciente, lo que Pichón-Rivière decía de la relación que se constituye entre el psicoanalista y su paciente, un vínculo bicorporal pero tripersonal, en el sentido de que dos están allí físicamente, mientras que el tercero está siempre implícito en la estructura misma de esa relación.

Lo que sucede con toda pareja humana es similar. El tercero está siempre presente. No me refiero, obviamente, a la coparticipación de un tercero, de manera concreta y material, en la actividad genital de una pareja, sino precisamente a lo contrario. El hecho, pleno de significación, de que se mantenga durante años un vínculo genital que excluye a todos los demás subraya la importancia de la ausencia física de un tercero que, psicológicamente, siempre está presente. En las situaciones en las que se habla de la fidelidad más absoluta puede decirse que ese tercero “brilla por su ausencia”, pero precisamente ese brillo marca su importancia. El tercero que amenaza a la pareja, aunque permanezca inconciente, de algún modo está siempre presente, y mantiene “encendida” una situación de celos que contribuye al interés erótico. En el capítulo anterior vimos cómo, cuando decimos “uno”, está implícito el dos que se refiere a algún otro con el cual, en ese modo de decir, nos mancomunamos. Ahora vemos que cuando dos forman pareja, siempre está implícito un tercero en la intimidad del vínculo. En este punto podemos comprender que el incremento de las tendencias homosexuales surja muchas veces con la fuerza de un silogismo irrefutable. Si un niño, sintiéndose excluido de la pareja que forman sus padres, siente la necesidad de separarlos para establecer un vínculo exclusivo con uno de los dos, cuando tema predominantemente ser derrotado por el progenitor del mismo sexo sentirá la tentación de unirse con él, rivalizando con el otro, heterosexual, que teme menos.

Los celos y la inestabilidad

Por extraño que parezca, la observación confirma reiteradamente que el sex appeal de una pareja, el suelo erótico sobre el cual se apoya y se construye la familiaridad de un vínculo entretejido con cariño, con proyectos y con el compartir los recuerdos de una historia en común, se configura con la misma situación continua de celos y excitación que determina su permanente inestabilidad. No estoy hablando ahora de la inestabilidad de la pareja en el conjunto completo de su convivencia toda, y menos aún me refiero a la inestabilidad de los hábitos familiares que consolidan lazos perdurables; me limito a subrayar la normal inestabilidad del vínculo genital que le ha dado origen y que constituye su alimento erótico.

Es cierto que una pareja pierde uno de los fundamentos principales de su razón de ser si no cree en su propia estabilidad, ya que en su constitución interviene, como uno de los elementos más importantes, la necesidad de confortar el ánimo disminuyendo, o negando, el sentimiento de inseguridad que siempre nos acecha. Esto nos conduce sin embargo a una nueva paradoja, ya que en la medida en que no se tiene un cierto grado de conciencia de esa inestabilidad inevitable, es difícil realizar una buena pareja. Del mismo modo que la estabilidad de un trompo que se mantiene erguido apoyado sobre una punta fina depende de la velocidad con la cual gira, la estabilidad de una pareja es un equilibrio dinámico que se mantiene gracias a una cierta plasticidad para el cambio. Sin esa plasticidad la pareja se arruina y, si es que perdura, carece de la vitalidad necesaria para ser saludable. Una pareja sana evoluciona y cambia, y en la medida en que se transforma, se mantiene como tal porque se reconstruye cotidianamente, que es como decir que se “recontrata” o “reinicia” de un modo permanente.

El título de un médico, o de un abogado, no crea su capacidad, sino que la certifica en un momento dado, pero es obvio que no certifica su mantenimiento. De un modo similar operan, en una pareja, los compromisos contraídos. Lo normal es que los recuerdos y proyectos compartidos y el hábito de la convivencia engendren la confianza y la familiaridad, y que la familiaridad engendre la familia; es muy difícil, si no imposible, que suceda al revés. Asociar la estabilidad con la inmovilidad es ilusorio. Los marcadores con carbono radioactivo muestran que los átomos de nuestro cuerpo son, en pocos meses, sustituidos por otros. La estabilidad de nuestro cuerpo físico es la permanencia aproximada de una forma que se reconstruye cotidianamente con una corriente de materia que fluye como el agua de un río. Si es cierto que, como decía Heráclito, no nos bañamos dos veces en el mismo río, es igualmente cierto que no bailamos dos veces, aunque así nos parezca, con el mismo cónyuge. No somos, en cuerpo y alma, los mismos de ayer, y el vínculo que se establece entre nosotros tampoco.

Se ha señalado muchas veces (así lo decía por ejemplo Platón) que el ser humano busca en su pareja su “otra mitad”, es decir que busca satisfacer el deseo de sentirse “completo” y, además, desarrollar en ese vínculo aspectos de sí mismo, “disposiciones” que sólo poseía en potencia. Es cierto, pero también es verdad que la búsqueda no finaliza allí, ya que el sentimiento de incompletitud renace como una nueva carencia que debe satisfacerse de nuevo cada día con el cónyuge, con los hijos, y aun más allá, en los últimos años de la vida, generando, conservando o reencontrando a los amigos queridos.

El amor

Es difícil hablar del amor en la pareja sin producir equívocos, porque con la palabra “amor” se designan tantas cosas, y tan distintas, como para que sea mejor describirlas, en lugar de referirnos a ellas con ese nombre genérico. Hablamos de la amistad y del cariño que se construyen con los años y con los recuerdos compartidos. Hablamos de la familiaridad y de la confianza que genera la convivencia estrecha. Hablamos del compañerismo que surge cuando se tienen las mismas necesidades, intenciones y proyectos. Hablamos de los deseos de una unión genital, y también del deseo de estar cerca, o de ser consolado, acariciado y confortado. Hablamos de los dos grandes afrodisíacos que conducen al orgasmo: el ángel de la ternura y el demonio de las fantasías perversas. Hablamos de la simpatía que nace en un instante dado en la ocasión de una mirada, un gesto, una actitud, y de la excitación que se experimenta frente a la desenvoltura de una conducta erótica. Hablamos de la aceptación de nuestra persona, tal cual es, implícita en la sonrisa con la cual nos estiman. ¡Y a toda esa diversidad la llamamos “amor”, con una misma palabra! Digamos, sin ánimo de definición, que el amor adquiere en muchos casos la apariencia de una figura esquiva, inalcanzable, y que en otros se nos presenta como una cierta forma de “iluminación”, momentánea y transitoria, que forma parte del misterio de la vida. Produce entonces una sensación de curiosidad, respeto y maravilla, que nos lleva a ubicarlo en el lugar de lo sublime.

Se suele afirmar que “el amor no dura”, significando con esto que el entusiasmo de un amor apasionado se agota en un vínculo perdurable por obra de un desgaste producido por la familiaridad, el abuso de confianza y el trato cotidiano. La aparente incompatibilidad entre la maravilla del amor, supuestamente dirigido hacia lo excepcional, y la pretendidamente opaca cotidianeidad de un matrimonio, desaparece cuando se conserva la capacidad de encontrar, una y otra vez, lo nuevo en lo habitual. Reparemos en que la imposibilidad de reencontrar, una y otra vez, la curiosidad y el placer en un vínculo que perdura, conduce al anhelo de un amor embriagador cuya figura, antítesis precisa de la frustración que se vive, no debe ser confundida con el amor sublime. Es cierto que el vino puede deleitar nuestros placeres orales, pero esto no debe hacernos olvidar que será siempre el agua lo que apaga la sed.

¿De qué depende la capacidad de encontrar la maravilla contenida en las hojas comunes y corrientes de la más frecuentada de las plantas? Podría decirse ahora que es precisamente el hombre enamorado el que se vuelve capaz de conmoverse ante la luz de la luna o ante la magnitud del cielo estrellado, y que las cosas no ocurren al revés, pero esto es aparente. Este asunto, bien mirado, se revela distinto. Existe también una capacidad de enamorarse, y es la misma que nos hace sensibles a la belleza de un crepúsculo. Es cierto que el adolescente se enamora desde sus impulsos juveniles, pero son los mismos impulsos que alimentan las diferentes formas de su entusiasmo entero. La cuestión concluye entonces en un punto claro. Cuando el adulto, o el anciano, pierden la curiosidad del niño y la pasión del joven, su mirada no se apaga porque se han tornado añosos, sino porque en el transcurrir de su vida su vitalidad se ha arruinado.

Creo que el entusiasmo en el amor cumple en la pareja una función insustituible, y que cuando se pierde, eso no ocurre por el mero transcurso de los años, sino por dificultades y conflictos que, de manera conciente o inconciente, arruinan la salud del vínculo. También existe el cariño, que es una cosa distinta, pero no menos importante, y también existe ese otro afecto que llamamos “querer”. Como dijimos antes, la palabra “amor” designa muchas cosas distintas. La palabra “querer” señala, en cambio, sin lugar a dudas, un deseo posesivo. Los italianos atemperan este significado utilizando la expresión ti voglio bene, es decir, “te quiero bien”, lo cual revela, inequívocamente, que hay una forma mala del querer. Lo cierto es que cuando queremos una rosa solemos ponerla en un florero, y que cuando la amamos la dejamos vivir en la planta de la cual forma parte. El que ama con cariño cuida y protege, de manera espontánea y natural, al objeto de su amor. Y puede hacerlo gracias a una experiencia de carencia (actual o pretérita) que le permite identificarse con los sentimientos análogos del prójimo. La imposibilidad de poner fin a las propias carencias suele ser uno de los más fuertes motivos del deseo de ayudar. Por un mecanismo análogo solemos hacer muy buenos regalos en las circunstancias en que, inconcientemente, deseamos recibirlos. No sólo hay allí, en ese gesto de cariño, una fantasía mágica de inducir en el otro una conducta análoga (que, por este medio, casi nunca se cumple): hay también capacidad de identificación con el deseo ajeno, ternura, amistad y sublimación.

El matrimonio

Entre las formas de realizar una pareja, la institución llamada “matrimonio”, propia de nuestra cultura, es una forma evolucionada y compleja, integrada por un conjunto de finalidades distintas. La palabra “matrimonio”, que deriva de “madre”, se utiliza para designar el ámbito completo de la relación conyugal que engendra una familia, mientras que la palabra “patrimonio”, derivada de “padre”, designa el conjunto de bienes sobre los cuales se ejerce el derecho de propiedad; derecho que, podemos suponer, originalmente era ejercido por un padre, aunque los bienes fueran disfrutados por la familia entera. Encontramos en esto un testimonio de lo que decíamos antes, cuando nos referíamos a la complementariedad de los roles femenino y masculino en la designación de objetos y funciones.

El matrimonio es un desarrollo cultural, un producto social, y en ese sentido, como todo estatuto social, es un relicto perdurable de las convivencias pretéritas. Parafraseando un argumento que Freud utilizó refiriéndose a la prohibición del incesto: si el matrimonio fuera un producto natural, no habría tantas prescripciones escritas para mantenerlo o para reglamentar su buen funcionamiento. Decir que es un producto cultural no va en desmedro de su valor, y menos aún implica sostener que se disuelve fácilmente. El corpus normativo que llamamos “sociedad” actúa sobre el individuo desde el instante mismo en que se decide su concepción, y el matrimonio forma parte de la integración social de una persona, como el carácter, el hábito corporal que lo acompaña, y la elección de una determinada profesión. Es cierto que todos estos determinantes de la identidad y de la pertenencia a una familia, un grupo profesional, una clase social o un determinado tipo de personalidad, pueden cambiar, pero también es cierto que no se trata de cambios livianos. De hecho, el entorno que rodea a un matrimonio no reacciona con indiferencia cuando ocurre su disolución, sino que, por el contrario, participa emocionalmente en formas y medidas que no siempre son concientes.

Un matrimonio es una empresa que debe proyectar, construir, comprar, vender, administrar, y obtener los recursos para materializar los proyectos. En definitiva, una empresa industrial, comercial y financiera que se inicia sobre la base de una relación genital, con la convivencia de dos socios que desempeñan roles masculinos y femeninos. Un matrimonio es también un lugar de crianza y una escuela, ya que tendrá a su cargo el cuidado y la educación de los hijos. Es también un lugar de identidad y pertenencia, que combina los estilos de dos familias distintas en una forma que debe cumplir con la exigencia de ser coherente, que es decir armoniosa y viable. Se trata de una identidad y una pertenencia que se enhebran en el tiempo, generando una historia convivida, como producto de un trayecto compartido y de una meta en común. Pensemos en las antiguas sociedades de fomento, en las cooperadoras y en las de socorros mutuos, que testimonian acerca de una necesidad del hombre, para prestar atención al hecho de que en el matrimonio, además de lo que ya hemos señalado, se adquiere el recíproco compromiso de cuidar, en función del pasado convivido, del cónyuge disminuido y necesitado. Acabo de escribir “en función del pasado”, pero cuando el matrimonio funciona bien como estructura ligada al sentimiento de identidad, de pertenencia, y como vínculo que da sentido a la vida, el pasado convivido no se presenta como la obligación moral de pagar una deuda contraída, sino que forma una parte inseparable del significado de la vida actual.

El matrimonio es también un vínculo que se establece con amistad y cariño y, por último y no menos importante, es un vínculo genital “exclusivo”. En la convivencia entre los seres humanos hay innumerables vínculos sexuales que no son genitales ni tampoco “exclusivos”, pero, contrariamente a lo que muchas veces se cree, el ejercicio de la genitalidad no alcanza su mayor desa­rrollo en una orgía, en una sucesión de coitos gimnásticos o en la múltiple experiencia con distintas personas: lo alcanza dentro de un vínculo que perdura en el tiempo necesario para adquirir profundidad, y que no se mantiene como exclusivo por temor a la venganza o por obligación contractual, sino en razón de una preferencia auténtica que nace de un camino erótico recorrido en común. Pero también ocurre que un matrimonio no sólo se mantiene por vínculos de amor. Por extraño que parezca, un vínculo en el que predomina el odio también puede ser una prestación de servicios. Hay parejas que perduran porque cultivan un campo de guerra que les permite descargar el odio recíproco en una magnitud que “fuera de allí” nadie tolera. Precisamente es esta circunstancia paradójica la que engendra en ese matrimonio una tolerancia al odio que se convierte en sadomasoquismo y que mantiene el vínculo. Podemos mencionar tres buenos ejemplos: la obra de teatro ¿Quién le teme a Virginia Woolf?, la novela de Simenon El gato, llevada al cine con actuación de Jean Gabin y Simone Signoret, y la película La guerra de los Roses.

Digamos por fin que el matrimonio es un sacramento que ocurre aun más allá de la doctrina religiosa que lo sustenta y de la ceremonia que habitualmente lo celebra. Es un sacramento en tanto constituye una misteriosa transformación irreversible que modifica las almas más allá de un propósito o un compromiso formal. En ese sentido, y aunque los cónyuges pueden separarse, el matrimonio se puede arruinar pero no se puede “deshacer” completamente, ya que sus efectos perduran.

La gracia y la desgracia

Podemos afirmar sin grandes inexactitudes que las tres “gracias” a las cuales un hombre puede acceder son: su trabajo, su mujer y sus hijos; y si se tratara de una mujer, diría: su hombre, sus hijos y su trabajo. No intento significar con esto que uno de estos dos ordenamientos es superior al otro, sino simplemente señalar que, en nuestra sociedad, el orden en que se logran y valoran suele ser distinto para el hombre y la mujer. En cuanto a la desgracia, digamos que consiste, precisamente, en el hecho de que no se logre acceder a la gracia. Las desgracias, en última instancia y en lo fundamental, también pueden reducirse a tres. Dejemos de lado el caso burdo de no tener trabajo, no tener cónyuge o no tener hijos, porque lo contrario de cualquiera de esas tres desgracias no alcanza todavía para vivir “en la gracia”. La gracia consiste en evitar tres desgracias más sutiles: que el trabajo que mantiene el sustento no coincida con el entusiasmo por el hacer que se observa, por ejemplo, en el hobby; que la persona consorte no sea la misma que se ama, y que no se logre transmitir a los hijos el legado cultural, el estilo propio, que enorgullece a los padres. Es muy difícil evitar el incurrir, en un cierto grado por lo menos, en alguna de estas tres desgracias, y es muy frecuente que se realicen desplazamientos insalubres por obra de los cuales se intenta tercamente compensar en un área lo que se ha perdido en otra.

Vemos pues que la desgracia no es una pura falta de lo que se anhela, sino que se trata, en la inmensa mayoría de las veces, de una ausencia de lo bueno que ha dado lugar a una presencia de lo malo. Se genera así la idea de que existen dos tipos (bueno y malo) de trabajo, dos tipos de cónyuge o dos tipos de relación con los hijos. Es justamente esa sensación de una fuerte presencia de lo malo instalado de un modo permanente, la característica que nos permite afirmar que no se trata de una búsqueda “en tránsito” hacia el logro de lo bueno, sino de la ruina establecida que llamamos “desgracia”.

La infidelidad y el engaño

Suele hablarse de infidelidad, de engaño y de relación extraconyugal, como si fueran sinónimos, y sin embargo son palabras que designan tres conceptos diferentes. Comprender bien este tema exige reparar en la diferencia existente entre el querer y el amar. Como dijimos antes, la palabra “amor” designa muchas cosas distintas, pero la palabra “querer” señala, inequívocamente, un deseo posesivo. Es muy difícil amar cuando se quiere, porque el sentido de propiedad genera un problema complejo que se manifiesta también en nuestra actitud frente a la infidelidad, el engaño y la relación extraconyugal.

Quien no hace justicia a la fe que en él se deposita, es decir, quien traiciona una confianza, es infiel. De aquí podría deducirse que la infidelidad es siempre el producto de una moral mala, pero debemos tener en cuenta que el “depósito” de la fe o de la confianza no siempre es adecuado, no siempre es pertinente. Incluso puede ser, algunas veces, un modo de depositar en otro la responsabilidad que no se asume. Así sucede cuando se deposita la confianza a sabiendas de que será defraudada, porque el propósito oculto consiste en obtener pruebas incontrovertibles de la propia inocencia y de la culpabilidad del traidor. La fidelidad no siempre es el producto de una moral “buena”. Hay una forma de fidelidad (como la que existe, por ejemplo, en el amor servil) en la cual se responde a la confianza sólo en función del miedo o de las ventajas que pueden obtenerse por el hecho de ser fiel. Se trata, a menudo, de una “devoción que mata”, porque suele esconder el odio o el propósito de demandar y obtener compensaciones excesivas o prebendas que no pueden conseguirse por un camino mejor. Frecuentemente sucede que, ignorando tendenciosamente que el sufrimiento no es un mérito, cuanto mayor es el disgusto con que se realizan los actos que deberían complacer al consorte, mayor es la cifra con la cual se contabiliza el mérito, y ese mérito acumulado, como si fuera el millaje que una compañía aérea acredita para otorgar un premio, se conserva cuidadosamente en la memoria a los efectos de pasar la factura en el momento oportuno.

Sostener, como se hace a veces, que la fidelidad surge por obra de los recuerdos del pasado, es demasiado simple. Es cierto que el pasado convivido une fuertemente a las personas, otorgándoles a los vínculos que provienen de una historia en común un significado difícilmente sustituible. Son ejemplos privilegiados los vínculos con los progenitores, con los hermanos o con los amigos de la infancia o de la adolescencia. Es igualmente cierto, sin embargo, que una fuerte transferencia de significado de la familia antecedente a la familia actual constituye una de las “leyes de la vida”. La experiencia muestra frecuentemente que con la mayoría de las personas con las cuales mantenemos un vínculo perdurable que proviene del pasado convivimos pocas horas, o días, en el año, y que algunas veces lo hacemos venciendo una cierta dificultad. Puede decirse entonces que la fidelidad no sólo se sostiene en el pasado, sino también en el cariño presente hacia la persona que confía en noso­tros y en la adhesión a los principios morales que forman parte de un carácter honesto.

Aunque la infidelidad puede consistir en un engaño, y el engaño puede ser una forma de infidelidad, es posible distinguirlos, ya que una cualquiera de esas formas puede darse sin la otra. La infidelidad, ya lo hemos dicho, traiciona una confianza; el engaño miente. Reparemos en que a veces la fidelidad recurre al engaño para lograr el bien de alguien a quien se permanece fiel. Hay un engaño malévolo, que se hace para sacar una ventaja a expensas de la persona engañada, y un engaño benévolo, que intenta evitar el sufrimiento del otro, muchas veces a costa del propio beneficio. Una vez, en mis primeros años de hospital, presencié cómo un hombre le contaba a su mujer, llorando y buscando consuelo, lo que el médico le acababa de informar: que habían encontrado, en ella, un cáncer inoperable. El ejemplo muestra lo que dijimos antes, que hay veces en las cuales decir cosas verdaderas puede ser el producto de una actitud que busca el propio beneficio sin reparar en el sufrimiento o en el daño que se puede ocasionar alrededor.

Las relaciones extraconyugales

Luego de considerar la diferencia entre lo que quiero y lo que amo, decíamos que tanto la infidelidad como el engaño no son, inexorablemente, siempre malos. ¿Puede decirse lo mismo de las relaciones genitales llamadas “extraconyugales”? La gran mayoría de las relaciones genitales extraconyugales que ocurren dentro de nuestra cultura son dañinas, y esto se comprende muy bien si reparamos en cuáles suelen ser los motivos que habitualmente las animan. El motivo más frecuente para una relación genital extraconyugal consiste en procurar “fuera del matrimonio” la satisfacción de un deseo o necesidad, que no siempre es genital, y que el cónyuge, real o supuestamente, no puede o no quiere satisfacer. Cuando alguien emprende este camino intenta, con dos o más personas, disfrutar de las cualidades que no logra reunir en una sola. Aparentemente evita de este modo la renuncia y el duelo, pero la realidad le mostrará muy pronto que, precisamente en función de lo que anhela, dos personas son mucho menos que una. No sólo es así porque al repartir, entre ambas, su aptitud afectiva, únicamente podrá compartir, con cada una de ellas, una parte de la historia íntima que el desarrollo de su vida erótica genera, sino también, y sobre todo, porque se encontrará con los efectos que su reticencia produce en ambos vínculos y en sus propios sentimientos de culpabilidad, de modo que no alcanzará en el amor, con ninguna de las dos personas, la plenitud que su disposición le hubiera consentido.

Hay veces en que una relación genital extraconyugal ocurre motivada por el odio, el resentimiento o la venganza. También puede ocurrir por una inseguridad que conduce al intento de demostrar una capacidad genital. Suele adquirir, en todos esos casos, el sentido de una puja y una pelea con el cónyuge, sostenidas desde la rivalidad conciente o inconciente. Sea cual fuere su motivo, lo que más importa en esas circunstancias es que no nacen “genuinamente” desde la genitalidad o desde el amor hacia una “nueva” persona, sino que, por el contrario, la intensidad afectiva que las motiva y que puede llegar algunas veces a convertirlas en un trofeo que se dedica al cónyuge, proviene, en lo esencial, de la fuerza que conserva la relación con él. Casi podría decirse que, en lo que respecta a la importancia del vínculo, en cierta forma se conserva la fidelidad.

También es frecuente que una relación extraconyugal surja como un intento de obtener un logro genital que “compense” la insatisfacción de una carencia en otros sectores de la vida. La falta de realización en el trabajo, la penuria cotidiana en el hogar, la pelea o los disgustos con los hijos, la melancolía y la amargura pueden conducir a desplazamientos y búsquedas de una compensación en ese territorio genital cuyo “civilizado control” ha sido experimentado muchas veces como si se tratara de una renuncia que genera una deuda. Hombres y mujeres suelen pensar entonces: “He renunciado a la búsqueda de una satisfacción genital extraconyugal para honrar a un cónyuge y una familia que me enorgullecía, me respetaba y me honraba, pero dado que ya no me llena de orgullo, ni respeta mis méritos, me siento con derecho a la gratificación que antes me negaba y a los halagos que mi familia me escatima”. Se satisface de este modo, generalmente espurio e ilusorio, no sólo la fantasía de tener “algo más” o de cobrarse una deuda, sino también la necesidad de incrementar la autoestima, buscando en otro lado los halagos y el aprecio que, en la familia, se sienten perdidos.

¿Debemos pensar entonces que una relación genital extraconyugal es un hecho siempre perjudicial y negativo? Habrá sin duda situaciones en las cuales el perjuicio es menor que el beneficio. Cuando dos hijos se pelean es imposible saber quién empezó, porque cada acto puede verse como la respuesta a uno anterior. Una relación conyugal que no funciona bien es siempre un fracaso de ambos cónyuges. La teoría que adjudica el cincuenta por ciento de “la culpa” para cada uno de ellos no sirve en estos casos. La situación mejora cuando, dejando de lado las matemáticas, cada cónyuge asume “al cien por ciento” la responsabilidad por lo que ocurre en su vida. La existencia de fracasos irreversibles es un hecho que, de todos modos, no puede ser negado. Lo cierto es que en el amor y en el matrimonio, como en tantos otros sucesos de la vida, el insistir puede ser un mérito, pero también un defecto. A veces, como sucede en los negocios, es necesario decidirse a retirar la inversión aceptando la pérdida. Hay situaciones en las cuales un vínculo conyugal subsiste con un deterioro dañino que es irreparable. Suele suceder entonces que la relación genital queda prácticamente interrumpida o adquiere características extremadamente penosas y que la separación se presenta como un proceso largo, penoso y difícil, que no puede resolverse en un plazo breve. En tales circunstancias es posible que una relación genital extraconyugal ayude a transitar las vicisitudes de un proceso inevitablemente traumático. Cuando a esta relación se suma el engaño, y cuando ese engaño constituye una forma de infidelidad, estamos, como hemos visto, frente a otras cuestiones, que admiten diferentes variantes.

Con el ánimo de “ser para siempre”

Es obvio que, como lo ha señalado Bernard Shaw, la palabra “monogamia” no designa la circunstancia de una sola mujer en la vida de un hombre, o de un solo hombre en la vida de una mujer. Se trata de sólo una, o sólo uno, por vez, en una relación que se establece con el ánimo de ser “para siempre”. Una relación en la cual el otro es elegido con el deseo de que sea consorte. No es lo mismo sacar de la valija sólo lo imprescindible para pasar la noche en una habitación de hotel, que establecerse, acomodando todo, en una casa nueva. Uno podrá mudarse, la experiencia lo muestra, pero sólo disfrutará la vida cuando vacíe completamente sus valijas en el lugar donde vive. Que el ánimo de ser “para siempre” se concrete en una buena relación conyugal “para toda la vida” es difícil pero no es insólito. La dificultad no sólo proviene, como se ha señalado, del hecho de que la duración de la vida se ha prolongado en la última centuria, sino sobre todo de que en el desarrollo de sus vidas ambos cónyuges suelen evolucionar de maneras muy diferentes. La historia convivida puede funcionar como una argamasa excelente y saludable, pero es cierto también que muchos matrimonios perduran gracias a que niegan la parálisis, la dependencia neurótica y el deterioro en que viven inmersos.

André Maurois señalaba, de manera un tanto cínica, que un matrimonio vive al nivel del más mediocre de los cónyuges. No cabe duda de que de la confluencia de las capacidades de ambos cónyuges dependerá en definitiva la vitalidad del vínculo. Un vínculo es vital cuando sus integrantes conservan la capacidad de enriquecerse mutuamente y de encontrar lo nuevo en lo habitual. De modo que si es cierto que, como dice Ortega, el amor se apoya en el interés y en la curiosidad, la permanencia de esas mismas virtudes ha de tener un valor esencial en el amor duradero. Esto no quita su verdad al hecho de que en el fondo de las tendencias polígamas que operan en otras culturas (y que funcionan gracias a la posibilidad de ¡reencontrar lo habitual en lo nuevo!), operan el interés y la curiosidad.

La evolución y el cambio

Llegamos así otra vez a descubrir que la estabilidad de una pareja es, como en los cuerpos que estudia la física, una forma dinámica del equilibrio. Dado que los cambios, sean concientes o inconcientes, son inevitables y continuos, la pareja permanece estable gracias a que cotidianamente se vuelve a suscribir, implícitamente, el contrato que la constituye. Aunque el vínculo perdure, los avatares de la convivencia generan a veces fantasías de ruptura cuyo grado de cercanía a la realización efectiva es variable. Importa destacar en este punto que, junto a lo que concientemente se contrata, existen condiciones inconcientes que se consideran esenciales y que se dan por convenidas. Son precisamente esos convenios implícitos, que sólo se hacen manifiestos cuando no funcionan de acuerdo con lo que se había supuesto, los que ponen en crisis la estabilidad del vínculo. ¿Debemos concluir entonces que una pareja debería constituirse con alguna forma de contrato en el cual se contemple la mayoría de las vicisitudes posibles? Evidentemente no es posible, pero admitamos que una cosa es ignorar cuál será la posición que adoptará el consorte frente a una determinada circunstancia de la vida, y otra cosa, muy distinta, es saberlo y negarle su importancia, con la esperanza torpe de que llegado el momento se logrará torcer su voluntad.

Cuando dos personas que están cerca miran en una misma dirección, ambos ven casi lo mismo; si en cambio se miran mutuamente, sus campos de visión difieren mucho. En los comienzos de todo matrimonio, cuando hay mucho por hacer en la construcción de un futuro compartido, no es tan difícil coincidir en proyectos comunes, apuntando la mirada hacia un mismo panorama. En la edad media de la vida, cuando los hijos que crecen inician el camino de transferir sus intereses a la constitución de sus propias familias, los cónyuges, que (mal o bien) ya han realizado sus proyectos de antaño, se quedan frente a frente, inmersos en la tarea, muchas veces dificultosa, de reencontrar un proyecto en común. En esa misma época el vínculo de los cónyuges con sus propios padres, que se dirigen hacia el final de sus vidas, genera, en ambos, cambios importantes que surgen asociados con una nueva intensidad en la identificación con sus progenitores. Nacen así necesidades nuevas que conducen muy frecuentemente a una crisis del vínculo matrimonial. Cuando los integrantes de una pareja se eligen, en la juventud, para constituir una familia, están lejos de prever las circunstancias y las situaciones que les tocará vivir. Por mejor concebido que haya sido el contrato que han suscripto, seguramente sentirán mañana que los que firmaron fueron otros. Dos elementos contribuyen sin embargo para facilitar el logro: el primero es que se elijan, intuitivamente, por una cierta armonía en sus estilos; el segundo es que el tiempo de convivencia que los jóvenes tienen por delante conforme sus hábitos en maneras acordes. Sin embargo, sea cual fuere la discrepancia entre los estilos de los dos integrantes de una pareja, el hábito civilizado de respetar un “encuadre” del vínculo (dentro de las “buenas maneras” que las costumbres han depositado en el corpus social y que la educación transmite de padres a hijos) facilita la tolerancia y “da tiempo” al proceso de limar asperezas y construir acuerdos.

El matrimonio incluye, como decíamos antes, distintas funciones. Es una empresa industrial y comercial, es una escuela, una sociedad amistosa y el lugar en el cual se ejerce la genitalidad. Todas estas funciones pueden compensarse, unas con otras, en el valor y en la eficacia con la cual cada uno de los cónyuges las desempeña. Es necesario tener en cuenta sin embargo que la actividad genital de la pareja suele ser una de las funciones que más difícilmente se compensa, ya que perdura, en el ánimo de cada uno de los cónyuges, el significado primero de la unión erótica que constituyó el fundamento que dio origen a la sociedad matrimonial.

Las dificultades genitales